CAPÍTULO 2


Parecía como si Vesinum hiciera muy poco para justificar su reputación y posición como centro de próspera actividad. Tras pasar por una primera zona de feos edificios, habían llegado a los muelles, donde enormes malecones de piedra se introducían en la lisa corriente del río, y almacenes construidos sin prestar la menor atención a la estética se elevaban desafiando el tórrido cielo. Aquí, aunque había suficiente ruido y actividad para satisfacer al más duro de los capataces, Índigo percibió una atmósfera de sumisión. Los hombres se apresuraban en el cumplimiento de sus tareas con la cabeza gacha y la espalda encorvada, apartando los ojos de un innecesario contacto con los de sus compañeros; los capataces gritaban sus órdenes de forma concisa; y no había la menor señal de las gentes ociosas, mirones, buhoneros o prostitutas de puerto que casi siempre frecuentaban las vías fluviales.

Trastornada por aquella atmósfera, Índigo se desvió y penetró en el centro de la ciudad. Los edificios de aquella zona resultaban más agradables a la vista: casas de comerciantes que se abrían paso en las anchas calles entre posadas, pequeños almacenes, soportales de pizarra donde los vendedores de comestibles, ropas, arreos y utensilios exponían sus mercancías sobre esteras tejidas... Pero la atmósfera predominante era la misma. Se respiraba inquietud, inseguridad, la sensación de que el vecino desconfiaba del vecino. No había niños jugando en las calles, no resonaban risas en los soportales y nadie demostraba el menor vestigio de lo que hubiera sido una curiosidad natural hacia un forastero aparecido entre ellos. Era como si —aunque Índigo no pudo definir qué la incitó a escoger tal palabra— toda la ciudad estuviera asustada.

Detuvo al poni en el extremo de una amplia plaza dominada por una estrafalaria escultura central hecha de muchos metales diferentes. En el otro extremo, un hostal —sólo el segundo que había visto— se proclamaba a sí mismo como la Casa del Cobre y del Hierro. Era un edificio bajo, construido en el severo estilo anguloso de la región, con la fachada quebrada por una serie de arcos ribeteados de descuidado mosaico; pero, aparte de eso, no tenía el menor adorno. Índigo se deslizó por el lomo del poni y, doblando los entumecidos músculos, miró a Grimya.

«Esto servirá tanto como cualquier otro sitio, supongo.» Proyectó su pensamiento en lugar de hablar en voz alta; a pesar de su aparente indiferencia, los habitantes de la ciudad podrían no reaccionar muy bien ante una forastera que al parecer hablaba sola.

Grimya tenía la cola entre las patas.

«No me gusta este lugar», gimió suavemente.

«A mi tampoco. Pero se nos ha conducido hasta aquí por un motivo, Grimya.» Se llevó la mano a la tira de cuero que rodeaba su cuello y sintió la familiar mezcla de tranquilidad y resentimiento que la piedra-imán siempre provocaba en ella. «Nopodemos volvernos atrás ahora.»

Grimya olfateó con cautela el aire.

«El aire huele a cosas malas.»

«Son las minas; el polvo es...»

«No», la loba la interrumpió con energía. «No es eso. Conozco esos olores, y aunque no me gustan he aprendido a aceptarlos. Esto es algo más. Algo...» Luchó durante un breve instante por encontrar la palabra adecuada, luego añadió con énfasis: «Corrupto».

Corrupto. La inquietud de Índigo cristalizó de repente y comprendió que la interpretación de Grimya del sentimiento que compartían era muy acertada. La oprimida atmósfera de la ciudad, la imperante sensación de temor, la capilla profanada, los enloquecidos celebrantes de la carretera... Algo no iba nada bien en Vesinum.

Posó una mano sobre la cabeza de la loba con la esperanza de tranquilizarla con su caricia.

—Vamos. Comeremos y descansaremos; luego veremos qué más podemos averiguar.

