CAPÍTULO 1

— Te digo que no encontrarás mejores productos alimentarios en Shu, y ni siquiera en Perspectiva o en Han. —El vendedor puso un puñado de raíces rosadas y purpúreas ante las narices de la compradora y las sacudió casi amenazadoramente —. Y tengo muchas cosas mejores que hacer en el mercado que perder el tiempo con una moza forastera que probablemente no tiene un gravín en el bolsillo. Así que, decídete pronto, ¡si no quieres que azuce a mi perro contra ti!

El sarnoso perro híbrido, torpemente tumbado debajo del desvencijado tenderete miró hoscamente a su dueño, y la muchacha a quien se había dirigido el vendedor le miró a su vez, fría e impávida. Tenía ya demasiada experiencia en el regateo para prestar atención a las amenazas y a los insultos; había juzgado la calidad de las frutas y verduras en venta y tomado su propia decisión sobre su precio. Metió una mano sucia en la bolsa colgada de su cinto y sacó una gastada moneda de cobre.

—He dicho un cuarto, y no daré más. Lo tomas o lo dejas.

Por un instante, el hombre la miró airadamente, resentido por sus modales, por el hecho de que ella no se dejase intimidar y, sobre todo, por la ignominia de tener que regatear con una mujer... y una mujer de baja estofa. Pero era evidente que ella no iba a ceder, y una venta era una venta... En invierno, el negocio era flojo, en el mejor de los casos.

Agarró bruscamente la moneda y arrojó las raíces en la bolsa de cáñamo que ella le tendía.

— Y la fruta — dijo la muchacha.

El hombre añadió de mala gana seis peras arrugadas a las verduras y después escupió en el suelo, a los pies de ella.

— ¡Toma! ¡Y que los gatos se coman tu cadáver!

Rápida pero reflexivamente, la muchacha hizo delante de su propia cara una señal que tenía por objeto frustrar las maldiciones y prevenir contra el mal de ojo y, por un momento, la mirada de sus extraños ojos ambarinos hizo que el vendedor se sintiese claramente inquieto. Algo en ella le había irritado; a juzgar por su acento, era de la costa del Este, y los de aquella región no tenían fama de hechiceros... ,

pero, al hacer ella aquella señal, había sentido como si el veneno de sus propias palabras se volviese palpablemente contra él.

¡Maldita mujer! No era más que una campesina vestida con ropa vieja de hombre... , pero él tenía su moneda en el bolsillo y esto era lo que contaba. Sin embargo, la miró disimuladamente mientras se alejaba y su inquietud no se desvaneció hasta que se hubo mezclado con la muchedumbre y perdido de vista.

Cyllan Anassan se tragó su cólera mientras cruzaba la plaza del mercado para volver al puesto de su tío, al margen de los grupos de tenderetes. Ahora hubiese debido estar ya acostumbrada a la actitud de aquellos hombres, sobre todo aquí, en el más próspero Sur; esperaban que una muchacha de su edad y de humilde condición fuese tonta en el mejor de los casos, y cuando no conseguían engañarla con la hez de su productos a precios exagerados, recurrían al insulto. Desde luego, Shu-Nhadek, capital de la provincia de Shu, era mejor que muchas ciudades que había visitado, pero el trato arrogante que le había dado el vendedor todavía le escocía. Y después de toda la discusión, se había marchado de allí con unos productos de mala calidad que tardarían el doble de lo normal en cocerse, para ser comestibles.

Le habría gustado detenerse en la parte mejor del mercado y elegir entre las suculentas verduras que allí se vendían (y, según se confesó, tener la secreta satisfacción de mezclarse con la flor y nata de los clanes que honraban con su visita aquellos tenderetes), pero desistió de ello al imaginar la cólera de su tío ante tanta prodigalidad. Si estaba sereno, sentiría Cyllan la hebilla de su cinturón marcándole la espalda; si estaba borracho, la perseguiría probablemente a patadas desde un extremo al otro de la plaza.

Inconscientemente espoleada por esta idea, aceleró el paso, murmurando una disculpa al tropezar con un grupo de mujeres elegantemente vestidas que chismorreaban junto a un puesto de golosinas y vino, y tratando de apresurarse entre la multitud. Pero ahora que había dejado atrás la parte más barata y menos concurrida del mercado, darse prisa era imposible; había allí demasiada gente. Pero la tentación de holgazanear era irresistible; ésta era su primera visita a Shu-Nhadek y había tantas cosas que ver y que comprar... A su alrededor, la enorme plaza del mercado estaba llena de color y movimiento; a lo lejos, el revoltijo de tejados de los altos edificios y de paredes pintadas de colores pastel en marcaba el cuadro, y todavía más lejos, si Cyllan estiraba el cuello para mirar, los esbeltos mástiles de los barcos ancla dos en el puerto eran apenas visibles. Shu-Nhadek era el puerto de mar más grande y más antiguo de todo el país; al abrigo de la Bahía de las Ilusiones, de cara al Sur, y favorecido por las mansas corrientes de ios Estrechos de la Isla de Verano, era durante todo el año un refugio perfecto tanto para los comerciantes como para los viajeros. La mayoría de las rutas importantes de ganado terminaban en la ciudad, y la proximidad de ésta a la Isla de Verano, residencia del Alto Margrave, le daba un prestigio que ninguna otra capital de provincia podía esperar igualar. Allí podía encontrarse gente de todas las condiciones imaginables: ricos mercaderes, artesanos, agricultores, conductores de ganado como la pandilla de su tío, Hermanas de Aeoris, con sus hábitos blancos, e incluso hombres y mujeres de la Isla de Verano, que se tomaban un respiro de las formalidades de la vida cortesana. Y en los dos días de mercado mensual, la población de la ciudad se quintuplicaba. Cyllan habría podido permanecer plantada allí, observando aquel bullicio desde el amanecer hasta el crepúsculo sin aburrirse en absoluto.

