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Los nubarrones se desplazaban en hileras largas y difusas por encima de Bahía Songe. La lluvia tamborileaba sin cesar sobre el techo de tejas de Casa Falco. En el extremo de la casa, en las cocinas, se percibía el sonido distante de la vida que bullía, de las voces de los criados. Ningún otro sonido ni otra voz: sólo la lluvia.

Luz Marina Falco Cooper permanecía sentada junto a la ventana, con el mentón apoyado en las rodillas. De vez en cuando contemplaba el mar, la lluvia y las nubes a través del grueso cristal verdoso. En ocasiones miraba el libro que tenía abierto a su lado y leía unos párrafos. Luego suspiraba y volvía a mirar por la ventana. El libro no le resultaba interesante.

Era una verdadera pena. Se había hecho muchas ilusiones. Hasta entonces nunca había leído un libro.

Siendo hija de un Jefe, obviamente había aprendido a leer y a escribir. Además de memorizar lecciones en voz alta, había copiado preceptos morales y, con una estrafalaria estructura de volutas y el encabezamiento y la firma con trazos muy grandes y rígidos, era capaz de escribir una carta aceptando o rechazando una invitación. En la escuela utilizaban pizarras y los cuadernos de ejercicios que las maestras preparaban a mano. Luz nunca había tocado un libro. Eran demasiado preciosos para usarlos en la escuela y en el mundo sólo existían contados ejemplares. Se guardaban en los Archivos. Esa tarde, al entrar en el vestíbulo, vio una cajita marrón sobre la mesa baja; levantó la tapa para ver qué contenía y descubrió que estaba llena de palabras. Palabras ordenadas y diminutas, con las letras del mismo tamaño…, ¡qué paciencia había que tener para hacer todas las letras iguales! Un libro, un libro de verdad, procedente de la Tierra. Su padre debió dejarlo allí. Luz lo tomó, lo llevó al asiento de la ventana, volvió a abrir la tapa con cuidado y, con gran lentitud, leyó los diversos tipos de palabras de la primera hoja de papel.


PRIMEROS AUXILIOS
MANUAL DE ASISTENCIA DE URGENCIA
PARA HERIDAS Y ENFERMEDADES
M. E. Roy, Dr.
La Imprenta de Ginebra
Ginebra, Suiza

2027
Licencia N.° 83 A 38014
Gin.

No parecía tener mucho sentido. «Primeros auxilios» sonaba bien, pero la línea siguiente era un verdadero acertijo. Comenzaba por el nombre de alguien, un tal Manuel, y luego hablaba de heridas. Después aparecían varias mayúsculas con puntos. ¿Qué eran una ginebra, una imprenta y una suiza? Igualmente desconcertantes resultaban las letras rojas inclinadas sobre la página como si las hubieran escrito encima de las demás: donado por la cruz roja mundial para uso de la colonia penal de victoria.

Volvió la hoja de papel y la admiró. Era más suave al tacto que el paño más fino, crujiente pero flexible como la hoja fresca del árbol de la paja y de un blanco purísimo.

Luz se debatió con cada palabra hasta llegar al final de la primera página y luego volvió varias a la vez, ya que más de la mitad de las palabras no tenían el menor significado. Aparecieron imágenes horribles: la sorpresa reavivó su curiosidad. Gente que sostenía la cabeza de un ser humano y respiraba en su boca; fotos de los huesos del interior de una pierna y de las venas del interior de un brazo; fotos en colores, en un maravilloso papel brillante parecido al cristal, de gente con manchitas rojas en los hombros, con pústulas en las mejillas, gente cubierta de la cabeza a los pies por horrorosos forúnculos, y palabras misteriosas bajo las imágenes: Erupción alérgica. Sarampión. Baricela. Biruela. No, era con v, no con b. Estudió todas las fotos y en ocasiones hizo una incursión en las palabras de la página del frente. Se dio cuenta que era un libro de medicina y que no fue su padre, sino el médico quien la noche anterior lo dejó encima de la mesa. El médico era un hombre bueno pero quisquilloso. ¿Se enfadaría si se enteraba que ella había estado hojeando su libro? Al fin y al cabo, albergaba sus secretos. El médico nunca respondía a las preguntas, prefería guardarse los secretos para sí.

