CAPÍTULO 3

Tarod contempló fijamente a las dos andrajosas criaturas plantadas delante de él, los primeros seres humanos que veía en... Cortó el hilo de su pensamiento, ligeramente divertido por el hecho de que una parte de su mente insistiese todavía en pensar en términos de tiempo.

Y esa muchacha... La recordó al ver sus cabellos claros y sus extraños ojos ambarinos, y un nombre acudió a su memoria. La había olvidado, pero, de una manera inverosímil, ella estaba ahora en el Castillo, donde nadie, salvo él mismo, había caminado desde el día en que Keridil Toln había intentado afanosamente destruirle

Esto le había pillado desprevenido, pero ahora estaba recobrando su aplomo, aunque le costaba un considerable esfuerzo en vista de lo que había sucedido. Ningún ser humano podía ser capaz de cruzar la barrera que mantenía al Castillo inmovilizado en un limbo fuera del Tiempo. Su propio poder, grande como era, no podía penetrar la amorfa envoltura sin dimensiones pero espantosamente real, de tiempo y espacio, que le había atrapado aquí en su último y desesperado esfuerzo por salvar su vida y su alma; y fuera cual fuese su talento psíquico, Cyllan no era una verdadera hechicera. Sin embargo, estaba aquí tan real como él...

Dio un paso adelante; su movimiento implicaba una amenaza que hizo que Drachea retrocediese, y su mirada fría se posó sucesivamente en los dos.

—¿Cómo rompisteis la barrera? —preguntó de nuevo—. ¿Cómo llegasteis al Castillo?

Drachea, socavada su confianza, tragó saliva y trató de hacer una ceremoniosa reverencia.

—Señor, soy Drachea Rannak, heredero del Margrave de la provincia de Shu —dijo, empleando su rango como un arma defensiva—. Hemos sido víctimas de un extraño accidente que...

—¡No me interesan tu nombre, tu título ni tus circunstancias! — gruñó Tarod—. Responde a mi pregunta. ¿Cómo llegasteis aquí?

Pasmado por el hecho de que alguien, fuera cual fuese su rango, se atreviese a tratar con tan manifiesto desdén al hijo de un Margrave,

Drachea abrió la boca para replicar con furia. Pero antes de que pudiese hablar, Cyllan dijo rápidamente

—Vinimos del mar.

Tarod se volvió y la miró fijamente, y ella le aguantó la mirada sin pestañear. Le tenía miedo, le asombraban los impresionantes cambios que parecía haber sufrido, y sabía que irritarle podía ser peligroso; pero no daría un paso atrás. Y bruscamente, parte de aquel brillo peculiar se extinguió en los ojos de Tarod.

— ¿Del mar? — repitió con una curiosidad ahora mucho más amable.

Cyllan asintió con la cabeza.

— Fue el Warp... Estábamos en Shu-Nhadek...

Vaciló, dándose cuenta de que la historia debería parecer imposible incluso a un Iniciado, y antes de que pudiese continuar, Tarod la sorprendió alargando una mano y tocando un mechón de sus cabellos. Lo estrujó entre sus dedos; estaba rígido y pegajoso a causa de la sal y las hebras no querían separarse.

—Apenas te has secado.

Una pizca de caridad se estaba abriendo paso entre la mezcla de sorpresa, recelo y atisbos de una inquieta comprensión. Un Warp... Su propia y terrible experiencia que, cuando era niño, le había traído al amparo del Castillo, volvió bruscamente a su memoria. También él había sobrevivido a un Warp, para encontrarse con que le había transportado a lo largo de medio mundo. Era posible, seguramente era posible, que si los Warps podían trascender el espacio, pudieran también trascender el tiempo.

De pronto preguntó:

—¿En qué estación estamos?

— ¿Qué...? —Cyllan se quedó perpleja—. Pues..., casi en primavera. Empezará dentro de quince días.

No era todavía pleno invierno cuando se habían producido los cambios... ¿Habían pasado años, o simplemente semanas, más allá de la barrera del tiempo? Tarod no pudo especular sobre ello, pues Drachea habló bruscamente:

— ¡Debo protestar, señor! Llegamos aquí sin culpa por nuestra parte; estamos agotados. ¡Ha sido una suerte que estemos vivos! Solicitamos la simple cortesía debida a quien está en dificultades, ¡y tú pareces considerar más importante saber en qué estación estamos!

Seguramente el tiempo que reina más allá de estas paredes es más que suficiente para...

Se interrumpió cuando Tarod le miró con desdeñosa hostilidad. Fuera lo que fuese, Iniciado o no, aquel hombre estaba loco; no podía haber otra explicación, y la idea de lo que podía hacer un Adepto loco era para espantar a cualquiera. Drachea tragó saliva y prosiguió, tratando de parecer tranquilo, pero desagradablemente consciente del temblor de su voz:

—No he querido ofenderte, pero si el Sumo Iniciado quisiera concederme una entrevista...

La sonrisa de Tarod fue ligeramente irónica.

—Temo que esto es imposible. El Sumo Iniciado no está aquí.

— Entonces, hablaré con el que esté encargado... — insistió Dra-

chea.

Tarod había cobrado inmediatamente antipatía al orgulloso joven, y la perspectiva de tratar de explicarle la verdad no le gustaba en absoluto. Incluso Cyllan, con su percepción más amplia, encontraría que los hechos eran difíciles de aceptar.

— No hay nadie «encargado», como tú dices — respondió a Drachea—. Y éste no es momento de dar explicaciones. Ambos habéis sufrido un penoso accidente, y vuestras necesidades no han sido atendidas, según te has dignado indicar. Antes de considerar otras cosas, deberíais tomar un baño y descansar.

—Bueno... —Drachea se ablandó—. ¡Te quedaré muy agradecido por esto! Si hay algún criado libre...

Tarod sacudió la cabeza.

—Ahora no hay ningún criado. Temo que tendréis que conformaros con lo que puedo ofreceros. — Y viendo que el joven seguía sin comprender, añadió—: No hay nadie más en el Castillo.

