9

Una de las criadas llamó a la puerta de Vera, la abrió y dijo con el tono a medias impertinente y a medias tímido que empleaban cuando «cumplían órdenes»:

—¡Por favor, senhora Vera, don Luis quiere verla en el gran salón!

—Oh, cielos, oh, cielos. —Vera suspiró—. ¿Sigue de mal humor?

—Espantoso —respondió Teresa, la criada, abandonando de inmediato la actitud de «estoy cumpliendo órdenes» y agachándose para rascar un callo de su pie endurecido, descalzo y rollizo.

A esa altura todas las chicas de Casa Falco consideraban a Vera una amiga, una especie de tía de la buena suerte o hermana mayor; hasta Silvia, la severa cocinera entrada en años, había ido a la habitación de Vera el día después de la desaparición de Luz y hablado del asunto con ella. Evidentemente, no la preocupaba en lo más mínimo buscar palabras tranquilizadoras en boca del enemigo.

—¿Ha visto la cara de Michael? —preguntó Teresa—. Ayer don Luis le aflojó dos dientes porque tardaba en quitarle las botas, gruñía y protestaba, ya sabe cómo trabaja, y don Luis le dio un puntapié con la bota todavía calzada. Ahora Michael está hinchado como un murciélago con saco abdominal, tiene un aspecto rarísimo. Linda dice que ayer por la tarde don Luis fue solo al Arrabal, lo vio Thomas, de Casa Marquez, ascendía por la carretera. ¿Qué cree que ha ocurrido? ¿Cree que pretendía robar y traer de vuelta a la pobre senhorita Luz?

—Oh, cielos. —Vera volvió a suspirar—. Será mejor que no lo haga esperar. —Se alisó el pelo y se acomodó la ropa. Siguió hablando con Teresa—: Llevas unos pendientes muy bonitos. ¡Vamos! —Siguió a la muchacha hasta el salón de Casa Falco.

Luis Falco estaba sentado junto a la ventana, contemplando Bahía Songe. La vibrante luz matinal se extendía sobre el mar; las nubes eran grandes y turbulentas, las crestas resplandecían blancas cuando el sol las iluminaba y se oscurecían en los momentos en que el viento amainaba y las nubes más altas impedían el paso de la luz. Falco se puso en pie para recibir a Vera. Su expresión denotaba dureza y gran cansancio. No la miró mientras le hablaba:

Senhora, si tiene aquí algunas pertenencias que desee llevarse, haga el favor de ir a buscarlas.

—No tengo nada —replicó Vera lentamente.

Hasta entonces Falco nunca la había asustado; a decir verdad, durante el mes que había pasado en su casa, había acabado por caerle muy bien, terminó respetándolo. Ahora algo había cambiado en él; no eran el dolor y la rabia visibles y comprensibles desde la huida de Luz; en él se había producido un cambio, no una emoción, sino una manifestación de destrucción, como la de una persona mortalmente enferma o herida. Vera deseaba contactarse con él, pero no supo cómo hacerlo.

—Don Luis, usted me dio la ropa y lo demás —añadió. Vera sabía que la ropa que ahora vestía había pertenecido a la esposa de Falco; había hecho llevar a su habitación un arcón con prendas, bellas faldas, blusas y chales finamente tejidos, doblados con primor y con hojas de lavanda dulce intercaladas hacía tanto tiempo que el perfume se había evaporado—. ¿Quiere que vaya a ponerme mi ropa? —preguntó.

—No…, sí, claro, si es lo que quiere. Haga lo que prefiera… Por favor, regrese lo antes posible.

Cuando Vera regresó cinco minutos más tarde con su traje de seda blanca de los árboles, Falco estaba nuevamente inmóvil en el asiento de la ventana, contemplando la enorme bahía gris cubierta por las nubes.

Cuando Vera se acercó, Falco volvió a levantarse, pero esta vez tampoco la miró.

—Por favor, senhora, acompáñeme.

—¿Adónde? —preguntó Vera sin moverse.

—Al Arrabal —añadió como si hubiera olvidado mencionarlo porque estaba en otra cosa—. Espero que sea posible el reencuentro con los suyos.

—Yo también lo espero. Don Luis, ¿acaso hay algo que lo vuelva imposible?