Luz suspiró una vez más mientras observaba las nubes irregulares y la lluvia que caía incesantemente. Había visto todas las fotos del libro y las palabras no le decían nada.

Se levantó y estaba a punto de dejar el libro sobre la mesa, tal como lo había encontrado, cuando su padre entró en la estancia.

Su paso era enérgico, recta la espalda y los ojos claros y severos. Sonrió al ver a su hija. Algo sobresaltada y sintiéndose culpable, Luz le dedicó una elegante reverencia y ocultó la mesa y el libro tras sus faldas.

—¡Se te saluda, senhor!

—Aquí está mi bella pequeña. ¡Michael, trae agua caliente y una toalla! Me siento sucio de la cabeza a los pies.

Tomó asiento en uno de los sillones de madera tallada y estiró las piernas, aunque su espalda permaneció tan recta como de costumbre.

—Papá, ¿dónde te has ensuciado?

—En medio de la chusma.

—¿En el Arrabal?

—Tres tipos de seres se trasladaron de la Tierra a Victoria: humanos, piojos y arrabaleros. Si sólo pudiera librarme de una especie, escogería la última. —Volvió a sonreír, celebrando su propia gracia. Miró a su hija y añadió—: Uno de ellos tuvo la osadía de responderme. Creo que lo conoces.

—¿Lo conozco?

—Sí, de la escuela. Debería estar prohibido que la gentuza asista a la escuela. No recuerdo su nombre. Sus nombres carecen de sentido: Resistente, Grapa, Comoestás, lo que se te ocurra… Me refiero a un chico de pelo negro, flaco como un palo.

—¿Lev?

—Exactamente, ese alborotador.

—¿Qué te dijo?

—Me dijo que no.

El hombre al que Falco había llamado se acercó deprisa con una palangana de cerámica y una jarra de agua humeante; lo seguía una criada cargada de toallas. Falco se frotó la cara y las manos, bufó y resopló y siguió hablando mientras se aseaba.

—Ese chico y otros acaban de regresar de una expedición al norte, a la inmensidad. Asegura que han encontrado un emplazamiento perfecto y pretenden que se traslade todo el grupo.

—¿Quieren abandonar el Arrabal? ¿Todos?

Falco bufó a modo de asentimiento y estiró los pies para que Michael le quitara las botas.

—¡Serían incapaces de sobrevivir un invierno sin la ayuda de la Ciudad! Tierra los envió hace cincuenta años por imbéciles incapaces de aprender y así son. Ha llegado la hora de recordarles cómo son las cosas.

—No pueden irse a la inmensidad —opinó Luz que, además de oír las palabras de su padre, había hecho caso de sus propios pensamientos—. ¿Quién cultivará nuestros campos?

Su padre ignoró la pregunta repitiéndola, convirtiendo una expresión de emociones femenina en una masculina evaluación de los hechos.

—Es obvio que no podemos permitir que se dispersen. Proporcionan la mano de obra necesaria.

—¿Por qué los arrabaleros se ocupan de casi todas las tareas del campo?

—Porque no sirven para otra cosa. Michael, aparta esa agua sucia.

—Casi ninguno de los nuestros sabe cultivar un campo —observó Luz.

La muchacha estaba concentrada. Tenía cejas oscuras y muy arqueadas, como las de su padre, y cuando se ponía pensativa formaban una recta por encima de sus ojos. Esa línea recta contrariaba a su progenitor. No quedaba bien en el rostro de una linda joven de veinte años. Le confería un aspecto rígido, impropio de una mujer. Aunque Falco se lo había recriminado a menudo, Luz nunca había superado esa mala costumbre.

—Querida mía, no somos campesinos, sino gente de la Ciudad.