Empezaron a andar en dirección a la Casa del Cobre y del Hierro, y estaban en medio de la plaza cuando las sobresaltó un repiqueteo, como si una docena de diminutas campanas repicaran discordantes a la vez. Los pelos del cuello de Grimya se erizaron, e Índigo se dio cuenta de que el ruido provenía de la estrafalaria escultura situada en el centro de la plaza. En la cara norte de la estatua dos pesos de bronce se movían lentamente, uno hacia arriba y otro hacia abajo, colgados de cadenas; mientras que en la parte superior una serie de pequeños discos metálicos habían empezado a girar. Hileras de diminutos martillos colocados sobre pequeñas palancas golpeaban los discos a medida que éstos giraban, y el fino e irregular sonido de su campanilleo resonaba por toda la plaza.

«¿Qué es esto?»

Mostrando los dientes Grimya se apartó de la escultura, e Índigo se echó a reír.

—Es una especie de reloj.

El alivio se reflejó en su voz tras la momentánea sorpresa; toda la estructura, ahora podía verlo, era un complicado mecanismo de relojería, obra de un hábil e ingenioso artesano.

—No puede hacerte daño, Grimya. No es más que un juguete.

La loba no estaba tan convencida.

«Un juego es correr, o perseguir hojas en el otoño, o fingir una pelea. ¿A qué se puede jugar con algo así?»

Divertida por la ingenuidad de su amiga, la muchacha abrió la boca para explicárselo lo mejor que pudiera; pero se detuvo al escuchar el sonido de muchos pies que se arrastraban por el suelo. Se volvió y pudo ver a un grupo de hombres que hacían su entrada en la plaza y se dirigían apresuradamente hacia una calle que salía de la ciudad en dirección norte. Por sus andrajosas ropas y sus rostros mal alimentados dedujo que debían de ser mineros; sin lugar a dudas se dirigían a cumplir con su turno de trabajo en las montañas. Y con un frío sobresalto interior se dio cuenta de que cada uno de ellos mostraba alguna señal de enfermedad o deformidad. Sus males no eran tan repugnantes como los que arrostraban los celebrantes de Charchad, pero, de todas formas, las señales estaban muy claras: caída de cabello, ojos nublados, desfiguraciones en la piel que parecían enormes y feas señales de nacimiento, aunque no lo eran. Y el reloj, como un frío capataz de metal, los había convocado.

Involuntariamente se echó hacia atrás mientras los mineros arrastraban los pies por la plaza y pasaban a pocos metros de ellas. Ni uno solo levantó la vista para mirarlas. Índigo y la loba se quedaron contemplando en silencio cómo desaparecía el grupo.

—Charchad... —dijo, por fin, la joven en voz baja.

«¿Charchad?» —Grimya olvidó la desconfianza que le producía la escultura.

La muchacha sacudió la cabeza, negando el pensamiento antes de que pudiera materializarse, y consciente de una sensación de cólera indeterminada que se encendía en lo más profundo de su mente.

—No importa. No importa...

La Casa del Cobre y el Hierro, al parecer, tenía pocos huéspedes. A pesar del poco negocio que hacía, el delgado y obsequioso propietario aún se sintió inclinado a poner alguna objeción con respecto a Grimya.

—... No es nuestra costumbre —dijo mientras se retorcía las manos como si se las lavase— permitir la entrada de animales en nuestra casa.

Pero, al darse cuenta de la apasionada chispa de enojo que se ocultaba tras la sugerencia de su cliente de que podría ir a alojarse a cualquier otro sitio, cedió con tanta amabilidad como fue capaz de reunir. Las condujo a una habitación pequeña, pero aceptablemente cómoda, con una ventana con postigos que daba a la plaza. Grimya, que jamás había podido superar la antipatía natural que le producía permanecer entre las paredes de cualquier edificio, se puso a pasear por la habitación. Detestaba el encierro y el calor que las sombras de la habitación convertían en sofocante.

