CAPÍTULO 3


Índigo había dejado una lámpara encendida en su habitación, pero su luz quedaba eclipsada por el extraño y penetrante resplandor del cielo septentrional, un reflejo fantasmagórico que penetraba por la ventana. Cerró violentamente los porticones; la presencia de la luz la hacía sentirse sucia y no podía estar tranquila hasta haberla dejado fuera, no importaba lo sofocante que pudiera resultar la habitación.

La quietud y la mala ventilación resultaban soporíferas, e Índigo no tardó en quedarse dormida, aunque su descanso fue ligero y estuvo interrumpido por curiosos sueños que no parecían tener la menor conexión, ni con el presente ni con el pasado. Finalmente la despertó el sonido de su puerta al crujir. Abrió los ojos y vio a Grimya que avanzaba hacia ella con pasos quedos.

La loba se dejó caer junto a la cama.

«Hace calor», proyectó, con la lengua colgando. «Me altera. No encuentro alivio en ningún sitio.»

Índigo se incorporó en el lecho y extendió la mano en dirección a la botella de agua para darle algo de beber a Grimya.

—¿Has descubierto algo?

«Nada importante.» Llena de agradecimiento, Grimya lamió el plato que la muchacha había colocado ante ella. «Me desplacé por las calles laterales, por las zonas de sombra; no quería que me vieran.» Hizo una pausa para lamerse el hocico. «Eso está bien. ¡Sabías que el río aquí brilla por la noche, igual que el cielo?»

—No. —La idea resultaba desagradable, pues sugería que el origen de la luz estaba cercano y que, quizás, era más físico de lo que había imaginado—. ¿Y qué hay de la plaza? ¿Del festival?

Grimya terminó de beber y sacudió la cabeza; algunas gotas de agua salieron despedidas de su hocico.

«Me parece que deben de haber terminado los preparativos. No hay nadie por allí. Sólo algunos montones de leña: no sé para qué serán.»

—No debe de faltar mucho para la medianoche. —Índigo abrió unos centímetros el porticón. Un soplo de aire ligeramente más fresco se coló en el interior, y con él el apagado y anormal reflejo del cielo. La plaza que se veía abajo estaba, tal y como Grimya dijera, vacía, y las sombras eran demasiado densas para ver los detalles. Levantó la cabeza, para mirar en dirección al revoltijo de tejados del otro extremo de la pavimentada plaza. No brillaba ninguna lámpara, ni en las casas ni en los soportales, y el único sonido que se percibía era el débil murmullo de voces que surgían de la taberna situada debajo de ellas. Toda actividad parecía estar en suspenso, como si la ciudad contuviera la respiración expectante.

O inquieta...

En aquel momento, un apagado zumbido rompió el silencio y, de repente, el reloj situado en el centro de la plaza empezó a sonar tal y como lo había hecho horas antes. Índigo vio cómo los discos giraban, reflejando la fría luz del cielo como ojos parpadeantes y pálidos. Y, mientras retumbaban aquellas disonancias parecidas a campanillazos, una antorcha se encendió de súbito en las oscuras fauces de una de las calles laterales. Luego otra, y otra; se encendían y llameaban a medida que se las prendía y arrojaban sombras grotescas sobre las paredes y el pavimento. En una ventana se encendió una vela; en otra casa se abrió una puerta y derramó la luz de un farol sobre la plaza...

Unos furtivos golpecitos sonaron en la puerta de Índigo. Ésta se volvió en redondo, el corazón latiéndole con fuerza.

—¿Sí? ¿Quién es?

Se escuchó una voz femenina, que murmuraba algo; entendió sólo la palabra sais, y colocó una mano sobre Grimya para calmarla.

—Entre —dijo.

La puerta se abrió y vio a la muchachita de grandes ojos que la había servido en la taberna. La joven le dedicó una nerviosa reverencia.

—Por favor, saia, empieza el festival. Todos debemos asistir, de modo que la taberna se cerrará. El dueño me dijo que os lo comunicara.

Estaba atemorizada. Índigo se dio cuenta de ello; y la emoción se debía a algo más que a un jefe malcarado.

