CAPÍTULO 4


A media mañana. Índigo y Grimya estaban ya lo bastante lejos de Vesinum como para que el hedor físico, si no el psíquico, del festival de Charchad hubiera desaparecido de su olfato. Se habían puesto en marcha bajo un pálido amanecer que aún no había desterrado por completo del cielo el resplandor nocturno, y habían salido de la ciudad por la carretera que iba hacia el norte.

Pocos ojos las habían visto marchar. Índigo se dio cuenta de que el propietario de la posada la contemplaba desde una de las ventanas superiores de la Casa del Cobre y el Hierro mientras montaba en el poni, pero no había nadie por las calles, y el ruido de los cascos de la montura al echar a andar había sido el único sonido que rompiera el silencio de la mañana. También la plaza estaba desierta; la muchacha había vuelto el rostro para no ver el horroroso y carbonizado legado del festival y había seguido su camino sin volver la cabeza. Ahora, mientras el sol ascendía por el firmamento y el calor aumentaba hasta alcanzar la intensidad de un horno, apresuraba al poni tanto como le permitía el sentido común, ansiosa por interponer la mayor distancia posible entre ella y los desagradables recuerdos que evocaba la ciudad.

Ella y Grimya habían hablado poco sobre su experiencia. Las palabras parecían inadecuadas; aunque Índigo no sabía nada de las víctimas que habían muerto en las piras de Charchad, lloraba, no obstante, su pérdida. Y su rabia, que parecía a punto de estallar, seguía sin mostrar la menor señal de calmarse. Su mente estaba más tranquila ahora, pero se conocía lo suficientemente bien como para saber que se necesitaría muy poco para provocar en ella un ataque de furia contra Charchad y todo lo que representaba.

Era consciente, sin embargo, de que de momento no tenía aún una idea clara de lo que significaba Charchad. Todo lo que sabía era lo poco que había visto en Vesinum; y, aunque lo acaecido la había alterado y enfermado, no había revelado nada sobre los orígenes del culto, ni sobre su objetivo final. Pero cualquiera que fuese la naturaleza de Charchad, había visto mas que suficiente para convencerla, sin el menor lugar a dudas, de que el culto tenía un vínculo directo e inextricable con el demonio que buscaba.

Un enorme carromato cargado de leña y tirado por dos esforzados bueyes vino hacia ella rodando con gran estrépito, y echó a su poni a un lado de la polvorienta carretera para cederle el paso al convoy. El conductor le dio las gracias con voz ronca y uno de los dos jinetes de la escolta la saludó y le dirigió una sonrisa. Mientras aguardaba a que la nube de polvo levantada a su paso se disipase. Índigo dedicó algunos instantes a examinar el camino que tenía delante.

Estaba todavía en la principal ruta comercial que corría paralela al río, pero por sus mapas sabía que tres o cuatro kilómetros más adelante, la carretera se encontraba con la barrera de las montañas volcánicas y que allí giraba bruscamente hacia el este. Las cumbres color marrón rojizo dominaban el horizonte ahora, marchitas y quemadas por el sol e indefiniblemente amenazadoras; y el cielo, más allá de las primeras elevaciones, aparecía teñido con la sulfurosa contaminación amarillenta de las excavaciones y de las operaciones de fundido que tenían lugar en el centro de la cordillera. Grimya se había quejado ya de los olores malsanos que asaltaban su olfato; incluso Índigo, cuyos sentidos eran menos agudos por su condición de ser humano, había percibido aquella atmósfera corrupta.

Sacó la piedra-imán y volvió a mirarla. El diminuto punto de luz dorada que había en su interior seguía indicando sin la menor vacilación hacia el norte. La muchacha agarró las riendas para seguir su camino. Grimya, que se había dejado caer sobre una diminuta parcela de hierba seca y marchita, se incorporó de mala gana, con la lengua colgando, y dijo vacilante:

«Me gustaría descansar pronto...»

—No falta mucho para las montañas. —Índigo bajó los ojos hacia su amiga y sonrió—. Encontraremos una sombra enseguida.

Durante el siguiente kilómetro, la circulación en la carretera aumentó hasta convertirse en una corriente continua que pasaba junto a ellas proveniente del norte. Caravanas de comerciantes, carretas de suministros, pequeños grupos de jinetes, incluso algunos caminantes cubiertos de polvo. Nadie dedicó más que una mirada indiferente a Índigo y Grimya, y por fin llegaron a las primeras estribaciones y al cruce donde la carretera giraba para atravesar el río y transportar su tráfico hacia el este. Un feo y enorme puente de hierro atravesaba la corriente, flanqueado por unos toscos cobertizos, y en ambas orillas un cierto número de caldereros oportunistas y de pequeños comerciantes habían instalado puestos y proclamaban a grandes voces sus mercancías a los viajeros.