La cocina de la casa se ponía en funcionamiento a la puesta del sol, había dicho el posadero, y sonarían unas campanillas para anunciar que empezaban a servirse las comidas. Índigo, sintiéndose más limpia, aunque no completamente descansada, se sentó sobre el jergón relleno de paja que hacía las veces de cama y sacó la piedra-imán para mirarla una vez más. En la penumbra de la habitación, el pequeño punto de luz del interior de la piedra parecía anormalmente brillante; mientras lo sostenía en su palma vio que la chispa se agitaba violentamente, como si fuera un ser vivo lo que estaba atrapado allí dentro e intentara escapar. Y la luz seguía señalando el norte.

Desde la ventana, Grimya dijo:

«Hay mucha actividad en la plaza. Hay hombres que transportan leña. Colocan antorchas. Creo que preparan alguna celebración.»

La idea de que los habitantes de Vesinum desearan celebrar alguna cosa resultaba improbable, pero Índigo se puso en pie y cruzó la habitación. Se agachó junto a la loba y apoyó los brazos en el repecho de la ventana. El sol ya no era más que un rojizo resplandor detrás de los cada vez más oscuros tejados de las casas; las tiendas de los soportales parecían haber cerrado, y la plaza estaba envuelta en sombras sin ninguna lámpara que las mitigara. Debido a que sumisión no era tan aguda como la de Grimya, todo lo que Índigo pudo vislumbrar fueron unas pocas figuras humanas algo borrosas que se movían en la penumbra, aunque sus oídos captaron el ocasional murmullo de voces o el ruido sordo producido al levantar algún objeto pesado.

Un repiqueteo de discordantes campanillas resonó de repente desde abajo. Índigo se volvió al escuchar la señal, aliviada al darse cuenta de lo hambrienta que estaba. La dieta de un viajero a base de fruta seca y tiras de carne salada —todo lo demás convertido en rancio después de un día bajo el abrasador calor; Grimya sólo había podido cazar lo suficiente para alimentarse ella durante el camino— podía ser nutritiva, pero cansaba enseguida. Incluso la más mediocre de las comidas resultaría un cambio agradable.

Grimya se apartó de la ventana mientras la joven se preparaba para abandonar la habitación.

—¿Me que... quedo aquí?

—No. También tú necesitas alimentarte; me ocuparé de que nos den de comer a las dos.

—Pu... puedo c... cazar. Más tarde, cuando todo esssté qui... quieto.

—¿Por qué has de hacerlo, cuando no hay necesidad? Además, creo que debemos permanecer juntas. —Índigo sonrió y luego dirigió la vista hacia la puerta—. Yo, la verdad, me sentiría mejor acompañada.

Índigo se sorprendió al descubrir que no era, de ningún modo, el único comensal de la taberna del hostal. Casi la mitad de los huecos terminados en arco que bordeaban la sala estaban ya ocupados, y se estaban sirviendo jarras de vino o de cerveza a un grupo de comerciantes que ocupaban una de las bien fregadas mesas centrales. Una muchacha delgada de ojos cansados y recelosos hizo una pequeña reverencia y preguntó a Índigo en qué podía servirla; ésta la miró fijamente y le quitó de la cabeza cualquier objeción que hubiera podido hacer, en nombre de su amo, por la presencia de Grimya. Acto seguido fue conducida a un reservado separado de sus vecinos por una reja de filigrana de cobre.

Aunque quizá no tuviera muchas otras cosas positivas, la Casa del Cobre y el Hierro por lo menos ofrecía a sus huéspedes una buena comida. Índigo escogió un plato de carne con especias cocinada con aceitunas y albaricoques en conserva. Como su bolsa estaba lo bastante llena, decidió permitirse el lujo de pedir también un acompañamiento de legumbres frescas traídas de los campos irrigados artificialmente de Agia, y algo muy escaso. Saboreando su comida, con Grimya devorando muy satisfecha una bandeja de carnes variadas, colocada a sus pies, empezó a relajarse un poco por primera vez en muchos días. La atmósfera de la habitación era soporífera y la conversación de los otros ocupantes de la sala se convirtió en un sordo murmullo de fondo; retirado su plato, empezó a caer en un agradable ensueño...