—Gracias. —Se puso en pie y recordó los términos en los que se había expresado Quinas al hacer

su invitación. ¿Una cortesía?, se preguntó. ¿O una amenaza?

La rabia volvió a agitarse en ella, y el aire adquirió de repente un sabor amargo y podrido en su garganta. Miró de nuevo a la muchacha y se obligó a sonreír.

—Si sois tan amable de dejar una vela encendida en las escaleras, no tendré problemas para llegar.

—Sí, saia. —La muchacha desapareció; se escucharon unos pasos apresurados e Índigo miró a Grimya.

—¿Estás lista?

Grimya ensanchó los ollares y dijo en voz alta:

—Lisssta. —La palabra sonó como un desafío al mundo exterior.

La loba desapareció por la puerta, y alzó una sombra enorme y distorsionada por el rellano y el hueco de la escalera. Índigo se entretuvo un momento, meditando. Luego tomó el cuchillo que llevaba guardado en la funda y que había dejado a un lado mientras dormía. Lo sujetó a su cinturón y lo cubrió con un pliegue de su túnica. Hecho esto, siguió a Grimya escaleras abajo.

Al salir del hostal escucharon música en la plaza. Cushmagar, el anciano bardo de las Islas Meridionales, se hubiera tapado los oídos horrorizado ante aquel discordante barullo: címbalos repiqueteando, flautas chirriantes, una docena de diferentes aparatos de percusión sin, al parecer, la menor idea del tiempo o del ritmo. En los oídos de la muchacha, todo ello sonaba como el estrépito producido por los mozos de las granjas a los que se enviaba a espantar cuervos y palomas de los campos de labranza de sus amos; a medida que sus ojos se acostumbraban al juego de sombras y luces, intentó localizar el origen del ruido, pero en el espacio de algunos minutos la plaza se había llenado de gente de tal manera que no podía ver nada a causa del apiñamiento de los cuerpos.

—Mantente junto a la pared —le dijo a Grimya, inclinándose para que la loba pudiera oírla por encima de aquel mare magnum de ruido—. Intentaremos encontrar un lugar desde donde se vea mejor.

Empezaron a deslizarse a lo largo del estrecho corredor que quedaba entre los edificios y la muchedumbre que se abría paso a empellones, pero el avance era lento, ya que cada vez convergía más gente en la plaza, procedente de todas las direcciones. En algún lugar, hacia el centro de aquel cruce, danzaban unas luces brillantes; de vez en cuando Índigo vislumbraba la parpadeante llama de una antorcha alzada sobre las cabezas de la gente. Algunas personas también reaccionaban ante la discordante música, y empezaban a arrastrar los pies en una curiosa danza lateral que los llevaba despacio alrededor de la plaza, en el sentido contrario al de las manecillas de un reloj. Índigo comprobó que muchos de los danzantes llevaban los amuletos relucientes que parecían ser el distintivo del culto de Charchad, y no podía sacarse de la cabeza la molesta sensación de que aquellos símbolos habían unido a sus portadores de una forma indefinible, como una entidad masificada, para un único e insensato propósito.

De repente la música cesó. La corriente de danzantes se rompió en un centenar de pequeños remolinos mientras se detenían torpemente, y por un momento el silencio fue total. Entonces brilló de nuevo la luz de las antorchas, la muchedumbre se echó hacia atrás y un apagado pero intenso murmullo recorrió la plaza. Índigo se aguantaba de puntillas, pero no podía ver nada; frustrada, miró a su alrededor en busca de algún lugar desde donde pudiera ver bien y descubrió una adornada balaustrada de hierro, a pocos pasos de donde estaba. La señaló con el dedo para indicar a Grimya lo que pensaba hacer, se abrió paso a codazos entre la gente, se subió un poco la túnica y se encaramó a la pared. La sillería empezaba a desmoronarse, pero la balaustrada parecía bastante sólida; se sujetó con fuerza y se encaramó hasta ella, hasta que por fin pudo contemplar la plaza en su totalidad.

