CAPÍTULO 6


Índigo dijo:

—Jasker, lo siento. Siento pena por vos. —Levantó la cabeza y sus ojos se encontraron con los agitados ojos castaño verdosos del hombre que estaba sentado frente a ella—. De verdad, siento pena por vos.

A su lado, Grimya se removió inquieta y añadió su comprensivo asentimiento con un débil gañido. El hechicero dirigió una rápida mirada a la loba, luego sonrió con tristeza y bajó los ojos.

—Vuestra amiga posee más misericordia y bondad en su corazón de la que yo tengo derecho a esperar —dijo.

—Grimya no se ve determinada por las debilidades humanas. Pero sus sentimientos son tan fuertes como los de cualquier hombre o mujer.

Índigo contempló la fuente de piedra toscamente tallada que tenía delante, luego la apartó despacio. La historia de Jasker había reducido su apetito al punto en que tan sólo pensar en comida provocaba una extraña sensación en su estómago; en lugar de comer, tomó el odre de agua que el hombre había dejado junto al plato y volvió a llenar la copa de él y la suya.

Jasker —no tenía apellido, por lo que parecía; no era costumbre en aquellos lugares— había hecho todo lo posible por compensarlas, tanto a ella como a Grimya, por la prueba que les había hecho pasar en su primer encuentro. Al dar a conocer la verdad. Índigo se sintió bien dispuesta a perdonar y olvidar; sin embargo, calmar a Grimya lo suficiente como para hacerla comprender que ya no debía contemplar a aquel hombre como una amenaza no había resultado fácil. Índigo había conseguido, finalmente, establecer contacto telepático con ella, y con mucha paciencia la había convencido para que no se lanzase a la garganta de Jasker en cuanto éste retirara la barrera mágica que la mantenía encerrada en una cueva más pequeña. Cuando por fin salió, Grimya tenía los ojos rojos de furia y su pelambrera estaba erizada, por la desconfianza; pero las palabras tranquilizadoras de su amiga y un plato de carne cruda la habían apaciguado, por fin, y aceptó reunirse con ellos en la caverna principal y escuchar el relato de Jasker.

La historia, tal y como el hechicero la había contado, no resultaba agradable de escuchar. Con tranquila e inflexible determinación, que no había podido enmascarar el dolor evocado por sus recuerdos, Jasker explicó que era —o, con más precisión, había sido— uno de los respetados sacerdotes-hechiceros Ranaya, de la Diosa del Fuego, avatar de la Madre Tierra que había sido adorada en la región durante generaciones. Pero con la llegada del Charchad habían llegado también violentos y terribles cambios. El culto —y hasta ahora Jasker no le había dicho nada de sus orígenes— había crecido con aterradora rapidez, hasta que sus dignatarios se sintieron lo bastante poderosos como para desafiar el reinado de Ranaya, deponiendo a su clero.

Quizá, dijo el hechicero lleno de amargura, él y sus compañeros de religión habían sido unos estúpidos por resistirse. Quizás hubieran debido darse cuenta antes de que fuera demasiado tarde de que una confrontación directa con el Charchad no acarrearía más que el desastre; los devotos del culto habían utilizado el temor y la tortura para extender su influencia por el territorio minero y ningún hombre ni mujer corriente se atrevía a protestar, y mucho menos a levantar una mano contra ellos. Pero se habían resistido; y su ferviente esperanza de que las gentes por las que durante tanto tiempo habían intercedido ante Ranaya se levantarían con ellos resultó ser falsa. Los amigos de Jasker, sus queridos compañeros, fueron masacrados. Intentaron utilizar su magia, pero el Charchad poseía sus propios poderes que ellos no podían ni comprender ni combatir. Y cuando las torturas y las matanzas terminaron, la propia esposa de Jasker, a quien éste adoraba, estaba entre los cuerpos destrozados que el culto dejó tras de sí.