Pero al fin tuvo que detenerse en seco para dejar pasar a un mozo que conducía varios caballos de pura sangre del Sur. Mientras esperaba, Cyllan contempló con envidia los altos y elegantes animales (tan diferentes del rechoncho e irritable poni que había montado ella cuando viajaba con Kand Brialen y sus mozos) y brusca e inopinadamente, el calor y el bullicio y la vida exuberante del mercado despertaron en ella un recuerdo que durante meses había tratado de olvidar. Un recuerdo de otro lugar, de otra ocasión festiva... , y que hizo que el gran mercado de Shu-Nhadek pareciese de pronto un débil reflejo de aquél. Un espectáculo que probablemente no volvería a presenciar en su vida: las fiestas de la investidura del nuevo Sumo Iniciado, en el Castillo de la Península de la Estrella, en aquella punta del lejano Norte. Había sido a finales de verano, cuando incluso el clima del Norte era agradable, e imágenes de la ceremonia y su boato (el antiquísimo Castillo adornado con gallardetes y banderas, el largo desfile de la nobleza, las hogueras, la música, los bailes) cruzaron por su mente con la misma claridad que si las viese con sus propios ojos. Incluso había visto al Sumo Iniciado, Keridil Toln, joven, seguro, resplandeciente en su traje de ceremonia, cuando salió con su comitiva de las puertas del Castillo para dar la bendición de Aeoris a la enorme multitud.

Había sido una experiencia inolvidable... , pero el recuerdo que le había causado alegría y dolor durante los últimos meses nada tenía que ver con la gloria de las celebraciones. Era el recuerdo de un hombre; alto, de cabellos negros y piel blanca, con una mirada atormentada en sus ojos verdes; un hechicero y alto Adepto del Círculo. Se habían encontrado una vez antes de entonces, por casualidad y, contra toda probabilidad, él la había recordado. Ella estaba bebiendo un asqueroso brebaje que había comprado con su última moneda en un puesto de vinos; él había arrojado al suelo el contenido del vaso, dado un rapapolvo al vinatero y hecho que le sirviese vino de una cosecha de alta calidad. Desde entonces, había lamentado ella mil veces su propia cobardía, había deseado tener otra oportunidad..., pero ésta no se había presentado. Y más tarde, aquella misma noche, su sentido psíquico le había dicho que sus sueños no podían hacerse realidad, al conjurar una visión de él en sus habitaciones privadas y verle en compañía de una joven agraciada y noble, y había comprendido que él ya la había olvidado...

Los caballos habían salido ahora de la plaza y la multitud volvió a agruparse. Al pasar por delante de un puesto donde se vendían anticuados aderezos de metal y esmalte, Cyllan se detuvo, al llamar su atención algo medio oculto entre los montones de quincalla. Se acercó más, para verlo mejor, y después miró con expresión culpable al dueño del puesto, esperando que la echase de allí. Pero este vendedor sabía por experiencia que los buenos clientes se presentaban a menudo bajo los disfraces más inverosímiles y la invitó cortésmente a proseguir su examen. Cyllan, animada por este gesto, tomó el objeto que la había intrigado y lo levantó. Era un collar; una cadena de cobre finamente tallada y de la que pendían tres discos de cobre batido. En el del centro, que era el más grande, un hábil artesano había labrado, en una filigrana de plata y esmalte azul, un relámpago dividido en dos partes por un ojo.

Un relámpago..., símbolo de los Adeptos. Cyllan se mordió el labio, al despertar de nuevo el recuerdo, y se preguntó cuánto podría costar aquel collar. No se atrevería a regatear en un puesto de esta naturaleza y, además, no sabía nada del valor de los metales. Pero tenía un poco de dinero... , muy poco: un par de gravines que había podido ahorrar durante meses. Y sería tan agradable poseer una sola cosa bella, un objeto que le recordase...

—Derret Morsyth es uno de los mejores artesanos de la provincia —dijo de pronto el dueño del puesto.

Cyllan se sobresaltó y después miró al hombre a la cara. Este se había plantado delante de ella, y no había hostilidad en sus ojos.

—Es... muy bello —dijo ella.

— Ciertamente. Derret sólo quiere trabajar con metales inferiores, y hay quien lo desprecia porque no hace incrustaciones de oro y piedras preciosas en sus piezas. Pero a mi modo de ver, puede haber tanta belleza en un pedazo de cobre o de estaño como en un montón de esmeraldas. Es la mano y la vista lo que cuenta, no los materiales.

Cyllan asintió enérgicamente con la cabeza, y el hombre señaló el collar.

— Pruébatelo.

—No. Yo... no podría...

El hombre se echó a reír.

— ¡Todavía no sabes el precio, muchacha! Derret Morsyth no abusa, y yo tampoco. Pruébatelo; el cobre casi hace juego con tus lindos ojos.

Ella se ruborizó ante el desacostumbrado cumplido. Vacilando, levantó el collar hasta su garganta. El metal parecía fresco y pesado contra su piel; había algo sustancial en él... Se volvió a medias y a punto estaba de decirle al vendedor que lo abrochase, cuando vio su propia imagen en un bruñido espejo de bronce, y lo que vio hizo que cesase al instante su afán.

Lindos ojos, había dicho el dueño del puesto... Pero, por todos los dioses, ¡ella no era bonita! Su cara era vulgar, demasiado estrecha y delgada; la boca, demasiado grande, y sus ojos ambarinos no eran hermosos, solamente eran peculiares. Sus cabellos, tan claros que casi parecían blancos, pendían en revueltos mechones sobre sus hombros; esa mañana se había esforzado, por comodidad, en sujetarlos en un moño sobre la nuca, pero ahora se habían desprendido la mitad de ellos y parecía un espantapájaros. Llevaba pantalones y jubón y una camisa vieja y sucia, todo ello heredado de uno de los conductores de ganado de su tío. Y sobre su pecho, pendía ahora el collar que tanto había codiciado. Había sido confeccionado para una dama, no para una muchacha pobre y, alrededor de su cuello, se había convertido en una grotesca parodia.

Desvió rápidamente la mirada de aquella horrible revelación y levantó una mano para detener al vendedor que estaba a punto de abrochar el cierre.

—No. Yo... lo siento, pero no puedo. Gracias, pero ya no quiero comprarlo.

El hombre se quedó perplejo.

— No es caro, muchacha. Y seguramente cualquier joven se merece...

Aquel intento de amable persuasión fue como una cuchillada para Cyllan, que sacudió violentamente la cabeza.

— ¡No, por favor! Y además..., no tengo dinero. Ni siquiera medio gravín. Lamento haberte hecho perder el tiempo... Gracias.

Y antes de que él pudiese añadir palabra, se alejó casi corriendo de aquel puesto.

El desconcertado comerciante la siguió con la mirada hasta que una nueva voz le recordó el negocio.

— ¿Rishak?

