CAPÍTULO 15

La música de la galería era lo bastante fuerte para ahogar cualquier ruido de más allá de las macizas puertas del comedor, y los intérpretes habían trocado las piezas lentas y formales por música de baile más ligera pero también más vigorosa. Unas pocas parejas habían salido ya a la pista y el baile iría en auge en el transcurso de la noche, continuando hasta la madrugada, cuando se serviría vino caliente con especias antes de terminar el jolgorio.

De momento, Keridil no advirtió que dos hombres habían entrado en el salón y se abrían apremiantemente paso entre la multitud. Estaba conversando con el padre de Sashka, mientras reflexionaba en privado sobre el éxito de la velada, y sólo cuando Sashka le tocó el brazo y dijo, con voz extraña, «Keridil...», levantó la mirada y vio a los que se acercaban.

Las expresiones de su semblante eran suficientemente expresivas para decirle que algo andaba mal, y cuando los hombres llegaron hasta él, se puso en pie. Algunos curiosos trataron de escuchar la breve conversación, mantenida en voz baja, pero ni siquiera Sashka se había enterado de ella cuando Keridil se disculpó apresuradamente y salió del comedor con los dos hombres pisándole los talones.

El criado que había dado la voz de alarma estaba sentado en el suelo y apoyado la espalda en la pared del corredor, tapándose la cara con las manos y temblando a sacudidas, como afectado de parálisis. Un mayordomo estaba agachado junto a él, hablándole en voz baja y apremiante, mientras otro hombre, de rostro pálido, intentaba cubrir un cuerpo con su capa. Había sangre en el suelo y en la pared, y una fea y oscura mancha se estaba extendiendo en la capa.

—Espera —dijo Keridil al hombre que se disponía a cubrir la cara del cadáver.

El criado se echó atrás y el Sumo Iniciado contempló a la víctima.

No necesitó que Grevard le dijese que Drachea estaba muerto. Los ojos del joven estaban entreabiertos y ciegos y todavía brotaba sangre de su boca, aunque a juzgar por lo que veía, pensó amargamente Keridil, poca debía quedar en su cuerpo. El que le había matado tenía que haberle atacado con la furia de un endemoniado...

Sintió náuseas e hizo una seña al criado para que cubriese de nuevo el cadáver; después se volvió al mayordomo, — ¿Sabe alguien quién lo hizo? — dijo con voz grave y amenazadora.

El mayordomo se puso de pie. — Pirasyn lo ha visto todo, señor, y creo que reconoció al asesino. Pero es difícil sonsacarle algo que tenga sentido.

Keridil asintió con la cabeza y se puso en cuclillas delante del hombre atónito.

— Pirasyn. Soy Keridil Toln. Escúchame. Tienes que ayudarnos, si es que puedes. Trata de recordar a quién viste atacar al heredero del Margrave.

El hombre le miró y tragó saliva, y Keridil trató de sonreír para tranquilizarle.

— Será aprehendido, no temas. Pero le agarraremos antes si puedes decirme ahora quién es él.

Pirasyn tragó de nuevo saliva y después sacudió la cabeza.

—No es él...

—¿No es quién?

Keridil estaba desconcertado.

—El —repitió el hombre—. No es él. Es ella. La muchacha... la que ayudó al demonio. Cabellos blancos. Ojos amarillos... Y aquella cara...

Se tapó de nuevo los ojos y empezó a sollozar.

Keridil tuvo la sensación de que algo se licuaba en su estómago, y se levantó despacio. ¿2yllan? No era posible..., ¡estaba encerrada bajo llave! La propia Hermana Erminet se lo había asegurado hacía menos de media hora... Pero, imposible o no, tenía también el testimonio de Pirasyn... y una terrible intuición para dar más peso a sus palabras.

Se volvió a los dos hombres que habían ido a buscarle.

—Subid a la habitación donde está esa muchacha; comprobad que sigue allí. ¡De prisa!

Salieron corriendo y, cuando se extinguieron sus pisadas, apareció Sashka, viniendo de la dirección del vestíbulo principal.

— ¡Keridil! ¿Qué tengo que hacer?

El fue a su encuentro y la detuvo, sujetándola por los hombros, para que no viese la carnicería.

— Amor mío, no tenías que haberme seguido.

Ella miró serenamente atrás.

—Si has sido arrancado de mi lado por un problema urgente, ¿esperas que siga sentada aguardando dócilmente tu regreso? Quiero ayudarte. Por favor, dime qué ha pasado.

Keridil suspiró.

—No quería que te enterases de esto, pero... Drachea Rannak ha sido asesinado.

Abrió más los adorables ojos, impresionada.

