CAPÍTULO 5


Intentó mover los brazos, aliviar la presión que sentía en la región lumbar; pero éstos se negaron a responder. Tenía los dedos de alguien cerrados alrededor de sus muñecas, sujetándolas... Se retorció, en un intento por desasirse, pero sólo consiguió perder el equilibrio y resbalar como la muñeca de trapo de una chiquilla, para yacer indefensa sobre el costado.

No eran dedos. Su mente aún no estaba despejada, pero supo que no eran dedos lo que la sujetaba. No eran manos: era una cuerda. Le arañaba la piel, y cuando intentó mover los brazos sintió el áspero mordisco de las hebras sobre su piel llena de ampollas.

Hacía calor. Podía sentir cómo el sudor resbalaba por entre sus pechos y por la espalda; sus cabellos estaban húmedos y pegados a sus mejillas y a su frente. El aire era caliente y el suelo sobre el que estaba tumbada también. No podía recordar dónde estaba, o cómo había llegado hasta allí.

Abrió los ojos y parpadeó en un esfuerzo por aclarar su visión. Había luz, y aunque no era intolerablemente brillante, al principio no pudo enfocar nada que estuviera en su campo visual. Luego, al cabo de algunos segundos, su visión se aclaró un poco y se encontró directamente de cara a un pequeño altar. Se habían colocado diferentes piedras de colores delante de él con mucho cuidado, formando un perfecto semicírculo, y en el centro del altar, iluminada por una humeante lámpara votiva, había una figura del tamaño de la mano de un hombre, tallada en lo que parecía ser un pedazo de basalto. En las cuencas de sus ojos brillaban ágatas y la lengua que sobresalía de su boca abierta estaba esculpida en forma de llama, al igual que sus cabellos. La rodeaba un halo de fuego, como una estilizada corona solar, y entre las extendidas manos sostenía un rayo. La figura representaba una mujer desnuda. Con un sobresalto. Índigo reconoció la obra de un experto artesano de Rayana, la diosa del fuego.

Y, con un segundo sobresalto, la feroz imagen volvió a reunir los enmarañados hilos de su memoria.

Grimya...

En su repentina alarma la muchacha se olvidó de las ataduras de sus muñecas e intentó ponerse en pie, para caer de nuevo torpemente de espaldas. Cerca de ella, algo lanzó un furioso siseo. Permaneció inmóvil; luego, muy despacio, volvió la cabeza.

A cincuenta metros de distancia, algo que ella había creído que existía tan sólo en las leyendas se agazapaba sobre el desigual suelo de roca, mirándola con insólitos ojos amarillos. Una salamandra. Su cuerpo era, quizá, tan largo como el brazo de ella, y estaba hecho de una llama verde tan translúcida que podía ver las diminutas arterias de fuego escarlata que palpitaban bajo su ardiente piel. Unas garras doradas arañaban la piedra, y allí donde su cuerpo tocaba el suelo, éste humeaba y lanzaba chisporroteos.

Índigo lanzó una exclamación ahogada y se encogió hacia atrás. La salamandra abrió su flamígera boca y siseó de nuevo, adoptando una postura hostil, como si fuera a arrojarse sobre ella. Entonces, de algún lugar de detrás de la cabeza de Índigo, una voz que mostraba un peligroso tono de furia y aversión a la vez chirrió:

—¡Si haces de nuevo el menor movimiento sin mi permiso, mi criado te quemará el corazón!

Una sombra cayó sobre la joven. Levantó los ojos y vio a su raptor de pie junto a ella.

Era alto, y su estatura quedaba acentuada por el hecho de que una mala nutrición había reducido su cuerpo a una esquelética delgadez bajo sus viejas y andrajosas ropas. Cabellos que en su juventud habían sido negros, pero que ahora se volvían grises —en algunos lugares casi blancos—, caían en completo desorden sobre sus hombros y espalda; la impresión general resultaba doblemente curiosa por el hecho de que la maraña de cabellos estaba cubierta de complicadas trenzas. Algo de aquel estilo peculiar le resultó familiar a Índigo. Pero no tuvo tiempo de rebuscar en su memoria, ya que el extraño se inclinó sobre ella, los hombros y el pecho palpitantes a causa de su rápida y enojada respiración. Unos enloquecidos ojos de un castaño verdoso se clavaron en los suyos desde un rostro arrugado a causa de una tensión anormal, y el hombre siseó:

—Me comprendes, ¿verdad?