—¿Quién estaba a cargo de los cultivos antes de la llegada de los arrabaleros? La colonia ya tenía sesenta años cuando los enviaron.

—Como es lógico, los obreros se ocupaban del trabajo manual. Pero nuestros obreros jamás fueron campesinos. Somos gente de la Ciudad.

—Y nos morimos de hambre, ¿no? Se desencadenaron las Hambrunas. —Luz habló como en sueños, como si recordara un antiguo relato histórico, pero sus cejas seguían formando una recta negra—. En la primera década de la colonia y en otros momentos…, mucha gente murió de hambre. No sabían cultivar el arroz de los pantanos ni raíz de azúcar hasta la llegada de los arrabaleros.

Las cejas negras de su padre ahora también formaban una recta. Con un solo ademán despidió a Michael, a la criada y el tema de conversación.

—Es un error permitir que los campesinos y las mujeres vayan a la escuela —declaró con su voz seca—. Los campesinos se vuelven insolentes y las mujeres, aburridas.

Dos o tres años atrás, ese comentario habría arrancado lágrimas a Luz. Se habría desanimado, habría ido a llorar a su habitación y continuado triste hasta que su padre le dijera una lindeza. Pero actualmente él no podía provocarle el llanto. Luz ignoraba los motivos por los que las cosas eran como eran y le parecía muy extraño. A decir verdad, temía y admiraba a su padre, como toda la vida, pero siempre sabía qué estaba a punto de decir. Nunca decía nada nuevo. Nunca había ninguna novedad.

Se volvió y, una vez más, miró Bahía Songe a través del cristal grueso y verticilado; la curva más distante quedaba oculta por la lluvia incesante. Se irguió y se convirtió en una figura destacada bajo la pálida luz, con su larga falda roja tejida en casa y su blusa con guarnición de encaje. Se la veía indiferente y solitaria en medio de la estancia alta y larga, tal como se sentía. También percibió fija en ella la mirada de su padre. Y supo lo que iba a decir.

—Luz Marina, ya es hora que contraigas matrimonio. —La joven aguardó la siguiente frase—. Desde la muerte de tu madre… —y el suspiro.

¡Ya está bien! ¡Basta, basta!

Luz giró para mirarlo y dijo:

—He leído el libro.

—¿Qué libro?

—Debió olvidarlo el doctor Martin. ¿Qué significa «colonia penal»?

—¡No tenías por qué tocarlo!

Falco estaba azorado. Esa actitud prestaba interés a la charla.

—Creí que era una caja de frutos secos —prosiguió Luz y rió—. De todos modos, ¿qué significa «colonia penal»? ¿Una colonia formada por delincuentes, una cárcel?

—No tienes por qué saberlo.

—Enviaron a nuestros antepasados aquí como prisioneros, ¿no es verdad? Eso es lo que decían los arrabaleros de la escuela. —Falco palideció, pero el peligro levantó el ánimo de Luz; su mente funcionaba a toda velocidad y expresó lo que pensaba—. Decían que la primera generación estaba formada por delincuentes. El gobierno de la Tierra utilizó Victoria como cárcel. Los arrabaleros decían que ellos fueron enviados porque creían en la paz o algo por el estilo y que a nosotros nos enviaron porque éramos ladrones y asesinos. La mayoría de los miembros de la primera generación eran hombres; las mujeres no quisieron venir, salvo las que estaban casadas con ellos. Por eso al principio hubo tan pocas mujeres. Siempre me pareció disparatado que no enviaran mujeres suficientes para establecer una colonia. Eso también explica por qué sólo se fabricaron naves de ida, naves que no podían regresar. Y es el motivo por el que los terráqueos nunca vienen. Estamos encerrados en el exterior. Es verdad, ¿no? Nos llamamos Colonia Victoria, pero somos una cárcel. —Falco se había puesto en pie y avanzó; Luz permaneció inmóvil, manteniendo el equilibrio—. No —dijo con tono ligero, como si todo le fuera indiferente—. No, papá, no lo hagas.

