CAPÍTULO 1


El árido calor de la noche dificultaba el sueño de la loba Grimya. Estaba tumbada al abrigo de un saliente de roca, el hocico sobre las patas delanteras, la cola se agitaba, de vez en cuando, incómoda; miraba ladera abajo, más allá de las matas de arbustos raquíticos y mal alimentados, hacia la vacía y polvorienta carretera y el lento río, que discurría algo más lejos. Había visto salir la luna, llena y distorsionada, con la forma y el color de una naranja ensangrentada en la reluciente atmósfera, y había observado cómo avanzaba por el firmamento, entre un diluvio de estrellas desconocidas, hasta quedar inmóvil en el aire, un ojo feroz y hostil, sobre su cabeza. Entre las rocosas grietas, pequeños reptiles se movían perezosa e intermitentemente, como si la luna molestara sus sueños. Grimya estaba hambrienta, pero la lasitud podía más que el deseo de caza. Cerró los ojos intentando pensar en lluvia, en nieve, en los verdes prados y los fríos e impetuosos torrentes de su país. Pero el tiempo y la distancia se interponían entre ella y sus recuerdos: los bosques del País de los Caballos estaban demasiado lejos y, desde hacía demasiado tiempo, se hallaban perdidos entre recuerdos para siempre vagos y nebulosos del lejano sur.

El poni bayo, que permanecía sujeto a un matorral a pocos metros de allí, sacudió la cola, al tiempo que arañaba la piedra con uno de los cascos, y la loba abrió los ojos de nuevo. No había ningún motivo de alarma; el poni dormitaba, con la cabeza gacha, y el movimiento no había sido más que un reflejo. Grimya lanzó un cavernoso bostezo. Luego, como si la inquietase algún oscuro instinto, volvió la cabeza para mirar por encima del hombro a la figura que se encontraba a sus espaldas, acurrucada sobre una gastada manta.

La joven dormía con la cabeza apoyada en la silla del poni. Sus largos cabellos, que mostraban mechones de un cálido tono castaño entre el predominante tono gris, quedaban apartados de su rostro, y la vacilante luz de la luna le confería, momentáneamente, un aspecto plácido. Las arrugas, producto de la tensión nerviosa, quedaban borradas; el rictus de la boca aparecía relajado y el eco de una inocencia y una belleza perdidas parecía brillar en los contornos de sus mejillas y mandíbula. Pero aquella tranquilidad era una ilusión, que, en cuestión de segundos, se hizo añicos cuando los labios de la muchacha temblaron y la vieja sombra regresó a su rostro. Una mano se crispó de forma inconsciente y se cerró con fuerza; luego volvió a abrirse y se extendió hacia afuera como si quisiera tomar y retener los dedos de un compañero invisible. No encontró nada, y mientras la mano retrocedía de nuevo dejó escapar un gemido, como si sintiera un gran dolor.

Perdida en otro mundo aún más cruel, custodiada bajo la calurosa luna por su única amiga, índigo soñaba.

¿Cuánto tiempo ha transcurrido, índigo, antes llamada Anghara?

—Cinco años... —El suspiro se elevó como aire gélido y se perdió en la nada.

Cinco años, criatura. Cinco años desde que tu delito colocó esta carga sobre tus hombros. Has andado mucho desde esos días perdidos en el tiempo.

Vio los rostros, en aquel instante, igual que los había visto tantas veces con anterioridad, moviéndose en lenta procesión en los ojos de su mente. Kalig, rey de las Islas Meridionales, su padre. Imogen, la reina, su madre. Su hermano Kirra, que habría sido rey cuando le hubiera llegado el momento. Y también otros: guerreros, cazadores, sirvientes, todos los que habían muerto junto a su señor en Carn Caille. Una triste procesión de fantasmas.

Y entonces, como ya sabía que iba a suceder, apareció otra figura: los oscuros ojos atormentados, los negros cabellos lacios por el sudor, la energía de su cuerpo destrozada y retorcida por el dolor. Sintió un nudo en su interior e intentó gritar contra aquella visión y desviar la mirada. Pero no pudo. E involuntariamente sus labios formaron un nombre.

—¿Fenran...?

Su prometido la miró a los ojos, una vez, y había tanto anhelo en su expresión que índigo sintió cómo sus propios ojos, en su sueño, se llenaban de lágrimas. Sólo faltaba un mes para que contrajeran matrimonio cuando lo perdió. Ahora haría mucho tiempo que estarían casados, y serían felices, si no...

Extendió la mano, como si buscara algo que no estaba allí; y sus manos se cerraron en el vacío mientras Fenran se desvanecía y desaparecía.

—No. —Apenas podía articular palabra; aunque la pesadilla le resultaba familiar, nunca había conseguido acostumbrarse a ella—. No, por favor...