La fría objetividad con que el hechicero relató la forma en que había muerto su esposa conmocionó vivamente a Índigo, ya que podía percibir la titánica tensión que la repetición del relato ocasionaba a aquel hombre. Un momentáneo lapso, una mínima pizca de emoción, y Jasker se habría derrumbado incontrolable. Su esposa —no quiso decirle su nombre; según su tradición era una descortesía pronunciar en voz alta los nombres de los difuntos— había sido torturada durante toda una noche. No reveló los detalles de su tortura, e Índigo no preguntó. Pero describió cómo, despojado de su poder y sin la menor posibilidad de ayudarla, había sido obligado a presenciar su lento y agonizante trayecto hacia la muerte.

El propio fin de Jasker hubiera llegado al atardecer del día siguiente. El Charchad, al parecer, quería reservar algunas víctimas para ofrecer un ejemplo público a los indecisos y los incrédulos, y por eso lo encerraron, con dos compañeros apenas conscientes, en su propio templo. Cómo había escapado era algo que en aquellos momentos no podía recordar; lo único que sabía era que, de repente, se vio poseído por una furia como jamás había sentido, una furia enloquecida que aniquiló toda razón y todo temor. Había escapado de su prisión y había matado a dos hombres, quizá tres; a partir de ese instante su mente estaba en blanco hasta el momento en que recuperó el juicio en las montañas volcánicas, mientras el sol se ponía, a sus espaldas, con un enfurecido resplandor rojizo.

La matanza había tenido lugar hacía dos años, y desde entonces Jasker había vivido allí solo, proscrito y fugitivo. Las viejas montañas estaban acribilladas de cuevas, túneles y pozos, todos ellos excavados por la lava derretida en la época en que la actividad volcánica estaba al máximo. No había habido ninguna erupción durante las tres últimas generaciones y, por lo tanto, la red de pasillos y cavernas resultaba un refugio ideal y casi inexpugnable. No obstante, y según le contó a Índigo, los volcanes no estaban de ningún modo apagados. Existía vida en los pozos más profundos de las montañas de fuego —pozos como la fumarola que ella había visto—, pero estaba adormecida, dijo con una curiosa sonrisa. No estaban extinguidos; sólo inactivos. Era como si aguardaran a que algo interrumpiera su largo reposo.

No sabía si su presencia era conocida por los cabecillas del Charchad. Durante su exilio, sólo cuatro extraños antes que Índigo habían ido a parar a la zona donde tenía su fortaleza, y ninguno de ellos había vivido lo suficiente para que Jasker pudiera comprobar si su presencia era puro accidente o algo más siniestro. Ella le preguntó por qué permanecía en las montañas en lugar de intentar buscar una nueva vida en algún otro sitio, y la sonrisa que le dedicó a modo de respuesta la dejó helada.

—Por venganza. —Sus ojos brillaron en la penumbra de la cueva y advirtió un repentino resurgimiento de la vieja locura—. El mundo no tiene nada que ofrecerme. Índigo, ya que nada podría reemplazar lo que poseí y perdí. Por lo tanto, he dedicado mi vida a un solo propósito y sólo a éste: desquitarme. —Inconscientemente apretó un puño y los nudillos se pusieron totalmente blancos—. No puedo explicar el auténtico significado de la cólera a alguien que no ha experimentado sus mayores extremos. Pero me he disciplinado, preparado y endurecido, hasta el punto en que me he convertido en un arma viviente; como, bebo y respiro venganza, y la venganza se ha encarnado en mi carne, mis huesos, mi alma. Yo soy la venganza. —Aspiró con fuerza y miró en dirección al altar, añadiendo en un apagado murmullo—: ¡Ranaya me ha concedido ese don, y no le fallaré!

Índigo había bajado la vista hacia sus propias manos, que mantenía cruzadas, consciente de los inquietos pensamientos que corrían por la mente de Grimya y, también, de una extraña sensación en su interior que respondía involuntariamente a las palabras de Jasker. Ella había probado la cólera, había sentido su ardor en las venas; y las atrocidades que la habían provocado eran tales que no haría falta demasiado para dispararla otra vez. Compartía la cólera de Jasker, y aquello era peligroso; ya que, a pesar del cambio en su comportamiento, era muy consciente de que el hombre no estaba en su sano juicio. Puede que fuera inteligente y lúcido, pero su insaciable rabia contra el Charchad lo había desquiciado, y ahora alimentaba sus ya considerables habilidades en el campo de la hechicería. Resultaría muy fácil sucumbir a la misma oleada de emociones que lo empujaban, abandonar cautela y razonamiento y arrojarse de cabeza a su causa común. Eso. Índigo lo sabía, podría resultar un error fatal, ya que de una cosa estaba ahora segura: el odiado Charchad de Jasker y el demonio que ella buscaba para destruirlo eran la misma cosa.