Sobreponiéndose, Rishak miró a su cliente y reconoció al hijo mayor del Margrave de la provincia de Shu.

— ¡Oh, discúlpame, señor! No te había visto. Estaba pensando en aquella joven que va por allí. Muy rara, si me permites decirlo.

Drachea Rannak arqueó las cejas, con curiosidad. Rishak resopló, irónicamente divertido.

— Primero muestra un gran interés por una de las piezas de Morsyth..., está a punto de comprarla, y entonces, de pronto, cambia de idea y echa a correr sin darme tiempo a decirle una palabra.

El joven sonrió.

—Dicen que el espíritu de contradicción es propio de la mujer.

— Eso dicen... Bueno, tal vez si yo estuviese casado las comprendería más. Y ahora, señor, qué puedo mostrarte hoy?

—Estoy buscando un regalo para mi madre. Dentro de tres días será su cumpleaños, y quisiera algo especial... y un poco personal.

— ¿Para la Señora Margravina? Bueno, ten la bondad de felicitarla respetuosamente de mi parte. Y creo que tengo precisamente aquí algo digno de su buen gusto...

Sólo cuando hubo dejado atrás los tenderetes de baratijas se detuvo Cyllan para recobrar aliento. Estaba furiosa consigo misma, tanto por su vanidad inicial como por su tonto comportamiento al darse cuenta de su error. ¿De qué le habría servido un collar? ¿Para lucirlo en la próxima ocasión social, tal vez en su próxima visita al Castillo de la Península de la Estrella? Casi se rió en voz alta. Más bien habría sido un estorbo cuando tratase de hacer comestibles aquellas verduras de tercera clase. O su tío lo habría encontrado y vendido, embolsándose el dinero... El corazón le palpitaba todavía dolorosamente por la ignominia de la experiencia, y tuvo la ilógica convicción de que cuantos la rodeaban conocían su humillación y se burlaban de ella en secreto. Por fin se detuvo cerca de la puerta de una taberna de la plaza y, cediendo a un súbito impulso, para animarse, se abrió paso entre la multitud y pidió una jarra de cerveza de hierbas y una rebanada de pan con queso. El salón de la taberna estaba atestado; por consiguiente, buscó un sitio tranquilo en un banco exterior y observó cómo pasaban los que iban o venían de comprar en el mercado, mientras comía y bebía lentamente.

Al cabo de un rato, una voz monótona que procedía de un puesto próximo a la taberna le llamó la atención. Su ocupante era un adivino y estaba regalando a su actual cliente con una larga historia de buena fortuna y de fama. Intrigada a pesar de su estado de ánimo, Cyllan se acercó más, hasta que pudo ver algo y observar el procedimiento... y su pulso se aceleró.

El adivino había arrojado seis piedras sobre la mesa y, por lo visto, estaba leyendo el futuro de su consultante en el dibujo que formaban aquéllas. La geomancia era una de las más antiguas técnicas conocidas en la tierra del Este, que era la de Cyllan, y ésta miró rápidamente la cara del vidente, buscando la piel pálida y las facciones distintivas de los nativos de las Llanuras. Pero, fuera lo que fuese aquel hombre, no era un oriental. Y las piedras... , hubiese debido haber muchas, no solamente seis. Y arena sobre la que arrojarlas. Y el dibujo que formaban no era más que un galimatías sin sentido.

Cyllan bullía de cólera por dentro. El supuesto adivino no era más que un charlatán que negociaba con la superstición y con una facultad psíquica que sólo practicaban unos pocos en secreto. En las Grandes Llanuras del Este, cualquiera que tuviese dotes de vidente era ahora poco más que un paria; ella misma había aprendido en su edad temprana a ocultar esta facultad a todos, salvo a la vieja que le había enseñado reservadamente a leer en las piedras, y ni siquiera su tío sabía algo de la preciosa colección de guijarros, desgastados y alisados por el mar, que guardaba en la bolsa colgada del cinto. Aprendiza de boyero, que era el más bajo de los oficios, nunca pregonaría su talento si sabía lo que era bueno para ella... Pero el talento de Cyllan era real, a diferencia de las burdas mentiras de ese truhán, que se aprovechaba de la mezcla de miedo y crédula fascinación de sus clientes.

Ella debería estar en una Residencia de la Hermandad. De pronto oyó estas palabras en su cabeza, tan claramente como si el alto y moreno Adepto estuviera plantado delante de ella y le repitiese aquellas palabras en voz alta. El había reconocido su habilidad y le había hecho este cumplido. Debería haber sido admitida en aquella augusta comunidad de mujeres servidoras de los dioses, su talento, fomentado y alimentado allí... Pero la Hermandad no podía perder el tiempo con gente como una campesina conductora de ganado. Ella no tenía dinero ni quien la protegiese..., y así, en vez de vestir el hábito blanco, se hallaba sentada en un banco de taberna, escuchando a un charlatán que prostituía las dotes de los videntes, y no tenía autoridad para intervenir.

El adivino puso fin a su monólogo y su cliente se levantó para marcharse, con el rostro colorado y dándole efusivamente las gracias. Cyllan vio que una moneda de cinco gravines cambiaba de manos y se sintió asqueada; pero si el falso adivino percibió algo de su cólera, no dio muestras de haberse enterado. Estaba contando las ganancias de la tarde, cuando un joven esbelto y de cabellos castaños se detuvo delante del puesto. La mirada del recién llegado pasó del adivino a Cyllan y se detuvo un momento, como si la reconociese; después, mirando disimuladamente por encima del hombro, se sentó en la silla vacía delante de aquél.

El charlatán hizo grandes aspavientos de bienvenida a su visitante; hasta el punto de que Cyllan se dio cuenta de que debía de ser hijo predilecto de un clan local muy distinguido... y rico. Pero, fuera cual fuese su posición, estaba claro que no era menos crédulo o supersticioso que cualquier campesino. Sus modales, su manera de inclinarse atentamente hacia delante, sus preguntas en voz baja, todo esto demostraba un afán ingenuo que el adivino no perdió tiempo en explotar. Cyllan observó las seis piedras y los signos y pases sin sentido que hizo sobre ellas el falso adivino, antes de empezar su monólogo.

