La impresión de que estaba tragando algo que le quemaba la garganta y los pulmones hizo que Cyllan recobrase violentamente el conocimiento. Trató de gritar, pero no pudo hacerlo, porque aquella cosa llenaba de nuevo su boca y su nariz. Durante un momento de pesadilla, creyó que estaba muerta, sumergida en un infierno verde y negro que rugía en sus oídos y en el que su cuerpo giraba y se retorcía sin remedio... pero entonces comprendió, al recobrar su sentido. ¡Se estaba abogando!
Dejándose llevar por un furioso instinto de conservación, dobló y estiró el cuerpo y dio unas brazadas en la dirección de la que venía una luz débil. Si hubiese elegido mal, habría muerto a los pocos minutos; pero, segundos más tarde, su cabeza emergió del agua y se elevó sobre la cresta de una ola oscura, escupiendo el agua que había tragado y llenando de aire sus pulmones.
Estaba en el mar... ¡y era de noche! Este hecho era tan absurdo que nubló momentáneamente su razón mientras braceaba, luchando por mantenerse a flote. Sobre su cabeza, el cielo era una enorme bóveda oscura teñida de un verde nacarado, y a su alrededor, olas incansables se hinchaban amenazadoramente, monstruosas siluetas que la zarandeaban y arrastraban a la fuerza. No había tierra, ni lunas... ni Warp.
Aturdida y confusa, no vio la ola grande hasta que ésta le cayó encima y la sumergió de nuevo. Pataleando, subió otra vez a la superficie. Tenía que convencerse de que podía sobrevivir, o ¡se ahogaría como una rata en un cubo de agua! Pero, ¿cómo podía sobrevivir? No había costa, ni dirección... De alguna manera, había sido lanzada a través del Warp, arrojada a esta inverosímil pesadilla.
Y entonces oyó un grito. Era débil, pero no lejano, como si alguien la llamase desde un puerto seguro invisible. Cyllan se volvió nadando en la dirección de la que procedía el sonido y dando gracias por el agua salada que la hacía flotar. Un momento más tarde, le vio.
Estaba agarrado a un trozo de madera y casi sumergido por las olas que le azotaban implacablemente. ¡Drachea! Cyllan recordó los últimos segundos antes de que el Warp cayese sobre ellos: él había tratado de meterla en la taberna; habían sido arrastrados juntos...
— ¡Drachea!
Su voz era débil y él no la oía. Ahorrando fuerzas para nadar, braceó hacia él, ayudada por una ola que se elevó a contracorriente y casi la lanzó a su lado. Le agarró por debajo de los brazos, sujetándole contra los tirones del mar, y él, instantáneamente, tuvo pánico y empezó a debatirse.
— ¡Drachea! — le gritó ella al oído—. ¡Soy Cyllan! Estamos vivos, ¡estamos vivos!
El no la oyó, sino que continuó retorciéndose y golpeándola con las manos. Ella tenía que detenerle, o se ahogarían los dos. Alargando un brazo, asió el madero al que había estado él agarrado. Estaba empapado en agua, pero era lo bastante pequeño para que pudiese levantarlo y golpear torpemente con él la cabeza del joven. Este perdió el conocimiento y Cyllan le sostuvo, con la poca fuerza que le quedaba, cuando empezó a hundirse bajo las olas.
Volviéndose sobre la espalda, empezó a patalear y arrastrar el bulto inerte de Drachea. El agua la sostenía, pero no podría mantener por mucho tiempo aquel esfuerzo. Como todos los moradores de la costa del Este, Cyllan había aprendido en su infancia a nadar como un pez, pero su fuerza se estaba agotando de prisa; el agua era fría como el hielo y entumecía sus manos y sus pies, y con esta nueva carga sólo podía avanzar lenta y dolorosamente.
¿ Y si no encontraba tierra?, murmuró una vocecilla en su cabeza. ¿Qué pasaría entonces?
Drachea y ella se ahogarían, tan seguro como que mañana saldría el sol. Cyllan tendría mayores probabilidades de salvación si le soltaba y reservaba toda su energía para ella misma; pero no podía hacerlo. Sería como un asesinato; no podía abandonarle ahora.
Agarró con más fuerza su desvalida carga y siguió luchando contra las olas que, caprichosamente, parecían cambiar a cada momento de dirección, como si una docena de corrientes diferentes se disputasen la supremacía. El rugido del mar machacaba constantemente sus oídos, aumentando su fatiga; el agua helada parecía tirar de ella con más fuerza cada vez que agitaba los pies, y sus miembros iban perdiendo lentamente la sensibilidad a medida que el frío iba penetrando hasta la médula de los huesos. Y pronto el constante balanceo, acentuado por sus intentos de nadar rítmicamente, se hizo peligrosamente hipnótico. Extrañas imágenes de sueño pasaban por su mente, hasta que creyó ver la proa de una barca surgiendo de la oscuridad en su dirección. Levantó un brazo y gritó; entonces su boca y su nariz se llenaron de picante agua salada al sumergirse. Instantáneamente, la impresión la sacó de aquel sueño, pero lo único que pudo hacer fue arrastrar de nuevo el peso muerto de Drachea hasta la superficie. Aspiró aire, sollozando de terror y alivio en igual medida, y cuando se aclaró su vista, se dio cuenta de que no había ninguna barca, ni nadie que fuese a salvarles; solamente la ilusión engañosa de una mente agotada.