Falco no replicó. Vera notó que no eludía la pregunta, simplemente el esfuerzo de responder lo superaba. Falco se hizo a un lado para dejarla pasar. Vera contempló el gran salón que tan bien había llegado a conocer y miró el rostro del hombre.

—Don Luis, me gustaría agradecerle su amabilidad para conmigo —dijo con formalidad—. Recordaré la auténtica hospitalidad que convirtió a una prisionera en invitada.

El rostro cansado de Falco no se demudó; meneó la cabeza y esperó a que Vera pasara.

Vera lo adelantó y él la siguió por el vestíbulo hasta la calle. La mujer no había atravesado el umbral desde el día en que la llevaron a la casa.

Esperaba encontrar afuera a Jan, a Hari y a los demás, pero de ellos no había indicios. Una docena de hombres, en los que reconoció a los criados y a la guardia personal de Falco, esperaban agrupados; también divisó a otro conjunto de hombres de edad madura, entre los que figuraban el Concejal Marquez y Cooper —el cuñado de Falco—, así como parte de su séquito: unos treinta en total. Falco les echó un rápido vistazo y a continuación, mecánicamente deferente con Vera y dejando que lo precediera un paso, se puso a caminar por la empinada calle, haciendo una señal al resto para que lo siguieran.

Mientras caminaban, Vera oyó que el viejo Marquez hablaba con Falco, pero no se enteró de qué decían. Caramarcada —Aníbal— le hizo un ligerísimo guiño mientras avanzaba elegantemente al lado de su hermano. La fuerza del viento y el brillo del sol después de haber pasado tanto tiempo puertas adentro o en el jardín amurallado de la casa, la dejaron perpleja; se sentía insegura al andar, como si hubiera permanecido mucho tiempo enferma en cama.

Delante del Capitolio esperaba un grupo más nutrido, cuarenta hombres, tal vez cincuenta, todos muy jóvenes y vestidos con el mismo tipo de chaqueta, de una gruesa tela marrón negruzca; las hilanderías debieron haber trabajado horas extras para fabricar tanta cantidad de la misma tela, pensó Vera. Como todas las chaquetas tenían cinturón y grandes botones de metal, eran muy parecidas. Todos los hombres portaban látigo y mosquete. Semejaban uno de los murales del interior del Capitolio. Alto y de anchos hombros, Herman Macmilan se adelantó sonriente:

—¡A su servicio, don Luis!

—Buenos días, don Herman. ¿Todo preparado? —preguntó Falco con voz ahogada.

—Todo preparado, senhor. ¡Hombres, al Arrabal!

Dio media vuelta y encabezó la columna de hombres Calle del Mar arriba, sin esperar a Falco, que tomó a Vera del brazo y la hizo correr entre los chaquetas oscuras para reunirse con Macmilan en la vanguardia del destacamento. Sus propios seguidores intentaron pisarle los talones. Vera se vio zarandeada entre los hombres, con sus armas y los mangos de los látigos, sus brazos fuertes, sus rostros que la miraban desde arriba, jóvenes y hostiles. La calle era estrecha y Falco se abrió paso por la fuerza, arrastrando consigo a Vera. En cuanto se situó al lado de Macmilan, al frente del destacamento, soltó el brazo de Vera y caminó serenamente, como si en todo momento hubiera ocupado la cabecera.

Macmilan lo miró y sonrió con su proverbial sonrisa fruncida y altanera. Al ver a Vera simuló sorprenderse.

—Don Luis, ¿quién es ésa? ¿Ha traído una dueña?

—¿Se han recibido nuevos informes del Arrabal en la última hora?

—Según el último parte, siguen reuniéndose. Aún no se han puesto en movimiento.

—¿La Guardia de la Ciudad saldrá a nuestro encuentro en el Monumento?

El joven asintió.

—Con algunos refuerzos que Angel reunió. ¡Ya era hora que nos pusiéramos en marcha! Estos hombres han esperado demasiado.

—Son sus hombres; espero que sepa hacerles mantener el orden —puntualizó Falco.

—Están deseosos de entrar en acción —añadió Macmilan con falsa intimidad.

