«¡No me importa el motivo!», dijo Grimya con desdichada vehemencia. «Debe de existir otro modo. No puedes hacerlo. Índigo, ¡no puedes penetrar en ese valle!»
«Cálmate. » La joven intentó tranquilizar en silencio a la loba. «Si encontramos a Aszareel, quizá no haya necesidad de tomar medidas tan drásticas. No veas fantasmas donde puede que no haya ninguno. »
«Pero si no lo encontramos... »
«Entonces haré lo que deba hacer. Ya lo sabes, Grimya. No existe otra elección, si es que queremos eliminar al demonio. »
—¿Índigo?
El susurro de Jasker interrumpió su privado intercambio. Índigo volvió la cabeza, medio incorporándose del lugar donde estaba agachada al abrigo de un pliegue rocoso. El hechicero surgió de la oscuridad y la muchacha vio una débil aureola dorada que brillaba, como diminutas llamas espectrales, a su alrededor.
—Ya las he llamado. ¿Estáis lista?
Ella asintió.
—Decidme qué debo hacer.
Un sonido, tan tenue que podría haberlo imaginado, chocó contra sus oídos; era un débil silbido, como si el aire a su alrededor se hubiera visto desplazado por manos invisibles. Sintió un soplo cálido que pasó rozándole el rostro, y se irguió totalmente. Jasker sonrió.
—Extended los brazos, como si fuerais un halconero que llamase a sus aves. No os acobardéis: sentiréis algo de calor, pero nada más.
Hizo lo que se le decía y el hechicero cerró también los ojos, murmurando entre dientes. Al cabo de unos instantes se produjo un vivo resplandor en el aire, y una brillante bola de fuego verde se materializó sobre su cabeza. Estuvo flotando allí durante unos segundos antes de retorcerse en pleno aire, dividirse y adquirir la parpadeante forma de dos salamandras verdes y rojizas que se acomodaron en sus extendidos antebrazos. Tal y como Jasker le había advertido, sintió una oleada de calor procedente de sus cuerpos translúcidos; pero no era más que el hormigueante calorcillo que se siente al estar sentado cerca de un buen fuego en el invierno. Unas garras doradas se clavaron ligeramente en su piel; diminutos ojos, como piedras preciosas, la miraron con una inteligencia diferente a la suya; y ardientes lenguas color escarlata, de punta bífida, lamieron el aire y lo hicieron chisporrotear.
Índigo vio cómo Grimya retrocedía ante aquellos luminosos seres, pero ella, por su parte, no sentía el menor temor; más bien una sensación de admiración por el hecho de que tales criaturas estuvieran dispuestas a aceptarla de tal forma. Miró a Jasker, con ojos brillantes, y el hechicero dijo:
—Id, pues. Índigo. Estaré esperando.
Grimya lanzó un gañido: no le gustaba nada la repentina carga eléctrica que adquirió la atmósfera cuando las salamandras alzaron la cabeza y sisearon. La joven bajó los ojos hacia ella y sonrió tranquilizadora.
«Todo va bien, querida. No nos harán daño. Vamos ya: ve delante por el sendero. »
Por un momento Grimya la contempló dubitativa, pero no respondió. En lugar de ello dio la vuelta y se alejó corriendo. Índigo le dirigió un último saludo con la cabeza a Jasker y la siguió.
Tomaron la ruta más corta que descendía por la ladera de la Vieja Maia; luego subieron por el barranco en el que Índigo se había encontrado, en un principio, con la fortaleza de Jasker y resiguieron a toda prisa el sendero que conducía de regreso al río y a la carretera. Otras salamandras convocadas por el hechicero —diminutas llamas vivientes que flotaban y danzaban a lo largo del camino las iban iluminando. Avistaron las puertas de acceso a las minas justo cuando los últimos mineros subían al carromato descubierto que les conduciría de regreso a Vesinum. Los capataces, había dicho Jasker, saldrían dentro de una media hora, e Índigo y Grimya se sentaron a esperar mientras el hechicero se retiraba para realizar sus preparativos.
El corazón de la joven latía de forma muy irregular cuando la entrada de la mina apareció en su campo visual. Durante todo el trayecto montaña abajo, Grimya había intentado persuadirla de su plan, e incluso Jasker le había aconsejado en un principio que tuviera paciencia. Le dijo que si no dedicaba más tiempo a cuidar los detalles y tomar precauciones correría un gran riesgo. Pero Índigo había hecho caso omiso de ambos. Se les ofrecía una ocasión inesperada de coger por sorpresa a Quinas, y ella no pensaba dejarla escapar. Al final había costado poco convencer a Jasker para que
aceptara su punto de vista; su propio odio por el capataz fue acicate suficiente. Grimya, no obstante, seguía sin sentirse muy feliz: temía por la seguridad de su amiga, y tan sólo la promesa de Índigo de que tomaría todas las precauciones posibles había aplacado lo suficiente a la loba como para que consintiera, finalmente y de mala gana, en tomar parte.
Delante de ella, el animal se había detenido en un lugar desde el que tenía una buena visión del sendero que llevaba a la mina. La loba volvió la cabeza e Índigo oyó su silenciosa llamada.
«Puedo ver el lugar. No se distingue a nadie aún. »
«Muy bien. Me acercaré más. »
Avanzó hasta que pudo vislumbrar la cabaña del guarda, una silueta angulosa entre las sombras naturales de la pared rocosa; entonces Grimya le advirtió:
«No más cerca. Los pequeños dragones despiden mucha luz y te verían. »
La muchacha asintió y se agazapó detrás de un promontorio. El plan que le había esbozado a Jasker era muy simple, pero debía resultar efectivo; y, tal y como había dicho, ella sería un cebo ideal para la trampa. Cuando se enfrentaron en Vesinum, fue muy consciente de que Quinas la habría matado de buen grado, si no hubiera sido por el hecho de que era una forastera, una desconocida que pudiera poseer más influencias de las que las apariencias daban a entender. Delante de toda la población de la ciudad no se hubiera arriesgado a cometer tal acto; esta vez, no obstante, sin testigos y bajo la provocación a la que pensaba someterlo, contaba con una reacción muy diferente.
La luz de una antorcha brilló de repente junto a la cabaña, y largas sombras se proyectaron sobre el irregular suelo. Índigo se echó hacia atrás, apretando con fuerza su espalda contra la pared, mientras Grimya, el vientre casi pegado al suelo, cruzaba como una sombra a toda velocidad el sendero de la mina para desaparecer en la oscuridad del otro lado. Unas voces y el ahogado golpear de cascos rompió el silencio; luego se escuchó el metálico gemido de las puertas al abrirse. Al cabo de unos momentos, tres hombres a caballo y con unos hachones salieron de las minas.
Reconoció a Quinas de inmediato. Iba en cabeza, con sus compañeros siguiéndolo con aire deferente; a la luz de la antorcha su rostro era claramente visible. Una de las salamandras lanzó un agudo y excitado chillido, e Índigo se plantó en el camino.
—¡Quinas!
Su voz resonó con fuerza entre las rocas. Los jinetes se sobresaltaron y detuvieron en seco sus monturas. El aludido buscó el lugar del que procedía la voz; y su rostro se quedó helado.
—Vos...
Índigo le sonrió con ferocidad.
—Tenemos una cuenta que saldar, capataz Quinas. ¡Pienso obtener una satisfacción aquí y ahora!
Uno de los compañeros de Quinas siseó:
—En el nombre de Charchad, ¿qué son esas cosas?
El capataz levantó una mano, exigiendo silencio. Su caballo golpeó inquieto el suelo, temeroso de las salamandras; él tiró con furia de las riendas para calmarlo y dijo:
—Bien, saia Índigo. ¿Qué clase de truco es éste?
—No es ningún truco, escoria. ¡ Son simplemente siervos de la Diosa Ranaya, cuyo nombre vos y los de vuestra ralea habéis blasfemado!
Retrocedió, orquestando sus movimientos como ella y Jasker habían preparado de antemano con mucho cuidado. Un paso, dos, tres; se detuvo.
—¿Qué sucede, Quinas? ¿Tenéis miedo de mis amigas? ¿Teméis que puedan quemar vuestra retorcida y negra alma si os acercáis demasiado? —Las salamandras, al escuchar la frase convenida, se alzaron sobre sus patas traseras, siseantes, e Índigo levantó los brazos—. ¡No esperaba menos de un cobarde seguidor de Charchad!
Los mutados ojos de Quinas brillaron enfurecidos.
—¡Hereje cachorro de furcia! —Espoleó su caballo hacia adelante, forzando al animal cuando éste se mostró reacio—. Debiera haber acabado contigo en Vesinum...
—¿Arriesgar vuestro rastrero pellejo ante una mujer con un cuchillo? —se mofó Índigo—. ¡No vos! Preferís mostrar vuestra hombría con niños indefensos, ¿no es así, Quinas? Preferís patear e injuriar a pobres criaturas como la esposa del minero. ¡Le resultan más fáciles de dominar a los gusanos de cloaca como vos!
Uno de los otros hombres dijo colérico:
—Quinas, dejadme...
Pero el capataz le hizo un nuevo gesto para que callara.
—Guarda silencio, Reccho —repuso, y sonrió fríamente—. Esta perra parece decidida a buscar
pleito tan sólo conmigo, y resultaría grosero no complacer a una dama. —Tenía dominado el caballo, ahora, y empezó a hacerlo andar despacio y con firmeza hacia Índigo—. Si está decidida a suicidarse es cosa suya; cuando haya terminado con ella, puedes quedarte con sus restos, si es que te interesan.
«Grimya. » Índigo proyectó una silenciosa llamada. «¿Estáspreparada?»
«¡Preparada!», llegó con rapidez la respuesta.
La muchacha dio otros dos pasos hacia atrás y dijo en voz alta:
—Lindas palabras, Quinas. ¡Pero carecéis del valor para ponerlas en práctica!
Las salamandras sisearon de nuevo, amenazadoras, y sus lenguas llameantes se precipitaron fuera de sus bocas, Quinas hizo una mueca burlona:
—Vuestras amiguitas no me impresionan, perra. ¡Y no tardarán en abandonaros cuando sufráis el castigo de Charchad por vuestra blasfemia!
Mientras hablaba, hundió con fuerza los talones en los costados de su caballo y el animal saltó hacia adelante, relinchando en señal de protesta. Índigo había estado esperando su intento de tomarla por sorpresa, y retrocedió a toda velocidad, mientras las salamandras se alzaban sobre sus patas y lanzaban agudos chillidos, en el mismo instante en que Quinas espoleó su caballo contra ella.
—Jasker! —resonó la voz de la joven—. ¡Ahora!
Una oleada de tremendo calor la golpeó hacia atrás cuando una blanca llamarada surgió de la nada con la velocidad del rayo, chisporroteando por el sendero que se abría frente a Quinas. Su caballo relinchó y empezó a dar vueltas. Al advertir el peligro, el capataz torció la cabeza y les gritó a sus amigos que se alejaran.
«¡Grimya!»
Índigo utilizó toda la energía que pudo reunir en su grito telepático, y al instante se escuchó un aullido de respuesta que salía de la oscuridad: el grito del lobo en busca de presa. El caballo de Quinas se encabritó, atrapado entre el terror al fuego y el terror a los depredadores, y de repente los dos compañeros del capataz penetraron a toda velocidad en el cañón, sus monturas desbocadas, mientras Grimya gruñía y lanzaba dentelladas a sus patas. Los caballos chocaron, un hombre cayó al suelo, e Índigo escuchó gritos procedentes de la entrada de la mina, los centinelas echaron a correr para investigar lo que sucedía.
Las salamandras estaban al borde del histerismo ahora: chillaban y escupían fuego. La joven se volvió para gritar en la oscuridad.
—Jasker! ¡Sólo Quinas..., sólo Quinas!
De la pared rocosa surgió una llamarada, dos columnas de fuego que atraparon a los tres jinetes en una abrasadora jaula. Uno de los centinelas lanzó un alarido de dolor al chocar contra la pared de fuego y retrocedió al momento. De repente, las salamandras saltaron de los brazos de Índigo y atravesaron el aire. Por un instante se convirtieron en veloces bolas de fuego verde, cegadoramente incandescentes; luego, sus cuerpos recuperaron su forma, y con alaridos de triunfo cayeron sin piedad sobre los atrapados hombres.
Aullidos inhumanos desgarraron el aire cuando las salamandras atacaron, el sonido de hombres y caballos presas de un terrible dolor. La joven giró en redondo y, en las tinieblas del cañón, detrás de ella, vio un contorno humano rodeado por un halo de chispas, con los brazos levantados y la cabeza echada hacia atrás, mientras el fuego chisporroteaba en sus manos extendidas.
—¡No, Jasker! —aulló, forzando al máximo sus pulmones—. ¡Lo quiero vivo!
Una salvaje negativa se estrelló contra su mente, y echó a correr hacia adelante, precipitándose en dirección a la reluciente figura del hechicero.
—¡No, Jasker, no! ¡Decidle que se marchen! ¡Grimya, ayúdame!
Una forma oscura y delgada apareció sobre su cabeza, ascendiendo penosamente la empinada ladera, y escuchó el aullido de respuesta de la loba. Llegaron hasta Jasker a la vez y se arrojaron sobre él, sin prestar atención a las chispas y las llamas. Cayó al suelo rugiendo enfurecido, e Índigo gritó:
—¡Salvad a Quinas! ¡En el nombre de Ranaya, salvad a Quinas!
Por un momento el hechicero se quedó inmóvil donde ellas lo sujetaban; su atolondrada expresión mostraba sorpresa. Luego, como si alguien lo hubiera abofeteado en pleno rostro, la inteligencia regresó a sus ojos.
—Ranaya...
Echó a Índigo a un lado, se incorporó como pudo y lanzó un agudo silbido. Unos gritos de respuesta le llegaron desde el interior de la pared de fuego, y el hechicero corrió, dando traspiés, hacia el pandemónium. La muchacha lo vio acercarse a la pared y arrojarse a través de ella; al cabo de un momento reapareció sin el menor rasguño, con un bulto informe sobre los hombros. Sus ojos
se encontraron con los de Índigo y ésta vio odio, veneno... Luego arrojó el chamuscado cuerpo de Quinas sobre el suelo y se volvió de nuevo hacia el fuego. Alzó los brazos, gritó una palabra y un río de lava en forma de llamas cayó desde lo alto del despeñadero sobre los hombres, penetrando en el cañón con un titánico y atronador rugido. Pedazos de llameante magma salieron despedidos por los aires, girando sobre sí mismos; la roca fundida se alzó como una enorme ola marina. Y, de repente, las llamas desaparecieron, y todo lo que quedó fue una pared de seis metros de altura de sólida piedra pómez que relucía con un apagado tono rojizo.
Índigo retrocedió tambaleante hasta apoyarse en la pared del cañón, tanteando en busca de algún punto de apoyo que evitara que sus piernas se doblaran bajo su peso. Grimya corrió a su lado y la muchacha apretó la cabeza de la loba contra su muslo. El corazón le retumbaba bajo las costillas y le pareció como si no hubiera bastante aire en el mundo para respirar. Por fin consiguió absorber una bocanada de oxígeno, y vio a Jasker que se acercaba a ella despacio.
—Esos hombres... —Sentía la garganta irritada; tosió, intentando aclararse la sensación de ahogo—. Ellos...
—Están bien muertos ahora. —La voz del hechicero carecía de toda emoción—. Y los guardas de la mina no lograrán atravesar esa pared, incluso aunque no teman intentarlo.
Algo parpadeó en la parte superior de la barrera que se solidificaba rápidamente, y apareció una de las salamandras. Pareció escurrirse fuera de la roca, como un conejo saliendo de un agujero, y durante un breve instante se quedó allí inmóvil, contemplándolos. Luego, melindrosamente, mordisqueó algo que sujetaba entre dos de sus garras, levantó la cabeza, y con su oscilante lengua se lamió el hocico. Emitió un chirrido, un sonido conciliador, y después desapareció lanzando un destello.
Índigo sintió náuseas.
—Yo no tenía nada contra ellos...
—Eran seguidores de Charchad. Y las salamandras deben recibir su recompensa.
—Pero los caballos...
Los ojos de Jasker se clavaron en los suyos, y su voz se apagó cuando vio la expresión del hombre.
—Tenéis a vuestro prisionero. Índigo —dijo con calma—. ¿No es eso lo que queríais?
—Yo... —Pero era cierto; ella había hecho su elección y la responsabilidad era suya—. Sí — murmuró.
Jasker golpeó con un pie la figura caída de Quinas.
—Lo mejor será ocuparse de él —dijo distante.
Ahora que todo había terminado. Índigo apenas podía decidirse a examinar a su prisionero. Conteniendo las ganas de vomitar, se agachó a su lado y le dio la vuelta. Sus manos, rostro y ropas estaban chamuscados y las puntas de sus cabellos quemadas; aparte de esto parecía ileso.
—Está inconsciente, pero vivirá —dijo Jasker.
—Sí. —La muchacha se incorporó—. Hemos tenido éxito..., la verdad es que parece difícil de creer.
El hombre bajó los ojos hacia el inconsciente prisionero, luego meneó la cabeza.
—Fue sólo el primer paso. Tenemos un largo camino que recorrer todavía. —Contempló el cañón que se perdía en la oscuridad delante de ellos—. No sirve de nada perder más tiempo. Lo llevaremos a las cuevas; luego averiguaremos qué puede decirnos. —Una siniestra sonrisa hizo que su rostro resultase más tétrico que nunca en la penumbra—. Ése será un auténtico principio.
Cerca de la entrada de la cueva de Jasker les salieron al encuentro tres nuevas salamandras, diminutas bolas de fuego azules que saltaban agitadamente en el aire por encima de la cabeza del hechicero. Este se detuvo, y escuchó algo que sólo él podía oír; luego informó a Índigo:
—El estado de esa pobre muchacha, Chrysiva, ha empeorado. Puse a estas criaturas para que la vigilaran mientras estábamos fuera, y me dicen que está enferma de muerte. —Suspiró—. No es más que lo que esperaba.
Índigo miró con malevolencia a Quinas, a quien Jasker había transportado sin el menor miramiento montaña arriba como un saco de harina.
—Yo me adelantaré —dijo la muchacha—. A lo mejor puedo hacer algo por ella.
—Muy bien. —Aunque la expresión de los ojos del hombre le dijo que éste lo dudaba—. Al menos le podéis dar algo de agua. Debe de sentir ya una sed febril.
La joven asintió, y empezó a correr ladera arriba.
Habían dejado a Chrysiva dormida en la caverna principal. Cuando entró, la muchacha se movió e intentó sentarse; Índigo palideció al ver su rostro a la luz de las velas.
Chrysiva estaba a las puertas de la muerte. La enrojecida piel de su rostro parecía haberse hundido y encogido sobre su cabeza, confiriéndole un aspecto arrugado y cadavérico; sus ojos estaban muy abiertos y desorbitados, y sus pupilas parecían cabezas de alfiler inyectadas en sangre. Tenía grandes extensiones de piel escamada, que dejaban al descubierto la enrojecida carne de debajo, y el cabello le empezaba a caer, dando a su cuero cabelludo un grotesco aspecto moteado.
—¿Chrysiva... ? —Índigo luchó por mantener el horror que sentía alejado de su voz, pero sabía que era un esfuerzo inútil.
—A... ag... —La muchacha tosió; un hilillo de saliva rosada se deslizó por su barbilla—. Podéis... darme ag... agua...
—Desde luego. —Corrió al lugar donde Jasker guardaba sus odres y llenó una copa.
Grimya, que la había seguido, se quedó a unos pasos de distancia observando con ojos preocupados; mientras Chrysiva bebía, la loba dijo:
«Su lengua se ha vuelto negra. ¿No hay nada que el hombre pueda hacer por ella?»
Índigo iba a responder, pero se detuvo cuando unas fuertes pisadas en el corredor de acceso a la cueva anunciaron la llegada de Jasker. Este dejó caer su carga sobre el suelo y anunció:
—Empieza a moverse. Lo mejor será que me asegure de que está bien sujeto antes de ir a ver a la muchacha.
Quinas empezaba realmente a recuperar el sentido. Sus piernas y brazos se movieron débilmente, luego lanzó un gemido y dejó escapar un ahogado juramento. Al verlo allí, los llorosos ojos de Chrysiva se abrieron aún más e intentó sentarse, apartando la copa de agua.
—Todo está bien, calmaos. —Con mucho cuidado Índigo la obligó a permanecer tendida, y miró a Jasker por encima del hombro—. Atadlo, rápido. ¡Cuanto más fuerte mejor!
El capataz seguía aún demasiado débil y confundido para protestar cuando el hechicero lo obligó a poner los brazos a la espalda y le ató muñecas y tobillos con una áspera cuerda. Luego, izándolo por el cuello de la camisa, lo arrojó con fuerza contra la pared.
—Nnnn... —Un desagradable sonido gutural surgió de la garganta de Chrysiva, que clavó una mano sobre el antebrazo de Índigo, hundiendo con fuerza las uñas en él—. El... él es... él es...
—¡Callaos! No lo miréis, Chrysiva, no permitáis que os altere. —Índigo hizo girar a la muchacha de cara a ella y la miró a los ojos, con expresión severa—. Va a morir, Chrysiva. ¡Vengaremos a vuestro esposo por vos!
Una risa cínica interrumpió sus palabras. Levantó la cabeza y vio a Quinas, totalmente consciente ahora, que la miraba con frialdad desde el otro extremo de la cueva.
—Qué preocupación tan fraternal —dijo el capataz con sequedad—. La verdad, me siento conmovido. —Sonrió—. Si queréis «vengar» al esposo de esta mocosa, saia, lo mejor que podéis hacer es elevar una oración o dos por ella mientras lo hacéis. Tiene todo el aspecto de necesitar toda la ayuda que pueda conseguir.
Chrysiva se echó a llorar e Índigo se volvió veloz hacia Jasker.—¡Sacadle de la cueva! —le espetó—. ¡Sacadle de mi vista, antes de que le corte el cuello!
Quinas repuso:
—Ah, saia, vuestra compasión no conoce... —y las palabras se vieron interrumpidas por un juramento cuando el puño de Jasker se estrelló contra su mandíbula.
—Tengo el lugar apropiado para esta basura —dijo el hechicero.
—Entonces lleváoslo. Deprisa, antes de que me olvide de mis intenciones.
Chrysiva contempló cómo Quinas —prudentemente callado ahora— era arrastrado fuera de allí y desaparecía por el oscuro túnel. Grimya, ansiosa por asegurarse de que nada fuera mal, acompañó a Jasker, e Índigo vertió más agua en la copa.
—Bebed —dijo, tendiéndosela—. Y luego debéis descansar, Chrysiva.
—No... —La muchacha parpadeó como si saliera de un trance, vio que la boca del túnel estaba ahora vacía y se volvió para mirar a su benefactora—. No —repitió, y había una inesperada energía en su voz—. No quiero descansar; al menos, no en esa forma... Saia Índigo, habéis sido muy buena y amable conmigo, qui... quiero daros algo a cambio. Es una recompensa muy pobre, pero... —Una mano hurgó entre los pliegues de sus ropas, pero sus movimientos carecían de coordinación—. No puedo encontrarlo... Por favor, aquí, cogido a mi corpiño...
Índigo tocó la prenda —bajo la tela podía sentir el latir irregular del vacilante corazón de Chrysiva— y encontró algo duro y metálico. Un broche. Ante la insistencia de la muchacha lo desprendió y se lo depositó sobre la palma de la mano.
—Por favor, saia. Quiero que os lo quedéis. Fue un regalo que... —las lágrimas inundaron sus ojos—, que me hizo mi esposo. Sé que es muy poca cosa, sin embargo... ha significado mucho para mí. Por favor, sé que lo mantendréis a salvo.
Los ojos de Índigo se nublaron al contemplar el broche. Era, como había dicho Chrysiva, algo de muy poco valor: un pequeño pájaro toscamente forjado en estaño; las alas eran desiguales y mal labradas, la aguja estaba torcida. Debía de ser obra, pensó, de algún aprendiz de artesano; y era, sin duda, la única clase de regalo que un pobre minero podía permitirse para su esposa. Pero para Chrysiva, significaba más que todos los diamantes y esmeraldas de las profundidades de la tierra.
Le respondió con voz ronca:
—No puedo tomarlo, Chrysiva. Es vuestro, y debe seguir siéndolo. Además, no quiero ninguna recompensa...
—Por favor. —La muchacha introdujo el broche en la mano de Índigo y apretó sus dedos con fuerza cerrándoselos alrededor de él—. Muy pronto... no lo necesitaré, saia. Y quiero..., quiero pedir...
—¿Qué? Pedid. Os concederé cualquier cosa, si me es posible.
—Yo... —Los labios de la joven temblaron, su rostro enfermo adoptó una expresión tensa y reservada. Luego cerró los ojos y musitó—: Enviadme a los brazos de Ranaya, saia Índigo. Dejad que me reúna con mi esposo en sus llanuras de fuego. Sé que iré allí muy pronto, pero ya no deseo sufrir más. —Aspiró con fuerza y sus ojos se abrieron de nuevo, doloridos y desesperados—. Por favor..., ¡matadme, y haced que descanse de una vez!
Consternada. Índigo se echó hacia atrás. No sabía cómo responder, qué decir. Entonces oyó a Jasker y a Grimya que regresaban, y se puso en pie con rapidez.
«¿Índigo?» —Grimya percibió su angustia inmediatamente y corrió hacia ella—. «¿Qué sucede?»
—Chrysiva... ella... —Su voz se quebró y sacudió la cabeza, apretando con más fuerza los dedos alrededor del broche de estaño. El hechicero posó su mano sobre el hombro de ella con suavidad; Índigo se encogió en un gesto involuntario y luego lo miró desesperada—. Jasker, ¿no podemos hacer nada por ella?
La respuesta estaba en sus ojos. Y la muchacha pensó en lo que sufriría Chrysiva antes de morir, en el lento y terrible horror de su muerte...
—Me ha pedido que la mate —susurró.
—Ah, dulce Ranaya... —El hombre se dio la vuelta, con expresión de gran dolor—. Criatura... — Se acercó a Chrysiva y se agachó junto a ella—. Criatura, ¿es eso lo que realmente queréis?
La muchacha asintió.
—Sois un sacerdote. Vos comprendéis estas cosas. Os lo ruego, concededme el vino y el fuego, como sólo un sacerdote puede hacerlo. Dadme la bendición de Ranaya y dejadme ir hacia Ella.
Jasker se levantó y se dirigió despacio hacia donde estaban Índigo y Grimya. De repente parecía viejo, agotado y cansado.
—No puedo hacerlo. —Lo dijo con voz tan baja que la enferma apenas pudo oírlo—. Sería una suerte para ella y Ranaya daría su bendición de buena gana, pero.... Índigo, no puedo hacerlo. Mi propia esposa, cuando ella... —Se detuvo, aspiró con fuerza—. Esos recuerdos son demasiado fuertes y demasiado terribles. Vacilaría, me echaría atrás en el último momento. ¡Que la Madre me ayude, le fallaría!
Índigo tenía los ojos fijos en Chrysiva. El pequeño broche de estaño que sostenía en la mano despedía un suave calorcillo, y parecía simbolizar algo que su mente no podía captar por completo ni retener. Y pensó en Fenran.
Dolor, miseria y un largo y torturado camino hacia la oscuridad... Comprendía los sentimientos de Jasker, porque los compartía. Quitarle la vida a alguien como Chrysiva a sangre fría...
Pero no sería a sangre fría. Sería, como había dicho el hechicero, un acto de misericordia. ¿Podía su conciencia anteponer sus delicados sentimientos a la desesperada necesidad de una mujer, víctima de la más profunda y desesperanzada de las angustias? Cerró los ojos, y le pareció ver el rostro de Fenran ante sus párpados: Fenran sonriendo y extendiendo los brazos hacia ella. «¿Qué harías tú, mi amor?», preguntó en silencio. «¿Tendrías el coraje de conceder tal deseo, o tampoco podrías?» Y creyó conocer la respuesta.
Se alejó de Chrysiva y dijo con mucha calma:
—Tengo una ballesta...
—Índigo —el hombre posó una mano sobre su brazo—. No puedo permitir que mi cobardía os
obligue...
—No. —Sus dedos se cerraron sobre los de él, en un intento por tranquilizarlo—. No es eso, Jasker. De verdad que no es eso. —Avanzó con paso algo tambaleante hasta la muchacha, y se arrodilló—. ¿Chrysiva?
La esperanza brilló vacilante en los enrojecidos ojos.
—¿Sí, saia?
—Guardaré vuestro broche, lo juro. Será tan precioso para mí como... como lo ha sido para vos. —Haciendo acopio de valor, se inclinó para besar con suavidad la frente de la muchacha—. Pronto estaréis allí, Chrysiva.
Los agudos sonidos metálicos que produjo mientras colocaba y fijaba una flecha en la ballesta le parecieron una obscenidad en comparación con el tranquilo trasfondo de la voz de Jasker murmurando oraciones. Índigo estaba demasiado alejada del lecho para escuchar las palabras de bendición que pronunciaba, pero podía advertir una cierta impaciencia en las apenas audibles respuestas de Chrysiva, una esperanza renovada, y —aunque sólo servía para acrecentar la sensación de irrealidad— también alegría. Grimya permanecía sentada en silencio, observando, e Índigo se sintió en cierta forma reconfortada al saber que la loba no condenaba lo que iba a hacer; era mucho mejor, había dicho Grimya con tristeza, que todos ellos se sintieran apenados durante un tiempo que no que Chrysiva tuviera que sufrir.
Jasker se puso en pie bruscamente, sobresaltando a Índigo. Ésta volvió la cabeza y, cuando el hechicero asintió, sus manos tensaron la ballesta.
Los ojos de Chrysiva estaban cerrados y ella sonreía. Índigo se colocó a su lado y, sintiéndose extrañamente aparte, como si en un sueño se contemplara a sí misma desde una gran distancia, apuntó el arco al corazón de la muchacha.
Eran épocas pasadas, otras épocas, cuando su padre le había dado las primeras lecciones en el uso de las armas. Ahora recordó sus enseñanzas. La mirada fija, apuntar con cuidado, el pulso firme. Y calma. Por encima de todo, mucha calma.
Disparó.
Las últimas notas de la Isla Pibroch resonaron en la cueva y se desvanecieron en un lejano eco. Índigo depositó el arpa en el suelo.
—Ha sido una pobre elegía —dijo en voz ronca—. Hace tantos años que no la tocaba que casi la había olvidado...
Jasker, sentado con las piernas cruzadas ante el altar de Ranaya, contestó sin levantar los ojos.
—Ha sido hermosa. —Su voz estaba llena de emoción—. Me trajo imágenes de cosas que yo no sabía que existieran bajo el gran sol. Enormes extensiones de agua, lugares donde el día no termina jamás y, sin embargo, el aire es frío y límpido... Vi interminables bosques verdes, y montañas blancas que brillaban como el cristal...
—Los glaciares del sur. —Una tenue sonrisa llena de melancolía apareció en los labios de Índigo; la imagen calmaba un poco la hirviente furia que bullía en su interior, pero fue sólo por un momento, y su voz volvió a endurecerse—. Pero ¿de qué le sirve una elegía a Chrysiva ahora?
—La apresurará en su viaje hasta Ranaya —Jasker realizó una última reverencia ante el altar, luego retrocedió—. Vuestra música y mis oraciones. No podemos hacer más. Índigo.
El arpa lanzó una discordante cadencia, cuando con un arranque de desaliento la joven la empujó brutalmente a un lado. Se controló —el instrumento no le había hecho ningún mal, y descargar su rabia en él resultaba infantil— y hundió las manos en los pliegues de su túnica. Le era imposible mirar en dirección al bulto inmóvil, envuelto ahora en un pedazo de tela de hilo que Jasker había utilizado como manta. Ahora yacía junto a la entrada del túnel, listo para su último viaje. El hechicero le había contado algo sobre los ritos funerarios de Ranaya, la devolución del cuerpo a la tierra y al fuego, pero no quería pensar en eso aún. Chrysiva todavía seguía demasiado viva en su mente.
Sin pensar, sus manos se cerraron sobre el broche de estaño que la muchacha le había regalado, y sintió como un aguijonazo mental de violenta cólera. Cuando Jasker hubiera finalizado con todas las formalidades tendrían otro asunto que atender, y la impaciencia empezaba a corroerla. Quería la sangre de Quinas. Quería sus huesos para roerlos y sorber su médula. Quería su alma.
Jasker se puso en pie y el movimiento interrumpió el torbellino de sus pensamientos.
—La llevaré a la fumarola inmediatamente —dijo con voz tranquila—. ¿Vendréis conmigo?
—No. —Sacudió la cabeza—. Creo que prefiero quedarme sola por un rato.
«Me gustaría ir», dijo Grimya. «Para despedirme. »
«Ve, pues, querida. Y ofrécele una oración por mí. » En voz alta Índigo añadió:
—Cuando regreséis, Jasker, tendremos trabajo que hacer.
—No creáis que lo he olvidado. —Se detuvo junto a la envuelta figura de Chrysiva y volvió la cabeza para mirar a Índigo con una compasión en sus ojos que ésta no quiso reconocer, y mucho menos aceptar.
Una aureola danzó alrededor de la silueta del hombre cuando se desvaneció en el interior del oscuro túnel con la muchacha muerta en sus brazos. Una vez se hubo ido, con Grimya como una silenciosa sombra siguiendo sus pasos. Índigo dejó escapar un gran estremecimiento que pareció retorcer su columna vertebral e hizo vibrar todo su ser.
Quinas. El odio se abrió como una flor envenenada en su interior al pensar en el capataz. Jasker lo había confinado en una estrecha chimenea en las profundidades de los túneles volcánicos: una celda de roca ardiente y vapores sulfurosos donde, según palabras del hechicero, sobreviviría el tiempo suficiente como para desear la muerte. Ya lo había obligado a pasar la prueba de la cuerda de fuego, pero el experimento había fracasado: al contrario de Índigo, cuyo subconsciente había estado dispuesto a revelarle la verdad, Quinas luchó mentalmente contra la influencia de la cuerda con una energía que el hechicero encontró sorprendente; y sin, al menos, una pequeña muestra de colaboración la cuerda resultaba inútil. Se precisarían otros métodos para persuadir al capataz de que hablase.