Índigo controló su excitado corazón y reprimió su propia cólera, consciente de que cualquier tentativa de discutir podría resultar peligrosa.

—Sí, comprendo.

La salamandra se acomodó sobre sus cuartos traseros; notaba el calor que emanaba de ella, como si estuviera tumbada demasiado cerca de una hoguera...

—Entonces debes comprender, también, que tendré respuestas. —El hombre empezó a alejarse, luego se volvió en redondo para volver a mirarla, señalándola amenazador con un dedo—. ¡Respuestas! ¡Y si te atreves a mentirme, arderás!

Índigo se retorció incómoda en sus ataduras. Aunque era lo suficientemente prudente como para darse cuenta de que a la menor provocación él podría hacerle daño y, desde luego, lo haría, no podía reprimir su furia. Estaba allí, y cada vez era más fuerte.

Apretó los dientes para contener su natural instinto de dar rienda suelta a una furiosa diatriba, y le espetó:

—¡Ya os he dicho que os comprendo! ¡Haced vuestras malditas preguntas y acabemos!

Él continuó mirándola durante algunos segundos más. Entonces, tan rápido que la cogió desprevenida, agarró un mechón de sus cabellos y tiró de ellos. La obligó a incorporarse y la arrojó de espaldas contra la pared de la cueva.

La cabeza de la muchacha pegó contra la piedra y una vertiginosa sensación de náusea la hizo jadear; cuando sus sentidos dejaron de dar vueltas y pudo volver a abrir los ojos, el hombre estaba agachado con la mirada clavada en ella, enloquecido, como si intentara ver en el interior de su alma.

—¿Por qué viniste aquí? —Su voz estaba ronca a causa de la rabia reprimida—. ¿Qué tortuosos motivos te han conducido a arrastrarte furtivamente por mis terrenos como una serpiente por el arroyo? —Una mano salió disparada y le sujetó la mandíbula, apretándosela con fuerza—. ¿Cómo supiste encontrar mi santuario?

—¡Maldito seáis! —Índigo liberó su mandíbula con una violenta sacudida, jadeante—. ¿Qué, en el nombre de todo lo más sagrado, os hace pensar que yo buscaba vuestro santuario? ¡Ni siquiera sé quién sois!

—¡Embustera! —Echó hacia atrás la mano como si fuera a golpearla, pero se detuvo—. ¡No hay ningún otro ser vivo en estas laderas, y tú lo sabes! ¡Sabías que yo estaba aquí! ¡Me buscabas!

—¡No es cierto! —le espetó Índigo.

—¿No? —Se levantó, flexionando las manos—. Ya lo veremos, saia. Ya lo veremos. —Una torcida sonrisa distorsionó su rostro, y sus ojos adquirieron una curiosa y distante expresión—. No eres un intruso vulgar, eso puedo verlo muy bien. Posees algo de poder. ¿No es así?

Índigo volvió la cabeza.

—Sí —continuó él pensativo—. Un poco de poder. Pero no el suficiente. —La sonrisa se ensanchó—. No puede competir con mis ilusiones, mis ríos de lava, mis dragones, mis mascotas.

La salamandra se levantó sobre sus cuartos traseros, y un agudo y sobrenatural sonido vibró en su garganta.

—Espera, pequeña. En su momento; en su momento. —Vio cómo la mirada de Índigo se deslizaba muy a pesar suyo hacia aquel ser elemental, y cloqueó en voz baja—. Cuando se los llama, se los tiene que alimentar antes de poderlos echar de nuevo. Y cuando se alimentan, carbonizan tanto la carne como el hueso. Es un proceso rápido, pero, según tengo entendido, muy doloroso. —Dio algunos pasos despacio, alejándose; se detuvo, dio la vuelta y regresó junto a ella—. Bien. La verdad. ¿Cómo me encontraste? ¿Y por qué viniste?

