CAPÍTULO 4

Drachea entró en el dormitorio de Cyllan y esperó a que ésta cerrase la puerta. Al seguirle ella dentro de la habitación, le dijo:

—¿Y bien?

Cyllan reconoció el desafio en sus ojos y en su voz y se volvió de espaldas, debatiéndose entre sentimientos conflictivos. Su instinto le advertía que no debía confiar en Tarod sin más ni más; sin embargo, Drachea y ella eran aliados poco seguros en el mejor de los casos, y la actitud de él hizo que se pusiera, contra toda lógica, a la defensiva.

—No lo sé —dijo.

—¿No lo sabes? —La voz de Drachea tenía un tono de incrédulo desprecio—. ¿Vas a decirme que estás dispuesta a aceptar la palabra de ese... de ese tirano?

Cyllan le miró con irritación.

— ¡No he dicho tal cosa! Pero tampoco voy a condenarle sin saber algo más.

— Entonces eres más tonta de lo que creía.

Le dirigió una mirada fulminante, en la que ella vio la manifestación del abismo que les separaba. El hecho de que ella no quisiera aceptar su juicio como superior al suyo le enfureció, y empezó a andar de un lado a otro por la estancia, con todos los músculos en tensión.

—Primero me ataca injustificadamente y sin que le provoque. ¿Es éste el comportamiento propio de un Adepto? Y después nos cuenta una historia de algún rito del Círculo que dio mal resultado. ¡El cuento más inverosímil que escuché jamás! Nos está mintiendo, ¡estoy seguro de ello!

Cyllan se acercó a la ventana y contempló el patio sombrío y silencioso.

— Hay un hecho que no podemos olvidar, Drachea — dijo en tono cortante—. Estamos atrapados aquí. Pienses lo que pienses de Tarod, no puedes negar que en esto ha dicho la verdad.

— ¡Ah, no! —replicó furiosamente Drachea—. Por lo que sabemos podría tener sus propias razones para retenernos como prisioneros. El hijo de un Margrave podría ser un buen rehén, si su secuestrador tuviese motivos suficientes para...

Cyllan giró en redondo.

— ¿Un rehén? — repitió, asombrada por lo absurdo de la idea—. ¿Qué necesidad podría tener un alto Adepto de un rehén?

—¡Maldita sea! ¿Cómo puedo saberlo? —gritó Drachea—. ¡Tiene tanto sentido como todo lo que sucede aquí! Y además —añadió con expresión burlona—, sólo tengo su palabra... y la tuya... de que es un Adepto.

— Esto es ridículo...

—¿De veras? ¿O estás tan orgullosa de tu presunta camaradería con tan distinguido personaje que no quieres oír una palabra contra él?

Cyllan se mordió la lengua para no replicar furiosamente, al darse cuenta, con pesar, de que Drachea había dado en el blanco. Ella era parcial; antiguos recuerdos influían todavía en ella. Y esto podía ser un precedente peligroso...

— Piénsalo bien — dijo obsesivamente Drachea, reanudando su paseo—. El Castillo de la Península de la Estrella atrapado en una dimensión inverosímil, más allá del alcance del Tiempo. Está bien, acepto lo que antes dijiste; hasta aquí, tal vez podamos creerlo. El Círculo desaparecido..., muerto, perdido en un limbo; no lo sabemos.

Y un hombre que permanece aquí y que insinúa, insinúa, fíjate bien, pues ha tenido buen cuidado en no confesar nada claramente y ha dejado que sacase yo mis propias conclusiones, que todo ha sido resultado de algún terrible accidente y que no tiene poder para reparar el daño. ¿Y espera que le creamos?

—Lanzó un bufido—. ¡Antes me fiaría de una serpiente!

El sentido de justicia de Cyllan se rebeló contra esta rotunda condena, pero se mordió la lengua nuevamente.

—Entonces, ¿cuál crees tú que es la verdad? —preguntó.

Drachea sacudió la cabeza.