Habían transcurrido algunos minutos ya sin que ninguno de ellos dijera nada. En aquella cueva era imposible saber la hora; Índigo supuso que en el exterior empezaría a hacerse de día, pero aquí el día y la noche eran la misma cosa, y la sensación de eternidad parecía formar parte de un sueño; era algo un poco fantástico. Grimya estaba sumida en un inquieto sopor; la loba seguía sin confiar en Jasker y, de vez en cuando, sus ojos ambarinos se abrían y le dirigía una mirada de desconfianza antes de volverse a dormir. También Chrysiva dormía, sobre el saco de tela áspera relleno de hojas secas y ramas que servía de cama al hechicero. Algunas horas antes, éste había estudiado el contenido de la bolsa de medicinas de Índigo y seleccionado dos hierbas con las que preparar una poción para aliviarle la fiebre a la muchacha. La decocción parecía haberla calmado y su sueño era más natural que antes. Pero Índigo seguía muy preocupada por Chrysiva, y ahora se volvió para contemplarla. Su piel mostraba una palidez cadavérica, casi del color de un pescado muerto. Y las señales de sus brazos y rostro, las manchas, las llagas, parecían estar empeorando.

—Dormirá bastantes horas todavía —dijo Jasker con calma.

—Lo sé. —La joven se volvió hacia él—. Pero esas cicatrices que tiene... no muestran la menor señal de mejora.

—No. —Se detuvo, contemplándola con atención, y luego añadió—: No se curarán. Ya no. Si la hubiera encontrado hace dos días, quizás habría habido alguna esperanza, pero ya es demasiado tarde.

Índigo le miró con fijeza y sintió como si por su estómago se pasearan gusanos.

—¿Demasiado tarde?

—¿No os contó lo que le hicieron?

—No... Todo lo que sé es que a su esposo lo habían «enviado al Charchad» —sea lo que sea lo que esto signifique— y que ella había ido a las minas para interceder por él cuando la encontré.

—¡Ah! —Jasker juntó las manos, luego se las quedó mirando—. Hay muchas más cosas que debo contaros. Índigo, y la historia de esta pobre mujer es sólo una mínima parte de ello. —Levantó de nuevo los ojos hacia ella; éstos relucían como frío cristal—. Antes de que recuperaseis el conocimiento, hablé con Chrysiva y averigüé la parte de su relato que, al parecer, no os ha contado. —Se sirvió otra copa de agua y tomó un sorbo como si quisiera ahogar un mal sabor de boca—. «Enviado al Charchad»... Ja! Ni siquiera tienen el valor o la honradez de llamarlo por su nombre: ¡asesinato!

—Qué... —empezó Índigo pero, antes de que pudiera continuar, Jasker extendió la mano y la sujetó por la muñeca, agarrándola con tal fuerza que sus dedos quedaron entumecidos. Se inclinó hacia adelante y el brillo de sus ojos se convirtió en una llamarada cuando las sombras dieron paso a la luz de las velas.

—¿Sabéis qué es lo que tiene esa mujer? ¿Lo sabéis?

—No...

Con su mano libre el hechicero señaló a Chrysiva, y todo su brazo empezó a temblar con una rabia que apenas si podía controlar.

—¡Se le ha concedido el honor y la gloria de alcanzar un estado de gracia! —Tiró de la muñeca de Índigo y casi le hizo perder el equilibrio—. ¡El estado de gracia según Charchad! ¿Sabéis lo que eso significa? No, no lo sabéis; sois forastera, una extranjera. Se os ha ahorrado la bendición de ese conocimiento, ¿no es así? ¡Orad a Ranaya para que nunca tengáis que averiguarlo en vuestra propia carne!

Su furiosa voz despertó a Grimya, que levantó la cabeza asustada. Al ver lo que sucedía, el animal se puso en pie de un salto, gruñendo, pero Índigo liberó su mano de la de Jasker e hizo un gesto apaciguador.

