CAPÍTULO 16

Tarod emergió del laberinto de pasadizos del subterráneo del Castillo por un camino solamente conocido por los más aventureros de los que se habían criado dentro de sus confines. El patio estaba a oscuras, pero las lunas se habían puesto y las estrellas empezaban a desvanecerse en el Este, anunciando que tardaría menos de una hora en amanecer el día. De momento permaneció oculto entre las hojas de la parra que trepaba por las antiguas y negras paredes, saboreando la dulzura del aire puro después de su confinamiento. Entonces avanzó con cautela al amparo de la parra, y se echó apresuradamente atrás cuando se abrió una puerta cercana y de ella salieron tres hombres armados. Pasaron a poca distancia del lugar donde permanecía inmóvil, y esperó oír algo que le diese una idea de la situación en que podía hallarse Cyllan; pero no hablaron. En cuanto se hubieron ido, se alejó deslizándose en las espesas sombras. No sabía dónde estaba la habitación de Erminet, ni siquiera si ella estaría allí, pero presumió que le habrían destinado una de las normalmente reservadas a las Hermanas de más categoría en el Ala Este.

Al cruzar el patio ahora desierto en dirección a una pequeña puerta que conducía a un pasillo poco usado, se dio cuenta de que reinaba ciertamente una actividad desacostumbrada en el Castillo. Aunque estaban encendidas las luces del salón principal, no se oía nada que revelase que se estaba celebrando una fiesta, y el esporádico destello de antorchas en diversas ventanas de los diferentes pisos del edificio sugería que muchas personas andaban por allí de un lado a otro. Sonrió, ligeramente divertido por la idea de que Cyllan hubiese armado tanto alboroto y estropeado la fiesta de Keridil. Después, al llegar a la puerta, se deslizó en el interior y se dirigió a una escalera de caracol que le llevaría a los aposentos de los invitados.

Parecía que la búsqueda no se concentraba en esa parte del Castillo, lo cual era bastante lógico, pues Keridil no querría alarmar innecesariamente a sus invitados, y Tarod llegó al pasillo que le interesaba sin tropezarse con nadie. Las habitaciones de las Hermanas estaban al fondo y la única manera de llegar a ellas era por un largo corredor iluminado, a la vista de cualquier observador casual que pudiese salir de uno de los otros aposentos. Tarod se echó atrás la capa de cuero, lo bastante para descubrir la insignia de Iniciado que había hurtado, y entonces, tratando de no pensar en lo que podía verse obligado a hacer si alguien le sorprendía, echó a andar por el pasillo.

Estaba en la mitad de su camino cuando un delator destello de luz que brotó de un pasadizo lateral delante de él hizo que se detuviese en seco. No había posibilidad de volver atrás ni lugar donde esconderse, y un instante después, una muchacha que tendría unos dieciséis años salió corriendo del pasadizo y, al verle, chilló y casi dejó caer la linterna que llevaba.

— ¡Oh!

Abrió mucho los ojos al verle y su sorpresa se convirtió en alarma al reconocer la insignia de Iniciado. Trató de hacer una reverencia, a la manera de las Hermanas, pero fue un intento torpe, fruto de la inexperiencia.

— ¡Oh, señor, te pido perdón! Volvía junto a la Hermana Erminet; no abandoné mi puesto, señor, pero la Hermana quería otra luz y no podía enviar a nadie más a buscarla, porque están todos ocupados en la búsqueda... — Su confusa disculpa se interrumpió bajo la mirada fija de Tarod, y la niña se sonrojó y balbuceó —: Lo siento, señor...

Tarod vio el velo blanco de gasa que cubría los cabellos de la niña y se dio cuenta de que era una Novicia de la Hermandad. Nunca la había visto antes de ahora.., y ella no le había reconocido. Consciente de que podía sacar provecho de la circunstancia, asintió brevemente con la cabeza.

— Nadie va a castigarte, Hermana-Novicia, por obedecer órdenes de una superiora... Supongo que está bajo la tutela de la Hermana Erminet en la Tierra Alta del Oeste, ¿verdad?

—Bueno... , tenía que haberlo estado, señor. Pero desde luego, dudo de que llegue a ser así, después de lo que ha ocurrido. Yo vine con el grupo que traía la felicitación de la Señora al Sumo Iniciado. — Más confiada, le sonrió tímidamente—. Sólo llevo dos meses como Novicia, señor, y estoy muy agradecida por este privilegio.

Después de lo que ha ocurrido... Sin proponérselo, la muchacha le había revelado la verdad, al menos en líneas generales. Tarod dijo:

—Me alegro de que lo aprecies, Hermana-Novicia. Pero espero que sepas también cuál es tu deber. Pareces muy joven e inexperta para una tarea de tanta responsabilidad.

La niña enrojeció de nuevo.

— No había nadie más, señor. Como están todos buscando a la prisionera que ha escapado... , pero yo sé lo que debo hacer. — Le miró, esperando su aprobación—. No debo dejar que nadie vea a la Hermana sin autorización. Así me lo ordenaron.

—Claro, ¿Y qué más te dijeron?

Afortunadamente para él, la muchacha era lo bastante ingenua para creer que la estaba poniendo a prueba. Como repitiendo una lección del catecismo, dijo:

— Que no debía conversar con la Hermana, señor, sobre cualquier cosa que no fuesen sus necesidades inmediatas. Yo... — Vaciló—. Me dijeron que había traicionado a la Hermandad y al Círculo, señor. Y que tiene que ser interrogada y posiblemente... juzgada.

¡Dioses! Por lo visto habían descubierto lo que había hecho Erminet... Alarmado, pero manteniendo inexpresivo el semblante, dijo Tarod:

—Esto no debes comentarlo con nadie, Hermana-Novicia. No quiero chismorreos con las otras muchachas, ¿me entiendes?