Índigo no sabía qué tipo de torturas era capaz de infligir Jasker a su prisionero, pero admitía sin la menor chispa de remordimiento que ningún precio sería demasiado alto para la información que querían obtener de él. Si algún ser vivo podía conducirlos a Aszareel y al auténtico corazón del culto a Charchad, era Quinas. Y lo haría. Aunque tuviera que hacerlo pedazos, miembro a miembro, tendón por tendón, con sus propias manos, él le diría lo que quería saber. Y cuando le hubieran sacado toda la información, tendría lugar la dulce y salvaje alegría de la venganza en nombre de Chrysiva, de su esposo y de las incontables personas cuyas vidas, esperanzas y sueños se habían visto
destrozados por la maldad que habitaba en aquel valle envenenado.
—¡Ahhh!
No fue una palabra, sino un informe grito de protesta, un intento de articular algo que ni siquiera podía comprender. Una energía encadenada hizo poner en pie a Índigo de un salto y recorrer la cueva a grandes zancadas; no se detuvo hasta que no estuvo a punto de chocar con la pared opuesta. Apretó las palmas de las manos contra la roca y sintió cómo el calor subterráneo que brotaba del corazón del volcán, allá en las profundidades, palpitaba a través de sus dedos. Cerró los ojos para protegerse de la oleada de furia que amenazaba con trastornar su mente.
El poder del fuego. Jasker le había dicho muchas cosas sobre la naturaleza de sus poderes mágicos, la energía que extraía de los palpitantes mares de magma situados en el centro de la tierra. El fuego era su elemento: era hermano de las salamandras, primo de los dragones, señor de las llamas y del humo, y del magma fundido. Le había contado su gran ambición: establecer contacto con los titánicos espíritus del fuego, surgidos de la misma Ranaya, que dormían en lo más profundo de los inactivos conos de los volcanes; aprovechar su terrible poder y orquestar su definitiva venganza sobre el Charchad y todo lo que éste representaba. Pero aunque había llevado su mente y su espíritu hasta los límites de la resistencia de cualquier ser humano, Jasker no había podido despertar aquellos tremendos poderes. Y...
Y no era suficiente. Lo que ardía en el interior de Índigo era más que fuego, más que la furia contenida de las Hijas de Ranaya hundidas en su profundo letargo. Desde su primer encuentro con el hechicero no había consultado la piedra-imán, ya que no la necesitaba: sabía sin el menor asomo de duda lo que le diría. Al norte. Al valle llamado Charchad. Al incandescente y putrefacto corazón de la corrupción que era su misión, y sólo suya, erradicar del mundo.
Una amarga sensación de hastiada futilidad la inundó entonces, una sensación de inutilidad que ningún tipo de buena voluntad podía despejar. Se sentó en el suelo, apoyó la espalda con desánimo contra la pared, y sacó el broche de Chrysiva para contemplarlo. El apagado estaño de la pequeña figura de pájaro centelleó a la luz de las velas, y recordó una antigua creencia de las Islas Meridionales, según la cual en el momento de la muerte el ánima abandonaba el cuerpo en la forma de una blanca y espectral ave marina que echaba a volar sobre el mar, cantando una última y hermosa canción, para seguir al sol y finalmente unirse a él. Si hubiera podido ver el ave del ánima de Chrysiva, pensó, no hubiera visto una orgullosa gaviota blanca, sino un pobre y lisiado gorrión.
Una lágrima cayó de improviso sobre el broche de estaño y se estremeció allí durante un momento antes de deslizarse sobre la mano de Índigo. Había empezado a llorar sin darse cuenta; se pasó rápidamente la mano por los ojos y cerró con fuerza los párpados. Llorando no conseguiría nada. Era la cólera lo que debía recuperar ahora, la rabia que había tenido controlada, pero que ardía en su interior, corroyéndola, desde que pusiera los pies en Vesinum. El broche era el foco de su cólera, ya que simbolizaba toda la inocencia, la esperanza, la vida que el Charchad había corrompido en aquella región. Y en el origen de esta corrupción, el suelo del que se alimentaba, estaba el demonio que ella, por su proceder, había soltado sobre el mundo.
Su mano se cerró sobre el broche en un repentino e involuntario gesto, mientras la rabia estallaba en su mente con una ardiente desesperación que la hizo sentir mareada. El símbolo de Chrysiva; y el suyo también, ¿no era acaso un amargo y conmovedor emblema de la maldición que había hecho caer sobre sí misma? Había prometido conservar el pequeño pájaro de estaño y guardarlo. Y mantendría esa promesa a toda costa, ya que el broche era ahora para ella lo que había sido en una ocasión para Chrysiva: un símbolo de algo perdido que lucharía por recuperar, sin importarle a qué precio.
Se oyeron pisadas en el túnel: Índigo levantó la cabeza rápidamente y pudo ver a Jasker que penetraba en la cueva. La carga del hechicero había desaparecido, y sus ojos estaban vacíos de toda emoción. Detrás de él, Grimya avanzaba con la cabeza gacha y arrastrando la cola; su mente estaba cerrada y parecía reacia a encontrarse con la mirada de la joven. Se recluyó en el extremo más alejado de la caverna, donde se dejó caer en el suelo y pareció no desear otra cosa que dormir.
—Ya está. —Jasker tomó el odre de agua y se llenó una copa—. Su cuerpo y su alma están con Ranaya.
Índigo se puso en pie. Una arista afilada del broche le había producido un corte en la mano allí donde lo había apretado con demasiada fuerza, pero no se dio cuenta.
—¿Qué hora es? —preguntó.
—Estará amaneciendo, más o menos. Quizá sea un poco más tarde. —Jasker levantó los ojos con rostro inexpresivo—. ¿Por qué?
—Quinas.
Se dio cuenta ahora del dolor que sentía en su mano y éste hizo que sus pensamientos adquirieran mayor nitidez. El hombre estudió su rostro durante unos segundos, luego dijo:
—Dudo de que esté dispuesto a cooperar con nosotros todavía. Dejémoslo un poco más: que su prisión nos facilite el trabajo.
—No. —Sacudió la cabeza—. Ya he esperado bastante, Jasker. En nombre de Chrysiva, quiero lo que Quinas pueda darnos... ¡ahora!
El hechicero siguió contemplándola.
—¿Es por Chrysiva? —repitió en voz baja—. ¿O por vos?
—Por ella, por mí, por nosotros, ¿cuál es la diferencia? —Se volvió, hundiendo la cabeza entre los hombros llena de rabia; al cabo de un instante se giró de nuevo—. Dijisteis que podíais hacerlo hablar, lo prometisteis. ¡Si ahora no tenéis el valor de hacerlo, decidlo, y haré el trabajo yo misma!
—Índigo. —Se adelantó y posó ambas manos sobre sus hombros. Furiosa por su intento de apaciguarla, probó a desasirse, pero él la sujetó con fuerza, obligándola a mirarle.
—Muy bien —dijo el hombre al fin—. Puesto que vuestra paciencia se ha agotado, iremos ahora y haremos lo que deba hacerse. Hubiera preferido esperar, pero no importa.
La muchacha temblaba bajo sus manos, con todos sus músculos en tensión.
—Cada minuto que lo retrasemos puede significar la muerte de otro ser inocente como Chrysiva —replicó vehemente—. ¿Es eso lo que queréis?
—Sabéis que no.
—Entonces...
—Entonces no hay nada más que decir.
Los ojos de Jasker eran muy elocuentes ahora, y lo que vio allí hizo que se sintiera avergonzada, aunque luchó violenta y silenciosamente contra aquella sensación. Por fin el hechicero la soltó y dio un paso atrás.
—Si estáis lista, venid conmigo —dijo—. Aunque preferiría que me dejarais hacer esto solo.
Ella le dirigió una tosca mirada y él se encogió de hombros.
—Vamos, pues.
Grimya alzó la cabeza cuando se dirigían hacia la boca del túnel. Índigo se detuvo y se volvió para mirar a la loba.
«¿Grimya? ¿Quieres venir con nosotros?», preguntó en silencio.
«No. » La respuesta fue tajante y desconsolada. «No quiero verlo. » Se produjo una pausa. «Hay tinieblas aquí. Índigo; una oscuridad cruel que no puedo comprender y que no me gusta. Por favor..., ¿estás segura de que esto es lo correcto?»
«Claro que sí. » Podía simpatizar con la ingenuidad de Grimya, que daba pie a tales temores. Forzó una sonrisa, pero no resultó convincente. «Duerme un rato. Regresaré pronto. »
«Lo sé. Pero cuando... » La loba vaciló.
«Cuando ¿qué?» Había un ligero matiz de impaciencia en los pensamientos de Índigo.
«No importa. » Grimya la miró, entristecida pensó ella. «Intentaré dormir, tal y como sugieres. »
Se tumbó de nuevo con la cabeza vuelta hacia el otro lado, mientras Índigo seguía a Jasker fuera de la cueva.
—Es más fuerte de lo que había esperado.
El hechicero regresó al lugar donde aguardaba Índigo en la parte superior de la ladera que descendía hasta el estrecho pozo que se hundía en las montañas. Su torso desnudo estaba cubierto por una película de sudor, y sus manos y brazos estaban ennegrecidos hasta los codos por el humo. Sus ojos eran como pedacitos de hielo petrificado en el interior de sus cuencas; y cuando sonrió, su gesto no poseía el menor vestigio de humanidad.
—Unos cuantos minutos más —prosiguió—, y creo que notaremos un cambio.
No deseando encontrarse con sus ojos. Índigo miró detrás de él al lugar donde Quinas yacía con los miembros extendidos sobre el suelo del pozo. El capataz seguía consciente —a Jasker le preocupaba que perdiera sus facultades mentales—, pero la boca le colgaba abierta; respiraba con dificultad, en silencio, como un pez varado en la playa, y sus ojos carecían de expresión a causa de la conmoción sufrida.
Lo que la muchacha había presenciado en aquel lugar caluroso y claustrofóbico, lleno de vapores de sulfuro, había puesto a prueba su determinación de conseguir información a cualquier precio. Jamás hubiera creído que un ser humano pudiera ser capaz de infligir torturas como las que Jasker
había hecho sufrir a Quinas, y mucho menos con tal inflexible y desinteresada dedicación. El hechicero había recurrido a los más sutiles matices de su arte, y durante algo más de tres horas Quinas se había retorcido, aullado y padecido bajo el contacto del fuego en todas sus manifestaciones imaginables. Se había abrasado, sangrado, sofocado; se había balanceado sobre el abismo de la demencia total y se lo había traído de vuelta con la mente intacta, pero monstruosamente lleno de cicatrices. Su cuerpo era ahora una carcasa maltrecha, el pelo quemado, la piel llena de ampollas, los dedos fundidos unos con otros allí donde la carne se había derretido y reformado. Y durante todo aquel proceso, Jasker se había comportado como si fuera de piedra, como el experto, preciso y por completo indiferente orquestador del tormento de su víctima. Los peores asesinatos cometidos por los seguidores de Charchad, no importaba lo demenciales o depravados que pudieran ser, no eran más que una pálida sombra en comparación.
Índigo sabía que debía sentir náuseas por lo que había presenciado. No compartía la locura de Jasker, ni su personal necesidad de venganza. Ninguno de sus seres queridos había sido víctima de Quinas. Hubiera debido interceder, pedir misericordia y justicia, y rogar al hechicero que buscara otro modo. Pero incluso ahora, al contemplar el armazón destrozado de un hombre que se estremecía sobre el ardiente suelo de piedra, le resultaba imposible encontrar algo de piedad en su corazón por él; sólo hallaba un núcleo lleno de odio y repulsión, duro como el diamante.
Por fin sus ojos se encontraron con los del hechicero, y sintió un destello de satisfacción en su interior.
—¿Unos minutos?
Él se encogió de hombros descuidadamente.
—Quizá debiera de haberlo puesto en práctica antes; pero tengo aún otro pequeño truco guardado en mi manga...
—Utilizadlo, Jasker. —Sintió cómo un hilillo de sudor se deslizaba por su espalda y la sensación le produjo una oleada de furia—. Hacedlo hablar.
El hombre le sonrió de nuevo.
—Lo mejor será que os mantengáis bien alejada del fondo del pozo. Y si os queréis marchar.. — Unas cejas enarcadas hicieron una muda pregunta, e Índigo negó con la cabeza.
—Muy bien. Pero tened cuidado; el calor puede resultar mayor de lo que esperáis.
Se giró y empezó a descender por la ladera. Quinas volvió la cabeza para contemplarlo, y la joven vio cómo los músculos del rostro del capataz se tensaban llenos de agitación, aunque intentó mantener el temor alejado de su rostro.
Jasker sonrió de nuevo. Levantó los brazos como si fuera a abrazar a su amante; al cabo de un instante el calor aumentó en la caverna y estalló como una tormenta, una muralla de abrasador y sofocante color rojo que hizo que Índigo se tambaleara hacia atrás, jadeante al sentir que el aire le era arrebatado de los pulmones.
En las sombras del otro extremo de la cueva surgió de la nada una nube de humo negro y fétido, y algo cobró vida en su interior.
La criatura era tres veces más alta que Índigo, pero tan delgada como un arbolillo. No era ni un dragón ni una salamandra gigante, aunque su reluciente forma mostraba elementos de ambos seres. Unos ojos sorprendentemente humanos los contemplaron desde un afilado rostro de reptil; alas membranosas estaban dobladas sobre un cuerpo que parecía derretido y que palpitaba muy despacio; y una mano —una mano humana, pero cubierta de escamas en lugar de piel— se extendió en un gesto que imitó al de Jasker.
Entre aquel ser elemental y el hechicero chisporroteó una lengua de fuego, e Índigo vio cómo el segundo retrocedía involuntariamente cuando un rayo de energía se estrelló contra su brazo extendido. Quinas tenía la cabeza totalmente echada hacia atrás y los ojos a punto de saltarle de las órbitas, mientras intentaba descubrir el origen de aquella nueva amenaza. Y de nuevo, Jasker sonrió.
—Hermana del magma, hija de la tierra fundida: se te da la bienvenida.
El monstruo siseó, y el sonido retumbó en el limitado espacio de la cueva. A los oídos de Índigo el silbido tenía la distorsionada pero inconfundible forma de una palabra concreta: comida; y sintió cómo el estómago se le revolvía.
El hechicero dio dos pasos hacia atrás, con mucho cuidado, y una cuerda de fuego apareció en sus manos. La tensó con fuerza; luego, con una inclinación de cabeza, señaló al hombre que yacía tumbado en el suelo y pronunció cinco sílabas en una lengua extraña que parecía compuesta de inflexiones más que de palabras.
El ser elemental se deslizó hacia adelante, el humo del que estaba formado moviéndose con él. Se cernió, balanceándose, sobre la cabeza de Quinas. Después, tan deprisa que los sentidos de Índigo apenas si registraron el movimiento, una lengua de fuego surgió veloz de su boca y cayó sobre el ojo derecho del capataz.
Éste lanzó un alarido y su cuerpo empezó a debatirse con violencia, pero inútilmente, ya que estaba bien sujeto. Índigo tuvo una momentánea visión de una piel ennegrecida y de carne fundida allí donde había estado el ojo, antes de que el ser se doblara de nuevo hacia adelante para volver a atacar...
—¡No, hermana! —Jasker levantó la cuerda de fuego, que brilló repentinamente con una luz azulada—. ¡Es suficiente!
La criatura lanzó un agudo silbido de protesta, pero se vio obligada a obedecer. Se echó hacia atrás y permaneció suspendida en el aire, balanceándose como una serpiente que intentara hipnotizar a su presa. El hechicero dio un paso hacia adelante.
—Quinas. —Su voz era tranquila, persuasiva, escalofriantemente indiferente—. Habéis visto... — soltó una leve risita al darse cuenta de su involuntario y desagradable chiste— la forma en que a mi hermanita del magma le gusta alimentarse. Un mortal es un manjar exquisito que tardaría mucho tiempo en devorar; muchos días, quizá. De modo que os dejo elegir. Decidme lo que quiero saber, y recordad que poseo mis propios métodos para comprobar la verdad, y la enviaré de nuevo a dormir a la roca fundida de la que procede. Rehusad y aflojaré mi control sobre ella y dejaré que escoja un nuevo bocado antes de formular mis preguntas de nuevo; y lo haremos así una y otra vez. —Le dedicó una sonrisa—. Me da la impresión de que vos os cansaréis del juego mucho antes que ella o yo.
El ser silbó de nuevo, como para dar su aprobación, y Quinas miró una vez más al hechicero. El ojo que le quedaba estaba totalmente encarnado. Índigo no sabía si a causa de la sangre o por efecto de su curiosa lente. Su convulsionado cuerpo parecía estar totalmente fuera de su control. Cuando por fin intentó hablar no pudo hacer otra cosa que jadear, mientras su chamuscada boca se abría y cerraba espasmódicamente. Jasker aguardó, indiferente a sus esfuerzos, y por fin una voz que sonó como si la laringe que la formaba estuviera hecha jirones graznó:
—Con... testaré...
Índigo sintió cómo sus propios pulmones dejaban escapar un abrasador suspiro, y el hechicero asintió.
—Muy bien. —Tensó la cuerda de fuego otra vez—. Entonces, mientras mi hermanita aguarda para asegurarnos vuestra continuada cooperación, empezaremos.
No necesitaron volver a torturarlo. Quinas apenas podía hablar y cada palabra le producía nuevos dolores. Pero despacio, con voz titubeante, la información que deseaban les fue revelada, hasta que Jasker se convenció de que su prisionero no podía contarles nada más.
—Tenemos todo lo que puede facilitarnos —dijo, y regresó despacio hasta el lugar donde Índigo permanecía agachada cerca de la entrada de la cueva—. Y es suficiente.
—Sabemos que Aszareel sigue vivo y que reside en el valle de Charchad —repuso con calma.
—Sí. No sé cómo interpretar eso; ningún hombre normal podría sobrevivir en ese lugar durante más de unos pocos días. Pero es la verdad, por lo que sabe Quinas.
—Aszareel no es normal —apuntó Índigo con voz venenosa—. Es... —se interrumpió y meneó la cabeza.
El hombre se dejó caer sobre la roca a su lado y se cubrió los ojos con los dedos. Estaba agotado y, aunque el ser elemental se había ido, la cueva seguía resultando sofocante; el calor y los vapores estaban acabando con las pocas energías que le quedaban.
—Esa basura ya no nos sirve de nada —musitó cansino, señalando en dirección al pozo—. Hay una fumarola cerca; lo mataré y entregaré el cuerpo a las salamandras que viven allí. Podrán alimentarse durante un tiempo.
La cabeza de Índigo se alzó bruscamente y la muchacha contempló al capataz, que, por suerte para él, había perdido el conocimiento. Luego respondió llena de rencor:
—No. Lo llevaremos de regreso con nosotros. Quiero que viva un poco más aún.
—¿Para qué? No puede decirnos nada nuevo, y ya no lo necesitamos.
—No me importa. Quiero que viva. Quiero que sufra.
Jasker la contempló, inquieto. Su propia sed de venganza personal estaba más que satisfecha: de hecho había encontrado desagradable gran parte de la tortura; prefería métodos más limpios cuando se trataba de desquitarse. Una ejecución rápida y la eliminación del cuerpo le parecían ahora lo más
justo. Pero Índigo opinaba de otra manera. Para ella, la muerte de Quinas no sería suficiente.
Un tardío destello de humanidad intentó abrirse paso por entre el paralizante cansancio, e intentó razonar con ella.
—Dejadlo morir. Dejad que se vaya al infierno que merece y acabemos con esto.
Índigo no respondió de inmediato, sino que se quedó contemplando al hombre del pozo. Pero no veía el cuerpo destrozado de Quinas; en su mente, veía el rostro desfigurado de Chrysiva, y sintió cómo el pequeño broche de estaño le quemaba la piel bajo los pliegues de sus ropas. Entonces el rostro de la difunta se transformó y se convirtió en el de Fenran, su propio amor, desgarrado, sangrante, los ojos inexpresivos por el dolor y el horror. Finalmente sus facciones se deshicieron para transformarse en el semblante depravado y de ojos plateados de otro ser, uno que jamás había sido humano, pero que —sin embargo— derivaba su maligna existencia de la humanidad; un ser del que no se liberaría hasta que su misión hubiera terminado. Su Némesis.
—¡No! —exclamó con vehemencia.
Jasker suspiró. No tenía fuerzas para discutir más: que hiciera lo que quisiese, si es que ello aliviaba el terrible sufrimiento que la corroía interiormente.
—Muy bien —concedió resignado—. Haremos lo que queréis. —Se puso en pie—. Dudo, no obstante, que recobre el conocimiento durante algunas horas, y puede que para entonces...
—¿Para entonces pensáis que habré cambiado de opinión? —La cólera centelleó en los ojos de Índigo—. ¡No presumáis de conocerme, Jasker!
—Saia, no presumo de nada. —Se volvió de nuevo hacia el pozo y luego se detuvo—. Sencillamente me siento un poco desconcertado al descubrir que vuestra capacidad para desquitaros excede incluso a la mía.
El broche pareció arder aún con más fuerza sobre su piel, e Índigo replicó:
—Tengo mis propias razones, Jasker.
—Sí. —Reconoció aquel punto con una irónica mueca de sus labios—. Estoy seguro de ello.
La muchacha volvió la cabeza mientras él iba a buscar a su prisionero.
Grimya se puso en pie de un salto cuando penetraron en la caverna principal. Por un instante. Índigo sintió la cálida oleada mental de su bienvenida: entonces la loba vio lo que transportaban, y la cordialidad se hizo pedazos para convertirse en un torbellino de sorpresa y confusión.
«¡Índigo!» La angustia del animal fue como una cuchillada psíquica en la mente de la muchacha.
«¿Qué habéis hecho?»
La joven se quedó mirando con fijeza a su amiga. Por un instante vio un reflejo de la imagen, tanto física como mental, que representaba para Grimya, y los helados dedos del remordimiento se cerraron sobre su estómago. Luego arrojó aquel sentimiento a un lado, como si se tratara de una prenda gastada e inútil.
«Hicimos lo que era necesario», respondió lacónica.
«Pero el hombre sigue vivo... »
«Sí. Y así seguirá. »
«Índigo... »
—¡No!
No había sido su intención pronunciar la enojada réplica en voz alta, pero surgió antes de que pudiera evitarlo. Jasker la miró rápidamente, luego a la loba.
—¿No... ? —interrogó, con suavidad.
Índigo sacudió la cabeza con fuerza, rehusando explicarse, y el hechicero las observó con curiosidad mientras Grimya se daba la vuelta. Aventuró que se habían comunicado por un breve instante y no en muy buenos términos, lo cual había provocado la explosión de Índigo. A modo de experimentación envió una suave onda mental hacia Grimya. No obtuvo ninguna respuesta —ni siquiera pestañeó— y Jasker suspiró interiormente, dándose cuenta de que el animal o bien no podía o no quería responderle. La loba se dirigía ya hacia la salida de la cueva, con la cabeza gacha. Miró atrás en una ocasión, como si esperara que su amiga fuera a hablarle; pero la muchacha la ignoró, y Grimya, muy despacio y llena de desaliento, abandonó la cueva en silencio.
El hechicero depositó el cuerpo inconsciente de Quinas en el suelo, en un extremo de la cueva. Índigo se sentó, con la espalda vuelta hacia él y los hombros encogidos en una clara señal de que deseaba que la dejaran tranquila. Existía una peculiar mezcla de estar a la defensiva y de agresión en aquella postura, y Jasker sospechó que el equilibrio mental de la muchacha pendía de un hilo. Éste podía romperse en cualquier momento y arrojarla a una situación de agotamiento total o en las garras de una cólera incontrolable.
Con un sentido práctico, dijo en un tono tan casual como le fue posible ofrecer:
—Deberíamos comer. De nada sirve descuidar las necesidades físicas.
—No tengo hambre.
—Tampoco yo. —Dirigió otra rápida mirada a su prisionero—. Si os he de decir la verdad, no tengo el menor deseo de comer por el momento; estoy demasiado cansado. Pero me obligaré a hacerlo, porque es necesario. Y vos también deberíais tomar algo.
Ella volvió la cabeza, con una expresión llena de veneno.
—Maldita sea, Jasker, ¡he dicho que no tengo hambre! Parecéis mi vieja nodriza...
Se interrumpió en mitad de la frase y volvió la cabeza con brusquedad. A Jasker le pareció oír un débil gemido, como si la joven intentara contener las lágrimas. Suspiró a su vez y, demasiado cansado para proseguir con la cuestión, se dirigió a su pequeña reserva de alimentos y empezó a prepararse una improvisada comida. Sus existencias —jamás abundantes en el mejor de los casos, ya que la comida era escasa y se echaba a perder con rapidez— eran muy reducidas, pero consiguió reunir unos pocos restos de verdura medio seca y algunos pedazos de carne, que podía ablandarse, si era necesario, con un poco de agua. Cuando hubo terminado se volvió y advirtió que Índigo se había levantado y había atravesado la cueva para ir a contemplar a Quinas. Su expresión era fría y distante, pero a la vacilante luz de las velas le pareció detectar el anormal brillo de las lágrimas en sus ojos.
—Índigo. —Dejó la comida y se dirigió despacio hacia ella. La muchacha no se apartó cuando le pasó el brazo alrededor de los hombros y, animado, continuó hablando—: Índigo, seguís llorando a Chrysiva, y tenéis que comprender que entiendo perfectamente cómo os sentís. Pero, en venganza, le hemos sacado a esta criatura todo lo que era posible. —Miró al hombre inconsciente que tenía delante, sus cabellos quemados, la piel llena de ampollas, las manos destrozadas, el horripilante cráter negro y rojo que ocupaba el lugar en el que había estado su ojo derecho—. ¿No sería más
sencillo ahora dejarle morir?
La joven cerró con fuerza los ojos y sus dientes se clavaron en su labio inferior.
—Sí. —Su voz sonaba extraña—. Sería más sencillo. Pero quiero que viva.
—¿Por qué?
—Porque... —Aspiró con fuerza—. Porque cada momento que sigue con vida, cada momento que sufre, significa una nueva venganza. ¿No lo comprendéis? —Levantó la mirada hacia él, y Jasker se quedó estupefacto ante la terrible expresión de sus ojos. La muchacha tenía el mismo aspecto que si hubiera abierto la puerta de un mundo tan perversamente maligno que le había arrebatado los últimos vestigios de humanidad a su alma, y hubiera decidido fría y deliberadamente penetrar por aquella puerta. Entonces, con un rápido movimiento, introdujo la mano en su túnica y le mostró algo que lanzó un apagado destello—. Ella me dio esto, Jasker. Era lo más valioso que poseía, y me lo dio como prueba de gratitud antes de que la matara. ¡Miradlo! ¡Miradlo!
Lo contempló, pero no intentó tocarlo. Índigo siguió hablando con voz ronca:
—Cada momento, Jasker, cada momento que Quinas sufra, ¡será por Chrysiva! —Su mano se cerró con fuerza alrededor del pequeño pájaro de estaño—. Y sufrirá. Ya lo creo.
—¿Por Chrysiva? —inquirió Jasker—. ¿O por alguna otra persona?
Ella se quedó como paralizada, mirándolo fijamente.
—¿Qué queréis decir?
—Sabéis lo que quiero decir. —La sujetó por los hombros; sus dedos se cerraron, inconscientemente, con tanta fuerza que la lastimaron, pero ninguno de los dos se dio cuenta de la violencia de aquel gesto—. No es por Chrysiva, ¿no es así. Índigo? Lo sé, porque yo también he sufrido esa pérdida. Es por Fenran.
Los ojos de la joven se abrieron de par en par. No se había dado cuenta de que él conocía el nombre de Fenran, y oír pronunciarlo en voz alta fue un choque que le trajo a la mente todos los recuerdos, todos los horrores, en la forma de una horda de aullantes demonios. Sintió un nudo en la garganta y dejó escapar un entrecortado sollozo.
—No —susurró—. No, es... —Empezó a temblar—. No podéis comprender, no podéis... —Las lágrimas se le agolparon en los ojos, ardientes y punzantes; y con ellas llegó un enorme y violento arrebato provocado por los sentimientos contenidos en su interior. Intentó controlar sus emociones, luchó por evitar que salieran a la superficie, hasta que, de repente, su autocontrol se hizo añicos para convertirse en un torrente de lágrimas.
—¡Índigo!
Jasker la sujetó mientras ella caía de rodillas. La muchacha extendió a ciegas los brazos hacia él, y el broche de estaño se desprendió de su mano al asirse al hombre en una desesperada y muda súplica de consuelo. Incapaz de razonar, sin detenerse a pensar, la abrazó con fuerza contra él y su visión se nubló al alzarse en su mente recuerdos que eran crueles parientes de los de la muchacha. Una cabellera larga, espesa y sedosa rozando su rostro, los contornos más menudos y flexibles de un cuerpo de mujer, la suavidad de su piel... Imaginación y anhelo se agolparon en el hechicero, y besó su rostro, sus hombros, la parte superior de su cabeza; sintió cómo ella le respondía y se aferraba a él como si ambos se pertenecieran y bajo la benevolente sonrisa de Ranaya no hubiera sido jamás de otra forma.
—No llores. —Su voz estaba ronca por la emoción; las palabras brotaron amortiguadas mientras apretaba su mejilla contra la de ella—. Mi amor, mi dulce rosa en un desierto yermo, no llores. —Y entonces pronunció un nombre que durante dos años no había sido más que una puñalada de silenciosa agonía en su corazón.
Algo en su interior se bloqueó, y la conmoción que le produjo su comportamiento aclaró su mente con la misma brusquedad como si alguien le hubiera arrojado un cubo de agua helada al rostro. Trastornado, bajó la mirada hacia Índigo. La muchacha permanecía en silencio, inmóvil, y supo que lo había oído y había comprendido el significado de lo que había dicho.
Ella levantó la cabeza, entonces, muy despacio. Las mejillas estaban húmedas a causa de las lágrimas y los ojos irritados. Sus manos, que le habían sujetado con fuerza los hombros, se soltaron lentamente y se restregó los nudillos por el enrojecido rostro.
—Jasker... —Se detuvo, luego se apartó de él y se dejó caer hasta quedar sentada en el suelo de la caverna—. Lo siento. Estaba...
Él negó con la cabeza.
—No, saia, no. Soy yo quien debiera disculparse. No lo pensé, no lo consideré: por un breve instante casi creí que vos...
—Sí. Yo sentí lo mismo. —Jasker creyó que iba a volver a llorar, pero recuperó el control—. Nos hemos comportado de una forma muy estúpida, ¿no es así? —Parpadeó rápidamente—. Sois un buen hombre, Jasker, y nuestra causa nos ha proporcionado mucho en común. Amistad, simpatía, empatía incluso. Pero...
Él sonrió con tristeza y terminó la frase por ella.
—Pero yo no soy Fenran.
—No. Y yo no soy vuestra esposa muerta. Sería muy fácil fingirlo, pero la simulación no estaría bien.
—Sería peor que eso. —Jasker se inclinó y le tomó las manos. No hubo tensión en el gesto, sólo una amabilidad casi fraternal—. Sería una parodia.
Índigo asintió. Ya no le quedaban lágrimas, y mientras se secaban sintió cómo el arrebato de emoción se marchitaba con ellas, dejando un oscuro y tranquilo vacío. En las profundidades de aquel vacío hervía alguna cosa, pero era algo demasiado remoto para tener significado y ella estaba demasiado agotada para seguirle la pista.
Jasker le soltó las manos y se quedó mirando al suelo. Sus ojos permanecieron ocultos y sus pensamientos, secretos, y el silencio se adueñó de la cueva durante un minuto o dos. Luego, el hechicero se irguió por fin.
—Os dejaré para que descanséis —dijo—. Creo que quizá los dos necesitamos estar solos por un rato. —Bajó la mirada hacia ella, el rostro macilento y demacrado—. Y lo siento. Índigo. De veras que lo siento.
Ella no levantó los ojos cuando él salió muy despacio de la cueva. Aunque se sentía totalmente exhausta, el sueño estaba fuera de su alcance. Se sentó con las piernas cruzadas delante de la única vela que aún ardía en la caverna, con los ojos fijos en la vacilante llama y respirando tan despacio y superficialmente que un observador no hubiera estado muy seguro de si estaba viva o muerta. Detrás de ella, Quinas seguía echado sin moverse, las destrozadas manos atadas a la espalda y el cuerpo colocado de tal forma que su rostro estaba enfocado de cara a la pared. No lo miró ni una sola vez, pero era fría y cruelmente consciente de su presencia.
Podrían haber transcurrido minutos u horas; Índigo no lo sabía, ni le importaba. En su santuario privado, en lo más profundo del volcán, Jasker estaría meditando o rezando, intentando reparar la falta que atribuía a su estupidez y el sacrilegio que había cometido al pronunciar el nombre de su esposa muerta. Sin embargo, para Índigo, la chispa que se había encendido por tan breves instantes entre ellos no había sido un disparate, sino más bien un desesperado intento de dos personas solitarias y desgraciadas de buscar consuelo en medio del vacío. No amaba a Jasker, como tampoco él la amaba. Pero por un amargo y, a la vez, dulce momento, habían superpuesto las imágenes de sus amores perdidos, y la ilusión casi los había convencido.
Pero casi era justamente eso: casi. Las ilusiones no duraban, y Jasker ni podía ni pretendía ocupar el lugar de Fenran. Sus manos eran las únicas que ella quería sentir sobre su piel, sus labios los únicos que deseaba rozar con los suyos. Habían transcurrido cinco años desde que lo perdiera... ¿Cuántos más pasarían antes de que pudiera verlo de nuevo?