Su voz detuvo al hombre colérico, que también permaneció inmóvil y la miró. Durante unos instantes Falco la vio. Luz vio en sus ojos que la estaba viendo y que sentía temor. Durante unos instantes, sólo durante unos instantes.

Falco se apartó. Caminó hasta la mesa y tomó el libro que el doctor Martin había olvidado.

—Luz Marina, ¿qué importancia tiene? —preguntó.

—Me gustaría saberlo.

—Ocurrió hace un siglo. Hemos perdido la Tierra. Somos lo que somos. —La muchacha asintió. Cuando su padre adoptaba ese tono seco y mortecino, Luz veía la fuerza que tanto admiraba y amaba en él—. Lo que me enfurece es que hicieras caso de las tonterías que decía esa gentuza —añadió sin ira—. Lo han puesto todo del revés. ¿Qué es lo que saben? Permitiste que te dijeran que Luis Firmin Falco, mi bisabuelo, el fundador de nuestra Casa, era un ladrón, un convicto. ¡No saben nada! Yo sí sé y puedo decirte quiénes fueron nuestros antepasados. Eran hombres, hombres demasiado fuertes para la Tierra. El gobierno de Tierra los envió aquí porque les temía. Los mejores, los más valientes, los más fuertes…, los miles de personas débiles de Tierra les temían, les tendieron una trampa y los enviaron aquí en naves de dirección única para poder hacer lo que se les antojara con la Tierra. Verás, cuando lo lograron, cuando ya no quedaron hombres de verdad, los terráqueos que quedaban eran tan débiles y afeminados que hasta sentían miedo de la chusma como los arrabaleros. Así que nos los endilgaron para que los mantuviéramos a raya. Y es lo que hemos hecho. ¿Lo has comprendido? Así fue.

Luz asintió. Aceptó los notorios esfuerzos de su padre por aplacarla aunque no entendió por qué, por primera vez, le había hablado apaciguadoramente, dándole una explicación como si fuera su igual. Cualesquiera que fueran los motivos, su exposición parecía convincente; Luz estaba acostumbrada a oír exposiciones convincentes y a desentrañar más tarde cuál era su significado real. Por cierto, hasta que trató a Lev en la escuela, no se le había ocurrido pensar que alguien podía preferir una verdad sencilla a decir una mentira que sonara convincente. Si era seria, la gente expresaba lo que se ajustaba a sus propósitos; si no lo era, tampoco decía nada significativo. Las chicas rara vez hablaban en serio. Había que proteger a las niñas de las verdades desagradables para que sus almas impolutas no se volvieran rústicas y mancilladas. Además, había preguntado a su padre por la colonia penal para eludir el tema de su matrimonio…, y el truco había funcionado.

En cuanto estuvo a solas en su habitación, pensó que el problema de esas estratagemas consistía en que el truco también se volvía contra ella. Había caído en la trampa de discutir con su padre y de ganar la discusión. Él no se lo perdonaría.

Todas las chicas de la Ciudad de su clase y de su edad ya llevaban dos o tres años de matrimonio. Luz lo había evitado sólo porque Falco, lo supiera o no, era reacio a que dejara su casa. Estaba acostumbrado a su presencia. Eran parecidos, demasiado parecidos; probablemente disfrutaban de la mutua compañía más que de la de cualquier otra persona. Pero esta noche la había mirado como si viera a otra persona, a alguien a quien no estaba acostumbrado. Si Falco empezaba a considerarla una persona distinta de sí mismo, si ella empezaba a ganar las discusiones, si dejaba de ser su chiquilla favorita, quizá se pusiera a pensar en qué más era ella…, y para qué servía.