— ¿Asesinado? ¿Aquí, delante de tus propias habitaciones?

Estas palabras le sobresaltaron; no se le había ocurrido pensar

que el lugar del crimen podía ser algo más que una coincidencia, pero ahora empezó a preguntarse si era así. Si Pirasyn había dicho la verdad, había un motivo evidente...

Tomó una antorcha de su soporte en la pared y abrió la puerta de sus habitaciones... Entonces oyó a Sashka brotar de sus labios una maldición ahogada. Corrió tras él y le encontró mirando los estropicios que había hecho Cyllan. Tinta derramada, papeles revueltos...

—¡Keridil! —dijo roncamente ella—. La puerta del armario... ¡La cerradura ha sido forzada!

Keridil lo vio y cruzó corriendo la habitación. Agarró el estuche de estaño y, antes de abrirlo, la tapa rota le dijo lo que encontraría dentro.

—Ha desaparecido —dijo.

— ¿La piedra?

Keridil asintió con la cabeza. El misterio empezaba a aclararse horriblemente, y al mirar Sashka el estuche vacío, dijo con voz suave y cargada de veneno:

— Cyllan...

—Si

El le contó en breves palabras lo que Pirasyn decía haber visto. Jamás le había visto ella tan encolerizado, aunque hacía todo lo posible para dominar su furor, y Sashka no hizo nada para calmarle. Para sus fines sería mejor, pensó, canalizar su cólera...

—Keridil, —dijo, al ver que él estaba a punto de volver al pasillo—, Keridil, estaba pensando...

— ¿Qué?

Lo dijo con más sequedad de lo que había pretendido, pero ella no pareció advertirlo.

—En la Hermana Erminet... Nos dijo que la muchacha estaba encerrada en su habitación. Nos dio su palabra. Creo que nos mintió.

El frunció el ceño.

— No te comprendo. ¿Por qué habría de mentir la Hermana Erminet?

—No lo sé. Bueno..., pensé que podía haberme equivocado, pero ahora ya no estoy segura.

Y le habló de la figura encapuchada que había visto salir de la habitación de Cyllan poco después de que lo hiciera Erminet. Mientras contaba su historia, aunque sin decir que ella misma había registrado la habitación, Keridil contrajo los músculos de la mandíbula y apretó los puños.

— Si está confabulada con ellos... — dijo al fin.

—Es posible, ¿no crees?

Keridil se esforzaba en ser justo, en no dejar que la cólera nublase su juicio, pero la prueba era demasiado sólida para pasarla por alto. Sashka no era una embustera... y Cyllan no había podido escapar sin ayuda.

Oyó pisadas presurosas al otro lado de la puerta y una voz que le llamaba por su nombre. Tomó rápidamente a Sashka de la mano y la hizo salir, en el momento en que llegaban los dos hombres que había enviado en busca de la joven. Jadeaban y sudaban, pero su mensaje no podía ser más claro.

—¿No está, señor! ¡La puerta de su habitación estaba abierta!

Keridil apretó los labios.

—Bien. Reunid a todos los hombres que sean necesarios y cuidad de que estén todos bien armados. Decidles que acudan al comedor lo antes posible. Registraremos el Castillo de un extremo a otro, hasta que la encontremos. Quiero que se monte una guardia en la puerta principal... , ¡ah...!, y que vayan dos hombres a vigilar a su diabólico amante. Apuesto diez contra uno a que él está detrás de todo esto y a que ella tratará de llegar a él. Suceda lo que suceda, ¡no debe conseguirlo! ¿Entendido?

—Sí, señor.

—Entonces, poned manos a la obra. ¡Rápido! —Y mientras ellos se alejaban apresuradamente, se volvió a Sashka, grave el semblante—. Lamento que esto estropee nuestra fiesta, amor mío.

Ella sacudió la cabeza. —No importa. La cuestión es encontrar a la muchacha; esto es lo más importante. Pero... ¿y la Hermana Erminet?

—Ah... sí. Quisiera estar seguro...

Sashka se mordió el labio inferior.

—Hasta ahora, ninguno de los que están en el comedor, incluida la Hermana Erminet, sabe que ha ocurrido una desgracia. ¿Qué te parece si, antes de que se enteren, invitamos a Erminet a que repita lo que nos ha asegurado? — Bajó la mirada—. Sé que es una idea retorcida, Keridil; pero, si tenemos una víbora entre nosotros, ¿no estaría justificada una pequeña superchería?

Tenía razón, y Keridil dio gracias a los dioses por poder contar con su sentido práctico.

—Muy bien. Es un consejo astuto, y lo seguiré. Aunque saben los dioses que me cuesta mucho creer que pueda ser una traidora.

Sashka se encogió de hombros.