En el suelo, delante de ella, el broche de estaño de Chrysiva relucía con una pátina brillante a la luz de la vela. Lo había dejado allí al recogerlo del lugar donde había caído; por fin, muy despacio, como si se tratara de un sueño, extendió la mano y lo levantó, sopesándolo distraídamente. Chrysiva. Fenran. La esposa de Jasker. Todos ellos vivían en aquel menudo y tosco símbolo del amor de un minero; era la materialización de lo que el poder que ella odiaba con tanta fuerza le hacía a su mundo.
Odio. El tranquilo vacío que el arrebato emocional había dejado tras de sí se llenó de improviso con algo perverso, ardiente y mortífero. Aunque no mostró ningún signo externo de ello. Índigo sintió que un horno se había abierto en lo más profundo de su ser y que sus abrasadoras llamas la devoraban desde dentro. Pero conocía la sensación y le dio la bienvenida, ya que era la furia que la había sostenido desde aquella noche en Vesinum, la cólera que la había conducido a las montañas y a Jasker, el aborrecimiento que la había llevado a contemplar impasible cómo Quinas aullaba bajo la agonía de la tortura. Odio. Era un vino fuerte, muy fuerte. Y aún no había terminado de beber.
Se puso en pie, y mientras se enderezaba le pareció por un instante como si la cueva se llenara de una neblina roja que casi la cegó. Se disipó rápidamente —no era más, comprendió, que un pequeño mareo producido por el cansancio y la falta de comida—, pero pareció cristalizar la furia de su interior en un rayo estrecho, maligno y perfectamente claro que repentinamente encontró su foco en una única dirección.
Índigo se dio la vuelta y vio que Quinas había rodado sobre sí mismo y la miraba con el único ojo que le quedaba.
El odio se encrespó. Sonrió y alzó las manos, los puños apretados como si tensara una cuerda invisible.
—Bien. —Si hubiera podido escuchar objetivamente su propia voz no la hubiera reconocido—. El durmiente regresa al mundo. ¿Con qué soñasteis, Quinas? ¿Con mujeres atormentadas? ¿Con enfermedades? ¿Con esclavitudes? —Sus labios se torcieron inefablemente en una cruel sonrisa—. ¿O con el beso del fuego?
No le respondió —ella dudó de que fuese capaz de hablar—, pero despacio, muy despacio, la roja lente descendió sobre su ojo, y un músculo de su hundido rostro se crispó espasmódicamente.
La sonrisa de Índigo se ensanchó.
—¿Os duele algo? Si; creo que sí. Bien, pronto habrá terminado, Quinas. No demasiado pronto para vos, diría yo, pero pronto. —Se agachó, inclinándose sobre el prisionero. Sus espantosos y desfigurados miembros no la repelieron; había dejado muy atrás tales reacciones humanas—. El dolor terminara, Quinas, cuando hayáis realizado un pequeño trabajo para mí. Hacedlo y os permitiré morir. No lo hagáis, y pasaré muchos, muchos meses disfrutando del espectáculo de vuestros nuevos tormentos. Me comprendéis, ¿verdad?
El ojo cubierto por la lente roja continuó contemplándola sin verla, pero esta vez la abrasada boca del capataz se contrajo y un murmullo apagado y reseco surgió de su garganta.
—Lo... lo... lo... ca...
Índigo se echó a reír, rompiendo el silencio con su voz.
—¿Loca? No, Quinas. No estoy loca. Estoy furiosa. ¡Y mi furia aún no se ha visto satisfecha, ni lo estará hasta que ese ser maligno al que servís no se debata gimoteante a mis pies hasta quedar convertido en cieno primigenio!
Se incorporó con un brusco movimiento, y se volvió para dirigirse hacia donde sus posesiones permanecían cuidadosamente amontonadas junto a la pared, a poca distancia de allí. Tomó la ballesta, la armó con una saeta y se dio la vuelta hacia Quinas. Sus manos acariciaron el arma, moviéndose despacio pero con mortífera determinación, y dijo:
—Nos habéis hablado de vuestro amo Aszareel, y nos habéis dicho dónde se lo puede encontrar. Pero no es suficiente, Quinas. Quiero más de vos. —Lo apuntó de repente con la ballesta—. ¡En pie!
Quinas vaciló, luego hizo un gesto de negación con la cabeza, apenas perceptible. Intentó hacerle una mueca burlona, pero resultó un esfuerzo patético y espantoso en su rostro deforme.
—Y si... no quiero —susurró—. ¿Qué ha... haréis entonces, saia?
Índigo lanzó una carcajada con cierta suavidad.
—Mirad de nuevo, amigo mío. Comprobad adonde apunta la flecha.
La mirada del hombre se dirigió hacia la ballesta, y resiguió la imaginaria línea que iba de ella hasta su cuerpo. La saeta iba dirigida directamente a su ingle.
—No, no os matará —le confirmó la joven en voz baja—. Pero os provocará mucho dolor. Más dolor aún, Quinas. ¿Me explico?
No pudo adivinar qué pensamientos cruzaban por la mente del capataz mientras contemplaba el arco que ella sostenía con firmeza. Pero por fin, aunque despacio y con patente mala gana, que era el único resto de dignidad que le quedaba, Quinas empezó a incorporarse con dificultad.
—¡Ín-di-go!
La aludida se giró en redondo, alzando la ballesta en un rápido movimiento reflejo para apuntar a la inesperada pero, sin embargo, familiar voz que acababa de sonar a sus espaldas. Quinas se dejó caer torpemente en el suelo, y la muchacha se encontró en el punto de mira de su arco la figura de Grimya, inmóvil en la boca del túnel.
Los ojos de la loba brillaron con expresión triste en la penumbra.
«¿Me matarás también a mí?», preguntó en silencio el animal.
—Me has sobresaltado... —A la defensiva. Índigo convirtió sus palabras en una acusación, y bajó el arma—. Pensé...
Grimya volvió los ojos hacia Quinas.
«¿Pensaste que yo era otro enemigo?»
El capataz la contemplaba con atención; su curiosidad derrotaba el dolor y la confusión. Al instante. Índigo cambió a la conversación telepática.
«¡No deberías acercarte a mí sin hacer ruido!»
«Intenté hablar contigo, tal y como estamos hablando ahora. Pero tu mente estaba cerrada a la mía. » Grimya penetró un poco más en el interior de la cueva, luego vaciló. «Está prácticamente
cerrada, ahora. Intercambiamos palabras, pero no puedo ver tus pensamientos. Indigo, ¿qué haces? ¿Dónde está Jasker? ¿Ypor qué ibas a matar a este hombre cuando dijiste que no lo harías?»
«No iba a matarlo. ¡Maldita sea, Grimya, no lo comprenderías!»
La loba soltó un ahogado gañido, y bajó la cabeza.
«Podría; pero tú no me dejas intentarlo. »
La cólera se apoderó de Índigo, y con un violento gesto arrojó a un lado la ballesta. Ésta se estrelló contra la pared e hizo que Grimya se encogiera asustada; la muchacha atravesó la cueva a grandes zancadas antes de volverse y mirar a la loba de nuevo.
—Muy bien —dijo en voz alta—. ¡Muy bien, si es que quieres saberlo todo! —Ya no le importaba que Quinas la oyera; ya no le importaba nada, excepto sus propias intenciones, aquello que pensaba hacer y que el animal había interrumpido—. Ven aquí, Grimya. Ven aquí y mira.
«Indigo, por favor..., haces que tenga miedo de lo que hay en tu cabeza... »
El rostro de la joven se deformó hasta convertirse en una perversa máscara, y repitió con ferocidad:
—¡He dicho que vengas a ver esto!
Grimya se acercó despacio y de mala gana. Al acercarse vio que su amiga sostenía algo en la mano que le tendía. La loba ya lo había visto antes. Un adorno, como los que a los humanos les gusta lucir, hecho de un metal de color plateado. Había pertenecido a la pobre mujer enferma, y ella se lo había dado a Índigo como regalo, justo antes de... Pero no quería recordar aquello, ya que la muerte de la mujer había señalado el inicio de aquel comportamiento extraño en su amiga. Y aunque no podía entender el motivo, presentía que el pequeño adorno era en cierta forma responsable.
—¿Y bien? —La voz de Índigo poseía un desagradable tono interrogante—. ¿Sabes lo que es esto?
Grimya parpadeó, sintiéndose muy desgraciada.
«Sé de dónde vino, pero no sé cómo se le llama. Indigo... »
Se vio interrumpida.
—Es un broche. El broche de Chrysiva. ¡Algo que se le dio en señal de amor, y que se le quitó, de la misma forma en que se le quitó la vida, mediante la enfermedad, el odio y la corrupción! ¿Eres capaz de comprender lo que eso significa?
«Pero si no es más que una pieza de metal», razonó Grimya.
—¡No! Es mucho más que eso; es un símbolo, un... —se quedó sin palabras y sacudió la cabeza con violencia—. ¿Cómo puedes tú comprender estas cosas? ¿Cómo podrías tú comprender lo que significa este broche? Era de ella: de Chrysiva. Y ahora Chrysiva está muerta, asesinada por el Charchad. ¡Y el Charchad es el demonio, y ese demonio habita en este repugnante y hediondo valle, y propaga su basura y su corrupción por todo el mundo! —Aspiró con fuerza, jadeante, y su cuerpo empezó a temblar con una cólera apenas controlada—. Quiero que ese demonio y todo lo que significa muera —siseó llena de veneno—. Cueste lo que cueste, por peligroso que sea; no me importa. —Sus ojos se clavaron en los de Grimya, y la loba se echó hacia atrás atemorizada por la furia demente que ardía, tan nacarada, anormal y devastadora como la luz del mismo valle de Charchad, en su salvaje mirada—. ¡Vengaré a Chrysiva!
La luz de la vela se reflejó en el pequeño broche cuando Índigo echó la mano hacia atrás en un gesto brusco, y durante un instante el estaño centelleó con el mismo brillo que...
Con el mismo brillo que la plata.
En ese momento, Grimya comprendió lo que le había sucedido a su amiga.
Némesis. En el cerebro de la loba aparecieron imágenes de la diabólica criatura con sus inhumanos ojos sonrientes. El álter ego de Índigo, quintaesencia del mal que había liberado de la Torre de los Pesares. Una influencia que aspiraba a destruirla, y de la que la muchacha no podía liberarse hasta que hubiera muerto el último de los siete demonios. Y aunque Némesis podía tomar la forma que quisiera, una constante la traicionaría siempre ante los ojos vigilantes.
Esa constante era el color plateado.
Horrorizada, Grimya clavó los ojos en el broche de Chrysiva. Debiera haberse dado cuenta, cuando Índigo empezó a concentrar su atención en el regalo que la mujer le había hecho en sus últimos momentos de vida, de que la influencia bajo la que se encontraba su amiga no era normal. Pero el hecho de que el metal fuera bajo y su brillo apagado la había engañado, y ni ella ni Índigo habían considerado ni por un momento que otros peligros aparte del Charchad pudieran aguardarles. Ahora, no obstante, la loba estaba segura de ello. Plata. Un momentáneo destello bajo la tenue luz de la vela. Némesis había regresado para desafiarlas.
Alzó la cabeza para mirar a Índigo a los ojos, y vio que era demasiado tarde para intentar razonar.
Sin saberlo, la muchacha estaba en poder de Némesis. Y el dominio que sobre ella ejercía aquel demonio era demasiado fuerte para que Grimya pudiera romperlo.
La loba sintió un espasmódico estremecimiento en la garganta, un reflejo que la hizo desear alzar el hocico y aullar su pena al cielo. Se sentía sola, abandonada, perdida; pero una nueva sabiduría se abría paso a través de su instinto animal y le decía que, ahora, quizá como nunca antes, debía actuar por cuenta propia. Índigo no la escucharía; su mente estaba encerrada en otro plano, envuelta en la siniestra ira que la impulsaba. Pero existía alguien más. Grimya recelaba de él, ya que sabía que estaba loco y era reacia a confiar en él por completo. Ahora, no obstante, parecía que era su única esperanza.
Lanzó un débil gañido, esperando todavía que Índigo parpadeara y la mirara, y que la demencia de sus ojos hubiera desaparecido. Pero la joven no la oyó. En lugar de ello se agachó, el broche apretado con fuerza en su mano, y miró hacia adelante, como si contemplara un mundo extraño y terrible, y le gustara.
Ni siquiera levantó la cabeza cuando el animal abandonó la cueva corriendo.
Un total agotamiento se había apoderado de Jasker, pero su descanso se veía interrumpido por pesadillas inconexas y desagradables. Éstas culminaron en un sueño durante el cual, en otro nivel de conciencia, le pareció oír una voz que pronunciaba su nombre una y otra vez, y cuando se despertó con un sobresalto se quedó momentáneamente desorientado por el silencio que reinaba en su santuario. Se incorporó en su lecho, frotándose los irritados párpados; entonces dio un nuevo respingo al ver a Grimya en la entrada de la caverna.
Los ojos de la loba estaban enrojecidos por la congoja. Jadeante, el animal miró al hechicero con una expresión de muda súplica; luego, ante su asombro, resolló de forma gutural, pero clara:
—¡Por favor, ayú... dame!
Jasker se la quedó mirando boquiabierto, preguntándose por un fugaz instante si no estaría soñando todavía. Había conjeturado que la loba era capaz de comunicarse telepáticamente, pero no se había imaginado aquello. Por fin recuperó la voz, aunque apagada por la incredulidad.
—Grimya..., puedes hablar...
El animal hundió la cabeza en un gesto que daba a entender confusión e incluso vergüenza.
—Sí. No..., no quería que lo sup... pieras. Pero ahora, no pppuedo... ocultar... lo más. ¡Necesito tu ay... ayuda, Jasker!
A causa de la sorpresa que le produjo el descubrimiento, Jasker no había prestado demasiada atención a lo que Grimya había dicho. Pero ahora, aunque con cierto retraso, se dio cuenta, y sintió una aguda punzada de aprensión que borró los últimos restos de su cansancio.
—¿Qué sucede? —Con los músculos en tensión, empezó a ponerse en pie—. ¿Ha ocurrido algo?
—A... ún no. Pero me temo que sucederá. Es Índigo. Ella... —Grimya golpeó el suelo con la pata llena de desaliento ante sus limitadas facultades—. Está enferma.
Un temor nauseabundo convulsionó el estómago de Jasker.
—Por la lengua de Ranaya, ¿no querrás decir que padece la enfermedad de Charchad?
—No, no es e... so. En su cabeza. En su mmmente. Tiene que ver con el hombre, el hombre he... rido. Intenté hab-blar con ella, pero no qu... quiso escuchar. Por favor..., no pppuedo explicarlo bi... bien. Ven y verás.
No precisó que lo apremiaran. Para que Grimya hubiera roto su secreto —y podía comprender muy bien por qué deseaba que nadie, excepto Índigo, conociera su peculiar talento— algo debía de andar muy mal.
—Ve delante —le dijo—. Sólo Ranaya sabe si yo podré conseguir algo allí donde tú has fracasado, pero lo intentaré.
Abandonaron la cueva y Grimya fue por delante de él a través del laberinto de túneles por los que había seguido la pista del hechicero. Le costaba controlar su impaciencia ante los movimientos más lentos del hombre, y al final echó a correr cuando avistaron la entrada de la caverna principal. Jasker la vio desaparecer por allí y su corazón casi se detuvo cuando le llegó por el túnel el eco de un lastimero aullido.
—¡Grimya!
Recorrió a la carrera los últimos metros y se precipitó al interior de la cueva. La loba estaba clavada en el centro de la habitación, las orejas pegadas a la cabeza; al entrar él se volvió y lloriqueó una palabra llena de desesperación.
—¡I... do!
La caverna estaba vacía. El suelo se hallaba lleno de cosas, la mayoría pertenecían a Índigo, aunque también había una buena cantidad de objetos personales de Jasker mezclados con ellas. Daba toda la impresión de que alguien había registrado la cueva frenéticamente antes de dejarlo todo abandonado al caos. Grimya tenía razón: Índigo se había ido.
Y también Quinas.
Jasker maldijo entre dientes y se sentó en el suelo, ya que sus piernas parecían no querer aguantarlo. Grimya corrió a su lado con la lengua colgando.
—¿Qué... vamos a ha... hacer?
La idea de que Quinas pudiera haber recuperado fuerzas suficientes para dominar a Índigo resultaba ridícula; sólo podía haber abandonado la cueva como su prisionero y no viceversa. Pero si el estado mental de la muchacha era tal y como daba a entender la loba, aquella idea no era ningún consuelo.
—Grimya. —Se volvió hacia ella con la intención de tomar sus manos, pero entonces recordó que no era un ser humano—. ¿Por qué querría llevarse a Quinas de la cueva? ¿Se te ocurre alguna razón?
La cabeza del animal se balanceó negativamente.
—No... qu... quiso hablar... me. Pero estaba... estaba... —lanzó un desdichado gruñido—. No ppuedo explicar. ¡No sé la pa... palabra apro... apropiada!
—¿Enojada?
—Sssí. Pero más. Como si hubiera... co... conseguido una presa, pero no pupu... diera creer que la había mat... matado, y por lo tan... tanto intentara ma... matarla una y otra vez.
Jasker comprendió la analogía.
—Obsesionada —repuso.
Era lo que había temido.
—Ob... se... sesio... nada. —La loba repitió la palabra con grandes dificultades.
—Sí. Yo también lo he advertido, Grimya; y lo comprendo. Verás, yo también estoy obsesionado con la idea de destruir al Charchad, y por eso puedo comprender los sentimientos de Índigo. Pero — lanzó una risa forzada, sin la menor alegría—, aunque parezca extraño, no creo que mi obsesión pueda equipararse a la suya. Algo la empuja; algo que ni siquiera puedo empezar a entender y que hace que mis sentimientos parezcan superficiales en comparación. Cuando trajimos a Quinas a la cueva... —Se contuvo bruscamente—. No. No tienes por qué saber eso; no es justo que te cargue con ello. Baste con decir que creo que deberíamos encontrar a Índigo y pronto.
—Puedo seguir... le el rrrastro —dijo Grimya—. Igual que se... guí el tuyo. Será fácil. Pero...
—¿Pero qué?
—Hay algo másss, Jasker. A... algo que no te he dicho.
Aunque la voz de la loba no podía matizar demasiadas modulaciones, su tono alertó al hechicero. Arrugó la frente.
—¿Qué es, Grimya? ¿Qué es lo que no me has dicho?
—Yo... —Se lamió el hocico preocupada—. No debería decirlo. Se me ha advertido que no lo... diga. Pero si no te a... viso...
El hombre se dio cuenta de que estaba muy angustiada, el deber y el instinto luchaban en su interior y eso la confundía terriblemente. Extendió la mano y le acarició la parte superior de la cabeza, en un intento de calmarla y de convencerla de que su preocupación era auténtica.
—Grimya, si has prometido guardar un secreto, entonces lo comprendo y lo respeto; es algo muy noble. Pero hay momentos en que las cosas cambian de forma imprevisible, y si eso sucede, entonces guardar el secreto a veces provoca más daño que bien. ¿Me entiendes?
—Essso creo...
—¿No te parece que éste puede ser uno de esos momentos que no pueden preverse?
—Yo... —Insegura de sí misma, la loba se alejó. Bajó el hocico casi hasta rozar el suelo, pensativa, luego levantó por fin la mirada hacia él—. No sé si lo que dices es ver... dad, pero c... creo que debo decir... telo. Por Índigo. —Se detuvo un instante—. Debo ha... blarte de Né-me-sis.
Jasker sintió un escalofrío.
—¿Némesis? —preguntó con brusquedad.
Grimya parpadeó.
—¿Sa... sabes lo que es?
Era la palabra que había visto en la mente de Índigo, el fragmentado concepto de un demonio peculiarmente personal que no había comprendido del todo. El corazón de Jasker se puso a latir con más fuerza.
—Sólo he oído hablar de ello una vez —le respondió—. Pero de alguna manera es importante para ella, ¿verdad?
—Sí —admitió Grimya sintiéndose muy desdichada.
—¿Y tiene alguna conexión con la plata?
Los ojos de la loba lanzaron un destello rojo y echó hacia atrás los labios, mostrando los colmillos en actitud defensiva.
—¿Cómo sabes eso?
Ansioso por no perder más tiempo con explicaciones detalladas, Jasker disimuló.
—Fue algo que Índigo me dijo. Una insinuación, nada más. Grimya, debes hablarme de Némesis; cuéntame todo lo que sepas. —Levantó la cabeza y paseó la mirada por la vacía cueva, como si algún sonido o sombra lo hubiera asustado; luego se estremeció a pesar del calor—. Mi instinto me dice que es de vital importancia.
—Comprendo el ins... tinto —repuso el animal—. Y el mío habla con la misma voz. Pero... ¡ahhh! ¡Ojalá p... pudiera hablar a tu mente! Lo he int... tentado, y no pppue-des oírme.
Así que tenía poderes telepáticos, como él había adivinado. Jasker maldijo en silencio sus propias deficiencias, las habilidades periféricas que nunca había desarrollado. «Si hubiera sido un sirviente más aplicado... », pensó; pero ahora ya era demasiado tarde.
Miró de nuevo a la loba y dijo:
—Sé que es muy duro para ti, Grimya, pero debemos hacer todo lo que podamos. Por favor, dime lo que sepas.
Y así, a trompicones, pero tan deprisa como le fue posible, Grimya le explicó la diabólica amenaza que seguía los pasos de Índigo, y cómo se había manifestado a través del broche de Chrysiva, que había dado origen a la salvaje y extraña locura de su amiga. Jasker la escuchó, intentando ayudarla cuando no podía encontrar la palabra que le faltaba, y por fin consiguió reconstruir la historia lo suficiente como para tener una idea clara, y nada agradable, de ella.
Pensó en las imágenes que había visto en la mente de Índigo durante la prueba de la verdad. Ahora quedaban explicadas muchas cosas: desde su casi inhumana perseverancia hasta su depravada resolución de prolongar el sufrimiento de Quinas, y la compadeció profundamente. Pero mezclada con su compasión había la certeza total de que dejar que la simpatía nublara su juicio podría resultar un error muy peligroso. Índigo había perdido el control de sus propias motivaciones, y Jasker supuso que en aquellos momentos la influencia del demonio sobre ella era ya demasiado fuerte como para que fuera capaz de razonar. Había que acabar con aquel dominio o, de lo contrario, impulsada por la furia demente que Némesis había orquestado con tanta astucia. Índigo se arrojaría de cabeza y sin considerarlo de forma racional contra el enemigo que intentaba destruir; y aquella imprudente obsesión sería su ruina.
Aquello era precisamente lo que deseaba Némesis.
Grimya había empezado a pasear de un lado a otro de la cueva. Estaba ansiosa por actuar en vez de hablar, y Jasker se daba perfecta cuenta de que habían perdido mucho tiempo mientras ella relataba su historia. Pero era de vital importancia enterarse de la verdad; Némesis no era un poder al que se podía tomar a la ligera, y sin la advertencia de Grimya no hubiera estado preparado para enfrentarse a él.
La loba dijo:
—Quiero ir tras ella. Si es... pero mucho más, no habrá ras-trro que seguir.
—Iré contigo.
—Nnno. Tú sólo me... re-trasarías. —Lo miró como pidiendo disculpas—. Sola, puedo encon... trrrar... la sin ser vista.
Tenía razón; él no era ningún cazador, ni rastreador. Pero poseía otras habilidades...
—Muy bien —repuso—. Pero ten muchísimo cuidado. Ranaya sabe muy bien que no me gusta tener que decir esto, pero si Índigo ha caído, como tú dices, presa de ese demonio, puede que ya no te considere una amiga.
Viejos recuerdos se agitaron en los ojos de la loba, y agachó la cabeza.
—Lo... sé.
—Entonces encuéntrala y regresa junto a mí tan rápido como puedas.
—Lo ha... re.
Y sin decir nada más, Grimya salió corriendo de la cueva. Jasker oyó cómo sus garras arañaban el suelo de piedra mientras recorría el túnel a toda velocidad; luego se dirigió rápidamente al altar de Ranaya. La magia no podía ayudarle ahora; nunca había poseído talento para ver mentalmente, y el olfato de Grimya podía localizar a Índigo allí donde sus poderes no conseguirían nada. Hasta que la loba regresara con información sobre su paradero, no podía hacer otra cosa que rezar a su deidad.
Jasker se arrodilló ante el altar y empezó a suplicar en silencio y con gran fervor en busca de consejo.
Para desaliento de Grimya, el rastro de Índigo estaba casi destruido por el calor y la contaminación procedente de las minas. Salió de la red de túneles al abrasador sol de primera hora de la tarde, y se vio asaltada al instante por los hedores sulfurosos que un viento del noroeste arrojó sobre su rostro y que convirtieron la atmósfera que la rodeaba en una neblina de color cobre. La roca era demasiado árida para reflejar ni siquiera una pisada, y durante varios minutos Grimya se dedicó a olfatear el suelo, luchando por interpretar y separar los olores de la piedra caliente, el viejo magma y el hedor aún más desagradable del lejano valle. Por fin, no obstante, su hocico encontró algo que reconoció. Una insinuación tan sólo, pero la condujo por un antiguo lecho de lava, montaña arriba.
Él calor la hacía jadear y el suelo rocoso le quemaba las patas, pero hizo caso omiso de las molestias y corrió por la torrentera; de vez en cuando se detenía para comprobar que el rastro, débil pero todavía perceptible, no había desaparecido. Intentaba moverse por la sombra siempre que podía encontrarla, pero a medida que ascendía más y más hacia las cumbres, las zonas umbrías se hicieron cada vez más escasas, hasta que se encontró en una loma que se cocía bajo el ardiente sol.
Grimya se detuvo para orientarse. El viento era más fuerte allí y agitaba su pelaje, pero mitigaba muy poco el calor; allá a lo lejos, a sus pies, pudo ver la espesa y sucia niebla fosforescente que flotaba sobre las minas. Hogueras tenebrosas relucían por entre la mezcla de humo y niebla allí donde ardían los hornos de fundición, y el aire vibraba, pesado y amenazador, con el hedor y el ruido que subía del valle.
Grimya se estremeció y no quiso seguir contemplando la escena. Volvió la cabeza para examinar la loma y vio, algo más adelante, allí donde la cresta se hundía para formar un estrecho desnivel entre dos conos volcánicos idénticos, a dos figuras que se movían con lentitud.
Se controló con un esfuerzo para no lanzar un aullido de alivio. Una de aquellas lejanas figuras era, sin lugar a dudas. Índigo; aunque la neblina obstaculizaba su visión, la loba reconoció la cabellera de su amiga. Y la otra figura, que arrastraba los pies, andando a trompicones, como si cada paso le produjera un dolor indescriptible, era el hombre malvado, el hombre al que habían hecho daño porque servía al Charchad.
El animal se deslizó por la ladera de la loma hasta un nivel en el que resultaría invisible si alguna de las dos personas que había más allá volvía la cabeza y miraba a su espalda. Con el cuerpo pegado al suelo, avanzó furtivamente y con cierta dificultad por la empinada ladera, hasta que juzgó que sus presas habrían llegado ya al pico más alejado y estarían demasiado ocupadas en la ascensión como para prestar atención a lo que pudieran tener detrás. Se escabulló de nuevo hasta la cima de la loma y vio que no se había equivocado; estaban a unos cincuenta pasos de ella ahora, penetrando despacio en los pliegues color marrón rojizo de las laderas inferiores de la cima.
Grimya vaciló. Jasker le había dicho que regresara en cuanto tuviera noticias del paradero de Índigo; pero la lealtad y la preocupación la impulsaban a desobedecer la orden. Conocía las intenciones de Némesis tan bien como cualquier otro, y estaba terriblemente preocupada por su amiga. No podía dejarla bajo la indiscutible influencia del demonio, debía intentar hacerla razonar. Tenía que hacerlo.
Echó a correr y recorrió la cresta a toda velocidad, llamando a Índigo.
La muchacha se detuvo y giró en redondo, alzando la ballesta que sostenía entre las manos. Durante un instante sus ojos miraron sin comprender, sin dar la menor señal de reconocerla; luego, de forma repentina, la presencia de la loba penetró en su cerebro y lo espetó:
—¡Tú! ¿Qué es lo que estás haciendo aquí?
«¡Índigo, tienes que escucharme! Hay peligro aquí... »
El urgente mensaje mental se hundió en el más completo desconcierto al darse cuenta de que la mente de Índigo estaba totalmente cerrada a ella. No podía comunicarse, ya que su amiga se negaba a escucharla.
Cambiando rápidamente al lenguaje hablado, jadeó:
—He... ve-nido a buscar... te. ¡Índigo, hay pe... peligro!
Quinas se había desplomado sobre la roca pelada, estremeciéndose aturdido por el agotamiento, pero la joven no se movió. Se quedó contemplando a la loba; ésta se sintió horrorizada por el frío desprecio que veía en sus ojos y por la aureola de odio que emanaba de ella en forma casi tangible. De repente, con el telón de fondo de las lúgubres cimas desnudas y el palpitante cielo sulfuroso. Índigo se había convertido en una criatura de otro mundo. Y el opaco broche, sujeto como una
orgullosa insignia de jerarquía en su pecho, alimentaba el fuego que ardía en su interior.
—Por favor —resolló Grimya—, ¡tie... nes que escucharme! ¡El brro-che es Némesis, es el de... monio! No lo vimos al principio, pero ahora...
No pudo seguir, ya que el rostro de la muchacha se contrajo en una mueca y le gruñó:
—¿Lo vimos? De modo que ahora has transferido tu lealtad a Jasker, ¿verdad? ¡No debiera haber esperado otra cosa de ti!
—¡No. Índigo! —gritó Grimya, desesperada—. ¡Es... cúchame! ¡Abre los ojos, mira lo que el demonio ha hecho! No de... bes seguir adelante, o estarás en un grr-an peligro!
—¡Malditas sean tus censuras y tu cobardía! —Los ojos de Índigo estaban llenos de rabia; de repente alzó la ballesta hasta que la saeta apuntó directamente a la loba—. Escúchame tú a mí, y llévale este mensaje a tu buen amigo Jasker. Tú y él puede que no tengáis el valor de hacer lo que ha de hacerse, ¡pero yo lo tengo! Dile que me dirijo al valle del Charchad, con esta basura como rehén, y que pienso matar al demonio, cosa que él no ha podido hacer a pesar de todas sus lindas palabras y fanfarroneos! ¡Díselo!
Grimya balanceó la cabeza de un lado a otro angustiada.
—¡Por favor, Ín-digo! No soy tu enemiga.
—Enemiga o amiga, tanto me da. ¡Vete!
—¡No! Regresa conmigo, escucha lo que Jasker tiene qu... que decir...
—¡He dicho que te vayas! —gritó la joven, y sus manos se cerraron sobre el arco—. O te mataré.
Su dedo se apoyaba sobre el disparador. Sus miradas se encontraron y Grimya, con gran horror por su parte, vio la muerte en los ojos de Índigo. Lanzó un gañido, retrocediendo un paso, e Índigo le espetó despectiva:
—Contaré hasta tres. Y si no me has obedecido para entonces, te mataré. ¡Lo digo en serio!
Desconsolada, la loba comprendió que aquello no era un farol. Su amiga, la persona en quien confiaba, se había vuelto loca, y si no se daba la vuelta y corría perdería la vida en aquella ladera yerma atravesado su corazón por la saeta de una ballesta. Incapaz casi de creer en aquella traición, clavó los ojos en Índigo por un último instante, suplicando en silencio, pero se encontró tan sólo con el muro al rojo vivo de la furia de la muchacha.
—Uno —empezó a contar.
Grimya lloriqueó.
—Dos. —Su dedo se tensó sobre la palanca y la loba dio media vuelta y huyó.
El desdichado animal se deslizó ladera abajo, casi perdiendo el equilibrio; no le importaba caerse al pie del volcán y partirse el cuello. El dolor la abrumaba: dolor por su propio fracaso, dolor por Índigo y aquello en lo que se había convertido... Pero más fuerte aún que el dolor, sentía un temor que le destrozaba el ánima, mientras corría con todas las fuerzas y velocidad que era capaz de reunir de regreso a la cueva y a Jasker.
Índigo contempló cómo la loba desaparecía en la distancia; y sólo cuando ésta se perdió de vista, bajó por fin la ballesta e, impávida, se dio la vuelta. Quinas yacía en el mismo sitio sobre el que se había derrumbado; cuando se acercó para detenerse junto a él, éste levantó los ojos hacia ella e intentó esbozar una sonrisa de desdén.
—Una sola palabra y terminaréis el viaje con una saeta clavada en la pierna. —Índigo se dirigió a él con remota indiferencia—. En pie. —Aguardó mientras él gateaba penosa y lentamente hasta conseguir incorporarse; luego le dio un golpecito en la espalda con el arco—. Andando. Nos queda un buen trecho aún.
El capataz vaciló y volvió el destrozado rostro para mirarla. Por un instante pareció como si fuera a hablar; entonces la expresión de la muchacha le hizo pensárselo mejor y apretó los dientes para poder soportar el terrible dolor que lo torturaba a cada paso que daba. Empezó a andar laboriosamente montaña arriba.
Índigo lo siguió, observando sus esfuerzos indiferente y acoplando su paso al de él. Durante la primera parte de su viaje había intentado hacerlo ir más deprisa, amenazándolo con nuevos tormentos si la desobedecía; pero finalmente había aceptado que el hombre no podía avanzar a otro paso que no fuera el de tortuga. Muy bien, pues; quedaba una hora o más de luz aún, y para cuando el sol se pusiera estarían lo bastante cerca del valle de Charchad como para que su maligno fulgor nacarado iluminara el camino.
No se había detenido ni una sola vez para interrogarse sobre el impulso que la había obligado a sacar a Quinas a rastras de la cueva y ordenarle que la condujera al valle. Todo lo que sabía —o le importaba— era que no aceptaría ningún retraso. Cuando el capataz se rindió finalmente bajo la hábil tortura de Jasker y les contó la verdad sobre su señor y mentor Aszareel, ella había experimentado aquella sensación: el ardiente y cegador deseo de huir de la cámara de tortura, ascender la ladera de la Vieja Maia y desde allí seguir la ruta que, según la agonizante y ahogada confesión de Quinas, la conduciría cerca de las minas y al interior del valle de Charchad. Entonces había controlado su deseo, consciente de que actuar sin haberlo meditado ni preparado resultaría temerario; pero más tarde, cuando los acicates combinados del fingimiento de Jasker y su propia concentración airada sobre el broche de estaño empezaron a hacer mella en su espíritu, decidió no esperar más.
