Cuando Cyllan empezó a sudar y agitarse en su delirio, y a gritar un nombre que parecía extraño, la Hermana Erminet hizo salir de la habitación a la criada que le habían enviado para ayudarla, tranquilizándola con la seguridad de que aquello era corriente en casos semejantes y que podía resolverlo perfectamente. Una vez a solas con su paciente, se volvió a su colección de hierbas y preparó un brebaje mientras escuchaba atentamente las temerosas divagaciones de la muchacha medio consciente.
Yandros... Había oído este nombre en alguna parte y recordó que guardaba relación con el Adepto condenado. Y esto confirmaba sus sospechas concernientes a otro descubrimiento aparentemente insignificante que había hecho en esta habitación.
Un cuenco de frutas que habían sido abiertas y machacadas sin motivo aparente, y los huesos de las frutas desparramados de cualquier manera en el suelo. Sabía que la lectura de piedras era una forma de geomancia peculiar del Este, por lo que parecía que la joven había estado jugando con fuego y se había quemado, en el sentido literal de la palabra.
El parloteo de Cyllan había degenerado ahora en murmullos incoherentes y, cuando Erminet la miró de nuevo, sus párpados se agitaban espasmódicamente. Estaba recobrando el conocimiento. La anciana llevó a la cama el brebaje que había preparado, se sentó y levantó la cabeza a Cyllan.
—Toma. Bebe esto; relajará tus músculos y calmará tu mente. — Arrimó la copa a los labios de la muchacha y observó, con satisfacción, cómo tragaba un buen sorbo—. Así... ¡Oh, que Aeoris nos ampare, niña! ¡Mira cómo lo estás ensuciando todo!
La bebida había producido náuseas a Cyllan, pero la reprimenda involuntariamente viva de Erminet pareció abrir un claro en su nublada mente. Rechazó débilmente la copa y después abrió los ojos con dificultad.
Se miraron las dos; Erminet, curiosa; Cyllan, hostil y cautelosa. Había tenido sueños monstruosos, en los que aparecían una y otra vez la cara friamente sarcástica de Yandros, y la impresión de encontrarse frente a una Hermana de Aeoris al despertar la espantaba.
—Bueno, ¿vas a quedarte mirándome como si fuese el fantasma de tu abuela? —le preguntó Erminet—. ¿O tienes algo que decirme?
Cyllan se echó atrás, pero su mirada no se apartó de la cara de la
vieja.
— ¿Quién eres? — preguntó con voz ronca.
— La Hermana Erminet Rowald. Veo que no os enseñan buenos modales en el Este —replicó agriamente Erminet.
Cyllan frunció el entrecejo.
—Yo no te pedí que me cuidases.
— Cierto; pero alguien lo hizo y por esto estoy aquí, tanto si te gusta como si no. — Le alargó la copa—. Termina tu bebida.
—No... Estás tratando de drogarme.
Es tan obstinada como Tarod, pensó Erminet, y suspiró.
—No es más que un sencillo reconstituyente. Te lo demostraré. De todos modos, ¡yo lo necesito más que tú!
—Bebió la mitad de lo que quedaba en la copa y se la ofreció una vez más—. ¿Estás ahora satisfecha?
Cyllan, vacilando, tomó la copa de sus manos y apuró el brebaje. Sabía bastante bien; a vino con especias y un poco de miel y otros sabores más sutiles, y su estómago lo agradeció. Mientras tanto, Erminet se había levantado y cruzado la habitación con movimientos aparentemente casuales, y tocaba con el pie algo que había en el suelo. Cyllan la miró... y sintió que se encogían sus pulmones.
—La antigua geomancia del Este —dijo Erminet a media voz—. Creía que esta técnica casi no se empleaba ya. —Y al no responder Cyllan, sonrió—. ¿Eres una vidente, eh?
—¡No!
La negativa era demasiado vehemente, y Erminet vio miedo en los ojos de Cyllan.
— Es inútil negar lo evidente, muchacha, cuando tu astucia no alcanza a disimular la evidencia. —Bruscamente, y para sorpresa de Cyllan, su tono se suavizó—. Alégrate de que, hasta ahora, yo soy la única que ha adivinado tu secreto. Todos los demás creen que eres bastante inofensiva, a pesar de las protestas de ese mal criado hijo de Margrave.
—¿Drachea?
El nombre salió involuntariamente de los labios de Cyllan, cuya hostilidad se había mitigado por la perplejidad y una curiosidad creciente.
— ¿Se llama así? Sí, el arrogante rapaz está todavía aquí, y sin duda su orgulloso padre y toda la carnada vendrán pronto del Sur para disfrutar del reflejo de su gloria.