—Erminet fue siempre imprevisible. En la Residencia, todas temíamos sus malos humores y sus antojos... Y además, debemos recordar que, aparte de vigilar a Cyllan, ha estado atendiendo a Tarod durante los últimos días.

—¿Quieres decir que puede haber estado bajo su influencia? Me cuesta creerlo... El ha estado drogado continuamente; dudo de que pueda controlar su propia mente, y menos influir en las de los demás.

— Tal vez le hemos menospreciado.

— Bueno, sólo hay una manera de saberlo — dijo Keridil —. Volvamos junto a nuestros invitados.

Su entrada fue recibida con alivio y con muchas preguntas fruto de la curiosidad. Keridil calmó sus ansias con la promesa de una explicación completa y fue en busca de la Hermana Erminet, que estaba sentada sola a una mesa, cosa que ahora le pareció sospechosa, y parecía desinteresarse de todo.

—Hermana Erminet. —Sonrió al acercarse a ella—. Lamento tener que molestarte para un asunto médico, pero... Ella le miró rápidamente y Keridil creyó que detectaba alivio en su semblante.

—¿Un asunto médico? —dijo Erminet—. ¿Se ha puesto alguien enfermo?

—Por decirlo de algún modo. Se refiere a una de las personas que están a tu cargo y quisiera poner en claro una cosa.

— ¡Ah...! — dijo cautelosamente Erminet.

—La muchacha, Cyllan... Creo que dijiste que estaba durmiendo cuando la dejaste, ¿no es cierto?

Se estaba agrupando gente a su alrededor. Erminet vaciló un momento y se vio claramente que estaba desconcertada.

— ¿Lo dije? Tal vez sí... Sí, creo que estaba durmiendo.

— ¿Y cerraste bien la puerta cuando saliste?

Ahora la cara de la vieja tenía una palidez enfermiza; pero se dominó y sonrió.

—Naturalmente, Sumo Iniciado. Aquí tengo la llave, como siempre. —La mostró, pero su mano no estaba firme—. Nunca me separo de ella.

Fue todo lo que Keridil necesitaba. Inclinándose hacia adelante dijo a media voz, pero con furia:

— Entonces podrás explicarme, Hermana, cómo pudo Cyllan salir de su habitación cerrada y cometer un asesinato a sangre fría en este Castillo, hace menos de quince minutos.

El poco color que le quedaba se desvaneció de la cara de Erminet, que tenía ahora un tono de cemento seco. Trató de levantarse, pero las piernas no la sostuvieron, y su expresión la habría condenado sin tener que decir una palabra.

— ¡Oh, dioses..., ella no..., no es posible...!

Se tapó la boca con una mano.

Keridil llamó a dos Iniciados.

— Por favor, conducid a la Hermana Erminet Rowald a su habitación e impedid que salga de ella hasta que yo envíe a buscarla. —Y añadió, dirigiéndose a Erminet—: Creo, Hermana, que eres culpable de un acto que habría creído inverosímil en una persona de tu vocación. Espero que puedas demostrar que estoy equivocado, pero lo dudo mucho. Tendrás oportunidad de hablar cuando Cyllan Anassan haya sido aprehendida.

Saludó con una breve inclinación de cabeza a la vieja e hizo una seña a los Iniciados para que se la llevasen. Un silencio de pasmo se cernió en el comedor mientras los Iniciados conducían a la prisionera entre los invitados en dirección a la puerta; después, Keridil tomó una jarra de vino vacía y golpeó con ella la mesa para llamar la atención. Todos los rostros de los que estaban en la vasta estancia se volvieron hacia él.

—Amigos míos —dijo Keridil, con la cólera vibrando todavía en su voz—, lamento tener que poner prematuramente fin a esta velada, pero tengo que anunciaros un grave suceso y agradeceré la colaboración de todos los hombres y mujeres que sean capaces de prestármela esta noche.

A su lado, Sashka se acomodó en el sillón que tenía más cerca, bajando los ojos y sonriendo débilmente.

Se había perdido. Su aterrorizada huida a ciegas de la escena del trágico encuentro con Drachea le había llevado a una parte remota y oscura del Castillo, donde sólo había paredes negras y silencio. Su instinto la había conducido a lo largo de estrechos pasadizos y tramos descendentes de escalera, hasta que al fin estuvo segura de que sus perseguidores, si es que existía tal persecución, habían quedado muy atrás. Entonces se detuvo, se tambaleó y cayó agotada sobre el frío suelo de piedra.