Índigo detuvo su montura y contempló la escena. Se dirigía hacia el norte, no al este; sin embargo, parecía que no podía hacer otra cosa que no fuera seguir la carretera, ya que el único camino hacia el norte era un ancho sendero lleno de baches, que seguía el río hasta donde éste se desvanecía entre las montañas. Y el sendero estaba cortado al paso por altas y bien guardadas verjas.

Se dirigió a Grimya en voz baja:

—Esa debe de ser la entrada a las minas. Sin la documentación adecuada, esos guardas no nos dejarán pasar. Tengo la impresión de que no les gustan los visitantes ocasionales.

El hocico de Grimya se arrugó y ésta olfateó la cargada atmósfera.

«No puedo creer que nadie quiera ir ahí si no es por un buen motivo.»

—Ni yo. Pero no podemos discutir lo que nos dice la piedra-imán.

Escudriñó la ladera que tenía ante ella, pero no vio nada que la animara. Las montañas parecían infranqueables; a cada lado del sendero de las minas la roca volcánica se alzaba en pliegues casi verticales allí donde, mucho tiempo atrás, había aparecido una falla en el terreno. Nadie en su sano juicio se atrevería a escalar tal pared, y mucho menos esperaría conseguirlo. Y no obstante, si continuaba por la ruta comercial sería improbable encontrar un camino hacia el interior de la cordillera más adelante, ya que pasado el río la carretera torcía y se alejaba cada vez más de las montañas, separada de ellas por una llanura de lava llena de hoyos que ningún caballo podía atravesar.

Dos jinetes muy bien vestidos pasaron ruidosamente por su lado, obligando a sus caballos a ir más deprisa de lo que cualquier hombre, con un ápice de bondad, hubiera pretendido con aquel calor, y abandonaron la carretera para ir en dirección a las puertas de la mina. Un guarda les salió al paso, e Índigo vio que uno de los jinetes agitaba una pequeña ficha metálica bajo las narices del hombre antes de que se abrieran las rejas y la pareja espoleara sus caballos para franquearlas. La muchacha se pasó la lengua por los labios, que estaban resecos y doloridos a causa del sol, y comprendió que no podía quedarse allí indecisa mucho más tiempo. Sólo era mediodía; necesitaban algún tipo de cobijo y una oportunidad para descansar hasta que el día refrescara. Apartó la mirada del sendero de la mina, y examinó el terreno otra vez. Entonces vio algo que, deslumbrada por el sol, no había advertido antes: otro sendero, tan viejo y abandonado que apenas si era visible, que se separaba de la carretera principal y se alejaba serpenteando en dirección oeste. A primera vista parecía terminar allí donde se encontraba con la pared volcánica; pero, mirándolo con más atención, a Índigo le pareció descubrir una fisura en los macizos pliegues de la roca, en el interior de la cual se perdía el sendero.

¿Un antiguo camino de los mineros, que había caído en desuso? Era posible: y era su única oportunidad.

Bajó la mirada hacia Grimya y le proyectó un pensamiento.

«Grimya, ¿ves ese sendero que va hacia el oeste?»

La loba miró hacia donde le indicaba.

«Lo veo.» Percibió la ansiedad de Índigo y prosiguió: «¿Crees que puede llevarnos adonde queremos ir?»

«No lo sé. Pero tengo un presentimiento, una intuición...»

Inconscientemente jugueteó con la piedra-imán. Grimya abrió sus fauces en una sonrisa lobuna y lamió el aire.

«¡Por lo menos puede ofrecernos algo de sombra!»

La joven se echó a reír.

¡Grimya, eres muy perseverante! —dijo en voz alta—. Vamos, pues. ¡Investiguemos antes de que nos asemos bajo este sol!

Se preguntó, con cierta inquietud, si los guardas de la mina no les darían el alto o les impedirían seguir adelante antes de que pudieran llegar al sendero, pero al parecer el interés de los centinelas se extendía tan sólo a cualquiera que pusiera los pies en la carretera de la mina. Y el calor también les afectaba; de los cuatro hombres que había de guardia, sólo uno se atrevía a estar a pleno sol, mientras que sus compañeros se refugiaban en una desvencijada cabaña situada junto a una de las verjas. Cuando Índigo y Grimya pasaron junto a la entrada no les dirigió ni una mirada.

Se internaron en el sendero abandonado y, a medida que la pared de la montaña se alzaba junto a ellas. Índigo tuvo la impresión de que se había introducido en un horno. El sol golpeaba contra la superficie rocosa y se reflejaba en sofocantes oleadas, calcinando cualquier rastro de humedad en el aire y convirtiendo el mero acto de respirar en un tormento. El poni tenía la cabeza gacha y se negaba a avanzar si no era arrastrando las patas pesadamente; Grimya jadeaba juntó la sus cascos, intentando mantenerse bajo su sombra, e Índigo rezaba en silencio pidiendo no haberse equivocado

con respecto al sendero. No soportaría aquello más que unos minutos.