Drachea se quedó pasmado.

—Pero...

—Pronto tendrás la respuesta que buscas —dijo Tarod en un tono que no admitía réplica. Esperó a que Drachea se apaciguase y después señaló hacia el fondo del salón—. Los servicios del Castillo están por aquí. Seguidme.

Cyllan trató de captar su mirada mientras él les conducía a través de la estancia, pero no lo consiguió. Caminó al lado de Drachea, con la cabeza dándole vueltas. Dado que sólo había tenido con él dos breves encuentros, no podía decir que conociese bien al Adepto de negros cabellos, pero una intuición infalible le decía que había cambiado en muchos más aspectos de lo que indicaba su mera apariencia física, por no hablar de los cambios que visiblemente se habían producido en el Castillo.

¿Dónde estaban los Iniciados del Círculo? ¿Qué le había sucedido a esta comunidad? Las preguntas se acumulaban en su cerebro y ni siquiera los más exaltados esfuerzos de su imaginación le daban respuestas que tuviesen sentido. Miró a Drachea, vio su tensa y turbada expresión y, disimuladamente, le estrechó una mano. Era algo que nunca se habría atrevido a hacer en circunstancias normales, pero éstas estaban muy lejos de la normalidad. Drachea, más que mostrarse ofendido, pareció alegrarse de aquel pequeño contacto y apretó los dedos de ella en un intento de tranquilizarla.

Tarod les condujo a lo largo de pasillos en silencio, donde resonaban huecas sus pisadas. El ala norte del Castillo estaba principalmente dedicada a habitaciones tanto privadas como comunitarias, pero no había la menor señal de vida en ellas ni en los corredores. Ninguna voz sonaba en el aire tranquilo, nadie salía de una puerta para ir a algún quehacer. Todo el Castillo estaba envuelto en misterio, espantosamente muerto.

Al fin llegaron a una empinada escalera que descendía a los sótanos del Castillo. Un pálido resplandor surgía del fondo, y de pronto salieron a una amplia galería que daba sobre un conjunto de estanques artificiales. Habían sido construidos cubículos en bien de la intimidad, y toda la cámara estaba débilmente iluminada por los suaves reflejos del agua.

Tarod se volvió a ellos y sonrió ligeramente.

—Confieso que esto no es tan refinado como los baños de la provincia de Shu, pero encontraréis que el agua es tibia y refrescante. Cuando hayáis terminado, ¡estaré en el comedor!

Drachea miró rápidamente a Cyllan, saludó brevemente a Tarod con la cabeza y se dirigió deprisa a uno de los cubículos más lejanos, como ansioso por distanciarse lo más posible de su anfitrión.

Cyllan contempló la superficie cristalina del agua, ahora demasiado consciente de lo agotada que estaba después de lo ocurrido. La idea de estar limpia, de poder dormir sobre algo que no fuese guijarros ni granito, hizo que quisiera pellizcarse para estar segura de que no era un sueño. Iba a quitarse la mojada y sucia ropa, pero no lo hizo al darse cuenta de que Tarod no se había movido, sino que estaba todavía a su lado.

Se volvió poco a poco de cara a él. Ahora Drachea no podía oírles y había cien preguntas que ella deseaba hacer. Pero le faltó valor, pues aunque el alto Adepto la estaba observando, tuvo la desconcertante impresión de que los pensamientos de él estaban a una distancia inconmensurable. Se estremeció y este movimiento llamó la atención de Tarod, que pareció volver a la realidad.

— Discúlpame, Cyllan — dijo—. Te estoy entreteniendo.

— Recuerdas mi nombre...

Estaba sorprendida e irracionalmente satisfecha; era la primera vez que él se había dirigido personalmente a ella.

Tarod sonrió.

—La memoria no me falla todavía. Y tú... tú me reconociste. Eso me halagó.

Ella se sonrojó, percibiendo la ironía y no queriendo adivinar su motivo.

— Perdóname.

— ¿Por qué?

— Por entremetemos en algo que no es de nuestra incumbencia. Me doy cuenta de que no somos bienvenidos aquí, de que nuestra llegada ha sido... inoportuna. No queremos molestarte más tiempo de lo necesario.

— Tu amigo Drachea no sería tan cortés.

Ella le miró rápidamente, casi con enojo.

—No es mi amigo.

— El hijo de un Margrave no se relaciona por gusto con una conductora de ganado, ¿verdad?. —Vio que la cara de ella se nublaba y comprendió, con cierta sorpresa, que se había sentido herida por sus palabras. Él había querido dirigir su pulla contra Drachea, y para quitar hierro a su observación, añadió—: Entonces debe de ser aún más tonto de lo que parece.

Esto mitigó la ofensa, pero Cyllan se mantuvo todavía a la defensiva.

—Nos iremos en cuanto podamos —dijo—. Cuando hayamos descansado.

— ¡Ah! En cuanto a eso... — Tarod suspiró —. No puedo explicártelo del todo, Cyllan; no aquí y ahora. —Torció brevemente la boca, como si sus propias palabras le hubiesen recordado alguna bro ma particular y no demasiado agradable—. Pero hay un hecho que mi conciencia me obliga a revelarte. —¿Mi conciencia? Casi había olvidado lo que era la conciencia... — Ahora que habéis venido aquí — siguió diciendo—, no podéis marcharos.

Ella le miró fijamente, sin comprender.

—¿No podemos? Pero...

—Quiero decir que no es posible. En realidad, estáis atrapados aquí, y ni siquiera yo tengo poder para cambiar las cosas. Lo siento.

Las últimas palabras habían sido escalofriantes, y Cyllan sintió el frío en su interior, como si el presentimiento animal que había tenido renaciera una vez más. Algo malo, tan terriblemente malo que escapaba a su comprensión...

Haciendo acopio de valor, habló con lenta deliberación.

— Tarod, si lo que dices es verdad, tiene que haber ocurrido aquí algo terrible. — La intuición hizo que sintiese un hormigueo en la nuca, y supo que, como le había ocurrido en raras ocasiones, su instinto la estaba guiando con seguridad—. Y algo te ha ocurrido a ti — declaró.