— Sí, señor. — La niña se pasó nerviosamente la lengua por los labios—. ¿Puedo volver ahora a mi puesto?

Era fácil engañar a la muchacha; encontraría la manera de librarse de ella cuando se reuniese con Erminet.

—Deberías hacerlo —dijo—; pero quiero asegurarme de que la Hermana está donde debe estar. Si no hay novedad, considérate afortunada... ¡y otra vez no abandones tus deberes, sea cual fuere la razón!

— No, señor. Lo siento, señor...

Avergonzada y aterrorizada, la muchacha hizo otra torpe reverencia y echó a andar por el pasillo, con la linterna oscilando en su mano. Se detuvo ante la última puerta, hurgó torpemente con la llave en la cerradura y por fin consiguió abrirla. Una luz débil salió del interior y Tarod hizo un breve ademán a la Novicia para que se quedase donde estaba y entró en la habitación.

Erminet yacía en la cama; estaba durmiendo. Mirando por encima del hombro, para asegurarse de que la niña había comprendido su orden y no le había seguido, Tarod cruzó la habitación y se inclinó sobre la anciana, asiéndole una mano.

— Hermana Erminet...

No hubo respuesta, y encontró que aquella mano estaba fláccida. La intuición le dijo la verdad antes de que le mirase a la cara. Sonreía, con una sonrisa débil y reservada, y parecía extrañamente más joven: se habían suavizado las arrugas de sus mejillas y su piel estaba más tersa. Y sobre la mesilla de noche había varios frascos de su colección de pócimas, una botella de vino y una copa vacía.

Tarod se volvió y, olvidando toda precaución, gritó:

— ¡Hermana-Novicia!

La niña entró corriendo, alarmada por el tono de su voz.

— ¿Se... señor?

Tarod señaló el pequeño tocador del rincón.

— ¡Trae aquel espejo! ¡De prisa!

El espejo estuvo a punto de caerse de las manos de la chica, debido a su precipitación. Se acercó tambaleándose a Tarod, y éste le arrancó el espejo de las manos y lo puso delante de la cara de la Hermana Erminet. Nada empañó la superficie mientras él contaba los latidos de su propio corazón: siete, ocho, nueve... Después tiró el espejo y oyó cómo se estrellaba en el suelo, y el grito de espanto de la muchacha le llenó de ira y de desprecio. Se volvió a ella y, con voz grave y furiosa, le dijo:

—¿Ves ahora lo que has hecho?

La niña temblaba como una hoja, tapándose la boca con la mano.

— No está..., no puede ser, señor... ¡Sólo he estado ausente unos minutos!

— ¡Y estos minutos han sido suficientes! Es... era una herbolaria muy experta. ¡Y tú la has dejado sola el tiempo suficiente para que se quitase la vida!

Avanzó hacia ella, casi sin saber lo que hacía, y la muchacha, al verle acercarse, lanzó un grito de espanto, se arremangó la falda y salió corriendo de la habitación como un animal asustado. Tarod se detuvo, escuchando su carrera, con los puños cerrados con tal fuerza que las uñas se hundían en las palmas. Después volvió temblando junto a la cama.

— Erminet...

Se sentó sobre la colcha y asió las dos manos de la anciana, como si su voz y su contacto pudiesen devolverle la vida. Pero sus ojos permanecieron cerrados y la sonrisa siguió fija en su semblante.

Sin duda había sabido lo que hacía ... y había elegido una droga que actuase con tanta rapidez que nadie pudiese salvarla. Le consoló un poco pensar que no debió sentir dolor, sino que había muerto plácidamente y por su propia voluntad. Pero esto no cambiaba el hecho cruel de que había muerto por su causa.

Las lágrimas le escocían en los ojos, y estrechó los dedos exangües de la anciana hasta estar a punto de romperlos. Erminet había sido una verdadera amiga, había faltado a su deber en aras de una lealtad más personal. Y ésta era su recompensa... Descubierto su engaño, había sabido cuál sería su destino si la declaraban culpable de protegerle, y había preferido ahorrar trabajo al Círculo, morir dignamente, ya que había que morir, de la manera y en la hora que quisiese.

Y su muerte, cruelmente inútil, aumentó el odio de Tarod contra Keridil y el Círculo, y contra su falso concepto de la justicia. Si podía vengarla..., pero ella no lo querría. Le había hecho prometer que no dañaría a nadie del Castillo, y él había faltado ya a esa promesa matando a dos hombres. No volvería a hacerlo. Al menos le debía esto.

Tarod se dio ahora cuenta de que había pasado algún tiempo desde que la Novicia había salido corriendo de la habitación, y comprendió que debía marcharse, si no quería que le encontrasen cuando volviera con ayuda. El Círculo sabría a qué atenerse cuando ella describiese al Adepto de cabellos negros que había encontrado en el pasillo, y la caza se redoblaría para buscarle también a él. No temía mucho que volviesen a capturarle, pero sería una triste ironía que descubriesen a Cyllan antes de que él pudiese alcanzarla:

Erminet habría muerto en vano.

Cruzó las manos de la vieja Hermana sobre el pecho y se inclinó para besarle la frente delicadamente. Su mano izquierda asía todavía la de ella; la levantó e hizo una breve señal sobre el corazón. Era una bendición, pero no una bendición que hubiese dado un siervo de Aeoris. Después se puso en pie y salió rápida y silenciosamente de la habitación.

El Sumo Iniciado recibió la noticia del suicidio de la Hermana Erminet con pena y con angustia, y reconociendo también, de mala gana, que esta acción era una sólida prueba de su culpa. Pero cuando se enteró, de labios de la llorosa Hermana-Novicia, de lo referente al misterioso Adepto con quien se había tropezado y al que no habían podido encontrar, empezaron a encajar demasiado bien las piezas de un feo rompecabezas.