La voz de Erminet era agria y esto aumentó la confusión de Cyllan. ¿Unas palabras tan duras, en boca de una Hermana de Aeoris? No lo entendía...
De pronto, Erminet se acercó de nuevo a la cama y se quedó plantada, mirando a Cyllan.
—¿Quién es Yandros?
El cambio de táctica pilló a Cyllan por sorpresa, tal como había pretendido la Hermana, y no tuvo tiempo de disimular su dolor. Tragó saliva.
—Jamás oí ese nombre.
—¿Ah, no? ¿Tan desconocido te es que lo has pronunciado nada menos que dos veces en tu delirio? — La anciana se acercó más—. Hablaste bastante mientras dormías, niña. Si yo fuese recelosa, juraría que era una letanía destinada a evocar algo que es mejor dejar tranquilo.
Oh sí; la flecha había dado en el blanco: el terror y la culpa se pintaron en los ojos de Cyllan antes de que pudiese ocultarlo. Después, su peculiar mirada ambarina se endureció.
—¿Y si lo fuese, Hermana? —replicó furiosamente—. ¿Ves una legión de demonios alineados alrededor de las paredes de esta habitación? ¿Ves un ejército sobrenatural forzando las puertas del Castillo para rescatarme? Sea lo que fuere lo que pude haber intentado, ¡fracasé!
Estaba mintiendo; Erminet lo sabía con tanta seguridad como que el sol amanecería mañana.
— ¿De veras? — dijo suavemente—. ¿O cuenta la herida de tu brazo solamente la mitad de la historia?
Cyllan frunció el entrecejo y miró después rápidamente su muñeca izquierda. La mancha lívida había sido tratada con un ungüento, pero la irritación no había menguado. Dobló los dedos y recordó los ojos sabios e inhumanos de Yandros al inclinarse para tocar su muñeca con los labios. La excitación y un miedo morboso hicieron presa en ella... Conque era real; había ocurrido de veras... El Caos había contestado a su llamada...
Encogió el brazo poco a poco, como para proteger la señal que le había inflingido el Señor del Caos del escrutinio de la Hermana Erminet. Una extraña sonrisa, no del todo racional, deformó su boca.
—Sea cual fuere la historia que cuente —murmuró—, no podréis cambiarla. Ni tú, ni Keridil Toln; nadie. Es demasiado tarde.
Erminet se sintió inquieta y empezó a preguntarse si, en su determinación de cuidar de que se hiciese justicia, no habría cometido un grave error. Ahora no dudaba de que Tarod no se había equivocado al depositar su confianza en Cyllan. Haría cualquier cosa por salvarle, sin reparar en las consecuencias que tendría para ella y para todos los demás, y una devoción tan exclusiva podía ser letal. Decían que Tarod era del Caos, acusación que él había negado. Si era verdad, se deducía de ello que podía tener aliados que también debían su existencia al mismo mal; aliados a los que podía llamar en un momento de apuro...
Miró de nuevo a Cyllan y se dijo que la idea era insensata. El Caos había muerto; si Aeoris hubiese fallado en su empeño, nunca habría sido creada la Hermandad para conservar la fe en el recuerdo de aquella titánica victoria. Y la muchacha no era una hechicera. Había visto que tenía talento, pero nada más. Era el amor lo que la impulsaba, y la Hermana Erminet comprendía demasiado bien esta motivación.
Y así, había decidido entre el deber y la conciencia. Por muy rigorista que fuese, Erminet tenía un peculiar código de honor personal, y con independencia de los que pudiesen imponer el Sumo Iniciado y su propia Hermandad, había dado su palabra, al menos, en una cuestión...
Aguantó una vez más la mirada irritada de Cyllan y dijo sin preámbulos:
—Tengo un mensaje para ti.
La muchacha perdió algo de su aire de desafío, pero no hizo la pregunta que acechaba en el fondo de sus ojos.
Erminet se pasó la lengua por los labios.
— Dijo que recordases tu primera visita a la torre.. , y que él no tomó nada que no quisieras darle.
Sabía que habría una reacción, pero no de esta naturaleza. Cyllan se quedó petrificada, abrió la boca como para hablar, pero jadeó y estalló en sollozos de angustia, tapándose la cara con ambas manos y llorando como si se le partiese el alma.
—¡Niña! —Aquel dolor hizo que Erminet olvidase su estudiada acritud, y rodeara los hombros de Cyllan con los brazos—. ¡No llores, niña!
Cyllan trató de empujarla, al sentirse acometida por una oleada de miedo y de dolor y de desesperado anhelo. Había tratado de dominar sus emociones lo mejor posible, sabiendo que eran la forma más cruel de atormentarse ella misma; pero las palabras de Tarod, tan ingenuamente transmitidas por la anciana, habían resucitado toda la amargura de los recuerdos que, ahora, eran todo lo que le quedaba de él. Y su sentimiento, luchando por desfogarse, sólo pudo expresarse en dos fútiles, inútiles y entrecortadas palabras.