Tarod comprendió que quería decir mucho más de lo que estaba diciendo. Por un instante, hubo tal veneno en su mirada que ella retrocedió. Después se dominó y sacudió la cabeza.

—No te conviene ser tan perspicaz, muchacha. Pero si eres prudente, no harás más presunciones. Sean cuales fueren las respuestas que creas haber encontrado, ¡son mucho menos que la verdad!

Se volvió bruscamente y, con ese movimiento, una barrera invisible pero tangible pareció levantarse entre ellos.

— Encontrarás ropa en un estante al final de la galería —dijo fríamente—. Ponte lo que te parezca.

Ella trató de llamar a Tarod, que se alejaba, pero las palabras mi-rieron en su boca. Las pisadas de él resonaron en el techo del sótano, y lo último que vio fue una sombra negra que más tarde se confundió con la oscuridad de la escalera.

No comprendía nada. Por unos breves instantes, la más cara impasible se había relajado un poco: después él se había retirado deliberada y casi despectivamente, apartándose de Cyllan como si fuese indigna de que reparase en ella.

Tal vez lo era... Poco a poco, Cyllan se despojó de la camisa y del pantalón que la sal había endurecido y se sentó en el borde de la galería dejando que sus piernas oscilasen en el agua. Esta era sorpren dentemente caliente, produciendo un fuerte escozor en sus contusos y lastimados pies, y se dejó caer suavemente en el tranquilo estanque hasta quedar sumergida hasta los hombros. Su propia cara, contraída y pálida, la miró desde la superficie que parecía un espejo, y ni una sola onda se formó para romper la calma.

Tenía que olvidar, lo mejor que pudiese, la confusión y el miedo que estaban tratando de devorarla. Estaba demasiado cansada para pensar con coherencia; la rareza de Tarod y el misterio que envolvía el Castillo eran demasiado para su agotada mente. Ansiaba dormir, ansiaba la relativa cordura de un nuevo día. Entonces, y solamente entonces, podría empezar a comprender la situación en que se hallaba y tratar de encontrar respuesta a sus preguntas.

El agua fue como un bálsamo para sus doloridos músculos. Cyllan respiró hondo y se sumergió bajo la lisa superficie, dejando que el calor de la piscina se filtrase en su carne y en sus huesos para darle su propia forma de alivio.

Estaba yaciendo no en el duro suelo que le era familiar, sino en una cama. Tenía la cabeza hundida en las almohadas, de una suavidad que nunca había experimentado... Cyllan emergió de un sueño profundo, y al principio pensó que debía de haber estado entregada a uno de los dolorosos e imposibles sueños de una vida mejor que a menudo la asaltaban en su tienda. Después, gradualmente, fue recobrando la memoria...

Había encontrado el perchero donde estaban dos albornoces al salir de la piscina, y se había reunido con Drachea, que la estaba esperando, envuelto en un albornoz parecido pero demasiado grande para él. Tenía una mirada atormentada y trató de lanzar un alud de preguntas, protestas y argumentos; pero la fatiga había podido más que ellos y habían guardado silencio.

Subir la escalera les había parecido más difícil que escalar el acantilado. Drachea había flaqueado en dos ocasiones y tal vez se habría derrumbado y quedado dormido donde estaba; pero Cyllan le había agarrado y apremiado para que siguiese adelante. También ella se sentía mareada y febril de agotamiento, y su percepción se hundía en un miasma de pesadilla, en una nublada conciencia. Ahora recordaba vagamente que había visto de nuevo a Tarod (tan confusa estaba que le parecía que había tomado el aspecto de un vago y agorero espíritu en vez del de un hombre viviente) y que le había pedido que la dejase dormir. Una mano había tocado su frente, no sabía si la de Tarod o la de Drachea, y recordaba confusamente más escaleras, un largo pasillo, una puerta que pareció abrirse sin que ninguna mano la tocara y una habitación de alto techo adornada con oscuros tapices.

Había sentido que una superficie se hundía debajo de ella y, después, un dulce olvido sustituyó a su conciencia.

Pero ahora había desaparecido el cansancio y, cuando abrió sus ojos ambarinos, se puso instantáneamente alerta. La cama en la que yacía ocupaba un ángulo de la habitación, y la misteriosa luz del patio, filtrándose por la ventana abierta, daba un brillo tenue, rojo de sangre, a los muebles sombríos. Aquella habitación triste y extraña puso a Cyllan en guardia a pesar de la comodidad física que sentía y, además, su instinto le dijo que no estaba sola...

Cautelosamente, volvió la cabeza; después, lanzó un suspiro de alivio al ver a Drachea, medio oculto en la sombra, sentado en el antepecho de la ventana.

—Cyllan —Se levantó y se acercó a ella con paso vacilante, y ella vio que había cambiado el albornoz por una camisa, una chaqueta y un pantalón que no eran los suyos—. He estado esperando a que te despertases.

Ella se incorporó, sacudiendo los últimos restos del sueño, y miró rápidamente a su alrededor, temerosa de que otras presencias estuviesen en silencio e invisibles en el dormitorio. Sus sentidos no descubrieron nada alarmante...

—Mira —dijo Drachea, dejando caer un bulto sobre la cama—. Encontré un arca con toda clase de prendas de vestir. Te he traído éstas.

— Gracias...

Asombrada de la despreocupación con que Drachea había cometido lo que, a fin de cuentas, podía ser un hurto, no por ello dejó de sacudir la ropa y palpar el material. Lana... y lana muy fina por cierto, muy distinta de las toscas telas a que estaba habituada. Pero, eran prendas de hombre...

Rechazó una ligera y tonta impresión de ofensa y miró de nuevo a Drachea.

—¿Cuanto tiempo he estado durmiendo? —preguntó, sin saber de cierto por qué sentía la necesidad de hablar en voz baja.

Drachea frunció el entrecejo.