Quinas había intentado protestar, pero ella poseía sus propios métodos de coacción, y el prisionero lucía ahora varias cicatrices nuevas —producto de un cuchillo, en lugar del fuego elemental de Jasker— como testimonio de sus poderes de persuasión. Lo más probable era que no fuera a necesitarlo, pero si la suerte le volvía la espalda podía resultar valioso, y, por lo tanto, había considerado que las molestias de llevarlo con ella merecían la pena.
No sabía con qué se encontraría al alcanzar su destino. Quinas había revelado todo lo que sabía, pero se había sentido frustrada al descubrir que sus conocimientos eran limitados. Jamás había penetrado en el valle de Charchad, jamás había cruzado el último y bien protegido cerro que daba al resplandeciente pozo del que había surgido aquella religión retorcida. Ese privilegio estaba reservado a aquellos a quienes el Charchad consideraba pecadores necesitados de su más terrible forma de iluminación. Pero, como uno de los acólitos de Aszareel con más influencia, Quinas conocía los senderos que conducían al valle, y ahora había llegado el momento de que siguiera el ejemplo que había impuesto a otros con tanta crueldad. Como su guía, Quinas llevaría a Índigo al corazón del Charchad, y como rehén, la ayudaría a materializar su deseo de enfrentarse al avatar del demonio que deseaba destruir.
En una o dos ocasiones, una vocecita en su interior había luchado por hacerse oír, diciendo: ¿Y luego qué. Índigo? Cuando encuentres a Aszareel, ¡cómo lo matarás a él y al demonio que representa? Pero la había ignorado, silenciándola bajo una avalancha de enojado desprecio. Titubear sería actuar como un ser timorato; no caería víctima de las dudas que habían provocado que Jasker se acobardara y no hiciera lo que debía hacerse. El demonio moriría, se dijo a sí misma: eso era lo que importaba. Y en su cólera, en su ansia de venganza, en su locura, lo creía.
Al oír el sonido de unas patas que arañaban el suelo, Jasker se puso en pie de un salto y se volvió en el mismo instante en que Grimya penetraba a toda velocidad en la cueva. La loba se detuvo en seco y se desplomó, jadeante, los costados agitándose convulsionados mientras intentaba llevar el aire a sus pulmones. Consternado, se apresuró a traerle un plato con agua, y la contempló mientras, jadeando su gratitud, lo lamía una y otra vez hasta que sació parte de su sed y fue capaz de hablar con coherencia.
Jasker escuchó su relato con una sensación de siniestra desesperación que creció a medida que la narración progresaba. Cuando Grimya terminó, empezó a pasear por la cueva y finalmente se detuvo mirando al altar.
A esas horas el sol estaría a punto de ponerse y, por lo que la loba le había contado, Jasker comprendió que no tenía la menor posibilidad de alcanzar a Índigo antes de que llegara al valle de Charchad. Cualquier intento de seguirla al interior de aquel infierno sería poco menos que suicida; y, aunque no tenía en demasiada estima su propia vida, una tentativa de rescate condenada al fracaso de antemano resultaría un sacrificio inútil. Tenía que haber otro modo.
Y entonces, mientras contemplaba la pequeña estatua de Ranaya, una voz interior le dijo que ese otro modo existía.
No era posible. Lo había intentado, se había esforzado, se había llevado a sí mismo a extremos que bordeaban los límites de la cordura y de la vida misma para conseguirlo, y cada vez había fracasado. Dos años de lucha, y la puerta había permanecido cerrada a él. No podía intentarlo de nuevo. No poseía los recursos, la capacidad ni la resistencia.
Entonces —le preguntó la vocecita interior—, ¿cuál es la alternativa?
Jasker se estremeció cuando su propia mente respondió a la pregunta con sombría certidumbre. Por vez primera tenía una oportunidad —quizá la única oportunidad que tendría jamás— de cambiar las cosas, de acabar con aquello que se había apoderado de su tierra y la destruía despacio, pero sin el menor asomo de duda. Unidos, él e Índigo hubieran podido levantar un poder suficiente para aplastar el dominio de Charchad, hasta que las maquinaciones de Némesis habían roto el vínculo que
los unía. Pero era posible, sólo posible, que el vínculo pudiera forjarse de nuevo, si él tenía el coraje y la voluntad de hacerlo.
El remedio estaba en sus propias manos y era un remedio que hasta ahora había fracasado. Pero esta vez tenía un aliado inesperado e inverosímil, que podría inconscientemente tener la clave del éxito...
Se volvió y miró a Grimya. El animal levantó la cabeza y, al ver su especulativa mirada, se puso en pie como pudo y se acercó a él. La lengua le colgaba y sus ojos aparecían vidriosos a causa del agotamiento, pero estaba decidida a no dejar que el cansancio la dominara.
—¿Jas-ker? —Levantó la vista hacia él, suplicante—. ¿Has pen... sado algo?
—No... estoy seguro; aún no. Necesitaré tiempo...
—¡Pero no te-nemos tiempo! ¡Índigo está en pe... ligro!
—Lo sé. Pero no la puedo traer de vuelta por la fuerza, debo encontrar otro modo.
Las orejas de la loba se agitaron.
—¿Uti-li-za-rás ma... magia? —inquirió dudosa.
«Por favor, Ranaya, haced que sea capaz de ello», pensó Jasker, y en voz alta repuso:
—Sí. Es el único medio que nos queda, Grimya.
—Com... prendo. Pero... —miró en dirección al túnel, inquieta—. Si fuera tras ella de nuevo, a lo mejor...
—No. Arriesgarías la vida para nada. —Se agachó y acarició con suavidad el hocico de la loba—. Grimya, por favor, confía en mí. Creo que conozco la forma de salvar a Índigo; pero si existe una posibilidad de que salga bien, necesitaré tu ayuda, y deberás hacer lo que te pida. ¿Lo harás?
Estaba indecisa, dos instintos se debatían en su interior.
—Por favor, Grimya —repitió Jasker—. Hazlo por Índigo. —Una sombra cruzó su rostro, como si viejos recuerdos se hubieran despertado por un breve pero conmovedor instante—. Al igual que tú, yo tampoco quiero que muera.
Quizás el animal percibió parte de sus pensamientos, o quizá sus palabras fueron suficiente para convencerla; él no lo sabía. Pero por fin la loba levantó la cabeza y dijo, aunque todavía con una sombra de duda:
—Ssssí..., con-fío en ti. Y haré lo que sea nece... sario.
La hubiera abrazado, pero todo lo que respondió fue:
—Gracias.
—¿Qu... qué quieres ha... cer? —preguntó ella.
—Antes de pensar en rescatar a Índigo, debemos eliminar la influencia que Némesis ejerce sobre ella —dijo Jasker mientras se incorporaba—. Y eso significa utilizar poderes mayores que los de ese demonio, para penetrar en su mente y hacer que se dé cuenta de la verdad. Ahí es donde tú desempeñas un papel de vital importancia.
—Pero yo no pu... puedo llegar a ella —le recordó Grimya.
—Tal y como está ahora, no. Pero creo que podré poner en marcha una fuerza que se abrirá paso por entre las defensas del demonio, y canalizaré esa fuerza hasta la mente de Índigo a través de ti.
—Una fuerza... ¿como los dra-dragones de fu-fuego?
—No. —La voz de Jasker sonó lúgubre—. No como los dragones de fuego. Es algo mucho más grande, mucho más antiguo. —Bajó los ojos hacia ella con simpatía y respeto—. Se necesitará valor, pequeña loba; todo el valor que tú y yo podamos reunir. Pero lo conseguiremos.
—No tengo miedo. Pero, ¿qué poder es éste, Jasker? ¿Qu... qué es lo que pi-piensas hacer?
Los ojos del hechicero adoptaron una expresión extraña y distante, que Grimya no había visto nunca en ellos con anterioridad. Luego, con calma, replicó:
—Pienso despertar a las Hijas de Ranaya de su largo sueño.
—No sirve de nada. —La boca de Quinas se dilató en un penoso rictus que quería ser una sonrisa irónica—. Podéis hacerme lo que queráis, saia, pero no cambiaréis el simple hecho de que no puedo seguir adelante.
Índigo bajó los ojos para mirarlo. En la creciente oscuridad, el rostro del hombre era una espantosa mezcla moteada de cicatrices y sombras, y su único ojo, que reflejaba la fría luz verdosa que inundaba ahora el firmamento sobre la estrecha hondonada, parecía burlarse de ella. Sintió bullir la cólera en su interior y reprimió un impulso de extender el pie y ponerlo a prueba por el método de aplastar su muñeca bajo el talón. La verdad es que le creía, ya que casi era un milagro que hubiera conseguido llegar tan lejos en las condiciones en que estaba. Durante los últimos cien metros, más o menos, se había visto obligado a arrastrarse apoyado en codos y rodillas —había intentado utilizar sus manos fundidas y destrozadas, pero el dolor había resultado excesivo— y sólo había cubierto los últimos diez pasos cuando ella agarró el extremo de la cuerda que rodeaba sus hombros y lo arrastró físicamente sobre el accidentado terreno. Pero ahora no dudaba de que estuviera acabado.
Levantó la mirada y la dirigió hacia adelante, donde la hondonada se elevaba para convertirse en una loma. La última cresta. Se lo había dicho él. La última cresta, y en el extremo opuesto estaba el valle de Charchad.
Se volvió de nuevo hacia su prisionero. Su ojo se había cerrado y permanecía inmóvil; le golpeó con la punta del pie.
—Despertad, despertad, rata de cloaca. No he acabado con vos aún.
La lente roja parpadeó levemente.
—Agua... —Quinas tosió al hablar—. Si tenéis... un poco desagua...
Índigo le hubiera escupido al rostro, pero no pudo reunir la saliva necesaria. Sabía que, también ella, sufría de deshidratación, pero era reacia a malgastar más cantidad de su reducida provisión de la que fuera estrictamente necesaria. Al menos, ahora, con el sol bajo la línea del horizonte, la temperatura había descendido un grado o dos. Todo lo que necesitaba era un poco más de energía para subir a la siguiente loma; luego descansaría.
—¿Ahora qué, saia? —La voz reseca de Quinas interrumpió sus pensamientos. Había comprendido que ella no iba a darle agua, y aquella evidencia lo hizo estar menos atento a su situación de lo que debiera. De nuevo le dedicó una crispada sonrisa—. No hay buitres en estas montañas para comerse mi cuerpo y darme la muerte lenta que habéis ordenado. ¿Me dejaréis, pues, aquí para que mi carne se derrita bajo el sol?
El odio centelleó en los ojos de Índigo.
—Dudo de que el sol se dignara tocar vuestro corrompido pellejo —replicó—. No, Quinas. Tengo en mente un final mucho mejor para vos. —Volvió la vista de nuevo hacia el cerro que tenía delante—. Si no podéis andar, se os llevará. Pero, por vuestro propio pie, de rodillas o sobre mi espalda, de una forma u otra, penetraréis en el valle de Charchad.
—No... —La protesta salió de sus labios antes de que pudiera evitarlo, y por vez primera Índigo advirtió auténtico temor en la voz de Quinas.
—¿Qué es esto? ¿Tiene miedo el noble seguidor de Charchad? —Lo desafió con dureza, llena de mala intención, al tiempo que daba tirones a la cuerda haciendo que el hombre se retorciera de dolor.
El capataz clavó sus dientes rotos en el labio inferior para no gritar y musitó:
—Sí...
—Hablad más fuerte, Quinas. ¡No os oigo con suficiente claridad!
Él aspiró con fuerza, luego repitió:
—He dicho que ¡sí! —Su ojo se clavó en ella, de una manera fija y espantosa, llena de horror—. No podéis llevarme. No, a menos que yo coopere, y eso no lo haré jamás. Podéis hacerme daño, apuñalarme, quemarme o desollarme; podéis arrastrarme físicamente al interior del valle. Pero yo intentaré impedirlo, saia. De algún lugar sacaré las fuerzas necesarias, ¡y os lo impediré! ¡Y cuando ya no pueda luchar más, entonces me destrozaré las arterias de las muñecas con mis propios dientes, si es necesario! ¡Pero jamás, jamás, penetraré en el valle de Charchad, porque me da miedo!
Se dejó caer de espaldas, agotado por el esfuerzo que le había costado articular sus vehementes palabras. Índigo se lo quedó mirando. Así que Quinas se sentía tan aterrorizado por lo que se ocultaba en aquel valle como sus pobres víctimas. Quinas, acólito de Charchad, leal sirviente de Aszareel, no se atrevía a enfrentarse a su señor; y por fin se había visto obligado a admitirlo.
Empezó a reír. El sonido era desagradable y anormal, pero subió borboteando por su garganta y no vio motivo para detenerlo.
—Quinas —dijo—. Quinas, el azote de los pecadores, el que enciende las piras funerarias, el torturador de mujeres. —Se llevó una mano a la boca para contener el vendaval de enloquecida hilaridad. Luego la risa se apagó de repente y su tono se convirtió en hiriente desprecio—. ¡ Quinas, el cobarde rastrero!
—Sí —repuso con calma el capataz—. Pero lo bastante honesto como para admitirlo.
Meditabunda. Índigo jugueteó con el broche que llevaba sujeto a su pecho. Aquello la divertía. La confesión de último momento por parte de un hombre que se auto-proclamaba valeroso y fuerte resultaba graciosa. Estaba demasiado asustado para enfrentarse a aquello que, con tanto celo, había obligado a otros a adorar... Suprimió con un bufido una nueva carcajada y se secó los ojos, sintiéndose inexplicablemente excitada. La situación era deliciosamente irónica: Quinas, el acólito de Charchad, se acurrucaría allí entre las piedras y rehuiría a su dios; mientras ella, sola y sin miedo, ascendía la última cresta para escupir en el rostro de esa misma deidad. Jasker lo hubiera encontrado muy divertido...
La joven frunció el entrecejo e intentó controlarse. No quería pensar en Jasker, ya que había demostrado no ser mejor que Quinas. Que permaneciera, también él, acurrucado en la seguridad de sus cuevas. Que siguiera farfullando sus plegarias por las almas de Chrysiva y de otros como ella, plegarias que no servían de nada. Había llegado el momento en que ella debía actuar. Era su momento, y el de nadie más.
Levantó la mirada hacia la cresta, especulando, calculando. Según Quinas, aquél era uno de los senderos menos frecuentados para penetrar en el valle; y aunque cada acceso estaba constantemente vigilado, no habría más que dos, o quizá tres, centinelas de guardia. Mirarían hacia adentro, vigilantes ante cualquier pecador que intentara huir, ya que nadie penetraba en el valle de Charchad por su propia voluntad.
Hasta ahora.
Se colgó la ballesta a la espalda, la sujetó y luego se volvió hacia Quinas por última vez. Otro cruel tirón de la cuerda; una nueva mueca de dolor. Índigo sonrió con desprecio.
—Bien, mi cobarde amigo, he decidido otorgaros un poco de la misericordia que le negáis a otros. Ya no os necesito, de modo que os quedaréis aquí y veréis el inicio de mi victoria. —Se inclinó acercando su rostro al de él—. El fin de Charchad, Quinas. Pensad en ello, mientras esperáis a que salga el sol y apure los últimos restos de vida de vuestro despreciable cuerpo. ¡El fin!
—saia... —Hizo intención de alzarse hacia ella, pero se dejó caer de nuevo al suelo, demasiado débil para conseguirlo. Su respiración era rápida y le costaba hablar—. ¡Os lo ruego..., no lo hagáis!
—Estoy sorda a vuestras súplicas, Quinas. Implorad a la luna, implorad a las montañas, implorad al sol cuando salga. Puede que os escuchen. ¡Yo no lo haré!
—Índigo. —Utilizó su nombre por primera vez desde que lo capturaran—. ¡Por favor, vais a sacrificar inútilmente vuestra vida!
La sonrisa que le dedicó como respuesta fue una mueca de frío desprecio.
—Ocupaos de la vuestra, Quinas, mientras aún la tenéis. ¡Sacadle el máximo provecho a lo poco que os queda de vida!
Quiso dedicarle un último gesto de desdén, pero no se le ocurrió nada apropiado. Sus acciones serían suficiente, pues; mucho antes de que ella regresara, el capataz no sería más que un pedazo de carne sin vida. Se colocó mejor el arco sobre el hombro, sacó el cuchillo de su funda y se alejó hondonada arriba hacia la cresta y el mortífero resplandor que brillaba tras ella.
Quinas no se movió hasta que los últimos y débiles sonidos del avance de Índigo no se desvanecieron en el omnipresente trasfondo de las palpitantes vibraciones subterráneas procedentes de las minas. Incluso entonces, cuando hubo alterado su posición por una más soportable, se obligó a esperar otro minuto antes de arriesgarse a sentarse en el suelo.
La cabeza le daba vueltas por efecto de la falta de agua y comida, y por un momento temió perder el conocimiento; pero luchó contra los espasmos y, al fin, consiguió controlarlos. Su respiración era áspera en el caluroso aire nocturno y el dolor era como un fuego constante que recorría todo su cuerpo. Pero su voluntad se hallaba indemne. Y sus fuerzas no estaban de ningún modo tan agotadas como le había dejado pensar a Índigo.
Ahora sabía que la joven estaba completamente loca. En comparación con ella, el hechicero que lo había torturado no era más que una tenue sombra; la locura de Índigo era de un orden que trascendía cualquier cosa remotamente humana. Y había sido esa locura la que le había permitido a
Quinas utilizar su arma más poderosa, y utilizarla bien. Porque en medio de lo que ella consideraba su triunfo, cegada por su obsesión de venganza. Índigo había estado totalmente dispuesta a creer su pequeña farsa.
Calculó que en aquellos instantes estaría cerca del final de la hondonada. Si no se había equivocado, eso le proporcionaría justo el tiempo que precisaba; retorció su cuerpo, consiguiendo primero colocarse de rodillas y luego, con grandes dificultades, en pie. Durante el trayecto desde las cuevas había intentado varias veces subrepticiamente aflojar las cuerdas que sujetaban sus antebrazos a sus costados, pero no lo había conseguido. No importaba; las ataduras le estorbarían, pero se las arreglaría.
Deteniéndose para recuperar el aliento, paseó de nuevo la mirada por el cañón y esbozó una sonrisa. Siempre había sido un buen orador, un buen actor; pero esta vez había superado sus propias expectativas. Índigo había sido presa fácil de su fingido agotamiento y terror, y su última súplica de que no penetrara en el valle —un toque refinado que se le había ocurrido de improviso— lo había sellado a la perfección. Tan convencida estaba de que había vencido y avergonzado a un cobarde, que se había alejado llena de satisfacción, dejándole a él allí, pensaba ella, para que muriera.
Quinas lanzó una ahogada risita. No tenía la menor intención de morir aún. Y a Índigo, junto con sus confiados compañeros —aunque su castigo llegaría más tarde—, le esperaba una lección. Una lección que le satisfaría muchísimo impartir.
Placas de esquisto sueltas resbalaron bajo sus pies cuando se dio la vuelta, apoyándose en la pared rocosa. Unos diez pasos más atrás, en la misma hondonada, había una estrecha hendidura lateral — horadada por la lava en la época en que aquellos viejos volcanes estaban activos—, que torcía vertiginosamente colina abajo. Índigo no la había advertido, pero Quinas sí, y sabía adonde conducía. Era lo bastante ancha como para recorrerla, e, ignorando con decisión el dolor que lo atenazaba, el capataz deslizó el magullado cuerpo por la abertura y se fundió con la oscuridad.
Índigo se detuvo bruscamente cuando el sendero que había estado siguiendo terminó, de repente, ante la sólida pared de la elevación. A su derecha, la ladera de la hondonada había quedado obstruida por un derrumbamiento de rocas de una época pasada, y los últimos metros del sendero se perdían en una traicionera pendiente con pocos puntos de apoyo. Contuvo la respiración —introducir aire en sus pulmones le resultaba cada vez más penoso— y se detuvo para orientarse.
Desde donde se encontraba hasta la cima de la cresta había una subida de unos quince metros, y aunque la ladera era muy empinada no previo ningún problema. Sonrió salvajemente, luego tomó unos pocos y disciplinados sorbos de su odre —lo suficiente para humedecer su garganta, pero poco más—, antes de agarrarse a la pared rocosa que tenía a la izquierda y balancearse impulsándose hacia adelante para cruzar la última y accidentada sección del sendero. Por un instante, permaneció con el rostro presionado contra la cresta, todavía sonriente, saboreando la excitación, la creciente sensación de triunfo provocada por la descarga de adrenalina. Estaba tan cerca ahora... Unos minutos más y tendría su meta ante los ojos.
Índigo pensó en Quinas y se echó a reír en voz baja con demencial alegría. Quizá debería de haberlo matado, pero le había parecido mucho más apropiado dejarlo para que los elementos acabaran con él en su momento y para que meditara, entretanto, sobre su fracaso y la destrucción inminente de su depravado culto. La risita ahogada se desvaneció y se le secó la boca. Lamió algunas gotas de saliva que habían ido a parar a su mano. Luego levantó la mirada hacia la cresta de la cordillera y ahogó una exclamación de sorpresa.
La cima era una silueta que se recortaba violentamente contra un fondo de reluciente fosforescencia. Una línea brillante bordeaba la roca como una aureola fantasmal, y a través de la ladera de la montaña. Índigo percibió una peculiar vibración rítmica que penetraba la piel, la carne y los huesos. Aquello alimentó su sentido de la anticipación y, con el corazón latiéndole apresuradamente, puso el pie sobre la ladera e inició la ascensión a la cima.
La vibración y la luz aumentaron a medida que subía y, cuando llegó a la mitad de la ladera, la joven estaba bañada de reflejos del extraño resplandor. A medida que se acercaba a la cima fue avanzando con más cautela, manteniendo el cuerpo aplastado contra las rocas allí donde le era posible. No sabía lo cerca que podían estar los centinelas y le preocupaba correr el riesgo de denunciar su presencia con un movimiento o un sonido imprudente. La bien destacada silueta de su meta se fue acercando, cada vez más...; entonces, unas manos que tanteaban ensucio alcanzaron la cima y, muy despacio, sin aliento. Índigo alzó la cabeza por encima del borde.
Una abrasadora luz verde le estalló en el rostro. Se echó hacia atrás violentamente con una involuntaria exclamación, volviendo la cabeza a un lado cegada por el resplandor. Se cubrió los ojos con una mano para protegerlos, y por entre el enrejado de sus dedos vio su mano, el brazo pegado a ella y la roca que tenía delante, todo ello brillando con un frío fuego verde, en el cual centelleaban diminutas motas que parecían partículas de polvo plateado. La piel le escocía; se arriesgó a apartar los dedos poco a poco del rostro y dejó que su visión se acostumbrara gradualmente al increíble resplandor... Por fin pudo contemplar, por primera vez, el valle de Charchad.
Pero no podía moverse, no podía lanzar el menor sonido mientras sus sentidos luchaban por asimilar lo que veían sus ojos. El valle era como una gigantesca fumarola, un enorme pozo que se hundía vertiginosamente en las entrañas de la tierra. De sus profundidades, una incandescencia titánica y monstruosa se abría camino hacia el cielo, decolorando las paredes del valle hasta convertirlas en esqueletos de un blanco verdoso que arrojaban su terrible resplandor a la oscuridad de la noche. Espantosas sombras se movían en las cimas opuestas; haces de una luz nacarada que ridiculizaban los reflectores de la mina bailaban sin orden ni concierto por el enorme y reluciente espacio. Y allá abajo, donde la increíble luz se hundía en un rugiente infierno, le pareció ver unas figuras de pesadilla que se movían por entre aquel torbellino con siniestra e implacable determinación.
Índigo se agarró con fuerza a la desigual roca. Como si el mismo sol hubiera caído a la. tierra. Las palabras de Jasker le vinieron a la mente de forma espontánea y notó cómo los dientes empezaban a castañetearle incontroladamente. No podía apartar la mirada del valle; sentía calor y frío a la vez sobre su piel, y todo lo que podía hacer era mirar y mirar la espantosa escena que se extendía ante ella.
Era una abominación. Era un aborto de pesadilla, un cáncer sobre la faz del mundo y en el cuerpo de la Madre Tierra. Y Quinas y los suyos adoraban aquella monstruosidad, se deleitaban con su poder, la veneraban...
Sintió como una llamarada en el cerebro, la llamarada de una furia renovada, cuando los sentimientos que habían corroído su espíritu desde la muerte de Chrysiva volvieron a aparecer. No temía a lo que se ocultaba en el valle de Charchad. Tenía fuerzas suficientes, y quizá más, aún para enfrentarse a Aszareel, el demonio, cualquiera que fuera el auténtico nombre o naturaleza del poder bastardo que había dado vida a aquel horror. Índigo apretó con fuerza los dientes, acabando con el castañeteo. Se sintió sedienta de sangre; en lo más profundo de su ser experimentó el despertar salvaje y vehemente de un instinto asesino. Maldijo mil veces a los cobardes y timoratos cuya resolución se había venido abajo en el último instante. Ella no fracasaría. Se enfrentaría al demonio del valle, y el demonio moriría. Moriría por Chrysiva y por todos los demás.
Un movimiento en la periferia de su campo de visión la alertó. Se echó hacia atrás con brusquedad, apretando el cuerpo contra la roca y mostrando los dientes en una inconsciente mueca lobuna. La fantasmal luz pasó sobre sus manos, destacando los huesos de tal modo que por un momento se vio como un esqueleto viviente; hizo caso omiso del fenómeno y con mucha cautela volvió la cabeza unos centímetros hacia la izquierda.
Dos figuras se movían por la estrecha repisa, un poco más abajo de donde estaba ella. Bajo el resplandor aparecían borrosas y sin forma, y hasta que no estuvieran más cerca —lo cual, debido a su andar pausado, les llevaría algunos minutos— sería imposible distinguirlas con claridad. Pero parecía lógico suponer que eran los centinelas de los que Quinas había hablado.
Una amplia y salvaje sonrisa apareció en su rostro. Retrocedió, moviéndose con tanta rapidez y agilidad como una serpiente, hasta que su cabeza quedó por debajo de la cima de la loma; luego giró sobre sí misma y se quitó la ballesta. Colocó una saeta en ella y tensó la cuerda. Podía disparar, cargar y disparar de nuevo en cuestión de segundos, y los acólitos de Charchad morían igual que cualquier criatura mortal. Sólo dos guardas: resultaría muy fácil. Y cuando ellos hubieran desaparecido, nada la estorbaría.
Se arrastró hacia adelante de nuevo y atisbo por encima de la cresta. Los dos vigilantes estaban más cerca ahora, tan cerca que podía distinguir su forma real. Y el corazón casi le dejó de latir, ya que fuera lo que fuese lo que hubieran sido, no eran humanos.
En alguna ocasión, quizá cuando se los sacó chillando del vientre de sus madres, habían poseído el potencial para convertirse en hombres; pero el Charchad había deformado aquel potencial y lo había convertido en algo tan distante de lo humano que Índigo sintió cómo se le revolvía el estómago de repugnancia. Todavía mantenían la estructura humana básica de dos brazos, dos piernas y una cabeza; pero la similitud era muy precaria, ya que eran más parecidos a los fetos ambulantes de algún espantoso troll que a cualquier otra cosa remotamente mortal. Una piel seca y delgada como el pergamino cubría tirante sus cabezas desnudas y enormes; unas bocas colgantes, llenas de carcomidos colmillos, babeaban sobre papadas que se balanceaban abotargadas sobre torsos tan descarnados y flaccidos como los cuerpos de pescados podridos. Y de sus atrofiados brazos y piernas crecían unos apéndices de seis dedos, terminados en unas garras rotas y ennegrecidas que arañaban y escarbaban en la piedra mientras desplazaban por la repisa sus cuerpos deformes.
A pesar de su deshidratación, la bilis obstruyó la garganta de Índigo y abrasó su lengua con un sabor de metal oxidado. Le resultaba imposible seguir mirando a aquellos grotescos centinelas. Sin preocuparse de si estaban a tiro ni de calcular el tiempo, cerró un ojo y dirigió el otro al punto de mira de la ballesta; apuntó con rapidez, sin importarle cuál de las dos figuras tambaleantes ofrecía mejor blanco, y disparó.
El retroceso le golpeó el brazo. La cuerda dejó escapar una nota mortífera y la saeta de acero se estrelló contra el rostro del centinela más cercano. El —aquello— lanzó un alarido, un sonido que le recordó horriblemente el de un cerdo degollado, y, mientras su compañero se volvía a un lado y a otro lleno de confusa contrariedad, cayó de la repisa y se precipitó en el interior de la brillante luz y en el olvido.
Febril, buscó a tientas una segunda saeta. Sus manos parecían las zarpas de un oso, torpes y sin coordinación; por fin consiguió colocar la flecha e hizo girar el arco para apuntar al otro centinela, que seguía girando sobre sí mismo en la repisa, totalmente desconcertado. La muchacha escuchó su propia respiración jadeante resonando en sus oídos; tiró hacia atrás la cuerda...
Y algo la golpeó con fuerza en la cabeza.
Abrió la boca para lanzar un grito de dolor y de protesta, pero no salió el menor sonido. En lugar de ello se vio atenazada por un enorme torbellino de náuseas que se abalanzó sobre ella procedente de la nada, haciendo que lo que la rodeaba empezara a dar vueltas como un tiovivo enloquecido. La ballesta chocó contra las rocas e Índigo se dobló hacia adelante, mientras sus brazos y piernas, sin ninguna coordinación, se agitaban como los de una criatura que pierde el equilibrio de improviso. Vio unos rostros que la contemplaban, balanceándose, borrosos como imágenes de un sueño, y sintió un irracional arrebato de indignación. Entonces, algo que le pareció como fuego y hielo a la vez centelleó en la oscuridad y le saltó al rostro como el aguijón de una abeja monstruosa, y perdió el conocimiento.
—Despertadla.
Una cierta cantidad de agua salobre se estrelló contra el rostro de Índigo. Intentó protestar, pero sus cuerdas vocales no la obedecieron. Todo lo que pudo hacer fue volver la cabeza en un esfuerzo por evitar el ataque, pero no le sirvió de mucho. Había un insistente y ahogado tronar en sus oídos y el suelo parecía temblar bajo ella. Olía a algo espeso, pesado, metálico, que taponaba su nariz.
—Más.
Conocía la voz, pero no podía atribuirle un nombre. Alguien que había...
Un nuevo torrente de agua la golpeó, y una sensación de náusea estalló en lo más profundo de su ser. Rodó a un lado de forma instintiva, consiguiendo volver la cabeza justo antes de que una mezcla de bilis y esputo empezara a brotar de su boca. Dando boqueadas, se arrastró hacia atrás sobre los codos, desorientada todavía y reacia a abrir los ojos.
—Muy bien: es suficiente. Está consciente ahora. Dadle la vuelta.
Unos dedos manosearon el cuerpo de Índigo, pero ésta carecía de la coordinación suficiente para luchar contra ellos. Entonces una sombra se proyectó sobre ella y le azotaron la mejilla, sin demasiada fuerza, pero con determinación.
—Saia. Índigo. Os sugeriría que me miraseis. Me parece que no tiene ningún sentido prolongar esta farsa innecesariamente.
Sus párpados temblaron y se abrieron. Por un instante, sus ojos lo vieron todo borroso; luego, de forma brusca, la escena se aclaró.
Estaba en el interior de una especie de edificio, una cabaña tosca y sin ventanas hecha de planchas de hierro, cortadas sin el menor cuidado, que empezaban a oxidarse.
El aire apestaba y, a la grasienta luz de la lámpara que colgaba de un gancho del techo, pudo distinguir la tosca mesa y las dos sillas, el tablero de la pared con hileras de números escritos con tiza y —en una esquina— los montones de pizarras y bastones de plomo que servían para llevar las cuentas. La oficina de un capataz de mina, ocupada ahora por media docena de personas. Debían de haberla bajado al valle mientras estaba inconsciente, y ahora el ruido, la peste, y el polvo contaminado que llenaba el aire le dijeron que estaba en el corazón de la zona minera, sin la más
mínima esperanza de ser rescatada. Y en medio de sus secuestradores, con su mutilada sonrisa brillando a la lóbrega luz de la lámpara, estaba Quinas.
Un violento juramento se escapó por entre los labios de Índigo. Quinas estaba muerto; lo había abandonado en la hondonada, incapaz de moverse, esperando tan sólo a que el sol saliera y consumiera lo poco que le quedaba de vida. No podían volverse las tornas.
Pero lo imposible había sucedido, y ahora Quinas presidía un grupo de hombres desde una especie de camilla improvisada. Un vendaje ocultaba su pelado cuero cabelludo y el ojo inútil, y se había untado pomada en las quemaduras menos importantes, lo que daba a su rostro un brillo oleoso. Una sonrisa de genuino triunfo quebraba su chamuscada boca.
—Bien, saia. —Hablaba con suavidad, y una obscena parodia de afecto adornaba su voz—. Al parecer, hemos capturado a un pecador en plena falta, por así decirlo.
Sus compañeros le dedicaron una desagradable sonrisa. A juzgar por sus ropas y actitud. Índigo supuso que también ellos eran encargados de las minas; capataces como Quinas, quizás, o mayorales, o jefes de equipo. Cada uno lucía la refulgente enseña de un acólito de Charchad, y cada uno padecía de alguna forma la misma enfermedad: escamación de la piel, pérdida de cabello, dedos palmeados, una nariz que empezaba a deshacerse... Uno de ellos llevaba una tira de cuero trenzada; era aquello, comprendió, lo que la había golpeado en el rostro y había dejado su mejilla dolorida y sangrante. La joven no dudó de que, a la menor provocación, el que blandía el látigo se sentiría muy feliz de utilizarlo.