—No, Grimya; todo va bien. —Sus ojos no abandonaron el rostro del hechicero—. ¿Qué queréis decir, Jasker? ¿Qué le hicieron?

El hombre se calmó, pero le costó un gran esfuerzo. Durante algunos instantes intentó controlar su respiración. Por fin dijo:

—Los habéis visto. Si pasasteis una sola noche en aquella ciudad inmunda, tenéis que haberlos visto. Los exaltados; los favorecidos por Charchad. ¡Esos monstruos mutantes, llenos de cicatrices y supurantes llagas!

Los celebrantes de la carretera, las criaturas que la habían asaltado en la Casa del Cobre y el Hierro... Horrorizada. Índigo miró a Chrysiva, frenética.

—Pero ella no es...

—¿Uno de ellos? Oh, lo es. Índigo, lo es. ¡Pero no por voluntad propia! —Jasker cerró los ojos con fuerza y se pasó con ferocidad ambas manos por los cabellos; su sombra se balanceó enloquecida sobre la pared de la cueva. Índigo lo oyó aspirar con fuerza, luego hundió los hombros.

—Existe una sustancia —dijo, luchando por contener su furia—. Metal o piedra, no conozco su naturaleza. Pero resplandece.

Grimya gruñó por lo bajo y su amiga le rodeó el lomo con un brazo.

—La hemos visto.

—Entonces sabréis, sin duda, que es un símbolo de poder para esos demonios de Charchad.

—¿Sus amuletos?

—Sí, sus amuletos. Un distintivo de categoría, de favor. Y mata. Índigo. Despacio, y con tanta certeza como que el sol sigue un recorrido concreto por el cielo. ¡Esa infernal abominación pervierte y corroe los cuerpos de todo lo que entra en contacto con ella, hasta que no queda más que la muerte!

Índigo abrazó a Grimya con más fuerza.

—Entonces las desfiguraciones que vimos, las mutaciones..., ¿las causaba esa... esa piedra, ese mineral?

—Visteis las menos terribles. Visteis a los que pueden andar, a los que todavía pueden hablar, a aquellos cuyas bocas aún no se han descompuesto de manera que se mueren de hambre incluso antes de que las últimas etapas de la enfermedad acaben con ellos. No habéis visto los horrores de esas etapas finales, la agonía, las convulsiones, los moribundos lanzando alaridos de dolor.. ¡Ah, Ranaya! —Se cubrió el rostro con las manos.

—Jasker. —Índigo se inclinó hacia él, posando una mano sobre su hombro y sintiéndose inútil ante su tormento—. Jasker, por favor...

Se la quitó de encima con suavidad, sin demostrar hostilidad.

—Perdonadme, saia —dijo con forzada formalidad—. Algunas veces es muy difícil no recordar.

—¿Recordar?

Él sacudió la cabeza, pero no para negar sino para aclarar sus ideas. La furia y la emoción estaban de nuevo bajo control, al menos por el momento.

—El esposo de esta criatura fue castigado por un supuesto crimen —continuó—. Pero el crimen fue una excusa, una invención. La verdad es que se lo castigó por negarse a jurar lealtad al Charchad. Existen todavía algunos que se resisten al culto, aunque deben de ser ya muy pocos.

Índigo recordó el «festival» en la plaza del pueblo, los rostros asustados, las mentes cerradas.

—Sí —repuso con forzada calma—. Muy pocos.

—Entonces esta mujer y su esposo han sido más valientes que la mayoría. Debieran de haber sabido que no podían hacerlo. Al hombre lo escogieron como cabeza de turco, como ejemplo para despertar el temor en los corazones de aquellos que pudieran haber pensado en seguir su ejemplo; pero su sufrimiento no fue suficiente para esos reptiles. Consideraron que su esposa debía compartir su estado de gracia. Y por lo tanto la obligaron... —Su voz titubeó hasta casi quebrarse; luego volvió a recuperar el control—. La obligaron a comer un pedazo de esa maldita piedra, a infectarse con la enfermedad que, para ellos, es una señal de la bendición del Charchad.

—Tierra bendita... —Índigo volvió rápidamente la cabeza para mirar a Chrysiva por encima del hombro—. Entonces, ¿morirá?