De los cuatro hombres que había enviado para comprobar que Tarod estaba en su celda, el más joven vomitó violentamente cuando vio la carnicería del sótano y los otros tres tuvieron dificultades en dominar sus estómagos. Keridil había escuchado sus declaraciones reservadamente en su estudio, alegrándose de haber podido persuadir a Sashka de que se retirase a los aposentos de sus padres hasta la mañana. El no podría dormir, especialmente ahora que Cyllan no era el único enemigo con quien tenía que enfrentarse; al menos había podido ahorrarle esto...

— Quiero que se intensifique la búsqueda — dijo a Taunan Cel Ennas, que era el más experto espadachín del Círculo, cuando salieron por la puerta principal del Castillo y se detuvieron en lo alto de la escalera de caracol bajo la primera y pálida luz de la aurora—. Dobla la guardia en las puertas y asegúrate de que no sean abiertas sin mi autorización. —Encogió los hombros y miró a su alrededor, contemplando las altas paredes negras que de pronto parecían opresivas—. Saben los dioses que hay demasiados escondrijos en este maldito palacio. Pero les encontraremos, Taunan. Les encontraremos, ¡aunque para ello tengamos que derribar el Castillo piedra a piedra!

Taunan suspiró, pellizcándose el puente de la nariz en un intento de aclarar su visión. A pesar de su cansancio, comprendía que Keridil tenía razón; no podrían descansar hasta que hubiesen capturado a su presa. Sólo lamentaba no poder compartir la certidumbre del Sumo Iniciado sobre el éxito de su empresa.

— Es fácil olvidar que no tenemos que habérnoslas con un hombre corriente, Keridil — replicó cansadamente—. Tarod tiene la astucia del Caos y muchos de sus poderes.

— No sin la piedra-alma — le recordó Keridil —. Y sabemos que está en posesión de la muchacha.

Taunan hizo una mueca.

— ¿Pero si se encuentran los dos, antes de que les encontremos nosotros?

— No podemos permitir que esto suceda. Debemos aprehender a uno de ellos, no me importa cuál, antes de que puedan encontrarse. Si fracasamos en esto, sólo los dioses saben cuáles pueden ser las consecuencias. —Keridil observó el cielo que empezaba a iluminarse—. He convocado una reunión de los Adeptos superiores para dentro de una hora. Discutiremos los métodos ocultos que hemos de emplear, pero antes...

Se interrumpió, frunciendo los párpados.

— ¿Keridil?

El Sumo Iniciado agarró un brazo de Taunan y dijo, con voz seca e inquieta:

—Taunan..., mira...

El viejo siguió la dirección de su mirada.

—¿Qué es? Yo no...

—Mira hacia el Norte. Y escucha.

Taunan respiró con fuerza al comprender, y se quedó mirando más allá de la imponente mole de la Torre del Norte. Parecía que amanecía otra aurora a lo lejos, desafiando a la del Este; el arco gris del cielo estaba teñido de un pálido y enfermizo espectro de colores que parecía desviarse, moverse, como un gran rayo de luz que girase lentamente. Soplaba un viento fresco desde el mar, pero además de su débil susurro, se oía otro sonido, muy lejano: un agudo y misterioso aullido, como si a cientos de millas de la costa se hubiese desencadenado un huracán que se acercaba rápidamente.

Las franjas de color se intensificaron lenta pero continuamente en el cielo, y mientras los dos hombres observaban, una viva raya anaranjada cruzó el cielo como una cicatriz, seguida de otra más pequeña y de un azul intenso.

— Va a ser muy malo... — dijo Keridil a media voz.

Taunan asintió con la cabeza; tenía seca la garganta. Incluso protegidos como estaban por el Laberinto que mantenía al Castillo en una dimensión en parte diferente a la del resto del mundo, un Warp era una experiencia terrible, y Keridil tenía razón: los oscilantes colores del cielo presagiaban que éste sería extraordinariamente fuerte. Taunan dominó el pánico turbador que estos fantásticos y mortíferos fenómenos producían en todos los hombres, mujeres y niños, y trató de sonreír.

—Desafiaría incluso a Tarod a tratar de huir del Castillo durante un Warp.

Keridil le miró sorprendido; después su semblante se relajó y sonrió también.

— Tienes razón... y tal vez es la primera vez en la historia que los Warps van a soplar en nuestro favor. —Miró de nuevo hacia arriba y se estremeció—. Volvamos al interior. Por muy ventajoso que éste pueda ser, eso no significa que quiera observar su llegada.

Desde su escondrijo en un almacén contiguo a las caballerizas del Castillo, Cyllan vio los primeros cambios amenazadores en el cielo y sintió bajo sus pies la débil vibración que presagiaba el comienzo de la tormenta. Los gruesos muros apagaban los sonidos del Warp que se acercaba, pero no podían protegerla del miedo primordial que se apoderó de ella cuando observó, a través de una estrecha ventana, las franjas de color procedentes del Norte que se hacían cada vez más intensas. Presa de espanto, se acurrucó en un oscuro rincón y se cubrió la cabeza con la capucha, pero no podía librarse del miedo; aunque ahora no veía el horror que se acercaba, la vibración del suelo aumentó hasta que pareció transmitirse a sus huesos y a su alma.

Lamentó no haber elegido otro escondrijo. Había tratado de llegar a la Torre del Norte, pensando que, si Tarod estaba también libre, la buscaría allí; pero entonces casi se había dado de manos a boca con una de las patrullas que la buscaban, y sólo su buena suerte y su rápida intuición la habían salvado. Se había metido en las caballerizas como refugio más próximo, y ya no se había atrevido a salir de ellas.