— Veo que tendrás mucha suerte, joven señor. Ciertamente, mucha suerte, pues te casarás dentro de este año. Una boda por amor, si me permites decirlo; con una dama de sin par belleza entre sus iguales; tendréis muchos hijos hermosos. Y veo también... — Aquí hizo una pausa teatral, como esperando que la inspiración divina tocase su lengua, mientras el joven miraba fijamente las piedras—. ¡Sí! Un alto cargo, joven señor; mucho poder y renombre. Te veo plantado en un gran salón, un salón resplandeciente, administrando justicia. Tendrás una vida larga, señor; una vida buena y feliz.

El joven tenía los ojos encendidos. Jadeante, entusiasmado por el dictamen del charlatán, murmuró una pregunta que Cyllan no pudo captar, y ésta, de pronto, al observarle, ajustó inconscientemente su visión de manera que los dos personajes sentados a aquella mesa cubierta con un tapete quedaron desenfocados. Había descubierto que, en raras ocasiones, podía hacer pequeñas predicciones o averiguar el carácter o los antecedentes de un desconocido, sin necesidad de valerse de las piedras. Era un don esporádico, imprevisible la mayoría de las veces; pero ahora sintió que su instinto psíquico era seguro... Cerrando los ojos, se concentró lo más que pudo, y empezó a formarse una vaga impresión mental que fue cada vez más clara, hasta que al fin, satisfecha, volvió a abrir los ojos. El adivino había terminado y el joven se levantó para marcharse. Unas monedas cambiaron de manos; el joven dio las gracias y recibió a cambio respetuosas reverencias; después, el vidente se escabulló detrás de la cortina y se perdió de vista.

El joven iba a pasar por delante del banco de Cyllan, y ella decidió de pronto que no podía guardar silencio. Poco bien podía hacerle, pero su sentido de la justicia se rebeló contra la idea de que aquella trapacería no fuese descubierta. Al llegar el joven a su nivel, se levantó.

— Discúlpame, señor...

El se sobresaltó, se volvió y frunció el entrecejo, claramente molesto de que una desconocida de la clase baja le interpelase tan directamente. No queriendo que pudiese pensar que quería importunarle, Cyllan habló rápidamente y en voz baja.

—El adivino es un charlatán, señor. Pensé que debías saberlo.

El estaba ahora sorprendido. Una cara fresca y suave, pensó; él no había pasado nunca apuros, nunca le había faltado nada.. , y probablemente esto explicaba su ingenuidad ante los halagos del vidente. Ahora, recobrando el dominio de sí mismo, se acercó más al lugar donde ella estaba.

— ¿Un charlatán? —Su sonrisa era débilmente protectora—. ¿Por qué estás tan segura?

Evidentemente, sospechaba que tenía algún motivo personal para tratar de desacreditar a aquel hombre. Cyllan aguantó impávida su mirada.

—Yo nací y me crié en las Grandes Llanuras del Este —dijo—. Leer las piedras es allí un antiguo arte... y por eso puedo descubrir a un impostor cuando le veo.

El joven cruzó las manos y miró reflexivamente un anillo muy valioso que llevaba en un dedo.

—Es forastero en Shu-Nhadek, como al parecer lo eres tú, y sin embargo ha adivinado muchas cosas sobre mi posición. ¿No habla esto mucho en su favor?

Cyllan decidió apostar a que su destello de clarividencia había sido acertado, y sonrió.

—Un vidente no necesita ser muy hábil, señor, para reconocer en ti al hijo y heredero del Margrave de la provincia de Shu.

Había estado en lo cierto... El joven arqueó las cejas y la miró con nuevo interés.

—¿Eres tú vidente?

—Lectora de piedras, y de poco talento —dijo Cyllan, haciendo caso omiso del insulto, sin duda involuntario, que implicaba la sorpresa de él—. No practico mi habilidad, ni trato de sacar provecho de ella; no pretendo quitarle los clientes a ese hombre, pero me indigna ver cómo los embaucadores explotan a sus víctimas inocentes.

La idea de que él era una de esas víctimas inocentes no pareció gustar al hijo del Margrave y, por un instante, se preguntó Cyllan si había sido demasiado audaz y le había ofendido. Pero, después de una breve vacilación, él asintió con la cabeza.

—Entonces, estoy en deuda contigo. ¡Haré que ese charlatán sea expulsado hoy mismo de la provincia! —De pronto entrecerró los párpados y estudió más de cerca la cara de ella—. Y si eres lo que dices, me interesaría ver si puedes hacerlo mejor que él.

Quería que leyese las piedras para él, y Cyllan se alarmó. Su tío, que, como la mayoría de sus semejantes, era sumamente supersticioso y consideraba las facultades psíquicas como de competencia exclusiva de unos pocos privilegiados (y oficialmente aprobados), la mataría si descubriese que había estado empleando su don. Y leer para el hijo del Margrave.. , no podía hacerlo, no se atrevía a hacerlo.

— Lo siento — dijo en tono confuso—, pero no puedo.

—¿No puedes? —El joven se irritó de pronto—. ¿Qué quieres decir con eso de que no puedes? Dices que eres una vidente. ¡Yo te pido que lo demuestres!

—Quiero decir, señor, que no me atrevo. —No tenía más solución que ser sincera—. Trabajo con mi tío, y desaprueba esas cosas. Si llegase a enterarse...

— ¿Cómo se llama tu tío?

—Es... —Miró la cara del joven y tragó saliva—. Kand Brialen. Boyero.

— ¿Un boyero que no explota un negocio provechoso que tiene ante las narices? ¡Me cuesta creerlo!

—¡Por favor! —le suplicó ansiosamente Cyllan—. Si él llegase a saberlo...

— ¡Por todos los dioses! Tengo cosas mejores en que emplear mi tiempo que en irles con chismes a los campesinos — replicó, malhumorado, el joven—. Si no quieres leer para mí, no lo hagas. Pero recordaré el nombre. Kand Brialen... ¡Lo recordaré!

Y antes de que Cyllan pudiese añadir palabra, giró sobre sus talones y se alejó.

Poco a poco, Cyllan se sentó de nuevo. Le palpitaba con fuerza el corazón y lamentó su imprudencia al entremeterse en el caso. Ahora, si se le antojaba, el hijo del Margrave podía encontrar algún pretexto para buscar a su tío y, si tanto le había ofendido su negativa, decir lo suficiente sobre su encuentro para que tuviese que pagarlo caro. No estaba acostumbrado a que se frustrasen sus deseos; evidentemente, era un joven mal criado y podía mostrarse rencoroso. Y si...