Vera notó que Falco le dirigía una rápida y sombría mirada.

—Escúcheme bien, don Herman. Si sus hombres no aceptan órdenes, si usted no acepta órdenes, nos detenemos aquí mismo y ahora. —Falco paró y la fuerza de su personalidad era tal que Vera, Macmilan y los hombres que iban a la zaga también se detuvieron, como si estuvieran unidos a él con una cuerda.

La sonrisa de Macmilan se había esfumado.

—Concejal, es usted quien está al mando —declaró con un ademán que no lograba encubrir su profundo malestar.

Falco asintió y reanudó la marcha. Vera notó que ahora él era quien daba la pauta.

Al acercarse a los acantilados Vera vio que en lo alto, cerca del Monumento, los esperaba un grupo de hombres aún más numeroso. Cuando llegaron al punto más elevado y pasaron bajo la sombra de la sórdida y espectral astronave, ese destacamento se sumó a la retaguardia de los hombres de Falco y los chaquetas marrones de Macmilan, de modo que en la carretera ahora había más de doscientos hombres de la Ciudad.

¿Qué se proponen?, se preguntó Vera. ¿Se trata del ataque al Arrabal? ¿Por qué me han traído? ¿Qué pretenden? Falco está enloquecido de dolor, Macmilan está enloquecido de envidia y estos hombres, todos estos hombres, tan corpulentos, con sus armas y sus chaquetas y su paso vivo… No puedo seguir este ritmo. ¡Ojalá Hari y los demás estuvieran aquí para ver un rostro humano! ¿Por qué me han traído sólo a mí? ¿Dónde están los demás rehenes? ¿Los han matado? Todos están locos, se huele, huelen a sangre… ¿Saben en el Arrabal lo que estos hombres se proponen? ¿Lo saben? ¿Cómo reaccionarán? ¡Elia! ¡Andre! ¡Mi querido Lev! ¿Qué piensan hacer, qué piensan hacer? ¿Podrán resistir? No puedo seguir este paso, caminan muy rápido, no puedo seguirlos.


Aunque la población del Arrabal y de las aldeas empezó a congregarse a primera hora de la mañana —para la Corta Marcha, como la designó Sasha sin el menor asomo de ironía—, hasta casi mediodía no se puso en camino; como era un grupo multitudinario, torpe y algo caótico a causa de la presencia de muchos niños y de la llegada constante de rezagados que buscaban amigos junto a los que caminar, no se desplazaron rápidamente por la Carretera de la Ciudad.

Por su parte, Falco y Macmilan se habían trasladado velozmente cuando supieron que en la carretera había una gran concentración de arrabaleros. A mediodía habían sacado sus efectivos a la carretera —el ejército de Macmilan, los Guardias de la Ciudad, los guardaespaldas personales de varios Jefes y un grupo variado de voluntarios— y se movían deprisa.

Ambos grupos se encontraron en la carretera, en la Colina de la Cumbre Pedregosa, más cerca del Arrabal que de la Ciudad. La vanguardia del Pueblo de la Paz coronó la baja cresta de la colina y vio que los hombres de la Ciudad subían por la cuesta. Se detuvieron en el acto. Poseían la ventaja de una altura superior y la desventaja que la mayoría aún se encontraba en el lado oriental de la colina y no podía ver qué ocurría ni ser vista. Elia propuso a Andre y a Lev que retrocedieran un centenar de metros para recibir en un pie de igualdad a la Ciudad en la cumbre de la colina; aunque este repliegue podría interpretarse como condescendencia o debilidad, llegaron a la conclusión que era lo mejor. Valió la pena ver la cara de Herman Macmilan cuando se pavoneó en la cresta de la colina y descubrió lo que le esperaba: alrededor de cuatro mil personas congregadas en la carretera, en toda la ladera de la colina y más atrás, en el llano; niños, mujeres y hombres, la mayor concentración de seres humanos que tuvo lugar en ese mundo. Además, cantaban. El rostro rubicundo de Macmilan perdió el color. Lanzó una orden a sus hombres, los chaquetas marrones, y todos manipularon las armas y las prepararon. Muchos guardias y voluntarios se habían puesto a gritar y a chillar para tapar los cantos y pasó un rato hasta que se logró que guardaran silencio para que los cabecillas de los dos grupos pudieran parlamentar.