— ¡Oh, dioses...!
Erminet se maldijo por no haberse parado a pensar en el efecto que podía producir en Cyllan el mensaje de su amante. Un secreto compartido, una broma que sólo ellos dos podían comprender... No era de extrañar que la muchacha llorase, dadas las terribles circunstancias en que había sido entregado el mensaje. Tuvo ganas de llorar con ella.
— ¡Escúchame, Cyllan! — Los dedos que apretaban los hombros de Cyllan eran rudos, pero Erminet no conocía otra manera de sacarla de su profunda aflicción—. ¡Tienes que es cucharme!
Cyllan respiró profundamente y con fuerza. Se apartó las manos de la cara, y miró con odio a Erminet.
— ¿Por qué tendría que escucharte? — replicó furiosamente—. ¡Eres igual que todos ellos! Tarod no te ha hecho ningún daño, pero les apoyarás y asentirás prudentemente con la cabeza cuando le lleven al Salón de Mármol para matarle, ¿no? —Estaba temblando de los pies a la cabeza, al borde de un ataque de histeria—. Y mientras tanto me tenéis aquí encerrada, y yo le amo, y no puedo hacer nada para poner fin a esta locura, ¡y Tarod va a morir!
Erminet, terriblemente conmovida por ese arrebato, la miró fijamente y dijo:
—No, si yo puedo impedirlo.
Cyllan tardó un momento en captar estas palabras, pero después se quedó como paralizada.
—¿Qué...?
— Ya me has oído.
Que Aeoris me valga, pensó, ¿qué he dicho? Había hablado impulsivamente, respondiendo a la desesperación de la joven y a un turbador y creciente sentido de injusticia en su propia mente. Cuando había salido de la celda de Tarod, se había sentido irritada, en parte consigo misma y en parte con él, por resignarse de un modo tan pasivo a la muerte, pero sobre todo contra la cadena incontrolable de circunstancias que habían llevado a la condena de una vida joven y de importancia vital. Ahora comprendía el razonamiento de Tarod y les compadecía a los dos. Vieja tonta romántica como era, quería ayudarles, y ese impulso quijotesco había hecho que se fuese de la lengua. Pero no quería, no podía, faltar a su palabra.
Hizo ademán de retirarse, pero Cyllan alargó una mano y la asió de la muñeca. Detrás de su expresión paralizada por la emoción, la mente de Cyllan se debatía en un torbellino de pasmado asombro, incredulidad y esperanza. La extraña anciana le había traído un mensaje que sólo podía ser de los propios labios de Tarod, y esto significaba que Tarod confiaba en ella. La Hermana Erminet no quería que muriese... y Yandros había dicho que la ayuda vendría de dentro del Castillo, y que, cuando llegase, ella la reconocería...
— Hermana... — La voz de Cyllan estaba ronca de desesperación—. Dime, por favor: ¿puedes ayudarnos?
Erminet se levantó, retiró el brazo y se sintió de pronto insegura de sí misma.
—No lo sé...
Cyllan se retorció las manos, sin darse cuenta de lo que estaba haciendo. Casi en un murmullo, suplicó:
—Tú tienes la llave de esta habitación. Podrías dejarme salir...
— No. — Erminet suspiró profundamente—. Quiero ayudaros. Los dioses saben por qué, pero le he tomado simpatía a tu Adepto; le compadezco y también te compadezco a ti. Pero no es fácil..., debes comprenderlo. No puedo dejar simplemente que te escapes en la noche. Si llegase a saberse que yo... —vaciló—, que mis simpatías están.. , contra la corriente... , no podría defenderme. Y aprecio mi vida, aunque no me queden muchos años más de ella. — Recobró una pizca de su causticidad al sonreír—. Todavía no deseo encontrarme con Aeoris, y menos con semejante pecado en mi conciencia.
Cyllan se resignó, dominando su disgusto al reconocer que Erminet tenía razón. Además, la libertad no le bastaba. Tenía que tener la piedra del Caos para salvar a Tarod y cumplir la palabra que había dado a Yandros.
Inclinó la cabeza, asintiendo.
— Lo siento, Hermana. Pensaba..., esperaba..., pero lo comprendo. — Su expresión era intensa detrás de la cortina de sus cabellos—.
Y ahora, ¿querrás contestarme a una pregunta?
—Si puedo, sí.
—Hay una piedra... Tarod solía llevarla en un anillo y el Sumo Iniciado se la quitó cuando le capturaron por primera vez.
Erminet recordó la gema. La había visto en la mano de Tarod cuando su primer encuentro, y según rumores, contenía su alma...