Cortó de pronto el hilo de sus pensamientos y suspiró. Hiciera lo que hiciese el hijo del Margrave, ella no podía impedirlo. Había sobrevivido a la furia de Kand Brialen antes de ahora, podría sobrevivir una vez más. Lo mejor que podía hacer era terminar su cerveza y disponerse a capear el temporal.

El mozo de la taberna salió para recoger su jarra y le preguntó si quería más. Cyllan sacudió la cabeza y se levantó de mala gana del banco, encaminándose hacia un lado de la plaza del mercado donde empezaba a menguar la concurrencia. Aquí, en vez de puestos y tenderetes, había corrales con techos de paja, donde manadas de animales de ojos cansinos mugían y se lamentaban y esperaban su destino. Kand Brialen y sus boyeros habían levantado sus tiendas a un lado del corral más grande y, durante todo el día, el negocio había estado ani mado; tenían un centenar de reses, traídas desde Han, para vender, así como cuatro buenos caballos de labor que Kand había comprado a bajo precio en Perspectiva, después de un largo regateo. Y con la primavera y la época de la reproducción a la vuelta de la esquina, estaban obteniendo buenos precios.

Cyllan había aprendido hacía tiempo a no pensar demasiado a menudo en su propio futuro con Kand Brialen y sus boyeros. Cuatro años atrás, cuando su madre, que era hermana de Kand, y su padre habían desaparecido con su barca de pesca en el Estrecho de los Bajíos Blancos, su tío se había hecho cargo de ella, pero, desde el primer momento, no se había esforzado en disimular lo mucho que le disgustaba esto. A su modo de ver, Cyllan era una carga no deseada; decía que las mujeres no le servían para nada, salvo alguna ramera ocasional cuando le apetecía, y había dejado bien claro que, si su sobrina huérfana esperaba que la mantuviese, tendría que pagárselo trabajando tan duro como cualquier hombre de su pandilla. Y por esto, desde hacía cuatro años, Cyllan vestía como un boyero, trabajaba como un boyero y hacía, además, todos los «trabajos de mujer» que le ordenaban. Cierto que también había viajado mucho y visto mucho mundo; algo inaudito en una muchacha de las Llanuras del Este. Pero era una vida que le daba muy pocas esperanzas para el futuro.

En su tierra (aunque cada temporada se le hacía más difícil pensar que existiese un lugar que pudiera llamar «su tierra»), sin duda se habría casado con el segundo o tercer hijo de otra familia de pescadores, en una alianza pragmática de clan. Difícilmente habría podido considerarse un gran logro, pero habría sido sin duda mejor que esta dura existencia nómada. Tal como estaban las cosas, su futuro se le aparecía siempre igual, hasta el infinito: trabajo, viajes, dormir cuando tuviera oportunidad de hacerlo, hasta que los vientos del Norte y el sol del Sur la marchitasen prematuramente.

Sacudió esta triste idea de su cabeza al ver la fornida figura de su tío moviéndose entre las hileras de caballos atados con ronzal cerca de los corrales. Le acompañaba un hombre de edad madura, alto y ligeramente encorvado, que, a juzgar por su abrigo ribeteado de piel y por la obsequiosidad de Kand, debía de ser un posible cliente rico. Cyllan trató de pasar inadvertida al dirigirse a la tienda, ansiosa de no molestar a su tío mientras estaba negociando. Y casi había llegado cuando alguien habló, en voz baja pero alegre, detrás de ella.

— ¡Ah..., conque estás aquí!

Se volvió, sobresaltada, y se encontró cara a cara con el hijo del Margrave. El joven sonreía, con aire de complicidad, y señaló en dirección a los dos hombres.

—Kand Brialen: recordé el nombre. Y cuando vi que tenía buen ganado para vender, insistí en que mi padre lo viese personalmente.

Conque aquel hombre era el Margrave de Shu... De pronto, Cyllan se dio cuenta de que su asombro debía de ser demasiado evidente y desvió apresuradamente la mirada.

—Tú y yo —dijo el hijo del Margrave— hemos dejado algo por terminar. Y creo que mi padre y tu tío tardarán mucho tiempo en hacer sus tratos, por lo que tu secreto estará a salvo. ¡Ven conmigo!

Por lo visto no era persona que admitiese discusiones, y por esto se abstuvo Cyllan de protestar cuando él la asió del brazo y la condujo rápidamente lejos de los corrales. Entraron en una calle estrecha que iba de la plaza del mercado al puerto, y el joven señaló una casa descuidada sobre cuya puerta se veía una enseña con una embarcación blanca toscamente pintada y un mar rabiosamente azul.

—La taberna de la Barca Blanca —dijo él, penetrando en la oscuridad del interior—. Suelen frecuentarla marineros y mercaderes, por lo que no es probable que nos vea alguien que me conozca.

Cyllan hizo caso omiso del velado insulto (a fin de cuentas, él se estaba rebajando al aparecer en público en su compañía) y trató de valorar la primera impresión que le había causado su acompañante. Cuando le había pedido que leyese sus piedras para él, había advertido una mirada casi febril en sus ojos, y su determinación de salirse con la suya decía mucho más sobre su personalidad que lo que habría podido expresarse con palabras. Había conocido a otros de esta clase; los que, interesados por el ocultismo, desafiaban los convencionalismos que prohibían esta materia a todo el mundo, salvo al Círculo y a la Hermandad de Aeoris, y a menudo aquel interés rayaba en obsesión. Cyllan había reconocido inmediatamente este rasgo en el hijo del Mar grave, y sabía que debía andarse con cautela; si se descuidaba, podía encontrarse en dificultades.

Pero, por lo demás, el joven parecía bastante corriente. Tenía la buena presencia típica de los nativos de la provincia de Shu: abundantes cabellos castaños, ensortijados sobre su cabeza y cortos según el estilo ahora de moda en el Sur; piel fina, con un matiz oliváceo que disimulaba una tendencia a la rubicundez, y ojos negros y expresivos, con pestañas notablemente largas. Era muy alto para ser del Sur, y aunque probablemente engordaría con los años, todavía no daba señales de ello.

Ahora arrastró una silla de debajo de una mesa vacía en el rincón de la taberna y chascó los dedos para llamar al mozo. Cyllan se sentó en silencio en la silla opuesta y esperó, mientras él pedía vino para los dos y una tajada de buey y pan moreno para él. No preguntó a Cyllan si tenía hambre. Llegaron el vino y la comida, que fueron dejados bruscamente sobre la mesa; antes de irse, el mozo dirigió una mirada fulminante al distinguido cliente.