Falco había empezado a hablar, pero aún persistía el revuelo y su voz seca no se oía. Lev dio un paso al frente y tomó la palabra. Su voz silenció las demás y resonó jubilosa en el aire plateado y ventoso de la cumbre de la colina.

—¡El Pueblo de la Paz saluda con camaradería a los representantes de la Ciudad! Hemos venido a explicar lo que pretendemos hacer, lo que les pedimos que hagan ustedes y lo que ocurrirá si rechazan nuestras decisiones. ¡Pueblo de Victoria, oigan lo que decimos, ya que aquí están puestas todas nuestras esperanzas! En primer lugar, deben dejar en libertad a los rehenes. En segundo lugar, no habrá más reclutamientos para trabajos forzosos. En tercero, representantes del Arrabal y la Ciudad se reunirán a fin de establecer un acuerdo comercial más equitativo. Por último, el plan del Arrabal para establecer una colonia en el norte proseguirá sin interferencias de la Ciudad, del mismo modo que el plan de la Ciudad para abrir el Valle del Sur a lo largo del Río Molino y crear un asentamiento proseguirá sin interferencias del Arrabal. Todos los habitantes del Arrabal han evaluado y acordado estos cuatro puntos, que no son susceptibles de negociación. La población del Arrabal advierte a la de la Ciudad que si la Junta no los acepta, toda cooperación en el trabajo, el comercio, la provisión de alimentos, madera, paños, minerales y productos se interrumpirá y no se reanudará a menos que se negocien y se apliquen los cuatro puntos. Esta decisión no está abierta a debate. Bajo ningún concepto emplearemos la violencia con ustedes pero, a menos que se satisfagan nuestras demandas, no cooperaremos de ninguna manera. Tampoco negociaremos ni llegaremos a un acuerdo. Hablo en nombre de la conciencia de mi pueblo. Nos mantendremos firmes.

Rodeada por los corpulentos hombres de chaqueta marrón que sólo le permitían ver hombros, espaldas y culatas de mosquete, Vera estaba temblorosa, todavía sin aliento a causa de la rápida marcha, y luchaba por contener el llanto. La voz clara, valiente, potente y juvenil, que hablaba sin cólera ni incertidumbre, que entonaba las palabras de la razón y la paz, que entonaba el alma de Lev, su propia alma, el alma de todos, el desafío y la esperanza…

—Sin lugar a dudas, no habrá negociación ni pacto —declaró la voz seca y sombría, la voz de Falco—. En eso estamos de acuerdo. Vuestra demostración numérica de fuerza es impresionante. Pero será mejor que todos recuerden que nosotros representamos la ley y que estamos armados. No deseo que haya violencia. Es innecesaria. Son ustedes los que la han impuesto trayendo semejante multitud para encajarnos vuestras demandas. Es intolerable. Si su gente intenta dar un paso más hacia la Ciudad, nuestros hombres recibirán la orden de impedirlo. Recaerá en usted la responsabilidad de toda lesión o muerte. Nos ha obligado a adoptar medidas excepcionales para defender la Comunidad del Hombre de Victoria. No vacilaremos en aplicarlas. De inmediato daré la orden a fin que este gentío se disperse y regrese a sus casas. Si no la acatan en el acto, ordenaré a mis hombres que disparen a discreción. Antes me gustaría intercambiar rehenes, tal como hemos acordado. ¿Están aquí las dos mujeres, Vera Adelson y Luz Marina Falco? Que crucen sanas y salvas la línea que nos separa.

—¡No habíamos acordado ningún intercambio! —exclamó Lev con tono indignado.

Herman Macmilan se había abierto paso entre sus hombres y sujetó a Vera del brazo, como para impedirle escapar o quizá con el propósito de escoltarla. Ese apretón enérgico la sorprendió y la enfureció y, aunque volvió a temblar, no se apartó ni le dirigió la palabra. Ahora veía tanto a Lev como a Falco. Se quedó quieta.