—Sí. La fiebre y las desfiguraciones no son más que el principio, pero una vez se han afianzado no hay esperanza. Chrysiva morirá. Índigo. Ellos la han asesinado. —Se interrumpió—. De la misma forma que asesinaron a mi esposa.

La muchacha volvió la cabeza en redondo y clavó los ojos en él.

—¿Es así como la mataron?

Jasker asintió con la cabeza.

—Puede hacerse en pocas horas —respondió, y la terrible y objetiva frialdad regresó a su voz—. Si tienen suficiente cantidad de la piedra, y se obliga a la víctima a... —Sacudió la cabeza violentamente, incapaz de decir más.

Índigo miró hacia el suelo con ojos nublados, al tiempo que sentía cómo las ardientes y amargas vibraciones de la cólera se agitaban en su interior de nuevo. La sola idea de que un ser vivo pudiera ser capaz de tales atrocidades, pudiera regocijarse en su ejecución, le provocaba náuseas en lo más profundo de su alma. ¿Y todo para qué? Poder. Poder, y una demencia tal que convertía, en comparación, la loca ansia de venganza de Jasker en apenas una débil e insignificante lucecita.

Sintió un suave contacto en su mente, y oyó el mudo pensamiento de Grimya:

«En realidad no son hombres los que cometen estas atrocidades. Índigo. Es el demonio. Los hombres son tan sólo su... instrumento. »

Aquello era cierto. Pero...

«Son instrumentos bien dispuestos, Grimya. Eso es lo que resulta tan difícil de comprender y aceptar. »

«Lo sé. Pero estoy segura de que el demonio los ha corrompido. Sin su influencia, las cosas que han sucedido aquí no habrían existido. » Grimya se detuvo, luego prosiguió: «Tú y yo sabemos lo poderosa que puede ser esa corrupción. ¿No recuerdas a la criatura de los ojos plateados?».

—Némesis...

Una fría punzada interna hizo que Índigo olvidara la cautela, y pronunció el nombre en voz alta sin darse cuenta. La cabeza de Jasker se alzó.

—¿Qué?

—Na... nada —El rostro de Índigo había palidecido—. Una palabra sólo; sim... simplemente pensada en voz alta, por un momento...

—Dijisteis...

—Por favor. —Levantó las manos, con las palmas hacia fuera—. No tiene la menor importancia.

La miró pensativo, luego se encogió de hombros.

—Como deseéis, saia.

Índigo y Grimya intercambiaron una secreta mirada, y cada una supo sin necesidad de palabras lo que la otra pensaba. Némesis. Era la amenaza siempre presente. El gusano en la envoltura de la propia alma de Índigo. Se había enfrentado a ella en dos ocasiones, y en la segunda tan sólo la intervención de Grimya la había salvado de cometer una estupidez que hubiera transformado en cenizas toda esperanza. Pero en la primera ocasión, Grimya no estaba allí; Índigo había caído víctima del orgullo, la arrogancia y la ambición que habitaban en su interior, todo lo cual había llevado al mundo al borde de la condenación.

Si no fuera por la corruptora influencia del Charchad, las atrocidades que se cometían en la región no se habrían producido. Sin embargo, si no hubiera sido por ella, el Charchad no existiría, ya que los siete demonios producto de la humanidad seguirían aún recluidos, como lo habían estado durante tantos siglos, en la destruida Torre de los Pesares. Siete demonios, de los cuales este pervertido diablo no era más que el primero. Y la suya era la mano que los había liberado...

—¿Índigo?

Levantó la vista y advirtió que Jasker seguía mirándola. Sus ojos estaban más calmados ahora y le dijo:

—Estáis angustiada. ¿No podéis confiármelo?

Aunque estuviera loco, pensó, era un buen hombre. Y aunque no podía contarle toda su historia, sus objetivos eran los mismos.

Le contestó:

—No puedo confiarme a vos, Jasker; no en la forma en que pensáis. Pero poseo mis propias razones para compartir vuestra necesidad de obtener el desquite. —Involuntariamente sus puños se apretaron con fuerza y se inclinó hacia él—. Habladme del Charchad. Contadme todo lo que sabéis de ellos, todo lo que sabéis del poder que poseen. Quiero destruirlos, Jasker. ¡Quiero verlos desaparecer de la faz de la tierra!