—Ahora —dijo el hijo del Margrave—, vayamos al grano. Dime cómo te llamas.

— Cyllan Anassan. Aprendiza de boyero, de Cabo Kennet, en las Grandes Llanuras del Este — dijo ella, presentándose de la manera formal acostumbrada, colocando la palma de la mano sobre la mesa.

El apoyó la suya sobre la de ella, pero muy brevemente.

— Drachea Rannak. Heredero del Margrave de la provincia de Shu, de Shu-Nhadek. — Y echándose atrás, añadió—: Y ahora dime, Cyllan Anassan, ¿qué te ha llevado al oficio de boyero, que es la ocupación más inverosímil para una mujer?

El relato de ella fue breve y triste; empleó en él las mínimas palabras posibles, y el joven la miró con curioso interés.

—Y sin embargo, ¿eres vidente? Yo habría pensado que la Hermandad hubiese debido interesarte más que conducir ganado.

Ella sonrió débilmente. En el mundo de él, bastaba que una niña dijese que quería ingresar en la Hermandad de Aeoris, para que se cumpliese su deseo, y Cyllan dudó de que él pudiese considerar el asunto de otra manera.

—Digamos que no tuve.., oportunidad —respondió—. Además, dudo de que las Hermanas me reconocieran como vidente.

Drachea empujó con disgusto la rebanada de pan moreno sobre el plato.

— Tal vez sí, pero hubieses debido intentarlo. — Levantó la mirada—. En realidad, de no ser por mi posición en Shu, tal vez habría pensado en seguir el mismo camino y presentarme como candidato al Círculo.

— ¿Al Círculo...?

Su reacción había sido inmediata, y entrecerró los ojos. Drachea se encogió de hombros.

—Desde luego, en mi situación, esto es imposible, a menos que renunciara a mis derechos en favor de mi hermano menor, y esto traería muchas complicaciones.

—Hizo una pausa y prosiguió—: Por lo visto has viajado muchísimo. ¿Has estado alguna vez en la Península de la Estrella?

Cyllan empezaba a comprender lo que había detrás de la fascinación del joven por las materias arcanas.

— Sí — dijo—. Estuvimos el verano pasado, cuando el nuevo Sumo Iniciado recibió su investidura.

— ¿Estuviste allí? — Drachea se inclinó hacia delante, olvidada de pronto su condescendencia—. ¿Y viste a Keridil Toln en persona?

— Sólo desde lejos. Salió del Castillo para hablar y dar la bendición de Aeoris a la multitud.

Drachea bebió un largo trago de vino, sin darse cuenta de lo que hacía—. ¡Y pensar que me perdí aquel gran acontecimiento! Desde luego, mis padres hicieron el viaje, pero yo estaba enfermo con fiebre y tuve que quedarme en casa. — Se lamió los labios—. Entonces lo viste todo... ¿Y cruzaste el puente que conduce al Castillo?

—Sí,..., por poco tiempo.

—¡Por los dioses! — Drachea hizo una señal sobre su corazón, para mostrar que su exclamación no había querido ser irrespetuosa para el más grande de los dioses—. ¡Debió de ser una experiencia inolvidable! ¿Y qué me dices de los Iniciados? Sin duda viste a algunos de ellos... , aunque me imagino que no conociste a ninguno, ¿verdad?

Las sospechas de Cyllan habían sido por fin confirmadas. La única ambición ardiente de Drachea era ingresar en las filas del Círculo, para satisfacer su afán de saber la verdad que había detrás de los secretos que le obsesionaban. Y comprendió, también, por qué estaba tan empeñado en que le leyese su futuro. Quería creer que su ambición se vería cumplida, y sus palabras de vidente serían suficientes para avivar el fuego que ardía en su interior.

—¡Cyllan! —Ella se sobresaltó cuando él le agarró un brazo y lo sacudió—. ¡Escúchame! Te he preguntado si conociste a algún Iniciado.

Una inquietante yuxtaposición de imágenes pasó por la mente de Cyllan al responder a su mirada. La cara de Drachea, joven, franca, consciente de su propia importancia; y otra cara, macilenta, reservada, y unos ojos que delataban conocimientos y emociones mucho más profundos de lo que correspondía a la edad física.

Dijo, con voz ronca:

— Hace algún tiempo conocí a un hombre... un Adepto de alto grado.

—Entonces, ¿no se recluyen los Adeptos dentro de sí mismos? Había oído decir..., ¡bah!, pero los rumores crecen como hierbajos. Tengo que ir allá a verlo con mis ojos. Ya lo habría hecho, ¡pero se necesita tanto tiempo para ello! —Cerró los puños en su frustración, pero su expresión cambió bruscamente—. ¿Volviste a la Península después de aquellas fiestas?

—No. Pasamos un mes en la provincia Vacía y, desde entonces, hemos estado caminando rumbo hacia el Sur.

— Entonces, no debes saber lo que hay de verdad en los nuevos rumores que corren.

—¿Qué rumores? —Cyllan se puso alerta—. No me he enterado.

—No... Me extrañaría que los hubieras oído. Empezaron en la Tierra Alta del Este y en Chuan, y ahora se están extendiendo también por aquí. Nadie parecer conocer los hechos, pero dicen —y Drachea hizo una pausa para dar mayor énfasis a sus palabras — que algo anda mal en el Castillo. Hace algún tiempo que no se han recibido noticias de nadie de allí, y no se sabe que nadie haya visitado el Castillo desde la última conjunción lunar.

A Cyllan se le hizo un nudo en la boca del estómago. No podía explicar a qué era debido, ni dar un nombre a esa sensación; era como si en lo más profundo de ella despertase un sentido animal que estaba dormido. Conteniéndose, dijo:

—No me he enterado. ¿Qué decís vosotros que puede andar mal?

—Aquí está la cuestión: nadie lo sabe. En la Tierra Alta del Oeste, se habló recientemente de un peligroso malhechor aprehendido en la Residencia de la Hermandad que hay allí, y se dice que esto tiene relación con los sucesos del Castillo, pero, aparte de esto, todos son especulaciones. Parece que los Iniciados han decidido aislarse completamente del resto del mundo, pero nadie sabe por qué. —Cruzó las manos y las miró frunciendo el entrecejo—. He estado buscando claves y presagios, pero no encuentro nada que tenga sentido. Lo único extraño que ha ocurrido aquí ha sido un número desacostumbrado de Warps.