—Solamente Aeoris conoce la respuesta. —Hizo reflexivamente la señal del Dios Blanco como muestra de respeto y prosiguió—: ¿Recuerdas lo que te dije sobre los rumores que circulaban en Shu? No se tenía noticia del Castillo y se hablaba de disturbios o peligros en la Tierra Alta del Oeste. Esta es la raíz de todos aquellos rumores, ¡tiene que serlo! Algo maligno se está tramando, lo siento, y siento también que todo es obra de Tarod.

Aunque algo en lo más hondo de ella se rebelaba, Cyllan no podía honradamente discutir con él. Demasiado de lo que decía parecía acertado y alarmante, y también ella sentía flotar la amenaza de algo oscuro y maligno que invadía el Castillo. Pero si algún negro objetivo se ocultaba detrás de las acciones de Tarod, no podía ni remotamente imaginarse lo que este objetivo podía ser.

Involuntariamente siguió con la mirada las viejas prendas de vestir tiradas sobre el antepecho de la ventana. La bolsa que contenía sus preciosas piedras estaba entre ellas, y era posible que, incluso aquí, su antigua habilidad le permitiese descubrir alguna clave del misterio. Pero, inmediatamente, una voz interior le dijo con vehemencia: ¡No! No podía hacerlo: un miedo primitivo e irresistible se interponía en su camino. Le faltaba valor, temía lo que pudiese ver...

Drachea, sin darse cuenta de su problema, miraba enfurruñado por la ventana y dijo de pronto:

—Habló de una joya...

Cyllan levantó la mirada.

—¿Una joya? Sí, ahora lo recuerdo

—Algo que concentró la fuerza que detuvo el Tiempo—dijo él—

Y la perdió, o al menos no puede alcanzarla, dondequiera que esté. Y la necesita.

Ella rió sin ganas.

— ¡También la necesitamos nosotros, Drachea, si hemos de salir de este lugar!

—¿Sí? —Encogió los hombros como un pájaro de mal agüero—. ¿O no será esto, también, una mentira? No sabemos lo que es esta piedra ni lo que se puede hacer con ella. Si la recupera, con o sin nuestra ayuda, ¿quién puede decir cuáles serán las consecuencias? ¿El regreso del Tiempo y, con él, la libertad, o algo diferente, algo demasiado espantoso para imaginarlo? — Se enfrentó a ella, con ojos febriles—. ¿Estás tú dispuesta a correr el riesgo? Porque yo, ¡no lo estoy!

Ella no le respondió, y él cruzó la estancia, apartándola de su camino.

—¡Maldita sea! —dijo, furiosamente—. Si piensa que voy a quedarme mansamente sentado, esperando lo que quiera hacer con mi destino, ¡se equivoca! El Castillo puede haber sido abandonado, pero sus ocupantes no pueden haber desaparecido sin dejar rastro. — Señaló su propia ropa tomada de prestado—. Tiene que haber claves: documentos, archivos, saben los dioses qué más. Y yo los encontraré. Que Aeoris me ayude y encontraré la solución de este misterio... ¡Y frustraré los planes de Tarod! —Giró en redondo—. Bueno, ¿vienes conmigo o prefieres ignorar la realidad y quedarte aquí?

Su mirada expresaba la actitud medio compasiva y medio desdeñosa de un ciudadano de alto rango hacia una hija del arroyo.

El orgullo de Cyllan se rebeló contra su arrogancia.

— No — respondió en tono cortante—. Prefiero ignorar la realidad, ¡como dices tú!

—Haz lo que te parezca.

Drachea se dirigió a la puerta y la abrió. Se volvió a mirarla desde el umbral, pero ella había vuelto la cabeza, y salió al pasillo, dejando que la puerta se cerrase de golpe a su espalda.