Se estaba debilitando. El espejismo casi la había matado, y otro error como éste podía ser fatal.
Y las olas no tenían todavía crestas blancas que indicasen la proximidad de tierra; el vasto e implacable océano se extendía hasta el infinito a su alrededor y, de pronto, vio mentalmente una terrible imagen de ella misma y de Drachea oscilando como diminutos e insignificantes pecios sobre una gigantesca extensión de nada. Desterró esta idea, sabiendo que, si dejaba que se apoderara de ella, la privaría de toda voluntad de supervivencia. Pero esta voluntad no podía sostenerla durante mucho más tiempo.
Sin previo aviso, una enorme ola negra producida por una fuerte contracorriente la golpeó de lado, y esta vez no pudo recobrar el impulso. El cuerpo de Drachea tiraba de ella hacia abajo, y sus miembros estaban casi completamente entumecidos. En un instante de terrible claridad, Cyllan se enfrentó con el conocimiento de que estaba vencida. Lo había intentado, pero ya no le quedaban fuerzas, e incluso sin su carga, ya no podía salvarse. El mar hambriento había triunfado, tal como una parte de su cerebro le había dicho que había de ocurrir. Iba a morir...
Y entonces, en un rincón oscuro de su mente, surgió el recuerdo de los fanaani...
La probabilidad era tan remota que casi abandonó la idea. Sería mejor, seguramente sería mejor, entregarse a lo inevitable y dejar que las frías profundidades se apoderasen ahora de ella, en vez de prolongar su agonía con una esperanza que no podía verse cumplida. Pero todavía permanecía un eco de su deseo de sobrevivir, lo suficiente para hacer que sus menguados sentidos emprendiesen un último y desesperado intento de salvar la vida. Se esforzó en enfocar la mente, en hacer acopio de voluntad, por débil que ésta fuese.
Ayudadme... El mudo ruego telepático surgió de lo más hondo de su ser. En nombre de todos los dioses, ayudadme...
El mar se agitó a su alrededor, burlándose con voz tonante de su desesperación. Si su ruego no era escuchado, moriría al cabo de unos minutos...
Ayudadme... , por favor, ayudadme...
De pronto lo sintió; el primer débil indicio de otra presencia en su mente, alguien que sentía curiosidad por conocer la naturaleza de la extraña criatura que luchaba contra el agua con su inconsciente carga. Cyllan redobló sus esfuerzos para llamar, y la presencia se hizo más viva, más próxima.
Cuando oyó los primeros sones agridulces de la canción de los fanaani, casi gritó de alegría. Las notas argentinas resonaban contra el rugido del mar, elevándose y bajando, llamándola, y un momento más tarde sintió que algo resbaladizo y vivo rozaba sus piernas.
El primero se alzó a su lado, con su cara de nariz roma, como de gato, a sólo unas pulgadas de la suya. Los límpidos ojos castaños miraron tristemente los de ella, y el fanaani, mayor que ella, de piel abigarrada y casi fosforescente en la oscuridad, torció el corto bigote y sopló, echándole a la cara su aliento de pez. Entonces apareció otro, y ella sintió que un tercero se alzaba debajo del agua, cargando con el peso de Drachea y sosteniéndole.
Cyllan se tendió sobre un costado en el agua y se agarró al hombro musculoso del mamífero marino que tenía al lado. El fanaani levantó la cabeza y llamó con voz suave y gemebunda, y la segunda criatura se movió de manera que entre los dos la sostuvieron, levantándola sobre las grandes olas. Cyllan vio que Drachea era transportado de igual manera por otros dos fanaani, y su mente agotada les dio muda y fervientemente las gracias. Su último y desesperado ruego había sido escuchado; aquellos extraños, raros y telepáticos seres habían respondido a su llamada y, a su enigmática manera, habían decidido ayudarla. Habían venido, sólo los dioses sabían de dónde, para ayudar a un ser extraño que estaba en peligro, y Cyllan nunca podría pagar la deuda que había contraído con ellos.
El primer fanaani llamó de nuevo, y todos se le unieron en la estremecedora y bella canción.
El agotamiento venció a Cyllan mientras aquellas criaturas avanzaban nadando, y el cántico fantástico de sus salvadores se mezcló con extraños sueños marinos cuando ella se sumió en una bienhechora inconsciencia.
Se despertó y se encontró yaciendo boca abajo en una playa de guijarros. El mundo volvía a estar en calma; a su espalda, el mar seguía latiendo y zumbando incesantemente, pero el balanceo del frío oleaje se había aplacado. La habían traído a tierra... y los fanaani se habían marchado.
Cyllan se incorporó lentamente hasta quedar arrodillada sobre los duros guijarros. Sus cabellos y su ropa chorreaban agua, y sus miembros temblaban involuntariamente de frío. Todavía era de noche; una blanca niebla marina se infiltraba en la oscuridad y convertía en fantasmas las melladas rocas que la rodeaban. A su espalda, la playa descendía hasta la ruidosa rompiente, sembrada de desechos que el mar había rechazado. Delante de ella...