El estrafalario reloj relucía, como si estuviera al rojo vivo, a la luz de una docena de enormes antorchas que lo rodeaban. Cada antorcha se sostenía por una figura, encapuchada y vestida con una túnica, que se mantenía en posición de firme; y cada figura lucía un amuleto que proclamaba su lealtad a Charchad. Detrás del grupo de centinelas. Índigo vio por primera vez los montones de leña que Grimya había descrito; a menos que los celebrantes planearan concluir su festival con hogueras, no podía imaginarles otro propósito.

Estaba a punto de descender y describirle la escena a la loba cuando un sector de la multitud se dividió en dos para dejar llegar al centro de la plaza a un recién llegado. Por su estatura y ropas. Índigo lo identificó al instante: Quinas. Avanzó con largas zancadas hacia los portadores de las antorchas, quienes retrocedieron respetuosamente, y contempló a la muchedumbre con aire de autoritaria satisfacción. Luego empezó a hablar.

En un principio sus palabras eran las que podían esperarse de cualquier dignatario en una celebración así: ensalzó la prosperidad de la ciudad, las virtudes del trabajo honrado y las recompensas de la diligencia; pero tras algunos minutos el tono de su oratoria empezó a cambiar. La palabra Charchad ganó predominio. Había que dar las gracias a Charchad. Se le debía alabar, honrar... y obedecer. Aquellos que no obedecían iban desencaminados y, hasta que sus errados espíritus no comprendieran y admitieran su error, aquellos que habían alcanzado la luz debían conducirlos por el camino de la verdad. Índigo sintió cómo la comida que había tomado se le agriaba en el estómago; aquello no era más que una repetición de la fanática homilía con que los seguidores del culto la habían abordado en la taberna. Pero mientras escuchaba se dio cuenta, de repente, que algo mucho más peligroso se ocultaba en las palabras de Quinas: un escalofrío recorrió sus venas cuando le oyó pronunciar la palabra herejía.

Herejía. Recordó el temor en los ojos de los otros comensales de la taberna cuando Quinas penetró en la Casa del Cobre y el Hierro, como si fuera un ángel vengador que, sin advertencia previa, pudiera volverse y señalarlos con el dedo del destino. Se dio cuenta, también, con un sobresalto, de que su estimación estaba peligrosamente cerca de la verdad. Un hereje, según las palabras de Quinas y tal y como él mismo subrayaba con energía, era aquel que rehusaba reconocer y aceptar la autoridad de Charchad. Y los herejes que no se retractaban y arrepentían de su pecado debían ser castigados.

—Hermanos y hermanas: nosotros, los seguidores de Charchad, hemos sido pacientes. —Quinas, pensó Índigo con un escalofrío, hubiera podido ser un bardo muy persuasivo; su voz poseía un delicado y convincente timbre, y había tenido buen cuidado de evaluar el estado de ánimo de su audiencia y utilizarlo—. Pero nuestra paciencia no es infinita, y Charchad pide lo que es suyo por derecho. —Inspeccionó a la muchedumbre, con ojos relucientes—. Ha llegado el momento, hermanos y hermanas, de demostrar vuestra lealtad y fidelidad. Ha llegado el momento de renovar nuestra fe. Y para aquellos que no han visto la luz de Charchad —ahora levantó un brazo con el puño cerrado, y sus palabras resonaron por toda la plaza—, ¡ha llegado el momento de arrepentirse!

De una forma tan repentina que Índigo sufrió tal sobresalto que estuvo a punto de caer de su precaria posición, la cacofónica música estalló de nuevo, y a su señal los portadores de antorchas que rodeaban a Quinas se dispersaron y empezaron a moverse por parejas hacia la multitud. Del otro extremo de la plaza Índigo escuchó un alarido y, al momento, una figura harapienta surgió de entre la multitud y corrió hacia la parte central. El hombre —le pareció que se trataba de un hombre, pero la criatura era tal infame espantajo que era imposible estar seguro— agitaba las manos alocadamente, y su rostro, bajo una masa revuelta de pelo canoso, aparecía distorsionado por una estática paranoia. Sobre su flaco pecho se balanceaba un refulgente amuleto del extremo de una larga cadena.

—¡Charchad! —aulló la criatura—. ¡Charchad, sálvame! ¡Charchad bendíceme! —Y se arrojó sobre las losas, donde permaneció retorciéndose a los pies de Quinas.