La mirada de Índigo se deslizó subrepticiamente por encima de él, en un intento por estudiar el lugar donde se encontraba. Al parecer estaban en una enorme caverna, modesta pero adecuadamente iluminada por velas colocadas en toscos huecos en las paredes. En el extremo opuesto se abría la boca de un túnel, pero no podía ver nada en la oscuridad que había más allá; y, desde luego, no se veía ningún lugar por el que pudiera escapar, incluso en el supuesto de que pudiera soltarse las manos o eludir a la salamandra.

Miró de nuevo al autor de su interrogatorio, y comprendió que no estaba en su sano juicio. La cólera que ardía en él, fuera cual fuese su causa, buscaba una salida: quería hacerle daño, y sólo esperaba que ella le diera un motivo. Su mirada se posó de nuevo en la pequeña estatua de Ranaya, que le dio un atisbo de esperanza donde de otro modo no habría nada. Fuera quien fuese, aquel hombre no era, desde luego, ningún devoto de Charchad. Poseía poder; lo había demostrado de forma estremecedora con las ilusiones que la habían atrapado en el barranco. Pero su diosa era un avatar de la Madre Tierra, por lo tanto el poder que él utilizaba era un poder puro.

El hombre dijo:

—Espero tu respuesta.

Tenía que decirle la verdad. Y además no tenía nada que perder.

—Mi presencia en estas montañas no tiene ninguna conexión con vos —repuso, con la garganta seca—. No sabía nada de vuestra existencia hasta que utilizasteis vuestra hechicería para capturarme, y no tenía la menor intención de penetrar en vuestro santuario ni en el de nadie. La pura verdad es que buscaba una forma de llegar a las minas sin que los que trabajan allí advirtieran mi presencia. — Parpadeó y se pasó la lengua por los labios—. Eso es todo; y podéis creerme o no, como prefiráis.

El silencio siguió a su declaración. No podía saber si el hombre consideraba o no seriamente sus palabras; su expresión resultaba inexcrutable. El único sonido que se percibía en la cueva era un débil chisporroteo proveniente de la salamandra, que cada vez se mostraba más inquieta.

Por fin su raptor habló:

—Una forma de llegar a las minas. —El hombre se llevó un huesudo dedo a la barbilla; luego, repentinamente, su mirada regresó a ella, demente—. ¿Por qué? ¿Qué tenías que hacer allí que debía llevarse en secreto?

«Madre Tierra», pensó la muchacha, «ayúdame ahora, si puedes. »

... Y en voz alta dijo:

—Busco el origen de Charchad.

La salamandra lanzó un agudo silbido, y una blanca llamarada surgió de su hocico. Su furia se vio reflejada en los ojos del hechicero, que, de repente, parecieron encenderse con una oleada de cólera demente. Por un breve instante se quedó inmóvil, rígido; luego se abalanzó sobre ella y la obligó a ponerse en pie, zarandeándola igual que un tiburón enloquecido por el olor de la sangre sacudiría a su presa.

—¿Qué tienes tú que ver con esa inmundicia? —Su voz era un chirrido que resonaba horriblemente en la caverna; golpeó a Índigo una y otra vez contra la pared—. ¡Contéstame! ¡Dímelo antes de que te haga pedazos con mis propias manos! Serpiente, ser miserable, aborto berreón: ¿qué significan esos demonios para ti?

Índigo gritó. Los sonidos surgieron de su garganta de forma involuntaria cuando, con una energía que contradecía su constitución y escualidez, el hombre la arrojó al suelo. La salamandra saltó en dirección a su cabeza, los ojos ardiendo al rojo vivo, la boca bien abierta, pero el hombre le ordenó con brusquedad: «¡No!», y la criatura retrocedió. Índigo se quedó tumbada en el suelo dando boqueadas, cada uno de sus nervios inflamado por el dolor, y, desde una enorme y turbulenta distancia, escuchó la voz del hombre que rechinaba cerca de su oído cuando se agachó junto a ella.

—¡Dime la verdad! Esa pobre mujer que está contigo... ¿Adonde la llevabas? ¿Qué le has hecho?