De repente la loba se detuvo y lanzó un aullido. Índigo se volvió y la vio mirar atrás, las orejas bien erguidas.

¿Grimya? ¿Qué pasa?

«Algo detrás de nosotros, un alboroto.»

¿Habían sido alertados los guardas y venían tras ellas? Índigo se llevó la mano al cuchillo e hizo una mueca de dolor cuando tocó el metal de la empuñadura, que estaba tan caliente como para producir una quemadura. Pero Grimya desandaba ya el camino corriendo y, al cabo de unos momentos, le gritó en voz alta:

—¡Ín... digo! ¡Le están ha... haciendo daño!

Ella arrugó la frente, sin entender. Entonces el animal volvió a llamarla, más apremiante, y, comprendiendo que algo sucedía. Índigo desmontó y fue corriendo tras él.

Desde la posición en la que se encontraba Grimya, la entrada de la mina era apenas visible. Junto a las rejas tenía lugar una disputa. Una mujer, que gritaba y suplicaba, luchaba por desasirse de las manos de dos guardas, mientras que un tercero la golpeaba furiosamente con una barra metálica. Escandalizada. Índigo la reconoció como la misma mujer que había pretendido defender la noche anterior; la que había intentado pedir algo a Quinas.

La agredida se liberó con un tirón que casi le dislocó el hombro; pero fue sólo un instante, ya que uno de los centinelas la agarró de la ropa —Índigo oyó cómo la gastada tela se rasgaba— y su compañero la golpeó con la pesada barra en el hombro, con terrible fuerza. La mujer vaciló, dio un traspié, y cayó; los guardas la tomaron por debajo de los brazos y la arrastraron lejos de las puertas, antes de arrojarla sobre el polvo a un lado del camino.

Índigo se quedó mirando a los tres hombres sonrientes que regresaban a sus puestos pavoneándose. Sintió que la boca se le llenaba de bilis, pero se obligó a contener el furioso instinto que la impelía a salir corriendo tras ellos y exigir explicaciones en nombre de la mujer. Había cometido ese error antes, y las condiciones no eran mucho mejores ahora.

La mujer, entretanto, había intentado ponerse en pie, aunque no lo consiguió, y se arrastraba despacio y penosamente hacia la pared rocosa donde empezaba el sendero abandonado. Llegó al muro, se dejó caer contrapeste, se dobló hacia adelante y empezó a toser secamente. Índigo maldijo en voz baja e, indicándole a Grimya que no se acercara, corrió hacia la mujer. Cuando se inclinó para ayudarla, ésta se sobresaltó e intentó protegerse el rostro con un brazo, mientras gritaba cosas incoherentes.

—Todo va bien. —La joven la sujetó por los hombros e intentó calmarla—. No os haré daño, soy una amiga. Venid, ¿podéis poneros en pie si os ayudo?

Unos ojos muy abiertos y aterrorizados en un rostro enrojecido le devolvieron la mirada, y el labio de la mujer tembló.

—Es... estoy bien... —Intentó apartar las manos de Índigo, pero fue una tentativa débil—. No deberíais tocarme; estoy...

—Chisst. —Índigo le habló con suavidad pero con firmeza—: Lo que necesitáis es resguardaros del sol. Venid conmigo. —Volvió la cabeza sobre el hombro y gritó—: ¡Grimya, trae el poni! No creo que pueda dar más que unos pocos pasos.

La loba se alejó a toda prisa y regresó al poco rato con las riendas del poni entre sus dientes y el animal marchando de mala gana a sus espaldas. La visión provocó una ligera y aturdida sonrisa en la mujer, que no protestó cuando Índigo la ayudó a subir a la silla.

Grimya le dijo a la muchacha:

«Yo me adelantaré y veré si el sendero conduce hasta alguna sombra.» Se detuvo y añadió: «Está muy enferma, me parece».

«Se recobrará cuando encuentre refugio, y agua y comida.»

«No estoy tan segura. Hay algo más... Bueno, no importa.»

La loba sacudió la cabeza y, antes de que Índigo pudiera interrogarla, se dio la vuelta y echó a correr por el sendero.

Ante el enorme alivio de Índigo, el sendero no terminaba, como había temido, en una desnuda pared rocosa. En lugar de ello, serpenteaba hacia el interior de una grieta, en el acantilado, allí donde se unían dos pliegues de lava petrificada. Cuando penetraron en aquella hendidura, el sol, a Dios gracias, quedó oculto por la elevada pared.