El capataz elevó ambos brazos hacia el cielo, con su propio rostro casi tan retorcido como el del farfullador celebrante del suelo.

—¡Ved cómo se eleva nuestro hermano! —rugió—. ¡Contemplad la gloria de su inquebrantable fe y mirad al interior de vuestros corazones! ¿Os falta fe? ¿Quién de vosotros se atreverá a fallarle al Charchad?

Otra figura, una mujer esta vez, se abrió paso tambaleante por entre la gente para arrojarse al suelo, tirándose de los cabellos. Luego otra, otra..., cada vez más y más gente se abría paso por entre la muchedumbre, chillando, empujándose y peleando en sus esfuerzos por superarse los unos a los otros en la demostración de su fe. Quinas observaba el creciente caos con una sonrisa en el rostro, que resultaba ligeramente desdeñosa. De vez en cuando inclinaba la cabeza como señal de reconocimiento a un adorador; ocasionalmente se dignaba hacer un gesto como de bendición hacia otro, mientras sus acólitos se movían majestuosos entre la muchedumbre exhortando a la gente a nuevos extremos de adulación. Y todo el tiempo, incitada por las frenéticas discordancias de la música, iluminada por las llameantes antorchas, la escena se convertía cada vez más en algo que parecía sacado de un monstruoso infierno. En el cielo, sobre sus cabezas, la fantasmagórica luz proveniente del norte relucía, añadiendo su propia y terrible dimensión a las sombras, a los rostros desencajados y a la figura de Quinas, que, iluminada por las antorchas, dirigía toda aquella anarquía como un demonio presidiendo su corte.

Horrorizada. Índigo empezó a descender rápidamente de la pared para reunirse con Grimya, que gruñía, los pelos erizados y los ojos rojos de temor. La loba no podía ver lo que ocurría, pero había oído las exhortaciones de Quinas en medio del furor y percibía la onda de choque psíquica que había estallado en la plaza. Cuando la muchacha se preparaba para saltar al suelo, estuvo a punto de ser derribada por la encorvada figura de una mujer que se escabullía del gentío y pasaba junto a ella a toda velocidad en dirección a una de las oscuras callejuelas. Y de algún lugar cerca al centro de la multitud surgió un grito: esta vez no de éxtasis, sino de terror.

Se izó de nuevo a toda velocidad, al tiempo que hacía un gesto a Grimya para que aguardase, y atisbo por encima del mar de bamboleantes cabezas. La luz de las antorchas iluminaba un sector de la muchedumbre, lo que le permitió distinguir a dos de los acólitos de Quinas forcejeando con un joven, que luchaba contra ellos con todas sus fuerzas. La gente se empujó entre sí para abrir paso, y el cautivo fue arrastrado hasta el círculo central, donde se le ataron manos y pies y se lo obligó a arrodillarse. Ni una sola persona de entre los presentes hizo el menor movimiento de protesta, y ahora Índigo pudo ver que tenían lugar otras escaramuzas semejantes: otras víctimas, escogidas al parecer al azar, eran arrastradas del anonimato de la multitud para yacer temblorosas sobre el suelo de piedra.

Pero la elección no era tan arbitraria como parecía en un principio. Quinas permanecía aún como un diabólico semidiós en el centro de la plaza: observaba a la muchedumbre con atención, luego lanzaba un grito y apuntaba a alguien. A su señal, dos nuevos acólitos se lanzaban sobre la gente, y otra forcejeante figura era arrastrada hacia el centro. Nueve, diez, una docena: y ni uno solo de los cautivos, pudo comprobar Índigo, llevaba el amuleto de Charchad.

Por fin pareció que Quinas se daba por satisfecho con su colecta. A otra señal suya los acólitos obligaron a las maniatadas figuras a ponerse en pie. Mientras las empujaban con malos modos hacia los montones de leña situados detrás del reloj central. Índigo comprendió —con un repentino y nauseabundo sobresalto— cuál iba a ser su suerte, ya que uno de los hombres que sostenían las antorchas se había adelantado y acercaba su tea a la primera de las piras.