Así debe ser, criatura. Hasta que los siete demonios que liberaste de la Torre de los Pesares no hayan sido destruidos, tu amor no puede quedar libre. Ya sabes que forma parte de tu carga y de tu maldición.

Volvió la cabeza. Odiaba la voz que le hablaba, la voz del resplandeciente emisario de la Madre Tierra, aunque sabía perfectamente que ningún poder en el mundo podría negar la veracidad de sus palabras.

Cuando lo hayas conseguido, índigo. Cuando los demonios hayan dejado de existir. Entonces conocerás la paz.

Sintió cómo las lágrimas se agolpaban en sus ojos, cómo la garganta le ardía y le producía una sensación de ahogo.

—¿Hasta cuándo? ¿Gran Madre, hasta cuándo?

Todo el tiempo que sea necesario. Cinco años. Diez. Cien. Mil. Hasta que se haya concluido.

En la penetrante luz de sus sueños la pregunta y la respuesta eran siempre las mismas. El tiempo no tenía ningún significado, ya que ella no envejecería. Era la misma que había pasado aquel último día en la tundra meridional, más allá de Carn Caille: aquel día en que la cólera, la imprudencia y la estupidez habían conspirado para conducirla a la antigua torre y a la caprichosa destrucción de su mundo. Volvió a escuchar la titánica voz de la piedra que se resquebrajaba mientras la Torre de los Pesares se desplomaba; vio de nuevo la hirviente y estruendosa nube de oscuridad, que no era humo sino algo mucho, muchísimo peor que brotaba del tambaleante caos en que se habían convertido aquellas ruinas; sintió de nuevo el insensato aguijón del pánico mientras huía azotando con las riendas el cuello de su caballo, de regreso a la fortaleza, de regreso junto a los suyos, de regreso a...

La carnicería y el horror, mientras criaturas deformes que no tenían lugar en un mundo cuerdo se arrojaban como un maremoto sobre los muros de Carn Caille para destrozar, desgarrar y quemarlo todo. Las pesadillas, aquellas cosas repugnantes, se acercaban. Se acercaban y no había ningún lugar donde esconderse, ningún lugar al que huir, ningún lugar...

Salió de su sueño lanzando alaridos, su cuerpo se irguió y cayó luego hacia atrás víctima de un espasmo muscular, de modo que su espalda fue a estrellarse con gran fuerza contra la roca que había tras ella. El mundo de su pesadilla se hizo pedazos y, jadeante, índigo abrió los ojos al cielo color púrpura y a las indiferentes y desconocidas constelaciones, al abrumador silencio y al calor que se arrastraba como un ser vivo por su torso y sus muslos y se introducía por las membranas que unían sus dedos.

Y se encontró con la reluciente mirada dorada de la loba, de pie junto a ella, temblorosa de preocupación.

Grimya... —El alivio de sentir que el sueño se había roto era tan fuerte que por un momento se sintió mareada. Se sentó con dificultad en el suelo, desagradablemente consciente de que sus ropas estaban pegadas, empapadas por la humedad, a su cuerpo, y extendió un brazo para rodear con él el lomo del animal.

Las extremidades de Grimya se agitaron.

—¿So... soñabas?

Las palabras que brotaban de su garganta eran entrecortadas y guturales, pero claramente reconocibles, ya que Grimya había nacido con la extraordinaria habilidad de comprender y hablar las diferentes lenguas de los humanos. La mutación la había convertido en un paria entre los suyos; pero, desde su primer encuentro con Índigo —hacía ya mucho tiempo, en una tierra que ahora era poco más que un recuerdo de zonas verdes y arboladas en la mente de la loba—, aquella calamidad se había transformado, por el contrario, en una bendición, porque la había unido a la única amiga verdadera que había conocido en toda su vida.

—Soñaba. —Índigo repitió la palabra que había pronunciado Grimya y apretó su rostro contra la suave piel de la loba hasta que la amenaza de las convulsiones desapareció—. Sí. Era el mismo sueño otra vez, Grimya.

—Lo... lo sé. —El animal le lamió el rostro—. Te vi... vigi... laba. Pe... pensé en despertar... te, pero... —Su lengua se movía con un doloroso esfuerzo mientras intentaba formar las sílabas para las que no había sido diseñada su laringe, Índigo la abrazó de nuevo.

—Todo va bien ahora. Ya se ha marchado.

Contuvo un escalofrío que intentaba asaltarla a pesar del opresivo calor. Luego miró a su alrededor, parpadeando a causa del escozor que sentía en sus ojos cansados. Al este, las estrellas brillaban todavía con fuerza; no había la menor señal de claridad en la vasta cortina aterciopelada del firmamento.

—Deberíamos intentar dormir un poco más —dijo.

—Pero y si los su... sueños reg... gresan...