¡Estúpida!, la reprendió una voz interior. ¡Deberías haberlo matado! ¡Deberías haber hundido tu cuchillo en su podrido corazón y contemplado cómo vomitaba su vida a tus pies! ¡Deberías.., !
Alguien la agarró por los cabellos y la obligó a sentarse con tanta brusquedad y violencia que la cabeza le dio vueltas; su autorrecriminación desapareció bajo una nueva barrera de náuseas. Esta vez reprimió el espasmo, negándose a perder los últimos y patéticos restos de su dignidad, y apretó los dientes.
—Debiera haberos eliminado...
—Desde luego. —Quinas inclinó la cabeza—. Esa fue vuestra debilidad, querida Índigo. Pero desear no es lo mismo que hacer, ¿verdad?
Su cabeza empezaba a despejarse ahora, y tras la recuperación física vino algo más que no pudo captar por completo. Charchad. Había llegado a..., pero no; no era eso. Otra cosa. Algo que Grimya había dicho. La había visto en una loma cerca de la cima de la Vieja Maia. ¿O lo había soñado?
—Nos habéis ofendido. Índigo. —La voz suave y lisonjera de Quinas interrumpió sus esfuerzos por recordar—. Y aunque nosotros, los siervos de Charchad, somos misericordiosos, aquellos que nos ofenden repetidamente deben ser castigados. Lo comprendéis, ¿no es así?
Sus palabras carecían de sentido. Había algo más, algo mucho más importante...
Némesis.
—No os oye, Quinas —dijo alguien lacónicamente.
—Oh, sí que lo hace. ¿Verdad. Índigo?
El broche. Grimya había dicho algo sobre el broche.
—¿Verdad?
Unos dedos sujetaron su mandíbula apretando con fuerza, y en ese mismo instante lo recordó. El broche. Némesis.
—¡Nooo!
Fue un grito de dolor, de angustia y de amargo remordimiento, al tiempo que las últimas ataduras que esclavizaban a Índigo se hacían pedazos y la muchacha se daba cuenta de lo que había hecho.
«¡Grimya!», gritó su mente en silencio. «Grimya, Jasker, os traicioné, he fracasado... »
El grito se desvaneció en un frío silencio. Con un gran esfuerzo, la joven se obligó a mirar el rostro de Quinas de nuevo; lo que vio la acobardó, al darse cuenta de que el deseo de venganza del hombre era tan grande como el suyo. Ella, más que ninguna otra persona, era la responsable de aquellas desfiguraciones que lo obligarían a enfrentarse a lo que le quedase de vida como un ser mutilado. Ahora, gracias a su delirante estupidez, él había conseguido que se volvieran las tornas. El, y su Némesis. Y ahora era ella su víctima. Quinas se ocuparía de que sus sufrimientos igualaran a los padecidos por él.
Y todo por una despreciable pieza de metal bajo...
Una de las manos mutiladas del capataz se estiró para tocar su mejilla tan suavemente como una hoja que cayera del árbol. La muchacha vio los muñones fundidos de sus dedos, y sintió un nudo en el estómago ante la caricia. Quinas sonrió.
—Sois una pecadora. Índigo. Nos duele presenciar pecados como los que habéis cometido contra Charchad; pero sabemos cuál es nuestro deber. —Otras voces murmuraron algo en señal de asentimiento—. Pecado. Índigo. Pecado. ¿Y cuál es el castigo al pecado?
Silencio. Esperaban que ella contestase, pero no podía, no se atrevía...
—El valle. El camino hacia la iluminación definitiva. —Los atrofiados dedos acariciaron su rostro de nuevo y ella cerró los ojos con fuerza. Pero no podía dejar de oír su voz, aquella voz suave, burlona y persuasiva.
—Buscabais a nuestro señor Aszareel. Índigo. Lo buscabais cuando tan sólo los escogidos de Charchad pueden disfrutar de tal honor. —Un silencio terrible flotó en el aire por un instante, luego la dulce voz de Quinas continuó—: Pero hemos decidido tener piedad. —Algo rozó sus párpados y tuvo que hacer un gran esfuerzo para no gritar—. Hemos decidido concederos la iluminación que ansiáis. Es un privilegio que se otorga a muy pocos, pero creemos que os lo habéis ganado. ¿No os sentís agradecida?
Alguien lanzó una risita ahogada, que enseguida reprimió. La joven abrió los ojos otra vez y vio el rostro del capataz inclinado muy cerca del suyo. En su cara brillaba una sonrisa obscenamente sepulcral.
—Vais a emprender un viaje, querida. Un viaje del que no se regresa.
Escuchó otra risa ahogada que sonó como veneno en sus oídos. La repugnante sonrisa de Quinas se ensanchó.
—A las zonas más profundas del pozo de Charchad. Índigo. ¡Para contemplar, justo antes de morir, el rostro de nuestro señor Aszareel!
La obligaron a beber de un tazón de hojalata, abriéndole la boca a la fuerza y vertiendo el amargo líquido en ella cuando intentó desasirse. Se necesitaron tres acólitos de Charchad para sujetarla y todavía consiguió escupirles al rostro la mayor parte de la poción; pero, de todas formas, su garganta tragó la cantidad suficiente como para que la droga que contenía surtiera efecto.
El entumecimiento hizo su aparición. Lo sintió primero en manos y pies; luego ascendió despacio por sus miembros hacia el pecho, y aunque ejercitó toda su fuerza de voluntad no pudo hacer nada para frenarlo. Diez minutos después de haberse tomado la poción, la pusieron en pie, y cuando intentó resistirse, sus músculos sencillamente se negaron a responder. Todavía podía mantenerse erguida sin ayuda, pero aparte de esto poseía el mismo autocontrol físico que una muñeca. Cuando sus raptores la arrastraron hasta la puerta de la cabaña, en una parodia grotesca y desgarbada de la acción de andar, sintió que sus facultades mentales también empezaban a fallarle a medida que la droga comenzaba a actuar en su sangre. Un terror enfermizo que le paralizaba, el ánima estaba alojado como un parásito en su estómago, pero era incapaz de responder a él; se sentía lejana, como si se contemplara a sí misma desde una gran distancia que aumentaba a cada momento que pasaba. Sin embargo, en otro nivel, sus sentidos seguían siendo penosamente suyos y funcionaban a una velocidad terrible. Y pasando por encima de todo lo demás, en su mente había una sensación de total desolación y remordimiento.
Había fracasado. Arrastrada por emociones que no había tenido la inteligencia de examinar ni controlar, se había dejado atrapar por la mayor de las estupideces: la temeridad; y Némesis había estado al acecho para explotar su insensatez. Debiera haber visto el peligro que contenía el broche de Chrysiva, la correlación entre su apagado brillo plateado y la siempre presente amenaza de su demonio. Y cuando Grimya demostró ser más inteligente que ella, debiera haberla escuchado.
Pero el debiera y el si no le servían de nada ahora. Había despreciado a sus únicos amigos por una furia ciega y vana, y aquella vanidad la había conducido al loco convencimiento de que podía enfrentarse y acabar con el demonio del valle de Charchad sin ellos. Ahora todo lo que podía esperar era una muerte relativamente rápida, y no podía culpar a nadie por su situación; sólo ella era responsable.
En su siniestro reino astral de espinas envenenadas y estrellas negras, pensó Índigo, Némesis debía de estar riendo en aquellos momentos.
La puerta se abrió de golpe, chocó contra la pared de hierro e hizo que toda la cabaña se estremeciera. Una humareda oleosa se arremolinó contra el rostro de Índigo; los ojos empezaron a llorarle y notó un sabor a sulfuro y polvo quemado en la garganta cuando fue empujada al exterior, al horripilante y resplandeciente paisaje nocturno de las minas.
Fue recibida por un atronador caos de sonidos. La mugrienta atmósfera palpitaba con el casi subconsciente tronar de las máquinas, desde las enormes grúas sobre sus elevados pescantes, hasta las grandes palas de las excavadoras y los enormes martillos operados por equipos de hombres sudorosos que atacaban las rocosas paredes. Grupos de esclavos encorvados remolcaban hileras de vagonetas de mineral por una chirriante y ruidosa red de vías; aquellos hombres cantaban mientras trabajaban para mantener el ritmo de sus pasos, entonando un lastimero y quejumbroso canto fúnebre como una saloma de inspiración diabólica. El vapor siseaba y rugía, voces sin cuerpo lanzaban órdenes; en algún lugar, alguien dejó escapar un grito de dolor, de temor o de ambas cosas. Por entre aquella siniestra fetidez centelleaban las antorchas en sus elevados postes, su luz diluida por el humo en informes y fantasmales manchas blanquecinas, en medio de aquel torbellino nocturno.
Arrastraron a Índigo por el desigual suelo. Las lágrimas caían ya a raudales de sus ojos y no podía ver más que lo que tenía justo delante de ella. Pasaron junto al elevado caballete de una de las antorchas, y bajo el repentino resplandor que ésta arrojaba distinguió las formas borrosas de otras figuras que parecían esperarlos.
Alguien que llevaba un látigo y cuyas vestiduras despedían un brillo metálico se apartó de la luz para salir al encuentro de los que conducían a la joven. Se intercambiaron algunas palabras, pero el ruido de fondo las ahogó; el único sonido reconocible fue una áspera carcajada. Luego, unas manos la empujaron hacia adelante con brutalidad; incapaz de controlar sus músculos, cayó cuan larga era entre pies enfundados en botas, pero tiraron de ella al instante para volver a ponerla en pie. Se escuchó el chasquido de un objeto metálico; notó que algo le atenazaba los tobillos y se dio cuenta, con embotada sorpresa, que la estaban atando al extremo de una doble fila de hombres harapientos. Intentó protestar, pero su paralizada lengua sólo pudo lanzar un peculiar lloriqueo que atrajo tan sólo una breve y apática mirada del prisionero que tenía delante.
Se escuchó un nuevo ruido metálico, y un segundo juego de argollas se cerró sobre sus muñecas. Le soltaron los brazos; se mantuvo erguida, aunque a duras penas, guiñando los ojos confusa ante sus torturadores. Se produjo un revuelo entre el grupo de capataces, y entonces apareció Quinas, sostenido por dos de los seres que habían transportado su camilla desde la cabaña.
—Bien, saia Índigo.
La familiar y odiada voz se deslizó como un helado cuchillo en la maraña de sus pensamientos. No tenía fuerzas suficientes para volver la cabeza, y alguien tuvo que sujetarle la barbilla y girarla a un lado hasta que sus ojos se posaron vagamente sobre el rostro de Quinas.
—Es costumbre en estos momentos ofrecer la bendición de Charchad a aquellos que están a punto de ser iluminados. —Bajo el ardiente resplandor de la antorcha que se alzaba sobre su cabeza, las deformidades de Quinas le daban un aspecto macabro—. Vuestros compañeros ya han recibido este sacramento; pero parece, por desgracia, que vos. Índigo, no estáis en condiciones de compartir la dicha de los demás.
Ella siguió mirándolo fijamente. Aunque hubiera podido hablar no se le habría ocurrido nada que decir.
Quinas sonrió.
—Parece un poco decepcionante que nuestra despedida definitiva carezca de la ceremonia adecuada, pero he aprendido a tomar estas pequeñas contrariedades con filosofía. De modo. Índigo, que tan sólo me queda deciros adiós. Por última vez. —Hizo un gesto en dirección a los carceleros que aguardaban—. Llevadlos al valle.
Un capataz que iba a la cabeza de la hilera de prisioneros dio un fuerte tirón a la cadena que sostenía, y los hombres empezaron a avanzar tambaleantes. La muchacha fue arrastrada con ellos mientras su cabeza se bamboleaba sobre sus hombros. Por un momento, la infernal escena pareció ladearse cuando ella estuvo a punto de perder el equilibrio; luego, mientras conseguía enderezarse, pudo vislumbrar por última vez a Quinas antes de que éste se diera la vuelta. Su rostro estaba en sombras, fuera del alcance de la luz de la antorcha, y no pudo ver su expresión; sólo el ojo que le quedaba captó un reflejo errante, y resplandeció como el ojo de un demonio reencarnado.
Índigo sintió cómo sus dientes empezaban a castañetear; fue un movimiento reflejo, impulsivo y convulso. No podía hablar, pero cuando la hilera de prisioneros empezó a desplazarse en la oscuridad, sus labios se movieron vagamente para formar una única y silenciosa palabra que sonó como una confusa y desesperada súplica en su mente destrozada. ¿Gr... Grimya... ?
Antes de que se pusieran en marcha, Jasker le dio a Grimya los últimos restos de su comida. La loba protestó diciendo que estaba demasiado preocupada para sentir hambre, pero él insistió. Las provisiones, alegó, se habrían vuelto rancias mucho antes de que ellos estuvieran de regreso, y necesitaban alimentarse de cara a la tarea que les esperaba. El ya había comido todo lo que necesitaba; ahora Grimya debía tomar lo que quedaba.
Por fin, aunque de mala gana, el animal cedió. Mientras comía, Jasker se dedicó a estudiar detenidamente un pequeño mapa a la luz de una vela; aquel mapa era el resultado de seis meses de exploraciones de los túneles, pozos y galerías que infestaban los volcanes. Con un gran esfuerzo, lo había dibujado sobre un pellejo ahumado con una pasta hecha de hollín y cera aceitosa, y en ningún caso estaba completo: Jasker era muy consciente de que en sus paseos subterráneos no había explorado más que una diminuta porción de la enorme red de túneles. Pero el mapa sería suficiente para guiarlos hasta su destino. Lo que pudiera pasar más allá de aquel punto era un tema en el que prefería no ahondar, consciente de que la cuestión estaría en manos superiores. Pero —y miró de soslayo a Grimya, quien, a pesar de sus protestas, estaba lamiendo el plato hasta dejarlo reluciente— si la suerte les daba la espalda y resultaba ser un viaje sólo de ida, al menos se habrían ahorrado la ignominia de morir hambrientos.
Con un suspiro, Jasker dobló el mapa y lo introdujo en un pequeño saco de cuero que se colgó a la espalda. No quería cargarse innecesariamente, pero penetrar en la red de túneles del volcán con las manos vacías resultaría suicida. Había empaquetado, tan sólo, algunas cosas esenciales, como cuerda, velas, un cuchillo, junto con un odre lleno por completo de agua. Se había aprendido de memoria la primera parte de la ruta; ya no había ninguna necesidad de posponer la partida.
Grimya estaba ansiosa por ponerse en marcha, pero se sorprendió cuando, en lugar de dirigirse por el túnel interior de la cueva, Jasker la condujo al exterior, a la calurosa noche, y la hizo subir por un empinado y difícil sendero que no había visto antes. El camino lo formaba una veta de obsidiana, que se había fundido adquiriendo la suavidad del cristal y resultaba peligrosamente resbaladiza. La loba se las ingenió valientemente para no perder pie y mantener su ritmo, pero cuando por fin llegaron a la cima estaba casi sin aliento.
Jasker señaló una grieta profunda y oscura en la ladera de la montaña que tenían delante.
—Al otro lado de esa abertura, hay una cueva que conduce a un pasadizo. Allí es donde está el camino que debemos seguir.
A Grimya no le gustaban las cuevas. Su elemento natural eran los frescos espacios abiertos de los bosques y las llanuras; el confinamiento la angustiaba, y aunque se había adaptado lo mejor que había podido al claustrofóbico escondite de Jasker, encontraba su atmósfera opresiva. La idea de introducirse por aquella estrecha abertura al interior de una oscuridad sofocante y llena de vapores sulfurosos hacía que su corazón latiera a una velocidad muy poco agradable. A pesar de su determinación de ser valiente, tenía que admitir que sentía miedo de lo que les esperaba más adelante. Hubiera dado mucho por no tener que continuar aquel viaje, pero se quitó la idea de la cabeza, con un supremo esfuerzo, incluso antes de que acabara de tomar forma. Por el bien de Índigo, debía entrar.
Jasker se había agachado ya y se internaba en aquellos momentos por la grieta. Grimya levantó la vista para contemplar el titánico cono de la Vieja Maia que se alzaba hacia el maligno resplandor del firmamento, y los pelos del lomo se le erizaron. La mayor y la más vieja de las Hijas de Ranaya, un gigante dormido pero letal. Y ellos iban en busca de su corazón.
Un apagado grito, que surgía de la grieta, le indicó que el hechicero había conseguido pasar. Grimya sacudió todo el cuerpo, de la cabeza a los pies, en un intento por deshacerse de algo más que el pegajoso calor de la noche; luego se aplastó contra el suelo y franqueó la abertura en pos de Jasker.
Anduvieron durante un tiempo incalculable en una oscuridad casi total. En un principio, Jasker había sacado una vela de su saco y había intentado encenderla; pero por el túnel zumbaban y resonaban extrañas corrientes de aire caliente, y la vacilante llama se negó a permanecer encendida durante más de algunos minutos. Al cabo de un rato, el hechicero abandonó sus intentos de mantener la vela encendida. Por un instante consideró la posibilidad de llamar a una salamandra, una de sus pequeñas hermanas ígneas; pero hacer venir y dominar a aquella criatura precisaría de la utilización de poder, y no quería arriesgarse a reducir sus reservas aunque fuera en una mínima parte. Por el momento, tendrían que apañárselas sin luz.
Resultó un viaje alucinante. El aire olía a sulfuro y sabía a hierro; el bochorno aumentaba a medida que el túnel giraba y se retorcía siempre en sentido descendente. Había momentos en que el techo del pasadizo se elevaba tanto que sus pasos producían atemorizantes ecos; en otros, las paredes se juntaban tanto que se veían obligados a introducirse de lado por aberturas apenas practicables. De vez en cuando, un vago y distante centelleo de luz entre roja y naranja surgía de alguna rendija en la pared del túnel y reflejaba sus sombras por un breve instante sobre la roca, antes de desvanecerse. Asimismo, de algún lugar muy por debajo de ellos brotaba una vibración constante y apagada que ni siquiera el sensible oído de Grimya podía escuchar con claridad, pero que ambos sentían en su interior.
A la loba le era imposible ocultar su miedo. El más mínimo sonido, el menor soplo de aire era suficiente para hacerla saltar a un lado y pegarse al suelo, y cuanto más penetraban en la montaña, peor se sentía. Cruzaron una galería natural, avanzando con cuidado por una estrecha repisa que sobresalía por encima de un tremendo y negro precipio; luego se introdujeron en otro túnel, cuya tremenda acústica hacía que sus pisadas resonaran como el avance de un ejército, y siguieron por una cresta de basalto que cruzaba una enorme fumarola. Ésta arrojaba bocanadas de aire caliente y sulfuroso a sus rostros y brillaba con vida propia. Jasker se detuvo varias veces para consultar su mapa, pero se trataba de una mera precaución; la memoria y el instinto estaban demostrando ser buenos guías, y sabía que cada vez se encontraban más cerca de su destino.
El hechicero se daba perfecta cuenta del miedo que sentía Grimya, y lo cierto es que lo compartía; aquellos túneles subterráneos no eran lugar apropiado para ningún ser vivo, humano o animal. Lo único que esperaba era alcanzar su objetivo. Había visto el lugar en una ocasión, durante su primera exploración, pero desde aquella visita imprevista no había tenido motivo —no, se corrigió con severidad, no había tenido el valor— de regresar. No tenía ningún mérito que se engañase a sí mismo con aquello, pues el temor que sentía era plenamente justificado. Pero ahora que debía enfrentarse a ello otra vez, rezaba en silencio para que durante el tiempo transcurrido ningún suceso natural hubiera convertido el lugar en inaccesible, ya que si así era, sus planes tendrían la misma relevancia que un puñado de polvo volcánico.
Se preguntó lo cerca que estaría Índigo ahora del mortífero valle. Sabía que mucho dependería de si todavía tenía a Quinas con ella. Si el capataz seguía vivo, su presencia aminoraría su marcha y aquello aumentaba las posibilidades de Jasker de llegar a su destino antes de que ella llegara al suyo. Pero si Quinas había sucumbido al agotamiento, o Índigo había simplemente perdido la paciencia y lo había matado, podría ser ya demasiado tarde.
Sin darse cuenta, apresuró el paso, lo cual obligó a Grimya a trotar rápidamente para poder seguirlo. Por lo que sabía —y Jasker estaba dispuesto a admitir que tanto sus conocimientos como el mapa podían andar errados—, estaban ahora muy cerca de su meta. El aire del pasadizo por el que avanzaban a toda prisa estaba viciado por los vapores que emanaban del polvo volcánico, las piedras calientes y el metal semifundido: bajo sus pies, y no a demasiada profundidad, las leyes naturales de la geología estaban siendo trastornadas por el descomunal calor procedente del núcleo hirviente del volcán. Intentaba calcular cuánto más deberían seguir adelante cuando de repente las orejas de Grimya se irguieron.
—¡Luz! —exclamó con voz ronca—. ¡Ve... o luz!
En la oscuridad del túnel, el hechicero se había concentrado en no perder el equilibrio sobre el desigual suelo, y la loba había vislumbrado el primer resplandor revelador antes de que su mente lo registrara. Ahora, no obstante, sus ojos captaron el débil y vacilante reflejo en la pared de delante.
Habían llegado. Viejos recuerdos volvieron a la vida en la mente de Jasker, y sintió una profunda sensación de ahogo en la garganta que no era provocada por la apestosa atmósfera. Intentó tragar, pero no pudo generar saliva, y se detuvo, con los ojos clavados en el inflamado resplandor mientras apoyaba una mano en la roca que tenía a su lado.
La superficie de la pared estaba caliente, y notó cómo a través de ella vibraba un lento pero insistente latido. La luz que tenían delante iluminaba una curva cerrada del túnel, y justo después de la curva, recordó, el techo se había hundido para crear una pared inclinada de cascotes cuya única salida era una estrecha abertura en la parte superior. Detrás de aquella barrera estaba el final del túnel y su punto de destino.
El hechicero aspiró con fuerza y energía por cuatro veces, en un intento de calmar los inquietos latidos de su corazón. Luego, tras echar una rápida ojeada a su alrededor para asegurarse de que Grimya lo seguía, se encaminó hacia la curva del túnel.
Nada había alterado las rocas caídas. La ardiente luz brillaba con fuerza a través de la abertura de la cima, dejando la ladera sumida en profundas sombras y provocando que resultara difícil juzgar las distancias y los ángulos para una ascensión. Grimya contempló los escombros indecisa.
—¿Puedes subirla? —preguntó Jasker.
La loba inclinó la cabeza.
—Sssí. Pero... ¿qué es esa luz? ¿Y los ru... ruidos? No son nada... tranquilizadores.
El hombre había estado intentando ignorar los inquietantes ruidos que se incrustaban en su mente desde el otro lado de la barrera, pero la pregunta del animal lo obligó a tomar conciencia de ellos. Si cerraba los ojos y daba rienda suelta a su imaginación —algo que no estaba excesivamente ansioso por hacer— podría fácilmente creer que los discordantes sonidos eran una especie de música sobrenatural, el canto de extraños espíritus en una escala tonal y en una lengua que ninguna mente humana podía interpretar. Peculiares armonías que desafiaban la comprensión, susurros imposibles, estremecedoras cadencias sin tono ni ritmo, que, sin embargo, poseían su propia y espectral integridad. Como era lógico, Jasker sabía que aquellos ruidos eran debidos al desplazamiento de corrientes de aire fortuitas por la enorme red de túneles de la roca; pero la lógica no podía competir contra el efecto de aquellos ecos espeluznantes, ni podía hacer desaparecer la convicción que se había apoderado de él la primera vez que llegara a aquel imponente lugar: creía escuchar la inmensa e inhumana voz de la mismísima Vieja Maia. Grimya, que carecía de las deficiencias auditivas del oído humano, debía de estar sintiendo aquella voz en su mismo tuétano...
Le respondió con suavidad.
—No son más que movimientos del aire, Grimya, No hay por qué asustarse.
Hubiera deseado poder confiar en sus propias palabras tranquilizadoras cuando inició el ascenso por la pared de cascotes. Las piedras caídas estaban más calientes que la pared del túnel, tanto que no podía sujetarse a ellas durante más de algunos segundos cada vez. Y la ascensión era más complicada de lo que recordaba; los pedruscos sueltos convertían la marcha en algo muy peligroso, y el avance resultaba frustrantemente lento. Pero ya casi estaba a medio camino de la parte superior cuando, percibiendo que algo no iba bien, volvió la cabeza para mirar sobre su hombro y descubrió que Grimya no lo seguía. En vez de ello se había dado la vuelta y miraba al lugar por donde habían venido. Sus orejas estaban totalmente echadas hacia adelante y alerta, y su postura era tensa.
—¿Grimya?—Una nerviosa impaciencia dio a la voz de Jasker una nota de irritación; si tenían que enfrentarse a la ascensión y a lo que había detrás de ella, no deseaba prolongar la prueba durante más tiempo del estrictamente necesario.
Grimya gruñó, con un temblor inquieto, pero no lo miró.
—¡Grimya! ¿Qué sucede?
La loba volvió por fin la cabeza. Sus ojos, brillantes por el reflejo de la luz, mostraban una expresión fiera y repentinamente ajena a todo aquello, y echó hacia atrás los labios mostrando los colmillos.
—¡Algo vaaa mal!
Una fría mano espectral se cerró en torno al estómago de Jasker.
—¿Mal?
—En mi mente. Una alte... alteración. ¡La... essscuché! Pero ahora se ha ido.
Su primer temor irracional de que alguien o algo los había estado siguiendo por el laberinto de túneles desapareció, pero fue reemplazado al instante por otro presentimiento. En mi mente, había dicho Grimya. ¿Era posible que la loba hubiera captado algún olor psíquico a algún peligro?
Aferrándose a su precario asidero, y sin prestar atención a sus manos que empezaban a chamuscarse, Jasker la instó apremiante:
—Intenta escucharlo de nuevo, Grimya. ¡Inténtalo!
—No... puedo... —Sacudió la cabeza con fuerza, como si intentara deshacerse de algún asaltante invisible, y dio un paso atrás, con todo el cuerpo temblando—. No quiere... venir... no. Espera. Es... —De repente levantó los ojos hacia él y esta vez su mirada estaba llena de temor—. ¡Es Índigo! ¡Jasker, es su voz! ¡In... tenta llamar... me!
El hombre se sintió como si la sangre de sus venas hubiera sido reemplazada por agua helada. No era posible; no, a menos que...
—¡Escucha de nuevo! —Su voz se quebró en la última sílaba, y le costó un gran esfuerzo conseguir recuperar algo de coherencia—. ¿Qué es lo que dice? ¿Qué?
—¡No lo sé! No pu-puedo oírla con clari... dad; es como si... —Grimya no encontraba las palabras; lanzó un gañido de angustia, luego recurrió desesperada a su primera advertencia—. ¡Algo vaaa maaal!
El hechizo que había encadenado a Índigo a su obsesión y a su manía debía de haberse roto. Por lo tanto, las barreras que la muchacha había alzado entre ella y Grimya se habían derrumbado y ahora éstas podían restablecer su contacto telepático. Pero el contacto tenía un defecto, y la loba no había podido interpretarlo con coherencia.
La comprensión penetró en su mente, tan aguda como una cuchillada en el estómago. Sólo una cosa podía haber liberado a Índigo del control de Némesis; y el hedor del aire, la cambiante luz y los lejanos susurros de la Vieja Maia se convirtieron de repente en tan sólo un remoto telón de fondo para el terrible temor que bloqueaba la mente de Jasker.
—Grimya, escúchame. —Intentó mantener la voz tranquila, consciente de la facilidad con que la angustia del animal —y la suya propia— podían transformarse en pánico—. Tenemos muy poco tiempo. Debemos seguir adelante y deprisa. Sígueme... ¡Y si quieres a Índigo, no tengas miedo de lo que estás a punto de ver!
El animal le dirigió una mirada desesperada que obviaba la necesidad de más palabras; luego sus garras arañaron la piedra al saltar en dirección a la cuesta.
Completaron la ascensión jadeantes y casi gateando. Jasker se obligó a sí mismo a no pensar más que en el siguiente y precario punto de apoyo, pero, como una lúgubre letanía, se dedicó constantemente a maldecir en silencio su propia autocomplacencia. Sabía que el tiempo iba en su contra; sin embargo, no había hecho más que hablar sobre la urgencia de su causa en lugar de actuar. Ahora, la constatación de cada minuto perdido, de cada segundo desperdiciado, lo impulsó como a un depredador en pos de su víctima, hasta que, con una boqueada que casi le vació los pulmones, consiguió franquear, arrastrándose, los últimos metros que le faltaban para llegar arriba.
Cuando su cabeza alcanzó la abertura, una luz poderosísima le azotó el rostro y un fuerte hedor a sulfuro ardiente atravesó el agujero. Jasker no se detuvo, sino que introdujo el cuerpo por la estrecha
salida y pasó al otro lado con un gran esfuerzo.
Sus sentidos se vieron asaltados repentina y violentamente desde todas las direcciones, cuando los sonidos, el calor, los olores y el sabor de antiguos minerales fundidos en su lengua se combinaron todos en un único ataque. Inconscientemente, el hechicero había cerrado con fuerza los ojos al introducirse en la abertura; no quería mirar, necesitaba conservar su última defensa. Pero entonces sintió a su lado la delgada forma de Grimya —que también se había abierto paso por el agujero— y escuchó su asustado gemido cuando, sin estar preparada, se encontró con lo que él aún no se había atrevido a mirar.
Titubear ahora sería un acto de cobardía. Y con una brusca oleada de amargura, Jasker comprendió que era la falta de valor lo que se había interpuesto durante tanto tiempo entre él y su deber.
¡Ranaya, Madre del Magma, Señora de las Llamas, perdonad mi flaqueza y concededme vuestra bendición!
Pronunció esta letanía con silenciosa desesperación, como un condenado gritaría a las alturas cuando toda esperanza terrena se ha agotado.
Entonces abrió los ojos.
En su mapa lo había apodado sencillamente «el corazón», ya que desafiaba todo intento racional de definirlo de forma más grandilocuente. Cuando Ranaya había dado a luz a la mayor de sus tres hijas, en una titánica explosión de fuego, humo y magma que sacudió hasta las raíces todos los terrenos circundantes, el poder de esta primera erupción se había abierto paso como un puño gigantesco por entre millones de toneladas de roca, mientras las fuerzas contenidas bajo la corteza terrestre buscaban una salida. El núcleo de la montaña se había derretido durante la violenta embestida, y cuando el demoledor rayo de energía salió disparado hacia arriba en busca de una espectacular libertad, abrió un tremendo pozo vertical a través de la montaña, una vena aorta desde el corazón fundido de la Vieja Maia.
Ningún artista en sus peores pesadillas hubiera podido imaginar la vista que se presentó ante los ojos de Jasker y de Grimya cuando salieron del túnel para poner el pie en la red de retorcidas repisas que formaba las paredes de la inmensa fumarola. Por encima de ellos, los muros se alzaban vertiginosamente hacia arriba, agujereados por arcos en forma de bóveda que la roca había formado al solidificarse, cuando el volcán volvió a su estado de letargo. Vetas minerales, fundidas mediante el calor y presiones inimaginables, formaban puentes relucientes entre los arcos; piroxenita, magnetita y horoblenda constituían una enorme tela de araña de tétricos y relucientes colores que vibraban con los espectrales ecos —mucho más potentes aquí, pues no había escombros que los ahogaran— de las erráticas corrientes de aire abrasador que ululaban y silbaban entre su tracería.
Los dedos de Jasker estaban hundidos en el pelaje de Grimya. Se aferraba con fuerza a él mientras luchaba por apartarse del terror en el que sus agitados sentidos amenazaban con precipitarlo. Sentía las enormes y ardientes corrientes que ascendían de profundidades inimaginables, como las exhalaciones de un titán dormido, y contuvo un demente y vertiginoso impulso de arrojarse de la repisa a aquellos fuertes vientos, para ser transportado en sus corrientes y planear entre las relucientes telas de araña que colgaban sobre su cabeza. Cayó de rodillas —las oraciones que había preparado en silencio para aquel momento las olvidó por completo— y su mano libre se aferró a la caliente piedra de la pared mientras luchaba, o eso le pareció, con todos los músculos de su cuerpo para obligarse a mirar abajo.
Un enorme y borroso espectro de luz se abrió ante él cuando su mirada se dirigió por fin a las profundidades del pozo. Un pausado fuego naranja surcado de blancas lenguas de calor y de los profundos y siniestros tonos rojos del magma ardiente se alzó de un lugar en el que la solidez no tenía significado, donde el calor, las llamas y el lento movimiento de los elementos fundidos eran las únicas leyes que gobernaban. Miraba a lo más profundo de la Vieja Maia; a través de sus huesos y tendones contemplaba su corazón, que latía eternamente. Y mientras clavaba los ojos en aquel lugar inhumano, Jasker sintió en sus propios huesos el murmullo amortiguado y rugiente de la voz de su diosa.
La pared rocosa le había quemado la mano. Se dio cuenta de ello cuando la sensación física se abrió paso por entre el trance en el que había caído. Apartó la mano y se la quedó mirando, sin comprender en un principio el significado de la carne enrojecida y de las ampollas que empezaban a formarse en la base de cada dedo. Cuando recupero la lucidez, pensó al instante en Grimya; se volvió y encontró al animal temblando de dolor, las patas bien apuntaladas en el suelo y la boca abierta de par en par mientras jadeaba desesperadamente.
—Jasker... —Su voz se quebró cuando intentó hablarle—. No pu... puedo respirar. Tengo mi... edo. ¡Y do... lor!
—Madre Omnipotente...
Musitó las palabras para evitar que el eco las repitiera en un griterío discordante, e introdujo la mano en su saco para sacar una capa de piel que había guardado junto con sus cosas. Doblada debajo del animal le ofrecería al menos un poco de protección contra el calor. Y agua... Ambos debían beber, antes de que se evaporara la provisión que llevaba. Descolgó rápidamente el odre que colgaba de su hombro. No había traído ningún recipiente, pero consiguió verter en la boca de Grimya la suficiente cantidad como para saciar en gran parte su sed. Cuando ella hubo bebido, se llevó el odre a sus labios... Entonces se detuvo, cuando, con repentina e intensa claridad, se dio cuenta de que había estado a punto de cometer un sacrilegio.