—¡Madre de toda la vida, cegad mis ojos! —musitó.

Se agarró con fuerza a la balaustrada de hierro, paralizada por su incapacidad para creer que nadie fuera capaz de cometer tal demencial barbaridad. Uno de los prisioneros lanzó un quejido repetitivo e irracional que sus capturadores ignoraron. Amarillas lenguas de fuego empezaban a lamer la madera de la pira, iluminando la escena; y Quinas, que había estado observando con satisfacción, se volvió de nuevo hacia la multitud.

—¡De esta forma ejecutamos el justo castigo de Charchad contra el descreído! —Los alaridos del prisionero se apagaron en una serie de temblorosos gemidos—. ¡Yo os exhorto, hermanos y hermanas, a abrir vuestros corazones y preocuparos de vuestra propia salvación, no sea que perdáis vuestra última esperanza de obtener gracia y bendición, y compartáis el destino de los irremediablemente condenados! ¡Yo os exhorto a mirar vuestras almas! ¿Quién más de entre vosotros se atreverá a girarle la cara a Charchad, que todo lo ve?

Alguien en la multitud chilló: «¡Charchad!», y otros continuaron el grito con una especie de desesperada urgencia. Unas cuantas personas que estaban cerca de Índigo empezaron a saltar y a agitar los brazos, lanzando gritos y procurando llamar la atención hacia ellos, como si temieran las consecuencias de no conseguir atraer la mirada de aprobación de Quinas. Pero la mayoría se limitó a permanecer inmóvil y contemplar en silencio lo que sucedía.

Índigo miró con ojos desorbitados los rostros que la rodeaban. Apatía, temor a duras penas contenido, cuidadosa indiferencia: ni una sola persona protestaría contra aquella locura, ni una sola daría un paso para pararla, aunque superaban ampliamente en número a Quinas y a sus secuaces. Y, de repente, el autocontrol de la joven se rompió.

—¡Haced algo!

Algunas cabezas se volvieron, algunas expresiones registraron una perpleja sorpresa, y se dio cuenta de que en su agitación les había gritado en su propia lengua. Saltó de la pared y corrió hacia la persona que tenía más cerca, un hombre fornido.

—¡Tenéis que parar esto! —Cambió a la lengua de aquel hombre y lo sujetó por el brazo—. No podéis dejar que lo hagan: es un asesinato, es demencial...

El individuo la apartó con un violento gesto, como si hubiera sido tocado por algo impuro. Por un instante, ella vislumbró el más absoluto terror en sus ojos; luego su expresión se endureció.

—¡Extranjera! —escupió—. ¿Qué sabéis vos de nada? ¡Ocupaos de vuestras cosas!

Una mujer que estaba junto a él agitó su puño frente al rostro de Índigo.

—¡Alejaos de nosotros! ¡Hereje! ¡Hereje!

Enfurecida, Grimya gruñó y se agazapó para saltar sobre la mujer, pero Índigo exclamó:

¡Grimya, no!

Extendió una mano para detener a la loba, al tiempo que se alejaba de la pareja.

«No comprenden, Grimya. Están demasiado atemorizados.»

Los gruñidos de la loba se apagaron hasta quedar convenidos en un amenazador murmullo, pero se contuvo. Índigo volvió a mirar, pero, antes de que pudiera hablar, de la parte delantera de la muchedumbre surgió una exclamación de asombro y un alarido inhumano de agonía. Una llamarada se elevó en el centro de la plaza e, incluso por encima de los gritos. Índigo pudo oír el ávido crepitar del fuego...

—¡Por favor! —Extendió ambas manos en un gesto de súplica, con la voz entrecortada por la emoción—. ¡No es posible que queráis ver cómo gente inocente muere de esta forma! Podríais evitarlo, todos vosotros podríais evitarlo, si tan sólo...

La mujer la interrumpió con voz estridente.

—¡Déjanos solos, extranjera! ¡Vuelve al lugar del que viniste y déjanos en paz!