—Bienaventurada seáis, hermana, en esta noche propicia.

Índigo dio un respingo, levantó los ojos y se encontró con tres hombres y una mujer que bloqueaban la entrada del reservado en el que se hallaba. Iban vestidos con sobriedad, y —al igual que los celebrantes y que los mineros de la plaza— cada uno sufría algún tipo de mal, aunque sus defectos eran menos escandalosos que los que había visto antes. De sus cinturones pendían amuletos parecidos al extraño y reluciente talismán que llevaba el demente de la carretera; bajo la luz de las lámparas de la taberna su fosforescencia resultaba apagada y enfermiza.

La joven sintió cómo la pelambrera de Grimya le rozaba, las piernas al incorporarse el animal, con los pelos erizados. Deslizó una mano por debajo de la mesa para calmar a su amiga, proyectando mentalmente una advertencia para que se mantuviera en silencio y se comportara con cautela. Luego saludó con un gesto de cabeza al grupo.

—Buenas noches a todos.

—¿Sois forastera en Vesinum?

El más alto de los tres hombres, cuya piel parecía desprenderse en escamas, sonrió; pero aquel gesto no se extendió a sus ojos, que permanecían fijos en ella y desagradablemente fríos.

—Pues sí. —Índigo sintió que algo en su interior se erizaba al tiempo que la chispa de furia indefinida se hacía sentir una vez más.

—Entonces sed bienvenida como forastera, y como buscadora de ilustración. —La sonrisa desapareció y el rostro del hombre adoptó una expresión astuta—. ¿No sois de Charchad, hermana?

Aquella palabra otra vez. Índigo reprimió un escalofrío.

—Lo lamento —respondió con calma—. No sé nada del Charchad, quienquiera o lo que quiera que sea.

La mujer lanzó un siseo, como si la muchacha hubiera pronunciado una blasfemia, y la expresión de su interrogador se endureció.

—¡Hermana, os aconsejo que observéis el respeto apropiado! ¡No se debe pronunciar el nombre de Charchad a la ligera y os insto a retractaros de vuestro error!

Desesperada, Índigo miró a su alrededor con la intención de llamar al propietario y exigir que

echara de allí a aquellos intrusos. Pero cuando lo encontró su rostro estaba vuelto hacia otro lado, y comprendió que no tenía la menor intención de intervenir.

Uno de los otros hombres habló entonces. Su boca estaba muy deformada, lo cual le producía un defecto en el habla que hacía casi ininteligibles sus palabras.

—Nuegtra hergmmana... jierra... pego... sólo pog omi-jión. A...un huede veg la uz de la vegdad, y jecibig la ben-dijión.

Índigo advirtió que Grimya se ponía en tensión y le siseaba en silencio:

«¡Peligro!»

«Espera.» Los dedos de la muchacha se cerraron sobre su lomo. «No hagas nada aún.»

El rostro de su interrogador se relajó de nuevo adoptando una gélida sonrisa.

—Desde luego, hermano, desde luego. ¡La luz de la verdad! Hermana, sois afortunada, porque nosotros, los que pertenecemos a Charchad, estamos dotados de un grado de misericordia y justicia que está ausente en el no iniciado. —La sonrisa se amplió; Índigo tuvo la impresión de que adoptaba la traicionera mueca de un reptil—. Se diría que vuestra llegada es muy oportuna, ya que podemos ofreceros una oportunidad sin precedentes para alzaros de la oscuridad en la que os movéis y dar vuestros primeros pasos por el auténtico sendero.

Grimya se agitó de nuevo, los músculos dispuestos.

«¡Esto no me gusta! Este hombre amenaza...»

«Chisst.»