Cuando Drachea se hubo marchado, Cyllan cerró con fuerza los ojos para dominar la ola de amargo resentimiento que amenazaba con sofocar todas sus demás ideas. Los modales de Drachea para con ella eran un insulto, y tenía que confesar que también esto le dolía. La camaradería, el sentido de luchar en el mismo bando, que habría podido desear en aquellos momentos de agobio, no existían; Drachea y ella, en cambio, parecían estar constantemente a la greña. La actitud de Drachea había herido su orgullo en lo más hondo, y este orgullo hacía que quisiera desquitarse de alguna manera, mostrarle que era más que un ser ignorante e inútil.

Abrió los ojos y miró la bolsa de las piedras. Las claves que Drachea confiaba en encontrar eran probablemente más fáciles de descubrir a través de las dotes de una vidente que gracias a una exploración física al azar... , si ella tenía valor para intentarlo.

Oscuros temores nublaban su cerebro, arguyendo violentamente contra la idea; pero esta vez, Cyllan los dominó con firmeza. Nunca había sido cobarde; no tenía que vencer el obstáculo del terror supersticioso que afligía a la gente ordinaria. ¿De qué había de tener miedo? Apretando resueltamente los puños, se acercó al antepecho de la ventana.

La vieja ropa estaba pegajosa a causa de la sal, y la bolsa de cuero, rígida y crujiente. Cyllan sacudió las piedras en la palma de su mano y se sentó con las piernas cruzadas en el suelo. Sintió en su nuca un hormigueo familiar, señal segura de que sus sentidos psíquicos estaban despertando, y la impresión fue tan rápida que se quedó estupefacta. Fue como si algún poder externo tirase de ella como de una marioneta. Cerró los ojos y una oscuridad nubló al instante su visión interior, una negrura densa que le dijo que su conciencia dejaba paso a algo mucho más profundo. Los guijarros quemaban sus manos como cristales de hielo. Enfocó la oscuridad, se concentró, rechazando la ola de un miedo enfermizo...

El repiqueteo débil pero duro de las piedras cayendo al suelo rompió el silencio, y Cyllan se echó atrás lanzando una exclamación ahogada. El arranque psíquico había sido muy rápido, y su fuerza la dejó pasmada. Le pareció que la habitación se hacía más profunda, retrocedía momentáneamente, cuando abrió los ojos; después su visión se aclaró, y miró el dibujo que habían formado las piedras.

La más grande de todas estaba en el centro exacto de la figura. A su alrededor, las otras se extendían en espiral para formar siete brazos desiguales. Aquella figura era familiar, terriblemente familiar, y sin embargo no podía situarla, no podía recordar...

— Cyllan.

Gritó impresionada y casi se mordió la lengua al oír una voz extraña y argentina que pronunciaba su nombre en el vacío. Y en el mismo instante, tuvo una terrible premonición, la horrible certidumbre de que había algo detrás de ella, en la habitación, observándola...

Tenía la garganta tan contraída que apenas podía respirar. Y los contornos de la habitación estaban cambiando, perdiendo su solidez, creciendo de un modo extraño y espantoso... Unos colores raros centellearon en los bordes de su percepción, y sintió un frío que llenaba el aire y penetraba hasta sus huesos... Furiosamente, luchando contra la amenaza de un terror ciego, obligó a sus músculos a obedecerla y volvió la cabeza.

La habitación estaba vacía. Demasiado vacía..., como si el mundo real hubiese dejado de existir, dejándola extraviada en una media dimensión de engaño y fantasmagoría. Y a pesar de lo que le decían sus ojos, todavía podía sentir la presencia de otra inteligencia en la estancia. La estaba observando, burlándose de su incapacidad de ver..., y Cyllan sintió la fría y afilada hoja del cuchillo del mal...

Un solo y súbito estampido, tan fuerte que superaba las facultades del oído, resonó en el interior de su cabeza. Entre una niebla de dolor, vio que empezaba a ondularse la puerta de su habitación, alabeándose en formas imposibles. Apareció un aura a su alrededor como un halo de pesadilla, y chillones colores se agitaron furiosamente, casi cegándola. Algo se estaba acercando; lo sentía... , algo que podía aplas tarla y matarla, como un niño distraído podía aplastar un insecto con el pie.