—No creo que lo hagan. —No ahora; no ahora. Conocía muy bien el modelo, y en todo el tiempo que llevaban viajando no había variado.

Pero y si...

Esta vez no pudo evitar el escalofrío, y hundió las uñas de una mano con fuerza en el dorso de la otra, enojada consigo misma por dejar que el sombrío temor que acechaba en el fondo de su mente la afectara de nuevo. Tal y como había hecho a menudo durante las últimas noches, Índigo miró en dirección norte al lugar donde el paisaje quedaba roto por las escarpadas siluetas de los picos montañosos, que se elevaban en la distancia. Detrás de las primeras cimas, y perfilándolas con una fosforescencia, el cielo mostraba un débil y fantasmal resplandor, como si alguna enorme pero semicubierta fuente de luz se agazapara justo debajo de la línea del horizonte. Pero ningún sol, luna o estrella había brillado jamás con tan frío resplandor nacarado: aquella luz pálida parecía traicionera, anormal, una —la palabra penetró en la mente de Índigo como lo había hecho antes, y ningún razonamiento pudo borrarla por completo— una abominación.

Apenas consciente del gesto, se llevó una mano a la garganta y sus dedos se cerraron alrededor de una tira de cuero muy gastada, de la que pendía una pequeña bolsa también de cuero. En su interior había una piedra, aparentemente no era más que un pequeño guijarro marrón con vestigios de cobre y pirita. Pero en las profundidades del mineral había algo más, algo que se manifestaba como una diminuta punta de alfiler que despedía una luz dorada: algo que la conducía, inexorablemente, hacia una meta de la que no podía —ni osaba— desviarse. La piedra era su posesión más preciada y odiada. Y cada día, mientras el sol se hundía en el recipiente de latón que era el firmamento, aquella diminuta luz dorada empezaba a agitarse en su prisión, llamándola, instándola a avanzar hacia el norte. En dirección a las montañas. En dirección a aquella luz nacarada. En dirección a aquella abominación.

El poni golpeó en el suelo, inquieto, y rompió el incómodo trance de Índigo. Esta apartó bruscamente la mano de la tira de cuero; la bolsa con su precioso contenido golpeó ligeramente su esternón y le hizo desviar la mirada de las lejanas montañas. Grimya la observaba, y cuando un nuevo escalofrío recorrió el cuerpo de Índigo la loba le preguntó, inquieta:

—¿Ti... tienes frrrío?

La muchacha sonrió, conmovida por la inocente preocupación de su amiga.

—No. Pensaba en lo que puede aguardarnos mañana.

—Mañana será otro día. ¿Por qué pen... pensar en él hasta que sea neces... sano?

A pesar de su estado de ánimo, Índigo rió con suavidad.

—Me parece que eres más inteligente que yo, Grimya.

—N... no. Pero a veces quizá... veo con más clar... ri-dad. —La loba apretó su hocico contra la mejilla de la joven—. Ahora debes dor... dormir. Yo vigilaré.

Sintiéndose como una criatura mimada por una nodriza afectuosa —y la sensación era reconfortante, incluso a pesar de que despertaba viejos y tristes recuerdos—, Índigo se tumbó de nuevo sobre la manta. Grimya dio media vuelta. Escuchó el sonido de unas zarpas que se deslizaban suavemente sobre la piedra. Sintió cómo la sombra de la loba, bajo la luz de la luna, se proyectaba sobre ella. Y el perfume de la piedra seca, de la ropa polvorienta y de su propia piel sudada se entremezclaban en su nariz. Otro amanecer, otro día. No pienses en ello hasta que sea imprescindible...

Sus dedos se contrajeron con fuerza, se relajaron, y un árido mundo se desvaneció cuando cerró los ojos y se hundió en un sueño sin pesadillas.

A media mañana, la quietud que cubría la tierra era total. Durante un breve instante, una débil y caprichosa brisa había alborotado un poco el polvo, pero ahora incluso ésta había sido derrotada por el terrible calor. Entretanto el sol, un ojo amenazador en un firmamento del color del hierro fundido, miraba airado a través de una atmósfera sofocante e inmóvil.

Índigo sabía que pronto deberían detenerse y buscar un lugar donde resguardarse de las ardientes temperaturas del mediodía; pero se sentía reacia a abandonar la carretera hasta que no hubiera más remedio. Por las piedras talladas colocadas a intervalos a lo largo del sendero adivinaba que no les quedaba más de ocho kilómetros de camino hasta llegar a la ciudad situada más adelante, y no deseaba prolongar el agotador viaje. Anhelaba encontrar una sombra, algún lugar donde descansar que no fuera una roca reseca. Y por encima de todo, ansiaba encontrar agua fresca y limpia con la que quitarse el sudor y el polvo que sentía incrustados en cada uno de los poros de su piel.

