CAPÍTULO 12

Los últimos rayos de sol habían iluminado brevemente la pared del Castillo, y la primera de las dos lunas asomaría pronto su cara picada de viruela por el Oriente. Brillaron antorchas en el patio; grupos de personas cruzaban el suelo enlosado y una risa ocasional llegaba hasta la ventana detrás de la cual estaba sentada Cyllan, que miraba impertérrita aquella actividad.

Estaba agotada por su discusión con Keridil Toln, aturdida por los efectos del vino, y sin embargo no podía dormir. Había tenido su única oportunidad de pedir clemencia para Tarod, por muy remota que fuese la esperanza de triunfar, y su genio había podido más que ella. Le había fallado, y ahora parecía que se le habían cerrado todos los caminos.

La invadía la cólera, un amargo resentimiento contra la justicia del Círculo, que podía condenar a uno de los suyos a una muerte terrible sin el menor escrúpulo. En la ceremonia intervenía el fuego, le había dicho Tarod; un fuego sobrenatural que no sólo quemaba la carne... Cyllan se llevó bruscamente una mano a la boca, para contener un espasmo de náuseas, al acudir odiosas imágenes a su mente, contra su voluntad. Cuando cesó el pasmo, tembló inevitablemente con la ira de la impotencia y con un miedo desesperado que hacía que tuviese ganas de gritar; Tarod moriría, mientras ella permanecía sentada en la horrible habitación, impotente hasta que la pusieran en libertad... , y entonces sería demasiado tarde.

Pero nada podía hacer. Keridil había cuidado de que no pudiese suicidarse y, con ello, anular el trato que había hecho con Tarod; éste no la abandonaría como ella le había suplicado; el Círculo era intratable. Su única posibilidad era, ahora, hincarse de rodillas y pedir a Aeoris un milagro.

Pero difícilmente se apiadaría Aeoris de una mujer que intercedía por un ser del Caos. Era más probable que el Señor Blanco se alegrase de la destrucción de Tarod, y Cyllan, sin reparar en que su pensamiento era blasfemo, sintió que su ira se dirigía contra el propio dios. No encontraría ayuda en él; era mejor apelar a Yandros, Señor del Caos, que había dicho que era hermano de Tarod...

Yandros. La idea la impresionó y le heló la sangre. Pero seguramente Yandros no permitiría que Tarod muriese, si tenía poder para intervenir.

Trató de desechar la idea como una locura. El propio Tarod había roto sus lazos con el Caos, desterrado a Yandros y hablado de éste como de un enemigo mortal.

Sin embargo, se dijo Cyllan, no podía haber un enemigo peor que aquellos que se habían propuesto aniquilar a Tarod. Tal vez Yandros podría ayudarla; tal vez no querría hacerlo. Pero como todas las otras puertas estaban cerradas, nada tenía que perder.

Se levantó, todavía temblando, y contempló durante un par de minutos la luna que se elevaba lentamente y la miraba a su vez con ojos malévolos. ¿Cómo podría llegar hasta un ente como Yandros? Las Hermanas viajeras que habían catequizado a los niños de su pueblo natal enseñaban que Aeoris oía las peticiones de los más humildes; que un corazón y un espíritu puros eran suficientes para conseguir la benevolencia del gran dios. Pero el corazón y el espíritu de Cyllan ardían de ira..., y suplicar al Caos era una cosa muy diferente. Si apelaba a Yandros, traicionaría su fidelidad a los Señores Blancos y se condenaría a sus ojos. Pero rechazar cualquier posibilidad que pudiese darle un mínimo rayo de esperanza era una traición todavía mayor...

Bajó la mirada para observar el patio, más allá de las antorchas encendidas, y de los grupos de gente, hacia la alta mole de la Torre del Norte del Castillo donde Tarod había tenido su nido de águila. Sus ojos se empañaron al pensar en él, y dijo suavemente, como murmurando a un compañero íntimo:

— Tarod..., perdóname. No queda otro camino.