Delante de ella se alzaba hacia el cielo una negra pared de granito, que no reflejaba ninguna luz. La playa se extendía a ambos lados, sin ofrecer ningún refugio, y cuando levantó la vista y se esforzó por enfocarla, sólo vio el acantilado que se elevaba hasta más allá de los límites de la visión. Los fanaani la habían traído a tierra, pero a una tierra dura y cruel que en nada se parecía a las que conocía ella.
El ruido de las piedras le advirtió que algo se movía cerca de ella, y Cyllan se volvió, asustada. A pocos pasos de distancia, Drachea Rannak estaba sentado con la espalda apoyada en la roca. La estaba mirando, pero sus ojos eran vidriosos, y Cyllan se dio cuenta de que no la reconocía. La impresión..., el terror había sido demasiado para él... , pero al menos estaba también vivo.
Luchando contra el dolor producido por el frío, Cyllan se arrastró hacia él.
— Drachea... Drachea, estamos vivos.
Él siguió mirándola fijamente, inerte como una marioneta a la que le hubiesen cortado los hilos.
— Vivos... — repitió.
— Sí, ¡vivos! Los fanaani nos salvaron; les llamé y vinieron y... —Sacudió la cabeza y tosió—. Estamos vivos.
Durante un momento, todo quedó en silencio, salvo el incesante ruido del mar. Después dijo Drachea, torpemente:
— ¿Dónde?
— No lo sé... — Estaba segura de que Drachea tenía nublada la razón. Era incapaz de enfrentarse con la realidad del peligro y algo dentro de él se había roto, y sólo pudo esperar que recobrase su inteligencia antes de que el frío les venciese a los dos. Sobreponiéndose a la angustia, añadió con mayor vehemencia—: Pero, dondequiera que estemos, Drachea, ¡nos hemos salvado! Hemos sobrevivido y... ¿no es esto lo que importa?
—¡Quién sabe! —Drachea esbozó una extraña y torcida sonrisa sin pizca de humor—. Tal vez estamos muertos y esto es el más allá. Una playa de guijarros, una noche interminable, un acantilado por el que no podemos trepar. ¡Diablos, Cyllan! ¿No es esto lo que viste en tus piedras? ¿No lo es?
Se inclinó súbitamente hacia delante y la agarró de los hombros, sacudiéndola con violencia. Por un instante pensó ella que iba a tratar de estrangularla; pero entonces él aflojó su presa y se volvió, apretando la cara contra la pared de roca y acurrucándose como un niño asustado y desafiador.
— Vete — dijo con voz confusa—. De no haber sido por ti, estaría seguro en mi casa de Shu-Nhadek. ¡Vete y déjame en paz!
De no haber sido por mí, ¡estarías muerto!, pensó Cyllan, furiosa, pero después rechazó esta idea como indigna y poco caritativa. Tal vez él tenía razón: de no haber sido por ella, esa pesadilla no habría ocurrido nunca.
Entonces recordó por primera vez la aparición que se había manifestado antes de que el Warp cayese sobre ellos en Shu-Nhadek. La mano, el ademán llamándola... Sintió un fuerte escalofrío. Había sido mucho más que un presagio. Y las piedras... Instintivamente llevó una mano a la bolsa del cinto y encontró allí el bulto familiar de los guijarros. No las había perdido..., aunque empezaba a preguntarse si eran una maldición más que un bien.
Drachea estaba todavía escondiendo la cara y Cyllan se dio cuenta de que, si tenían que escapar de aquella playa infernal, debería llevar ella la iniciativa. El peligro y las privaciones eran conceptos ignorados por el hijo del Margrave de Shu; ella estaba más preparada para salvarse, si es que había salvación posible. Se volvió y miró hacia el mar. Parecía que la niebla se había espesado en los pocos minutos transcurridos desde su brusco despertar; más allá de donde rompían las olas en el borde de la playa, no podía ver nada. Tembló, pero ya no era de frío. ¿Qué había detrás de aquella niebla? ¿Una tierra familiar, conocida, o quizá... nada? No podía haber otro lugar en el mundo tan desolado, tan desierto, tan sin esperanza...
Ninguno, le dijo una muda voz interior, salvo uno...
Pero no era pasible... Cyllan se puso trabajosamente en pie, mientras la sospecha se iba convirtiendo en certidumbre, y estiró el cuello para mirar el imponente acantilado. El vértigo hizo que se sintiese mareada; lo combatió resueltamente y trató de ver la cima de la pared rocosa, retrocediendo en la playa hasta que el agua del mar le llegó a las rodillas.
La monstruosa mole de granito tenía un final. Veía un punto en que la roca quedaba bruscamente cortada y, desde su posición, la perspectiva de la playa había cambiado lo bastante para que se diera cuenta de que el acantilado era en realidad un peñasco que se elevaba en el océano circundante.
Su pulso se aceleró. Si sus sospechas eran acertadas, debería ver el estrecho arco del puente que conectaba este solitario pináculo de piedra con la tierra firme. Aguzando la mirada para penetrar la espesa niebla, Cyllan observó...
Nada. La niebla era demasiado densa, o ella se había equivocado y el incitante sentido de familiaridad que la asaltaba era una ilusión engañosa.
Pero, fuera cual fuese la verdad, tenía que haber una manera de escalar aquella amenazadora pared. Permanecer en esta playa sería darse por vencida, y después de haber sobrevivido a pesar de todo, darse por vencida era algo que Cyllan no podía considerar. Tenía que haber una manera y tal vez cuando la luz del día viniese en su ayuda podría encontrarla.