Una lenta sonrisa apareció en la boca del hechicero, y asintió.

—Creo que os comprendo, saia. Quizás en la misma medida en que Ranaya os ha enviado para que me ayudéis en mi causa, también me ha encomendado a mí que os ayude en la vuestra. — Vaciló, luego se puso en pie—. Queréis que os cuente todo lo que sé del Charchad. Haré mucho más que eso: os lo mostraré. Desde aquí, hay varios senderos que conducen al corazón de las montañas, donde están las minas. Y hay algo más; algo que debéis ver con vuestros propios ojos. —Su rostro adoptó una expresión torva—. Ello os dirá más sobre el Charchad de lo que podrían hacerlo las palabras.

Ella empezó a incorporarse.

—Entonces no perdamos tiempo. Quiero...

—No aún. —Alzó una mano—. No debemos arriesgarnos a que nos vean; debemos esperar hasta que el sol se ponga y la luz empiece a desvanecerse. —Sonrió con un ligero vestigio de irónico humor—. Además, es una ardua ascensión para alguien que no está acostumbrado a ello, y no resulta aconsejable con el calor de la mañana. ¡No tengo intención de perder a mi única aliada por una insolación! No; lo mejor que podemos hacer es dormir algunas horas y recuperar nuestras energías.

La voz de Grimya en la mente de Índigo se unió al razonamiento.

«Tiene razón», dijo la loba enfáticamente. «Apenas si hemos dormido desde que abandonamos Vesinum. Estoy cansada. Tú estás cansada. Lo que este hombre quiere mostrarnos no se escapará mientras descansamos. »

Índigo hubiera querido discutir, pero comprendió que tanto Jasker como Grimya le aconsejaban lo más prudente. Y de este modo, después de inspeccionar al poni que estaba atado a la sombra de un pasadizo exterior, se acomodó sobre su manta doblada con Grimya a su lado. Jasker, con un decoro que la conmovió, insistió en que se encontraría igual de bien en otra cueva, y marchó con la promesa de despertar a Índigo tan pronto como fuera el momento oportuno para partir.

Cuando se fue. Índigo apagó todas las velas excepto una, y la caverna se sumió en una profunda penumbra. Se tumbó de espaldas, no muy segura de poder dormir, pero decidida a intentarlo, y Grimya se instaló con el hocico sobre las patas delanteras. Durante algunos minutos se produjo un completo silencio; luego la loba proyectó un pensamiento.

«Sigo sin confiar en él. »

La joven levantó la cabeza.

—¿En quién? ¿En Jasker?

«Sí. Hay algo que no está bien. Puedo olerlo, pero aún no puedo verlo. »

—Todavía estás enojada con él porque piensas que nos quería hacer daño, eso es todo. No hacía más que defender su territorio, Grimya, como haría cualquier lobo.

«No es sólo eso. Hay algo más. » La cola del animal se agitó. «Está loco. He visto colores en su mente que no debieran estar allí; colores malos. » Levantó los ojos con expresión desdichada. «Ten cuidado. Indigo. Existe un gran peligro aquí, y no está donde podríamos esperar encontrarlo. »

—¡Oh, Grimya... ! —Índigo se estiró hacia ella y le acarició el pelaje, en un intento por animarla—. Sí, Jasker está loco, en cierta forma; pero ha sufrido mucho. Lo que importa es que puede ayudarnos a encontrar y destruir al demonio. —Hundió los dedos aún más en el pelaje de Grimya—. Solas, no creo que fuéramos lo bastante fuertes. Lo necesitamos. Lo mismo que él nos necesita a nosotras.

«Lo sé. Pero de todas formas... debes tener cuidado. »

—Lo tendré.

«Promételo. »

—Lo prometo. Duérmete, ahora.

La loba se removió; luego apoyó de nuevo la cabeza en las patas. La respiración de Índigo no tardó en volverse más superficial y lenta a medida que se hundía en el sueño, pero durante un rato el animal permaneció despierto, sumido en sus ideas y vigilando a su amiga con ojos preocupados.