Cyllan se volvió y se sentó en el suelo, con las piernas cruzadas. Por tradición, todas las plegarias a Aeoris se formulaban estando el suplicante de cara al Este. Como Yandros era el enemigo por antonomasia de Aeoris, parecía adecuado que el peticionario mirase hacia el Oeste, y Cyllan reprimió una impresión instintiva de sacrilegio al volverse de espaldas al lugar por donde salía el sol. Cerrando los ojos, trató de formar una imagen en su mente, recordando la visión que había tenido en el Salón de Mármol, cuando las estatuas sin cara le habían manifestado su verdadero origen. Facciones duras, bellas pero crueles; boca sonriente y burlona; ojos sesgados e inteligentes... Pero el cuadro era confuso, la eludía. Se concentró más, respirando fuerte y ruidosamente en la silenciosa estancia, pero la imagen no quería tomar forma.

Si al menos tuviese sus piedras..., éstas la ayudarían, le permitirían enfocar su mente y sus deseos. Pero la bolsa estaba en alguna parte del Castillo, fuera de su alcance, y no se atrevía a pedirla para que no sospechasen de sus intenciones. Abrió los ojos y suspiró. No era una hechicera; sus facultades eran bastante limitadas, incluso con los preciosos guijarros; sin ellos, no podía hacer nada.

Entonces fijó la mirada en un cuenco que sus carceleros habían dejado sobre la mesa. En un esfuerzo por tentar su apetito y evitar así la desagradable necesidad de llamar a Grevard para que la obligara a comer, Keridil había enviado un plato de frutas de la provincia de Perspectiva de la abundante despensa del Castillo. Ella las había desdeñado, a pesar de su rareza y de que nunca le habían ofrecido tales exquisiteces en su vida; pero ahora se dio cuenta de que la fruta contendría huesos... y tal vez bastaría un sustituto si no podía tener sus propias piedras.

Tomó rápidamente el cuenco de encima de la mesa y partió una de las frutas. En su centro tenía un hueso duro y arrugado del tamaño de la uña del pulgar... Despreciando la pulpa, empezó a partir otras frutas hasta que tuvo una colección de una docena de huesos. No eran muchos, pero tal vez le bastarían... Lamió el zumo de sus dedos. Estuvo tentada de comer una o dos de las destrozadas frutas, pero, como sabía la importancia del ayuno en los ritos mágicos, dominó su impulso, y después se enjugó las palmas de las manos en la falda y agarró las piedras.

Esta vez, cuando cerró los ojos, la oscuridad detrás de sus párpados era absoluta. Y momento más tarde experimentó la primera sensación de cosquilleo en la nuca, que se extendió a todo el cráneo. Dominando su excitación, enfocó la mente, sintiendo la áspera y dura superficie de los huesos en los dedos cerrados. Apenas consciente de lo que hacía, sus labios formaron un nombre y lo murmuraron en el silencio.

Yandros...

Tenía las manos calientes, ardientes; las piedras parecían de hielo en comparación con ellas... y una cara empezaba a formarse en su visión interior, tomando forma y vida...

Yandros..., escúchame, Yandros. Oyeme, Señor del Caos...

El silencio de la habitación se hizo más profundo y el aire pareció coagularse a su alrededor, como si hubiese descendido una grande y oscura cortina. Cyllan podía sentir su pulso repicando con fuerza en todo el cuerpo; le ardían las manos, y también las piedras ardían ahora...

Yandros, Señor de la Noche, Maestro de la Ilusión, escucha

mi ruego.... — Las palabras brotaban rápidas, inconsciente mente, de su boca; ya no las elegía, sino que acudían de súbito a su lengua, como si hubiese despertado un antiguo recuerdo—. Yandros, aunque fuiste desterrado, tus siervos todavía te recuerdan. Vuelve a mí, Maestro del Caos, ¡vuelve del reino de la Noche y ayúdame!