— Lo sé — dijo cautelosamente.
—¿Sabes dónde está ahora?
Un fragmento de conversación, oído mientras volvía a su trabajo al regresar el Tiempo...
—Sí... —dijo Erminet.
Los ojos de Cyllan adquirieron un brillo febril.
— ¡Dímelo!
—¿Por qué es tan importante?
Cyllan vaciló; después decidió que no tenía más remedio que contar al menos parte de la verdad a Erminet. Recordó las palabras de Yandros y dijo a media voz:
—Porque debe ser devuelta a su legítimo dueño.
Si lo que se decía de la gema era verdad, ponerla en posesión de su legítimo dueño podía significar la ruina de todos. Sin alma, Tarod era bastante formidable... , pero con la piedra en su posesión sería un adversario mucho más terrible. Erminet tenía que asegurarse de lo que estaba haciendo. Fuera o no fuese del Caos, el Adepto de negros cabellos era un hombre de honor. Si daba su palabra de no causar ningún daño al Castillo, ella confiaría en su promesa. Pero no en la muchacha; ésta emplearía la piedra contra cualquiera, amigo o enemigo, que tratase de frustrar sus propósitos. Y por muy justos que fuesen sus motivos, Erminet no podía arriesgarse. En voz alta, respondió:
—No. No te lo diré, Cyllan; todavía no. —Y como la muchacha empezase a protestar, levantó una mano con firmeza—. He dicho no. No confío en ti, niña. Y no pretendo poner mi cabeza sobre el tajo de ejecución en tu honor. — Se volvió y empezó a recoger sus filtros—. Pero volveré a ver a tu Tarod y hablaré con él. Sí —giró en redondo, apuntándola con un dedo amonestador— y solamente si me da su palabra de que el Castillo no sufrirá ningún daño por la ayuda que pueda prestarte, reconsideraré lo que me has pedido. —Dirigió a Cyllan una triste pero simpática sonrisa—. Es cuanto puedo hacer.
Era muy poco... y sin embargo podía ser bastante. Cyllan miró a Erminet y la esperanza centelleó en sus extraños ojos ambarinos.
La vieja sonrió irónicamente.
— Mientras tanto, ¿quieres que le diga algo de tu parte? Si he sido mensajera una vez, puedo serlo otra. Además, él es tan suspicaz como tú; si no le llevo alguna respuesta tuya, me acusará de no haberte dado su mensaje, y no quisiera exponerme a su mal genio.
Cyllan, a pesar suyo, hubo de corresponder a su sonrisa.
—Sí... Dile que la herida sanó rápidamente.
—«La herida sanó rápidamente.» —Erminet repitió las palabras para grabarlas en su memoria y después dirigió a Cyllan una mirada de mujer chapada a la antigua—. ¡Otro acertijo misterioso! No es de extrañar que os avengáis tanto; a los dos os gusta la intriga. Y no es que me importe el significado que puedan tener vuestras bromas... — Su expresión se suavizó—. No temas, muchacha. Se lo diré.
Cyllan asintió con la cabeza y la expresión de su semblante se clavó en el corazón de Erminet.
— Gracias, Hermana — murmuró en tono casi inaudible.
El ave de color castaño claro miró a un lado y a otro, posada en el brazo del halconero, observando a su público con lo que parecía desdén en sus ojos como abalorios. El halconero, natural de la provincia Vacía, moreno y de nariz aguileña, inclinó la cabeza y murmuró al oído del ave; ésta respondió con un chillido, extendió las alas y las plegó de nuevo.
El halconero miró al Sumo Iniciado y sonrió débilmente.
— Si tu mensaje está listo, señor...
Keridil se destacó del grupo que se había reunido en el patio del Castillo. Llevaba en una mano una hoja de pergamino dispuesta en un pequeño y apretado rollo. El halconero lo tomó y, con hábiles dedos, los sujetó a una correa que pendía de una de las patas del ave, haciendo caso omiso de los intentos de ésta de picarle la mano. Su sonrisa se convirtió en mueca lobuna.
—Ahora veremos si ha aprendido bien la lección.
Murmuró de nuevo al ave y la criatura volvió a chillar, como lanzando un desafío a algún enemigo invisible. Esta vez extendió del todo las alas y unos cuantos espectadores se quedaron boquiabiertos al ver su envergadura. El halconero levantó el brazo; el ave, saltó, batió el aire con sus grandes alas y se quedó planeando durante unos m> mentos a diez pies por encima de la cabeza del hombre. Después, con una rapidez que provocó más exclamaciones de asombro, se elevó como una flecha en el cielo claro y frío hasta que no fue más que una mota oscura en la bóveda azul. Planeó de nuevo y después voló hacia las montañas del Sur, perdiéndose en pocos segundos más allá de la alta muralla del Castillo.