Era inútil. Índigo se volvió de espaldas, tapándose los oídos para no escuchar los alaridos de las víctimas de Quinas que ardían en las hogueras; y, con Grimya pegada a sus talones, se alejó corriendo por entre el gentío, luchando por regresar a la Casa del Cobre y el Hierro. Era incapaz de reflexionar, incapaz de detenerse a pensar. Todo lo que sentía era una irresistible necesidad de huir del escenario de la carnicería y esconderse en algún sitio antes de que, también ella, se viera embrutecida por la locura de Charchad.

Cerca del hostal, el gentío era más denso, ya que era donde se reunían más individuos y donde se mezclaban con los rezagados que intentaban avanzar desde una calle lateral. Índigo se abrió paso como pudo, mientras Grimya lanzaba dentelladas a tobillos recalcitrantes, hasta que por fin dejaron atrás lo peor de la congestión y la puerta de la posada quedó sólo a pocos metros de ellas. Índigo echó a correr hacia aquel refugio, pero al llegar a la zona más despejada la muchedumbre se dividió de repente, formando un corredor desde el centro de la plaza. La luz de unas antorchas se balanceó llameante, y un pequeño cortejo se acercó a grandes pasos desde el lugar donde estaban las piras, con Quinas a la cabeza.

La expresión de fanática autosatisfacción que se reflejaba en el rostro del capataz hizo que Índigo se detuviera en seco. Se lo quedó mirando y sintió que una oleada de furia se alzaba en su interior. En aquel momento su atención se vio desviada, de repente, por una pequeña conmoción que se había producido en el extremo de la multitud. Una mujer vestida con ropas gastadas y sucias, la negra cabellera sujeta en una gruesa trenza, surgió de entre la gente y se arrojó delante de Quinas. Lo agarró por las vestiduras y lo obligó a detenerse.

—¡Por favor! —La voz de la mujer era aguda e histérica—. ¡Señor, tened piedad! No me echéis de nuevo; escuchadme, os lo suplico...

—¡Fuera de mi camino, mujer! —Quinas intentó quitársela de encima, pero ella se aferró a él, sin importarle que la arrastrase violentamente por el suelo. —¡No! ¡Escuchadme, tenéis que escucharme! Señor, mi... No pudo decir más, ya que el capataz se volvió y con el dorso de la mano la golpeó en pleno rostro. La mujer se soltó y cayó de espaldas con un grito de dolor. Uno de los acólitos que seguía a Quinas la pateó con rabia en los riñones.

Índigo no se detuvo a pensar con lógica. Su furia precisaba de una salida y corrió hacia adelante sacando su cuchillo.

—¡Eh, vos! —Le cerró el paso a Quinas, con los ojos encendidos y consciente de que a la menor provocación le hundiría el cuchillo en el estómago—. ¿Es ésta vuestra idea de misericordia y justicia, ser abominable?

Saia Índigo. —El la contempló con calma—. Bien, bien. ¿Detecto acaso un cambio en vuestros modales desde nuestro primer encuentro?

—¡Desde luego que sí! Me disteis la impresión de ser un hombre civilizado. ¡Ahora veo que no sois mejor que un gusano! —Señaló a la mujer, que yacía todavía en el suelo y lloraba en silencio—. Ayudadla a ponerse en pie. Creo que tiene algo que deciros. Una fría sonrisa curvó la boca de Quinas. —Por vuestro propio bien, saia, os recomiendo firmemente que dejéis de interferir en los asuntos de los demás. De hecho, debo insistir en ello. —Extendió una mano para sujetarla del brazo y apartarla de su camino, y ella alzó el cuchillo hasta hacerlo centellear frente a su rostro. — ¡Tocadme y os sacaré las entrañas! Quinas detuvo su mano, pero su rostro se volvió amenazador. Parpadeó; una vez más, las lentes carmesí cayeron por un breve instante sobre sus ojos, y el renovado sobresalto que le produjo aquella deformidad hizo que Índigo perdiera por un momento la concentración. El cuchillo vaciló, y tres de los acólitos de Charchad saltaron sobre ella. Lanzó un aullido de sorpresa, que se transformó en un resoplido cuando un puño fue a hundirse en su estómago. Otro de los hombres la sujetó por los cabellos, obligándola a volver la cabeza. La joven

perdió el equilibrio y cayó al suelo bajo una lluvia de patadas y golpes. «¡Indigo!»