—Igual podrías preguntarlo al Alto Margrave. Apenas puedo recordar nada desde que salí de aquel maldito baño. Me desperté hace un rato y vine a buscarte. Como no te movías, esperé. — Miró por encima del hombro la ventana y las pesadas cortinas y se estremeció—. Y sólo los dioses saben el tiempo que llevo sentado ahí. Debemos haber dormido varias horas, pero... , ahora acabo de mirar al exterior y no se ve el menor destello de luz en el cielo. Igual que antes; ni señales de la aurora. Es como si todo el mundo presente se hubiese detenido.

Cyllan miró de nuevo hacia la ventana. Aquel peculiar e infernal resplandor carmesí seguía reluciendo detrás del cristal, pero no había el más pálido atisbo de luz diurna que viniese a sustituirlo.

Drachea tembló y tomó una de las mantas de la cama de Cyllan. La habitación no estaba fría, pero sentía la necesidad de remediar un frío interior que se estaba apoderando de él.

—Y en cuanto a nuestro anfitrión, o como quiera llamarse... — De pronto alzó la voz—. Tú le reconociste, ¿verdad? Y él sabía tu nombre. ¿Quién es?

Su tono era casi acusador y Cyllan se preguntó si Drachea, en algún oscuro rincón de su imaginación, sospechaba que estaba comprometida en alguna complicada intriga de la que él era la víctima.

—Se llama Tarod —dijo—. Es el Iniciado al que conocí... la otra vez que estuve aquí.

—Un Iniciado... ¿Cuál es su categoría?

—No lo sé; apenas le conozco, Drachea. Lo único que recuerdo es que es un alto Adepto; creo que de séptimo grado.

Drachea se quedó pasmado.

— ¡Es el grado más alto! — Recordó, apenado, su intento de tratar desdeñosamente al Adepto, y el recuerdo le produjo un sudor frío. Si la mitad de lo que había oído decir del Círculo era verdad, aquel hombre habría podido destruirle con sólo una mirada—. Pero, ¿dónde está el resto del Círculo? —preguntó—. ¿Todos los habitantes del Castillo?

— ¡Lo sé tanto como tú! Por los dioses, Drachea, lo único que sé, que siento, es que ocurre algo terrible. Lo sentí cuando llegamos; traté de decírtelo, pero estabas tan empeñado en entrar en el Castillo...

—¿Y tú qué habrías preferido hacer? Quedarte sentada en el promontorio como una mendiga inoportuna, y esperar a que el viento te despellejase? Maldita seas, sí... —Y Drachea se contuvo, dándose cuenta de que se había abalanzado sobre ella como si fuese a pegarle, llevado de su frustración —. Perdona — dijo, haciendo un esfuerzo—. No debemos pelearnos. Esto sólo empeoraría las cosas. —Se sentó en el borde de la cama —. Además, las circunstancias no son como para alarmamos. Estamos a salvo del mar, tenemos un buen cobijo y hemos descansado. Seguro que el hecho de que el Castillo haya sido abandonado tiene una explicación, y el pueblo más cercano no puede estar muy lejos. Desde allí, podremos enviar un mensajero a Shu-Nhadek...

— La sonrisa que había aparecido en su semblante se extinguió de pronto al ver la expresión afligida de Cyllan—. ¿Qué te pasa? — preguntó—. ¿Qué sucede?

—Tarod me dijo...

No pudo terminar. La sospecha se pintó en los ojos de Drachea, que tuvo después una premonición.

—¿Qué te dijo?

No podía ocultarle la verdad. Si no se lo decía ahora, pronto se lo diría Tarod.

—No podemos salir del Castillo —dijo a media voz.

—¿Qué...

Temerosa de que esta vez no pudiese dominar él su genio, Cyllan prosiguió rápidamente:

—Por favor, Drachea, no me pidas que te lo explique, porque no puedo hacerlo. Sólo sé lo que me dijo Tarod, es imposible que salgamos de aquí. Dijo... que estamos atrapados.

El silencio pendió en la habitación como un cuchillo afilado, hasta que Drachea estalló:

— ¡Maldito sea! — Se puso en pie de un salto y paseó de un lado a otro como un gato enjaulado—. ¡Esto es insensato! El Castillo de la Estrella, la fortaleza del Círculo, vacío; un Adepto que dice que estamos prisioneros aquí... ¡Es insensato!

Drachea y empezó a vestirse rápidamente.

Cyllan estaba a punto de llorar; un estado que había sido muy raro en el transcurso de su dura vida. Podía comprender el furor de Drachea, pero el instinto que la había guiado hasta ahora con tanta claridad le decía que no había fuerza capaz de alterar su destino. Y aunque no comprendía en absoluto la verdad que se ocultaba detrás de la fría revelación de Tarod, no había dudado un solo instante de que ésta era cierta.

Drachea se detuvo y apretó las manos contra la puerta. Respiraba con fuerza, tratando de dominar su cólera.

— ¿Dónde está él? —dijo, apretando los dientes —. Adepto o no, tiene que aclararme esto, ¡ahora mismo! No puede tratar de esta manera al heredero de un Margrave. Deben de estar buscándome, ¡y mis padres estarán locos de angustia! ¡El no puede hacer esto!

Golpeó desesperadamente la maciza puerta con los puños y, habiendo desfogado un poco su ira, se volvió y miró duramente a Cyllan.

— Puedes venir conmigo o quedarte, ¡pero voy a buscar a tu amigo Iniciado y a recordarle su responsabilidad!

Cyllan sintió un profundo desaliento. Drachea reaccionaba como un niño frustrado, y ella se estremeció al pensar en el conflicto que podía provocar en su actual estado de ánimo. Pero, al recordar la frialdad distante de Tarod, se dijo que, a pesar de su petulancia, el hijo del Margrave era su único aliado seguro.