Fue como si las piedras se encendiesen en sus manos. Cyllan gritó de dolor y de espanto, y los huesos de las frutas se desparramaron por el suelo al arrojarlas ella con un violento movimiento reflejo. Se echó atrás y, en el mismo momento, un sordo estampido resonó en sus oídos.

¡Aeoris!

La invocación, aunque inadecuada, fue involuntaria, y Cyllan abrió los ojos.

Las sombrías paredes de su habitación no habían cambiado. Las piedras estaban en el suelo, formando un dibujo casual que no podía interpretar en absoluto y, al desvanecerse su fuerte calor, comprendió, afligida, que había fracasado. Yandros no podía o no quería responder a su llamada, y lo único que ella había experimentado había sido un engaño de su febril y desesperada imaginación.

Se levantó, volviendo la espalda a las piedras desparramadas, y se acercó a la ventana. La primera luna estaba ahora alta (cosa extraña, pues parecía que sólo habían transcurrido unos minutos) y su cara mellada, casi llena, se burlaba de su dolor. Abajo, en el patio, las antorchas se habían apagado, y el gigantesco rectángulo estaba vacío.

¿Lo estaba? Cyllan miró de nuevo y se dio cuenta de que había unas figuras en el patio... , pero ninguna de ellas se movía. Eran como estatuas, como si se hubiesen petrificado en un momento de sus vidas. Parecían débilmente ridículas; una con un pie levantado en la acción de caminar; otra con un brazo alzado en una extravagante e interrumpida posición... Y la fuente había cesado de manar...

El instinto la puso sobre aviso una fracción de segundo antes de que oyese el suave pero amplificado sonido de una cerradura a su espalda. Giró en redondo...

Los contornos de una puerta suspendida en mitad de la habitación se desvanecieron ante sus ojos. Un ser estaba plantado delante de ella, y, con súbito pánico, advirtió que estaba tan lejos de ser humano que cualquier concepto que se formase de él parecía cosa de locura. Alto, lúgubre, con los cabellos de oro cayendo sobre los altos hombros, habría podido ser hermano gemelo de Tarod, de no haber sido por el hecho de que no había rastro de mortalidad en las bellas y crueles facciones, y de que la sonrisa de sus labios parecía mofarse de los conocimientos y ambiciones humanas. Los ojos entrecerrados y felinos eran opalescentes y cambiaban de color bajo la engañosa luz de la luna.

Cyllan retrocedió hasta que su espina dorsal chocó contra el marco de la ventana. Luchaba por respirar, pero ningún aire llenaba sus pulmones. Aquel ser (demonio o dios, por llamarle de algún modo) avanzó hacia ella con graciosa naturalidad y, al moverse, los contornos de la habitación se alabearon y torcieron como si no pudiesen coexistir en el mismo espacio que él. Cyllan tuvo la impresión de que algo vasto le rodeaba, una dimensión desconocida que chocaba con las leyes naturales de este mundo. El estaba aquí y, sin embargo, no estaba; no era más que una manifestación de un ente cuya esencia, si la percibía, la llevaría al borde de la locura. Era el Caos...

Impulsada por una mezcla de terror, asombro y temerosa reverencia, Cyllan cayó de rodillas.

Yandros...

— Levántate, Cyllan.

La voz de Yandros era argentina, pero su suavidad no alcanzaba a disfrazar del todo una amenaza implacable. Estremeciéndose, Cyllan obedeció, aunque todos sus instintos protestaban, y él caminó despacio a su alrededor, críticos sus ojos inhumanos y con aquella pequeña sonrisa flotando todavía en sus labios. Por fin se detuvo ante ella una vez más, y Cyllan sintió su escrutinio como un dolor físico cuando él la miró de arriba abajo.

— Has elegido condenarte al llamarme — dijo Yandros con indiferente regocijo—. Admiro tu valor, o tu locura.