Sin otro aviso, la puerta se desintegró y apareció en su lugar una luz negra. Cyllan luchó desesperadamente contra el terror de lo que sabía que tenía que ser una espantosa y poderosa alucinación, pero la razón no podía combatir la imagen de la figura no del todo humana que se estaba formando en el corazón de aquella luz, ni la larga y delgada mano que se tendió lentamente, autoritariamente, hacia ella.

Cyllan gritó, y supo que ningún sonido había brotado de sus labios. Todos los músculos de su cuerpo se contrajeron en un rictus y un solo y fuerte espasmo la sacudió de los pies a la cabeza antes de derrumbarse, inconsciente, entre las piedras desparramadas en el suelo.

A Drachea le palpitaba el corazón con molesta rapidez, mientras descendía por la amplia escalera principal del Castillo. Estaba excitado por la perspectiva que veía abrirse ante él, satisfecho de haber resuelto emprender una acción positiva, en vez de esperar pasivamente los acontecimientos; y sin embargo, aquella satisfacción estaba fuertemente entrelazada con una aprensión que iba en aumento a medida que se alejaba de la segura habitación de Cyllan.

Al llegar al pie de la escalera, vaciló y miró recelosamente a su alrededor para asegurarse de que no había señales de Tarod. Más allá de la puerta entreabierta, el patio parecía sombrío y hostil, con el fulgor rojo de sangre intensificado por la negrura contrastante de las paredes y de las losas del suelo, y el valor de Drachea empezó a flaquear. Hubiese querido, aunque por nada del mundo lo habría confesado, que le acompañara Cyllan. El había recibido su negativa con indiferencia, diciéndose que no necesitaba ayuda, pero ahora, en el deprimente silencio, el Castillo parecía amenazador, como un enemigo que esperase solamente el momento oportuno para atacarle.

También, y por encima de todo, estaba ansioso por evitar otro encuentro con Tarod. Sus bravatas no podían ocultar el miedo fundamental que sentía del Adepto, y se imaginaba que Tarod no vería con buenos ojos su intento de descubrir los secretos del Castillo. El recuerdo de lo que había sucedido en el patio le hizo vacilar momentáneamente; pero, con este sentimiento, renació su cólera, y cuando pasó el acceso de terror, se sintió mejor, animado por la ira que empezaba a germinar en un deseo de venganza. Si Cyllan prefería esconderse en aquella mohosa habitación, ¡allá ella! El encontraría las respuestas que necesitaba y le mostraría que un hijo de Margrave no requería la ayuda de una campesina conductora de ganado.

Salió al exterior y contempló la Torre del Norte, que se recortaba contra el cielo uniforme de estaño. Ya no se veía luz en una de las ventanas más altas, pero Drachea sospechó que Tarod estaba en aquella habitación. Así era mejor; él se dirigía a otra parte y la idea de que era improbable que el Adepto se cruzase en su camino reforzó su confianza.

A la derecha de la escalinata que conducía al patio había una columnata, con una puerta en su extremo. Drachea pensó que era extraño que existiese otra entrada en el Castillo tan cerca de la puerta principal... Esto parecía indicar algún propósito ulterior.

Con otra rápida mirada hacia la torre, bajó corriendo los peldaños y se dirigió a aquella puerta. Esta se abrió fácilmente cuando levantó la aldaba, y esto contrarió a Drachea: si condujese a algún lugar importante, ¿no habría sido cerrada con más cuidado? Presumiendo que aquello no sería más que un almacén o algo parecido, atisbó hacia el interior y vio un largo y estrecho pasillo que descendía en pendiente hacia lo que debían ser las entrañas del Castillo. Durante la primera veintena de pasos, el resplandor carmesí llegó hasta allí, iluminando viejas manchas de humedad... Después el pasillo quedó enteramente a oscuras.