Poco a poco, al ser sustituido el puro miedo por una calma peculiar, los fragmentos de lo que había sucedido empezaron a formar un recuerdo coherente. Había matado a Drachea. En los sombríos momentos que había pasado a solas en su habitación cerrada, había ansiado a menudo tener oportunidad de vengarse de él, y su imaginación se había desbocado. Ahora la fantasía se había convertido en realidad, y la realidad era sangrienta y fea y horrible. Sin embargo, no podía sentir remordimiento; su odio era demasiado fuerte, y el deseo de un justo castigo, demasiado grande.

Con un estremecimiento interior, recordó cómo la piedra del Caos había cobrado vida en su mano, el resplandor de aquella luz fría que había paralizado a Drachea. La piedra le había dado la oportunidad que necesitaba para atacar.. , y también había alimentado su odio, concentrándolo en un afán de destrucción y mutilación que había nublado su razón y la había convertido en una salvaje asesina. La piedra estaba ahora inactiva, reposando en su mano izquierda. Le dolían los dedos de tanto apretarla y tuvo que forzarlos a abrirse para poder mirar la gema en su palma. Parecía una joya sencilla; sin embargo el recuerdo de las sensaciones que había despertado en ella le producía un hormigueo en la carne. Empezaba a comprender los sentimientos ambiguos de Tarod, que la aborrecía y la necesitaba a un tiempo... Tenía razón; era una gema mortal. Y ahora comprendió por qué se había avenido Yandros a ayudarla.

Rápidamente, casi temiendo que la piedra pudiese afectarla más si continuaba llevándola en la mano, la introdujo debajo del corpiño de su vestido. Retiró la mano manchada de rojo y entonces se dio cuenta de que la sangre de Drachea la había teñido de los pies a la cabeza. La visión le produjo un ataque de repugnancia física, y por un instante, pensó que vomitaría; pero el espasmo pasó, al imponerse una vez más la fría lógica.

Lo hecho, hecho estaba, y fuese justo o injusto, no se arrepentía de ello. Drachea estaba muerto, nadie habría podido sobrevivir a tan furioso ataque, y ella había conservado su libertad, al menos de momento.

Pero la caza habría ya empezado, y lo más probable era que conociesen su identidad. No podía esperar salvarse de ser capturada mientras permaneciese en los confines del Castillo y, si la aprehendían, no tendría una segunda oportunidad, ni podría esperar clemencia. Moriría, ahorcada o más probablemente decapitada, y Tarod moriría también.

Tenía que llegar hasta él. Tenía que darle la piedra del Caos y suplicarle que la emplease en caso necesario, para salvarse los dos. Sin su fuerza y su poder, la red se cerraría y estarían perdidos; necesitaban la piedra, por muy mortífera que pudiese ser.

Vacilando, se puso de pie y se alisó el vestido, sin prestar atención a las manchas. Guardó el cuchillo en la manga, reacia a desprenderse de él, por si podía necesitarlo de nuevo. La suerte, y Yandros, habían estado con ella en una ocasión, pero no se atrevía a confiar en ellos por segunda vez. Si podía mantenerse en los corredores desiertos del Castillo hasta encontrar el camino del sótano donde estaba encarcelado Tarod, tanto mejor; pero mataría de nuevo, si tenía que hacerlo para alcanzar su meta.

Se cubrió los cabellos con la capucha de la capa corta y echó a andar por el pasillo.

Cyllan no habría sabido decir el tiempo que había pasado cuando, al fin, llegó a un lugar donde una empinada escalera descendía a los sótanos del Castillo, pero supo que estaba cerca de su meta. Recordando las instrucciones de la Hermana Erminet, reconoció el camino que conducía a los almacenes subterráneos y bajó apresuradamente la escalera hasta que una súbita e inquietante intuición la hizo detenerse.

Tal vez había sido imaginación o un eco engañoso venido de alguna parte, pero creyó haber oído un ruido allá abajo, como de unos pies arrastrándose sobre un suelo de piedra. Conteniendo el aliento y dando gracias a los dioses por las prendas oscuras que la ayudaban a confundirse con las sombras, dio un paso cauteloso, y otro, y otro, hasta que llegó al pie de la escalera. Aquí, un estrecho túnel se cruzaba en su camino y Cyllan, adosándose a la húmeda pared, se asomó a la esquina, cubriéndose la mejilla con la capucha.

Tarod estaba en la tercera cámara, según le había dicho la Hermana Erminet. Y allí, delante de la puerta, había dos hombres. Uno de ellos estaba apoyado en la pared, silbando débilmente entre dientes, mientras tallaba un trocito de madera con la hoja de un cuchillo de terrible aspecto; el otro estaba sentado, contemplando el techo del túnel y sumido al parecer en sus pensamientos. Pero su aparente descuido era compensado por la espada de larga hoja que cada uno de ellos llevaba colgada del cinto. Habían sido enviados para custodiar la celda y Cyllan comprendió que no tenía manera de evitarles si trataba de alcanzar a Tarod.