Había llegado a un momento decisivo de su vida. Aquél era el momento para el que se había estado preparando durante mucho tiempo, en el que las diferentes tramas de toda su vida se entremezclaban al fin para formar una única hebra. Su juventud en Vesinum; su desarrollo hasta llegar a la edad adulta y el descubrimiento de que tenía vocación; su matrimonio y la breve y dulce satisfacción que le había ofrecido éste; la espantosa muerte de su esposa; la inexorable ascensión del Charchad... Todos aquellos acontecimientos tan dispares lo habían ido conduciendo a aquel lugar y a aquella oportunidad.
Pensó en Índigo, encadenada a un yugo que él, en el interminable tormento de sus últimos años, comprendía perfectamente, y dispuesta a pagar cualquier precio por liberarse de aquella tortura. ¿Podía él hacer menos de lo que había hecho ella? Jasker no necesitaba contestar a su propia pregunta, ya que en aquel instante de revelación creyó ver el propósito para el que la excelsa mano de Ranaya había unido la maraña de sus destinos.
Señora de las Llamas, Madre del Magma, Hermana del Ardiente Sol. Beber ahora sería fallarle, ya que significaría menospreciar el elemento al que estaba dedicada toda su existencia. Debía confiar en Su poder y en Su energía, ya que si aún quedaba esperanza, Ella la tomaría, la moldearía y le insuflaría vida.
Los dorados ojos de Grimya brillaron por la sorpresa que le produjo ver a Jasker echar la cabeza atrás y lanzar una carcajada, un violento repiqueteo de júbilo que las ardientes ráfagas de aire arrebataron y lanzaron a lo alto del pozo de la gran fumarola, para que resonara a través de sus bóvedas. La mano del hechicero se cerró sobre el odre y lo arrojó a las profundidades. Observó con atención cómo caía girando sobre sí mismo, una partícula insignificante en el estremecido aire, describiendo una espiral mientras descendía muy despacio, chisporroteando a medida que el agua se convertía en vapor, en átomos, en nada, al aceptar la diosa de los volcanes la ofrenda y transformarla en fuego.
Jasker rió de nuevo, y Grimya vio cómo un tembloroso haz de luz surgía de él para flotar sobre el gigantesco pozo. La luz estalló y adoptó la forma de una reluciente salamandra, que escupió llamas escarlata y lanzó un desafío sobrenatural en dirección a la sencilla y resonante bóveda. Una segunda criatura hizo entonces su aparición a su lado, y luego una tercera; resplandecían a la vibrante luz de la fumarola. Una cuerda de fuego de un color azul blanquecino apareció en las manos del hechicero; la sostuvo bien tensada, las palmas ardiendo a su contacto, luego se volvió hacia la aterrorizada loba que permanecía junto a él.
—Grimya. —La voz de Jasker estaba anormalmente tranquila, pero el animal percibió la soterrada nota de locura que se abría paso tras aquella fachada. Los ojos del hechicero parecían mirar, agraves de ella, a otro mundo—. Tienes que encontrar a Índigo otra vez, y unir tu mente a la suya. Debes convertirte en el medio a través del cual yo pueda canalizar mi poder, y entre los dos debemos traspasarle ese poder a ella. ¿Comprendes?
Un prolongado escalofrío sacudió el cuerpo de la loba.
—Com... prendo —susurró con voz ronca.
—Ayúdame, Grimya. Cuando la energía empiece a crecer quizá no pueda controlarla. No me falles, pequeña, ¡encuentra a Índigo rápido y reza para que pueda oírte!
La cuerda que sujetaba entre las manos llameó lívida cuando se volvió de nuevo de cara a la fumarola, y las salamandras que danzaban en el aire sobre sus cabezas lanzaron un salvaje grito. Grimya cerró los ojos, con las orejas pegadas a la cabeza y el cuerpo convulsionado. Mientras jadeaba con una mezcla de dolor y temor, luchó por dirigir su mente hacia Índigo. Su conciencia huyó del pozo, voló por los túneles y sobre las rocas y laderas de la Vieja Maia, buscando, registrando; y, de repente, sintió la temblorosa oleada de otra conciencia lejana que centelleaba por un instante en su camino. Se puso en tensión, concentrándose con más fuerza, y la sensación le llegó de nuevo; esta vez más fuerte, pero distorsionada, como si hubiera perdido la capacidad de concentrarse.
«¡Índigo!»
Su silenciosa proyección mental se mezcló en su cabeza con el ronco canturreo que emanaba ahora de la garganta de Jasker al iniciar éste su conjuro. Una luz ardiente centelleó contra los párpados de Grimya y, poco a poco, el canturreo empezó a transformarse en palabras de sílabas vibrantes y arrastradas.
«¡Indigo!», gritó mentalmente Grimya. «¡Escúchame! ¡Escúchame!»
De las profundidades, un penetrante y lejano tronar respondió a la insistente salmodia de Jasker. Las salamandras empezaron a entonar un contrapunto, en una octava tan alta que incluso Grimya apenas podía oírla. Llena de frenesí, la loba se esforzó por captar y mantener la esquiva conexión con la conciencia de Índigo, que se agitaba trémula fuera de su alcance.
«¡Índigo!»
Lanzó toda la energía que su mente pudo reunir en la llamada, mientras su cuerpo se estremecía por la tensión del esfuerzo. De repente, una pared pareció derrumbarse ante ella, y un poderoso torrente de temor, rabia y desesperación se estrelló contra su conciencia desde el exterior y convirtió sus pensamientos en un caos.
En el corazón de la Vieja Maia el trueno gritó con un vozarrón siniestro. Jasker permanecía con los brazos levantados, el cuerpo envuelto en un resplandor azul blanquecino procedente de la cuerda de fuego que seguía brillando en sus manos. A sus pies, la luz naranja empezaba a adquirir un profundo y violento tono carmesí. La temperatura se elevaba y el viento soplaba en violentas ráfagas por el pozo y rugía por entre las brillantes vetas de mineral, ahogando la letanía del hechicero, mientras que las antiguas fuerzas de Ranaya empezaban a encresparse en su interior.
Y Grimya, sin darse cuenta, su mente encadenada y perdida en la de Índigo, aulló a través de la distancia que las separaba al ver, en aquel momento, adonde había ido a parar su amiga y aquello a lo que se enfrentaba.
«¡Es demasiado tarde!»
Cuando llegaron al final del desfiladero. Índigo no pudo hacer otra cosa que mirar fijamente con embotada estupefacción las enormes puertas que impedían seguir adelante. La fila de prisioneros se detuvo tambaleante, pero ella instintivamente intentó seguir adelante, sus reflejos paralizados a todo lo que no fuera la indiscutida aceptación de lo que parecía una caminata interminable; un capataz se dio cuenta de ello cuando las cadenas que sujetaban sus tobillos se tensaron, gritó una furiosa orden para que se detuviera y la correa de un látigo restalló contra su pecho indefenso. Pero la muchacha no sintió el dolor, se limitó a parpadear como un animal que saliera poco a poco de un estado de hibernación y volvió a ocupar su lugar en la fila.
¿Cuánto tiempo habían estado arrastrando los pies hasta llegar a aquel punto? Su sentido del tiempo estaba destrozado; podrían haber transcurrido minutos u horas desde aquella última visión del rostro triunfante de Quinas a la luz de la antorcha. El recuerdo de todo lo que había visto y oído desde entonces no era más que un revoltijo de imágenes fortuitas en su cabeza. Recordaba un camino ancho cuya superficie parecía estar cubierta de cenizas que los pies de los prisioneros levantaban convirtiéndolas en sucias nubes de polvo a cada paso que daban; y había visto una turbulencia resbaladiza y oleosa que, estaba segura, debía de ser el río, ya que corría paralelo al sendero. Luego se había producido un sonido terrible y atronador, que cada vez era más fuerte y la aturdía; finalmente, se transformó en el rugido de los hornos de fundición, cerca de los cuales discurría la carretera. Había sentido el calor de sus imponentes fuegos y había visto las nubes de vapor que se alzaban de los pozos de enfriamiento para espesar y saturar la oscuridad. Había hombres moviéndose entre toda aquella confusión abrasadora y llena de humos y vapores, diminutas figuras empequeñecidas por su entorno; los que vieron pasar a aquellas criaturas condenadas desviaron la mirada rápidamente.
Luego, mientras los hornos quedaban atrás, el valle había empezado a estrecharse hasta que no hubo más edificios, ni más máquinas, ni más hombres. El camino de cenizas desapareció e iniciaron una penosa caminata por un empinado desfiladero que ascendía hacia las montañas circundantes por entre dos elevadas cumbres. Ahora, la única luz era el frío resplandor verdoso que iluminaba el cielo sobre sus cabezas, creando anormales sombras cambiantes sobre las piedras. La imprecación lanzada por un capataz para apresurar a los prisioneros resonó extrañamente e hizo que Índigo pensara por un momento que otras voces les gritaban desde los riscos. Entonces, algo enorme, oscuro y anguloso surgió de la noche delante de ellos, y llegaron al final de su camino.
Las puertas, de unos diez metros de altura, sujetas a gigantescas bisagras clavadas en la roca cerraban el desfiladero. No hacía más de cuatro años que habían sido colocadas, pero su superficie de hierro estaba ya ennegrecida y podrida, el metal corroído por el corrompido aire. La barra que las mantenía cerradas prácticamente hubiera soportado cualquier tipo de ataque proveniente del otro lado. Cuando los capataces avanzaron para sacar, con grandes esfuerzos, la barra de sus soportes, la mente lastimada de Índigo comprendió por primera vez lo que debía ocultarse allí detrás.
Volvió la cabeza muy despacio —con un gran esfuerzo era capaz de ejercer un muy limitado control sobre sus músculos— y miró al prisionero que estaba a su lado. Este contemplaba las puertas con lo que parecía una mezcla de reverente temor y resignación; la boca le colgaba entreabierta y un lento hilillo de saliva le resbalaba por la barbilla sin que él pareciera darse cuenta. Delante de él, otro hombre también observaba aquella entrada; el resto concentraba su atención con
fijeza en el suelo. Nadie se movía, nadie dejó escapar la menor señal de temor o protesta.
Un fuerte estrépito metálico, que resonó ensordecedor entre los riscos, anunció el sonido de la barra al caer. Mientras el eco se desvanecía y regresaba el silencio, las puertas chirriaron amenazadoras, e Índigo sintió un escalofrío en la base de la espalda. No estaba asustada —la droga la había vuelto incapaz de sentir nada parecido—, pero, por un instante tan sólo, la inquietud se había agitado en su interior como un gusanillo.
Se escuchó un sonoro ruido metálico. El eco retumbó con menos fuerza, ahora, pero aún con la suficiente como para sobresaltarla, y las puertas empezaron a abrirse hacia ellos. Una delgada línea vertical de un violento fulgor verde hizo su aparición y se ensanchó rápidamente, hasta que la joven se vio obligada a desviar la vista; entonces sintió un tirón en las argollas y escuchó el crujir de las piedras bajo el peso de los pies cuando los cautivos empezaron a avanzar hacia la entrada del siniestro valle situado al otro lado.
—¡Tú no!
Una mano se cerró sobre su antebrazo y tiró de ella hacia atrás cuando, demasiado atontada para razonar o discutir. Índigo iba a seguir a sus compañeros de cautiverio. Sin comprender, clavó la mirada en el rostro de uno de los guardas, que se había interpuesto entre ella y los demás. El hombre sonreía, y ella no entendió nada.
—Ansiosa, ¿eh?
Otro de los vigilantes fue hacia ella, soltando unos gruesos cortadores que colgaban de su cinturón.
—Ya le tocará el turno. Pero no con este miserable grupo de gusanos.
El primero de los capataces jugueteó con su amuleto de Charchad, luego hizo un ademán impaciente.
—Acabemos deprisa con éstos; no quiero dejar la puerta abierta más tiempo del necesario.
Su compañero se agachó, y el metal soltó un chasquido cuando cortó las cadenas que la sujetaban a los otros cautivos. La empujaron a un lado con malos modos. La muchacha perdió el equilibrio y se arañó el codo al caer al suelo. Mientras intentaba sentarse, aturdida, vio cómo los capataces conducían a la hilera de hombres hacia el brillante espacio situado entre las dos puertas. Un resplandor frío cayó sobre ellos y los rodeó con una aureola de intensa luz verde; uno —el hombre que había tenido delante en la fila— vaciló por un momento y miró hacia atrás. A la muchacha le fue imposible decidir si su expresión era de lástima o de súplica. Luego, el desfiladero volvió a resonar al cerrarse las puertas detrás del último de los hombres, y éstos desaparecieron.
Los ecos se apagaron y, de repente, la noche pareció inquietantemente silenciosa. Las montañas habían amortiguado el bullicio de las minas convirtiéndolo en apenas un débil murmullo nebuloso en la distancia, y el desfiladero estaba en silencio. Índigo no intentó incorporarse, sencillamente permaneció sentada donde había caído, con los ojos fijos en los capataces que en aquellos momentos regresaban de la entrada.
Sólo eran tres. No había registrado este dato antes, pero ahora, mientras la información se filtraba en su mente, se preguntó por qué los prisioneros habían aceptado su destino tan estoicamente. Si hubieran decidido luchar, sus guardianes se habrían visto totalmente sobrepasados en número; sin embargo, no habían protestado en absoluto. Se habían limitado a penetrar en el valle de Charchad como ovejas ignorantes camino del matadero. ¿Qué les sucedería ahora?, se preguntó. ¿Morirían, rápida y brutalmente, antes de que la enfermedad del valle se deslizara al interior de sus cuerpos? ¿O vagarían por aquel verdoso mundo de pesadilla hasta que la carne se les pudriera en los huesos y se convirtieran en lo que Chrysiva había sido, antes de que la saeta de una ballesta pusiera fin a su sufrimiento?
Al pensar en Chrysiva, la boca de Índigo se crispó en una mueca. No pudo evitar aquel movimiento reflejo, ni la peculiar sensación que le siguió al momento y la empujó a querer hablar. Pero las palabras que buscaba la eludieron. Bastante antes, antes de que los acólitos de Charchad la obligaran a beber su repugnante brebaje, sabía que había recibido una espantosa revelación con respecto a los acontecimientos que la habían conducido a su actual situación, pero ahora no podía recuperar su capacidad de razonamiento lo suficiente para recordarla. Sentía miedo, sí; pero carecía de sentido, como si perteneciera a alguna otra persona y ella lo experimentara indirectamente, ¿Era miedo a la muerte? Eso pensaba, pero no podía recordar por qué la muerte resultaba tan importante.
Unas botas arañaron la roca, y el débil sonido hizo que Índigo se diera cuenta de que había estado a punto de caer en un letárgico trance. Sus ojos volvieron a aclararse, y vio a uno de los capataces de pie junto a ella. Sus compañeros se apoyaron contra la pared del risco, contemplando la escena con
hastiado interés.
—Bien, bien. —La puntera de metal de una bota la golpeó en la rodilla; Índigo hizo una mueca, pero fue una reacción lenta—. Todavía en el limbo, ¿eh? —Introdujo la mano en su camisa y la cerró alrededor de algo que llevaba guardado en un bolsillo interior. La muchacha no pudo ver lo que era.
—¿Una última petición antes de que nos abandones?
Uno de los hombres lanzó una carcajada que parecía un bufido.
—Es bastante joven y bonita —gritó—. ¡Te apuesto a que sé qué le gustaría antes de irse!
Una mirada especulativa brilló por un momento en los ojos del capataz. Miró a Índigo de arriba abajo y sus ojos descansaron por algunos instantes en sus pechos y bajo vientre. Luego sacudió la cabeza.
—No merece la pena. Todos nosotros tenemos esposas en casa que saben cómo complacernos y cómo resultar agradables. Ésta no lo haría, ¿y dónde está el placer en eso? Además, es una extranjera. Nunca se sabe lo que puedes pescar con un extranjero. No: seguiremos las órdenes de Quinas y la dejaremos así. —Sopesó en su mano cerrada el pequeño objeto que había sacado del bolsillo, luego añadió—: ¿Sabéis?, casi me da pena.
—¿Pena? —Otro de los hombres se apartó perezosamente de la pared rocosa y avanzó despacio hacia ellos—. ¿Por recibir la bendición de Charchad?
—Tal y como he dicho, es una forastera. Intenta mostrar a uno de fuera la Luz y no la verá; ya lo sabemos. —Se encogió de hombros—. Parece una pérdida de tiempo, eso es todo.
Su compañero había llegado ahora a su lado, y se inclinó para escupir a pocos centímetros de Índigo.
—Te estás volviendo viejo y blando, Piaro. La herejía debe castigarse, ¿recuerdas? Eso es lo que nos dice Charchad. —Posó una mano en el brazo del hombre. Era un gesto de camaradería, pero llevaba implícita una inquietante insinuación—. Por tu bien, y por el de tu familia, no lo olvides jamás.
—No pienso hacerlo. —Entonces Piaro se sacudió algún pensamiento privado—. Los otros deben de haber sido conducidos abajo ya. Acabemos con esto, y todos podremos regresar a Vesinum en la carreta de la mañana y dormir un poco. —Se agachó y, al abrir la mano. Índigo vio que sostenía un pequeño frasco de metal. El tapón saltó con un sonido sordo y desagradable, y Piaro hizo un gesto a su compañero.
—Puede que tengas que sujetarle la barbilla mientras se lo traga. No dejes que se derrame; es el único que tenemos.
Esperaban que ella luchara, pero no lo hizo, ya que se sentía terriblemente sedienta y no veía razón para rehusar un trago si se le ofrecía. Se sintió decepcionada cuando, en lugar de agua, sintió un sabor muy dulce y empalagoso; pero era mejor que nada y lo tragó con avidez.
—¿Qué es lo que hará esto? —preguntó el compañero de Piaro.
—Es un antídoto para la primera droga que le dimos, eso es todo lo que se me dijo. —Se enderezó y guardó el frasco—. Quinas quiere que tenga la cabeza muy clara cuando entre.
—¿Por qué?
—¿Cómo quieres que lo sepa? Quizá sea una última lección. —Tenía las manos sudorosas; se las secó sobre los muslos y luego se inclinó para tomar uno de los brazos de Índigo—. Vamos. No tiene ningún sentido que perdamos el tiempo aquí innecesariamente, y el otro lado estará esperando.
El mundo se tambaleó cuando tiraron de Índigo para ponerla en pie, y ésta pensó aturdida: ¿un antídoto? Los dos hombres la arrastraban tan deprisa que apenas podía avanzar con un cierto ritmo. Las puertas se alzaron ante ella, y el tercer hombre se acercó para asir el enorme tirador. Vio la luz. Verdosa y horrible, con un fulgor tan lívido que lanzó una exclamación ahogada e intentó sacudir la cabeza en señal de protesta. La impelían hacia ella, y su cuerpo empezaba a estremecerse a causa de los calambres que sentía al recuperar la sensibilidad.
Una voz se incrustó en su cerebro. Era Piaro, que decía:
—Me gustaría saber qué se ha hecho del perro.
—¿Qué... perro?
Su compañero jadeaba por el esfuerzo. Paralizada por los calambres. Índigo se había convertido en un peso muerto.
—Me dijeron que iba con un perro. Allá, en Vesinum.
«¿Perro?», pensó Índigo. Y algo surgió de su confusa memoria para apoderarse de ella...
El hombre lanzó un gruñido.
—No durará mucho por aquí. Carne fresca, eso es lo que será, para algún bastardo con suerte.
«Grimya... »
El segundo capataz lanzó una imprecación cuando la parálisis de Índigo desapareció de repente y la muchacha empezó a retorcerse en manos de sus enemigos.
—¡Por la Luz, esta zorra empieza a espabilarse! Sujétala bien, Piaro; intenta escapar... —y lanzó un nuevo juramento cuando ella volvió la cabeza e intentó morderlo. Fue un vano esfuerzo, pues sus dientes se cerraron en el vacío; un segundo más tarde una mano se estrelló contra su rostro y la muchacha se apaciguó.
—Déjalo ya —dijo Piaro con aspereza cuando el otro hizo intención de golpearla de nuevo—. ¡Limítate a pasarla al otro lado, y cerremos esas malditas puertas!
Índigo hizo un último esfuerzo por resistirse, mientras el antídoto, que actuaba con rapidez, recorría todo su cuerpo, pero fue demasiado tarde y resultó muy mal coordinado. Una barrera de luz abrasadora le dio de lleno mientras las puertas se hacían a un lado y se elevó por encima de su cabeza. Entonces la empujaron hacia adelante y sintió cómo caía y rodaba por una abrupta pendiente, mientras un inarticulado grito de protesta le arrebataba el aire de los pulmones, al tiempo que las puertas del valle de Charchad se cerraban con un estremecedor sonido a su espalda.
Durante un tiempo —no pudo saber cuánto, y cuando intentó contar los segundos que pasaban, su capacidad de concentración se vino abajo en una total confusión—. Índigo permaneció totalmente inmóvil. Los calambres habían dado paso a un hormigueo que recorrió todos sus miembros; el instinto le dijo que el control regresaba con rapidez a su cuerpo, pero no se atrevió a comprobarlo. Y a la vez que los efectos de la droga eran eliminados de músculos y nervios, también su mente se aclaraba, y junto con ella la memoria.
Por un momento se vio consumida por un violento ataque de rabia contra sí misma por la ciega estupidez que la había conducido hasta allí. Pero la sensación desapareció cuando comprendió que nada conseguiría con recriminaciones, y después del enojo vino una extraordinaria sensación de calma. Lo hecho, hecho estaba: el sonido de las puertas al cerrarse tras ella había sido la confirmación definitiva de la inutilidad de los lamentos. Ahora tenía una elección muy clara. Podía abandonar toda esperanza, o podía enfrentarse a lo que tenía ante ella y, mientras le quedara vida y energía, luchar contra ello con todo el poder que poseía.
Índigo no sabía si tendría el valor de poner en práctica las valerosas palabras que predicaba; pero intentó consolarse con el pensamiento de que si su resolución fallaba —como temía que sucedería— ello no afectaría en lo más mínimo su destino. Nada tenía que perder ahora. Quinas había jugado su última carta.
Si tan sólo hubiera podido establecer contacto con Grimya...
No. No podía ni considerarlo. En el valle de Charchad estaba fuera del alcance de Grimya o de Jasker; y aun en el supuesto de que consiguieran llegar hasta ella, no podrían hacer nada para ayudarla, y no quería ser la causa de la muerte de sus amigos, además de la suya propia. Ahora estaba sola. Y sólo había una dirección en la que pudiera ir.
Índigo levantó la cabeza del desigual suelo, y abrió los ojos para contemplar el valle de Charchad.
Estaba mejor preparada de lo que lo había estado la primera vez, pero de todos modos nada podía atenuar la oleada de sorpresa y de nauseabundo horror que la dominó cuando la enorme e incandescente vista apareció ante ella. Desde el risco, el primer lugar desde donde lo había divisado, el valle la había espantado; pero aquello... Le pareció como si su caja torácica se estrechara en su interior, amenazando con aplastarle el corazón mientras sus ojos se clavaban en lo más profundo del enorme pozo. Monstruosas oleadas de luz surgían palpitantes de las profundidades para abrasar las laderas del valle y empaparla en un fuego verde. La piel le escocía, como si se bañara en una solución de algún extraño ácido bastante diluido; las lágrimas fluían a raudales de sus ojos, y mientras contemplaba impotente la ladera situada al otro extremo —donde las sombras se movían y cambiaban, dibujando horrendas formas—, se dio cuenta de lo totalmente insignificante que era en aquel lugar: una partícula diminuta y perdida en un titánico decorado.
Repentinamente el mundo pareció perder todo realismo, y la atenazó una sensación de náusea. La escala era demasiado enorme, el poder demasiado grande: no podría enfrentarse a él, no podría...
Un sonido aislado, muy cercano, hizo su aparición en el rugido remoto y caótico de Charchad, y se abrió paso por entre el pánico que amenazaba con aplastar su decisión por completo. El cuerpo de Índigo se convulsionó con espasmos y se puso a gatas apresuradamente, agazapándose como un animal inquieto mientras sus ojos llorosos intentaban ver con claridad.
Unas figuras borrosas, deformadas por la luz, se movían por la ladera más abajo de donde estaba ella. Por un instante pensó que debían de ser los hombres a los que se había obligado a atravesar las puertas del valle de Charchad, vagando sin rumbo bajo el mortífero resplandor. Pero cuando parpadeó para eliminar las lágrimas de sus ojos y su visión se aclaró un poco, momentáneamente, comprendió que estaba equivocada. Eran sólo dos figuras, y desde luego sus movimientos no eran los de alguien que vaga sin rumbo mientras ascendían la ladera hacia ella. La razón intentó negarlo, pero el instinto le dijo a Índigo que ella era su objetivo.
El otro lado estará esperando. Sintió un nudo en el estómago. No podía haber la menor duda ahora: aquellos seres, fueran lo que fuesen, venían a por ella. Empezó a temblar, y un terrible impulso de ponerse en pie y echar a correr pasó por su mente como una exhalación; luego se desvaneció. ¿Correr? ¿Hacia dónde? ¿De regreso a las puertas de hierro, para golpearlas con los puños y pedir que las abrieran? No. Debía enfrentarse a aquello que surgía del infierno para reclamarla. No había ningún otro lugar al que ir.
Un nuevo torrente de luz surgió del torbellino que hervía allá abajo, y un enorme y distorsionado haz luminoso se deslizó sobre las laderas del valle, envolviendo a las figuras que se acercaban en un repugnante arco iris de colores, de modo que Índigo pudo verlos con toda claridad por primera vez.
Los centinelas del risco podían haber sido seres humanos en alguna ocasión: aquellas pesadillas ambulantes no lo habían sido jamás. Aunque su apariencia era una parodia de la forma humana, los planos y los ángulos de sus cuerpos estaban horriblemente desproporcionados, como si debieran su existencia a algún mundo repulsivo diferente de éste del que habían surgido deformes e incompletos. aquellos no eran servidores terrenales de Charchad. Eran las sombras diabólicas que había tras el demonio mortal, la primera progenie del monstruo que se había comprometido a destruir, ¡los auténticos hijos de Aszareel!
Cinco pasos más, seis, siete... Índigo los contó como una criatura que repitiera en silencio la lección, hasta que, sólo a un paso de ella, aquellos seres se detuvieron. Unos ojos blancos, carentes de párpados, se clavaron en los suyos; y cuando se inclinaron para tomar la cadena que pendía de sus muñecas, no protestó, sino que se puso en pie despacio, desviando la mirada de sus rostros distorsionados para contemplar con calma el paisaje de locura que se abría ante ella. Había aceptado lo inevitable, y la aceptación poseía su propio poder narcótico.
Los demonios no hablaron. Quizá, pensó Índigo utilizando una fracción de su mente, carecían de voz. El metal tintineó, sintió un ligero tirón en la cadena y, con la serenidad irreal del sonámbulo, se colocó entre los centinelas e inició la marcha por el largo y empinado sendero que descendía al valle de Charchad.
—¡Grimya! ¡Grimya, abre los ojos! —La voz de Jasker se alzó por encima del creciente tronar de la fumarola, y sacudió la figura inmóvil y acurrucada de la loba—. ¡Vuelve!
Grimya gimió como un cachorro asustado, pero no dio otra respuesta. Jasker dudó incluso de que pudiera oírlo, ya que su mente estaba absorta en el horror que veía en la mente de Índigo. Tenía que romper aquel trance, el animal era el único vínculo, el único.
—¡Grimya! —Aguijoneado por un acceso de frustración y miedo, la voz del hechicero se elevó en un rugido que resonó estridente por todo el pozo—. ¡En el nombre de Ranaya, te lo ordeno, mírame!
Un gran estremecimiento recorrió el cuerpo de la loba, y sus ojos dorados se abrieron de golpe. Por un instante su mirada se fundió con la del hombre, y una imagen demencial y distorsionada cruzó por la mente de él. Un cegador resplandor verde, horribles formas que no pertenecían a este mundo, una pendiente traicionera que se hundía en el infierno... Una décima de segundo antes de que la imagen se desvaneciera, Jasker supo que veía el valle de Charchad a través de los ojos de Índigo.
El sentimiento de frustración se redobló, y sintió un incontenible deseo de gritar. La desesperación de Grimya había intensificado su poder telepático hasta el punto de romper, por un momento, el bloqueo de su mente, permitiendo que su visión se fundiera con la de ella. Pero ese instante había resultado fugaz e incompleto. Debía retomarlo.
Jasker miró frenético por encima del hombro hacia la fumarola. Vio que la luz se había intensificado hasta adoptar un tono rojo sangre, y palpitaba ahora con el ritmo de un enorme y lento corazón. La Vieja Maia estaba viva: empezaba a despertarse de su sueño, despacio, con firmeza, inexorable; y esperaba. Pero su paciencia se agotaba.
Se asió al pelaje de la loba; su rostro, empapado en sudor, estaba distorsionado por una furiosa energía.
—¡Grimya, escúchame! ¡Debes mantener la puerta de acceso abierta en tu mente! ¡Úneme a Índigo, déjame ir hasta ella de nuevo!
Un grito terrible surgió de la garganta del animal; no era ni un aullido ni un gañido, pero poseía un poco de ambos.
—¡Nnno... pu... edo!
—¡Tienes que hacerlo! ¡Inténtalo!
La abrazó, pero en su confusión y angustia la loba se debatió para liberarse de él, y lo arrojó a un lado. No servía de nada: no podía razonar con ella, pero tampoco podía contener aquella fuerza ahora; se había celebrado la invocación y nada podía revocarla. ¡Con Grimya o sin ella, debía retomar el contacto!
Jasker se volvió y gateó sobre la repisa hasta regresar al borde del pozo. El ardiente aire rasgó sus pulmones mientras gritaba enloquecido en dirección a la vasta bóveda.
—¡Madre del Fuego, ayudadme y prestadme Vuestro poder! —La desesperación hizo que su voz se quebrara; el eco le devolvió el grito y las salamandras chillaron.
Y en lo más profundo de la tierra, la Vieja Maia lanzó un titánico suspiro.
De la fumarola surgió una potente ráfaga de aire que los sacudió con la misma fuerza que si una pared se hubiera desplomado sobre ellos. Jasker fue alzado del suelo como si se tratara de una hoja seca y se sintió arrojado hacia atrás. Vio cómo Grimya iba a estrellarse, entre gañidos, contra los cascotes de la entrada del túnel. Luego la ráfaga pasó, dejándolo tumbado en el suelo boca abajo, con los pulmones sin aire y los ecos de la sacudida resonando en sus oídos.
¡Ranaya lo había escuchado, y le había respondido! Su piel chamuscada se arrugó y agrietó al arrodillarse, pero el dolor no significaba nada. La Diosa había hablado. Alzó la cabeza despacio, y se dio cuenta de que el espectro a través del cual contemplaba el mundo había quedado alterado. Rojo, naranja, amarillo; Grimya, que ahora había conseguido por fin incorporarse y sacudía la cabeza aturdida, era una sombra rojiza con ojos como tizones. La repisa había adoptado el sombrío y llameante tono de la lava fundida. Y él... giró las palmas de las manos hacia arriba, tembloroso, los ojos fijos en su incandescente contorno, viendo a través de ellas las doradas venas que palpitaban bajo la carne, bombeando fuego a todo su cuerpo...
El poder estaba en su interior. Podía sentir cómo germinaba, cómo invadía su ser, y sintió deseos de gritar, reír y llorar. Aquello era lo que había deseado y a la vez temido conseguir, y fue el miedo lo que lo hizo fracasar tantas veces en el pasado. Pero, ahora, el término fracaso no existía para él. El poder era suyo y sabía cómo usarlo.
Se levantó, y sus ojos tenían una expresión ardiente, orgullosa y vengativa cuando se volvió para mirar a la agazapada loba.
—Grimya —la voz de Jasker tembló mientras su cuerpo intentaba a duras penas controlar las fuerzas desencadenadas en su interior—. ¿Me ayudarás en lo que debo hacer?
Ella le devolvió la mirada. El corazón le palpitaba con fuerza todavía, debido a la conmoción ocasionada por la poderosa y enfática declaración de la Vieja Maia, pero el poder que había paralizado su mente se había deshecho.
El hombre ya no era un hombre. La figura de Jasker estaba rodeada por una reluciente aureola dorada, y aunque en el interior de su estructura el cuerpo y el rostro permanecían inmutables, la loba percibió los caóticos movimientos de algo gigantesco e inmortal, una energía que resplandecía y corría por la esencia misma del hechicero. ¡Demonio!, aulló su mente. Pero Grimya sabía cómo eran los demonios, y echó a un lado el aviso en el mismo instante en que penetró en su mente. No era un demonio. No era pariente de Némesis, no era algo maligno. No podía darle un nombre, y su instinto no era suficiente para permitirle comprender, pero sabía en lo que Jasker se había convertido. Y sintió cómo la veneración y la piedad brotaban en su interior como una oleada de tranquilidad.
—Jas-ker... —Pronunció su nombre con voz ronca, aunque no pudo por menos que preguntarse si significaría algo para él ahora. Ignorando el calor abrasador que desprendía la piedra y que chamuscaba el suave pelaje de su vientre, se arrastró hacia él. Tenía las orejas echadas hacia atrás, indicando su incertidumbre, pero la cola se agitó en una convulsiva e involuntaria expresión de esperanza—. Sal... sálvala. Salva a Índigo. Pu... edo ayudarte. Puedo. ¡Y lo haré!
—Criatura. —Le sonrió, y el cuerpo de Grimya empezó a temblar de forma incontrolada—. Ranaya te bendecirá por lo que harás esta noche. —E, inclinándose, posó una mano sobre la cabeza de la loba.