Lev estaba frente a ella, a unos diez metros, en la cumbre llana de la colina. Su rostro se veía extraordinariamente brillante bajo el sol inquieto y parpadeante. Elia estaba a su lado y le hablaba rápidamente al oído. Lev negó con la cabeza y volvió a mirar a Falco:

—Ni hicimos ni haremos trato alguno. Libere a Vera y a todos los rehenes. Su hija ya está libre. Nosotros no hacemos tratos, ¿está claro? Tampoco prestamos atención a las amenazas.

No se oyó sonido alguno entre los miles de personas desplegadas por la carretera. Aunque no todas podían oír lo que se decía, el silencio se había vuelto contagioso; sólo se percibía, aquí y allá, el débil balbuceo y las protestas de los bebés, molestos por el ardor con que los abrazaban. El viento arreció un instante en la cumbre de la colina. Las nubes se concentraban sobre Bahía Songe, pero aún no ocultaban el sol del mediodía.

Falco seguía sin responder.

Por fin giró bruscamente. Vera vio su rostro, rígido como el hierro. Le hizo gestos, le indicó inequívocamente que se acercara…, que estaba libre. Macmilan soltó el brazo de la mujer. Atónita, Vera dio uno, dos pasos al frente. Buscó con la mirada los ojos de Lev, que sonreía. ¿Es tan fácil la victoria, tan fácil?

La explosión del arma de Macmilan junto a su cabeza la echó hacia atrás, como si hubiera sufrido el impacto del culatazo. Vera perdió el equilibrio, la acometida de los hombres de chaqueta marrón la arrojó de lado y finalmente cayó a gatas. Se oyó un crujido, un chasquido, un rugido y un siseo agudo como el de un gran incendio, pero todo sonaba muy lejos, donde tal vez hubiera un incendio; aquí sólo había hombres que aplastaban, se apiñaban, pisoteaban y tropezaban. Vera gateó y se encogió, intentando ocultarse, pero no había escondite, ya no quedaba nada salvo del siseo del fuego, los pies y las piernas que pisoteaban, los cuerpos apiñados y la tierra mojada y pedregosa.


Reinaba el silencio, pero no era un silencio real. Era un silencio absurdo y carente de significado en el interior de su mente, un silencio en el interior de su oído derecho. Meneó la cabeza para expulsarlo. No había suficiente luz. El sol había desaparecido. Hacía frío, soplaba un viento frío que no emitía sonido alguno. Se estremeció mientras se incorporaba y se abrazó el vientre. Era un lugar absurdo para caerse, para tenderse. Le dio rabia. Su mejor traje de seda de los árboles estaba embarrado y empapado en sangre, pegado a sus pechos y a sus brazos. Un hombre yacía a su lado. No era corpulento. Todos le habían parecido enormes cuando estaban de pie y la rodeaban, pero el hombre caído era bastante delgado y estaba hundido en el suelo como si quisiera formar parte del terreno, semienterrado en el barro. Ya no era un hombre, sólo barro, pelo y una sucia chaqueta marrón. Del hombre que había sido no quedaba ningún rasgo humano. No quedaba nadie. Sentía frío allí sentada y no era el mejor lugar para sentarse; intentó reptar unos metros. No quedaba nadie que quisiera derribarla pero, de todos modos, no podía incorporarse y andar. A partir de este momento siempre tendría que reptar. Ya nadie podía estar de pie. No había a qué aferrarse. Nadie podría caminar. Ya no. Todos estaban tendidos en el suelo, los pocos que quedaban. Encontró a Lev después de reptar un rato. No estaba tan hundido en el barro y la tierra como el hombre de la chaqueta marrón; su cara estaba presente y los abiertos ojos oscuros miraban hacia el cielo pero no veían. No había luz suficiente. Ya no había luz y el viento no sonaba. Pronto llovería, las nubes estaban cargadas como un tejado. Habían pisoteado una de las manos de Lev, los huesos se habían quebrado y se veían blancos. Se arrastró un poco más hasta un lugar en el que no tenía que ver semejante escena y acarició la otra mano de Lev. Estaba intacta y fría.

—Calma —dijo, intentando encontrar palabras de Consuelo—. Bueno, mi querido Lev, ya estoy aquí. —Apenas oyó las palabras que pronunciaba en medio del silencio—. Lev, pronto todo estará resuelto.

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