Cyllan cerró los ojos con fuerza y recordó que Tarod no había temido a aquel ser. Ella había llamado a Yandros por su libre voluntad; si éste resultaba ser un amo cruel, debía aceptar las consecuencias. Con un esfuerzo, se obligó a hablar.

—No tenía elección. Quieren matar a Tarod y yo no puedo ayudarle. — Dominando su miedo, miró aquellos ojos siempre cambiantes—. Tú eres mi única esperanza.

El Señor del Caos hizo una sarcástica reverencia.

— Me halagas. ¿Y por qué crees que puede interesarme salvar a un hombre que ha jurado fidelidad a Aeoris?

La estaba poniendo a prueba, con la perversidad que ella hubiese debido prever. Cyllan se pasó la lengua por los resecos labios.

—Porque una vez llamaste «hermano» a Tarod.

Yandros siguió mirándola durante unos momentos y ella no se atrevió a imaginar lo que estaría pensando. Después, Yandros avanzó y apoyó una mano en la cabeza de ella. Cyllan se estremeció interiormente al sentir el frío contacto de sus dedos; sintió un nudo en el estómago, pero se mantuvo firme.

—Y estás dispuesta a poner tu alma en peligro para salvarle... Un sentimiento muy noble, Cyllan. —La voz argentina era todavía desdeñosa, pero su tono era casi afectuoso—. Parece que hicimos bien al traerte al Castillo.

Ella le miró sin acabar de comprender.

— ¿Me trajiste... tú?

Yandros rió en voz baja, con una risa que la hizo estremecerse

—Digamos que fuimos el instrumento de tu llegada. Podemos estar en el exilio, pero algunas de las fuerzas que sirven a nuestra causa permanecen todavía en esta tierra.

Ella comprendió de pronto.

— El Warp...

— Dices bien: el Warp. Ni siquiera Aeoris y sus corrompidos hermanos pudieron librar del todo al mundo de su viejo enemigo. — Yandros sonrió—. Y cuando encontramos también un mortal dispuesto a servirnos, nuestras ambiciones empiezan a tomar forma... y esto nos complace.

Así pues, ella había sido un muñeco, un instrumento manipulado por el Caos desde el principio... Cyllan empezó a sentirse mareada al comprender lo que implicaban esas palabras y recordó lo que Tarod le había dicho sobre las maquinaciones del Señor del Caos. Yandros quería desafiar al régimen del Orden, llevar de nuevo al mundo a la vorágine de la que le había salvado Aeoris hacía tantos siglos... Y veía a los dos como peones en el trascendental juego.

Pero fuera cual fuese la maldad de Yandros, fuera cual fuese el destino que había proyectado para el mundo, a Cyllan ya no le importaba. Sólo él podía ayudarla a salvar a Tarod de la aniquilación, y ningún precio era demasiado elevado para esto.

El Señor del Caos la miró, leyendo claramente lo que ella estaba pensando. Por fin, casi con amabilidad, dijo:

— ¿Qué es lo que pides al Caos, Cyllan?

Ella respiró hondo.

—¡Que me ayudes a salvar la vida de Tarod!

El inclinó la cabeza.

— ¿Y cómo crees que puedo hacerlo? ¿Debo traer una legión de demonios para que arrase el Castillo y envíe a sus moradores a los Siete Infiernos? ¿Aceptarías esto, para salvarle?

Cyllan resistió su lacerante mirada.

— En caso necesario, sí.

— Entonces, eres digna de Tarod. — Cyllan, para su asombro, vio respeto detrás de la expresión divertida de Yandros, antes de que los finos labios de éste se torciesen hacia abajo—. Pero, por micho que satisfaga esta idea mi sentido de justicia, no puede ser puesta en práctica. Estamos en el exilio, Cyllan. Nuestros poderes en este mundo son una débil sombra de lo que fueron antaño. He podido alcanzar tu mente y hablar contigo, pero no puedo ayudarte directamente. — Sonrió de nuevo, débilmente—. Sólo Tarod tiene poder para abrirnos el camino, y él prefirió romper el pacto que habíamos hecho y renegar de su antigua lealtad.