Habían transcurrido seis días desde que se habían puesto en camino por la carretera septentrional desde la ciudad de Agia, y su ruta las había llevado a través del territorio más estéril que Índigo viera jamás. En su tierra natal, allá en el sur, estarían celebrando ahora el Mes del Espino, la época de las hojas nuevas, de la hierba fresca, del nacimiento y desarrollo de los animales jóvenes; pero en este país tales conceptos no tenían el menor significado. A lo largo de varios kilómetros más allá de las murallas de Agia se habían efectuado valientes esfuerzos para cultivar e irrigar el delgado suelo marrón rojizo; había terrazas de vides, bosques de robustos árboles frutales de hojas oscuras, parcelas carmesí o de un brillante tono verde allí donde las cosechas de verduras desafiaban el abrasador calor. Pero, pronto, incluso éstas perdían su dominio, cediendo terreno a la roca, el polvo y el matorral que se extendían hasta las distantes estribaciones de las montañas. Y cuando los últimos sembrados quedaron atrás y desaparecieron en la neblina provocada por el calor, no hubo nada más que ver excepto inacabable esterilidad.

El ritmo del paso lento pero constante de su poni resultaba hipnótico y varias veces, durante los últimos minutos, Índigo se había visto obligada a sacudir la cabeza para salir de un pesado sopor provocado por el calor. En un intento por mantener a raya el cansancio, cambió de posición sobre la grupa de su montura y, luego, contempló el río que fluía a menos de veinte metros de distancia siguiendo la trayectoria de la carretera. El día anterior, cuando el curso del río y la carretera convergieron por primera vez, había sentido el impulso de descender por la rocosa orilla y sumergirse en aquellas aguas; pero la apremiante advertencia de Grimya la había contenido. Sucia —había dicho la loba—. Son aguas muertas: ¡te harán daño! Y, al contemplar ahora el torrente marrón y revuelto de su corriente, Índigo se dio cuenta de lo acertada que había estado su amiga. Unos extraños colores se movían en las profundidades de las aguas, efluvios de las enormes minas que había en las montañas volcánicas, de donde provenía el río, y que se alzaban amenazadoras en la distancia. Nada podía vivir en aquellas aguas contaminadas: la única vida que transportaba el río ahora eran las tripulaciones humanas de las grandes y lentas barcazas que

sacaban sus cargamentos de mineral fundido de la zona minera.

Uno de aquellos convoyes había pasado junto a ellas el día anterior: cuatro enormes y sucias embarcaciones amarradas una detrás de otra y la barcaza que iba en cabeza, conducida por ocho taciturnos remeros que impulsaban su navío con habilidad por el centro de la corriente. Estos no habían dedicado más que una única mirada desinteresada al solitario jinete de la carretera: vestida con una túnica suelta sujeta por un cinturón — atuendo rutinario de hombres, mujeres y niños por igual en aquellas tierras tórridas—, la cabellera oculta bajo un sombrero de ala ancha cubierto con una tela blanca de hilo para protegerla del sol, Índigo podría pasar por cualquier buen ciudadano de Agia dirigiéndose a un mercado, a una feria, a una boda o a un entierro. Y la peluda criatura gris que andaba a paso rápido a la sombra del poni no era más que un perro extraordinariamente grande, un guardián que podía acompañar a cualquier viajero sensato para protegerlo de ladrones o vagabundos.

Ahora, no obstante, el río y la carretera carecían de todo tráfico, y la quietud, a medida que avanzaba el día, era intensa. No cantaba ningún pájaro; ni un lagarto se movía entre los guijarros que flanqueaban la carretera. La luz del sol se reflejaba centelleante sobre la resbaladiza superficie del río, e Índigo desvió la mirada del agua, los ojos doloridos por el resplandor.

«Deberíamos detenernos pronto.»

El calor había dejado a Grimya sin resuello para hablar en voz alta; en lugar de ello recurrió al vínculo telepático que ambas compartían. Su voz mental se introdujo en la amodorrada mente de la muchacha y ésta se dio cuenta de que había estado a punto de dormirse de nuevo sobre la silla.

«El poni está cansado. Y el sol está empezando a afectarte también a ti.»

Índigo bajó los ojos hacia la loba y asintió.

—Tienes razón, Grimya. Lo siento: esperaba poder llegar a la ciudad sin tener que descansar de nuevo, pero era una idea estúpida. —Tanteó a sus espaldas y tocó el reconfortante odre de agua—. Buscaremos alguna sombra y nos acomodaremos allí hasta que mengüe el calor.

«Puede que haya algunos árboles detrás de aquel saliente», dijo Grimya. «Ofrecen mejor protección que las rocas. Estoy hambrienta. Me parece que cuando baya descansado iré...» Se interrumpió.