Lentamente, sin ruido, retrocedió en la oscuridad, con la boca seca de miedo y de cólera. Era demasiado tarde: le estaban dando caza, y hubiese debido pensar que la primera acción de Keridil sería poner una guardia ante la celda de Tarod. Ahora habrían descubierto ya la desaparición de la piedra del Caos y redoblarían sus esfuerzos por encontrarla. Se maldijo en silencio; al extraviarse había perdido un tiempo precioso, y el Sumo Iniciado se le había adelantado. Sintió un nudo de furia y frustración en el estómago: tenía que hacer saber de alguna manera a Tarod que estaba libre, pues, mientras no estuviera seguro de ello, no haría nada que pudiese ponerla en peligro. Pero no había forma de hacerlo. Ni siquiera podía llegar a uno de los almacenes y esconderse en él con la esperanza de que cambiase la guardia y descuidasen a Tarod unos minutos; en el momento en que saliera de la escalera, la verían y la prenderían. Y no podía permanecer aquí, indecisa: era demasiado expuesto; bastaría con que un hombre bajase por la escalera y estaría atrapada. Y después de lo que le había ocurrido a Drachea, probablemente la mataría sin pensarlo dos veces... Como un espectro, se volvió y subió la escalera para volver por donde había venido. Su mente trabajaba frenéticamente, pero no podía ver ninguna solución; sin embargo, tenía que encontrar una manera, tenía que encontrarla...

Una pequeña sombra se cruzó en su camino y Cyllan se estremeció violentamente, mordiéndose la lengua y a punto estuvo de perder el equilibrio y rodar por la escalera. La forma se detuvo también y después levantó la cabeza y lanzó un suave y curioso maullido. El agitado pulso de Cyllan se calmó al reconocer uno de los gatos telepáticos que moraban en el Castillo. Había encontrado ya a dos de ellos en su camino y había sentido que escudriñaban su mente. Su telepatía se parecía un poco a la de los fanaani acuáticos, aunque no era tan aguda, y a punto estaba de seguir su camino cuando sintió que los delicados hilos de los pensamientos del animal penetraban en su mente y se mezclaban con los suyos. Vaciló y, de pronto, su visión interior le mostró una imagen confusa de la cara de la Hermana Erminet. El gato maulló, esta vez con tono apremiante...

— ¿Qué quieres, pequeño? — murmuró Cyllan, temerosa de que el eco de su voz pudiese llegar al túnel—. ¿Qué estás tratando de decirme?

Se había agachado, y el gato se levantó sobre las patas de atrás y maulló de nuevo. Cyllan sintió que su corazón empezaba a palpitar con fuerza y trató de calmar sus pensamientos para dejar la mente abierta a los intentos de comunicación de aquella criatura.

—Dime, pequeño —dijo en voz baja—. Te escucho...

Diablillo, el gato adoptado por la Hermana Erminet, supo que había encontrado a la persona que buscaba. Había salido de la habitación de la anciana por el camino acostumbrado, a través de la ventana y a lo largo de un vertiginoso laberinto de cornisas increíblemente estrechas, hasta llegar al suelo, y entonces, siguiendo instrucciones que a duras penas podía comprender, se había dirigido al sótano.

El hecho de que las cámaras subterráneas del Castillo gustaran al gato, con su plétora de rincones inexplorados y de fascinantes olores, le había persuadido a realizar la misión que le había sido confiada; esto, y la inconfundible urgencia de su amiga humana en sus intentos de comunicación. Estaba durmiendo en su cama cuando ella había vuelto, y no le había gustado que le molestasen. Pero había percibido una mezcla de autoridad y de lisonja, y esto había despertado su curiosidad. La anciana quería que encontrase a alguien, y la mente de la criatura concibió una imagen de otro ser humano, de color gris y amarillo pálido y de ojos ambarinos que se parecían un poco a los suyos.

Y las cámaras del sótano... , le gustaban las cámaras del sótano. Y así, cuando por fin su dueña se negó a darle de comer y a hablarle, cruzó de mala gana la habitación, saltó al antepecho de la ventana y salió a la noche.

Ahora había encontrado el objeto de su búsqueda e inmediatamente percibió una mente con la que podía comunicar mucho más fácilmente que con la de la Hermana Erminet. Y esta mente necesitaba una ayuda que comprendió que sólo él podía ser capaz de darle. Una mano se alargó en su dirección y le acarició la dura cabecita, y el ser humano empezó a proyectar la imagen de alguien a quien el gato conocía...