¿Para qué servía, para qué era apta? Para la perpetuación de Casa Falco, desde luego. Y después, ¿qué? Podía elegir entre Herman Marquez y Herman Macmilan. No podía hacer nada más. Se convertiría en una esposa. Se convertiría en una nuera. Se recogería el pelo en un moño, regañaría a los criados, oiría a los hombres divirtiéndose en el salón después de la cena y tendría hijos. Uno por año. Pequeños Marquez Falco. Pequeños Macmilan Falco. Su vieja amiga Eva, casada a los dieciséis, tenía tres hijos y esperaba el cuarto. Aldo Di Giulio Hertz, marido de Eva e hijo del concejal, le pegaba y ella estaba orgullosa. Eva mostraba los moretones y decía: «Aldito tiene tanto temperamento, es tan salvaje, parece un chiquillo que hace un berrinche».

Luz arrugó el ceño y escupió. Escupió en el suelo embaldosado de su habitación y dejó estar el salivazo. Clavó la mirada en la pequeña mancha grisácea y deseó poder ahogar en ella a Herman Marquez y, acto seguido, a Herman Macmilan. Se sintió sucia. Su habitación le resultaba asfixiante, sucia: la celda de una cárcel. Abandonó la idea y huyó de la habitación. Salió al pasillo, se recogió las faldas y subió por la escala hasta el espacio que se extendía bajo el tejado, en el que nunca aparecía nadie. Se sentó en el suelo cubierto de polvo —el techo, cargado de lluvia, era demasiado bajo para permanecer de pie— y dejó volar la imaginación.

Su imaginación escapó en línea recta, alejándose de la casa y del tiempo, rumbo a una época más pródiga.

Una tarde de primavera, en el campo de deportes contiguo a la escuela, dos chicos jugaban a la pelota, los arrabaleros Lev y su amigo Timmo. Luz estaba en el porche de la escuela y se asombraba de lo que veía: el estiramiento y la extensión de la espalda y el brazo, el ágil balanceo del cuerpo, el salto de la pelota en medio de la luz. Era como si jugaran al son de una música muda, la música del movimiento. Uniforme y dorada, la luz asomaba por debajo de las nubes tormentosas, desde el oeste, por encima de Bahía Songe; la tierra aparecía más brillante que el cielo. El terraplén de tierra de detrás del campo de deportes era dorado y los hierbajos que lo cubrían ardían. La tierra ardía. Lev se detuvo expectante para atrapar un tiro largo, con la cabeza echada hacia atrás y las manos prestas, y Luz se quedó mirando, asombrada ante tanta belleza.

Un grupo de chicos de la Ciudad rodeó la escuela y se dirigió al campo para jugar al fútbol. Gritaron a Lev que les pasara la pelota en el preciso instante en que el arrabalero saltaba, con el brazo totalmente extendido, para atrapar el tiro de Timmo. Lo consiguió, rió y lanzó la pelota a los chicos.

Cuando la pareja pasó junto al porche, Luz bajó corriendo los escalones y gritó:

—Lev. —El oeste se incendió a espaldas del chico, que se tornó negro entre ella y el sol—. ¿Por qué les has dado la pelota y te has quedado tan tranquilo?

Luz no podía ver su rostro a causa del contraluz. Timmo, un chico alto y apuesto, quedó ligeramente rezagado y no la miró a los ojos.

—¿Por qué dejas que te presionen?

Finalmente Lev respondió:

—Si no los dejo.

A medida que se acercaba a Lev, Luz notó que él la miraba a la cara.

—Te han dicho que les pasaras la pelota y lo has hecho…

—Quieren jugar un partido. Nosotros sólo estábamos pasando el rato. Ya hemos tenido nuestro turno.

—Pero es que no te la piden, te ordenan que les des la pelota. ¿No tienes orgullo?

Los ojos de Lev eran oscuros, su rostro era oscuro y áspero, inacabado; esbozó una sonrisa tierna y sorprendida.

—¿Orgullo? Claro que sí. Si no lo tuviera, me quedaría la pelota cuando les toca el turno a ellos.

—¿Por qué tienes siempre tantas respuestas?

—Porque la vida siempre tiene preguntas.