Ahora, incluso sin el Warp que la tenía encerrada allí, la luz de la aurora habría hecho demasiado peligroso cualquier intento de moverse. En todo caso, la búsqueda parecía haberse intensificado y, aunque esperó que esto fuese señal de que Tarod había escapado también, no aliviaba su apurada situación inmediata. El no pensaría nunca en buscarla aquí, y cuando había tratado, hacía unos minutos, de enfocar la mente y alcanzar el subconsciente de Tarod, sus propios pensamientos estaban demasiado confusos por el miedo al Warp y no había podido concentrarlos.

Una puerta situada en el fondo del almacén conducía directamente a las caballerizas, y había oído detrás de ella pataleos y resoplidos al percibir los caballos del Castillo la horrible tormenta que se acercaba. Salió de su rincón y se deslizó hacia aquella puerta, diciéndose que, precisamente ahora, nadie que estuviese en su sano juicio iría en busca de un caballo, y que la compañía de unos animales sería mejor que los terrores de la soledad cuando estallase el temporal. Trató de no mirar a la ventana al pasar, pero no pudo dejar de ver el extraño juego de la misteriosa luz sobre sus manos y su ropa. Tragándose la bilis que subió a su garganta, amenazando con ahogarla, entreabrió la puerta y miró por la rendija.

Altas y vagas formas se movían en la penumbra; caballos castaños y grises y alazanes, y uno negro, de ojos salvajes y blancos. El más próximo, un bayo muy grande, la vio y se echó atrás en su compartimiento, con las orejas gachas. Cyllan entró y se acercó a él, hablándole en voz baja para tranquilizarle. Estos animales del Sur eran más dóciles que los peludos ponies del Norte que había montado cuando hacía de vaquera, y el bayo se calmó rápidamente a su contacto y se arrimó a ella como agradeciendo la compañía humana. Cyllan recorrió la hilera, hablando sucesivamente a cada animal y alegrándose de poder desviar la mente de lo que ocurría en el exterior. Al fin los caballos se tranquilizaron un poco y llegó al final de la hilera. Allí habían amontonado balas de paja en un rincón y se sentó encima de ellas, arrebujándose en su capa. Nada podía hacer, salvo esperar a que pasara el Warp... Temblando, se hundió más en la paja y trató de no pensar en la tormenta.

Las franjas espectrales de azul y naranja y verde que avanzaban en el cielo estaban tomando rápidamente matices oscuros y amenazadores de púrpura y lívido castaño, cuando un hombre salió como un torbellino de la torre de vigilancia de las puertas del Castillo y cruzó corriendo el patio. Subió de tres en tres los anchos peldaños de la escalinata, y cruzó la puerta principal en el momento en que un criado sorprendido iba a atrancarla. Después se detuvo, para cobrar aliento.

— ¿Dónde está el Sumo Iniciado?

El criado, perplejo, señaló hacia el comedor, y el hombre se alejó corriendo.

Keridil estaba comiendo a toda prisa el desayuno que su mayordomo, Gyneth, le había persuadido de que tomase, cuando entró el portero.

—¡Señor! —jadeó el hombre, hinchando los pulmones—. ¡Jinetes! Están llegando por el puente...

—¡Jinetes! —Keridil se puso en pie, apartando el plato a un lado—. ¿Precisamente ahora? ¡Maldita sea! ¡El Warp está a punto de caer sobre nosotros! ¿Quiénes son?

El portero sacudió la cabeza.

—No lo sé, señor. Pero hay un heraldo con ellos, y todo un séquito...

Keridil lanzó un juramento. Ya tenía bastantes preocupaciones para que unos desconocidos viniesen a buscar refugio del Warp en el último momento, pero no podía dejarles fuera, expuestos al horror que se acercaba. Giró sobre sus talones y gritó a un criado que estaba levantando las contraventanas del salón: — ¡Deja eso! Busca a Fin Tyvan Bruall y dile que vaya a las caballerizas para recibir nuevos caballos. — Y al portero—: ¿Crees que llegarás a tiempo de hacerles pasar? El hombre miró al cielo amenazador.

—Creo que sí, señor, si no tropiezan en el Laberinto.

— Esperemos que conozcan el lugar. ¡Date prisa! El hombre salió corriendo y Keridil le siguió, dominando su miedo de salir al exterior y ver el Warp en toda su furia. Al acercarse a la entrada, pudo oír la nota aguda y estridente que acompañaba a la tormenta, como de almas condenadas aullando en su agonía, y se estremeció y respiró hondo, antes de aventurarse en la escalinata.

Las puertas del Castillo se estaban ya abriendo, girando sobre sus goznes, con lo que a Keridil le pareció de una angustiosa lentitud. En lo alto, el cielo estaba turbulento y proyectaba sus rabiosos colores sobre las paredes y las losas, manchando la piel de Keridil de manera que él y los que le habían seguido parecían fantásticas apariciones. El Warp caería sobre ellos dentro de dos o tres minutos, y aunque estaban en el Castillo bastante seguros, ningún razonamiento humano podía vencer el puro terror animal de tener que soportar una de aquellas tormentas sobrenaturales.

Las puertas se habían abierto ahora de par en par y Keridil pudo ver el grupo que se acercaba. Este había cruzado el puente que unía la Península al Continente, pero era difícil dominar los caballos, que se encabritaban y corcoveaban al tratar sus jinetes de guiarles a través de la mancha de césped más oscuro que señalaba el Laberinto. Pero al fin el primer caballo lo cruzó y los otros le siguieron, espoleados en un galope desesperado, repicando sus cascos bajo el gran arco y en el patio.

Siete hombres... y tres mujeres. A Keridil se le encogió el corazón al reconocer al alto y ligeramente encorvado personaje que desmontó del sudoroso caballo castrado gris, mientras dos Iniciados se apresuraban a ayudarle. Era Gant Ambaril Rannak, Margrave de la provincia de Shu..., el padre de Drachea.