Cyllan no sabía la relación que tenía el gato con la Hermana Erminet, pero comprendió lo bastante de su naturaleza para agarrarse a esta débil esperanza como se agarra un náufrago a un madero. Ella no podía llegar hasta Tarod, pero podía hacerlo el animal. Nadie pensaría en detener a un gato en una de sus exploraciones secretas. Y si podía hacerle comprender el mensaje que quería que transmitiese y persuadirle de que encontrase el camino hasta Tarod, había una posibilidad —rezó fervientemente para que fuese más que una posibilidad— de que Tarod captase suficientemente el mensaje de la mente extraña y caprichosa de aquella criatura para darse cuenta de lo que se estaba tramando.

Se puso de rodillas y miró al gato a los ojos, abriendo sus pensamientos a su escrutinio mental. El animal sentía curiosidad, y esto era un buen comienzo. Proyectó una imagen de la cara de Tarod y vio que los bigotes del gato temblaban con interés; después, aunque no sabía si el felino podía comprender conceptos humanos, trató de inculcarle la idea de que estaba libre.

—Dile... —y repitió en silencio las palabras para reforzar lo que pensaba—. Dile, pequeño, que estoy en libertad. ¡Estoy en libertad!

Diablillo cerró y abrió los brillantes ojos en un largo y lento pestañeo. Si este gesto significaba algo, Cyllan no pudo interpretarlo. Después lanzó su peculiar y débil maullido, agitó la cola y, antes de que Cyllan pudiese detenerle o hablarle de nuevo, dio media vuelta, se alejó rápidamente, mezclándose con la oscuridad, y desapareció.

Ella se sentó contra la pared, sin saber qué pensar. No podía juzgar si el gato había comprendido el mensaje que había tratado de imbuir en su mente, o si, en caso afirmativo, querría transmitirlo o, con la perversidad de los de su especie, se interesaría en otra cosa y olvidaría su misión. Pero dio gracias en silencio a la Hermana Erminet por su ingenio y su bondad al enviarle aquella criatura. Era una posibili dad remota, pero podía tener éxito, y por esto era más imperativo que encontrase un escondrijo donde pudiera estar a salvo hasta que supiese si el gato había dado su mensaje a Tarod. Si lo había hecho, la encontraría. La encontraría de alguna manera...

La escalera estaba en silencio; las profundas sombras, inmóviles. Cyllan se puso de pie y empezó a subir de nuevo, alerta a cualquier ruido o señal de movimiento. Si podía encontrar un refugio antes del amanecer podría esperar segura, al menos durante un tiempo, y pronto sabría el resultado. La espera sería un tormento... pero, al menos, volvía a brillar un destello de esperanza.

Tarod se despertó inquieto con el eco de un sueño en su mente y, durante un momento, sus sentidos estuvieron confusos. Después, cuando su visión se aclaró, recordó dónde estaba.

Había intentado no dejarse vencer por el sueño... Esta noche era la del banquete y la Hermana Erminet le había dicho que sería su única oportunidad de liberar a Cyllan. Sin embargo, no había recibido ninguna noticia y presumió que la noche debía estar ya muy avanzada. Había tantos posibles escollos en el plan de Erminet que temió que hubiese fallado algo, y el miedo le produjo una fuerte sensación de angustia en la boca del estómago. Se levantó, nervioso, estirando los rígidos miembros, y empezó a pasear de un lado a otro de la celda, maldiciendo que no hubiera una ventana que le permitiese ver el cielo y calcular la hora.

Había una copa vacía en el suelo —Erminet había hecho la comedia de traerle la dosis normal de la droga prescrita por Grevard, para no despertar sospechas— y tropezó con ella en la oscuridad, haciéndola rodar ruidosamente sobre las losas. Cuando cesó el ruido oyó un maullido apagado que procedía de las sombras a las que había ido a parar la taza, y Tarod giró en redondo, frunciendo los ojos verdes. Algo se movía allí, y un gatito gris plata salió de detrás de un montón de sacos viejos. Tenía la pelambre cubiertas de polvo y telarañas en el bigote. Se detuvo, le miró y maulló en tono de resentimiento y de protesta.

— Diablillo... — dijo Tarod en voz baja, reconociendo a la criatura.

Se agachó y alargó una mano, el gato se acercó cautelosamente y le olió los dedos; después dejó que Tarod le quitase las molestas telarañas de la cara, sacudiendo la cabeza y estornudando. Entonces se sentó y empezó a lamerse enérgicamente.