¿Grimya? —Índigo tiró de las riendas del poni al ver que su amiga se había detenido y miraba con gran atención hacia la vacía carretera que tenían delante—. ¿Qué es? ¿Qué sucede?

Las orejas de la loba estaban erguidas e inclinadas hacia adelante; mostraba los colmillos con expresión indecisa.

«Alguien se acerca.» Ensanchó los ollares. «Los huelo. Y los oigo. ¡Esto es algo que no me gusta!»

El pulso de la muchacha se aceleró arrítmicamente. Echó un vistazo a su alrededor. La prudencia la instaba a buscar un sitio donde ocultarse, pero no había ningún lugar entre las rocas donde pudiera esconderse ni siquiera Grimya, y mucho menos un caballo. Fuera lo que fuese lo que se acercaba, tendrían que encontrarse con ello.

Miró a la loba de nuevo y vio que los pelos del cuello se le habían erizado. Despacio, obligándose a permanecer tranquila, extendió una mano a su espalda, desató la ballesta que colgaba de ella y se la colocó delante, sobre el regazo. El metal de las saetas de su carcaj estaba demasiado caliente para tocarlo; aun así consiguió ajustar una de ellas en el arco y tensó la cuerda. El sonoro chasquido que indicaba que la saeta había quedado bien colocada resultaba reconfortante, pero esperó no tener ocasión de utilizarla. Hasta ahora su viaje había sido muy tranquilo; meterse en líos tan cerca de su destino resultaría dolorosamente irónico. Luego, con gran cautela, espoleó el poni hacia adelante.

Oyó a los recién llegados, al igual que Grimya, antes de verlos. La primera indicación de que venían hacia ellas llegó con los fragmentos de un peculiar y ululante cántico que subía y bajaba en caóticas discordancias, como si un estrafalario coro intentara entonar una canción que le era desconocida. Entonces, donde la carretera torcía abruptamente para seguir al río, rodeando una escarpadura poco profunda, una delgada nube de polvo rojo empezó a hincharse y agitarse en el reluciente aire, y a los pocos momentos el grupo que se acercaba hizo su aparición.

Eran diez o doce personas, hombres, mujeres y niños, y el primer pensamiento de Índigo fue que debía de tratarse de un grupo de cómicos de la legua, ya que iban vestidos con ropas extraordinariamente chillonas y parecían bailar una curiosa y nada coordinada giga: saltaban y brincaban, agitando las manos alocadamente en actitud de súplica hacia el cielo. Luego, a medida que se iban acercando y pudo verlos algo mejor a través del polvo que levantaban con sus pies danzarines, se dio cuenta, con un sobresalto, de que no conocía ningún cómico parecido a aquellos.

Mendigos, religiosos, faquires... Los conceptos daban vueltas en su mente; pero mientras se esforzaba en asimilar aquellas posibilidades, sus ojos le decían otra cosa, y el sudor que empapaba su piel pareció convertirse en un millón de reptantes arañas de hielo. Escuchó a Grimya gruñir junto a ella, y el sonido se cristalizó y reunió las caóticas imágenes en su cerebro mientras la joven contemplaba, atónita, el grupo que se acercaba.

Las abigarradas ropas que los saltarines viajeros llevaban no eran más que una tosca colección de harapos, y cada uno de los danzantes sufría de algún repugnante mal. Los dos hombres que encabezaban el grupo tenían la piel del color de un pescado podrido; uno carecía por completo de pelo, el otro estaba cubierto de llagas supurantes. Detrás de ellos iba una mujer cuya nariz parecía haberse hundido hacia adentro y cuyos ojos estaban blancos y sin expresión a causa de las cataratas; la boca le colgaba abierta como la de un idiota. La piel de otro mostraba grandes manchas de un azul grisáceo, como contusiones recién hechas, sobre extensas zonas de su cuerpo; otro mostraba unos miembros tan distorsionados como las ramas de un viejo endrino. Incluso las criaturas —Índigo contó a tres— no estaban libres de desfiguraciones: una tenía la piel blanquecina y carecía, de pelo, como su cabecilla; otra cojeaba: su paso, parecido al de un cangrejo, estaba motivado por el hecho de tener una pierna la mitad de larga que la otra; la tercera parecía haber nacido sin ojos.

—¡Que los ojos de la Madre me protejan!

El juramento de las Islas Meridionales se ahogó en la garganta de Índigo y se mezcló con bilis, lo que casi logró que se atragantara mientras obligaba a su poni a girar la cabeza con un violento tirón de las riendas y lo detenía. Mentalmente escuchó el grito silencioso de sorpresa y disgusto proveniente de Grimya, e intentó apartar la vista de aquella visión.