Todavía insegura de sí misma, pero un poco más animada, volvió al lugar donde yacía Drachea. Parecía haberse dormido, o estar de nuevo inconsciente, y su piel era inquietantemente fría al tacto. Cyllan se volvió y empezó a buscar a su alrededor algo que pudiese dar calor hasta el amanecer. Algas... Olían muy mal y estaban tan mojadas como ellos, pero al menos podían protegerles de lo peor del frío de la noche de invierno. Consciente de que sus miembros se estaban agarrotando por la fatiga y el frío, empezó a recoger grandes brazadas de algas en los lugares donde las había arrojado el mar, y pronto tuvo un montón de fibras de un verde pardusco que extendió sobre el cuerpo inmóvil de Drachea. Finalmente, se tendió boca arriba, acurrucándose junto a él de manera que no se desperdiciase el calor que les quedaba y, después de tender sobre ella misma algunas algas, cerró los ojos.
Cyllan se despertó de un sueño poblado de odiosas pesadillas, con la impresión de que algo andaba mal. La manta de algas había resultado bastante eficaz y ya no sentía tanto frío en los huesos; pero, cuando trató de moverse, su cuerpo estaba tan rígido y dolorido que apenas la obedecía. Y algo andaba mal...
Levantó la cabeza, contemplando la oscuridad verde-gris. La niebla flotaba todavía como una cortina impenetrable a pocos pasos de distancia, y el sonido del mar parecía más lejano, amortiguado por aquella densa niebla. La marea había bajado, dejando una franja más extensa de guijarros que brillaba débilmente hasta el borde de la niebla, lo cual quería decir que debía de haber dormido varias horas. Pero ni siquiera en el corazón del invierno eran eternas las noches. El sol hubiese debido levantarse ya..., pero no había el menor indicio de la aurora.
Cyllan tuvo un alarmante presentimiento. No había un lugar en el mundo donde no saliese el sol, y sin embargo, la noche se cernía aún sobre la playa. Todo estaba demasiado tranquilo, demasiado callado, como si más allá de la niebla no hubiese más que el vacío...
Temblando, se volvió hacia Drachea, que yacía a su lado, y le sacudió.
— ¡Drachea! ¡Despierta!
El se movió de mala gana y, por el juramento que lanzó, Cyllan comprendió que creía estar en su cama de Shu Nhadek, riñendo a una doncella por molestarle. Le sacudió de nuevo.
— ¡Drachea!
Drachea abrió los ojos y empezó, lentamente, a comprender.
— ¡Cyllan! — murmuró, al sentir los guijarros mojados bajo su cuerpo—. ¿Dónde estamos?
—¡Si yo lo supiera!
— ¿Qué?
—Dejemos esto. —No podía gastar energía en discusiones —. Escúchame. He explorado el terreno lo mejor que he podido y parece que estamos en una isla. No he podido observar ninguna comunicación con el continente; por lo tanto, tenemos que encontrar la manera de subir al acantilado.
Haciendo un esfuerzo, Drachea se sentó para aclarar sus ideas, a pesar del cansancio, y empujó a un lado las malolientes algas que le cubrían. Cuando respondió, lo hizo con voz malhumorada:
— ¡Todavía es noche cerrada! ¡No vamos a morirnos en el tiempo que media entre ahora y el amanecer! Y cuando salga el sol, ¡nos encontrarán! Tiene que haber gente buscándome; mis padres habrán dado la voz de alarma. ¿Por qué habría de gastar mis fuerzas escalando un tres veces maldito peñasco sin objeto alguno?
Cyllan apretó los labios, irritada. Por lo visto, Drachea no tenía la menor idea del peligro en que se hallaban; acostumbrado a ver cumplidos todos sus deseos, presumía ciegamente que su rescate era inminente. Y tal vez habría sido así, si hubiesen estado todavía cerca de Shu. Pero Cyllan sabía que no era así...
Trató de hacerle comprender.
— Escúchame, Drachea. La marea ha bajado, lo cual quiere decir que llevamos aquí tiempo de sobra para que haya salido el sol, y sin embargo no lo ha hecho.
El frunció el entrecejo.
—¿Qué quieres decir?
—No lo sé; salvo que aquí ocurre algo terrible. Y otra cosa: no estamos en la Provincia de Shu, ni cerca de ella.
El quiso protestar.
—Pero...
— ¡Escúchame! No me preguntes cómo lo sé, ¡pero lo sé! Puedo sentirlo, Drachea, ¡con toda seguridad! —Hizo una pausa, tragando saliva para recobrar el aliento—. Si no queremos pudrimos y morir en esta playa, ¡debemos encontrar la manera de subir a la cima!
Drachea la miró fijamente, reacio a reconocer la verdad de sus palabras. Después dijo, con irritación:
— Tengo hambre.
Cyllan le habría estrangulado. Caprichosamente se negaba a enfrentarse con la realidad, y aunque en parte le compadecía (a fin de cuentas, nunca se había encontrado en tales apuros en su vida), en parte sentía solamente la repugnancia de la frustración.
Sabiendo que no podían perder más tiempo, se levantó y recorrió el pie del acantilado, aplicando las palmas de las manos al duro granito, como tratando de adivinar por dónde podía empezar a escalar. La suerte y la resolución les habían traído hasta aquí y, a menos que los dioses quiseran abandonarles ahora, tenía que haber una salida. Detrás de ella, Drachea se quejó de dolor y rigidez, y Cyllan perdió los estribos.