La idea de aventurarse en aquella negrura bastó, al principio, para socavar la resolución de Drachea. Si Cyllan hubiese estado con él... No, se dijo. No la necesitaba. Sus ojos se acostumbrarían pronto a la oscuridad, y si, como sospechaba, este pasadizo le acercaba a alguno de los secretos del Castillo, pronto podría contar a Cyllan una historia que le abriría los ojos a la verdad.

Respirando hondo (¡qué desagradable era el olor a moho que flotaba en el aire!) cruzó la puerta, cuidando de dejarla abierta de par en par a su espalda. El suelo del pasadizo era bastante regular y al avanzar, su visión empezó a acomodarse gradualmente a la oscuridad, hasta que pudo distinguir los vagos contornos de las paredes que tenía delante. Estas parecían prolongarse indefinidamente y siempre hacia abajo... Vaciló y después apretó el paso, luchando contra su inquietud.

El suave ruido de sus pisadas llegó a hacerse casi hipnótico a medida que avanzaba a lo largo del pasillo. De vez en cuando, algún fenómeno acústico casi le convencía de que oía otras pisadas detrás de él, ligeramente desacornpasadas con las suyas. En una ocasión se detuvo en seco; creyó oír que los pasos ilusorios se paraban detrás de él, y el sudor brotó de su frente y de su cuello. Pero cuando se volvió, allí no había nada...

Imaginaciones. La mente hacía toda clase de jugarretas en circunstancias como ésta. Aquí no podía haber fantasmas... Drachea siguió andando, resistiendo la tentación de silbar para darse valor, y de pronto el pasillo terminó al pie de un tramo de escalones. Se detuvo, tanteando cautelosamente el primer peldaño, y de nuevo miró por encima del hombro. Nada...

La escalera era empinada y Drachea tuvo la impresión de que se estaba acercando a su meta. Pero en ese momento sintió una oleada de excitación al ver que, delante de él, la escalera terminaba en otra puerta. Estaba abierta, como si alguien hubiese pasado descuidadamente por ella momentos antes, y más allá, una pálida luz iluminaba débilmente un gran salón abovedado. Drachea cruzó rápidamente la puerta y, al entrar en el sótano, tropezó con algo que había en el suelo y cayó cuan largo era. Maldijo en voz alta y su voz resonó con fuerza, aumentando su impresión, y al sentarse aturdido en el duro suelo de piedra vio lo que le había hecho caer.

Libros. Cientos de ellos, desparramados sobre las losas. Dondequiera que mirase, dondequiera que pusiese las manos, había volúmenes y manuscritos y rollos de pergamino, algunos enteros, otros rasgados y hechos trizas. Y al débil resplandor que iluminaba la estancia, pudo ver estantes adosados a las paredes, muchos de ellos rotos, pero algunos conteniendo todavía libros en equilibrio inestable que parecía que iban a resbalar y caer a la menor provocación. Era como si algún erudito se hubiese vuelto loco en su propia biblioteca...

Desde luego, ¡era la biblioteca del Castillo! Y esta revelación hizo que Drachea olvidase inmediatamente su primitiva intención, pasmado por el hecho sorprendente de que, por pura casualidad, hubiese tropezado literalmente con el más grande depósito de conocimientos arcanos del mundo. Alargó una mano y tomó el libro caído que tenía más cerca, estremeciéndose cuando varias hojas se soltaron y cayeron revoloteando al suelo. Todos los secretos del Círculo, su ciencia, sus prácticas, estaban al alcance de su mirada sin nadie que lo prohibiese... ¡Era más de lo que nunca se habría atrevido a soñar!