Pero no podía. Una terrible fascinación se había apoderado de ella, y tenía que mirar, tenía que ver. El grupo siguió avanzando, dando saltitos hacia ella con una horrible inexorabilidad que hizo que su corazón se acurrucara tras sus costillas; y vio, ahora, que mientras cantaban y chillaban se azotaban a sí mismos y entre ellos con trallas cuyas atroces puntas parecían relucir con un tono nacarado, anormales luciérnagas azules y verdes bajo la deslumbradora luz del sol.

El poni resopló, dando un quiebro, y percibió una carga de miedo en los músculos cubiertos por su suave pelaje. Sujetó con fuerza las riendas, en un intento por mantener al animal controlado sin soltar la ballesta, y lo condujo tan fuera del camino como le permitía la acumulación de guijarros que lo bordeaban. Una sensación de náusea se apoderó de su estómago cuando su trastornada mente descifraba palabras en medio de los farfulleos de su canción; palabras en el monótono sonsonete de aquella lengua que ella había aprendido a hablar de una forma aceptable durante su estancia en Agia: gloria, gracia, los bienaventurados, los bienaventurados —y otra palabra, una que no conocía—, ¡Charchad! ¡Charchad!

Por un instante pensó que pasarían junto a ella sin detenerse, demasiado absortos en su propia locura privada para prestarle la menor atención. Pero su esperanza fue efímera, ya que, en el mismo instante en que por fin consiguió tranquilizar al poni, uno de los hombres que encabezaban la grotesca procesión alzó una mano, con la palma hacia afuera, y gritó como en señal de triunfo. A su espalda, sus compañeros efectuaron una caótica parada: los ciegos tropezaron con los tullidos, uno de los niños cayó al suelo y gritos de confusión y mortificación reemplazaron el ululante cántico. Un monstruoso escalofrío interior sacudió a Índigo, que tiró aún más de las riendas, cuando contempló con atónita repulsión cómo el cabecilla del grupo, el hombre sin pelo y de piel blanquecina, levantaba la cabeza, la miraba directamente a los ojos y le dedicaba una amplia sonrisa que descubría una lengua negra y partida, como la de una serpiente, que se balanceaba sobre su labio inferior.

—¡Hermana! —La deforme lengua convertía su habla en algo grotesco—. ¡Bienaventurada sois vos, cuyo camino se ha cruzado con el de los humildes servidores de Charchad! —La mueca se amplió aún más, de una forma imposible y repugnante, y de repente el hombre se separó del grupo y corrió hacia ella moviéndose como si se tratara de un inmenso y deforme insecto. Índigo lanzó un grito inarticulado y alzó la ballesta; el individuo se detuvo, meneó la cabeza en dirección a la joven y le dedicó una obsequiosa reverencia.

—¡Tened fe, hermana! ¡Bienaventurados son los que tienen fe! ¡Bienaventurados son los elegidos de Charchad! —Al ver que la muchacha seguía sujetando con firmeza la ballesta, retrocedió un paso—. ¡Os saludamos y os instamos a que os dejéis iluminar, afortunada hermana! ¿Compartiréis nuestra bendición? —Y abrió las manos, revelando algo que había permanecido oculto en una de las palmas. Era un pedazo de piedra, pero relucía, como las puntas de sus trallas, con el mismo resplandor cadavérico que iluminaba el cielo septentrional cuando el sol abandonaba su puesto.

La mente de Grimya estaba paralizada por la conmoción. Índigo no podía llegar hasta ella, no podía comunicarse. Todo lo que podía hacer era rezar para que la loba no se dejara llevar por el pánico y atacara al hombre, porque una intuición tan certera como nada que hubiera conocido jamás le decía que hacerlo resultaría mucho más peligroso de lo que ninguna de las dos podía imaginar.

—¡La señal, hermana! —El demente hizo una finta con la mano que sostenía la piedra, amuleto, sigilo, o lo que fuese. Entonces, al ver que Índigo se encogía, cloqueó—: ¡Ah, la señal! ¡La luz eterna de Charchad! ¡Mirad la luz, hermana, y al venerarla vos, también podéis alcanzar la bendición! ¡Mirad y dad!

Podía matar a dos, quizás a tres, antes de que el resto cayera sobre ella..., pero Índigo se tragó el pánico, consciente de que tal acción sería una completa locura. Creía tener lo que aquella grotesca criatura quería: sus palabras eran una amenaza disimulada como una súplica de limosna. Tenía comida, algunas monedas; un donativo con aparente buena fe podría persuadirlos de seguir su camino y dejarla tranquila.

Tragándose el amargo sabor de las náuseas que le subían por la garganta, asintió con la cabeza y llevó la mano a su alforja.