Grimya lanzó un aullido y saltó sobre los asaltantes de su amiga, por lo que recibió una patada que la lanzó rodando, entre gañidos, sobre las losas. Con ojos llorosos por el dolor. Índigo vio cómo Grimya se preparaba para saltar de nuevo, y distinguió un cuchillo en la mano de uno de los acólitos... —¡No, Grimya! ¡Quieta!

La loba gimoteó, frustrada, pero su instinto la obligaba a obedecer. Unas manos pusieron en pie a Indigo con brutalidad. La muchacha se dobló hacia adelante, luchando por no completar su humillación vomitando ante toda la gente, y vio los pies de Quinas plantados frente a ella. —Muy prudente, saia; y es mejor para vos que vuestro perro sea obediente. —Levantó los ojos e hizo un gesto a sus seguidores—. Soltadla. No creo que esté en condiciones de causarnos más molestias.

Las manos la dejaron libre, pero antes una de ellas le propinó un último y doloroso pellizco. Índigo se desplomó de rodillas sobre el suelo, demasiado enferma y mareada para ponerse en pie sin ayuda.

—Es una forastera —dijo Quinas con sarcástico desdén—, y, como tal, su ignorancia es más digna de lástima que de castigo. Pero descubrirá lo disparatado de su comportamiento, hermanos y hermanas. Charchad se ocupará de ello.

Es posible que perdiera el conocimiento por un momento; Índigo no estaba segura. Cuando abrió los ojos de nuevo ya no la rodeaban, y Grimya estaba a su lado, intentando lamerle el rostro, inquieta.

«¡Indigo! ¡Debiera haberlos detenido, debiera haberles abierto la garganta! ¡Te he fallado!» — No..., no.

Hizo intención de sacudir la cabeza pero se lo pensó mejor. Una de las patadas debía de haberla alcanzado justo en la parte inferior del cráneo... Su cuchillo estaba sobre las losas, delante de ella; lo recogió con mano temblorosa, luego se apartó un sucio mechón de pelo de los ojos y levantó la vista.

Quinas y sus compañeros habían desaparecido. Varias personas de entre la multitud la miraban fijamente; cuando sus ojos se encontraron con los de ellas, éstas le dieron la espalda y se alejaron para evitarla. Cualquier pensamiento que hubiera tenido de pedir a alguien que la ayudara a ponerse en pie se esfumó de inmediato. Al igual que con las anteriores víctimas de Quinas, no harían nada por ayudarla.

La estridente música había cesado. Las llamas de las piras aún empañaban la escena, pero ya no se escuchaban más gritos ahora: las hogueras habían realizado su trabajo y el festival de Charchad había concluido. Índigo miró a su alrededor en busca de la mujer que había intentado defender, pero no se la veía por ninguna parte, y al cabo de algunos momentos se arriesgó a intentar incorporarse. El suelo parecía hundirse y balancearse bajo sus pies, pero con un esfuerzo consiguió dar los pocos pasos que la separaban de la puerta del hostal e introducirse en su interior. La taberna estaba, afortunadamente, vacía. Subió lenta y penosamente hasta su habitación, mientras Grimya, llena de preocupación, iba pisándole los talones. Se le iban pasando las náuseas, pero aún no se encontraba del todo bien. Cuando se tocó con cuidado el rostro descubrió varios arañazos, y había algunas partes doloridas en sus mejillas y mandíbula que se convertirían en cardenales por la mañana.

Se sentó con cuidado sobre la cama y se tumbó. Grimya empezó a pasear por la habitación, moviendo la cola y las orejas espasmódicamente, todavía alterada.

«¡Ojalá los hubiera matado!», dijo la loba. «Te han hecho daño.»

—No, Grimya; no me han lastimado mucho, en realidad. Podrían haber hecho cosas peores, y eran demasiados para que te enfrentaras a ellos sola. Además, no importa. Esa pobre gente... ¡Lo que Quinas hizo fue monstruoso!

«Ese hombre llamado Quinas está loco, pude oler su demencia. Indigo, ¿es él el origen de la maldad que hay aquí? ¿Es él el demonio?»