Drachea abrió el libro al azar y empezó a estudiarlo. La escritura era muy apretada y difícil de leer bajo aquella luz tan débil, pero descifró lo suficiente para que su pulso se acelerase. Ritos de iniciación;

todas las fórmulas estaban allí; las oraciones, los conjuros... Tomó otro volumen al azar y volvió febrilmente las páginas. Este era más antiguo, todavía más difícil de leer... Lo dejó a un lado y tomó uno de los rollos. Era de pergamino y la tinta estaba tan descolorida que calculó que había sido escrito hacía siglos, antes de que se inventase el procedimiento de emplear pasta de madera para hacer un material más fino que sustituyese la piel animal. Casi devotamente, Drachea lo apartó con el primer volumen y después se levantó, mirando enloquecido. Podía pasar allí toda una vida. Podía estudiar año tras año hasta que sus cabellos se volviesen grises, sin saciar su sed de conocimientos ocultos. Sintió envidia de los Iniciados que habían tenido libre acceso a este increíble lugar, y entonces se rehízo, casi burlándose de su propio absurdo. El tenía ahora libre acceso a la biblioteca, ¡no había un Círculo que pudiese cerrarle el camino! Solamente había un hombre, y por muy alto que pudiese ser un Adepto, había maneras de burlarle. Aunque Tarod usara la biblioteca para sus propios fines, no echaría en falta unos pocos volúmenes a su alrededor entre aquel caos.

Y en el refugio de una de las habitaciones superiores del Castillo, Drachea podría absorber a su antojo este fabuloso conocimiento.

Había olvidado a Cyllan; había olvidado su peligrosa situación. Empezó a buscar entre los libros, recogiendo aquellos que le parecían más prometedores, hasta que tuvo todos los que podía llevar. Se irguió, rojo el semblante por el esfuerzo y la excitación pero se quedó helado al oír un ruido de pisadas fuera del sótano.

Varios de los libros se le cayeron al suelo y el ruido que produjeron hizo que sintiese un sudor frío. Las pisadas venían de la escalera, lentas, acompasadas, resonando débilmente. Tarod, ¡tenía que ser él! Su sensación de triunfo se desvaneció ante la idea de lo que podría hacerle el Adepto si descubría su presencia aquí, y miró frenéticamente a su alrededor, buscando un lugar donde esconderse. Al principio pareció que nada podía esperar, pero después vio una puerta, baja e insignificante, medio oculta en un hueco entre dos hileras de estantes. Olvidándose de los libros, corrió hacia ella... y al alcanzarla, las pisadas se extinguieron en el silencio.

Drachea se detuvo, sintiendo que se le ponía la piel de gallina. Las pisadas humanas no se extinguían simplemente de esta manera. Alguien se había estado acercando, había llegado casi al pie de la escalera... , ¡no podía haberse desvanecido!

Con ojos desorbitados, miró hacia la escalera, apenas visible más allá de la entrada de la biblioteca. Ninguna sombra se movía y el silencio era absoluto. El miedo empezó a convertirse en pánico, y Drachea retrocedió involuntariamente hasta que chocó con la pequeña puerta. Esta se abrió de golpe, haciendo que el joven lanzara un grito y la cruzase tambaleándose.

Ahora se hallaba en un largo y estrecho pasadizo que descendía en fuerte pendiente delante de él. La débil luz que iluminaba todo el sótano era aquí más intensa, como si su origen estuviese en alguna parte de este corredor, y un violento estremecimiento sacudió a Drachea, un temor desmesurado que no podía definir, pero que eclipsaba cualquier otra sensación.

Algo acechaba en el extremo invisible del pasadizo. Lo sentía, era una presencia palpable... y se acercaba lentamente en su dirección. Un sonido suave, como el eco de una risa no del todo humana, pareció resonar en su cabeza y Drachea retrocedió, consciente de que la bilis subía a su garganta y esforzándose en tragarla de nuevo. No podía ver nada, pero sabía que estaba allí... Una presencia, una presencia monstruosamente maligna...

Sintió que un debilísimo aliento rozaba su cara, y perdió todo dominio sobre sí mismo. Lo que pudiese esperarle en la escalera no sería nada en comparación con el horror desconocido que se escondía detrás de esa puerta, y corrió como un animal perseguido, lanzándose a través del sótano y de la puerta en arco. Ya en la escalera, cayó, se puso dificultosamente en pie, siguió subiendo, mientras un pánico ciego superaba a todo lo demás. Nada le cerró el camino, nadie surgió de pronto de las sombras para enfrentarse con él, y al fin salió al patio relativamente iluminado, derrumbándose con una fuerza que le despellejó las rodillas y las manos.