—Os... doy las gracias..., hermano, por vuestra bondad... —Su voz no era firme—. Y yo... lo consideraría un privilegio si me permitierais que... que hiciera una ofrenda... —Sus dedos buscaban a tientas, sin saber apenas lo que hacían; un rincón de su mente registraba los objetos sobre los que se cerraba su mano. Una pequeña hogaza de pan ázimo, un pedazo de miel solidificada, tres pequeñas bolsas con monedas: no sabía cuántas contenían y no le importaba.

—¡Hermana, Charchad os bendice tres veces! —Se abalanzó hacia adelante y le arrebató las cosas antes, incluso, de que ella se las pudiera mostrar. El hedor de un osario asaltó la nariz de Índigo y ésta se sintió a punto de vomitar, al tiempo que el poni golpeaba el suelo con los cascos y Grimya lanzaba un gañido. El hombre retrocedió, mostrando todavía su horrible sonrisa; detrás de él sus seguidores permanecían inmóviles, los ojos clavados en la muchacha y en su caballo—. ¡Bienaventurada! —repitió el cabecilla—. La luz de Charchad os ha bendecido. ¡La luz, hermana, la luz! —Y con un agudo alarido se dio la vuelta, alzando ambos brazos en dirección al cielo y mostrando sus trofeos al resto del grupo, que empezó a murmurar, luego a farfullar, y por fin a cantar como lo habían hecho antes.

—¡Charchad! ¡Charchad!

Índigo ya no pudo soportarlo más. Fuera o no un acto inteligente, tenía que alejarse de allí, y hundió los talones con fuerza en los flancos del poni, de modo que el animal salió al galope con Grimya tras él. Tan sólo cuando llegaron al contrafuerte donde la carretera y el río torcían, detuvo el caballo y miró atrás. El corazón le palpitaba con fuerza.

A sus espaldas se alzaba una nube de polvo, y la carretera quedaba oculta. Pero por entre la roja nube pudo distinguir las figuras, afortunadamente ahora tan sólo formas borrosas, de aquellas ruinas humanas que, arrastrando los pies, dando brincos y canturreando, seguían su camino.

Más tarde, ni Índigo ni Grimya se sintieron capaces de discutir el extraño encuentro. Detrás del saliente, tal y como Grimya había pensado, un pequeño grupo de árboles intentaba combatir el calor; allí se detuvieron y refugiaron hasta que el sol empezara a declinar. La conversación resultaba conspicua por su ausencia; Índigo no podía desterrar de su mente las imágenes del grupo de fanáticos religiosos y, en particular, la del loco de piel blanquecina y negra lengua partida. El recuerdo hizo que el agua que bebía adquiriese un sabor nauseabundo en su garganta. Por su parte, Grimya, a pesar de sus anteriores declaraciones sobre el hambre que sentía, había perdido las ganas de cazar y yacía tumbada cuan larga era sobre el ardiente suelo, las orejas gachas y los ojos centelleando furiosos, como si mirara a otro mundo y no le gustara lo que veía.

De vez en cuando, mientras descansaban, Índigo sacaba la piedra-imán de su bolsa y la estudiaba de nuevo. El diminuto ojo dorado estaba más quieto ahora de lo que había estado durante los últimos días. Tan sólo se movía cuando volvía la piedra, para señalar en dirección norte. Las montañas situadas detrás de la ciudad que había más adelante quedaban ahora ocultas por el espeso follaje y los polvorientos árboles; pero, no obstante, la joven era consciente de su omnipresencia en el horizonte y del extraño resplandor frío que, cuando la noche cayera de nuevo, teñiría el cielo con su peligrosa fosforescencia.

Y no podía librarse de la sensación de que el talismán que llevaba el hombre de la lengua bífida que había encontrado en la carretera compartía un origen común con aquella luz sobrenatural.

Pasaron las horas y llegó el momento en que las sombras empezaron a alargarse de forma perceptible. Índigo se puso en pie y colocó de nuevo la manta sobre el lomo del poni. Grimya despertó de su ligero sueño, se relamió, se incorporó y sacudió con fuerza todo su cuerpo.

«Me dormí.» No había la menor satisfacción en su declaración; en el fondo implicaba que hubiera preferido permanecer despierta. «¿Y tú?»

—No. —Índigo sacudió la cabeza.

La loba parpadeó.

«Quizás eso fue lo mejor.»

Fue la única referencia, aunque muy indirecta, que pasó entre ambas con respecto al encuentro sufrido con anterioridad, antes de ponerse de nuevo en camino. Y una hora más tarde, mientras el sol empezaba a deslizarse por el cobrizo cielo, llegaron a los primeros puestos avanzados de la ciudad minera de Vesinum.