Tarod le observó reflexivamente. Por muchos agujeros y grietas que hubiese en las viejas paredes, no era fácil que, incluso un animal tan pequeño y tan ágil, encontrase el camino desde la celda contigua, y sospechó que el gato debía tener algún motivo para hacerle una visita. En el pasado, había conocido una manera de influir en la mayoría de los animales; los caballos más resabiados se habían doblegado a su voluntad, y los gatos telepáticos, aunque menos fáciles de gobernar, eran muy receptivos a sus pensamientos. No sabía si conservaba todavía esta facultad... , pero había percibido ya un efluvio apremiante e imperativo en la mente del gato, que éste pretendía perversamente ignorar, y no podía perder tiempo esperando.

— Diablillo.

Esta vez su voz fue menos zalamera y el gato le miró rápidamente, sacando la punta de la sonrosada lengua. Tarod concentró su mente, aliviado al descubrir que gran parte de la antigua agudeza acerada continuaba allí, esperando la oportunidad de entrar en acción, y retuvo la mirada del animal. Las pupilas de éste se dilataron en dos círculos negros, y el gato escudriñó su peculiar conciencia, buscando la motivación que le había traído aquí.

Una imagen: deformada pero reconocible..., una cara vieja arrugada que, bruscamente, cambió volviéndose más joven, sorprendentemente familiar. Un nimbo pálido que era el concepto gatuno de los cabellos humanos; unos ojos con destellos ambarinos..., ,y una sensación; no una palabra, ni siquiera una idea, sino una noción fundamental, primordial. Libertad, libertad...

El gato estaba tratando de decirle que Cyllan había escapado. Tarod sintió que su pulso se aceleraba hasta que pudo oír el ritmo de su propia sangre en los oídos. Si había interpretado acertadamente la conciencia de aquella criatura y si el mensaje que le traía era cierto, ¿por qué había enviado Erminet el gato a decírselo? No había guardias en la celda, o al menos así lo creía, y la vieja Hermana había dicho que Cyllan tendría la llave e iría a buscarle.

Se irguió, inquieto. Algo había fallado. Aunque Erminet hubiese logrado liberar a Cyllan, y Tarod no confiaba enteramente en las confusas imágenes de la mente del gato, algo impedía que llegase hasta él, y hasta que estuviese seguro de que se hallaba a salvo, no se atrevería a intentar ninguna acción. Además, sin la piedra-alma, era todavía vulnerable. Liberado de la influencia del narcótico, había recobrado toda su inteligencia y buena parte de su antigua energía, pero no sabía hasta dónde llegarían sus poderes. No era el hechicero que había sido antes...

Miró de nuevo al gato. Este no había reanudado la tarea de lavarse, sino que seguía mirándole fijamente, captando sin duda la emoción que le invadía. Al encontrarse sus miradas, maulló, ahora con fuerza, y Tarod se agachó de nuevo.

— Tranquilo, Diablillo. — Alargó una mano y le acarició la cabeza, mientras le calmaba mentalmente—. Te comprendo. Pero esto no es bastante. No me atrevo...

Se interrumpió al oír chirriar una llave en la cerradura de la puerta de la celda.

Diablillo gruñó y se escondió en un rincón. Tarod se volvió, todavía medio agachado, pillado por sorpresa mientras la esperanza y el recelo se disputaban la prioridad. Entonces se abrió la puerta y se encontró cara a cara con un hombre corpulento que llevaba la insignia de Iniciado sobre el hombro.

—¡Aeoris! —exclamó el Iniciado apretando los dientes—. ¡Ven aquí, Brahen! Ese diablo tenía que estar inconsciente, pero...

No pudo continuar. Tarod no tenía tiempo de tomar una decisión consciente, y el instinto, junto con un súbito y violento resurgimiento de la cólera que había tratado de dominar durante tantos días, se apoderaron de él. En un rápido y ágil movimiento, se puso en pie y levantó la mano izquierda en un ademán que le era tan familiar como el acto de respirar, llamando y concentrando un poder que brotaba de lo más profundo de su conciencia como un terrible Warp. Resplandeció una luz roja en la celda, iluminando de modo impresionante las paredes y el techo y los montones de escombros, y, cuando el rayo alcanzó al Iniciado, éste lanzó un grito, y su cuerpo se convirtió en una loca silueta de miembros desmadejados en el sangriento instante en que aquel relámpago estalló. La oscuridad cayó como una losa al extinguirse la luz, y Tarod tuvo tiempo de ver fugazmente una forma inmóvil en el suelo antes de que otra luz, más débil y natural, bailase en el umbral: era el segundo guardia, que había agarrado una antorcha y llegaba corriendo por el pasillo.

A la luz vacilante de la tea que sostenía, el guardia superviviente vio algo que le hizo estremecerse de terror. Su compañero yacía como un muñeco roto junto a la pared de la celda, mientras Tarod, que hubiese debido yacer sin sentido en su jergón, se erguía como un negro ángel de la muerte, con los ojos brillantes y una expresión asesina en su rostro.