Drachea rodó y se levantó tambaleándose, y se apoyó en una de las columnas para sostenerse mientras luchaba por recobrar el aliento. El patio vacío parecía más desolado y amenazador que nunca; sombras más allá del alcance del rojo resplandor parecían, a su imaginación exaltada, tomar formas vagas y amenazadoras. Se estremeció, cerrando los ojos contra aquellas imágenes importunas, y se esforzó en llenar de aire sus pulmones. Su pulso se hizo más lento y, al cabo de un rato, abrió de nuevo los ojos, recobrando algo de su aplomo.

Había sido un estúpido. No había nadie en la escalera del sótano, y nada en el pasillo al que daba la puerta pequeña. Se había dejado llevar por la imaginación, y una ilusión le había aterrorizado... Miró por encima del hombro hacia la puerta por la que acababa de salir. La idea de volver allí no le apetecía a pesar del señuelo de los libros, y haciendo un irritado ademán en dirección a la puerta, echó a andar hacia la entrada principal del Castillo. Volver junto a Cyllan sin nada que explicar sería confesar su fracaso y, por consiguiente, rebajarse..., algo contra lo que se rebelaba violentamente. No volvería a la biblioteca, todavía (y acalló una vocecilla interior que le decía que tenía miedo de volver solo a ella). El Castillo debía contener otras muchas revelaciones; tenía que haber otros lugares, indudablemente mejores, donde buscar las respuestas que necesitaba.

Con una rápida y furtiva mirada a su alrededor, para asegurarse de que estaba solo, Drachea caminó apresuradamente a lo largo de uno de los, al parecer, interminables corredores del Castillo.

Fue pura y fortuita coincidencia lo que llevó a Drachea a la serie de habitaciones de la planta baja del ala norte y central. Había llegado a ellas por un camino indirecto, dando vueltas y revueltas en el laberinto de pasillos que se extendían por todo el Castillo, y se sentía cansado, frustrado y descorazonado cuando llegó a la puerta claveteada y de pulida superficie. Pero en cuanto hubo corrido el pestillo y mirado en el interior, comprendió que había encontrado algo que era más que otra habitación vacía.

En la estancia destacaba una mesa grande, con un sillón tallado y acolchado detrás de ella. Un montón de papeles había sido limpiamente colocado sobre la mesa, como esperando una atención inminente. Un tintero y varias plumas estaban al lado de ellos. Y la mirada de Drachea descubrió algo más. Un sello medio oculto que estaba situado detrás del tintero...

Cerró la puerta sin ruido y se acercó a la mesa. Al alargar la mano hacia el sello, vaciló, asaltado de pronto por la impresión de que estaba entrando en un terreno absolutamente prohibido. Si este salón era lo que él creía, el mero hecho de tocar aquel sello sería una especie de blasfemia. Sin embargo, tenía que saber...

Con la boca seca, hizo acopio de valor y agarró el sello. El emblema reflejó el resplandor carmesí, y el joven vio que era un doble círculo cortado por un relámpago.

El sello del Sumo Iniciado... Respetuosamente, y con cierto temor, volvió a dejarlo en su sitio y miró a su alrededor, sintiéndose de pronto atemorizado. Este debía de ser, o haber sido, el despacho de

Keridil Toin... Se estremeció. Nunca había visto al Sumo Iniciado, pero su fantasma parecía cernerse sobre la estancia, observando desde el limbo inimaginable en que moraba ahora.