Lev rió y siguió mirándola como si la propia Luz fuera una pregunta, una pregunta repentina y sin respuesta. Lev tenía razón, ya que ella no tenía ni la más remota idea de los motivos por los que lo desafiaba.

Timmo seguía a su lado, algo incómodo. Algunos de los chicos del campo de deportes los observaban: dos arrabaleros hablando con una senhorita.

Sin pronunciar palabra, los tres se alejaron de la escuela y descendieron por la calle de abajo, para que desde el campo no pudieran verlos.

—Si cualquiera de ellos se dirigiera a los demás con ese tono, tal como te gritaron, habría habido una pelea —dijo Luz—. ¿Por qué no peleas?

—¿Pelear por una pelota de fútbol?

—¡Por lo que sea!

—Ya lo hacemos.

—¿Cuándo? ¿Cómo? Lo único que haces es largarte.

—Todos los días entramos en la Ciudad para asistir a clase —respondió Lev.

Ahora que caminaban uno al lado del otro, Lev no la miraba y su rostro tenía la expresión de costumbre, era el rostro de un chico corriente, hosco y testarudo. Al principio Luz no comprendió a qué se refería Lev y cuando lo entendió, no supo qué decir.

—Puños y navajas son lo menos importante —añadió. Tal vez percibió pomposidad en su tono, cierta jactancia, ya que se volvió hacia Luz, rió y se encogió de hombros—. ¡Las palabras tampoco sirven de mucho!

Abandonaron las sombras de una casa y se zambulleron en la luz dorada y uniforme. Convertido en un manchón derretido, el sol yacía entre el oscuro mar y las nubes oscuras y los tejados de la Ciudad ardían con un fuego extraterrenal. Los tres jóvenes hicieron un alto y contemplaron el brillo y la oscuridad tremebundos de poniente. El viento marino —que olía a sal, a espacio y a humo de madera— les heló el rostro.

—No te das cuenta —dijo Lev—, salta a la vista…, podrías ver cómo debería ser, cómo es.

Luz lo vio con los ojos de Lev, vio la gloria, la Ciudad como debería ser y como era.

El instante se quebró. La bruma de gloria aún ardía entre el sol y la tormenta, la Ciudad aún se alzaba dorada y en peligro en la orilla eterna; algunas muchachas descendieron por la calle tras ellos, charlando y llamándose. Eran arrabaleras que se habían quedado en la escuela después de clase para ayudar a las maestras a limpiar las aulas. Se reunieron con Timmo y Lev y saludaron a Luz amable aunque precavidamente, tal como había hecho Timmo. El camino a la casa de Luz torcía a la izquierda, internándose en la Ciudad; el de ellos ascendía a la derecha, atravesaba los acantilados y desembocaba en Carretera del Arrabal.

Mientras descendía por la empinada calle, Luz miró hacia atrás para verlos subir. Las chicas llevaban ropa de trabajo de colores vivos y pastel. Las chicas de la Ciudad se burlaban de las del Arrabal por usar pantalones; sin embargo, confeccionaban sus faldas con paños arrabaleros siempre que podían, ya que eran más finos y estaban mejor teñidos que los que se fabricaban en la Ciudad. Los pantalones y las chaquetas de manga larga y cuello alto de los chicos tenían el color blanco cremoso de la fibra natural de hierba de seda. La maraña de pelo grueso y sedoso de Lev aparecía muy negra por encima de tanta blancura. Caminaba detrás de todos, junto a Vientosur, una muchacha hermosa y de voz pausada. Tal como tenía girada la cabeza, Luz supo que Lev estaba escuchando esa voz sosegada y que sonreía.

—¡Joder! —masculló Luz y siguió calle abajo, mientras las largas faldas le azotaban los tobillos.

Había recibido una educación demasiado esmerada para saber juramentos. Conocía la palabra «¡Mierda!» porque su padre la pronunciaba, incluso en presencia de mujeres, cuando se enfadaba. Luz jamás decía «¡Mierda!» porque era patrimonio de su progenitor. Años atrás Eva le había confesado que «joder» era una palabra muy soez y por eso la empleaba cuando estaba a solas.