La joven no había considerado la posibilidad de que la fuerza diabólica que buscaba pudiera estar encarnada en un único ser humano, pero la sugerencia de Grimya poseía una desagradable lógica. Llevó la mano a la bolsa que pendía de su cuello y sacó la piedra-imán para mirarla.

—Está en reposo. —Había un tono de desilusión en su voz—. Pero sigue indicando el norte.

«Cuando ese Quinas se marchó, lo hizo en dirección sur desde aquí. Estaba equivocada: no puede ser él»

—Quizá no..., pero forma parte de él, Grimya. —Imágenes no deseadas de las piras y de sus forcejeantes víctimas aparecieron en la mente de Índigo, que se concentró desesperadamente en sus manos en un esfuerzo por borrar aquel recuerdo—. El corazón de Charchad —sea lo que sea— está en el norte. Y Quinas posee una llave de acceso a él, aunque puede que no sea la única llave. —Se estremeció—. Me vengaré de ese hombre. No sólo por mí, sino por los que han muerto esta noche.

Grimya iba a contestarle, pero se detuvo de improviso, miró en dirección a la puerta y lanzó un sordo gruñido.

«Alguien viene.»

Se escucharon unos pesados pasos en el rellano. Índigo se puso en tensión, pero inmediatamente dio un respingo cuando, sin el menor preámbulo, la puerta se abrió y el propietario de la Casa del Cobre y el Hierro penetró en la habitación.

Las mejillas de la joven se encendieron de rabia.

—¡Cómo os atrevéis a entrar aquí sin tan siquiera llamar a la puerta! ¿Qué os habéis creído?

—Ahorraos vuestra refinada indignación, saia. —El propietario había dejado de lado su obsequiosidad, y pronunció el calificativo de cortesía con una marcada ironía—. No me gusta malgastar palabras. Ya no sois bien recibida bajo mi techo, y os agradecería que os marchaseis tan pronto como sea de día.

—¿Qué? . .

—Me habéis oído perfectamente. Esta es una ciudad pacífica, y no nos gusta que vengan forasteros a causar problemas.

—¿Problemas? —repitió Índigo, incrédula—. ¿Habéis presenciado un asesinato en esa plaza de ahí fuera y ahora tenéis la osadía de acusarme a de causar problemas? —Se puso en pie, todo su cuerpo temblando de rabia y frustración—. ¿Qué es lo que sucede aquí? ¿Tanto miedo le tenéis a ese desecho humano, que se llama a sí mismo capataz de mina, que...?

—¡No toleraré que se mancille el nombre de nuestro buen hermano Quinas! —El propietario levantó la voz para ahogar sus palabras, y la joven vio gotas de sudor en su frente—. No sois bienvenida aquí, ¿comprendéis? ¡Tomad vuestros sucios modales extranjeros y a vuestro sucio animal extranjero y salid de mi casa al amanecer! —Su voz se apagó; aspiró profundamente varias veces, con el pecho jadeante. Se negaba, observó Índigo con tristeza, a mirarla directamente a los ojos—. Marchaos, mujer. ¡O tendréis más motivos para arrepentiros de los que se os han dado esta noche!

Índigo, furiosa, estuvo a punto de replicarle, pero se contuvo. De nada servía discutir con aquel hombre; no obtendría nada con ello. Tanto si le movía el miedo o una genuina lealtad a Charchad, el resultado era el mismo; la suya era sólo una voz entre muchas. Ella no podía enfrentarse a toda una ciudad.

Se volvió de espaldas y le respondió con frío desdén:

—Muy bien. —Su bolsa de dinero tintineó, y arrojó dos monedas de oro al suelo—. Eso, creo, cubrirá mi deuda por vuestra hospitalidad.

—No quiero vuestro dinero.

—Entonces podéis dejar que se pudra ahí, ya que no quiero tener que agradecerle nada a un completo cobarde.

Se produjo un penetrante silencio. Luego el propietario dijo:

—Vuestro poni estará ensillado y dispuesto al amanecer —y el desigual suelo tembló cuando cerró la puerta de golpe al salir.

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