Cyllan se estremeció involuntariamente al oír la palabra Warp. Todos los hombres, mujeres y niños del país sentían un miedo justificado a las misteriosas tormentas sobrenaturales que llegaban aullando del Norte a intervalos imprevisibles. Nadie se atrevía a enfrentarse al aire libre con el cielo pulsátil y las estridentes voces demoníacas de un Warp; los pocos locos o valientes que lo habían hecho habían desaparecido sin dejar rastro. Ni siquiera los eruditos más sabios sabían de dónde venían los Warps ni qué los impulsaba; según la leyenda, eran el último legado que las fuerzas del Caos dejaron cuando los seguidores de Aeoris destruyeron a los Ancianos y restablecieron el imperio del Orden.

Pero fuera cual fuese el poder que había detrás de los Warps (y era algo en lo que la gente sensata prefería no pensar), Drachea tenía razón al decir que la incidencia de los Warps había aumentado últimamente. Sólo hacía cinco años que, al cruzar las fértiles llanuras que separaban Shu de Perspectiva, había oído la pandilla de Kand Brialen el sonido más temido en todo el mundo: el débil pero estridente aullido que, viniendo del Norte, anunciaba que se acercaba la tormenta. Cyllan aún veía en sus pesadillas aquella desesperada carrera hasta el refugio más próximo contra las tormentas, uno de los largos y estrechos cobertizos que habían sido construidos para seguridad de los viajeros a lo largo de las principales rutas ganaderas; y recordaba con pavor el interminable tormento sufrido en el interior del precario refugio, mientras yacía con la cara enterrada en su abrigo, tapándose los oídos para no escuchar el estruendoso caos, ni el mugido de las aterrorizadas reses a su alrededor. Había sido su tercera experiencia de esta clase desde que habían salido de la provincia Vacía...

Incluso la tranquila actitud de Drachea se había alterado con el tema. Dándose cuenta de que la atmósfera se estaba haciendo incómoda, señaló la jarra que estaba entre los dos sobre la mesa.

—No has tocado el vino.

— Sí, gracias.

Cyllan no se estaba concentrando; había rechazado el horrible recuerdo, pero seguía inquieta. Su instinto animal la aguijoneaba de nuevo...

— En cuanto a ese misterio del Castillo — siguió diciendo Drachea—, creo que los Iniciados tienen sus propias razones, que no conviene investigar. Aunque, si al leer las piedras vieras un presagio que pudiese decirnos algo...

La miró, esperanzado, y ella sacudió enérgicamente la cabeza.

— ¡No! No me atrevería, no me atrevería a intentar ver claro en esas cosas. Leeré para ti, Drachea, pero no iré más lejos.

El se encogió de hombros, con gesto descuidado.

—Está bien. No perdamos más tiempo. ¡Muéstrame lo que no pudo mostrarme el charlatán!

Cyllan hurgó en la bolsa que llevaba colgada del cinto y sacó un puñado de piedrecitas pulidas y de diferentes formas. Teóricamente, necesitaba arena para arrojar sobre ellas los guijarros, pero otras veces había trabajado sin ella y sin duda podría volver a hacerlo ahora.

Drachea se inclinó hacia delante, mirando fijamente las piedras, como tratando de adivinar algo sin la ayuda de ella. Y súbitamente, al tenerlas en la palma de la mano para arrojarlas, Cyllan se detuvo. Algo estaba murmurando con insistencia en su mente, un aviso, tan claro como si hubiese sido pronunciado en voz alta junto a su oído.

Pasara lo que pasase, ¡no debía leer las piedras para Drachea Rannak!

—¿Qué pasa? —oyó que decía la voz impaciente de Drachea, y se sobresaltó violentamente y se le quedó mirando como si fuera la primera vez que le veía—. Vamos, Cyllan, ¡O eres una adivina o no lo eres! Si me has hecho perder el tiempo...

— ¡No ha sido ésta mi intención! —Se puso de pie, vacilando—. Pero no puedo leer para ti, Drachea... ¡No puedo!

El se levantó también, súbitamente irritado.

— En nombre de los siete infiernos, ¿por qué?

— ¡Porque no me atrevo! ¡Oh dioses, no puedo explicarlo! Es un presentimiento, un miedo... — Y de pronto brotaron las palabras de sus labios sin que pudiese evitarlo—. ¡Porque sé en el fondo de mi ser que algo terrible va a ocurrirte!

El se quedó pasmado. Lentamente, se sentó de nuevo. Estaba muy pálido.

—Tú... ¿sabes...?

Ella asintió con la cabeza.

—Por favor, no me preguntes nada más. Tenía que haberme callado... Sin duda estoy equivocada; no tengo talento y...

— No. — Ella se estaba apartando de la mesa y, súbitamente, él alargó una mano y le agarró el brazo, causándole dolor—. ¡Siéntate! Si se está tramando algo, ¡por todos los dioses que vas a decírmelo!

Un par de parroquianos de la taberna les estaban mirando ahora, sonriendo divertidos, sin duda interpretando a su manera la discusión. No queriendo llamar más la atención, Cyllan se sentó de mala gana.

— Ahora, ¡dime! — ordenó Drachea.

Las piedras eran como ascuas en la mano de ella. Reflexivamente, las dejó caer y se desparramaron sobre la mesa, formando un dibujo claro y desconcertante. Drachea las miró fijamente y frunció el entrecejo.

—¿Qué significa eso?

También Cyllan estaba mirando las piedras, y le palpitaba el corazón. No conocía aquel dibujo y, sin embargo, parecía hablarle, llamarla. Sintió un débil hormigueo en la nuca y se estremeció.

—No... no lo sé —empezó a decir, y después lanzó una exclamación ahogada, porque una imagen había cruzado por su mente, con tanta rapidez que apenas pudo captarla.

Una estrella de siete puntas, irradiando colores indescriptibles...

—¡No! —se oyó decir a sí misma, con vehemencia—. ¡No puedo hacerlo! ¡No quiero!

—¡Maldita sea! ¡Lo harás! —replicó Drachea furioso—. ¡No voy a dejar que una campesina forastera me tome el pelo! Dime lo que ves en esas piedras, ¡o te llevaré ante mi padre por tratar de embrujarme!