Los espectadores aplaudieron espontáneamente y Keridil estrechó la mano enguantada del halconero.
—Un comienzo de buen augurio, Faramor.
La cara morena del norteño no estaba hecha para expresar satisfacción, y la sonrisa con que respondió manifestaba cierto embarazo.
—Su vuelo va a ser muy largo, Sumo Iniciado. Pero si todo marcha bien, la contestación debería llegar mañana cuando se ponga el sol.
Pestañeó cuando la alta joven de cabellos castaños que había estado al lado de Keridil durante la pequeña ceremonia se adelantó y le dirigió una sonrisa deslumbradora aunque débilmente condescendiente.
— Y entonces — dijo—, todo el mundo se habrá enterado de la buena noticia. — Enlazó un brazo en el de Keridil con posesivo ademán—. ¿Verdad que sí, amor mío?
Keridil cubrió su mano con los dedos y la apretó.
—Cierto. Te damos las gracias, Faramor.
Cuando se alejaron, el halconero se vio asediado por los curiosos, la mayoría de ellos jóvenes Iniciados, advirtió Keridil, divertido. Presumiendo que este primer experimento tuviese éxito, pensó, Faramor y los de su oficio no carecerían de aprendices ansiosos de practicar el nuevo arte.
La idea de emplear aves como mensajeras era algo que el Sumo Iniciado sabía que podía ser muy útil al Círculo. Halconeros de la provincia Vacía habían estado practicando durante la vida de su padre, tratando de adiestrar a las feroces aves que se empleaban normalmente para la caza; pero habían necesitado años y mucha paciencia para poder lograr este primer éxito manifiesto. Ahora el ave de Faramor volaba hacia Chaun, donde, al menos en teoría, otro halconero la recibiría y enviaría su propio halcón al Castillo con un acuse de recibo del mensaje de Keridil. Desde Chaun, enviaría también otras aves adiestradas a otras provincias, para difundir la noticia traída por el halcón de Faramor. Y si todo ocurría según al plan previsto, el anuncio del noviazgo del Sumo Iniciado con Sashka Veyyil sería conocido en todo el país en pocos días y no en las semanas que habrían necesitado los más veloces jinetes, relevándose.
Keridil había elegido este medio de anunciar la noticia principalmente para complacer a Sashka, pero también, prácticamente, porque nada malo podía suceder si el experimento fracasaba. Pero tenía grandes esperanzas, pues, aunque mucho dependía de la habilidad de las aves, pocos fallos más podía haber. Los halcones no tenían predadores naturales y volaban a una altura muy lejos del alcance de cualquier arquero irresponsable. Si la fe de Faramor en la idea resultaba acertada, significaría un cambio inimaginable en las comunicaciones a larga distancia para toda clase de personas. El Círculo podía hacerlo con sus propios Iniciados en partes del mundo muy lejanas; las residencias de la Hermandad podrían establecer contacto entre ellas; los Margraves que necesitasen ayuda o consejo no tendrían que sufrir los inconvenientes y a veces lo peligros de la espera... Las posibilidades eran más que impresionantes; eran asombrosas.
Era una innovación, y una innovación muy necesaria. Después de la muerte de su padre Jehrek, Keridil se había prometido que introduciría cambios en la Península de la Estrella. El Círculo llevaba demasiado tiempo estancado, perdiendo contacto con las realidades del mundo más allá de las murallas del Castillo, y se había convertido en poco más que un defensor nominal de las leyes de los dioses, con un papel cada vez menos activo en los negocios del mundo. Se habían convertido en mascarones de proa, y el peligro de éstos era que podían verse fácilmente reducidos a un papel anacrónico. Ya era hora de detener esta tendencia cuesta abajo antes de que fuese demasiado tarde...
Y de pronto Keridil se sintió mareado al recordar dónde había oído antes estas palabras.
«¡No tienes una buena razón para existir!» Podía oír mental mente la voz argentina con sus ribetes de destructora malevolencia, ver la cara cruelmente inhumana de ojos siempre cambiantes... Yandros, el Señor del Caos, que se había plantado entre las arruinadas estatuas del Salón de Mármol y había sonreído con compasivo desdén cuando Keridil trató de atarle con la Séptima Exortación y Destierro, el más poderoso rito del Círculo contra los demonios recalcitrantes. Igual habría podido tratar de volcar el Castillo con las manos..., y sin embargo, recordaba, estremecido, el enorme poder que había conjurado Tarod tan fácilmente; lo suficiente para enviar al Señor del Caos por donde había venido...
—Keridil —dijo Sashka mirándole y frunciendo el entrecejo—, ¿te encuentras mal?