Encontrar a Tarod resultó menos fácil de lo que había imaginado Drachea. Recorrió los vacíos y resonantes corredores del Castillo, abriendo puertas y gritando en su frustración; pero no oyó pasos que le respondiesen, ni vio movimiento alguno. Cyllan le alcanzó y le siguió, tratando de hacer caso omiso del enorme peso que sentía en el estómago. Su inquietud aumentaba por momentos, debatiéndose entre el deseo de que Tarod se presentara antes de que Drachea acabase de perder el poco dominio que tenía sobre sí mismo, y el temor por lo que podía ocurrir cuando los dos hombres se encontrasen cara a cara.

Y al fin se encontraron, delante de la puerta de doble hoja que daba a la ancha escalera que conducía al patio. Cyllan miró fijamente el muerto escenario que tenían delante, los imponentes muros negros teñidos por aquel tétrico e irreal resplandor carmesí que penetraba en todas partes... , y entonces un ligero movimiento en el borde de su campo visual la puso sobre aviso.

La figura de Tarod salió de una puerta situada al pie de la Torre Norte del Castillo. Cyllan, instintivamente, miró hacia la cima de la gigantesca torre que se elevaba en el cielo nocturno, e inmediatamente tuvo que combatir un súbito ataque de vértigo. Allí, en lo más alto de la torre, brillaba una luz débil en una pequeña ventana...

—¡Tarod! —La voz de Drachea hizo que Cyllan saliese de su ensimismamiento y volviese la cabeza para verle bajar la escalera, contoneándose, y cerrar el paso a Tarod—. ¡Te estaba buscando!

Tarod se detuvo y miró indiferente al joven.

— ¿De veras? —dijo.

Esta vez, la cólera de Drachea fue más fuerte que su pavor. Se detuvo a tres peldaños del pie de la escalera, de manera que los ojos de los dos estuvieron al mismo nivel, y dijo, furioso:

—Sí, ¡de veras! ¡Y creo que es hora de que me des una explicación! Acaban de decirme que estoy aquí prisionero, ¡y necesito saber qué quisiste decir con tal impertinencia!

Tarod miró brevemente a Cyllan, que se sonrojó. Después cruzó los brazos y miró a Drachea como si fuese un ser de una especie desconocida.

—He dicho a Cyllan la pura verdad —dijo con fría indiferencia— Habéis venido aquí sin ser invitados y sin que yo haya intervenido; si ahora tenéis que quedaros nada puedo hacer para impedirlo. Créeme que lo lamento.

Drachea estaba muy lejos de darse por satisfecho.

—¡Esto es absurdo! Debo recordarte que no soy un campesino cuya ausencia pase inadvertida. Mi clan me estará buscando, se pondrá a la milicia sobre aviso. Te advierto que, si no me encuentran, ¡las consecuencias serán graves!

Tarod se pellizcó la nariz y suspiró irritado.

— Está bien. Si quieres marcharte, si crees que puedes hacerlo, vete. No soy tu carcelero y las puertas no están cerradas.

Drachea iba a replicar airadamente, pero se detuvo, perplejo, Miró a Cyllan y frunció el entrecejo.

—¿Qué dices tú? —preguntó, señalando hacia la puerta.

—No, Drachea. Es inútil.

Sacudió la cabeza, sabiendo instintivamente lo que iba a ocurrir; sabiendo, también, que nada conseguiría si trataba de convencer a Drachea. Tenía que descubrirlo él.

El le dirigió una mirada furiosa y empezó a cruzar el patio. Cyllan esperó que Tarod se volviese a ella, dijese algo que destruyese la muralla de hielo que parecía haberse levantado entre los dos; pero él no se movió. Drachea llegó a la puerta y la empujó; ésta giró fácilmente sobre los grandes y engrasados goznes. Salió...

Y se detuvo. Incluso desde la distancia a que se hallaba

pudo Cyllan percibir el miedo terrible que sintió Drachea al mirar más allá del Castillo y ver.., nada.

Ella pudo verlo también cuando la gran puerta se abrió sin ruido. No era nieve, ni siquiera oscuridad, sino un vacío, un vacío tan absoluto que sintió vértigo con sólo mirarlo. Drachea lanzó un grito inarticulado y se echó atrás. Al soltar la puerta, ésta volvió a cerrarse automáticamente con un sordo ruido que sobresaltó a Cyllan.

El heredero del Margrave volvió despacio al sitio donde ellos esperaban. Su cara estaba muy pálida y las manos le temblaban como si tuviese fiebre. Al fin se detuvo, a cierta distancia de Tarod.

— ¿Qué es eso? — preguntó, ronco y con los labios grises.

Tarod sonrió maliciosamente.

— ¿No tenias ganas de salir a averiguarlo?

—¡Maldito seas! ¡Allá fuera no hay nada! ¡Es como... es como la oscuridad de todos los Siete Infiernos! Ni siquiera se ve el promontorio. Cyllan —dijo, volviéndose a ella—. Cuando llegamos aquí, ¡había un mundo más allá del Castillo! La playa, la roca..., no eran una ilusión, ¿verdad?

— No...

Sin embargo, había habido aquella niebla, la terrible impresión de que el mundo real estaba en alguna parte, lejos de su alcance...

Drachea se volvió de nuevo a Tarod y dijo, en tono casi suplicante: — ¿Qué significa esto?

Tarod, impertérrito, le miró friamente.

—Ya te he dicho que no podéis salir del Castillo. ¿Me crees ahora?

— Sí...

— ¿Y crees que no puedo cambiar las cosas?

— Yo... — Drachea vaciló y después dijo—: ¡Pero tú eres un alto

Adepto del Círculo!

Tarod entornó los párpados. —Lo era.

— ¿Lo eras? Entonces, ¿has perdido tu poder?

Estas palabras eran un desafio provocado por el miedo. Tarod no respondió, pero movió ligeramente la mano izquierda. Cyllan sólo pudo ver durante un instante algo en su dedo índice, antes de que su silueta se volviese confusa con un aura oscura que parecía brotar de su interior, absorbiendo incluso aquella fantástica luz roja. El aire se volvió terriblemente frío al levantar Tarod la mano, mostrando la palma a Drachea.