La amenaza era bastante seria. Cyllan miró las piedras una vez más y, de pronto, el dibujo cristalizó en su mente. Ahora sabía, con infalible instinto, lo que significaba, y la insistencia de Drachea no iba a poder convencerla. Bruscamente, recogió las piedras, las metió en la bolsa, y se puso de pie de nuevo. — Puedes hacer lo que creas adecuado — dijo serenamente, y se volvió para marcharse.

—¡Detente! —le gritó Drachea. Ella siguió su camino. Oyó el roce de madera sobre piedra y las pisadas de él a su espalda. La alcanzó cuando iba a llegar a la puerta—. ¿Qué estás haciendo, Cyllan? ¡No voy a tolerarlo! Me prometiste leer las piedras para mí, y...

— ¡Déjame!

Se retorció para librarse de la mano que trataba de agarrarla del brazo y hacerla volver, pero al dirigirse a la entrada de la taberna chocó con un marinero mercante, alto y corpulento, que entraba apresuradamente con tres compañeros.

—¡Mira por dónde vas! —le gritó el hombre, empujándola a un lado. Cyllan murmuró una disculpa y siguió adelante, seguida de Dra-chea, pero el marinero les gritó—: ¡Eh... vosotros dos! En nombre de todos los diablos de las tinieblas, ¿adonde vais?

Ellos le miraron, sin comprender, y el hombre señaló con el pulgar hacia la puerta, por la que entraban apresuradamente más personas.

—¿No tenéis una pizca de juicio entre los dos? ¡Se acerca un Warp! Toda la ciudad está alborotada. Un día de mercado, ¡y un hijo de perra de Warp decide caer sobre nosotros! Como si las tormentas de los Estrechos de la Isla de Verano no fuesen bastante...

Se dirigió furioso al mostrador y pidió a gritos una copa.

La cara de Cyllan adquirió una palidez grisácea. Al oír que el marinero mencionaba el Warp, sintió como si se le helase el estómago. Un miedo terrible se había apoderado de su razón y aumentaba a cada momento. En la taberna estaba segura, pero no se sentía segura. Y si había interpretado bien el presagio de las piedras...

Mientras tanto, Drachea se había acercado a la puerta y estaba mirando al exterior. Corría gente por todas partes, buscando un refugio; en algún lugar, un niño gemía de espanto. Más allá de los apretujados tejados de las casas de la estrecha calle, el cielo no era más que una franja brillante, pero el brillo estaba ya menguando, empañado por las amenazadoras sombras que se extendían sobre el azul. Y por encima del ruido de los pies que corrían y de las voces que gritaban, se oyó un aullido estridente, misterioso, como un coro de almas condenadas al infierno.

—¡Dioses! —Drachea contempló el cielo cambiante con morbosa fascinación—. ¡Mira, Cyllan! ¡Mira eso!

Olvidada la disputa, Cyllan temió ahora por su seguridad.

—No hagas eso, Drachea —suplicó—. ¡Entra! ¡Es peligroso!

—Todavía no lo es. Tenemos unos minutos antes de que caiga sobre nosotros. Mira... —Y entonces, en un instante, cambió su expresión, y su voz con ella, elevándose al impulso de un incrédulo horror—. ¡Oh, por Aeoris, mira eso!

La había agarrado y tirado de ella hasta delante de la puerta. Fuera, la calle estaba desierta y se estaban cerrando de golpe los postigos de todas las ventanas. Drachea señalaba a lo largo del callejón, en la dirección del puerto de Shu-Nhadek, y la mano le temblaba violentamente.

— ¡Mira!

Cyllan miró y un terror ciego nubló toda su razón. Al final de la calle, una figura solitaria se erguía como una estatua. Una prenda parecida a una mortaja envolvía su cuerpo, pero la cara cruel y de delicadas facciones se veía con bastante claridad, y un halo de cabellos rubios desprendía una luz brillante. Una aureola oscura centelleaba a su alrededor, y el personaje levantó una mano de largos dedos, invitándola a acercarse.

Ella había visto antes de ahora esta imagen de pesadilla...

Cyllan trató de echarse atrás, de huir de aquella figura hipnótica y de su mano autoritaria, pero no podía moverse. Su voluntad se estaba debilitando; estaba dominada por el insensato deseo de cruzar la puerta, salir a la calle y obedecer a la llamada. Oyó que Drachea murmuraba junto a ella: ¿Quién es?, con la voz de un niño aterrorizado, y ella sacudió la cabeza, incapaz de encontrar una respuesta.

La figura repitió su ademán, y fue como si unas cuerdas invisibles tirasen de sus miembros. Luchó contra esa fuerza con toda su energía, pero su pie izquierdo se deslizó hacia delante, impulsándola.

—¿Qué estás haciendo, Cyllan? —le gritó Drachea—. ¡Vuelve!

Ella no podía volver atrás. La llamada era demasiado fuerte, más poderosa que su miedo y su sentido de autoconservación. Y del corazón de la siniestra aparición brotó una luz irreal que cobró vida y aumentó, convirtiéndose en una estrella cegadora, que lo borró todo, salvo aquella mano que llamaba lentamente.

— ¡Cillan!

La voz de Drachea se desgarró en un grito de protesta cuando ella se desprendió bruscamente de su mano y salió de la taberna. Sin pararse a pensar, él salió corriendo tras ella; y entonces la reluciente aparición se desvaneció.

Cyllan lanzó un aullido bestial, que resonó en toda la callejuela, y se detuvo en seco, de manera que Drachea chocó contra ella. El la sacudió como si fuese una muñeca de trapo, gritando para hacerse entender.

—¡Cillan, el Warp! ¡Está llegando! En nombre de todo lo que es santo, ¡muévete!

Mientras gritaba las últimas palabras, la obligó a volverse, dispuesto a llevarla a rastras, si era necesario, al refugio de la taberna, antes de que fuese demasiado tarde. Se volvió y...

La pared de oscuridad les dio de lleno al barrer la calle con la rapidez y la furia de un maremoto. Drachea oyó la voz del Warp elevándose en un estruendoso crescendo detriunfo, y vio un torbellino de formas retorcidas que se le echaban encima, venidas de ninguna parte. Por un instante, sintió que Cyllan le agarraba una mano; después, un martillazo de agonía pareció romper todos los huesos de su cuerpo, y con él llegó un abrasador olvido.

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