—Entonces muévete, ¡maldito seas! ¡Ayúdame! No puedo hacerlo todo yo sola, ¡y esperas que cargue contigo como si fuese tu sirvienta!
Drachea la miró con irritada consternación y Cyllan sintió que las lágrimas acudían a sus ojos, al tiempo que el miedo que llevaba dentro amenazaba con salir a la superficie. Las retuvo furiosamente e intentó reponerse. No podía perder su autodominio; flaquear ahora significaría el desastre.
—Dondequiera que estemos —dijo, apretando los dientes para que no castañeteasen—, la provincia de Shu está a un mundo de distancia. Y no tenemos comida ni cobijo. Si nos quedamos aquí moriremos de frío o de hambre o de ambas cosas. — Miró reflexivamente la imponente pared del acantilado que tenían delante—. Tenemos que encontrar la manera de subir.
Drachea cruzó los brazos y los apretó contra su cuerpo, temblando.
—Si no sabes dónde estamos, ¿cómo puedes estar tan segura de que no vendrán a salvarnos? — arguyó, malhumorado.
—No puedo estar segura. Pero no voy a estarme sentada aquí esperando, hasta que esté demasiado débil para buscar una alternativa. —Cyllan había empezado a alejarse de él, pero ahora se detuvo y miró atrás—. Voy a buscar un camino. Lo que hagas tú es cosa tuya.
El le lanzó una mirada fulminante, venenosa, y se volvió de espaldas. Pero Cyllan sólo había dado dos pasos más cuando le oyó suspirar y lanzar una imprecación en voz baja. Después, metiendo las manos en los bolsillos de su chaqueta, Drachea caminó rígidamente sobre los rechinantes guijarros para reunirse con ella.
Fue Drachea quien encontró por fin los gastados escalones, tallados hacía innumerables generaciones en la roca vertical y que ascendían serpenteando en la noche. Siglos de erosión los habían desgastado hasta la lisura traidora del cristal y la pendiente era espantosa; pero Cyllan creyó que, con un poco de buena suerte de su parte, podrían escalar la roca sin contratiempos.
—Tendrá que ser más fácil cuanto más subamos —dijo a Drachea, rezando en silencio por no equivocarse—. Donde no puede alcanzar el mar, tiene que haber menos erosión y pasaremos con más seguridad.
El miró, dudoso, los escalones tallados.
—No puedo imaginarme quién pudo hacer esto, ni por qué. Y nadie los habrá empleado desde hace generaciones.
— Pero han sido empleados, y esto es lo que cuenta. Si otros pudieron subir por ellos, ¡también podremos nosotros! Y esto significa... —Miró hacia arriba el enorme peñasco que parecía abalanzarse sobre ellos en la noche—. Significa que tiene que haber algo en la cima. Un refugio, Drachea...
El asintió con la cabeza, temeroso pero tratando de disimularlo. Habían concertado una tregua un poco insegura, sometiendo sus diferencias a la mutua necesidad de sobrevivir. Drachea señaló los gastados escalones.
— Pasa tú primero. Es más probable que yo pueda agarrarte si te caes.
Esta muestra de galantería, aunque agradable, pronto descubrió Cyllan que estaba fuera de lugar. Drachea tenía una cabeza bastante firme para las alturas, pero al subir los traidores escalones se puso de manifiesto que las fuerzas le estaban abandonando rápidamente. La impresión, la fatiga y el hambre se dejaban sentir, y Cyllan, que estaba en mucho mejores condiciones físicas, tenía que detenerse con frecuencia para no dejarle demasiado atrás. Para ella, la escalada era difícil pero no imposible; había corrido riesgos parecidos en el pasado, escalando los vertiginosos cantiles de la costa de la Tierra Alta del Oeste, con la esperanza de ver a los esquivos fanaani, pero con Drachea siguiéndola con tanta dificultad, contuvo su instinto de subir más de prisa para alcanzar la cima de la terrible escalera antes de que flaqueasen su voluntad o su energía.
Esta, pensó, era la parte más intimidante de la escalada. Ahora debían de estar al menos a seiscientos pies sobre el nivel del mar y, sin embargo, no había señales de la cima del enorme acantilado. Cuando se atrevió una vez a mirar hacia arriba, solamente pudo ver la interminable pared de granito elevándose más allá de los límites de su visión, sin ofrecerle un respiro.
Y cuando llegasen por fin, si llegaban, a la cumbre, ¿qué pasaría? Al continuar la ascensión, Cyllan había percibido con claridad cómo la semilla del miedo germinaba en su interior. Era el mismo instinto animal que la había asaltado en la taberna de Shu, pero mucho más fuerte. Algo les esperaba en la cima del acantilado.., y tenía miedo de descubrir lo que era.
Pero no había alternativa. A cientos de pies debajo de ellos se extendía una playa desierta que no ofrecía la menor esperanza de salvación, e incluso una incógnita temible era una perspectiva mejor que aquello. Debían seguir adelante y enfrentarse con lo que fuese.