El se había detenido y estaba sudando copiosamente. Aquellos recuerdos... siempre parecían acecharle cuando menos lo esperaba o quería. Ahora se suponía que debía estar alegre...
Suspiró profundamente.
—Estoy bien, amor mío. Tal vez un poco resfriado.
—Deberías cuidarte mejor. —Sashka, que estaba envuelta en un abrigo forrado de piel sobre su traje de brocado, contempló el cielo claro y frío—. Todavía no estamos en verano y ni siquiera te has puesto una capa.
Él se echó a reír, agradeciéndole que disipase las nubes que había en el fondo de su mente.
— ¡Todavía no eres mi esposa!
— Lo soy, menos de nombre. —Su sonrisa era débilmente lasciva—. Y conozco algunas maneras muy agradables de darte calor...
Frayn Veyyil Saravin y su remilgada y delgada esposa cruzaban el patio para venir a su encuentro, y Keridil apretó la mano de Sashka en señal de advertencia.
— ¡Silencio!, ¿quieres que tus padres nos oigan?
Sashka sonrió enigmáticamente.
— ¡No hay mayor sordo que el que no quiere oír!
Siguieron andando y el grupo empezó a dispersarse.
La fiesta para celebrar el noviazgo del Sumo Iniciado sería un acontecimiento provisional, un preludio de las grandes festividades que tendrían lugar en ocasión de la boda. Sashka quería casarse lo más pronto posible, pero, por una vez, Keridil se había negado a complacerla, y ella al fin había cedido, sabiendo cuándo tenía que mostrarse discreta.
Keridil no le había confiado la razón del aplazamiento, pero era lo bastante poderosa para dejar a un lado todas las demás consideraciones. Casarse con Sashka enseguida era lo que más deseaba en el mundo; pero, si lo hacía, le perseguiría el espectro de Tarod, y le costaría mucho quitárselo de delante. Aunque su conciencia estaba tranquila en lo referente a su amigo de antaño, Keridil tenía todavía pesadillas ocasionales, y la idea de llevar adelante su boda en vida de Tarod era algo que no podía soportar. Había que preparar el rito de la muerte, el mismo rito espantoso que había fracasado una vez, y como Sumo Iniciado que era, no podía librarse de la carga de realizarlo personalmente. Sería imposible preparar satisfactoriamente su propia boda, con la perspectiva que pesaba todavía sobre él... , sobre todo considerando el pasado compromiso de Tarod con Sashka. En cambio, cuando Tarod hubiese muerto al fin, se desvanecería el mal sabor de boca y podría contemplar el futuro sin estorbos. No era un sentimiento de culpabilidad lo que le motivaba, se decía una y otra vez Keridil; era simplemente una cuestión de sentido común.
Y a pesar de la sombra de la ejecución pendiente, estaba resuelto a disfrutar de la fiesta de su noviazgo. Dentro de dos días, se celebraría un banquete en el Castillo, y en él se ría ratificado oficialmente el anuncio de la boda por el Consejo de Adeptos. Sashka había enviado un jinete veloz a su casa de Han, a buscar ropa y joyas adecuadas para la ocasión, y Keridil le ofrecería el anillo de oro con tres grandes esmeraldas que, desde hacía siglos, había sido llevado por la consorte del Sumo Iniciado... Desde que su madre había muerto al darle a luz, el anillo había estado guardado en su estuche de madera tallada, junto con otras pertenencias de su padre, y la idea de que, después de tantos años, lo luciría una consorte, había entusiasmado al Círculo y, en particular, al Consejo.
Desde luego, habría una buena dosis de disgusto mezclada con las felicitaciones de determinados sectores. Desde que había alcanzado la adolescencia, Keridil había sido foco de atención de todos los clanes importantes que tenían una hija casadera, y recientemente había estado a punto (contra su voluntad) de prometerse con la bonita pero necia Inista Jair, de una rica e influyente familia de la provincia de Chaun. Jehrek Banamen Toln había aprobado el noviazgo y Keridil lo había temido; si Sashka no se hubiese puesto a su alcance, probablemente se habría casado con Inista a falta de una alternativa mejor y porque Jehrek lo había deseado.
Pero sabía que su padre habría aprobado a Sashka. Por muy conveniente que fuera Inista Jair como hija heredera, Sashka tenía la educación y la fuerza de carácter más adecuadas para una posición encumbrada. Su belleza, su refinamiento y su inteligencia prometían conquistarle muchos amigos. Ningún clan podría sentirse ofendido por el hecho de que su propia candidata hubiese sido relegada en favor de otra de menos categoría.