Allí, materializándose como un no-sé-qué salido de la nada y gibosa, vagamente plumosa y con sus ojos pequeños, redondos y brillantes, estaba su dueña, Prima Lores, de la que suponía que media hora antes se había dado por vencida y regresado a casa.

—¡Luz Marina! ¡Luz Marina! ¿Dónde te habías metido? He esperado y esperado… He ido corriendo a Casa Falco y he regresado a la escuela a la carrera…, ¿dónde te habías metido? ¿Desde cuándo hablas sola? Afloja el paso, Luz Marina, estoy con la lengua afuera, estoy con la lengua afuera.

Luz no estaba dispuesta a aflojar el paso para darle el gusto a la pobre mujer protestona. Siguió avanzando, intentando contener las lágrimas que afloraban muy a su pesar: lágrimas de rabia porque nunca podía andar sola, nunca podía hacer algo por sí misma, nunca. Porque los hombres lo dirigían todo. Siempre se salían con la suya. Y todas las mujeres mayores estaban con ellos. Por eso una chica no podía andar sola por las calles de la Ciudad, ya que algún obrero borracho podía insultarla y, ¿qué ocurriría si después lo metían preso o le cortaban las orejas por lo que había hecho? No sería nada bueno. La reputación de la chica se iría al garete. Porque su reputación era lo que los hombres pensaban de ella. Los hombres pensaban todo, hacían todo, dirigían todo, creaban todo, hacían las leyes, transgredían las leyes, castigaban a los infractores; no quedaba espacio para las mujeres, no había Ciudad para las mujeres. Ningún sitio, ningún lugar salvo sus aposentos, a solas.

Hasta una arrabalera era más libre que ella. Hasta Lev, que no luchaba por una pelota de fútbol, pero que desafiaba a la noche cuando ésta ascendía por encima del límite del mundo y que se reía de las leyes. Hasta Vientosur, que era tan serena y apacible… Vientosur podía volver andando a casa con quien le diera la gana, tomada de la mano a través de los campos abiertos bajo el viento vespertino, corriendo para librarse de la lluvia.

La lluvia tamborileaba en el techo de tejas del desván en el que, cuando por fin llegó a casa, se había refugiado aquel día de hacía tres años, acompañada hasta la puerta por una Prima Lores que no dejó de resoplar y parlotear.

La lluvia tamborileaba en el techo de tejas del desván en el que hoy se había refugiado.

Habían pasado tres años desde aquella tarde bajo la luz dorada. Y no había nada que diera cuenta del paso del tiempo. Ahora incluso había menos que lo que hubo. Hacía tres años aún iba a la escuela; había creído que cuando terminara la escuela sería mágicamente libre.

Una cárcel. Toda Victoria era una cárcel, una prisión. Y no había escapatoria. No había adónde ir.

Sólo Lev se había largado y encontrado un nuevo lugar en el lejano norte, en la inmensidad, un sitio al que ir… Y Lev había regresado, había dado la cara y le había dicho «no» al Jefe Falco.

Pero Lev era libre, siempre lo había sido. Por eso no había otro tiempo en su vida, anterior o posterior, semejante al rato que había compartido con él en las alturas de su Ciudad, bajo la luz dorada anterior a la tormenta, y en el que había visto con él qué era la libertad. Durante un instante. Una ráfaga de viento marino, el encuentro de unas miradas.

Había transcurrido más de un año desde la última vez que lo vio. Lev se había ido, regresado al Arrabal, partido hacia el nuevo asentamiento, se había largado libre, olvidándola. ¿Por qué tenía que recordarla? ¿Por qué tenía que recordarlo? Luz tenía otros asuntos en los que pensar. Era una mujer adulta. Tenía que afrontar la vida. Incluso aunque todo lo que la vida le deparara fuera una puerta con el cerrojo echado y, detrás de la puerta cerrada con llave, ninguna habitación.

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