Keridil bajó la escalinata, olvidando momentáneamente el Warp en vista de esta inesperada e inoportuna llegada. Pero antes de que hubiera bajado la mitad de los peldaños, un revuelo en las caballerizas le obligó a volverse. Alguien gritaba, sus bramidos eran audibles sobre el insensato aullido de la tormenta... y el estridente chillido de protesta de una mujer.

— ¡Sumo Iniciado! — La voz estentórea de Fin Ivan Bruall, caballerizo mayor, sonaba triunfal mientras arrastraba hacia la escalinata, con la ayuda de uno de los mozos, una figura encapuchada que se debatía. — ¡Hemos pillado a la pequeña asesina! ¡La hemos pillado!

Un rugido del cielo, como si el Warp respondiese al anuncio de Fin con una furiosa protesta propia, sofocó todos los demás ruidos, y Keridil agitó los brazos en un ademán apremiante hacia la puerta principal.

—¡Rápido, que entre toda esa gente! ¡La tormenta está a punto de estallar!

La Margravina y sus dos doncellas chillaban aterrorizadas y sus compañeros varones no mostraban un talante mucho más sereno. Subieron los peldaños tropezando, mientras varios Iniciados dominaban su miedo para encargarse de los caballos enloquecidos, y Fin y el mozo arrastraban a su cautiva hacia Keridil. El Sumo Iniciado miró la ropa manchada de sangre de Cyllan y su cara blanca como el almidón, grotescamente deformada por el arremolinado espectro que se reflejaba desde el cielo; vio que su boca se torcía en un gruñido, aunque no pudo oír la maldición que le lanzaba. Un instante después, el cielo se volvió azul-negro, como una monstruosa moradura, y un relámpago rojo cruzó el cielo, mientras los aullidos de la tormenta iban en terrible crescendo.

— ¡ Refugiaos!

El grito de Keridil se perdió en la cacofonía de los aullidos del feroz viento del Norte y de los truenos del Warp sobre su cabeza. Fin conservó la serenidad suficiente para aferrarse a Cyllan y arrastrarla sobre la escalera, dándole un fuerte puñetazo cuando ella empezó a andar delante de ellos... y se detuvo en seco.

La voz del Warp retumbaba en sus oídos, el cielo enloquecido ocultaba el sol naciente y sumía el patio en una oscuridad caótica. Pero las rabiosas franjas de color que precedían a la tormenta proyectaban luz suficiente para que pudiese ver la alta y misteriosa figura que le cerraba el camino hacia la puerta. Una maraña de cabellos negros se agitaba bajo el vendaval, y la cara, iluminada por una violenta explosión de verde y carmesí, era demoníaca. El espantoso recuerdo de Yandros, Señor del Caos, acudió súbitamente al cerebro de Keridil; esta aparición era el moreno hermano gemelo del Señor del Caos, y una terrible premonición de su propio destino le inmovilizó.

Pero si él estaba paralizado, no así Cyllan, que redobló sus esfuerzos para librarse de las garras de Fin, y su voz fue más fuerte que la del Warp al gritar:

— ¡Tarod!

Su grito rompió el hechizo que mantenía inmóvil a Keridil. Este saltó atrás, bajó corriendo la escalinata donde se debatía Cyllan y desenvainó su espada. Tarod corrió tras él, pero frenó su impulso cuando Keridil se detuvo a un paso de Cyllan, cuyos brazos habían sido atenazados por el caballerizo mayor, y apuntó a su corazón con la punta de la espada. El Sumo Iniciado estaba loco de miedo a la tormenta y de furia por este enfrentamiento; Tarod comprendió que, si hacía un solo movimiento imprudente, Keridil atravesaría a Cyllan.

Los otros Iniciados que estaban en el patio se habían dado cuenta de lo que pasaba y, dejando que uno de ellos cuidase de los espantados caballos del Margrave lo mejor que pudiese, fueron corriendo en ayuda de Keridil. Iban todos armados y Cyllan temió que, sin la piedra, Tarod no pudiese vencerles. Tenía que llegar hasta él; tenía que hacerlo, costara lo que costase...

Keridil fue pillado completamente por sorpresa cuando Cyllan, con una violencia fruto de la desesperación, le lanzó una furiosa patada que le alcanzó en mitad del abdomen. Cayó al suelo y soltó la espada, y Cyllan se retorció para morder la mano de Fin Ivan Bruall con toda su fuerza. El caballerizo mayor gritó y ella dio otra patada, esta vez hacia atrás, y se soltó. Su impulso hizo que bajase los peldaños tambaleándose, pero se volvió con la misma agilidad que un gato cuando vio que Tarod iba a su encuentro...

Tres Iniciados le cerraron el camino, mientras otros dos corrían hacia ella desde atrás. Cyllan gruñó como un animal, vio que Tarod luchaba con el primero de los tres atacantes y se dio cuenta de que la trampa se estaba cerrando a su alrededor. Por encima de los aullidos del Warp, oyó su voz que le decía:

— Cyllan, ¡corre! ¡Corre, aléjate de ellos!

El Sumo Iniciado se había puesto en pie y avanzaba... Cyllan se volvió y echó a correr, estorbada por la falda y casi cayendo al llegar al pie de la escalinata. Y, de pronto, se encontró en medio de un grupo de caballos aterrorizados, la mitad de los cuales corrían en libertad mientras el joven Iniciado se esforzaba en mantener a los otros bajo control. Una alta forma gris se interpuso en su camino; Cyllan chocó contra el caballo del Margrave y, en un movimiento reflejo, se agarró a un estribo para no caer.

—¡Detenedla! —oyó que gritaba Keridil detrás de ella, y el caballo relinchó con fuerza.

Cyllan no se detuvo a pensar; alargó una mano, se agarró a la crin y saltó. Cayó a medias sobre el cuello del animal y se agarró frenéticamente al pomo de la silla, sosteniéndose peligrosamente al encabritarse la bestia en aterrorizada protesta.