Grimya, que había efectuado una exploración de una parte de la grieta, informó que el camino

parecía seguir una enorme falla del terreno que rodeaba las laderas exteriores de las montañas; no había encontrado ninguna forma de penetrar más en el interior de la cordillera, pero el sendero tampoco mostraba la menor señal de desaparecer. El cañón era también lo bastante ancho como para permitirles descansar con relativa comodidad, e Índigo extendió una manta sobre el pedregoso suelo antes de bajar a la mujer de los lomos del poni. El agua era lo más importante allí, y se ocupó de que tanto Grimya como el poni bebieran lo suficiente de su provisión del líquido elemento antes de llevar la botella a los labios de la mujer. Ésta bebió, pero parecía experimentar alguna dificultad en tragar; mientras la contemplaba en sus esfuerzos por beber. Índigo se dio cuenta, con gran sorpresa por su parte, de que era mucho más joven de lo que en un principio había pensado. De hecho, parecía que acabara de dejar la adolescencia, aunque las penalidades la habían envejecido prematuramente. Además, en algunas zonas su piel estaba llena de manchas de un rojo desagradable, y había llagas en su cuello y la parte interior de los brazos; recordando la enigmática observación de Grimya. Indigo se preguntó si a los problemas de la muchacha no se le añadiría también el de la fiebre. Pero cuando por fin terminó de beber y levantó la vista, no había la menor señal de delirio en sus ojos.

Posó una mano en el brazo de Índigo y musitó:

—Gra... gracias, saia.

Índigo sonrió con cierto pesar.

—Espero haberos compensado por mi incapacidad para ayudaros anoche.

La joven pareció perpleja por un momento, pero luego su rostro se animó.

—Claro..., estabais en la plaza: intentasteis conseguir que dejasen de hacerme daño.

—Y fracasé, me temo.

—No. Fuisteis tan amable, tan buena, y ahora... —La mujer tosió y expulsó un poco de saliva—. Os debo tanto, saia, y no puedo recompensaros... —Enredó las manos, que eran delgadas y callosas, en un mechón de sus cabellos, y empezó a llorar con angustiados y profundos sollozos. Había una terrible desesperación en aquel sonido, e Índigo se sintió muy conmovida; se pasó la mano rápidamente por sus propios ojos y dijo:

—No necesito ninguna recompensa. Por favor, no lloréis. Decidme vuestro nombre, y por qué os maltrataban los guardas de la mina.

Al principio no le pudo contestar. Se limitó a sacudir la cabeza y a seguir llorando. Pero Índigo insistió y, por fin, se calmó un poco. Su nombre, dijo, era Chrysiva, y era la esposa de un minero. Al poco rato la dominó un nuevo ataque de llanto y, entre sus jadeantes esfuerzos por continuar, se distinguió una palabra.

Charchad.

Un frío gusanillo se agitó en el interior de Índigo, y sujetó a Chrysiva por los hombros.

—¿Qué tiene que ver Charchad con vuestros problemas? —preguntó apremiante—. ¿Qué os han hecho?

Chrysiva aspiró con fuerza, estremeciéndose, y levantó la mirada: sus ojos estaban enrojecidos y velados por las lágrimas.

—Ellos se lo llevaron...

—¿A vuestro esposo?

Asintió con la cabeza, y se mordió con fuerza el labio inferior hasta que apareció en él una gota de sangre.

—Ellos..., ellos dijeron que había insultado a un capataz. Era una mentira, era inocente..., pero no querían escuchar; ¡ni siquiera le dejaron hablar! Dijeron que debía ser castigado, y... ¡y lo enviaron a Charchad!

—¿Lo enviaron a Charchad? Chrysiva, ¿qué significa eso?

Ella no prestó atención a la pregunta.

—Les he suplicado, les he rogado; ¡lo he intentado todo, pero no quieren dejarlo en libertad!

—Chrysiva...

—Dos meses hace que se lo llevaron..., ¡dos meses y siguen sin tener piedad! ¡No sobrevivirá, sé que no podrá!

—Chrysiva, por favor, préstame atención...

«No sirve de nada», dijo Grimya con tristeza. «Está demasiado alterada para contestar a tus preguntas. En lo único que puede pensar es en su pena.»

Con un suspiro. Índigo se apartó y se sentó sobre sus talones. Grimya tenía razón; no sabrían nada más de Chrysiva hasta que ésta no se hubiera sacado de encima la parte más terrible de su dolor y se sintiera más calmada. Y ella misma sentía la necesidad de descansar; aunque estaban fuera del alcance del sol, el cañón era terriblemente caluroso, y valdría más que durmieran unas cuantas horas

hasta que refrescara el día.

Chrysiva se había acurrucado sobre la manta, el rostro hundido en el ángulo del brazo. El poni dormitaba ya; Índigo lo desensilló y luego se acomodó lo mejor que pudo en el suelo; y, con Grimya a su lado, se dispuso a dormir.