Índigo la acarició de nuevo, consciente de que su propio corazón empezaba a latir demasiado deprisa: no de miedo, sino por aquella rabia sin forma que por fin empezaba a converger en algo. Sus ojos se encontraron con la mirada firme del portavoz de Charchad, y repuso con helada formalidad:

—Señor, no tengo la menor duda de que vuestras intenciones son buenas y de que sois sincero en vuestras creencias. Pero no me gusta que se me den órdenes cuando deseo tranquilidad y soledad, y tampoco me gustan las amenazas veladas. —La cólera brilló con repentina violencia en sus ojos—. Os desearé, por tanto, buenas noches.

La mujer siseó de nuevo —Índigo se preguntó por un breve instante si podría hablar— y la apariencia de amistad desapareció abruptamente de los modales del cabecilla.

—¡Hermana, pagaréis muy cara vuestra descortesía!

Dio un paso hacia adelante y sus compañeros se arrastraron detrás de él hasta queja salida del reservado quedó completamente bloqueada. Índigo empezó a incorporarse, mientras su mano se dirigía veloz al cuchillo que pendía de su cinturón...

—¡Cenato!

La nueva voz estaba llena de autoridad, y los cuatro personajes se volvieron en redondo como si los hubieran golpeado. Un hombre alto y moreno atravesaba la habitación hacia ellos; apartó a la mujer a un lado con malos modos, empujó a uno de los hombres detrás de ella y miró furioso al vacilante cabecilla del grupo.

—Deja a la dama en paz, Cenato. ¿Cuántas veces tengo que advertirte sobre este tipo de comportamiento?

Cenato abrió la boca.

—Yo... estábamos...

—¡Estabais siendo una molestia! ¿Qué impresión creéis que le causará esto a un extraño? — Indicó en dirección a la puerta—. Fuera. Y que no vuelva a ver vuestras caras por aquí de nuevo.

Bajaron la vista hacia el suelo; murmuraron algo, se volvieron arrastrando los pies y se alejaron. El recién llegado se los quedó mirando mientras se dirigían hacia la puerta, y sólo cuando hubieron salido se volvió hacia Índigo de nuevo.

Saia. —Hizo una pequeña inclinación, llevándose una palma al hombro según la costumbre de la región—. Me amo Quinas, y estoy a vuestro servicio. Os pido disculpas por la conducta de Cenato y sus amigos: son gente buena y piadosa, pero su forma de abordar a los recién llegados es a veces demasiado entusiasta.

Índigo había vuelto a sentarse en su silla, el cuchillo todavía en su funda, pero al mirar a su salvador vio que también él llevaba uno de aquellos curiosos amuletos relucientes sujeto al cinturón. Otro de ellos... El alivio y la gratitud se encogieron en su interior, y cuando respondió su voz era hostil.

—«Buenos y piadosos» no son las cualidades que yo hubiera atribuido a sus amigos, señor, si hemos de atenernos a sus modales.

El hombre hizo un gesto de impotencia.

—Me temo que esto es lo que sucede, a menudo, con aquellos que han visto hace poco tiempo la luz de Charchad. Su entusiasmo hace que adopten una actitud que puede asustar al no iniciado; necesitan tiempo y guía para aprender a templar su entusiasmo con consideración hacia los demás. Por favor, aceptad mi garantía de que no os molestarán de nuevo.

—Espero que no, señor. No estoy acostumbrada a este trato, y no lo encuentro nada divertido.

—Naturalmente que no. —Levantó los ojos y chasqueó los dedos en dirección a una de las muchachas que atendían las mesas—. ¡Eh, tú! ¡Una botella de cinco años, ahora mismo! —Y, volviéndose de nuevo hacia Índigo, añadió—: Es una pequeña compensación, saia, pero es lo mínimo que puedo hacer.

Hacía todo lo posible por resultar conciliador, y aunque a la joven le produjo una inmediata aversión, no podía mantener su hostilidad sin parecer grosera.

—Os lo agradezco, señor. Aprecio de veras vuestra amabilidad. —Vaciló un instante, pero se dio cuenta de que por simple educación no tenía más remedio que añadir—: ¿Me acompañaréis?

—Por unos momentos, tan sólo. —Sonrió—. No tengo el menor deseo de inmiscuirme aún más en vuestra intimidad.