—¡Tarod! —Su grito se perdió en la cacofonía del cielo—. ¡Ta

rod!

El la vio, pero no podía alcanzarla; dos hombres le estaban atacando y, en aquella confusión, apenas si podía defenderse, y mucho menos perder tiempo en otras consideraciones. La cabeza le daba vueltas; sentía que surgía energía en su interior, alimentada por la locura del Warp, pero era una energía salvaje, incontrolable; no podía dominarla. Esquivó una furiosa estocada y, con la mano izquierda, agarró la muñeca de su atacante, retorciéndola, aplastándola... Sintió que se rompía un hueso, pero el segundo Iniciado venía de nuevo contra él.

¡Tarod!

Esta vez, el grito de Cyllan fue un toque de alarma, al ver que Keridil, que había recobrado su propia espada, corría hacia ella con Fin y otro hombre pisándole los talones. El caballo se encabritó de nuevo, casi desarzonándola, y ella, agarrando las riendas, le hizo brincar de lado en el momento en que el Sumo Iniciado le lanzaba una estocada. La hoja no le dio por un pelo, pero produjo una herida superficial aunque extensa en el flanco de la montura.

El caballo relinchó. Arqueó el cuerpo, pataleó y, presa de pánico, emprendió el galope. Brotaron chispas de debajo de sus cascos al cruzar el patio, impulsado por su instinto a escapar del Castillo donde veía la fuente de su terror. Cyllan se inclinó peligrosamente sobre la silla, tirando de las riendas; pero era inútil: el caballo se dirigía a la puerta de salida y el portero había abandonado su puesto para ayudar a sus compañeros. La verja todavía estaba abierta en parte, y el corcel galopó bajo el arco, dirigiéndose en línea recta al prado de césped y a la libertad.

Cyllan vio lo que había delante de ella, vio el arremolinado caos de luz negra y colores imposibles que asolaba el mundo más allá del Laberinto. Vio los torturados riscos de las montañas retorciéndose sobre ellos mismos, moldeados por los horribles caprichos del Warp, y, aterrorizada, azotó a su montura, tratando de detener su carrera antes de que fuese demasiado tarde.

El caballo cruzó al galope el Laberinto, y el relincho que lanzó al salir al otro lado fue ahogado por el rugido del Warp al caer sobre ellos con la fuerza de una ola gigantesca. Cyllan tuvo la impresión de que su cuerpo estaba siendo hecho pedazos; vino una oscuridad salpicada de chispas de plata y tuvo una sensación de agonía en todos sus nervios antes de que el mundo estallase en el olvido.

Keridil se tambaleó al ponerse de pie, aturdido por la fuerza con que había golpeado el suelo al librarse de los furiosos cascos del caballo. Al correr Fin Tivan Bruall para ayudarle, miró hacia las puertas y el torbellino de más allá, con el semblante pálido por la impresión recibida.

— Aeoris... — Hizo una señal sobre su corazón—. Fin, ella... ella...

Fin no le respondió. Estaba mirando por encima del hombro hacia la escalinata, y lo que veía le llenaba de espanto. Tarod permanecía inmóvil, y su rígida actitud indicaba claramente que también él había visto el horrible final de Cyllan. Uno de los atacantes yacía a sus pies, encorvado y moviéndose débilmente. El otro retrocedía, bajando lentamente de espaldas la escalera, con la espada levantada como para protegerse de algo que nadie más podía ver; estaba aterrorizado.

Fin agarró de un hombro a Keridil.

—Sumo Iniciado...

Keridil se volvió, azotado por el viento aullador, y su rostro se contrajo. Entonces echó a correr, tambaleándose, en dirección a la figura inmóvil sobre la escalinata. Siguiendo su ejemplo, los otros espadachines hicieron acopio de valor y se dispusieron a atacar... Entonces Tarod volvió la cabeza.

Si había sido humano, pensó Keridil, ahora su expresión lo desmentía. La cara de Tarod estaba enloquecida y sus ojos verdes ardían con una luz infernal. Movió los labios y pronunció una palabra, aunque Keridil no pudo oírla en el fragor de la tormenta. Después levantó la mano izquierda... y el Sumo Iniciado sintió terror en lo más hondo de su alma.

Ella se había ido. Tarod luchó contra esta certidumbre, pero no podía negarlo, había ocurrido, ,y él no había podido evitarlo. Se había ido; el Warp se la había llevado, la había arrojado en la inconcebible vorágine de pesadilla, fuera cual fuese, que había detrás de él. Podía estar muerta.., o viva y atrapada en algún monstruoso limbo... Y él había estado cerca de ella y la había perdido una vez más. Y el dolor que le devoraba, mucho más cruento que el que había sentido cuando la muerte de Themila Gan Lin, o la de Erminet, fue el catalizador que en definitiva despertó toda la fuerza que tenía en su interior. Cyllan se había ido y él sólo podía pensar en vengarla. Por ella quería matar, destrozar, destruir todo lo que se pusiera en su camino. Y el foco de su odio ardiente era un hombre, su amigo de antaño. El traidor. Su enemigo...

Mientras miraba como un animal acosado a Tarod, Keridil sintió la presencia de Fin Tivan Bruall a su lado. No era un gran alivio.

— Traté de detenerla — dijo, reconociendo apenas su propia voz.

Tarod torció los labios con una mueca despectiva, pero frenó su

mano.

Trataste de matarla.

—No... —Y Keridil no protestó más, dándose cuenta de que Tarod no le creería.

Tenía una oportunidad, pensó; sólo una oportunidad: distraerle el tiempo suficiente para que interviniesen los otros Iniciados y le pillasen por sorpresa. Era una esperanza débil, y la idea de lo que podía hacerle Tarod si fallaba su maniobra le estremecía en los más hondo.