Durmió, pero las pesadillas vinieron a perseguirla, entremezcladas con una vaga y febril conciencia del calor y de la dura incomodidad de la roca sobre la que estaba tumbada. En sus sueños volvió a ver a Fenran, pero su rostro estaba desfigurado por cicatrices horribles y la piel abrasada por una enfermedad que bullía en su interior y que no había forma de contener. Índigo se dio cuenta de que sin una atención rápida y eficaz su prometido moriría, y en su pesadilla llamó a Imyssa, la prudente y anciana bruja que la había cuidado en su infancia. Pero su grito se limitó a resonar inútilmente por las habitaciones vacías de Carn Caille, pues Imyssa no contestó. Y cuando ella se volvió e intentó tomar los recipientes de las pociones y compuestos simples que se hallaban colocados en una estantería junto a ella, éstos se convirtieron en un hediondo polvo negro que se desvaneció entre sus manos. Y Fenran la llamaba desde el lecho de retorcidos espinos en que yacía tendido, y se desvanecía, y ella no podía ayudarlo, y él se moría...

Se despertó dando un grito que resonó por el cañón e hizo que Grimya se pusiera en pie de un salto, los pelos de punta, alarmada. Entonces llegó a la familiar conclusión de que no había sido más que un sueño. Sintió la pegajosa sensación del sudor secándose sobre su cuerpo y luego, por fin, el reconfortante contacto de la piel de la loba que intentaba consolarla.

«¿Otrapesadilla?», preguntó Grimya, comprensiva.

La muchacha asintió y luego miró por encima del hombro a Chrysiva. La joven parecía seguir durmiendo; su rostro estaba vuelto hacia el otro lado. Índigo suspiró.

—Volví a soñar con Fenran, Grimya. Pero esta vez se estaba muriendo a causa de unas fiebres.

La loba lanzó un ahogado gañido.

«Fue la historia que te contó esta mujer la que te metió en la cabeza estas cosas. También ella ha perdido a su compañero y suspira por él. » Vaciló. «Nunca he tenido un compañero. Pero tengo una amiga y creo que lo comprendo. »

Existían paralelismos entre la tragedia de Chrysiva y la suya propia, pensó Índigo con amargura, y ello intensificaba aún más el sentimiento de compañerismo que despertaba en ella la muchacha. Se miro las manos, que tenía entrelazadas con fuerza, y dijo:

—Sólo espero que ella tenga más posibilidades de encontrar a su amor de las que yo tengo de encontrar al mío.

«No deberías decir tales cosas», la reprendió Grimya con ansiedad. «Mientras hay vida hay esperanza. »

—¿Esperanza? —El rostro de Índigo adoptó, de repente, una expresión extraviada; luego se endureció hasta convertirse en una máscara—. Sí; hay esperanza. —Se volvió bruscamente y se incorporó, quitándose el polvo con innecesaria energía—. Hace más fresco ahora. La peor parte del día ya ha pasado: deberíamos seguir.

Grimya no hizo ningún otro comentario, pero mientras su amiga iba hacia el poni para ensillarlo —rehusando mirar a la loba a los ojos—, el animal se acercó en silencio al lugar donde yacía Chrysiva y le dio unos suaves golpecitos con el hocico para despertarla.

—Ín... digo...

Su voz mostraba una velada alarma. Índigo se frotó los ojos rápidamente y volvió la cabeza.

—¿Qué sucede?

—No... se des... despierta. Creo que esssstá... mal.

Índigo se reunió con ella inmediatamente y le dio la vuelta a Chrysiva. Había saliva seca en los labios de la muchacha; ésta gimió y farfulló algo ininteligible, pero no podía, o no quería, abrir los ojos. Su piel estaba más caliente de lo que era normal, incluso en aquel clima.

—Tiene fiebre. —Índigo se maldijo en silencio por sus pocos conocimientos médicos; tenía una pequeña colección de hierbas en sus alforjas, pero su experiencia se reducía a poco más que saber cómo restañar una hemorragia, entablillar un hueso o aliviar el dolor. Darle a la muchacha la poción equivocada, o incluso la dosis equivocada de la poción adecuada, podía hacerle más mal que bien.

Si hubiera escuchado con más atención las enseñanzas de Imyssa... La idea resultaba amargamente irónica y la rechazó furiosa, enderezándose y contemplando con atención las cimas volcánicas que se alzaban hacia el cielo delante de ellas.

—Precisa cuidados mejores de los que yo puedo darle —dijo con voz áspera—. Tenemos dos posibilidades, Grimya. O bien la llevamos de regreso a la ciudad, o bien seguimos adelante como teníamos planeado, con la esperanza de que la fiebre se extinga por sí sola.

—No podemos... regre... sar.

—Lo sé. Pero si no...

—Puede que muera. —Grimya se acercó más a Chrysiva y le olfateó el rostro—. Pero hay al... algo... —Alzó la cabeza perpleja—. Este mal no es... normal.

—¿Qué quieres decir?

—Es... ah, no tengo las palabr... palabrras... —La loba hizo una mueca de frustración, luego abandonó sus jadeantes esfuerzos por hablar en voz alta. Sus pensamientos penetraron en la mente de Índigo.