Un acceso de tos debajo de ella la detuvo entonces y, al mirar cuidadosamente atrás, vio que Drachea estaba doblado por la mitad, agarrado a un precario saliente. Cyllan retrocedió prudentemente un paso o dos y alargó un brazo para asirle la mano y ayudarle a salvar un trecho en que los escalones de granito se habían derrumbado. El se mordió el labio, conteniendo el aliento hasta que estuvo con ella, y poco a poco, fatigosamente, continuaron subiendo.
En definitiva, la escalada se convirtió en una obsesionante pesadilla para Cyllan. Cada escalón que subía era un tormento para los doloridos músculos y cada pulgada de avance, un pequeño triunfo por sí solo. Habría podido estar trepando durante toda su vida, seguida por Drachea, arriba y arriba, sin llegar nunca a ver el final. A veces casi se reía en voz alta ante la extraña naturaleza de todo aquello; la roca siempre igual, el cielo siempre igual, el aullido fúnebre y siempre igual del viento que le helaba las manos y amenazaba con arrancar los ateridos dedos de las manos y los pies de sus inseguros agarraderos. ¿Cuánto tiempo llevaban subiendo? ¿Minutos? ¿Horas? ¿Días? El cielo no les daba ninguna indicación; la noche se cernía todavía sobre ellos sin que ninguna de las dos lunas trazase su arco para marcar el paso del tiempo. Si esto era una locura, no se parecía en nada a cuanto ella había imaginado antes de ahora...
— ¡Aeoris!
El juramento salió de sus labios antes de que pudiese retenerlo, cuando el acantilado terminó bruscamente y pudo dejarse caer en el blando y tierno césped. Pero tuvo tiempo de registrar en su cerebro la impresionante imagen que tenía delante, antes de recordar a Drachea y volverse y alargar los brazos para ayudarle a subir los últimos escalones. Ambos yacieron jadeando en el suelo; el mundo parecía girar vertiginosamente a su alrededor mientras trataban de cobrar aliento, y Cyllan creyó que oía a Drachea murmurar entre sus resecos labios lo que parecía ser una ferviente acción de gracias. Al fin, cuando tuvo fuerza suficiente, asió a Drachea de un brazo y señaló algo, incapaz de hablar.
A menos de cien pasos de distancia, se elevaba el Castillo, como si hubiese salido de la roca viva. Más negro que todo lo que Cyllan podía imaginar, se alzaba imponente en la noche, dominado por cuatro torres titánicas que apuntaban al cielo como dedos acusadores, y parecía absorber la poca luz que llegaba hasta él, tragándola, engulléndola y desmenuzándola. Por encima de las recortadas almenas, un resplandor carmesí teñía el aire, como si una gran hoguera ardiera a fuego lento, pero constantemente, dentro del recinto del Castillo. Y aunque la monstruosa estructura parecía totalmente cambiada, Cyllan la reconoció...
Drachea hundió reflexivamente las manos en el césped.
—¿Qué es... ese lugar? —murmuró.
Cyllan sintió que su pulso latía en su garganta hasta casi sofocarla, y tuvo que hacer un gran esfuerzo para hablar.
—Dijiste que te gustaría visitar la fortaleza del Círculo— murmuró con voz ronca—. Tu deseo ha sido cumplido, Drachea. ¡Ese es el Castillo de la Península de la Estrella!
Drachea no replicó. Estaba mirando fijamente el Castillo, incapaz de dar crédito a lo que estaba viendo. Al fin consiguió articular unas palabras.
— No me imaginaba... , ninguna de las historias que había oído decía... ¡que podía ser como eso!
Un escalofrío recorrió el cuerpo de Cyllan, y su miedo se multiplicó.
—No lo es —murmuró—. O al menos.., no era así cuando yo lo vi. Algo malo ha pasado...
— Los rumores... — empezó a decir Drachea.
—Sí... Pero si los Iniciados se han recluido ahí, ¿cómo hemos podido cruzar la barrera?
Drachea se puso en pie tambaleándose. Seguía mirando fijamente el Castillo, como si temiera desmayarse si miraba un momento a otro parte.
—Debemos averiguarlo —dijo.
Ella no quería acercarse... De pronto se había sentido terriblemente espantada. Pero el argumento de Drachea no admitía discusión. Si cruzaban el puente, no hallarían más que las montañas norteñas durante leguas. Dos cuerpos agotados y hambrientos no podían esperar sobrevivir en invierno al cruzar el puerto de montaña. Y aunque miró al lugar donde hubiese debido estar el puente, Cyllan no pudo verlo. Solamente la niebla, suspendida como una cortina, como para marcar una barrera infranqueable entre el mundo real y este mundo de pesadilla y de ilusión.
Se puso de pie, turbada por este pensamiento, y se acercó a Drachea. El la miró y trató de sonreír.
—O seguimos adelante, o nos quedamos aquí —dijo—. ¿Qué hacemos?
—Adelante...
La palabra había brotado de sus labios casi sin que ella pudiera darse cuenta.
Poco a poco, echaron a andar hacia el Castillo, que parecía salir a su encuentro. Aquí incluso el viento había cesado y el silencio era fantástico. Al acercarse a la maciza entrada, Cyllan se dio cuenta de que no había señales de vida en el Castillo. Las grandes puertas estaban cerradas, y la mate radiación carmesí que brotaba de dentro permanecía siempre igual. El lugar parecía abandonado...