—Los dos hemos perdido, Tarod —gritó en medio del vendaval—. Ya lo ves: ella se ha llevado la piedra del Caos. Por tanto, tu alma se ha ido para siempre... —Se pasó nerviosamente la lengua por los labios—. No creo que sin ella puedas vencemos.

Los ojos de Tarod se entrecerraron en dos terribles rendijas, y Keridil vio que, tal como había esperado, los otros hombres habían aprovechado el breve respiro para acercarse. Uno de ellos hizo un súbito y torpe movimiento; la cabeza de Tarod se volvió en redondo...

—¡Prendedle! —gritó el Sumo Iniciado, aguijoneado en el mismo instante por la súbita y desesperada premonición de que era demasiado tarde. Prendedle, antes de que...

La frase fue violentamente cortada por un enorme destello de luz roja como la sangre que estalló en el lugar donde estaba Tarod. Tomó la forma de una espada gigantesca, de dos veces la altura de un hombre y que resplandecía con luz propia, y Tarod la enarboló con ambas manos, como si no pesara nada. Uno de los Iniciados lanzó un grito inarticulado y retrocedió tambaleándose. Iluminada por el resplandor de aquella espada sobrenatural, la cara de Tarod era una máscara maléfica. Entonces giró sobre los talones y la hoja describió un arco sibilante que derribó a los dos espadachines más próximos antes de que pudiesen escapar. La sangre salpicó la cara y los brazos de Tarod cuando cayeron al suelo los dos cuerpos mutilados. Al enfrentarse Tarod nuevamente con Keridil, con la espada incandescente resplandeciendo ferozmente en sus manos, el Sumo Iniciado retrocedió horrorizado. Había enviado a dos Adeptos a la muerte, los otros se retiraban ahora con la mirada fija en la hoja monstruosa, y a la luz proyectada por la espada, vio su propio castigo en los ojos inhumanos de Tarod.

Momentáneamente pareció amainar el estruendo del Warp y, en el relativo silencio, Keridil oyó deslizarse sobre las losas los pies de Tarod, que iniciaba su lento avance. La hoja latía, centelleaba, cegándole, y entonces, sin previo aviso, una onda de pura y desatada energía cayó sobre él como un puño invisible, haciéndole caer violentamente al suelo.. Con una rapidez ante la que no tuvo tiempo para reaccionar, Tarod saltó los peldaños en su dirección, y al aclararse su aturdida mente, Keridil se encontró con que la monstruosa y resplandeciente espada estaba a sólo unas pulgadas de su rostro.

Se mordió la cara interna de las mejillas, para dominar el pánico que amenazaba con apoderarse de él. Los filósofos decían que, cuando un hombre se hallaba a las puertas de la muerte, recordaba los sucesos de su vida en una rápida sucesión de imágenes como de sueño. Keridil no tuvo esta experiencia; fue como si hubiese perdido la memoria y sólo pudo contemplar, impotente, la espada y la silueta del personaje que la blandía.

Por el rabillo del ojo vio que uno de los Iniciados supervivientes hacía un brusco movimiento en su dirección, y Keridil levantó un brazo para contenerle.

— ¡No te muevas!

El hombre vaciló y después obedeció, y Keridil dejó escapar lentamente el aliento entre los dientes apretados. Cuando habló, se sorprendió al descubrir que su voz era firme.

— ¡Acaba de una vez! — La tormenta arreciaba de nuevo, pero él sabía que su adversario le oía bien—. No me espanta morir. ¡Acaba de una vez, Tarod!

Tarod le miró fijamente. La espada que tenía en la mano no temblaba, pero la locura que se había apoderado de su mente empezaba a dar paso a una razón más clara y más fría. Podía destruir a Keridil. Y si la espada le tocaba una vez, el Sumo Iniciado no moriría simplemente; pues la espada era una manifestación letal de la esencia misma del Caos, un objeto en el que se enfocaba todo el poder que fluía a través de él. Keridil no moriría simplemente: sería aniquilado. Y esto sería una justa venganza; una expiación adecuada del destino de Cyllan... Sin embargo, Tarod se contuvo.

Ella podía estar viva. Un Warp la había traído al Castillo; él mismo había sobrevivido a los estragos de un Warp cuando no era más que un chiquillo. Y si ella estaba viva, podría encontrarla...

Destruir a Keridil no le serviría de nada. Demasiada gente había muerto ya en este desgraciado asunto; añadir un hombre más a la lista de bajas sería una acción amarga y fútil, y con ello quebrantaría una vez más el juramento que había hecho a la hermana Erminet. No quería vengarse. La razón le decía que el Sumo Iniciado no era del todo responsable de lo que había sucedido, y ahora que había pasado su ataque de locura, el deseo de venganza se había extinguido con él. Lo único que importaba era encontrar a Cyllan.

Keridil abrió mucho los ojos, sorprendido y confuso, cuando Tarod apartó la resplandeciente y amenazadora espada. Miró a su enemigo, con recelo e incertidumbre, no atreviéndose a concebir un rayo de esperanza. Tarod le miró una vez, y el desprecio de sus ojos verdes se mezcló de pronto con una expresión compasiva.

—No —dijo suavemente—. No te quitaré la vida, Sumo Iniciado. Ya se ha vertido aquí demasiada sangre.

Apretó más el puño de la espada y su brillante aureola resplandeció, envolviendo a Tarod con su luz roja de sangre. En lo alto, el cielo aulló y proyectó una red de relámpagos de plata sobre las torres del Castillo, y Keridil sintió una descarga de energía fluir a través de él al renovar el Warp su furia.

—Si Cyllan vive —dijo Tarod, y Keridil, a pesar del estruendo de la tormenta, oyó cada palabra con la misma claridad que si fuese pronunciada dentro de su cráneo—, la encontraré. Y si la encuentro, te prometo que no volverás a saber de mí. — Sonrió débilmente—. Una vez te negaste a aceptar mi palabra y me traicionaste. Espero que aquel error te haya servido ahora de lección.