—¡Uhhh... ! —Le era imposible articular palabra, ni siquiera podía pensar; sus sentidos estaban ardiendo—. Chrys... iva. Ella... ¡Oh, Gran Diosa, ayúdame! —Y a través de su aturdimiento sintió cómo venía, se alzaba y crecía: la cólera, la furia, el odio y la repugnancia que habían acechado como una enfermedad en su estómago desde que escuchara por vez primera el nombre de Charchad. Había bilis en su garganta; la tragó con un esfuerzo y su odio se concentró en su torturador, en el hombre que la había herido, que había arruinado su plan, amenazado a sus amigas...

—¡Dejadme en paz, hedionda inmundicia! —Su voz se elevó aguda, cercana a la histeria, mientras cualquier consideración por su seguridad se hacía pedazos y la furia surgía salvaje de su interior—. ¡Cómo os atrevéis a acusarme de tal blasfemia! ¡Que la Madre Tierra os maldiga y reseque vuestra alma! ¡Desatadme! ¡Desatadme, cobarde, canalla... !

Una mano se estrelló contra su sien derecha y se balanceó hacia atrás, mordiéndose la lengua al interrumpir su diatriba. Mientras luchaba por enderezarse, con la cabeza dándole vueltas, vio que había aparecido una soga en las manos de su atormentador; una soga hecha de llamas azules que crepitaban y se estremecían y, sin embargo, no parecían quemarle.

—Oh, es muy fácil para la escoria de Charchad jurar por la Gran Diosa. —Su voz era tranquila, amenazadora—. ¡Pero ya veremos, saia, cómo les va a tus justas protestas cuando se las ponga a prueba! —Tensó la soga de fuego entre sus dedos—. ¡En pie!

Los hombros de Índigo se estremecieron en sus esfuerzos por llevar aire a sus pulmones.

—¡No lo haré!

El otro sonrió.

—Entonces muere entre atroces dolores, aquí, a merced de mi pequeño sirviente, y demuestra así que tienes miedo a la verdad.

«¿La verdad?», pensó Índigo, mareada. Pero fue suficiente para incitarla.

—¡No! —Intentando mantener una cierta apariencia de dignidad, se puso en pie con un esfuerzo y lo miró cara a cara—. Vuestra mascota puede esperar. Probadme, si eso complace a vuestra deformada mente. ¡Y verdad es lo que encontraréis!

La miró durante unos instantes; luego, una ligera y agria sonrisa intensificó las arrugas de su rostro.

—Por aquí. —Señaló el oscuro túnel que la muchacha había visto antes—. La salamandra irá detrás de ti; si vacilas o corres, sentirás su aliento. ¿Me explico?

—Muy bien. —Le dirigió una mirada fulminante, y se volvió en dirección a la boca del túnel.

Aquel lugar no estaba iluminado, pero el danzante resplandor verdoso de la salamandra era suficiente para alumbrar su camino. Índigo sintió cómo el calor aumentaba a medida que andaba, hasta que, por fin, se le ordenó detenerse. Entonces tuvo la impresión de que se encontraba al borde de un horno abierto. Medio asfixiada por la sofocante atmósfera, se volvió para mirar a su raptor.

—¿Ahora qué?

Su voz resonó horriblemente: intentó inyectarle un tono de desafío, pero resultó un pobre esfuerzo. Padecía claustrofobia, y su cólera anterior había disminuido. Ahora se sentía vulnerable y atemorizada.

—¡Permanece callada!

Pasó junto a ella con la salamandra pisándole los talones, y por la luz que emanaba del cuerpo de la criatura vio que el túnel terminaba un poco más adelante, al parecer en el borde de un pozo profundo que se hundía en las tinieblas. Un humo sulfuroso se alzaba en la oscuridad en espesas y perezosas espirales, y comprendió que el pozo era la fumarola de uno de los antiguos volcanes.

Pero, sin duda, aquellos volcanes se habían extinguido...

—Siéntate.