La moza se acercó rápidamente al reservado con una jarra llena hasta el borde; mientras la depositaba sobre la mesa, Índigo advirtió miedo en su expresión. Quinas, quienquiera que fuese, tenía influencia en más de un lugar. Envió a la muchacha a buscar otra copa, y mientras la traía, tomó asiento frente a Índigo.

—Por vuestra continuada salud y prosperidad —dijo cuando la joven le trajo lo que había pedido. Llenó las copas de ambos y bebieron.

Grimya se había tranquilizado —su amiga notaba el cuerpo de la loba, tendida bajo la mesa, apoyado contra sus piernas—, pero su mente seguía inquieta. Índigo se tomó un momento para inspeccionar a su acompañante. Tendría, imaginó, entre treinta y cuarenta años, y poseía la negra cabellera y la piel aceitunada típicas de las gentes nacidas y criadas en la región. Iba demasiado bien vestido y estaba, a todas luces, demasiado bien educado para ser un minero o un marinero, aunque sus manos parecían acostumbradas al trabajo manual y la piel de su rostro estaba curtida por el sol y el viento. Le resultaba un hombre bastante atractivo, a su manera, hasta que, por primera vez, al exponer a la luz de las lámparas su rostro con más claridad, vio sus ojos. Estaban curiosamente cubiertos y, cuando parpadeaba —la primera vez no estuvo segura, pero la segunda lo confirmó—, una película carmesí caía sobre ellos durante un brevísimo instante, como una extraña segunda lente, para cubrirlos.

Otra deformidad... Índigo dominó el deseo de echarse hacia atrás con repugnancia, y bajó la mirada con rapidez hacia su copa. Cuando Quinas le habló tuvo que contener un escalofrío.

—¿Puedo preguntaros vuestro nombre?

Se obligó a levantar los ojos otra vez.

—Mi nombre es Índigo.

—Índigo..., muy poco corriente. No sois, supongo, de esta zona...

—No.

—¿Puedo preguntaros qué os ha traído aquí? —Vio cómo su expresión se volvía recelosa, y sonrió disculpándose—. Por favor, perdonad mi curiosidad. Pregunto simplemente porque tengo el privilegio de ser el capataz de la mina Escarpadura Norte; en el transcurso de mis deberes, a menudo conduzco a comerciantes a inspeccionar nuestras operaciones. Si tenéis algún negocio en las minas, me sentiría muy honrado de poder ofreceros mis servicios.

Índigo se relajó un poco.

—Entiendo. Gracias, Quinas, pero no tengo nada que ver con el comercio de minerales. Vesinum no es más que una parada en mi ruta.

—Una lástima. —Al igual que ocurrió con Cenato, su sonrisa no llegó a sus ojos—. No obstante, vuestra llegada es una casualidad. ¿Os ha hablado alguien de nuestro festival?

—¿Festival?

—En la plaza de la ciudad; debéis de haber visto los preparativos. Esta noche, los seguidores de Charchad lo celebramos, y la ciudad lo celebra con nosotros. Es una ocasión para purificarse, renovarse y reafirmarse. —Una nueva nota hizo su aparición en la voz de Quinas, e Índigo captó un marcado y desagradable eco del fanatismo del celebrante loco y del grupo que la había abordado en la taberna—. Ése es también, creo, uno de los motivos por los que Cenato se mostró tan insistente al abordaros. —Levantó los ojos; su rostro era tan cándido que por un momento la muchacha sintió que su equilibrio mental se deshacía—. La fiesta se iniciará a medianoche. Espero que nos haréis el

honor de asistir, de modo que podamos enmendar la mala impresión que tenéis de nosotros.

Quizá valdría la pena que lo hiciera, pensó Índigo, si ello la ayudaba a averiguar algo más sobre el Charchad. Asintió.

—Gracias. Me encantará asistir.

Quinas vació su copa y se puso en pie.