¿Y cómo, se preguntó de nuevo, habían podido cruzarla— Drachea... — Le agarró de un brazo y tiró de él, bruscamente atacada por una terrible duda—. Drachea, algo espantosamente malo ha ocurrido aquí...
Era un débil repetición de su miedo anterior, pero no había podido encontrar una manera más clara de expresar sus temores. En cambio, Drachea no quería dejarse intimidar. Se desprendió irritado de ella y empezó a caminar más de prisa, casi corriendo al bajar la última pendiente del prado que conducía a la entrada del Castillo. Cyllan le siguió y le alcanzó cuando él empujaba inútilmente las enormes puertas.
— ¡Están cerradas! — Drachea se volvió en redondo, apoyando la espalda contra la puerta y empujando desalentado; pero fue inútil—. ¡Maldita sea! ¡No he pasado tantas fatigas para verme ahora frustrado!
— ¡Drachea, no! — protestó Cyllan.
Pero era demasiado tarde. El se había vuelto de nuevo de cara a la entrada y golpeaba furiosamente con los puños la madera de la puerta, gritando con furor casi histérico:
— ¡Abrid! ¡Abrid, malditos! ¡Dejadnos entrar!
De momento, nada ocurrió. Después, para asombro de Drachea y de Cyllan, la maciza puerta rechinó. Se oyó un chasquido sordo, un ruido que resonó en el vacío... y lentamente, muy lentamente, las enormes hojas de madera se abrieron hacia dentro, en silencio y con gran suavidad, derramando una lúgubre radiación roja de sangre que manchó el césped.
— ¡Dioses!
Drachea se echó atrás, contemplando con una mezcla de pasmo y pesar la vista que había revelado la puerta al abrirse. Ante ellos, enmarcado por un arco negro y opaco, estaba el patio del Castillo, y ambos contemplaron la escena con inquieto asombro.
El gran patio estaba vacío y silencioso como una tumba. En el centro, reflejando aquella desolación, se alzaba una fuente arruinada y seca, con sus estatuas talladas mirándoles de soslayo, con una sonrisa helada. Aquella luz carmesí de pesadilla que había brillado sobre las negras murallas era aquí mucho más intensa, pero parecía no brotar de parte alguna; simplemente, existía sin un origen visible, y cuando Cyllan miró inquieta a Drachea, vio que aquella luz teñía de sangre su piel.
Muy bajito, Drachea silbó entre los dientes apretados, y Cyllan se estremeció.
—Parece.. muerto. Vacío como si no hubiese aquí alma viviente..
— Sí... — Drachea avanzó prudentemente, pasando bajo el silencioso arco negro hasta entrar en el patio, con Cyllan pisándole los talones. Respiró hondo—. ¿No puede haber ninguna duda? ¿Es éste el Castillo... ?
— ¡ Oh, sí! No cabe la menor duda.
El asintió con la cabeza.
—Entonces, los Iniciados tienen que estar aquí. Y sea cual fuere su propósito al aislarse del resto del mundo, ¡seguramente no pueden negarse a darnos asilo!
Empezó a cruzar ansiosamente el patio desierto, pero no antes de que Cyllan percibiera en sus ojos un destello de expectación casi febril. Drachea había olvidado el Warp, el mar, la triste playa al pie del promontorio del Castillo... Lo único que le importaba ahora era que el destino le había traído a la fortaleza del Círculo. El porqué y el cómo importaban poco: la antigua y obsesiva ambición de formar parte de aquella venerada y selecta minoría había eclipsado todas las demás consideraciones. Se había adelantado ya a Cyllan, dirigiéndose al tramo de escalones anchos y bajos que conducía a una doble puerta abierta. Ella aceleró el paso, temerosa de quedarse sola en barrera que mantenía aislado el Castillo? ¿Cómo habían podido pasar a través del Laberinto?
— Drachea, ¡espera, por favor! — le suplicó—. No podemos entrar ahí; puede haber razones.
Él la interrumpió, rechazando sus dudas con impaciencia:
—¿Qué prefieres? ¿Que nos quedemos en el patio hasta que alguien nos descubra? No seas tonta, ¡no hay nada que temer!
Si que lo hay, protestó una voz interior. Cyllan no podía librarse de aquel presentimiento; antes al contrario, se intensificaba por instantes, y tuvo que dominar el impulso de dar media vuelta y echar a correr hacia la puerta y la aparente seguridad de la cima del acantilado. Miró rápidamente por encima del hombro y, con una sensación de impotencia, se dio cuenta de que cualquier intento de fuga no serviría de nada.
Fuera lo que fuese, la fuerza callada y secreta que había abierto la puerta para franquearles la entrada la había cerrado de nuevo. Estaban atrapados, como moscas en una telaraña...
Cyllan se sintió mareada. No quería aventurarse a entrar en el Castillo, pero Drachea se negaba a escucharla. Estaba resuelto a seguir investigando, tanto si ella quería como si no; podía seguirle o permanecer donde estaba, sin más compañía que las muertas y sonrientes gárgolas de la fuente...
Volviéndose de nuevo, vio que Drachea había cruzado ya el umbral de la puerta y estaba plantado en un pasillo. La luz carmesí penetraba incluso hasta allí, como un lejano fuego infernal, y su resplandor hacía que pareciese inhumano. Drachea miró hacia atrás y gritó:
— Vienes, ¿O tendré que buscar solo a los Iniciados?