Una mano la empujó hacia atrás; dio un traspié y cayó de rodillas. De algún lugar en las profundidades de la fumarola parpadeó de repente una luz. Las paredes del túnel parecían pintadas de un rojo violento; recortado en el resplandor, su raptor era una silueta esquelética cuando se volvió hacia ella y le tendió la cuerda ardiente. Pronunció cinco discordantes sílabas extranjeras y la cuerda tomó vida, saltó de sus manos y serpenteó como un trallazo en dirección a Índigo. Con un gesto involuntario, ella se echó hacia atrás, pero su reacción fue demasiado lenta; la llameante soga se enredó a su alrededor y sintió como si algo enorme y caliente hubiera lanzado un enorme y potente suspiro. Un calor que lo envolvía todo y que, sin embargo, permanecía en el umbral del dolor se apoderó de ella. La cuerda no quemaba. Pero mientras la rodeaba se dio cuenta de que estaba bien sujeta, no podía ni moverse ni —y esta segunda constatación le llegó de forma muy parecida a cuando se daba cuenta de que pasaba de la vigilia al sueño— pensar con claridad. La conciencia iba y venía, subía y bajaba como si siguiera el ritmo de un latido lento e inexorable. Su raptor — atormentador, hechicero, némesis (ese concepto tenía un significado crucial. Pero ¿cuál? ¿Cuál? No lo recordaba)— era una silueta negra ante ella, un contorno dibujado por las llamas. Hablaba, pero las palabras carecían de sentido.

—Ya ves el poder de la cuerda de fuego, que ata la muerte a la vida, el sueño a la vigilia, la realidad a la ilusión. Y la verdad a la mentira. Ahora sabremos la verdad, saia. Ahora la sabremos.

Una columna de humo se elevó de la fumarola, y la joven olió de nuevo a sulfuro y sintió el calor de las chisporroteantes rocas que la rodeaban. Pero había algo más que sulfuro y calor. Había un sonido en su cabeza, como el tintineo de un extraño reloj mecánico. Había el murmurante siseo de las llamas; se percibía el murmullo más apagado de una corriente de agua, que fluía despacio por las resecas tierras del sur. Y, más allá, estaba el mar, susurrando eternamente, con un ritmo fresco y lento, contra los elevados acantilados. Había barcos y también el agudo aguijón de la espuma salada. Había una orilla, bosques, llanuras y...

Y los antiguos terrores de las supersticiones de su país, cuando una afectuosa criatura que se sentía sola y proscrita lloraba en la noche pidiendo un amigo y dijo loba en su mente adormecida...

Y allí estaba Carn Caille. El viejo y querido Carn Caille, la fortaleza de las Islas Meridionales, donde el sol nunca se ponía en verano y las nieves invernales se arremolinaban durante los días de oscuridad total, procedentes de las laderas de los glaciares. Y allí estaba el rey Kalig, cuyos ancestros se habían hecho con el poder y fundado una dinastía entre los gastados y viejos muros de Carn Caille. Y la reina Kalig, y sus hijos: Kirra, que sería rey cuando llegara el momento, y...

Y...

—Nnnn...

La palabra no quería salir; sus labios estaban paralizados y no podía pronunciarla. Pero la negativa estaba en su mente, junto con el miedo y el terror, mientras el rostro moribundo de Fenran le gritaba desde la carnicería de la batalla, mientras la Torre de los Pesares se derrumbaba en la tundra, mientras los horrores que no debieran haber paseado por la tierra eran vomitados de las

ruinas para abatirse sobre hogares, vidas y amores, y destrozar su mundo...

Y Fenran no estaba muerto, sino en el limbo, en un mundo de demonios donde los espinos le desgarraban la carne y las pesadillas acechaban sus interminables horas de vigilia. Y sólo ella podía salvarlo. Pero sólo podría hacerlo cuando su misión hubiera terminado, aunque le tomara diez años o un millar...

—¡No! ^

Las cadenas que sujetaban la mente de Índigo se estremecieron y se rompieron. Ella lanzó un alarido terrible y se revolvió sobre el suelo del túnel. La salamandra chilló, su figura empezó a brillar con más fuerza hasta rivalizar con el brillo de la luz que surgía de la fumarola. El humo salió despedido hacia arriba para formar una negra nube sobre la cabeza de la muchacha; ésta intentó librarse de las manos que la sujetaban, que la retenían, hasta que vislumbró un rostro blanco por la consternación flotando frente a ella como una visión enloquecida, y... Y...