La Vieja Maia, la primera de las hijas de Ranaya, lanzó un suspiro. Y mientras su magnífica y suave exhalación hacía que la maraña de minerales de la bóveda empezara a zumbar y canturrear como un coro fantasmal, Jasker se volvió hacia la fumarola, los brazos alzados y relucientes en su halo de resplandor sobrenatural. Aunque Grimya no podía ver su rostro, su expresión era de éxtasis, de triunfo. Las profundas señales de amargura, odio y privaciones se desvanecieron poco a poco cuando, con ojos repentinamente anegados por las lágrimas, levantó la mirada hacia la parte superior del pozo en dirección al invisible cielo nocturno.
Ranaya, la Madre del Fuego, se agitó en la esencia misma de Jasker cuando éste empezó a hablar.
Las antorchas periféricas empezaban a ser apagadas. Faltaban menos de dos horas para el amanecer, y mientras las potentes sirenas resonaban en la noche anunciando el final del turno de trabajo, las antorchas exteriores empezaron a ser bajadas de sus caballetes para ser apagadas. En los pozos de las minas, los hombres dejaban sus herramientas y apartaban la mirada de las vetas de mineral con silencioso agradecimiento. Aquellos que se demoraran, o que tuvieran que recorrer las galerías y túneles más profundos para alcanzar el mundo exterior, tendrían que salvar las abruptas laderas hasta llegar a los senderos cubiertos de cenizas y al punto de reunión en total oscuridad, se arriesgaban a que un tobillo torcido los obligara a guardar cama y redujera sus ingresos a cero durante los días siguientes.
Quinas debía regresar a Vesinum en la carreta de la mañana. No era un medio muy decoroso de transporte para un capataz de su categoría, pero hacer venir un vehículo privado hubiera llevado su tiempo, y sus compañeros estaban ansiosos por ponerlo bajo el cuidado de un buen médico lo antes posible. Le habían instado para que intentara dormir, pero se había negado a hacerles caso, insistiendo con ferocidad en que pensaba esperar el informe de Piaro. Aquél había regresado, por fin, y confirmado que todo había salido según el plan. Ahora, Quinas estaba instalado, como mejor pudieron, en la cabaña del marcador, y no haría falta despertarlo hasta que la carreta estuviera ante las puertas de la mina.
Simein, un fiel devoto de Charchad y miembro de la camarilla de más confianza de Quinas, había decidido ocuparse personalmente de que nada molestara a su amigo y mentor durante las pocas horas que faltaban para la partida de la carreta. Permanecía a pocos pasos de la puerta de la cabaña, observando cómo se apagaban las primeras antorchas y jugueteando con el mango del látigo, que colgaba, enrollado, de su cinto. En su pecho, el amuleto de Charchad pendía de su delgada cadena y brillaba como un diminuto ojo sin cuerpo, más resplandeciente ahora que las luces de la mina se apagaban; el habitual destello de la piedra sagrada arrojaba peculiares sombras angulosas sobre las facciones del rostro de Simein y resaltaba su piel picada y escamada, que era el primer estigma de su
iluminación.
Las minas permanecían anormalmente silenciosas. A lo lejos, los hornos de fundición rugían, pero el estrépito más inmediato de las excavadoras y los martillos y del rodar de las vagonetas de mineral parecía apagado, como si la noche lo hubiera envuelto en un enorme y sofocante chal. La luna se había puesto; los únicos haces de luz que destacaban eran los arrojados por las antorchas que permanecían aún en sus elevados postes. Y, aunque no podía decir por qué, Simein se sentía intranquilo.
Levantó la mirada, más allá del grupo de edificios, sobre las pilas de escombros extraídos de las montañas y dejados allí para que se pudrieran bajo el sol abrasador, hasta donde la más alta de las cimas dominaba en silencio sobre la escena. Por un breve instante le pareció ver un resplandor sobre aquella amenazadora montaña, pero después de mirar con atención durante algunos segundos, sus ojos no descubrieron nada y volvió la cabeza de nuevo. Un reflejo de las antorchas; sólo eso. Tenía cosas mejores que hacer que perder el tiempo en tonterías.
En las montañas, donde los hombres habían excavado, a través de infinitas toneladas de roca, una galería de techo muy alto, algo habló con una voz inhumana que hizo retumbar los túneles. El último grupo de mineros que había respondido a la sirena y se dirigía al exterior y a un día o dos de libertad, se detuvo, sintiendo el temblor que sacudía los viejos pasadizos. Se intercambiaron miradas, pero nadie habló. Tales movimientos, en las profundidades rocosas, eran riesgos normales. No había nada raro en aquella nueva manifestación; eran tan sólo los familiares temblores de un gigante dormido, y los mineros dejaron de lado el incidente para concentrarse en sus hogares mientras proseguían su camino.
Fuera, brillaban chispas en la apestosa atmósfera, en la penumbra previa al amanecer. Nadie las advirtió; y nadie prestó atención al nuevo retumbo que añadió un arrítmico sonido de fondo al estruendoso latir de las minas, mientras el turno siguiente se dirigía en silencio y con expresión hosca a cumplir con su trabajo.
Una y otra vez había intentado recuperar alguna sensación de realidad, pero en el aullante torbellino del valle de Charchad, la realidad no tenía significado. Arrastrada por sus diabólicos apresadores, cegada por la impresionante radiación, azotada por vientos rugientes y monstruosos. Índigo luchó por mantener la cordura mientras aquel descenso de pesadilla se prolongaba sin fin. La razón se había desmoronado bajo el ataque de las retorcidas fuerzas que azotaban el valle; la forma y la perspectiva estaban tan desfiguradas que resultaba imposible reconocerlas, de modo que en un momento dado le parecía avanzar por un encrespado mar de cristal líquido y al siguiente flotar indefensa sobre un vacío tan enorme que sus desconcertados sentidos no podían asimilar sus dimensiones. Formas horribles se movían a su alrededor: cosas aladas que parpadeaban en los abrasadores haces de luz; inflados horrores deformes tambaleándose como espectros por el palpitante resplandor; algo enorme y traslúcido, ondulante... El crepitante ruido de las profundidades del valle se batía constantemente contra su cabeza. Mezclándose con él, se escuchaban voces humanas que aullaban de dolor y otras voces, no humanas, que lanzaban alaridos de furia, satisfacción o de total e incontrolada demencia.
Índigo sabía que sus sentidos no podrían soportar aquel bombardeo durante mucho más tiempo sin que, también ella, se volviera tan loca como los habitantes de aquel valle monstruoso. Luchaba por mantener el control de su mente, pero su dominio empezaba a aflojarse, amenazando con escapar a su control y arrojarla a un estado de disparatada demencia del que no podría regresar. Su cuerpo se había convertido en una llameante estrella de dolor, como si la radiación nacarada le corroyera la carne y la consumiera lentamente; hielo y fuego ardían juntos en sus venas, y cada vez que respiraba sentía una insoportable sensación de asfixia. El valor al que había jurado aferrarse se había hecho trizas ya: empezaba a perder la esperanza, la decisión se debilitaba...
La cadena sujeta a las argollas de sus muñecas se tensó de repente. Índigo se tambaleó y perdió el equilibrio; cayó de rodillas cuando, como adiestradores que quieren evitar que el perro siga andando, sus diabólicos guardas dieron un tirón para detenerla.
Una luz deslumbrante y lívida, más brillante y mortífera incluso que los palpitantes haces que llenaban el valle, estalló ante sus ojos. Lanzó un grito de sorpresa y terror al darse cuenta de que había caído al borde de un pozo cuyas verticales paredes se hundían en un abismo invisible y centelleante. Sintió una oleada de vértigo; sintió cómo manos inhumanas la sujetaban por los brazos y la empujaban hacia adelante; sintió cómo el suelo desaparecía bajo sus pies dando paso a la nada...
Como si el sol hubiera caído a la tierra: el corazón de Charchad, la última fortaleza, el territorio de Aszareel. Índigo gritó una incipiente protesta mientras el mundo se tambaleaba frenético y su bamboleante cuerpo se hundía en el pozo.
Chocó contra terreno sólido con un impacto que cortó de golpe su grito y la dejó sin respiración. Un olvidado y fortuito resto de lógica le hizo comprender con gran sorpresa que había caído de poca altura; no la suficiente para romperse un hueso o atontarla. Y sin embargo...
La piedra sobre la que había caído —si es que todavía era piedra, y no había sido deformada y convertida en algo inimaginable— respiraba, moviéndose debajo de ella, viva y espantosamente ajena a este mundo. Y debajo de la palpitante superficie pétrea, algo gimoteaba una obscena parodia de risa.
La roca se partió en dos. Por entre la cegadora luminosidad vio cómo el suelo del pozo se agrietaba a pocos centímetros de donde estaba ella, y se echó hacia atrás al tiempo que una enorme y espesa oscuridad brotaba de la grieta y se transformaba en una compacta columna que se elevaba por encima de su cabeza. De ella fluía un resplandor negro que tino su piel. Índigo levantó los ojos hacia allí, comprendiendo asombrada que aquello no era una simple manifestación, sino algo consciente.
La columna se estremeció súbitamente, y apareció una hendidura en su palpitante centro. La joven sintió un violento tirón en su conciencia, como si, fuera cual fuese la monstruosa inteligencia que acechaba en el interior de la columna, ésta estuviera proyectándose hacia ella, apoderándose de su mente y haciendo añicos su fuerza de voluntad. Su mirada se vio obligada a dirigirse hacia la fisura que iba ensanchándose; intentó luchar contra aquella coacción y volver la cabeza a un lado, pero la fuerza era demasiado poderosa...
Un ojo sin párpado, de iris blanco y atravesado de venas del color de la carne descompuesta, se abrió en la hendidura y la contempló. Y una voz que carecía de tono y de timbre, pero que no obstante estaba impregnada de la corrupción de la pura maldad, resonó con energía en su mente.
Índigo.
El estómago se le encogió lleno de repugnancia; se llevó una mano a la boca reprimiendo un espasmo de náusea que amenazaba con dominarla.
TE ESPERABA.
Mientras la voz hablaba sintió como si en su cabeza hubiera gusanos que se retorcieran; imágenes de inmundicia y podredumbre clamaban en su interior, y tras ellas hizo su aparición el miedo. Aquélla era la máxima monstruosidad de Charchad, en cuyas manos Némesis y su propia ceguera la habían entregado. Y aquel horror contenía la corrompida y mutada forma de lo que en una ocasión había sido un ser humano.
Su mente empezaba a desintegrarse. Lo sentía, de la misma forma que sentía cómo se deslizaban los gusanos conjurados por la voz: no se trataba de un violento resquebrajamiento y una caída en picado en la demencia, sino de una lenta pérdida de su sentido de la realidad. Desarmada, indefensa, estaba sola frente a un devorador viviente. Ningún poder del mundo podía ayudarla ahora; estaba condenada. Y frente a esta realidad, su terror perdió de repente su significado.
Índigo se puso en pie despacio, consciente de que el suelo se movía y respiraba bajo sus pies. Sus manos se crisparon como si inconscientemente sujetara y tensara una cuerda invisible entre ellas, y dirigió la mirada hacia el palpitante y anormal ojo que tenía delante.
—Aszareel.
Repugnancia, desprecio, acusación: eran como una nueva droga en sus venas, y la empujaban aún más en dirección a la locura. Agradeció aquella sensación, ya que le ofrecía una ilusión de fuerza.
La obscena voz crujió en su cerebro:
Sí, SOY ASZAREEL, Y AÚN MÁS QUE ASZAREEL. ME BUSCABAS Y ME HAS ENCONTRADO. ¿QUÉ VAS A HACER AHORA. Índigo?
Ella sonrió, sus ojos vidriosos y enloquecidos.
—He venido a matarte.
CLARO. Un sonido parecido a la risa retumbó en algún lugar bajo sus pies. ENTONCES MATAME, SI PUEDES. será INTERESANTE OBSERVAR TUS ESFUERZOS. Y CUANDO SE HAYAN AGOTADO, ME TOCARÁ EL TURNO.
No puedes morir, le había dicho el emisario de la Madre Tierra. Pero un demonio podía infligir cosas peores que la muerte... Índigo bajó la vista hasta sus manos. Bajo el negro resplandor parecían las manos de un cadáver, sombras sin sustancia.
Sombras sin sustancia. Levantó los ojos de nuevo.
—No. He venido a destruir a Aszareel, no a una falsa sombra. —Temeraria, impulsada por el delirante fatalismo que empezaba a reemplazar rápidamente toda apariencia de razón, dio un paso en dirección a la negra columna—. ¡Guarda tus disfraces para tus abyectos esbirros, demonio, y
muéstrame tu auténtica forma!
Era una locura, un desafío que no tenía la menor esperanza de llevar hasta su inevitable conclusión, pero a Índigo ya no le importaba. Si tenía que morir sin completar su misión, al menos moriría enfrentándose al demonio en toda su integridad.
El ojo centelleó con colores que no pudo identificar, y Aszareel rió de nuevo. Bajo los pies. Índigo sintió una sacudida que casi la arrojó al suelo.
¡ah! ¿así que te gustaría verme tal como soy? nadie ha tenido ese privilegio desde HACE MUCHO TIEMPO. PERO CONTIGO. Índigo, HARÉ UNA EXCEPCIÓN.
La negra columna empezó a vibrar, como si una enorme fuerza intentara abrirse paso desde su interior, y su estructura empezó a pandearse. El ojo se deformó, hinchándose hasta alcanzar el doble de tamaño que la cabeza de Índigo, y un hedor fétido inundó su olfato.
MÍRAME. El aire empezó a espesarse. mira AQUELLO A LO QUE TÚ EN TU ARROGANCIA QUIERES ENFRENTARTE. El negro resplandor se intensificaba y la terrible voz no estaba ya sólo en su cabeza, sino que reverberaba a su alrededor, resonando entre las paredes verticales del pozo.
La columna empezó a desintegrarse. Era como contemplar la fusión de un alquitrán apestoso bajo un calor abrasador: el gigantesco pilar perdió su forma, estremeciéndose; luego se derrumbó muy despacio sobre sí mismo, hirviente, burbujeante, apartándose del ojo incorpóreo que continuaba mirándola por entre el miasma. Pero ahora Índigo podía ver que había algo más detrás del ojo: una forma que se materializaba en la lóbrega oscuridad y generaba una enfermiza luminosidad propia. El perfil se reconocía como humano: no obstante, algo en sus dimensiones resultaba espantosamente fuera de lugar...
La forma se solidificó y adquirió perspectiva. Un hombre pequeño y arrugado estaba sentado con las piernas cruzadas en una charca de negros deshechos. No tenía cabello, y allí donde su carne debiera de estar cubierta de piel, escamas blancas con la fosforescente aureola de un pescado podrido brillaban y se agitaban sobre su cuerpo. Su estómago estaba obscenamente hinchado y negras venas se arrastraban por su superficie, palpitando, congestionadas por algo que no era sangre. Un ojo, colocado sobre la desigual cavidad que había dejado su nariz al descomponerse, miraba a Índigo, y en sus gelatinosas profundidades se movía una pavorosa inteligencia de otro mundo.
Y la joven pudo ver más allá de los restos descompuestos y mutados de lo que en una ocasión había sido un ser humano. Contempló una dimensión donde enormes corrientes desnaturalizadas se movían en mares gangrenosos, donde la enfermedad, la necrosis y la podredumbre se arrastraban fuera de primitivos abismos para deformar y devorar cualquier cosa que poseyera vida. Sintió cómo los dedos corrompidos y deformados de una maldad incontrolada rozaban su mente, sintió cómo sus músculos y tendones quedaban bloqueados por una parálisis glacial...
Aszareel sonrió. Una saliva rojiza resbaló de las comisuras de sus labios, y una lengua de sapo, negra y putrefacta, surgió entre los amarillentos raigones que quedaron al descubierto al separar los labios. La sonrisa se ensanchó cada vez más, llegando a extremos imposibles; la deformada cabeza empezó a partirse en dos y, con un siseo de gases fétidos liberados de un cuerpo que llevaba mucho tiempo muerto, la mandíbula del demonio se quebró y una cegadora luz de un verde nacarino surgió de su garganta.
Índigo.
Las dimensiones terrenales no podían contener la voz; ensordeció sus oídos, haciendo añicos su dominio del desesperado desafío que la había mantenido y había golpeado su mente y su cuerpo como una colosal ola.
CONTEMPLA EL ROSTRO DE CHARCHAD, ¡ÍNDIGO, LA QUE QUERÍA MATAR DEMONIOS! ¡MIRA AQUELLO EN LO QUE SE HA CONVERTIDO ASZAREEL, Y TEN POR SEGURO QUE TÚ COMPARTIRÁS SU SUERTE!
La marchita figura alzó una mano. Su brazo creció y se estiró hasta alcanzar una longitud imposible, desafiando a la naturaleza y a la razón para dirigirse por entre la agitada oscuridad en dirección a Índigo. La muchacha intentó echarse hacia atrás, pero no pudo moverse: los pies no la obedecían, algo sujetaba con fuerza su cuerpo... El demonio iba a atraparla. Su mano se había hinchado hasta alcanzar proporciones de pesadilla y vio cómo los dedos se estiraban, cerrándose, doblándose hacia adentro para cogerla y rodearla. Y su forma cambiaba. El deforme ser parecido a algo humano se hacía pedazos y, a través de la cáscara de lo que había sido Aszareel, surgió una inmensidad y oscuridad que violaba las dimensiones para irrumpir en el mundo y dirigirse hacia ella. Índigo se había quedado sin voz, se ahogaba; su cerebro aullaba, pero era incapaz de superar la parálisis, hasta que —finalmente y de forma irrevocable— su cordura empezó a derrumbarse y las últimas barreras fueron demolidas...
En el corazón de la Vieja Maia, el autocontrol de Grimya se vio inundado de repente por una oleada de terror. En el mismo instante en que las defensas de Índigo se derrumbaban, el contacto entre ellas se restableció de forma brusca y la loba percibió el flujo del triunfo de Aszareel, el horror y la desesperación de su amiga. Echó hacia atrás la cabeza, aullando por encima de la furia del viejo volcán. Su queja se metamorfoseó en un grito frenético:
—Jas-ker! Jas-ker!
La oleada psíquica de su miedo golpeó a Jasker como un puñetazo y desató un torrente de energía que surgió de lo más profundo de su ser al derrumbarse en su mente el último muro de contención. Por un estático instante fue omnipresente —fue Grimya, fue Índigo, fue el hirviente y furioso corazón de la Vieja Maia— y lanzó un alarido de gloriosa locura ante su logro, al sentir cómo el poder corría, arrollador, demoledor, por sus venas en el mismo instante en que la primera y titánica oleada brotaba atronadora de la fumarola en un crescendo de luz y ruido.
—¡Ahora! —Su voz enloquecida ensordeció a la loba—. ¡El poder, Grimya! ¡AHORA!
Una barrera de energía se estrelló contra la mente de Grimya como la embestida de una catarata gigantesca. Volvió a aullar, con todos los pelos de su cuerpo erizados, y sintió cómo el poder penetraba en su cuerpo, la llenaba, se abría paso a través de ella al convertirse en un canal viviente para la arrolladura furia del volcán. Su grito y el alarido de Jasker se alzaron junto con el ensordecedor sonido de la Vieja Maia.
Y una nueva voz se unió a las suyas, chillando a través de sus mentes unidas, cuando, en el pozo que era el corazón del valle de Charchad. Índigo se encendió.
«¡Índigo!»
Las voces de Jasker y Grimya, y el rugido del volcán estallaron en su mente surgidos de la nada, y lanzó un grito cuando la primera oleada de energía la alcanzó. Una brillante luz roja estalló a su alrededor, llamaradas de fuego astral alzándose en forma de cegadora corona en derredor de su cuerpo; y por entre su salvaje resplandor vio cómo la mano monstruosa de Aszareel retrocedía y escuchó la exclamación de sorpresa del demonio.
¡Poder! Puro, indomable, irrumpió en su cerebro en un único y glorioso instante de revelación. Intentó chillar el nombre de Jasker, un himno de esperanza, de reivindicación, de furiosa alegría; pero la primaria energía estaba descontrolada, y el grito se desgarró en su garganta en forma de mudo alarido fantasmal, que arrancó todo el odio, la furia y la creciente locura de su mente en un instante de puro éxtasis.
Aszareel rugió. Lanzó los brazos hacia el cielo, arañándolo como si quisiera hacer caer el agitado torbellino verdoso del valle sobre ellos. Índigo vio cómo algunas lenguas de fuego prendían en los dedos que se habían extendido para aplastarla. El demonio echó la cabeza hacia atrás con fuerza; un negro y fétido vendaval surgió de su boca en dirección a la muchacha. Ésta se echó a reír salvajemente mientras el torrente de inmundicia chocaba con las llamas que ardían a su alrededor y se evaporaba con un fogonazo. El poder aumentaba, abriéndose paso a paso por entre los efluvios nocivos del pozo; aspiró con fuerza, transportando las enormes energías a su sangre y a su esqueleto, recreándose en ellas...
«¡Índigo!»
La voz era a la vez de Jasker y Grimya, y flotaba en el infierno que llenaba la mente de Índigo y también su cuerpo. A través de unos ojos anegados por las lágrimas producidas por el calor, el dolor y la alegría, vio cómo la cosa que era Aszareel se enroscaba sobre sí misma, cambiando de forma; la vio crecer hasta ser cinco veces más alta que ella. Luego se alzó sobre la joven, mientras la nauseabunda esfera del ojo del demonio se volvía primero amarilla y después verde, al tiempo que un resplandor letal empezó a emanar de ella en enormes y palpitantes oleadas.
«¡Toma el poder. Índigo!»
Esta vez era sólo Grimya la que aullaba en su mente, y su grito estuvo a punto de quedar eclipsado por un sonido que brotó de dimensiones astrales para penetrar en el mundo físico, un chillido ensordecedor que hizo estremecer las paredes del valle.
«¡Tómalo, ahora!»
El fuego que envolvía a Índigo pasó del rojo a un cegador tono blanco. Sintió cómo se acercaba, lo sintió surgir del corazón fundido de la Vieja Maia: el martillazo que sacudía a Jasker y a Grimya hasta penetrar en su cuerpo. No podía contenerlo, las energías eran demasiado fuertes para resistirlas y se dio cuenta de que estaba a punto de ser hecha pedazos...
«¡No intentes contenerlo. Índigo!¡Utilízalo!... ¡Utilízalo!»
Un rayo atravesó el valle de Charchad, desgarrando el malsano resplandor con un poderoso crujido. Se estrelló sobre el ojo de Aszareel, y el demonio lanzó un agudo chillido mientras su cuerpo estallaba en llamas. Se retorció, y su piel putrefacta empezó a ennegrecerse, a chisporrotear al tiempo que un fuego físico saltaba de su rostro a sus brazos y a su obsceno pecho. Sus alaridos se convirtieron en un estridente aullido cuando el fuego astral se apoderó del tumor maligno que había más allá de su forma terrena. Otros gritos se mezclaron con los chillidos de muerte del demonio; voces inhumanas que aullaban de temor, indicando su protesta y su incredulidad, mientras, unidos inextricablemente con su señor, los infernales esbirros de Aszareel eran atrapados en la corriente de fuego y ardían allí donde se encontraban: cosas aladas, horrores serpeteantes y parodias de seres humanos se consumían bajo la embestida de las llamas que atravesaban dimensiones para devorarlos. Índigo oyó su espantoso coro y cayó de rodillas, sacudida por terribles convulsiones, mientras los ecos del poder inundaban el valle de Charchad. Echó la cabeza hacia atrás, arrojando fuera de sí la energía en un último espasmo, y escuchó el grito de Aszareel, sintió cómo se consumía, derritiéndose, muriendo, mientras su pervertida alma se hundía en las últimas agonías de la desintegración...
Entonces una nueva voz resonó en la noche.
En las minas, donde los hombres sudaban en el claustrofóbico laberinto de pozos y túneles, las viejas piedras temblaron y tronaron con ecos que no se habían escuchado en la región durante milenios. Treinta mineros tuvieron apenas unos segundos de tiempo antes de que el techo de la galería donde trabajaban se hundiera y los enterrara bajo diez mil toneladas de roca. Junto a la cabaña del marcador, donde Quinas dormía todavía hasta el momento de la llegada de la carreta de la mañana, el suelo tembló con una gigantesca vibración subterránea que hizo caer uno de los caballetes de las antorchas. Su llameante farol se estrelló contra el suelo en una explosión de chispas. A lo lejos, un alarido atravesó la vibrante atmósfera. Entonces el cielo meridional se iluminó con un resplandor anaranjado, y unos segundos más tarde el primer rugido del volcán que se despertaba ahogó el estruendo de las minas con su gran estrépito.
La Vieja Maia se agitó, un gigante que se despertaba después de siglos de letargo. En su cono, el magma se alzó en refulgente torbellino de energías desatadas mientras la erupción arrojaba al cielo una columna de trescientos metros de fuego, cenizas y roca fundida. Y en el extremo opuesto del valle, las fraguas, lagos y escoriales de los hornos de fundición se vieron iluminados por otra explosión de fuego que surgía de aquel lado; y luego una tercera, cuando las enormes cimas que formaban el triunvirato de las Hijas de Ranaya contestaron a su hermana en aterradora armonía.
En el valle de Charchad, el letal resplandor que había sido la mayor arma del demonio estalló en un instante de terrible y cegador pandemónium, y el cielo se volvió negro mientras se consumían los últimos restos de la ardiente esencia de Aszareel. Índigo sintió cómo el poder la abandonaba con una dolorosa sacudida, y mientras la blanca corona se extinguía se dejó caer sobre el suelo del pozo, brazos y piernas temblando, el cuello convulsionado, los pulmones jadeantes, mientras luchaba por recuperar el aliento, por vivir, por evitar seguir a Aszareel y a su hueste infernal al interior de la frenética vorágine de destrucción que los había succionado de este mundo como hojas secas en un vendaval. Sintió cómo el terreno se inclinaba bajo su cuerpo, escuchó el tronar de la Vieja Maia y de sus hermanas mientras el fuego rasgaba la oscuridad. Y en su mente aturdida y atormentada, oyó la última palabra que Jasker, su amigo, su salvador, el servidor de Ranaya, pronunciaría en el mundo mortal. «¡¡¡Corre!!!»
Grimya lo presintió, pero la única advertencia física que tuvo fue la repentina explosión de luz roja en la fumarola, y un sonido que, para su aterrorizada mente, fue como el anuncio del fin del mundo. La repisa sobre la que estaban se estremeció bajo la embestida de la marea de fuego que se alzaba, y un viento huracanado atravesó el pozo y la arrojó al suelo. Mientras luchaba por recuperar el equilibrio, la loba se sintió golpeada por una oleada de calor, y con el pelaje chamuscado y los ojos llorosos vio a Jasker, envuelto en llamas, de pie en el borde del pozo. Tenía los brazos extendidos, como si recibiera a una amante perdida durante mucho tiempo; los cabellos le humeaban y sus manos brillaban mientras la cuerda de fuego que sostenía adquiría un nuevo fulgor. Un poco más allá de su centelleante silueta, las salamandras entonaban una tétrica melodía por encima de la voz de la Vieja Maia.
—¡Corre! —La voz del hechicero tronó en los oídos de Grimya al tiempo que el volcán lanzaba su último aviso—. ¡¡¡Corre!!!
Sus ojos ardían en sus cuencas cuando miró por la fumarola, más allá de la corteza terrestre, al corazón fundido del volcán. Y mientras el torrente de magma se alzaba hacia él, tuvo una visión de una multitud de venas subterráneas, de abismos y de túneles que unían a la Vieja Maia con sus hermanas. Y escuchó la inmensa voz de Ranaya, Madre de estas tres vengadoras, origen, inspiradora y verdugo, que rugía desde el centro de la tierra para pronunciar su nombre y llamarlo al hogar.
Grimya, cuyos instintos había devuelto a la vida el último grito desesperado del hechicero, saltó en dirección a la boca del túnel y escaló la pendiente de cascotes que llevaba a la estrecha abertura. Al llegar arriba se detuvo y, cuando volvía la cabeza, el primer destello cegador convirtió la figura de Jasker en una silueta, y una columna de fuego sólido subió por la fumarola. En el centro de la llamarada había un rostro gigantesco, de líneas duras y angulosas, y, sin embargo, poseedor de una belleza terrible y serena. Una cabellera de fuego se agitaba a su alrededor como llamaradas solares, y los ojos eran infiernos gemelos. Los resplandecientes labios se movieron, y una voz pareció reverberar a través de la antigua montaña, resonando en la mente de Grimya con una fuerza que la hizo lloriquear de temor y asombro.
«Eres el más querido de mis hijos. »
Jasker cayó de rodillas, con los brazos extendidos. Sus cabellos se encendieron y brillaron en una aureola salvaje que casi rivalizaba con el fulgor de la Diosa. Y por un sorprendente instante, Grimya vio cómo su forma se alteraba para convertirse en la de un dragón dorado, el cuerpo resplandeciente, las enormes alas agitándose como llamas, antes de que una columna de fuego blanco surgiera de la
nada en el lugar donde él estaba y lo engullera.
El trueno retumbó en el pozo, y bajo las patas de la loba los cascotes se agitaron violentamente. De algún lugar en la red de túneles llegó otro estruendo como respuesta al primero. El pánico se apoderó de Grimya; no podía asimilar lo que había visto, ni conseguir que sus sentidos actuaran con coherencia. Instinto y sólo instinto despertó sus músculos y nervios, y se retorció mientras los escombros, bajo ella, se estremecían de nuevo, arrojándose hacia la abertura. Cuando la alcanzó, la fumarola pareció hincharse y contraerse como una enorme garganta lanzando un suspiro. Y siguiendo a las violentas llamaradas, la lava surgió torrencial del corazón de la Vieja Maia.
Con una energía que no sabía que poseía, las patas traseras del animal lo impulsaron a través de la hendidura, y saltó en dirección al túnel que había al otro lado. El suelo se tambaleó cuando aterrizó sobre él; rodó, se puso en pie de un salto y, con las orejas pegadas a la cabeza, la cola aleteando a su espalda, echó a correr como una centella mientras las primeras oleadas de hirviente y revuelto magma empezaban a abrirse paso por entre la pared de escombros. No tenía ni idea de adonde iba, ni recuerdo consciente de la ruta por la que habían llegado a la fumarola, pero la intuición la impelía hacia adelante, hacia arriba. El calor, cada vez más fuerte a su espalda, era un acicate letal mientras buscaba un camino —cualquier camino— hacia el mundo exterior. Un cataclismo de sonido ensordeció sus oídos, resonando por túneles y galerías; tuvo una fugaz visión de llamaradas enormes, de rocas que se disolvían en magma. Corrió a través de un humo cegador y asfixiante en el que danzaban las chispas como enloquecidas luciérnagas, saltó sobre siseantes arroyos de metales fundidos, huyó frenética atravesando grietas segundos antes de que sus paredes se juntaran para bloquearle el paso. Y por fin se produjo una disminución del calor, sintió el sabor del aire fresco: sucio, pero fresco, no obstante; y aunque sus pulmones y garganta estaban demasiado resecos para dejar escapar algún sonido, deseó gritar y aullar de alegría al darse cuenta de que había llegado a la primera cueva, a través de su pequeña hendidura de acceso.
Se aplastó contra el suelo y se abrió paso por la estrecha abertura, hasta emerger en pleno pandemónium.
Muy por encima de su cabeza, el cielo se había convertido en un demencial mar de negros y rojos mientras el cono de la Vieja Maia vomitaba fuego. Por las laderas superiores del volcán empezaban a bajar ríos de lava, extendiéndose por entre las cumbres como una red de refulgentes arterias. Tremendas explosiones rasgaban la noche, terribles oleadas de calor sacudían las montañas y revolvían la atmósfera en un arrollador caos, mientras a lo lejos las hermanas de la Vieja Maia respondían a su desafío.
Grimya se dejó caer en la pendiente, los costados palpitantes mientras luchaba por recuperar el aliento. Su cuerpo estaba casi paralizado por el dolor y el agotamiento, y en su mente chocaban y se retorcían imágenes en un frenesí incontrolable. La fumarola, el calor, el increíble poder; Jasker aullando triunfante mientras su cuerpo ardía, el pavoroso rostro de Ranaya; e Índigo, hundiéndose en la locura definitiva al tiempo que el demonio de Charchad se alzaba para matarla...
La razón regresó con terrible fuerza, y Grimya se incorporó de un salto. Por un instante permaneció totalmente inmóvil, la cabeza alzada, intentando proyectar su conciencia por encima de la demencia de la noche.
«¡Índigo!» Todo su cuerpo se estremeció por el esfuerzo de su silenciosa llamada, «¡Índigo! ¡Escúchame! ¡Si estás viva, escúchame!»
En su mente no vio más que fuego, y desesperada lo intentó de nuevo.
Un centelleo en el límite del caos de su mente, una chispa de vida, humana, moviéndose, débilmente consciente de su presencia, pero incapaz de tender el puente y ayudarla a establecer la conexión...
—¡Índigo!
Esta vez, Grimya gimió en voz alta, aunque el sonido se perdió en el tronar de las Hijas de Ranaya. ¡Índigo estaba viva! La esperanza irrumpió en la mente de la loba, eclipsando su cansancio y terror. Entonces se escuchó un crujido y un retumbo, y a unos tres metros de distancia, la ladera se partió en dos, destruyendo el sendero de obsidiana. Una luz deslumbrante surgió de la grieta, y las llamas aparecieron en la noche al tiempo que la lava se abría paso por entre la fisura. Los ojos de Grimya se encendieron al darse cuenta del alcance del peligro en el que ambas, ella e Índigo, se encontraban. Si querían tener la menor oportunidad de escapar de aquel infierno, debía encontrar a su amiga antes de que se acabara el tiempo y los valles fueron engullidos.
Giró sobre sí misma. Sus patas arañaron la roca buscando un punto de apoyo en la traicionera superficie. El aire se volvía cada vez más denso; nubes de ceniza revoloteaban contra su rostro impelidas por bocanadas de aire caliente. Y ante ella sólo tenía un ardiente paisaje nocturno, peligroso y desconocido. El miedo se apoderó del corazón de la loba, pero lo rechazó violentamente, sabedora de que no podía arriesgarse a perder ni un segundo. Saltó hacia adelante como una sombra fugaz, y se alejó corriendo en la agitada oscuridad.