—Entonces me despido y os permito que terminéis vuestra cena sin que se os interrumpa. —Salió del reservado y le dedicó una inclinación de cabeza—. Me alegro de haberos conocido, Índigo. Y confío en que aún pueda desempeñar algún papel por pequeño que sea que os ayude a alcanzar la comprensión y la iluminación. Buenas noches. —Se dio la vuelta y atravesó la sala en dirección a la puerta.

La joven lo contempló cuando se alejaba, mientras intentaba asimilar la extraordinaria mezcla de sentimientos que él había provocado en su interior. Sorpresa, contrariedad, un elemento de confusión... Pero, pasando por encima de todos ellos, existía una poderosa y casi violenta sensación de aversión. De momento no podía definirla más que así; pero era suficiente para ponerle la carne de gallina y añadir leña a la cólera que ardía lentamente en su interior.

Debajo de la mesa, Grimya se agitó inquieta. Índigo oyó los pensamientos de la loba.

«No me gusta ese hombre.»

—No —respondió Índigo en voz baja—. A mí tampoco.

«Todos los demás le tienen miedo. Eso no es bueno.»

Se dio cuenta de que los sentidos más agudos de Grimya habían captado lo que los de ella no podían: que no eran simplemente Cenato y su secuaz quienes temían la influencia de Quinas. La actitud de la muchacha que los había servido, las expresiones en los rostros de los otros comensales cuando salió de la sala... Para ser el capataz de una mina, ejercía un poder desproporcionado.

Contempló la jarra, que estaba aún medio llena, e hizo el gesto de servirse otra copa de vino. Antes de que llegara a tocar el recipiente la camarera apareció junto a ella.

—Dispensadme, saia. El dueño me encarga que os diga que no se os cobrará nada por la comida y la bebida esta noche. Gracias, saia.

Índigo contempló, anonadada, la espalda de la muchacha que se alejaba. Luego dirigió la mirada más allá de ella, hasta el dueño, quien se dio cuenta y le dedicó una respetuosa inclinación de cabeza. Era cosa de Quinas o se trataba de un intento de complacerla... De repente ya no quiso el vino, deseó incluso no haberse comido la cena.

Todo lo que quería era escapar de la sala y de la influencia insidiosa del autoproclamado campeón.

Se inclinó y deslizó una mano bajo la mesa para acariciar la cabeza de Grimya.

«Marchémonos» —proyectó en silencio.

«¿Ahora? ¡Estupendo! ¿Qué quieres hacer?»

Índigo sonrió con apagado cinismo al darse cuenta de que la auténtica respuesta a la pregunta de la loba era: desaparecer, emborracharme, olvidarme de la existencia de Vesinum.

«Estoy cansada», le transmitió. «Si hemos de asistir a la celebración a medianoche, me gustaría descansar un rato.»

«No creo que yo pudiera descansar. Esta habitación huele a miedo; me altera.» Grimya se agitó. «Me gustaría salir al exterior un rato, al aire libre. Pero no quiero dejarte sola.»

Índigo sonrió al recordar cuánto odiaba su amiga permanecer encerrada. Paseó la mirada por la habitación. El propietario estaba inmerso en una conversación con un, a todas luces, buen cliente. Las camareras corrían por entre las mesas con bandejas bien repletas. Y la influencia de Quinas, que la había favorecido con su compañía, todavía flotaba, como una invisible pero decidida presencia, en el aire.

«No correré ningún peligro», le dijo a Grimya. «No aún, al menos.»

Varias cabezas se volvieron subrepticiamente mientras atravesaban la sala, y se intercambiaron algunos cuchicheos. Índigo ignoró las miradas, los murmullos; ignoró al propietario cuando éste intentó, zalamero, llamar su atención; observó cómo Grimya se escabullía por la decorada puerta que daba directamente a la plaza; y, por un momento, respiró el cálido pero todavía relativamente fresco aire nocturno. Luego, mientras la loba desaparecía en la oscuridad, se dio la vuelta y abandonó la taberna en dirección a las escaleras.

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