«Lo que la aflige es algo que ningún médico de seres humanos puede curar. »

Índigo se puso en cuclillas y estudió a Chrysiva con más cuidado. Las manchas, las llagas..., recordó las desfiguraciones de tantos de los seguidores de Charchad, y los mineros de la plaza con sus espantosos males. Y, de repente, sintió frío.

—Debemos seguir adelante —dijo—. Tienes razón; no hay otra elección.

—¿Y la muj... mujer?

Índigo no temía ni a las fiebres ni a la enfermedad. Aquello también formaba parte de la maldición que pesaba sobre ella.

—Esperaremos y rezaremos por ella —repuso con pausada amargura—. No podemos hacer más que eso.

El sol empezaba a descender y no habían encontrado aún un sendero que las adentrara más en las montañas. La esperanza que Índigo había abrigado se había ido enfriando hasta convertirse en desanimado pesimismo. El camino que atravesaba la falla rocosa seguía alzándose de forma perceptible, pero aparte de esto no mostraba la menor señal de variación. Cuando las últimas luces del día se apagaron, se detuvieron junto al sendero y montaron un improvisado campamento.

Índigo se sentó en el suelo, se sujetó las rodillas con las manos y clavó los ojos en la oscuridad que tenían ante ellas, no queriendo compartir ni siquiera con Grimya sus lúgubres pensamientos. A sus espaldas, Chrysiva estaba apoyada contra la pared rocosa: durante la última hora se había recuperado un poco y ahora estaba consciente, aunque demasiado débil y desorientada para resultar coherente.

Un débil gañido proveniente de Grimya la sobresaltó y la hizo mirar por encima del hombro. La loba estaba tendida cuan larga era a unos pocos pasos de ella y, en la penumbra. Índigo pudo apenas distinguir el temblor de su roja lengua cuando estiró hacia atrás la cabeza, mientras una de las patas se crispaba. Grimya estaba casi completamente dormida, el sonido no era más que una expresión de sus lobunos sueños, y la muchacha sonrió levemente. También ella debería intentar descansar, pero tenía tantas posibilidades de dormirse como de que le crecieran alas y saliera volando. Era una noche calurosa, el cañón estaba anormalmente silencioso, y no podía aplacar la intranquilidad que reinaba en su interior, la frustrada necesidad de hacer algo más positivo que esperar tranquilamente el amanecer.

Levantó los ojos hacia la estrecha franja de cielo visible por encima del cañón. La luz de la luna quedaba eclipsada por el resplandor frío y sobrenatural que, desde aquel lugar privilegiado, dominaba la atmósfera superior y proyectaba peculiares sombras carentes de dimensiones sobre los picos. Desde aquel lugar esperaba sentir alguna vibración procedente de las masivas operaciones de extracción que se efectuaban día y noche y que no podían estar a más de tres o cuatro kilómetros de allí; pero no había nada. Sólo la quietud y el silencio.

Llevó una mano a la piedra-imán, pero no la sacó para examinarla. Hacerlo parecía inútil; sabía muy bien lo que le diría.

«Pero ¿cómo?» se preguntó mentalmente. O quizá fue a la piedra a quien se lo preguntó. «¿Cómo vamos a penetrar en las montañas, si no hay un camino, ni un sendero, sólo este interminable cañón?»

Algo parpadeó por un brevísimo instante en la periferia de su campo de visión; una luciérnaga, quizás, atravesando el aire a toda velocidad y lanzando su rojo y dorado destello. Índigo se frotó los ojos, que le escocían por el calor y el polvo; luego sacudió la cabeza para despejarse, mientras la imagen de la luciérnaga danzaba sobre sus retinas. Extendió los brazos, flexionó los dedos para desentumecerlos..., se detuvo, y clavó los ojos en el sendero que discurría ante ella.

Había más chispas diminutas flotando en el cañón, pero no eran luciérnagas. La forma en que estaban dispuestas resultaba demasiado artificial, demasiado regular. Al mirarlas con más atención observó que formaban un reluciente y desigual dibujo, casi una tosca representación de un perfil humano...

Despacio, con mucho cuidado. Índigo empezó a ponerse en pie. Otra rápida mirada a sus espaldas le mostró a Grimya —ahora profundamente dormida, al parecer— y a Chrysiva, que tenía la cabeza vuelta hacia el otro lado y los hombros hundidos con aire indiferente. Índigo pasó los dedos por su cuchillo y, siguiendo un impulso, se deslizó en silencio hasta donde estaban sus alforjas y desató la ballesta de las correas que la sujetaban. Colocó una saeta en el arco, otras tres más en su cinturón, y luego volvió a mirar al otro extremo del cañón.