Índigo detuvo el poni y giró la cabeza de modo que el ala de su sombrero ocultó el sol que se ponía. Desde lejos, la ciudad parecía componerse tan sólo de una destartalada colección de edificios bajos, desperdigados sin orden ni concierto y divididos por la polvorienta carretera. Más allá de estas extensas afueras, no obstante, pudo distinguir los contornos más consistentes de almacenes que bordeaban el río, aunque cada detalle estaba

oscurecido por una neblina producida por el polvo mezclado con los cada vez más bajos rayos del sol. Sonidos demasiado distantes para identificarlos llegaban a sus oídos; bajó la mirada hacia Grimya, que permanecía sentada junto al poni contemplando con interés la escena que tenían delante.

—El final de nuestro viaje. —Sentía menos alivio del que hubiera experimentado horas antes—. Buscaremos alojamiento para pasar la noche; luego veremos qué puede hacerse por la mañana.

Las mandíbulas de Grimya se abrieron en una cavernosa sonrisa.

«Me alegraré de poder descansar de verdad», le comunicó. «¿Podemos seguir adelante ya?»

Índigo chasqueó la lengua y el poni se puso en marcha de nuevo. Iba tan absorta en la contemplación de la ciudad que tenía delante que no vio la pequeña estructura de madera situada junto al camino hasta que estuvieron casi encima de ella; cuando finalmente apareció en la periferia de su campo de visión, tiró de las riendas con tal violencia que su montura lanzó un relincho de protesta.

—¿Ín... digo? —Sobresaltada por la inoportuna acción de su amiga, Grimya lanzó un gutural gruñido—. ¿Qu... qué sssu... cede?

Índigo no le contestó. Sus ojos estaban clavados en los pedazos rotos y astillados de lo que en una ocasión había sido una pequeña plataforma cubierta, alzada sobre un poste de madera entre la carretera y el río. Para cualquiera que no estuviera familiarizado con las costumbres religiosas de aquella región, su utilidad habría resultado un misterio; pero, a pesar de que había sido casi convertido en astillas, ella sabía lo que era, o más bien lo que había sido. Y un jirón de deshilachada tela roja que sobresalía por entre dos galos rotos lo confirmó.

—¿Índigo? —inquinó Grimya de nuevo—. ¿Qué...?

—Es una capilla. —La boca de la joven se quedó reseca de repente—. En honor de Ranaya. ¿Recuerdas la fiesta a la que asistimos en la ciudad? Ranaya es el nombre que estas gentes dan a la Madre Tierra...

Grimya comprendió lo que le decía y contempló con atención la destrozada estructura.

—Pero... —La lengua golpeó inquieta su hocico—. Es... tá rrrota. De... destruida: no... no conozco la palabra exacta...

—Profanada.

Y un nombre, Charchad, resonó de nuevo en la mente de Índigo. Miró rápidamente por encima de su hombro, como si esperara ver al grupo de enloquecidos y deformes celebrantes danzando carretera abajo y dirigiéndose hacia ellas una vez más.

Los ojos de Grimya se habían tornado de color naranja a causa de una rabia que no podía articular.

—¿Por qué? —gruñó.

—No lo sé. Pero es un mal augurio, Grimya. —Índigo tocó la piedra-imán suavemente con el dedo, y se estremeció interiormente—. Si estos hombres han abandonado el culto a la Madre Tierra, entonces quién sabe qué clase de poder anda suelto por aquí.

—¿Cómo pu... puede al... guien dar la espal... da a la Tierra? —Una dolorosa confusión se había deslizado ahora en el tono de voz de Grimya—. La Tierra es... vi... vida. —Se lamió el hocico de nuevo—. Nnno comprendo a los humanos. Cre... creo que nunca podré.

Índigo empezó a desmontar.

—Debo repararlo —dijo con voz áspera—. No puedo dejar un lugar sagrado mancillado de esta forma...

—¿De qué servirá?

—¿Qué? —Se detuvo.

La loba sacudió la cabeza apenada.

—He dicho: ¿de qué servirá?, Índigo. Lo... hecho, hecho es... tá. No pu... puedes cambiarlo. —Y, de repente, sus pensamientos aparecieron con toda claridad en la mente de la muchacha.

«¿Crees que por decir algunas palabras o esparcir un poco de sal, agua o monedas de oro, lo solucionarás? Puede que tranquilice tu conciencia, pero no conseguirás nada más. La enfermedad que ha hecho que esto suceda necesita una medicina más fuerte.»

Los ojos de la muchacha se cruzaron con los de su amiga por un instante; luego desvió la mirada al suelo.

—Me avergüenzas, Grimya.

«No es ésa mi intención. Sólo te digo lo que pienso que es la verdad.»

—Y tienes razón. —Miró de nuevo a la profanada capilla; comprendió que no había nada que pudiera hacer—. Vamos. —Hizo girar al poni—. Lo mejor será que prosigamos nuestro camino.

Mientras dejaban la pequeña y triste ruina a sus espaldas, no volvió ni una sola vez la cabeza para mirar atrás.

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