Los padres de Sashka se habían reunido ahora con ella y, al llegar a la puerta principal, Keridil se excusó y dejó que los otros entrasen en el Castillo mientras él, pasando por la columnata, se dirigía a la biblioteca y al Salón de Mármol. Al acercarse a la puerta que conducía al sótano, se detuvo para dejar salir a tres servidores cargados con sendos y pesados sacos. La escalera estaba llena de polvo en el que podían verse huellas de innumerables pisadas, y Keridil observó los abultados sacos antes de preguntar al primero de los tres hombres.
—¿Cómo va el trabajo?
El hombre, sudoroso, se irguió y se llevó respetuosamente un dedo a la frente.
—Muy bien, señor. Tal vez estará terminado dentro de tres o cuatro días.
Gracias sean dadas a Aeoris, pensó Keridil. Asintió con la cabeza, sonrió y bajó la escalera. Unos cuantos días más y las siete estatuas negras que habían estado en el Salón de Mármol durante toda la historia del Círculo habrían dejado de existir... Se le helaba la sangre al pensar en esto, pues, siglo tras siglo, los Iniciados habían creído que las siete gigantescas figuras representaban a Aeoris y sus seis herma nos-dioses, mutilados hasta dejarlos irreconocibles por la antigua raza al pasarse del Orden al Caos. Esta creencia habría continuado si Yandros no hubiese revelado, con descuidada malicia, que las veneradas imágenes eran en realidad las de los siete tenebrosos adversarios de Aeoris y sus parientes; los antiguos y siniestros dioses del Caos, esculpidos por sus corrompidos siervos antes de que las fuerzas del Orden los condenasen al olvido. Keridil había ordenado la destrucción de las estatuas y, desde hacía dos días, un gran número de altos Adeptos del Círculo — los únicos que, según la antigua tradición, podían poner los pies más allá de la puerta de plata— habían estado trabajando para destruir las enormes figuras, reduciéndolas a cascotes que sacaban del Castillo y arrojaban al mar desde el borde del promontorio. Cuando hubiesen terminado la tarea, habría que practicar una serie de complicados rituales para purificar y consagrar de nuevo el Salón de Mármol, borrando de él todo rastro del Caos.
Al acercarse a la biblioteca, Keridil pensó amargamente que el legado que había dejado Tarod al Círculo tardaría mucho más en morir que su causante. Los recientes acontecimientos habían enseñado a los Adeptos que los siglos no habían reducido la necesidad de estar constantemente alerta contra las fuerzas de las tinieblas, y había sido una dura lección. La paz que reinaba ahora en el Castillo no era más que una simple apariencia; el peligro y la agitación acechaban todavía debajo de la superficie y seguirían inquietándoles hasta que tanto Tarod como la piedra hubiesen sido finalmente destruidos.
Entró en la biblioteca del sótano, sumido en turbadores pensamientos. Unos pocos Iniciados estaban sentados en rincones aislados, estudiando libros o manuscritos, y ruidos apagados llegaban desde el lejano Salón de Mármol donde los Adeptos realizaban su trabajo. Keridil se dirigió a la puerta baja del hueco de la pared y se sobresaltó al sentir que alguien le tiraba de la manga.
—Sumo Iniciado...
Drachea estaba de pie a su lado y Keridil trató de disimular su irritación al contemplar al joven. Por mucho que agradeciese a Drachea el servicio que había prestado, y era innegable que sin él los moradores del Castillo estarían todavía languideciendo en el limbo, no podía evitar un creciente sentimiento de antipatía por él. Drachea había empezado a abusar de la posición en que se hallaba; andaba siempre detrás de Keridil, acosándole con preguntas referentes a sus planes para con Tarod y Cyllan, y aprovechaba la menor oportunidad para dar su opinión sobre lo que debía hacerse con ellos. Hacía solamente un par de días que Keridil había estado a punto de perder los estribos cuando el heredero del Margrave había insistido en que también Cyllan tenía que ser ejecutada en cuanto hubiese muerto Tarod, arguyendo que una promesa hecha a un demonio no tenía validez y que el Sumo Iniciado tenía derecho a romperla por mor de la seguridad de todos. Keridil, consciente de que lo que quería Drachea era vengarse de la muchacha, le había reprendido severamente por su temeridad al discutir el juicio del Sumo Iniciado, y el joven se había retirado enfurruñado a su habitación.
Pero ahora pareció que Drachea había olvidado la reprimenda, y
dijo:
—Sumo Iniciado, me pregunto si podrías concederme unos pocos minutos de tu tiempo.
Keridil suspiró.
— Lo siento, Drachea, estoy muy ocupado.
—No será más que un momento, señor, te lo aseguro. Necesito hablar contigo, antes de que mi padre llegue de la provincia de Shu, sobre un asunto crucial para mi futuro.