Cyllan sintió que se le oprimía la garganta. La naturaleza voluble de Yandros se estaba manifestando de nuevo, ofreciéndole esperanza un instante y desesperación al siguiente. Él no le había prometido ayudarla... ¿Pero se negaría en redondo?

Con voz vacilante, dijo:

— No puedo negar esto. Pero espero... creo.., que, a pesar de ello, no le abandonarás ahora.

Yandros la miró, con expresión enigmática.

— Depositas una confianza infantil en nuestra lealtad.

—No tengo elección.

El Señor del Caos reflexionó.

—Y si me dejo persuadir..., ¿qué querrás que haga?

Ella lo había pensado detenidamente y sólo veía un camino.

—Mátame —dijo con voz dura—. Rompe el dominio que tiene el Sumo Iniciado sobre Tarod. Cuando yo esté muerta, no habrá nada que le detenga de vengarse. —Vaciló, miró a los ojos de Yandros y añadió con sentido énfasis —: Por favor...

— No. — Yandros levantó una mano para atajar cualquier protesta—. Liberar a Tarod destruyéndote sería una pérdida inútil. Podría hacerlo, y lo haría si me sirviera para mis fines, pero hay maneras mejores y tú nos serás más útil si vives. Pero entiéndeme bien: si Tarod tiene que vivir también, deberás servirnos, y servirnos fielmente. Mírame.

Ella había bajado la mirada, pero ahora, obedeciendo la orden, la levantó de nuevo. Los ojos de Yandros se habían vuelto negros y, reflejadas en ellos, vio imágenes que la hicieron encogerse con un terror profundo y atávico. Confusión, un furioso y estruendoso torbellino de colores imposibles, de formas atormentadas, de caras desesperadas, que era la esencia del Caos, se pintó en los negros ojos y pareció abalanzarse sobre ella, presto a estallar sobre el mundo en un loco pandemónium.

— Ya ves lo que tendrás que obligarte a servir. — La voz de Yandros era cruel, implacable—. Ahora, ¡elige!

El pánico se apoderó de ella; la protesta de cien generaciones que habían jurado fidelidad a la paz del Orden; los recuerdos heredados de los miles que habían muerto para barrer del mundo la plaga del Caos; los horrores de la condenación eterna. Aliarse a este ser sería traicionar todo aquello en lo que había creído... Sin embargo, sin la ayuda de Yandros, Tarod moriría...

Poco a poco, temblando violentamente, Cyllan hincó una rodilla ante el Señor del Caos.

Yandros sonrió. Había visto lo bastante para confirmar el acierto de enviar el Warp que había arrancado a la joven de su antigua vida; de hacer que los fanaani, que nada debían al Orden, la salvasen del mar; al manifestar una parte de sí mismo en respuesta a su llamada. Si ella triunfaba en su empeño, tendría la llave del futuro de Tarod... y del futuro del reino del Caos. Sería una servidora muy valiosa...

— No podrás volver atrás — dijo suavemente, con satisfacción. Cyllan no levantó la cabeza, pero él vio que asentía con ella casi imperceptiblemente antes de murmurar:

— ¿Qué debo hacer?

—Debes encontrar la piedra... y devolverla a su legítimo dueño.

Ella le miró rápidamente.

—¿Cómo puedo hacerlo?

—Empleando la inteligencia y la astucia que tanto te han servido hasta ahora. Nosotros podemos ayudarte; no tenemos poder para intervenir directamente, pero nuestra... influencia.., todavía puede dejarse sentir en los medios adecuados. — La sonrisa se desvaneció bruscamente de su semblante—. Hay que hacerlo, Cyllan. Solamente Tarod tiene poder para llamarnos de nuevo al mundo, pero, para ello, tiene que recuperar su piedra-alma. Si la piedra permanece en manos de esos gusanos del Orden, no descansarán hasta que su esencia sea dominada y destruida. —Su cara orgullosa y siniestra no mostraba ahora la menor amabilidad, sino que era cruelmente venenosa—. Si la piedra fuese destruida, el alma de Tarod sería destruida con ella. Y tú no quieres esto..., ¿verdad, Cyllan?