Pasmado e incapaz de pensar con claridad o prudencia, el guardia desenvainó ruidosamente la espada. Tarod se puso tenso como un felino predador; estaba desarmado y el rayo de energía que había conjurado le había agotado; no tenía tiempo de hacer el acopio de fuerza necesario para lanzar otro. Por lo tanto, saltó.

El Iniciado no había esperado este ataque y levantó torpemente la espada, estorbado por la antorcha que llevaba en la otra mano. Todo fue tan rápido que no tuvo tiempo de reaccionar; la mano derecha de Tarod le arrebató la antorcha y después, con un furioso movimiento del brazo, aplastó el extremo encendido en la cara del hombre. El guardia aulló de dolor y giró en redondo, dejando caer la espada y llevándose ambas manos a los ojos. Tarod sabía que el golpe había sido suficiente para dejarle fuera de combate, pero la furia se había apoderado de él y no pudo detenerse. Agarró la espada, que era un arma pesada y mortal si estaba en manos vigorosas, y mientras el guardia se tambaleaba de un lado a otro en un loco zigzag, Tarod descargó el golpe como hubiese descargado su hacha un leñador. Sintió una fuerte sacudida en los brazos y los hombros al cortar la hoja carne y huesos, y el cuerpo del Iniciado se estrelló, decapitado, contra el suelo.

Tarod respiró con fuerza en el silencio roto solamente por el desagradable sonido de la sangre del cadáver vertiéndose sobre las losas. Soltó la espada, que cayó ruidosamente al suelo, y se dirigió a la puerta, impertérrito ante la visión de los dos muertos. A sus pies la antorcha chisporroteaba; la pisó y de nuevo le envolvió la oscuridad.

Había faltado a la promesa que había hecho a Erminet. Pensó en esto de pronto, y lo lamentó. No la muerte de los dos Iniciados, pues sabía que estaban dispuestos a matarle, si él no hubiese golpeado el primero. Pero había dado su palabra de que no haría daño a nadie, y le repugnaba haber tenido que faltar a ella.

Sin embargo, era cosa hecha... y nada ganaría con sentir remordimientos ahora. Salió sin ruido al pasillo, cerrando la puerta de la celda a su espalda. Era un lugar tan recóndito en las profundidades del Castillo que nadie habría podido oír los gritos de los guardias, y de momento parecía improbable que se tropezase con alguien más. Bueno, esto le daba el tiempo que necesitaba. El hecho de que Keridil hubiese enviado hombres para vigilarle, cuando antes no lo había hecho, desmostraba que algo había fallado en el plan de Erminet, y sospechó que la ausencia de Cyllan había sido descubierta y se había dado la alarma. ¿Estaría buscándola todavía el Círculo, o la habría capturado de nuevo? No estaba familiarizado con el laberinto de habitaciones y corredores del Castillo y él sabia que no podría burlar durante mucho tiempo una búsqueda en gran escala. Tenía que encontrar a Cyllan y, con o sin la piedra, salir con ella del Castillo.

Pensó que Erminet era su mayor esperanza. Si había empezado la caza, Cyllan estaría demasiado asustada y preocupada para que él pudiese establecer contacto con ella y guiarla. Pero Erminet podía saber su paradero.

Tarod conocía todas las vueltas y revueltas del Castillo y podía cruzarlo sin tropezarse con las patrullas de Keridil. De momento, tenía también la ventaja de que el Círculo ignoraba todavía su fuga. Si podía llegar hasta Erminet antes de que fuesen descubiertos los dos guardias muertos, las probabilidades a su favor se verían aumentadas...

Echó a andar silenciosamente por el pasillo, pero entonces vaciló y, cediendo a un impulso, volvió atrás y entró en la celda. El olor a sangre hizo que se ensanchasen las venas de su nariz al cruzar la puerta; evitó tropezar con el cuerpo sin cabeza y se plantó junto al Iniciado al que había fulminado. El hombre estaba muerto, pero el cuerpo había sufrido relativamente pocos daños, y Tarod se inclinó para desabrochar la capa de cuero que había llevado el guardia como protección contra el frío húmedo del sótano. Debajo de ella, resplandeció la insignia de oro de Iniciado; la desprendió y la sujetó sobre su propio hombro, sonriendo débilmente al pensar en el tiempo transcurrido desde que había llevado un emblema parecido. Entonces se envolvió en la capa; difícilmente podía considerarse un disfraz, pero hacía menos ostensibles su camisa y sus pantalones negros, y salió de la celda silenciosa, que olía a muerte.

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