Cyllan nunca sabría lo que vio Drachea y prefirió no imaginárselo. Pero él observaba fijamente, con ojos desorbitados y con la boca abierta en un rictus de puro terror. Trató de hablar, pero sólo pudo emitir un gemido atormentado; después cayó de rodillas sobre los escalones, se dobló y arqueó con un miedo ciego e impotente.

— Levántate — dijo Tarod con voz dura, y el aura oscura se desvaneció.

Cyllan miró fijamente al alto Adepto, horrorizada, horrorizada por su inhumana acción... y por la magnitud del poder que había conjurado con tanta facilidad. Ahora, solamente quedaba en los ojos verdes de Tarod un reflejo de algo maligno..., pero ella no lo olvidaría fácilmente.

Drachea se puso en pie tambaleándose y volvió la cabeza.

— ¡Maldito seas...!

Tarod le interrumpió, hablando suavemente.

— Como has visto, tengo poder, Drachea, pero incluso mis facultades son insuficientes para romper la barrera y dejaros en libertad. ¿Empiezas ahora a comprender?

Drachea sólo pudo asentir con la cabeza, y Tarod le correspondió con una inclinación de la suya.

—Muy bien. Entonces tendrás tu explicación. —Se volvió para mirar a Cyllan —. Necesitará ayuda para llegar al comedor. Y tal vez puedas hacerle comprender que no deseo perjudicarle. Pero tenía que hacerle una demostración.

¿Estaba tratando de justificarse?, se preguntó Cyllan. Si lamentaba su comportamiento con Drachea, su voz no daba señales de ello. Cyllan se pasó la lengua por los secos labios, asintió con la cabeza y trató de asir el brazo de Drachea. Éste la apartó irritado, le volvió la espalda y caminó con rígida dignidad hacia la puerta de doble hoja.

Las remotas y vagas sombras del gran comedor del Castillo empezaban a ser desagradablemente familiares para Cyllan. Al entrar, tuvo que reprimir un estremecimiento instintivo al ver las largas mesas vacías, la hueca chimenea, las pesadas cortinas que pendían sin que una ráfaga de aire las moviese. El Castillo parecía burlarse de la vida que había antes en él.

Tarod se acercó a la chimenea, mientras Drachea se detenía en una de las mesas, mirando fijamente la madera y pareciendo que descubría, en su fibra, algo que absorbía su interés. Su cara conservaba el color gris enfermizo producido por la desagradable demostración de Tarod en el patio, y en sus ojos centelleaba la ira. Cyllan se dio cuenta de que la impresión de aquella experiencia había calado muy hondo y se preguntó cuánto más podría aguantar Drachea. Ya había sufrido mucho y cualquier tensión ulterior podría hacerle cruzar la línea que separa la cordura de la locura.

La voz de Tarod interrumpió sus pensamientos.

—Siéntate Drachea. Tu orgullo es encomiable, pero ahora parece inútil. —Sus miradas se encontraron, chocaron, y entonces añadió Tarod—: Tal vez mi demostración fue precipitada... En tal caso, te pido disculpas.

Drachea le miró con mudo furor antes de sentarse bruscamente en un banco. Cyllan estuvo a punto de preguntar lisa y llanamente a Tarod por qué había resuelto demostrar su poder con tan cruel desprecio de las consecuencias; pero no tuvo valor para hacerlo. El respeto y la admiración que él le había inspirado al principio habían sido gravemente quebrantados por el incidente del patio; ahora se veía obligada a revisar las impresiones de los dos primeros encuentros, que parecían muy remotos. Se sentó en silencio al lado de Drachea. Bajo la mirada firme e impasible de Tarod, tuvo la inquietante sensación de que él y ellos eran adversarios que se enfrentaban en un campo de batalla.

Tarod les miraba, todavía reacio a hablar. Necesitaba saber los detalles del inexplicable torcimiento del Destino que les había hecho cruzar la barrera entre el Tiempo y el no-Tiempo, con la esperanza de que esto pudiese proporcionarle la clave que tan desesperadamente necesitaba para resolver su propio problema. Pero, para ello, tenía que explicarles la verdad de este problema. O al menos, la parte de la verdad necesaria para sus fines...

Todo dependía de una cuestión de confianza. Tarod había aprendido, por amarga experiencia, que confiar incluso en aquellos que declaraban profesarle una fiel amistad era un juego peligroso y destructor. Y si Cyllan y Drachea llegaban a descubrir todos los hechos ocultos de su historia, poco podría esperar, aparte de su enemistad. La semilla había sido ya sembrada: su airada reacción al desafío de Drachea en el patio no había sido más que un catalizador que había activado las ya inestables emociones del joven, pero había despertado un miedo que se estaba convirtiendo rápidamente en odio profundo. La opinión de Drachea importaba poco a Tarod, pero sería prudente no enemistarse más con él.

Cyllan era harina de otro costal. Sus pensamientos eran un libro cerrado para él; sin embargo, sus sentimientos para con ella eran más benévolos. Cyllan tenía una rara fuerza interior que él podía reconocer y apreciar... , pero incluso ella, si conocía toda la verdad, difícilmente se convertiría en una fiel aliada. Y chocando con la indiferencia con que consideraba la opinión o el destino final de ella, estaba una resistencia a dar cualquier paso que pudiese perjudicarla. La antigua deuda, que Tarod no había pagado, parecía despertar un sentido de honor y de conciencia que casi había olvidado, y esta sensación era incómodamente extraña.

Creyó que el camino más seguro era transigir, contarles la parte de verdad que necesitaban saber para poderles ser útil, pero omitiendo la historia completa. Sería bastante fácil, pues no era probable que incluso el arrogante y joven heredero del Margrave se atreviese a interrogarle sobre los asuntos del Círculo.

Habló tan bruscamente que Drachea se sobresaltó.

—Os prometí una explicación y yo no falto a mi palabra. Pero primero debo saber cómo llegasteis al Castillo.