Iba a mostrarse insistente... Keridil se resignó y esperó a que continuase. Cruzando las manos detrás de la espalda, dijo Drachea:
— Como sabes, señor, soy el hijo mayor de mi padre y, por consiguiente, estoy destinado a convertirme algún día en Margrave de Shu. Sin embargo, aunque comprendo perfectamente mi posición y mi deber, hace algunos años que pienso que mi aptitud me impulsa a seguir otro camino.
Keridil se acarició la barbilla.
— Nuestro deber no siempre coincide con nuestros deseos, Drachea. Yo mismo preferiría no tener que sobrellevar algunas de las responsabilidades de mi cargo, pero...
— ¡Oh, no! No se trata de responsabilidades — le interrumpió Drachea—. Como he dicho, es una cuestión de aptitud. Estoy seguro de que podría gobernar el Margraviato sin dificultad; pero creo que si lo hiciese... — vaciló y después sonrió esperanzado— tal vez malgastaría unas facultades que podrían ser mejor empleadas.
Keridil le miró.
— Desde luego, tú conoces tus aptitudes mejor que yo. No sé cómo podría ayudarte.
— ¡Oh, si que podrías, Sumo Iniciado! En realidad, eres el único que tiene autoridad para evaluar mi petición. —El joven adoptó una actitud formal—. Deseo preguntarte, señor, si podrías considerarme como candidato al Círculo.
Keridil le miró fijamente, asombrado, y entonces se dio cuenta de que había sido un estúpido al no haber previsto esto. De pronto quedaba explicada la terca insistencia de Drachea... y también su afán de plantear el caso antes de la llegada de su padre, Gant Ambaril Rannak. Keridil presumió que al Margrave no le complacería en absoluto enterarse de las ambiciones de su hijo, y la idea de Drachea aspirando a ser Iniciado del Círculo parecía bastante rebuscada. Aunque el análisis psíquico no era su fuerte, Keridil era un juez de carácter lo bastante avisado para saber que el joven tenía muy pocas probabilidades de aprobar las pruebas más sencillas de las muchas necesarias para ingresar en el Círculo. Los motivos de Drachea debían tener más que ver con su propio engreimiento que con el deseo de servir a los dioses, y Keridil sospechaba también que su mente no era lo bastante estable para mostrar la rigurosa aplicación necesaria para convertirse en Iniciado. Parecía creer que su posición era suficiente para ser admitido, y sería una dura tarea explicarle la razón de que no fuese así.
Keridil no podía dedicarse a ello en su estado de ánimo actual; ocupaban su mente cosas más importantes que la presunción de un joven arrogante, y no sería perjudicial para Drachea tenerle en suspenso. En voz alta, dijo:
— No puedo contestarte ahora a esto, Drachea. Como tú mismo has reconocido, tienes responsabilidades y, naturalmente, habría que consultar a tu padre. —Sonrió—. Yo faltaría a mi propio deber si interfiriese en sus planes para contigo, sin pedirle siquiera permiso. Y tratándose de un joven de tu posición, deberías pensarlo mucho antes de realizar el cambio.
— ¡He pensado mucho en ello, señor! En realidad, casi no he pensado en otra cosa desde que era niño.
—Sin embargo, debes dominar tu impaciencia. —Consciente de que tenía que ofrecerle alguna esperanza, por muy pequeña que fuese, si no quería que le hiciese la vida intolerable, Keridil añadió—: Cuando llegue tu padre discutiré el asunto con él. Estoy seguro de que accederá a que seas al menos interrogado por el Consejo de Adeptos.
Drachea se sonrojó de satisfacción.
— ¡Gracias, Sumo Iniciado!
Keridil inclinó la cabeza.
— Y ahora, si me disculpas...
Se dirigió a la puerta, pero Drachea le siguió.
— ¿Podría acompañarte al Salón de Mármol? —preguntó ansiosamente—. ¡Me encantaría presenciar la destrucción de esos monstruosos ídolos!
El semblante del Sumo Iniciado se endureció.
—Lo siento, pero no es posible. El Salón de Mármol está cerrado para todos, salvo para los Altos Adeptos.
— Pero... — Drachea pareció ofendido—. No creo que esta regla sea aplicable a mi caso, señor. En fin de cuentas, fue en el Salón de Mármol donde te ayudé a...
Esto era demasiado para Keridil. Comprendiendo que iba a perder su autodominio, dijo vivamente:
— Una de las primeras lecciones que aprende un candidato al Círculo, Drachea, es no discutir las órdenes del Sumo Iniciado. — Asintió brevemente con la cabeza—. Hablaré con tu padre, según te he prometido, pero no puedo hacerte más favores. Buenos días.
Se dirigió a la puerta, y Drachea se le quedó mirando con una mezcla de pesar e indignación en su semblante.