— No... — murmuró ella.

Yandros levantó una mano y señaló el corazón de Cyllan.

—Entonces, si deseas que viva, te ordeno que le pongas de nuevo en posesión de la piedra del Caos. —Sus ojos brillaron con un fuego infernal—. No me falles, pues si lo hicieses, perderías mucho más que la vida de Tarod. Tus propios dioses te condenaron cuando llamaste al Caos en tu ayuda, pero si engañases ahora al Caos, ¡tu alma no encontraría consuelo en nuestro reino!

Su tono hizo que Cyllan sintiese en la médula un escalofrío que le hizo recordar las horribles imágenes que había visto en los ojos de él. No pudo responder; estaba demasiado horrorizada por la enormidad del trato que había hecho.

Yandros pareció ablandarse un poco y sus ojos se tranquilizaron y los extraños colores volvieron una vez más a sus sesgadas profundidades.

— Haz bien tu trabajo y no tendrás nada que temer — dijo más suavemente—. Y no creas que estás completamente sola. Hay una persona en el Castillo que te ayudará. La reconocerás cuando la encuentres. —Le tomó bruscamente la mano izquierda, volviendo la palma hacia arriba—. No puedes llamarme de nuevo, Cyllan. Te he respondido esta vez, y no podría hacerlo nuevamente. Pero te dejo con mi bendición.

Y con una actitud que parecía burlona imitación de la cortesía humana, le besó la muñeca.

Fue como si una brasa hubiese tocado su brazo. Cyllan gritó de dolor, se echó violentamente atrás y, al caer, una ráfaga de aire ardiente produjo una explosión tremenda pero sorda en la estancia. Las paredes se combaron hacia fuera, torturadas por una fuerza que apenas podían contener; Yandros se desvaneció, y Cyllan chocó contra la ventana antes de derrumbarse desvanecida en el suelo.

El criado que corrió en busca de Keridil recibió una fuerte reprimenda, pero el Sumo Iniciado no tuvo más remedio que abandonar la pequeña celebración que tenía lugar en sus habitaciones y seguir al hombre hasta el ala sur del Castillo. Había interrumpido la confusa explicación, pensando solamente que la muchacha de las Llanuras del Este había conseguido lesionarse a pesar de las grandes precauciones tomadas por él, y al dirigirse apresuradamente a su habitación, sintió vértigo al pensar en lo que podría ocurrir si ella moría. Podrían ocultar fácilmente la noticia a Tarod hasta que llegase el momento de su ejecución. Pero él sólo iría voluntariamente a la muerte si se le demostraba que ella estaba viva y a salvo. Si no era así...

Keridil se tragó la bilis del miedo al acercarse a la puerta cerrada.

Para alivio suyo, su perentoria llamada fue respondida por Grevard. El médico parecía más irritado que preocupado, y esto era una buena señal, se dijo nerviosamente Keridil.

— ¡Oh..., Keridil! — El médico le miró frunciendo el entre cejo—. ¡Dije a esos malditos imbéciles que no hacía falta que fuesen a buscarte!

Keridil miró hacia la cama. Era difícil distinguir la figura de la joven; parecía estar inconsciente, y una mujer de hábito blanco en la que reconoció a la Hermana Erminet Rowald la estaba cuidando auxiliada por dos sirvientes que parecían ser un estorbo más que una ayuda.

— ¿Está viva? — preguntó concisamente el Sumo Iniciado.

—¡Oh, sí!; está viva.

—¿Qué ha sucedido?

Grevard sacudió la cabeza.