—¿Ah ,si? —repitió Drachea—. Creo que no estás en condiciones de exigirnos nada. Cuando pienso en el trato desconsiderado que hemos recibido desde que... — y se interrumpió cuando Cyllan, que había visto un fuerte destello de irritación en los ojos de Tarod, pisó con fuerza su empeine.

—Drachea, creo que debemos contar primero nuestra historia a Tarod —dijo, esperando que no fuese tan tonto como para dar rienda suelta a su mal genio—. En fin de cuentas, somos aquí unos intrusos.

Tarod la miró, visiblemente divertido.

—Aprecio tu consideración, Cyllan, pero no es una cuestión de cortesía — dijo—. Algún accidente os trajo al Castillo, y queréis marcharos. Como os he dicho, creo que esto es imposible, pero tal vez vuestro relato pueda demostrar que estoy equivocado. — Miró de nuevo a Drachea —. ¿Satisface esto al heredero del Margrave?

Drachea se encogió de hombros con irritación.

—Muy bien; esto parece bastante razonable. Y si Cyllan está tan ansiosa de complacerte, puede hablar en nombre de los dos.

Cyllan miró a Tarod, el cual asintió con la cabeza para alentarla. Así, empezó a contar lo del Warp y lo que siguió después con todos los detalles que pudo recordar. Pero al tratar de describir la aparición que habían visto delante de la taberna de La Barca Blanca, vaciló, y Tarod frunció el entrecejo.

— ¿Una figura humana? ¿La reconociste?

— Yo... — le miró, con ojos confusos—. Creí que sí pero... ahora no lo sé, y no puedo recordarlo. Es como si, por alguna razón, se hubiese borrado de mi memoria.

Miró a Drachea, para que la ayudase, pero él sacudió la cabeza.

Tarod, frustrado, le hizo ademán de que continuara y escuchó atentamente su explicación de cómo habían sobrevivido al Warp y se habían encontrado en medio del mar norteño, donde el día se había convertido en noche.

— Pensé que ambos nos ahogaríamos antes de poder llegar a tierra —dijo Cyllan— y por eso llamé a los fanaani para que nos ayudasen. —Tragó saliva—. Si no me hubiesen respondido, habríamos muerto allí.

Miró de nuevo a Tarod y éste comprendió que estaba recordando un día de verano en la Tierra Alta del Oeste, cuando ella le había conducido a un peligroso acantilado para mostrarle donde podía encontrar la Raíz de la Rompiente. Entonces habían visto a los fanaani, oído su agridulce canto... El borró el recuerdo de su mente; ya no le interesaba.

— Prosigue tu relato — dijo.

Ella se mordió el labio y, sin más muestras de emoción, refirió el resto de la historia hasta el momento en que Drachea y ella habían alcanzado al fin la cima del promontorio y se habían encontrado delante del Castillo de la Península de la Estrella.

— No hay más que contar — dijo al fin—. Entramos en el Castillo y pensamos que no había nadie... hasta que te encontramos.

Tarod no dijo nada. Parecía perdido en sus pensamientos, hasta que Drachea no pudo aguantar más aquel silencio. Se retorcío sobre el banco y descargó un puñetazo en la mesa.

—El Castillo de la Península de la Estrella, ¡abandonado! — dijo furiosamente—. Sin el Círculo, sin el Sumo Iniciado..., con sólo un Adepto que nos dice que el mundo exterior está fuera de nuestro alcance, y no da a nuestras preguntas una respuesta que tenga sentido. Una noche al parecer eterna, sin nada que anuncie la aurora... ¡Es insensato! — Se levantó. Estas primeras palabras parecieron abrir las compuertas de su locuacidad—. No estoy soñando — prosiguió, con voz cada vez más viva—, y no estoy muerto, pues mi corazón sigue latiendo, ¡y ni siquiera los Siete Infiernos pueden ser como este lugar! Además —dijo señalando a Cyllan —, ella te conocía..., te reconoció. Tú vives; por consiguiente, también nosotros debemos de estar vivos.

—Oh, sí; yo vivo —Tarod miró su mano izquierda—. En cierto modo.

Drachea se puso tieso.

—¿Qué quieres decir con eso de en cierto modo?

— Quiero decir que estoy tan vivo como puede estarlo cualquiera en un mundo donde no existe el Tiempo.

Drachea, que había estado paseando arriba y abajo junto a la mesa, se detuvo en seco.

Tarod señaló hacia una de las altas ventanas.

—Como has observado inteligentemente, no ha amanecido. Ni amanecerá. Dime una cosa. ¿Tienes hambre?

Perplejo por la pregunta, al parecer irrelevante, Drachea sacudió la cabeza con irritación.

— ¡No, maldita sea! Tengo cosas más importantes en qué pensar que...

— ¿Cuando comiste por última vez? —le interrumpió Tarod.

—En Shu-Nhadek...

— Y sin embargo, no tienes hambre. El hambre necesita tiempo para producirse, y aquí el Tiempo no existe. Ni horas, ni días que sucedan a la noche... , nada.

Muy lentamente, como si dudase de su capacidad de coordinar los movimientos, Drachea se sentó. Ahora tenía el rostro ceniciento y sólo encontró su voz con gran dificultad.

—¿Me estás diciendo.., diciendo seriamente.., que el Tiempo ha dejado de existir?

—En este Castillo, sí. Estamos en el limbo. El mundo exterior continúa, pero aquí... — Se encogió de hombros—. Tú mismo lo has visto.

—Pero... ¿cómo ocurrió?

Drachea se debatía entre la incredulidad y una terrible fascinación por un misterio que no podía comprender. Después de su arrebato inicial, se había repuesto y sólo un débil temblor en la voz delataba su emoción.

Tarod estudió de nuevo su mano izquierda.

—El Tiempo fue desterrado.

— ¿Desterrado? ¿Quieres decir que alguien..., pero quién, en nombre de los dioses? ¿Quién pudo hacer algo así?

— Yo.

Se hizo un silencio. Drachea, desorbitados los ojos, trataba de asimilar la idea de un poder tan gigantesco que podía detener el Tiempo, y el concepto de que un hombre solo, por muy hábil que fuera, pudiese tenerlo. Tarod le observaba, impasible por fuera pero aprensivo por dentro, esperando a ver cómo reaccionaba el otro, hasta que la tensión fue rota por Cyllan.