Alguien sostenía una copa contra sus labios. El agua era caliente y algo salobre, pero la bebió de buen grado, sintiendo que aliviaba la sensación de ahogo de su garganta. Una parte del líquido se le atragantó y la hizo toser; instintivamente levantó una mano para taparse la boca y, sólo entonces, al hacer memoria, se dio cuenta de que le habían cortado las ataduras.

Le dolían las muñecas, pero apañe de esto no parecía haber sufrido ningún daño. Le acercaron el agua de nuevo; bebió más y su cabeza empezó a aclararse bruscamente. El recuerdo de las últimas horas se le hizo presente. Había esperado morir o que el tormento continuase: en lugar de ello parecía que algo o alguien había intervenido para salvarla.

Confundida y sin saber qué esperar. Índigo abrió los ojos.

Estaba de vuelta en la caverna. La luz de las velas seguía brillando, pero la salamandra había desaparecido. Y una voz le dijo con suavidad:

—Saia Índigo. ¿Podréis perdonarme alguna vez?

Estaba arrodillado a su lado y sostenía la copa con una mano visiblemente temblorosa. Algunas de las trenzas de sus cabellos se habían deshecho, lo cual le daba aún más el aspecto de un espantapájaros loco, y su rostro estaba manchado de hollín. Pero la demencia de sus ojos había desaparecido, y en su lugar había temor y vergüenza.

Extendió la copa de nuevo e Índigo, involuntariamente, se echó hacia atrás, conteniendo el aliento.

—¡No me toquéis!

Mortificado, dejó el agua en el suelo. La muchacha vio que había varias bandejas de comida —un poco de carne guisada, una mezcla de verduras que empezaban a pasarse y un pequeño pastel de frutos secos— colocadas en semicírculo ante ella, de forma muy parecida a como un peticionario colocaría sus ofrendas delante del altar de un templo. Lo miró de nuevo, con la sospecha a flor de piel.

—¿A qué estáis jugando conmigo ahora?

El hombre sacudió la cabeza con energía.

—No es un juego, saia. Es un intento, lastimoso, lo sé, pero un intento, de pediros disculpas. —Su mirada se encontró con la de ella, llena de candidez—. Si tal cosa es posible.

Con mucha cautela. Índigo estudió su rostro mientras intentaba calibrar hasta qué punto podía confiar en aquel aparente cambio de actitud. Si el hombre estaba tan loco como le había parecido antes, podría muy bien intentar atraerla como preludio a un nuevo y mortífero ataque.

Entonces, a lo lejos, y ahogado por el gran espesor de la roca que los separaba, escuchó el espeluznante aullido de un lobo furioso.

¡Grimya! —Hizo intención de incorporarse, pero entonces se dio cuenta de que no podía saber la dirección de la que provenía el sonido. Se giró hacia el hombre—. ¿Dónde está? ¿Qué le habéis hecho?

—Por favor. —Extendió ambas manos para apaciguarla—. El animal está perfectamente. Tiene comida y agua, y está totalmente a salvo. —Le sonrió con ironía—. No tuve más elección que utilizar mis artes de hechicería para confinarla en otra caverna, o me hubiera desgarrado la garganta. Pero os aseguro que no ha sufrido el menor daño.

Rápidamente. Índigo dirigió su energía mental en la dirección por la que le parecía que había venido el aullido, y de inmediato sintió el ardor de la cólera de Grimya. La mente de la loba estaba en tal estado de confusión que le era imposible establecer contacto telepático, pero el hombre había dicho la verdad: su amiga no había sufrido ningún daño.

Miró al hechicero de nuevo.

—¿Y qué hay de Chrysiva? —exigió.

—¿Chrysiva?

—La muchacha que estaba con nosotras. Está enferma, si le...

—También ella está bien, saia. Por favor... —Extendió una mano indecisa y, aunque Índigo siguió sin bajar la guardia, esta vez no se apartó. El hombre apretó con fuerza el puño—. Tengo que daros una explicación y justificaros por qué reaccioné de forma tan violenta a vuestra llegada. Puede que me consideréis loco, saia, pero os ruego que me creáis cuando os digo que no lo estoy. —Se detuvo, y los músculos de su rostro adquirieron una curiosa expresión que no pudo llegar a interpretar—. Atormentado, sí. Y enojado; tan enojado... Pero no loco.