— No lo sé. Creíamos haber tomado todas las precauciones posibles, pero parece que estábamos equivocados. — Señaló hacia la cama con la cabeza—. Uno de los criados la encontró yaciendo sin sentido en un rincón cuando le trajo la comida. Al principio, pensé que se había desmayado de debilidad; ya sabes que se ha negado a comer; pero cambié de opinión al ver su brazo.

—¿Su brazo?

El médico se encogió de hombros.

—Ve y míralo tú mismo.

Keridil, con semblante preocupado, se acercó a la cama y saludó brevemente con la cabeza a la Hermana Erminet. Cyllan yacía inmóvil y muy pálida, y, a primera vista, no parecía haber sufrido daño alguno; pero después vio Keridil que la manga izquierda de su vestido había sido arremangada, dejando al descubierto una horrible señal carmesí que se extendía desde la muñeca casi hasta el codo.

Miró rápidamente a Grevard por encima del hombro.

—Es una quemadura...

—Exactamente. —El médico hizo una mueca—. Y si puedes tú explicar cómo pudo tener fuego en sus manos, ¡sabes mucho más que yo!

— Es imposible. A menos que lo sacase del aire.

— Bueno, tal vez haya una teoría mejor. ¿Tiene ella algún poder mágico?

Keridil murmuró entre dientes y sacudió la cabeza.

—Lo dudo. Además, si lo tuviera, la Hermandad lo habría advertido hace años, ¿no es cierto, Hermana Erminet?

La vieja herbolaria le miró enigmáticamente.

— Naturalmente, Sumo Iniciado.

—Entonces, si no pudo quemarse ella misma ¿quién pudo... ? — La voz de Keridil se extinguió al ocurrírsele una inquietante posibilidad, Tarod. Si la muchacha había establecido de algún modo contacto con él y le había persuadido de romper el trato, él podía haber tratado de emplear su poder para matarla desde lejos, con el fin de salvarse. Y casi lo había logrado... — Giró sobre los talones—. Grevard, ¿sigue ese demonio de Tarod encerrado bajo llave?

—Desde luego —dijo sorprendido el médico.

—Y se han seguido al pie de la letra mis instrucciones de mantenerle drogado?

Ahora, Grevard pareció ofendido.

— Si sugieres que yo...

—Sumo Iniciado. —La voz de la Hermana Erminet interrumpió la irritada réplica de Grevard, y Keridil se volvió y vio que la mujer se había erguido y le estaba mirando, con los brazos en jarras, como una maestra enojada—. El Adepto Tarod yace en este momento en su celda, sin saber nada del mundo que le rodea. Le administré el narcótico con mis manos y vi cómo lo bebía.

Keridil, perplejo, hizo un ademán apaciguador.

—Discúlpame, Hermana; no quise acusar a nadie de negligencia. Discúlpame también tú, Grevard.

El médico sacudió la cabeza.

Erminet habló de nuevo.

—Desde luego, hay otra posibilidad —dijo con indiferencia. Ambos hombres la miraron y ella prosiguió—: Puede no ser una quemadura. La piedra de las paredes es tosca; si la muchacha quería realmente suicidarse, tal vez trató de frotar la muñeca en ella hasta romperse la arteria. — Sonrió, compasiva—. Desde luego, no podría lograrlo, pero ¿quién puede imaginar el razonamiento de los que están desesperados? Y si frotó con fuerza bastante, pudo producirse una señal muy parecida a una quemadura.

Grevard pareció escéptico, pero, para Keridil, la teoría de la vieja era tan verosímil como cualquier otra.

— Gracias, Hermana — dijo—. Tal vez has resuelto nuestro problema... , pero permanece la cuestión de cómo podemos evitar que vuelva a lesionarse. No puede ser vigilada constantemente, ya que no tenemos bastantes criados.