La danzarina imagen resultaba menos clara ahora, pero todavía era visible. Grimya hizo un brusco movimiento con la cola y lanzó un curioso y gutural sonido, pero no se despertó. Chrysiva no prestó la menor atención cuando Índigo regresó en silencio al sendero y empezó a avanzar hacia las extrañas luces. Sus ojos estaban tan amoldados a la oscuridad como les era posible. La joven juzgó que los destellos estaban a unos quince o veinte metros de distancia, sin acercarse ni retroceder. Se aproximó y, por un momento, la casi humana silueta pareció brillar con más fuerza, como si estuviera a punto de adquirir una forma tridimensional. Luego de repente, cuando se preparaba para salir corriendo hacia ella, se desvaneció.

Sorprendida. Índigo no pudo detener el movimiento reflejo que ya había empezado a impulsarla hacia adelante, y lanzó un juramento entre dientes cuando uno de sus pies se estrelló contra una roca que sobresalía del suelo. Las fantasmagóricas luciérnagas centellearon ante sus ojos, confundiéndola; extendió una mano en dirección a la rocosa pared para recuperar el equilibrio... y se precipitó por una abertura. Allí permaneció tendida en el suelo.

Índigo se sentó, escupiendo polvo y sujetándose una mano dolorida. Durante unos instantes fue incapaz de asimilar lo que había sucedido; pero no tardó en comprender, y sintió una punzada de excitación.

Había una abertura en la pared de roca. Apenas si era lo suficientemente ancha como para que pudiera pasar un hombre fornido, pero, aunque pareciera imposible, había ido a dar con ella. La joven se puso en pie, con el corazón latiendo con fuerza, y se dio la vuelta, extendiendo las manos delante de ella. Estaba segura de que se llevaría una desilusión y encontraría una sólida barrera: que la grieta no tendría más de un metro o metro y medio de profundidad; pero la desilusión no llegó. Y cuando, con gran cautela, empezó a avanzar tanteando con las manos, siguió sin encontrar ninguna barrera. El suelo bajo sus pies empezó a elevarse de forma pronunciada.

Un barranco que penetraba en las montañas. Y a no más de treinta pasos del lugar en el que habían abandonado la búsqueda. La excitación le provocó una sensación de ahogo, y se obligó a respirar profundamente varias veces para calmarse. Si —si, se recalcó— el barranco conducía a algún sitio, resultaría un sendero penoso para el poni, especialmente con la carga añadida de Chrysiva. La brecha entre las paredes apenas era lo bastante grande para que pasara el animal; si se estrechaba algo más resultaría infranqueable. Cuando se hiciera de día lo mejor que podían hacer Grimya y ella era explorar un poco antes de someterlos a todos a una caminata que podía resultar infructuosa.

Cuando se hiciera de día... Índigo volvió la cabeza en dirección al sendero, luego hacia el barranco de nuevo. La corroía la impaciencia; no le hacía ninguna gracia la perspectiva de pasar la noche tumbada sin poder dormir e inquieta, contando los minutos que faltaban para el amanecer. No podría dormir, no con aquel descubrimiento tan cerca y tan frustrantemente fuera de su alcance. Y no quería esperar hasta la mañana.

¿No podría, al menos, penetrar un poco más para realizar una pequeña exploración? La marcha resultaría lenta y difícil, pero el fantasmagórico resplandor del cielo aliviaba un poco la oscuridad, y si tema cuidado no le pasaría nada. Grimya lo desaprobaría, pero con un poco de suerte seguiría durmiendo hasta su regreso y no se enteraría. Sólo se adentraría un poco, pensó. Para asegurarse.

Volvió la cabeza una vez más, pero sus compañeras no eran visibles, y su impaciencia la impelía a seguir adelante. Se colgó la ballesta al hombro y con una mano en permanente contacto con la pared que la flanqueaba para poder guiarse. Índigo inició el recorrido por el ascendente barranco.

Había decidido no avanzar más de cincuenta pasos y luego dar media vuelta. Pero, después de aquella cifra, el barranco seguía ascendiendo vertiginosamente, y se había ensanchado un poco, haciendo la marcha más fácil de lo que había temido. De modo que los cincuenta se convirtieron en cien, y luego vinieron otros veinte, y otros veinte más, hasta que se dijo que si seguía un poco más era posible que fuera a salir por encima de las laderas volcánicas más bajas, donde la luz del cielo

sería suficiente para mostrarle el camino con más claridad.

Se detuvo en un lugar donde el barranco torcía para volver a colocar en su sitio la ballesta que había estado resbalando de su hombro y amenazaba con hacerle perder el equilibrio. Sudaba, y el aire nocturno tenía un ligero sabor metálico; por el tacto a piedra pómez de la roca bajo sus dedos supuso que el sendero serpenteaba a través del curso petrificado de un antiguo torrente de lava. Índigo sabía poco de geología, pero parecía lógico conjeturar que la corriente había tenido su origen en el centro de las montañas, y, por lo tanto, podía ser su única posibilidad de encontrar un acceso al interior de la cordillera.