Reservándose su juicio. Índigo repuso:

—¿Y justifica ese enojo y tormento vuestro comportamiento con los forasteros?

—Bajo circunstancias normales, no. —Reconoció aquel punto con una mirada esquiva—. Pero las circunstancias aquí no son normales, saia; ni lo han sido durante los últimos cinco años. Cuando se me alertó de vuestra presencia en las montañas, pensé que erais uno de ellos, que me buscabais...

—¿Ellos? —interrumpió Índigo.

—Los seguidores de esa repugnante abominación que ha blasfemado contra Ranaya, y ha tomado todo lo que es bueno y fuerte y... —Las furiosas palabras se apagaron bruscamente y tuvo que controlarse—. Digamos que la amarga experiencia me ha enseñado que cualquier extraño es más probable que sea un enemigo que no lo contrario.

Índigo empezó a comprender y dijo en voz baja:

—¿Charchad?

El hombre asintió, con el rostro muy tenso.

—Apenas puedo soportar oír pronunciar ese nombre en voz alta, incluso ahora. Y cuando me dijisteis que estabais aquí para buscarlos, yo... —Lanzó un violento suspiro—. No me detuve a considerar cuáles podrían ser vuestros motivos; la cólera que me dominaba era demasiado fuerte y quería obtener venganza en vos. Fue tan sólo cuando utilicé la cuerda de fuego y vi lo que había en vuestro corazón que me di cuenta del error que había cometido.

Una mano fría y muerta se aferró al estómago de Índigo, cuando se dio cuenta, de repente, de lo que aquel hombre estaba dándole a entender. Y recordó la terrible experiencia sufrida junto a la fumarola, en el túnel. Un hechicero con tal poder —y era poderoso; había visto más que suficiente para convencerse de ello— podía penetrar en las profundidades de la mente de otro, sacar todo lo que allí hubiera y ver el alma desnuda que había detrás.

Le devolvió la mirada y sus temores se vieron instantánea y horriblemente confirmados por la piedad que vio oculta en sus ojos. Sabía quién era ella. Inconscientemente, sin quererlo, se lo había mostrado todo: su pasado, su delito, la maldición que la Madre Tierra había lanzado sobre ella. Él lo sabía.

Volvió la cabeza mientras una oleada enfermiza de miseria y vergüenza la recorría; se llevó un puño a la boca y se mordió los nudillos.

—Yo...

—Por favor, saia. —Le tocó el brazo con una suavidad que la sorprendió—. Lo que está hecho, hecho está, y ninguno de nosotros puede cambiarlo. No pretendo comprender lo que hay detrás de vuestra misión, y no pienso intentarlo. No hablemos más de ello, si eso es lo que deseáis. ¿Pero no os dais cuenta de que somos dos almas gemelas?

Bajó el puño y lo miró indecisa.

—¿Lo somos?

—¡Sí! Sé lo que habéis perdido. Y conozco el dolor que tal pérdida produce, porque yo he sufrido de la misma forma. ¡Compartimos un objetivo, saia, y creo que el capricho del destino que nos ha unido es nada más y nada menos que la voluntad de la misma Ranaya!

Sus ojos empezaban a arder de nuevo con el inconfundible brillo del fanatismo. Índigo se sintió abrumada por su ansiedad, aunque no totalmente de forma involuntaria, ya que súbitamente aquel hombre había tocado uno de sus puntos sensibles.

—No estoy segura de comprender... —dijo.

—¡Debéis comprenderlo! ¡Está tan claro! La Diosa quería que nos encontrásemos. Tiene una tarea para nosotros. Vuestra misión y la mía son una sola y la misma: y allí donde por separado nuestros poderes son limitados, juntos podemos trabajar para hacer su voluntad y alcanzar el éxito.

Un tenso e incómodo nudo de excitación creció bruscamente en el interior de Índigo.

—¿Charchad?

—¡Sí! —La sujetó por las manos, apretándolas con tanta fuerza que la joven hizo una mueca de dolor—. Ranaya ha contestado a mis oraciones, vos sois Su instrumento. Juntos. Índigo, podemos enfrentarnos a Charchad y destruirlo!

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