La de Grimya no era la única mente inquieta en la red de pasadizos de la montaña. A poca distancia, en una pequeña y desnuda cueva iluminada por una única vela, Jasker estaba apoyado sobre la pared de roca, limpiando distraídamente la hoja curvada de una vieja cimitarra. Era la única arma que poseía, aunque durante su exilio sólo había sido utilizada como una herramienta para cortar y pulir. Jasker no era ningún diestro espadachín, prefería luchar utilizando conjuros en lugar de armas; sin embargo, encontraba una cierta satisfacción en mantener la cimitarra bien engrasada y limpia, y la naturaleza mecánica de aquella tarea lo ayudaba cuando necesitaba, igual que ahora, pensar.

Las imágenes que habían surgido tempestuosamente del subconsciente de Índigo durante la prueba de la verdad, junto a la fumarola, lo habían aturdido y horrorizado a la vez. Y Jasker era lo bastante honrado como para reconocer que, mezclado con su respeto y sentido del compañerismo por la muchacha, había también una buena dosis de temor, ya que había visto con toda claridad la mano de la Madre Tierra sobre ella. Y, sin embargo, percibía que la visita de la diosa era un castigo más que un don. Lo que Índigo hubiera hecho para merecer la carga que sobrellevaba no era problema suyo, e investigar más de lo que ya había hecho resultaría casi un sacrilegio. Pero, de todas formas, existían preguntas en su mente cuya respuesta hubiera dado mucho por conocer.

Una palabra que Índigo había pronunciado carcomía su mente. Némesis. Jasker no sabía si tenía algún equivalente en su lengua, pero estaba claro que su significado era mucho más importante de lo que la muchacha estaba dispuesta a admitir. Había tenido una visión fugaz de la misma palabra como una imagen fragmentada en la oscuridad que rodeaba la parte más íntima de su ser, y con ella una fugaz impresión de un rostro malvado, que era y a la vez no era Índigo. Eso, y una sensación de algo plateado.

Plata. No tenía sentido. No obstante, de una forma indefinible aquello era el terrible y eterno vínculo de Índigo con los espíritus de amigos queridos y perdidos, y con uno en particular. Jasker había oído su nombre en forma de agonizante grito en Ja mente de la joven, y éste había enviado por respuesta una cuchillada de dolor que había atravesado el ánima del hechicero. También él había conocido la tortura de ver morir al ser amado; pero en el espíritu de aquella muchacha de las tierras meridionales, de cabellos prematuramente encanecidos y ojos cansados, acechaba algo que iba más allá del dolor, la culpa y la amargura, un sufrimiento que jamás comprendería.

Jasker se dio cuenta, de repente, de que corría peligro de romper su propia tradición. Con un gesto tan rápido y familiar que apenas advirtió, pasó la palma de una mano por la hoja de la recién bruñida cimitarra. La sangre brotó del largo y superficial corte y el dolor lo devolvió rápidamente a la tierra. Apretó el puño con fuerza. La mano le escocía y unas pocas gotas de sangre cayeron sobre el suelo de piedra. Mejor. Penetrar más en la vida de Índigo de lo que ya había hecho significaba una violación de su propia disciplina, y no debía tolerar más errores: podría ofender a la diosa.

Depositó la cimitarra en el suelo y se apoyó en la pared. Una extranjera que deambulaba por el mundo y una loba que, evidentemente, comprendía la lengua de los humanos y —no estaba seguro, pero tenía grandes sospechas— era capaz de comunicarse telepáticamente. Extraños aliados para su causa; pero él no era quién para cuestionar las decisiones de Ranaya. Contempló de nuevo el corte de su mano y esbozó una ligera sonrisa.

—Sois una dama misteriosa, ¡oh Ranaya, Señora del Fuego! —dijo, su voz llena de amor y reverencia.

De algún lugar en lo más profundo de aquel conjunto volcánico escuchó un débil fragor, como si las viejas rocas fundidas que dormían en las entrañas de la tierra lo hubieran oído y le contestasen. El sonido se desvaneció y todo quedó en silencio. El hechicero dejó que su cabeza se recostara contra la cálida pared de la cueva al tiempo que cerraba los ojos para dormir.

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