Cyllan no respondió, pero se apresuró a reunirse con él, palpitándole el corazón y pensando que elegía el menor de los males tangibles. Lentamente, se adentraron en el Castillo, y sus pisadas resonaron misteriosamente en el profundo silencio. Nada se movía, nadie salía a darles la bienvenida o a reprenderles... y entonces Drachea se detuvo ante otra pesada puerta que estaba parcialmente abierta.
— Un salón, o algo parecido...
Tocó la puerta y ésta se abrió fácilmente a un vasto salón de elevado techo. Había largas y pulidas mesas en toda la gran estancia y, en el fondo, veíase un enorme hogar vacío, con sus útiles de cobre bruñido resplandeciendo con un rojo de sangre bajo la extraña luz. Sobre la maciza campana había una galería con balaustres, casi invisible en la sombra y con pesadas cortinas colgando a ambos lados. El lugar estaba tan vacío y muerto como el patio.
—Aquí debe de ser donde comen los Adeptos —dijo Drachea en voz baja, y Cyllan adivinó lo que estaba pensando.
—Pero no hay nadie.
Un sonido, tan débil que podía ser fruto de la imaginación, flotó en los límites de lo perceptible y se extinguió. Era una risa lejana de mujer... Drachea palideció.
—¿Lo has oído... ?
—Sí, lo he oído. ¡Pero aquí no hay nadie!
— Tiene que haber alguien... ¿El Castillo de la Península de la Estrella, abandonado y vacío? ¡No es posible!
Cyllan sacudió la cabeza, tratando de acallar la vocecilla obsesionante que le preguntaba ahora: ¿Crees en fantasmas...? Las pisadas de Drachea parecieron descaradamente fuertes cuando se acercó a la mesa más próxima y apoyó las manos en ella.
— Esto es bastante real — dijo a media voz—. A menos que esté soñando o muerto, yo...
Calló al oír el inconfundible ruido de unas pisadas en la galería.
Por un momento observaron paralizados la oscura galería que se encontraba sobre la vacía chimenea. Las cortinas no se movieron y al extinguirse el débil ruido, no hubo ya más señales de vida. Pero el rostro de Drachea asumió de pronto una expresión de triunfo.
—¿Lo ves? —murmuró. No estamos solos, ¡y no estoy soñando! Los Iniciados están aquí, ¡y se han dado cuenta de nuestra presencia! —Se irguió, llevándose la palma de una mano al hombro opuesto en ceremoniosa actitud, y gritó—: ¡Te saludo! ¡Soy Drachea Rannak, heredero del Margrave de la provincia de Shu! ¡Ten la bondad de manifestarte!
Le respondió el silencio. No más pisadas; ningún movimiento. Cyllan sintió un hormigueo en su piel y se acercó a Drachea. El joven tenía el entrecejo fruncido, y carraspeó, perplejo.
—He dicho que tengas la bondad de salir. Estamos mojados y agotados, y pedimos la hospitalidad debida al cansado viajero. ¡Maldita sea! ¿Es éste el Castillo de la Península de la Estrella o...?
— ¡Drachea! — le interrumpió Cyllan, agarrándose a él.
El lo vio un momento después de que los más rápidos sentidos de ella hubiesen discernido el primer movimiento. Una sombra, que se desprendió de la más densa oscuridad de la galería, avanzó rápidamente hasta la cima de la escalera que descendía en espiral al comedor, y empezó a bajar.
Drachea retrocedió, perdida su arrogancia delante de aquella manifestación. Aquella persona (pues era ahora perceptiblemente humana) acabó de bajar y se detuvo al pie de la escalera. Cyllan advirtió, con espanto, su frío e impasible escrutinio, pero el recién llegado estaba todavía demasiado envuelto en sombras para que fuesen vis i-bles sus facciones. Pero fuera quien o lo que fuese, su aspecto produjo en ella la inquieta impresión de algo conocido.
Una mano blanca y delgada se agitó con impaciencia en la oscuridad que envolvía a la aparición, y algo negro se movió y ondeó. Cyllan se dio cuenta de que el personaje llevaba una capa oscura y de alto cuello que barría el suelo a sus pies. Entonces, una voz con un acento que la hizo estremecer, dijo bruscamente:
— ¿Cómo, en nombre de los Siete Infiernos, habéis podido cruzar la barrera?
Drachea se echó atrás, impresionado por el tono amenazador del personaje. Pero Cyllan permaneció como petrificada por un recuerdo que volvía a su mente, un recuerdo que había estado luchando por borrar de su memoria. Abrió mucho los ojos mientras aquel hombre alto y oscuro se acercaba y, por primera vez, el resplandor carmesí le alcanzó, iluminando sus facciones.
Había cambiado... Por los dioses, cómo había cambiado! La carne de su cara era cadavérica, la estructura ósea, dura y esquelética. Pero los revueltos cabellos negros que caían en cascada sobre sus hombros eran los mismos, y los ojos verdes de negras pestañas tenían aún la misma intensidad misteriosa, aunque ahora brillaban con una inteligencia cruel que ella no podía comprender. Parecía un demonio encarnado más que un hombre viviente... , pero ella le había conocido.
Y el momentáneo destello de reconocimiento que brilló en la expresión de él confirmó su certidumbre.
— Tarod... — dijo Cyllan con voz insegura.