Sólo unos pasos más y daría la vuelta. El camino de regreso resultaría más sencillo; podía llegar al campamento en cuestión de minutos. Y entonces tendría algo que contarle a Grimya cuando despertase...

Índigo lanzó un gran grito de sorpresa cuando, saliendo de ningún sitio y sin previo aviso, una abrasadora luz roja estalló de repente en el barranco. Una oleada de intensísimo calor surgió del suelo y la dejó sin aliento. La zanja de la torrentera dio una sacudida y ella giró sobre sí misma perdiendo el equilibrio; tropezó contra la pared para luego caer de rodillas en el suelo. Empezó a levantarse, pero se quedó paralizada cuando, con ojos medio cegados por el resplandor, sus aturdidos sentidos registraron la imagen de algo enorme, que se elevaba hirviente, ardiendo al rojo vivo, y que bajaba rodando desde las circundantes montañas hacia ella. Lava, lava derretida, ardiente y siseante, coronada de rugientes llamas, que la noche vomitaba en forma de río monstruoso y lento.

Todo pensamiento coherente se transformó en caos total, y un sudor frío invadió el cuerpo de Índigo. Era imposible: los volcanes estaban extinguidos desde hacía siglos; sus caudales de lava estaban fosilizados, petrificados. ¡Aquello no podía estar sucediendo!

El crepitante rugido del fuego resonó en sus oídos, con el contrapunto de una poderosa y atronadora vibración, y el calor del río de material fundido que se acercaba azotó su piel con la fuerza de un terrible oleaje. Imposible o no, la corriente de lava era real: ¡y se abría paso por el barranco, justo en la dirección en la que ella estaba!

Se volvió, resbalando sobre el esquisto y los pedazos sueltos de piedra pómez, al tiempo que luchaba por controlar el pánico que amenazaba con apoderarse de ella. No debía perder la cabeza, de lo contrario...

El terror la golpeó como un puñetazo en el estómago cuando vio el llameante afluente color naranja que se había separado de la corriente principal y describía una curva detrás de ella para abrirse paso por entre los peñascos a sus espaldas. Las rocas que había en el barranco empezaban ya a derretirse: perdían forma y solidez, y brillaban con un resplandor rojizo, luego escarlata, y por fin dorado. Su retirada quedaría cortada en cuestión de segundos.

Índigo echó a correr. La parte cuerda de su mente le gritó que era inútil, que no conseguiría llegar a lugar seguro antes de que la lava se cruzara en su camino; pero la desesperación la hizo arrojar aquel pensamiento a un lado mientras se precipitaba por la ladera. Bajo sus pies el suelo resultaba abrasador, el calor atravesaba incluso las suelas de sus zapatos; corrió más aprisa y su falda, que se había subido hasta los muslos en su ascensión, se soltó de repente en una maraña de tela que se enredó en uno de sus pies y la hizo caer al suelo. Se golpeó contra una roca sólida y rodó por el suelo, sintiendo cómo el calor la abrasaba, cuando un brillo amarillo apareció en su camino. Sus ojos lo enfocaron de nuevo y lanzó un alarido.

Una criatura gigantesca y fantasmal se alzó en el sendero frente a la joven, agitando unas patas delanteras de reptil y dando latigazos con su cola bífida, mientras unas alas enormes y membranosas golpeaban el aire hacia ella en oleadas sofocantes. Una corona de fuego brillaba a su alrededor y aquella cosa rugía: el sonido transmutaba las dimensiones transformando la realidad en pesadilla.

¡Un dragón!, aulló su mente. Pero era un mito, una leyenda, una imposibilidad. ¡No existían los dragones! Y, de repente, por entre aquella cacofonía de pánico, un seguro y terrible instinto le dijo a Índigo lo que ocurría. Hechicería. ¡Y ella se había introducido tranquilamente en la trampa!

Rodó de nuevo por el suelo. Se puso en pie de un salto y dio la vuelta para salir corriendo barranco arriba, lejos del vociferante fantasma que se alzaba ante ella.

No había dado ni tres zancadas cuando la escena que tenía delante estalló. De las cimas de las montañas cayó sobre ella una barrera de sonido, trueno, terremoto y tornado a la vez. Una oleada de poder abrasador la zarandeó y la arrojó dando tumbos desfiladero abajo, como si fuera una hoja azotada por un vendaval. Oyó cómo el dragón lanzaba un furioso desafío, y, mientras el mundo se fragmentaba a su alrededor, tuvo una momentánea y enloquecedora visión de una figura humana, los brazos alzados hacia el cielo, envuelta en llamas que la perfilaban haciéndola destacar contra el

ardiente firmamento.

Calor... un nuevo ataque de poder... dolor... La conciencia de Índigo se precipitó en la oscuridad y se estrelló contra la nada.

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