Índigo no deseaba incorporarse. El apestoso polvo del pozo le taponaba la boca y la nariz, y pedazos de roca se le clavaban dolorosamente en el estómago y las piernas; el retumbante tronar era cada vez más fuerte, y podía oler a fuego. Pero aunque sabía que debía levantar la cabeza, cada una de las partes de su mente y cuerpo apaleados protestaba ante tal idea. No quería abrir los ojos y mirar; sólo deseaba permanecer tendida allí donde estaba, el rostro apretado contra el suelo, hasta que el mundo desapareciera o la inconsciencia se apoderara de ella. Y no quería prestar atención a la diminuta y lejana voz de su cabeza, aquella voz que pronunciaba su nombre cada vez con mayor urgencia, suplicándole que escuchara, que oyera.
Los desesperados intentos de Grimya para establecer contacto podrían haber llegado demasiado tarde si el suelo del valle no se hubiera sacudido de repente y con gran fuerza bajo Índigo, haciéndola rodar de lado y sacándola de su semiinconsciencia. Sus manos se agitaron convulsionadas; instintivamente se lanzó hacia afuera para salvarse y recuperó por completo sus sentidos. Se encontró acurrucada en el pozo, con la mirada —entre jirones de humo y la maraña de sus propios cabellos— en un círculo de ennegrecidas cenizas.
Aszareel., Mientras los últimos rastros de estupor se desvanecían. Índigo recordó. El demonio estaba muerto. Jasker lo había conseguido: había despertado el antiguo poder aletargado de la Diosa del Fuego y lo había canalizado a través de su mente justo cuando los últimos fragmentos de su cordura empezaban a derrumbarse. Con Aszareel se habían ido todos los demonios del valle de Charchad: y algo más, algo que aún no podía recordar...
Un titánico fragor interrumpió el caos de su mente, retumbando ensordecedor por el valle. Índigo levantó la mirada frenética, y la comprensión la golpeó como un mazazo. Humo que cubría el cielo, revueltas nubes de cenizas y chispas que caían sobre el valle... El resplandor verde de Charchad había sido destruido, y en su lugar la noche estaba iluminada por tres enormes columnas de fuego. El rugido de una nueva explosión la hizo balancearse hacia atrás, y por un instante quedó bañada en un resplandor rojizo que iluminó toda la escena. Luego, la primera oleada de lava rebasó el borde del valle y se precipitó como una avalancha hacia ella.
La joven se puso en pie de un salto y corrió. La pared del pozo surgió de entre las tinieblas y empezó a trepar. Sus ropas se rasgaron, se hizo un corte en la pierna, pero, por fin, consiguió llegar arriba e incorporarse de nuevo. Del cielo empezaban a caer ahora bolas de fuego de magma incandescente; vio cómo una de ellas cayo donde se encontraba e incendió el sucio humo que flotaba por todas partes. Se apartó de su trayectoria mientras esta iba a estrellarse contra el suelo. Llameantes fragmentos salieron despedidos en todas direcciones y lanzó un grito cuando uno de ellos le dio en el brazo y encendió su manga. Apagó las llamas a golpes mientras seguía corriendo, quemándose la mano y el antebrazo. Más bolas de fuego brillaron en lo alto; las chispas saltaban centelleantes por los aires y le chamuscaban los cabellos. A su izquierda, el río de lava se ensanchaba, aumentando su velocidad y alterando su curso, y ella se desvió a un lado, tomando una ruta más empinada pero que la alejaría de la mortífera corriente. Cenizas ardientes, que en algunos lugares le llegaban hasta los tobillos, le quemaban los pies, y apenas si podía respirar; cada vez que inhalaba, su garganta y sus pulmones se llenaban de humo. Se levantó el borde de la falda para cubrirse boca y nariz, pero daba lo mismo. Medio asfixiada, sin poder ver, ni sabía ni le importaba adonde se dirigía, estaba demasiado desesperada por alejarse del humo y de las cenizas para pensar en algo que no fuera el siguiente paso tambaleante. En una ocasión, le pareció oír voces no muy distantes que la llamaban; se detuvo y resbaló por la pendiente, mientras atisbaba frenética a su alrededor. Pero el humo era demasiado espeso para que pudiera ver nada; los atronadores ecos de la erupción ahogaron cualquier otro grito y ella no tenía aliento para gritar, a su vez, en la oscuridad. Si había otros seres vivos en el valle de Charchad, no tenía la menor posibilidad de ir en su busca y sobrevivir. Se volvió de nuevo hacia la ladera y avanzó a tientas, pendiente arriba.
De repente apareció una abertura en la roca, sobre su cabeza. No era el sendero desde el que había visto por primera vez el valle de Charchad, ni era el lugar donde las enormes puertas de hierro barraban cualquier esperanza de salida, sino una escarpada abertura entre dos de los picos inferiores. Sus bordes resaltaban con fuerza en el llameante cielo. Jadeando. Índigo se arrojó hacia adelante y cayó cuan larga era sobre el espinazo de un empinado y estrecho risco. El impacto liberó sus pulmones de los restos de aire fétido que quedaban en ellos, y boqueó, mareada por las náuseas. Se puso de rodillas con un supremo esfuerzo, levantó la cabeza como pudo y miró al otro extremosa los hornos de fundición y a las minas.
Los valles estaban envueltos en un caos total. Los hombres huían de los hornos y de los lagos de enfriamiento: corrían por la carretera cubierta de cenizas en un intento desesperado por llegar a las puertas de la mina antes de ser engullidos. Algunos podrían llegar a lugar seguro, pero la mayoría no tenía la menor posibilidad, ya que nueve enormes torrentes de lava convergían sobre ellos procedentes de todas partes, zambulléndose desde las cumbres y dividiéndose en cincuenta afluentes que se abrían paso hacia el valle para cortar todas, con la excepción de unas pocas, rutas de escape. Vio cómo una bola de fuego iba a estrellarse en medio de un grupo de hombres que huían; figuras diminutas escaparon de la devastación, retorciéndose y revolviéndose mientras ardían; algunas se arrojaron al río, pero también éste ardía, al haberse incendiado su contaminada superficie. Cabañas, máquinas y caballetes se quemaban; enormes lenguas de fuego azulado brotaban de las aberturas al estallar los gases atrapados en las rocas. Y, enormes y siniestras bajo el cielo, avalares de destrucción, las tres cimas gigantescas de las Hijas de Ranaya vomitaban fuego y lava y atronaban con furia en la noche.
Con ojos llorosos. Índigo apartó la mirada de los horrores que tenían lugar a sus pies. Nada podía salvar a aquellos hombres condenados, y seguirlos hasta el valle resultaría suicida. Debía de haber otra forma de salir...
Y de repente, por entre toda aquella confusión, una voz familiar penetró en su mente.
«¡Indigo!»
La joven chilló:
—¡Grimya!
Luego empezó a toser medio asfixiada cuando la sorpresa la hizo tragar una bocanada del apestoso humo. Durante casi un minuto permaneció doblada sobre sí misma; luego, a medida que lo peor del espasmo desaparecía, empezó a mirar enloquecida en derredor suyo, el corazón latiéndole con renovada esperanza. Grimya estaba viva, e intentaba localizarla...
«¡Grimya!» Se concentró, furiosa, y lanzó su llamamiento mental con toda la energía que pudo reunir. «¡Grimya, estoy aquí! ¡Te escucho!»
Un ensordecedor chillido de la Vieja Maia sacudió los riscos, y a través de él oyó el grito de respuesta de la loba.
«¡Al este. Indigo! ¡Ve hacia el este! ¡Ya te encontraré!»
Índigo no necesitó que le insistieran más. Se puso en pie y se dio la vuelta; tambaleándose, se dirigió por la colina hasta una escarpada pero escalable ladera de guijarros y piedras que conducía a una cima cercana. Las piernas le dolían terriblemente; sus manos, pies y rostro chamuscados le ardían de dolor y parecía como si todo el aire del mundo se hubiera consumido convirtiéndose en cenizas: pero gateó y se deslizó sobre la roca hasta llegar a la piedra más firme del otro lado, y empezó a cruzar la estribación.
Estaba a medio camino de la siguiente loma cuando una llamarada de luz sobre su cabeza le hizo levantar los ojos. Lo que vio casi detuvo su corazón.
La segunda de las hijas de Ranaya era, desde aquí, una violenta pero lejana amenaza detrás de una cadena de riscos. La muchacha se había considerado bastante a salvo, pero las fuerzas liberadas por la erupción habían resquebrajado la ladera sur del volcán y una catarata de magma fundido brotaba fuera de su prisión para fluir por el costado de la montaña. Cayó sobre las cimas que la rodeaban, atravesó barrancos y abismos, y franqueó rocas, abriéndose paso abrasadora en dirección al fondo del valle. Tres ríos de lava diferentes refulgían ahora bajando por las laderas a las que se aferraba Índigo. Y ella estaba justo en su camino.
No podía moverse. El terror tenía clavados sus manos y pies, y su cerebro estaba paralizado; no podía hacer otra cosa que mirar con horror aquel peligro. Podría superar el primero de los devastadores ríos, pero quedaría atrapada entre éste y el segundo. Y si convergían, o si otro afluente más caía en cascada sobre los riscos situados más arriba, entonces se vería aplastada y moriría envuelta en llamas...
Bajo sus pies la roca tembló con una enorme y atronadora vibración. Sin pensar, sin detenerse a razonar. Índigo echó a correr en zigzag, saltando de un punto de apoyo a otro en una desesperada y fútil tentativa de aventajar la avalancha de lava. Sabía que no lo conseguiría; la ladera era demasiado empinada, estaba segura de que en cualquier momento perdería pie y rodaría por la pendiente...
«¡Indigo! ¡Loba!»
Grimya chillaba en su mente, su voz salvaje y frenética. Pero no podía ayudarla; la lava se acercaba; sentía su devastador calor, sentía cómo la temblorosa ladera estaba a punto de ceder bajo ella...
«¡Loba. Índigo! ¡LOBA!»
Con un sobresalto que casi le hizo perder el equilibrio, la joven recordó, y se dio cuenta de lo que Grimya intentaba comunicarle. Loba. El poder, el poder de cambiar de forma que había aprendido de manera tan cruel e inesperada en el mundo astral de los demonios. Pero no podría hacerlo, no aquí, no ahora; era imposible. No tenía las fuerzas que necesitaba, su mente estaba en desorden; no le quedaban más que unos segundos antes de que la muerte cayera sobre ella. Y aterrorizada, más allá de todo control, abrió la boca y chilló.
El grito se metamorfoseó en un aullido ululante y sintió el cambio como un terrible impacto de energía que surgió de su subconsciente y penetró en su cuerpo. Su equilibrio se esfumó; se tambaleó, tropezó, cayó hacia adelante...
Y se encontró corriendo con cuatro patas que la impulsaban sobre la roca, la leonada cabeza baja, las mandíbulas escarlata abiertas. Escuchaba a Grimya, a su hermana, a su pariente, que la instaba a seguir mientras corría como el rayo, más deprisa de lo que podría haberlo hecho ningún ser humano, hacia lugar seguro.
Había humo y calor, y había también violentas llamas que rasgaban la oscuridad. Apenas si podía respirar y el cuerpo le dolía terriblemente, pero siguió corriendo. Había dejado de ser Índigo para convertirse en un lobo, un animal, impulsado por instintos que nada tenían que ver con la lógica ni el razonamiento, pero que la impelían hacia el objetivo primordial de la supervivencia. La acometían hedores insoportables, sabores repugnantes abrasaban su boca, pero siguió adelante, hasta que el mundo se convirtió en un torbellino rojo que golpeaba sus sentidos, interminable, demencial.
Grimya la encontró un minuto después de que se desplomara en las estribaciones de un cerro que conducía a las cumbres situadas más al este. Aunque la roca estaba caliente, y de vez en cuando se estremecía como respuesta a los lejanos temblores de los volcanes, los ríos de lava no habían alcanzado aquellas laderas; allí estaban a salvo.
Índigo estaba en el suelo, con las patas completamente estiradas y la cabeza torcida a un lado. Sus ojos se habían vuelto vidriosos a causa del agotamiento y la lengua colgaba fuera de su boca mientras intentaba respirar; su pelaje chamuscado estaba cubierto de un gruesa capa de cenizas, y cuando Grimya intentó reanimarla, apenas consiguió levantar el hocico unos centímetros.
No podían quedarse en el cerro. Faltaba poco para el amanecer; el sol no podría atravesar la espesa capa de cenizas y humo que flotaba ahora sobre todo el valle, pero cuando saliera, el calor — casi insoportable ahora— mataría a todo ser vivo que no hubiera encontrado refugio. Grimya había descubierto una cueva a poca distancia; era pequeña, pero les serviría. Obligó a Índigo a alzarse, mordisqueándole el lomo y el cogote hasta que se levantó tambaleante. Sus pensamientos resultaban incoherentes; aunque ella también estaba casi completamente exhausta, sabía que, sola, su amiga no habría sobrevivido mucho más, y en silencio dio las gracias a la Madre Tierra por haberla podido encontrar a tiempo.
Ríos de fuego rojo como la sangre surcaban el cielo mientras las dos lobas avanzaban penosa y lentamente por el cerro para alcanzar un sendero, cubierto por varios centímetros de ceniza, que serpenteaba por la ladera de la montaña. La cueva era poco más que una hendidura en la roca, pero la ceniza no había penetrado en su interior y estaba relativamente limpia de humo. Grimya. persuadió a Índigo para que entrara y la observó con ansiedad mientras ésta se dejaba caer en el suelo.
—Podemos des... cansar a... salvo. —Le habló en voz alta, no muy segura de que su amiga pudiera oír su voz telepática—. Hasta qu... que nos... recu... peremos.
Índigo se estremeció. Por un instante su figura pareció flotar estrambóticamente entre lo animal y lo humano. Luego suspiró, y Grimya se encontró contemplando el cuerpo acurrucado de una muchacha que, quemada, chamuscada, con la ropa echa pedazos y agotada hasta extremos insospechados, se había hundido ya en un sueño parecido a un estado de coma.
La loba volvió la cabeza en dirección a la entrada de la cueva. Las chispas seguían danzando en el aire allí fuera, y avanzó despacio hacia la abertura para contemplar aquella noche de locura. El tronar, pensó, parecía haber menguado ahora, y la furia de las erupciones disminuía, como si las Hijas de Ranaya hubieran desatado ya toda su cólera. Se estremeció intentando no recordar las cosas que había visto aquella noche, el miedo, el horror y el dolor. También ella debiera dormir, pero antes de descansar quería contemplar por última vez el mortífero valle en el que Índigo había estado a punto de perecer, y las ruinas del maligno poder por el que Jasker había sacrificado su vida con tal de destruirlo.
Sintió un fuerte deseo de aullar que hizo que sus costados y lomo temblaran. Y aunque sus pulmones apenas tenían fuerzas suficientes para aspirar aire, levantó el hocico hacia el cielo y lanzó su grito nocturno a las invisibles estrellas. Era su propio réquiem por Jasker, y aunque sabía que no era el adecuado, le proporcionó un cierto consuelo.
El aullido se apagó en un débil gañido, y Grimya se lamió el hocico. Un vagabundo remolino de humo se le metió en los ojos; parpadeó para aclarar su visión, luego volvió la mirada a través del mar de cumbres hacia el último pico elevado que marcaba los límites del valle de Charchad.
No había valle. En lugar de ello había un dentado boquete allí donde un enorme risco se había partido en dos. Y más allá de los destrozados restos del risco, reluciendo ahora no con el fulgor verdoso de la radiación sino con los oscuros y abrasadores tonos rojos y dorados de las llamas, el valle de Charchad y todos los horrores que contenía permanecían enterrados bajo incalculables toneladas de piedra y magma que se enfriaba lentamente.
Jasker avanzaba hacia ella. Su figura estaba envuelta en una cálida luz difusa, como el resplandor del fuego de una chimenea, y parecía andar no sobre terreno sólido sino sobre una nube de humo que se arremolinaba alrededor de sus pies.
Índigo se incorporó. Su cuerpo parecía ligero e irreal; sentía una sed terrible, pero aparte de esto su única sensación era la de una extraordinaria paz. Todavía estaba oscuro, la única luz provenía de la aureola que rodeaba a Jasker, y extendió una mano hacia el hechicero.
—Jasker? Pensé que...
Pero no pudo terminar, ya que no sabía qué era lo que necesitaba decirle.
Él le sonrió, y sus labios se movieron como si le contestara, pero ella no escuchó ningún sonido.
Y sus ojos, observó, no eran los ojos de un hombre mortal, sino calmados y nebulosos pozos de un color entre naranja y oro.
Entonces comprendió cuál había sido la suerte de Jasker, pero no quería aceptarlo y no acababa de resignarse a hacer la pregunta que se lo confirmaría más allá de toda duda. El hechicero sonrió de nuevo, y su aspecto empezó a cambiar. Los cabellos canos se oscurecieron hasta volverse negros, el rostro demacrado se suavizó, rejuveneciéndose y volviéndose de repente desgarradoramente familiar, hasta que Fenran, su propio amor, la contempló desde el halo de luz. Sólo los vacíos ojos dorados permanecieron inmutables: y entonces la voz de Jasker habló a su mente con suavidad y afecto.
«Estoy con mi Señora ahora. »
El halo empezó a disolverse. Se desvaneció, como ascuas que se enfriaran lentamente, hasta que el rostro que pertenecía a la vez a Jasker y a Fenran se diluyó con las suaves sombras y desapareció.
—¿Fenran... ? —musitó Índigo—. Jasker... ?
Sólo el eco le respondió. La oscuridad era total y se sintió abandonada. En aquel momento una voz a su espalda pronunció su nombre, y, con el corazón palpitándole con irracional esperanza, se dio la vuelta.
Una alta y elegante figura estaba de pie tras ella, claramente visible, incluso en la aterciopelada oscuridad. Índigo contempló el rostro severo y hermoso, el ondulante cabello del color de la tierra removida, los ojos lechosos que la miraban inmóviles con una inhumana mezcla de objetividad y compasión. Y recordó Carn Caille y al ser resplandeciente que había ido a verla después de la batalla, y un claro del bosque donde la nieve caía con silenciosa intensidad y donde su auténtica búsqueda había dado comienzo.
Ella dijo, entonces, y sus palabras fueron a la vez un desafío y una súplica:
—El demonio ha muerto.
El emisario de la Madre Tierra, su mentor, su juez, no respondió, y el miedo se aferró al corazón de Índigo.
—Lo hemos matado. —Su voz se elevó aguda, chillona—. Lo hemos destruido. ¡Está muerto! — El miedo amenazó con convertirse en pánico—. ¿No es... ?
Una triste sonrisa apareció en los labios del ser.
—Sí. Índigo: está muerto. Esta pesadilla se ha acabado ya, y es hora de que se inicie otra.
La muchacha inclinó la cabeza mientras un desordenado torrente de emociones se agitaba en su interior. Alivio, pena, amargura... y, presidiendo todo ello, un cansancio que llenaba de desconsuelo su alma. El emisario bajó los ojos hacia la enmarañada corona de sus cabellos y dijo:
—Has aprendido mucho, criatura, y eres más fuerte ahora. Intenta obtener consuelo de ello, ya que aligerará tu carga cuando llegue el momento.
Índigo sintió cómo las lágrimas empezaban a deslizarse por sus mejillas, y las secó con la mano. No lloraría, pero tenía que aflojar el tirante nudo de dolor que sentía en su interior, debía dar alguna expresión a sus emociones. Levantó los ojos y dijo, lastimera:
—Pensé... Vi a Fenran. Esperaba... —Pero las palabras no querían salir, porque sabía que aquella esperanza era infundada.
La voz del ser resplandeciente sonó llena de dulzura.
—Con cada victoria que obtienes, el tormento de Fenran se ve ligeramente aliviado, ya que las fuerzas que lo retienen se debilitan. No lo olvides. Índigo, y ten fe.
La joven volvió a bajar la mirada. Sabía que debiera hallar consuelo en las palabras del emisario, pero resultaba duro, muy duro.
El ser prosiguió:
—Despierta ahora, criatura. Es hora de ponerse en marcha.
—Yo...
Acalló su lengua al darse cuenta de que no había más que oscuridad allí donde había estado el resplandeciente ser. Las tinieblas se estremecieron, relucieron. Abrió los ojos y se encontró frente a una débil y sulfurosa luz diurna que se filtraba, a través de la entrada, hasta el interior de la cueva.
«¡Indigo!»
Algo cálido y del género de los mamíferos se colocó rápidamente a su lado. La muchacha contempló ante ella los ojos ambarinos de Grimya. Las lágrimas aparecieron de nuevo y arrojó los brazos alrededor del cuello de la loba; la abrazó con fuerza, incapaz de hablar durante algunos minutos, hasta que al fin la sofocante intensidad de sus emociones disminuyó un poco y se sentó de nuevo.
Grimya frotó su hocico contra el rostro de ella.
«Has estado durmiendo durante mucho tiempo», dijo preocupada. «Meparece que las dos hemos dormido, ya que recuerdo que sucedían muchas cosas extrañas, pero tengo la impresión de que deben de haber sido sueños. »
—¿Cuánto... ? —La garganta de Índigo estaba hinchada y reseca, y la voz se le ahogó cuando intentó hablar; lo probó de nuevo—. ¿Cuánto tiempo?
«No lo sé. Los truenos se apagaron hace mucho tiempo, muchos días, creo, y las rocas de fuego y las cenizas ya no caen. Pero el sol aún no ha dispersado las nubes. »
Índigo recordaba muy poco de aquellas últimas y enloquecidas horas. El recuerdo regresaría, estaba segura, pero no aún; y se alegraba de aquel pequeño respiro.
—Aszareel... —dijo—. Está muerto, Grimya.
«Lo sé. » La loba se lamió el hocico, como hacía a menudo cuando se sentía preocupada o confusa—. «El... ser brillante me lo dijo. »
—¿El ser brillante?
«El que vino a nosotras en el bosque de mi tierra natal y me concedió la bendición. Lo volví a ver en mi sueño. »
Así que el emisario no se había olvidado de Grimya... Y, de repente, la joven sintió el resurgir de una vieja amargura al recordar aquel lejano encuentro. Una bendición, decía Grimya. ¿Qué clase de bendición era enfrentarse a un futuro infinito bajo la sombra de su misión, sin envejecer, sin cambiar, destinadas a vagar por el mundo hasta que los siete demonios que ella había liberado fueran finalmente suprimidos? El animal no tenía ningún crimen que expiar, y tampoco ningún amor perdido que intentar recuperar. Sin embargo, había abandonado su hogar y todo lo que conocía para compartir la carga de Índigo: y la había conducido a esto...
La tranquila voz mental de la loba interrumpió sus lúgubres pensamientos, y comprendió que había leído lo que pasaba por su mente.
«¿Piensas que mi respuesta sería diferente, si se me ofreciera la bendición de nuevo? No cambiaría. Soy tu amiga. Indigo, y adonde tú vayas, yo iré. »
—Me avergüenzas, Grimya. Tu fe es mayor que la mía.
«No lo es. Quizá sea más sencilla, ya que la forma de ser de los humanos me recuerda muy a menudo a un árbol de ramas enmarañadas. Pero no mayor. Tú lo sabes. En el fondo de tu corazón, lo sabes. »
¿Era así?, se preguntó Índigo. Pensó en Fenran: Con cada victoria que obtienes, su tormento se ve ligeramente aliviado, había dicho el emisario, y se dio cuenta de que Grimya tenía razón. Sí que tenía fe. Y, a lo mejor, como creía la loba, la fe era suficiente...
La muchacha se puso en pie despacio, y anduvo vacilante hacia la entrada de la cueva y hacia la mañana anegada en sucio humo que había al otro lado. Su cuerpo había sido maltratado hasta el límite de su resistencia. Sin embargo, todo lo que sentía era una embotada sensación de dolor. Tenía sed, pero era una sed soportable, aunque tanto Grimya como ella ya debieran de estar muertas por la falta de agua. La inmortalidad, al parecer, poseía sus irónicas compensaciones...
Llegó a la entrada, y salió a la ladera de la montaña. Estaban cerca de la cima de un pico elevado, y a través de las nubes de azufre distinguía la cordillera que se extendía en todas direcciones. Ennegrecidas por la ceniza, vacías, silenciosas, las cumbres se alzaban por entre la fantasmal luz como imágenes de una pesadilla. No se oía ningún sonido procedente de las minas, y no había ningún resplandor verdoso que ensuciara el cielo con su corrompido fulgor. Sólo se percibía una tenue luz en la distancia, un parpadeo de fuegos rojo anaranjados, mientras veteados ríos de magma todavía fundido se movían con lentitud por los arrasados valles.
¿Cuántos habían muerto en aquel infierno? La venganza de la Diosa del Fuego no había hecho distinciones entre los culpables y los inocentes; aunque se había erradicado del mundo un terrible mal, el precio de la victoria era feroz. E Índigo supo que los fantasmas de aquellas víctimas se
pasearían por sus sueños durante mucho tiempo.
Escuchó el suave sonido de las patas de Grimya sobre la piedra, y al bajar los ojos vio a la loba erguida junto a ella.
«Tenía que ser así», dijo el animal, y sus ojos estaban llenos de pesar. «Sin todo esto, no hubiera podido acabarse con el dominio del demonio, y la enfermedad y el sufrimiento hubieran continuado eternamente. »
—Lo sé.
Índigo recordó a Chrysiva, y el tormento que la inocente criatura había soportado mientras esperaba la llegada de la muerte. Pero en su actual estado de ánimo, le resultaba difícil consolarse con el hecho de que ya no habría más víctimas como ella.
«Creo que Jasker lo comprendió», siguió Grimya. «El sabía lo que significaría la venganza de la diosa. Pero sabía también que no existía ninguna otra forma de salvar a su tierra y a su gente. » Parpadeó. «Creo que debe de haberlos amado mucho. »
Las lágrimas afloraron a los ojos de Índigo y enturbiaron la deprimente vista que se ofrecía ante ella. Sí; Jasker había comprendido: sabía cuál debía ser el sacrificio, y por su diosa, y por aquellos cuyas vidas estaban siendo destrozadas por el horror que habitaba en el valle de Charchad, había estado dispuesto a convertirse en parte de aquel sacrificio.
Repuso en voz baja:
—¿Me hablarás de Jasker, Grimya? ¿Me contarás cómo murió?
«Te lo contaré. Pero, no aún. No creo que pudiera encontrar las palabras. »
—No. Aún no.
Índigo se secó los ojos, y durante unos instantes contempló el revuelto cielo. Allá en lo alto, una débil mancha de un color más claro se proyectaba por entre las nubes de ceniza, y comprendió que se trataba del sol, perdido todavía detrás del espeso manto, pero dispersando —despacio pero inexorable— la lóbrega oscuridad para traer de nuevo la luz a la tierra. Y volvió a escuchar las palabras que el hechicero, que había probado ser un amigo auténtico e inquebrantable, pronunciara en su mente durante su sueño.
Estay con mi Señora ahora...
Deseó haberlo podido llorar en la forma adecuada, con música y una elegía para despedir a su espíritu en su último viaje. Pero su arpa, junto con todas sus posesiones materiales —excepto la ballesta y el cuchillo, que los secuaces de Quinas le habían quitado— estaban enterradas bajo una montaña de escombros y lava en las ruinas de la caverna de Jasker. El pensamiento le hizo sentir ganas de llorar otra vez. Llorar por el arpa era vergonzoso, cuando había mayores pérdidas que soportar; pero había sido muy valiosa para ella, pues se trataba de un regalo de Cushmagar, el bardo ciego que fue a la vez su tutor y su mentor, y el único lazo de unión que le quedaba con el hogar que había perdido.
Índigo lanzó un suspiro, y apartó la mirada de la lejana mancha de luz para dirigirla ladera abajo, donde unas apenas perceptibles sombras empezaban a rozar las rocas. Y lo que vio allí la dejó atónita y sin respiración.
Su arpa. Estaba intacta, sin el menor rasguño, sobre el sendero cubierto de ceniza, y las cuerdas temblaban con la más débil de las vibraciones, como si tan sólo hiciera unos segundos que la había depositado allí. La joven la miró asombrada, convencida de que debía tratarse de un espejismo, una ilusión producto de su cansada mente. Pero la imagen del arpa no se desvaneció ni vaciló, y de repente se encontró bajando a trompicones la cuesta y llegando al sendero. Cayó de rodillas junto al instrumento, sin prestar atención a las nubes de ceniza que se alzaron perezosas a su alrededor. Por un terrible instante no se atrevió a extender la mano para tocar el precioso instrumento, temerosa de encontrar tan sólo el vacío y el eco de una ilusión: pero entonces sus dedos se agitaron temblorosos, casi en contra de su voluntad, y percibió la suavidad de la madera pulida bajo ellos.
El arpa era real. Las cuerdas dejaron escapar un dulce sonido melancólico cuando las pulsó, y mientras los ecos del acorde resonaban suavemente por las montañas supo que aquel pequeño milagro era urja señal y un tributo del emisario de la Madre Tierra, un símbolo de esperanza en un lugar que no había conocido más que desolación.
Mientras las últimas notas del arpa se desvanecían, el rostro preocupado de Grimya. apareció sobre su cabeza, intentando ver en la semioscuridad.
—¿Índigo? —llamó la loba en voz alta.
Ella no pudo responderle. Estaba doblada sobre sí misma, con el instrumento entre sus brazos. Las lágrimas se derramaban sobre la madera pulida y las cuerdas relucientes, mientras lloraba por Jasker, por Chrysiva y por tantos otros cuyos nombres y rostros jamás había llegado a conocer. Grimya la observó con angustiada piedad, pero contuvo el instinto de correr hacia ella e intentar ofrecerle algo de consuelo. Sabía que durante algunos minutos. Índigo necesitaba aliviar su dolor a solas. La loba lanzó un suave gañido, luego se retiró al interior de la cueva y se tumbó con el morro entre las patas delanteras, mirando al exterior sin ver e intentando no pensar en todo lo que había sucedido. Por fin, la muchacha levantó la cabeza y supo que la tormenta había pasado. Sus lágrimas se secaban, y aunque la garganta y los pulmones estaban sofocados y su corazón parecía como vacío, se sentía extrañamente tranquila. Mientras se ponía en pie, tomando el arpa con mucho cuidado entre sus brazos, pensó que quizás, al igual que la asolada tierra que la rodeaba, también ella había sido purificada; y que después del dolor, le llegaría la paz, en cierto modo.
Levantó los ojos en dirección a la cueva. Grimya apareció al oír su dulce llamada mental y echó a correr montaña abajo hacia ella. La loba presionó su cabeza contra el muslo de la joven, sin hablar, transmitiendo con su contacto un sentimiento que no podía expresar con palabras.
Las borrosas sombras eran cada vez más largas; tras el dosel de nubes el sol empezaba a deslizarse hacia el oeste. Índigo se llevó una mano al pecho, percibiendo la familiar forma de la piedra-imán que colgaba en su bolsita, y recordó las palabras del emisario de la Madre Tierra. Esta pesadilla se ha acabado ya, y es hora de que se inicie otra...
Sacó la bolsa y depositó el pequeño guijarro sobre la palma de la mano. Diminuto, intensamente brillante bajo la tenebrosa luz, la dorada mota relucía en el corazón de la piedra y señalaba en dirección este. Siguiendo el sendero y más allá de la última colina, lejos de las montañas, de la devastación y de las sepulturas anónimas de tantas personas, hacia el distante mar y hacia una nueva búsqueda.
¿Cuánto tiempo tardaría esta vez?, se preguntó. ¿Cuántos años más debería vagar y buscar hasta que un nuevo demonio proyectara su sombra sobre otra tierra y ella debiera enfrentarse de nuevo a las consecuencias de su estúpida y temeraria acción?
Incluso la Madre Tierra, en Su sabiduría, no conocía la respuesta a tal pregunta. Índigo suspiró y se estremeció como si se deshiciera de un fantasma propio. Luego bajó la mirada hacia Grimya. Los dorados ojos de la loba se encontraron con los suyos, y el animal dijo con suavidad, mentalmente:
«No hay motivo para permanecer aquí por mas tiempo. Lo mejor será que prosigamos nuestro camino y dejemos que este lugar cure sus heridas. »
«Si. »
También Índigo se comunicó en silencio, pues no quería mancillar la quietud que había descendido sobre el lugar. Se giró para contemplar por última vez el arrasado paisaje que se extendía a sus pies. Todavía flotaban nubes de ceniza sobre la desolada vista, y las relucientes venas de lava —arterias que transportaban la sangre de los ahora inactivos corazones de la Vieja Maia y de sus hermanas— avanzaban despacio y aparentemente sin rumbo por el valle que antes había temblado bajo el estruendo del trabajo humano.
¿Una victoria? Quizá. Pero la corona del vencedor era una corona de amargura, y no habría gloria en sus sueños.
Índigo suspiró, tan bajo que ni siquiera Grimya la oyó:
—Adiós, Jasker. Ojalá encontréis la paz que se os negó mientras vivíais.
Luego se colgó el arpa al hombro y, con la loba andando a su lado, volvió la espalda a aquella tierra asolada y empezó a caminar despacio, fatigada, por el sendero que se elevaba suavemente en dirección al lejano destello de las primeras estrellas que empezaban a aparecer por el este.
La ceniza que seguía cayendo del cielo, sin parar y en silencio, cubrió sus pisadas como los granos que caen implacables en el interior de los relojes de arena. Al cabo de unos minutos, no quedaba la menor señal de que algún ser vivo hubiera pasado por allí, excepto un último rastro que sólo el observador más agudo no hubiera pasado por alto. Y poco a poco, la suave, oscura e implacable lluvia iba enterrando también aquel diminuto objeto, como sí le concediera, por fin, su propia solitaria y eterna sepultura.
Se trataba de un broche de estaño de tosca confección...