— Tal vez yo podría serte útil, Sumo Iniciado — dijo Erminet, como si acabase de ocurrírsele la idea—. Grevard me necesita poco, ahora que ya no hay casos urgentes, aunque sigue bastante atareado. Podría repartir mi tiempo entre los dos pacientes. —Sonrió ingenuamente—. Creo que podría asegurar que la joven no tendrá oportunidad de hacer más travesuras.

— No sé. — A Keridil no le entusiasmaba la idea; Sashka le había contagiado su antipatía por la severa Erminet, aunque tenía que confesar que no había encontrado ningún defecto en su trabajo—. Creo que ya hemos abusado bastante de tus buenos oficios, Hermana, al entretenerte tanto tiempo en el Castillo. Seguramente tienes cosas más vitales que hacer en vuestra Residencia.

—Nada que no pueda esperar —dijo vivamente Erminet—. Si he de serte sincera, señor, me satisface en gran manera estar en un lugar donde puedo usar mis conocimientos en vez de enseñarlos simplemente. Creo que mi ayuda es práctica

Sonrió satisfecha.

Keridil, atrapado, miró al médico.

— ¿Grevard?

Grevard y Erminet se habían compenetrado mientras trabajaban juntos, y el médico sentía respeto por la vieja.

— Si la buena Hermana está dispuesta a quedarse, confieso que le agradeceré su ayuda. Especialmente con Tarod... — Su rostro se contrajo perceptiblemente—. No me interpretes mal; comparto la opinión de todo el Círculo en lo que a él concierne. Sin embargo no es fácil enfrentarse a un hombre y prepararle para la ejecución cuando le había tenido como amigo.

El semblante de Keridil permaneció impasible, aunque las palabras del médico le habían herido en lo más hondo.

— Está bien — dijo, disimulando sus sentimientos—. Si la Hermana Erminet está dispuesta a hacerse responsable de nuestros dos prisioneros, sea como ella desea. — Hizo una reverencia a la anciana—. Gracias, Hermana. Ella bajó modestamente los ojos.

— Es un honor para mí, Sumo Iniciado.

Grevard dio unas palmadas en el hombro de Keridil.

— Y ahora puedes volver a tus tediosos negocios, interrumpidos por este pequeño drama.

Enfurecido por la situación de Cyllan, casi lo había olvidado... Una amplia sonrisa se pintó en el rostro de Keridil.

—¡Te aseguro que no tenían nada de tediosos!

— ¡Ah! — Interpretando mal aquella declaración, Grevard se echó a reír—. ¡Hubiese debido pensarlo! ¡Tienes las mejillas rojas como una puesta de sol, amigo mío! ¡Presenta mis disculpas a la dama!

Keridil levantó ambas manos.

—Grevard, ¡tu mente es como un pozo negro! —Entonces su expresión se hizo grave, aunque seguía sonriendo—. Este suceso interrumpió una celebración.., y no me importa que seáis los primeros en saber la noticia, aparte de los de su clan, ya que se hará pública mañana por la mañana. Sashka Veyyil y yo vamos a casarnos.

La Hermana Erminet alzó bruscamente la cabeza y, después, volvió a bajarla hacia su paciente con la misma rapidez. Grevard miró a Keridil con sorprendida satisfacción durante unos momentos, antes de dar un puñetazo al hombro del Sumo Iniciado, que casi le hizo caer al suelo.

—¡Conque al fin se lo has pedido! Bien hecho, Keridil, ¡bien hecho! ¡La celebración deberá ser tan grande como la de la Investidura!

Keridil enrojeció de nuevo.

—Gracias. Aprecio tus buenos deseos.

—Tendrás los buenos deseos de todo el mundo, amigo mío, puedes estar seguro de ello. Una hermosa muchacha; muy hermosa... , y una justa recompensa para los dos después de todo lo que ha sucedido. Tu padre se habría sentido feliz.

Los dos hombres se encaminaron a la puerta, sin dejar de hablar, y Erminet les observó mientras salían. Sus ojillos de pájaro eran inescrutables, pero la comisura de sus labios se torció en una expresión ligeramente despectiva.

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