Drachea se volvió despacio, captando todos los detalles de la sombría habitación. Todo estaba perfectamente ordenado, como si Keridil Toln hubiese salido por última vez de su despacho con alguna premonición de lo que iba a suceder. El frío que flotaba en el aire era más que físico... Volvió bruscamente la espalda a la amplia chimenea, que por alguna razón inexplicable lo ponía doblemente nervioso, y se acercó de nuevo a la mesa. Había tres cajones poco profundos debajo de la pulida superficie, en uno de los lados de la mesa, y Drachea los abrió sucesivamente. Si existían relatos de sucesos recientes, estarían guardados ahí...

Los dos primeros cajones sólo contenían papeles referentes a asuntos ordinarios, principalmente listas de diezmos, y de poco interés. El tercero se resistió al principio y Drachea pensó que estaría cerrado con llave, hasta que se abrió bruscamente y con tanta fuerza que se desprendió de su soporte y desparramó su contenido sobre el suelo. Drachea tomó uno de los papeles al azar y su corazón dejó un momento de latir al llamarle la atención una palabra, un nombre:

Tarod.

Se acercó casi corriendo a la ventana y sostuvo el papel junto al cristal para aprovechar la poca luz que allí había. Ahora vio que aquel papel era un documento oficial, firmado y sellado por el Sumo Iniciado y suscrito también por seis ancianos del Consejo de Adeptos, en calidad de testigos.

Era una orden de ejecución.

Drachea se tapó la boca con una mano, sintiendo vértigo, con una mezcla de excitación y horror, mientras en su cabeza sonaban los primeros ecos de la verdad. Sus sospechas habían sido acertadas...

Guardó el documento debajo de su chaqueta y empezó a recoger febrilmente los otros papeles desparramados. Al fin encontró lo que había esperado y por lo que había rezado: un informe, escrito con la misma cuidadosa caligrafía de la orden de ejecución, y reservado exclusivamente para conocimiento de los Consejeros más antiguos.

Adherida a él había una carta abierta, en la que reconoció el sello de la Hermandad de Aeoris, entrelazado con el símbolo del pez de la provincia de la Tierra Alta del Oeste.

La Tierra Alta del Oeste, donde habían empezado los rumores alarmantes... Se sentó en el sillón de madera tallada, sin preocuparse ya de que perteneciera al Sumo Iniciado o al propio Aeoris. Leer era difícil en la penumbra, pero ya no confiaba en que sus piernas le sostuviesen. Silenciosamente, ávidamente, leyó primero la carta. La Señora Kael Amion... era por lo visto superiora de la Residencia de la Tierra Alta del Oeste, y la misiva que había enviado a Keridil Toln era de la máxima urgencia y se refería a un Iniciado y a una de sus novicias. Sí, la cosa empezaba a tener sentido..., pero necesitaba más, mucho más.

La mano de Drachea temblaba al tomar el informe. Lo leyó en su integridad, con sólo el ocasional susurro de una hoja al ser vuelta rompiendo el lúgubre silencio de la habitación. Cuando hubo terminado, se levantó y, con una lentitud que indicaba que no tenía un dominio absoluto sobre sus miembros, ocultó cuidadosamente los papeles debajo de la chaqueta, con el primer documento. Su rostro estaba ceniciento cuando se volvió para mirar de nuevo la chimenea y el suelo embaldosado delante del hogar. Una fascinación morbosa le impulsaba a acercarse más, a estudiar aquella parte del suelo en busca de señales que demostraran que lo que había leído era cierto; pero no podía hacerlo. Y las palabras del Sumo Iniciado parecían demasiado frías y sinceras para que quedase la menor sombra de duda.

Tenía que mostrar a Cyllan lo que había encontrado. Tenía que demostrarle que había estado en lo cierto, en realidad, más de lo que se había atrevido a soñar. Y sobre todo, necesitaba compartir con alguien la carga de su miedo.

Drachea volvió a colocar en su sitio el cajón que había caído, puso el sello de manera que quedase igual que antes junto a las plumas y el tintero sobre la mesa del Sumo Iniciado. Cerró la puerta del despacho sin ruido al salir e hizo la señal de Aeoris sobre su corazón antes de volverse y correr hacia la escalera principal.

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