— ¿Por qué, Tarod? —dijo simplemente.

Este se volvió para mirarla y tuvo la desconcertante impresión de que, contrariamente a lo que había previsto, ella estaba dispuesta a creerle. De pronto se echó a reír, fríamente.

—Aceptas la palabra de un Iniciado para algo que a cualquier ciudadano sensato le parecería imposible — dijo—. ¿Tiene realmente tanta influencia el Círculo? —Cyllan se ruborizó y la risa de él se convirtió en sonrisa desprovista de humor—. No he querido ofenderte. Pero no esperaba una credulidad tan absoluta.

Drachea volvió a sentarse al lado de Cyllan. Su mirada no se apartaba de la cara de Tarod y su expresión era una extraña mezcla de incertidumbre, cautela y curiosidad. Cuando habló, su voz era más firme que antes.

—Digamos, Adepto Tarod, que aceptamos la verdad de tu historia.., hasta ahora. Y yo no pretendo saber la capacidad del Círculo, y tal vez un Iniciado puede tener un poder capaz de detener el Tiempo. Pero no has contestado la pregunta de Cyllan. Además, si pudiste desterrar el Tiempo, fuera cual fuese tu propósito, ¿por qué no lo traes de nuevo?

Tarod suspiró.

—Hay una piedra, una gema — dijo pausadamente—. Yo la empleaba para conseguir la fuerza necesaria para mi trabajo. Cuando el Tiempo dejó de existir, perdí la piedra... y, sin ella, no puedo alterar esta difícil situación.

—¿Dónde está ahora la piedra? —preguntó Cyllan.

—En otra parte del Castillo, en una cámara donde debido a ciertas anomalías producidas por el cambio aquí experimentado, ya no puedo entrar.

Drachea había estado retorciéndose nerviosamente los dedos. Sin levantar la cabeza, dijo:

—Este... trabajo que dices, ¿era cosa del Círculo?

Tarod vaciló brevemente y después respondió.

— Sí.

— Entonces, ¿dónde están ahora tus compañeros Iniciados?

— Que yo sepa, no están en vuestro mundo ni en la dimensión muerta donde mora este Castillo —le dijo Tarod.

Si Drachea interpretaba mal lo que oía, él no iba a corregirle.

—Entonces, esta... circunstancia... ¿es resultado de una obra del Círculo que salió mal?

Tarod resistió la tentación de sonreír ante la inconsciente ironía de Drachea.

—Lo es.

— Entonces parece que, mal que nos pese, compartimos ahora tu situación. Y a menos que puedas recuperar la gema de que hablaste, no tenemos esperanza de liberarnos.

Tarod inclinó la cabeza, pero sus ojos no expresaron nada.

—Sin embargo, si nosotros hemos conseguido, aunque sin proponérnoslo, romper la barrera, de ello se desprende que el proceso puede invertirse —insistió Drachea.

—No puedo negarlo. Pero, hasta ahora, mis esfuerzos no han dado resultado. — Tarod esbozó una débil y fría sonrisa—. Desde luego, es posible que tu habilidad pueda triunfar donde fracasó la mía.

El sarcasmo de Tarod dio en el blanco y Drachea le dirigió una furiosa mirada.

— No me atrevería a sugerir tal cosa, Adepto. Pero pienso que haríamos bien en procurar al menos resolver este enigma, ¡si la única alternativa es esperar sin hacer nada por toda la eternidad!

Tarod vio la intención que se ocultaba detrás de las palabras de Drachea y que confirmaba su creencia de que el joven resultaría molesto. Disimulando su irritación, dijo con indiferencia:

— Tal vez.

—Ciertamente, vale la pena investigar un poco más.

—Claro que sí. —Tarod se levantó—. Entonces, tal vez preferirás estudiar el problema con calma. — Sonrió débilmente—. En fin de cuentas, no tenemos un Tiempo que nos apremie

El joven asintió con la cabeza.

— No...

La máscara de confianza de Drachea se desprendió de su rostro, y el joven miró inquieto a su alrededor en el comedor vacío.

—Y ahora, si me perdonáis... —Tarod miró a Cyllan y, después, desvió la mirada—. Creo que, de momento, tenemos muy poco más que decirnos.

Drachea podía haberlo discutido, pero Cyllan le dirigió una mirada de aviso y él se sometió, poniendo al mal tiempo buena cara.

—Vamos, Cyllan. Ya hemos abusado del tiempo del Adepto... — Se interrumpió—. Ha sido un lapsus..., es difícil prescindir de los viejos conceptos. —Se inclinó, no con demasiada cortesía—. Nos despedimos de ti.

Tarod les observó mientras se alejaban y, cuando se hubieron perdido de vista, hizo un ligero e impaciente ademán. Las puertas del salón se cerraron sin ruido, y se dejó caer en el banco más próximo.

Los esfuerzos de Drachea para disimular habían sido torpes, de aficionado; pero su actitud estaba bastante clara. Se habían despertado las sospechas del joven, y esto podía resultar irritante. Poco podía hacer para trastornar los planes de Tarod, por embrionarios que fuesen, pero su intromisión no dejaba de representar una complicación enojosa.

Tarod suspiró, consciente de que no valía la pena emprender acción alguna en estas circunstancias. Si Drachea se ponía demasiado pesado, ajustarle las cuentas podría ser una agradable aunque breve diversión.

Se levantó y cruzó el comedor. Las puertas se abrieron una vez más para dejarle pasar, y se dirigió a la entrada principal. No vio a Cyllan ni a Drachea, que sin duda se dirigían a una de las habitaciones vacías del Castillo para conferenciar. Tarod rió por lo bajo y el ruido de su risa resonó de un modo peculiar, como si otra voz lo hubiese producido. Entonces salió, bajó la escalinata del patio y se encaminó a la Torre del Norte.

Загрузка...