Keridil empezó a incorporarse con lentos movimientos, observando la espada en manos de Tarod. No habló; tenía demasiado seca la garganta; pero había veneno en sus ojos. Entonces Tarod levantó la cara al cielo tremebundo, como comunicando con el poder diabólico de la tormenta. El Warp respondió con un aullido en crescendo y la figura de Tarod pareció inflamarse de pronto, y un brillo negro salpicado de plata reluciente cobró vida a su alrededor. Un trueno fortísimo retumbó en el cielo y una explosión de luz blanca iluminó el patio, haciendo que Keridil chillase de dolor y de terror al herirle en los ojos el colosal resplandor. Cayó hacia atrás, llevándose un brazo a la cara para protegerla, y cayó sobre las losas...

Se hizo un silencio. Keridil, deslumbrado, bajó el brazo y pestañeó ante las imágenes oscilantes que nublaban su visión. Después, al aclararse su vista, recibió otra fuerte impresión al darse cuenta de que el Warp había cesado. La pálida luz gris de una aurora natural llenaba el patio; el cielo del Este aparecía teñido por los primeros y suaves rayos del sol mañanero, mientras en algún lugar, más allá del promontorio, un ave marina lanzaba un graznido gemebundo, como el maullido de un gato. Y Tarod se había desvanecido, como si no hubiese existido jamás.

Trabajosamente, el Sumo Iniciado se puso de pie. Le dolían todos los huesos, todos los músculos, todas las fibras de su cuerpo; le temblaban los miembros y, cuando una mano le asió de un brazo, aceptó agradecido el apoyo que le prestaba Fin Tivan Bruall. El caballerizo mayor tenía el rostro pálido, apretados los labios; Keridil miró detrás de él el círculo desordenado de Iniciados que se acercaban vacilantes.

— Keridil

Taunan Cel Ennas fue el primero en hablar. Miró los cuerpos de los dos hombres muertos por Tarod y desvió rápidamente la mirada.

Keridil no pudo mirar los cadáveres. Dijo con voz forzada:

— Haz que los cubran y los lleven dentro, Taunan.

—¿Qué...? —empezó a decir el otro hombre, pero cambió de idea y sacudió desmayadamente la cabeza.

La interrumpida pregunta, ¿qué ha ocurrido?, era demasiado evidente y, sin embargo, no tenía respuesta. Se volvió y se dirigió tambaleándose a la escalinata.

Ahora salían otros del Castillo y, entre ellos, vio Keridil la ansiosa cara del padre de Drachea. Después de todo esto, tendría ahora que explicar al Margrave la muerte de su heredero... Sacudió furiosamente la cabeza para despejarla, pero siguió sintiendo una fría y colérica amargura. Oyó detrás de él el ruido de los cascos de los caballos que eran recobrados y conducidos a los establos, y la normalidad de la escena (aparte de los dos hombres muertos en el suelo) hizo que se sintiese mareado. Hubiese debido prescindir de las exigencias del protocolo y de la tradición; hubiese debido rechazar las opiniones de los que insistían en que hiciera una ceremonia de la muerte de Tarod, y matarle simplemente, sin contemplaciones ni formalidades, cuando había tenido ocasión de hacerlo. Ahora, otras muertes pesaban sobre su conciencia. Drachea Rannak, la Hermana Erminet, los dos guardias en el sótano, los otros dos en el patio... Recordó la promesa hecha por Tarod antes de desaparecer, y sintió una repugnancia fría y cínica. Confiaba menos en la palabra de aquella criatura del Caos que en una serpiente venenosa. Mientras Tarod viviese, el Círculo y todo lo que éste defendía estaban en peligro: tenía que ser destruido. Pero ¿cuántas vidas más se perderían antes de que termina se definitivamente este conflicto?

Y la sangre de Keridil se heló en sus venas al pensar: ... si terminaba alguna vez. Si el Círculo podía triunfar sobre el Caos...

Había echado a andar en dirección a la puerta principal, pero se detuvo de pronto. Ahora se sentía más firme y su mente estaba afilada como la hoja de un cuchillo. Tarod le había superado, pero el corazón y el alma de Keridil exigían su castigo merecido. Y por mor del Círculo, de todo el mundo, se lo infligiría o moriría en el empeño.

Contempló el cielo, que se estaba iluminando por momentos y se dejó llevar por la fuerte corriente de su amargura y de su cólera. Palpó la insignia de oro que llevaba en el hombro, el doble círculo cortado por un rayo en diagonal, y habló en voz tan baja que Fin no pudo captar sus palabras.

— Te destruiré, Tarod — murmuró Keridil con furiosa intensidad—. Por Aeoris y sus seis hermanos, juro que te encontraré y te destruiré. Dondequiera que estés, por mucho tiempo que tenga que emplear en ello, ¡no descansaré hasta que te haya borrado de la faz de nuestro mundo!

Como en respuesta al juramento del Sumo Iniciado, el primer rayo vívido de sol acarició la cima de la muralla del Castillo, vertiendo una cascada de luz sobre el patio. Keridil sintió que le invadía una extraña sensación de paz, la paz de saber que había hablado con el corazón y se había empeñado en una causa noble y justa que, pasara lo que pasase, acabaría triunfando. Tenía en su mano los recursos de todo un mundo: el poder del Círculo y de los antiguos dioses que éste adoraba. El Caos no podía vencer contra estas fuerzas, y el deber de Keridil, asumido bajo juramento, era verle aplastado y destruido.

El pequeño grupo reunido en la puerta le estaba observando. Keridil encogió los hombros, dándose cuenta de que tenía frío. Entonces empezó a subir resueltamente la ancha escalinata para reunirse con los demás.

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