—Todo está bien —aseguró Luz—. No se preocupe, todo se solucionará.
Tenía que hablar a gritos y se sentía ridícula repitiendo siempre lo mismo. Pero lo cierto es que funcionaba, al menos por un rato. Vera se recostaba y se calmaba. Sin embargo, poco después intentaba incorporarse de nuevo y, asustada y preocupada, preguntaba qué sucedía. También preguntaba por Lev:
—¿Se encuentra bien? Tenía la mano herida.
Después insistía en que debía regresar a la Ciudad, a Casa Falco. Nunca debió presentarse con esos hombres armados, la culpa era suya por tener tantas ganas de volver a casa. Si volvía a convertirse en rehén, todo mejoraría, ¿no?
—Todo está bien, no se preocupe —repetía Luz a voz en cuello porque Vera tenía el oído lesionado—. Todo se solucionará.
Por la noche la gente se acostaba, por la mañana se levantaba, trabajaba, preparaba la comida y se alimentaba, charlaba: todo seguía su curso. Luz seguía su curso. Por la noche se retiraba a dormir. Era difícil conciliar el sueño y cuando dormía despertaba en la negra oscuridad a causa de una horrible multitud de gente que empujaba y gritaba, pero nada de eso ocurría. Había ocurrido. La habitación estaba a oscuras y en silencio. Había ocurrido, había concluido, pero todo seguía su curso.
El funeral por las diecisiete víctimas se celebró dos días después de la marcha; aunque algunos fueron enterrados en sus aldeas, el encuentro y el oficio en recuerdo de todos tuvieron lugar en el Templo. Luz sintió que no le correspondía asistir y que Andre, Vientosur y los demás se sentirían más cómodos si no los acompañaba. Propuso quedarse con Vera y los arrabaleros aceptaron. Después de pasar largo rato en el profundo silencio de la casa rodeada por los campos azotados por la lluvia, con Vera dormida y Luz separando las semillas de la fibra del árbol de la seda para tener las manos ocupadas, un hombre llamó a la puerta, un hombre menudo y canoso. Al principio Luz no lo reconoció.
—Soy Alexander Shults —dijo—. ¿Vera está dormida? Vamos, no debieron dejarte aquí.
La llevó al Templo, al fin del oficio de difuntos y al cementerio, en medio de la muda procesión que portaba los doce féretros de los muertos del Arrabal. Luz permaneció envuelta en su chal negro, bajo la lluvia, junto a la tumba, al lado del padre de Lev. Le agradeció el gesto, si bien no le dijo nada y él tampoco le dirigió la palabra.
Vientosur y ella trabajaban a diario en el patatal de la arrabalera, pues era necesario recoger la cosecha; si pasaba unos días más en la tierra húmeda, empezaría a pudrirse. Trabajaban juntas mientras Vera dormía y se turnaban —una iba al campo y la otra se quedaba en la casa— cuando Vera estaba despierta y necesitaba compañía. A menudo aparecía la madre de Vientosur y también Italia, la corpulenta, callada y competente amiga de Vientosur. Andre pasaba una vez al día, aunque también tenía trabajo agrícola y cotidianamente tenía que pasar un rato en el Templo con Elia y los demás. Elia estaba a cargo de todo, era él quien ahora hablaba con los hombres de la Ciudad. Andre les transmitía a Luz y a Vientosur lo que se había hecho y dicho, pero no expresaba su opinión. Luz no sabía si Andre estaba de acuerdo o disentía. Todas las opiniones, convicciones, teorías y principios, todo se había derrumbado, había desaparecido, estaba muerto. El denso y abatido dolor de la multitud que asistió al oficio fúnebre era lo único que quedaba. En la carretera habían muerto diecisiete personas del Arrabal y ocho de la ciudad. Habían muerto en nombre de la paz, pero también habían matado en su nombre. Todo se había derrumbado. Los ojos de Andre estaban oscuros como el carbón. Bromeaba para animar a Vientosur (Luz vio desapasionadamente, tal como ahora lo veía todo, que hacía mucho tiempo que Andre estaba enamorado de Vientosur) y las chicas le celebraban las bromas e intentaban que descansara un rato en su compañía y la de Vera. Por las tardes, Luz y Vientosur trabajaban juntas en el campo. Las patatas eran pequeñas, sólidas y limpias y salían del barro arrastrando su tracería de raíces finamente enmarañadas. Había placer en el trabajo agrícola y casi ninguno en todo lo demás.
De vez en cuando Luz pensaba: «Nada de esto está ocurriendo», porque tenía la impresión que lo que ocurría sólo era una especie de imagen o pantalla, como sombras proyectadas, detrás de la cual se encontraba lo real. Esto era un teatro de marionetas. Al fin y al cabo, resultaba realmente extraño. ¿Qué hacía ella en el campo, a última hora de la tarde, bajo la llovizna neblinosa y sombría, vestida con pantalones remendados, con barro hasta los muslos y los codos, qué hacía recolectando patatas para el Arrabal? Le bastaría con incorporarse y caminar de regreso a casa. La falda azul y la blusa bordada colgarían, limpias y planchadas, en el armario de su cuarto de vestir; Teresa le llevaría agua caliente para darse un baño. Con ese clima, habría grandes leños en la chimenea del extremo oeste del salón de Casa Falco y ardería un buen fuego. Al otro lado del grueso cristal de las ventanas, la tarde se tornaría de un azul cada vez más oscuro por encima de la bahía. Tal vez el doctor se presentara para charlar un rato, en compañía de su amigote Valera, o aparecería el viejo Concejal Di Giulio con la esperanza de jugar una partida de ajedrez con su padre…
No. Ésas eran las marionetas, pequeñas y brillantes marionetas mentales. No existía ningún otro sitio, sólo el aquí: las patatas, el barro, la suave voz de Vientosur, la cara hinchada y amoratada de Vera, el crujir del jergón en el desván de esta choza del Arrabal en la negra oscuridad y la quietud de la noche. Era extraño, todo estaba mal, pero era lo único que quedaba.
Vera se recuperaba. Joya, la médica, dijo que estaban superadas las consecuencias de la conmoción cerebral; como mínimo, Vera debía pasar una semana más en cama, pero se pondría bien. La mujer mayor dijo que quería hacer algo. Vientosur le dio para hilar una gran cesta con algodón recogido en los árboles silvestres del Valle Rojo.
Elia apareció en la puerta. Las tres mujeres acababan de cenar. Vientosur fregaba los platos, Luz quitaba la mesa y Vera estaba recostada sobre los cojines, anudando una hebra de arranque en el huso. Elia se veía limpio, como las patatitas, pensó Luz, con su cara redonda y firme y sus ojos azules. Su voz sonó inesperadamente grave, pero muy delicada. Se sentó ante la mesa vacía y habló, básicamente con Vera.
—Todo va bien —le dijo—. Todo se resolverá.
Vera apenas pronunció palabra. Aunque el lado izquierdo de su cara aún estaba deformado y magullado en los puntos en que había recibido patadas o porrazos, lo inclinaba hacia delante para oír. Tenía perforado el tímpano derecho. Se irguió apoyada en los cojines, hizo girar el huso y asintió a medida que Elia hablaba. Luz no hizo mucho caso de lo que el hombre decía. Andre ya lo había contado: los rehenes fueron liberados, se establecieron los términos de cooperación entre la Ciudad y el Arrabal y se llegó a un intercambio más justo de herramientas y pescado seco con respecto a los alimentos proporcionados por el Arrabal; ahora estaban analizando un plan para la colonización compartida del Valle del Sur: grupos de trabajo de la Ciudad explorarían el terreno y luego colonos voluntarios del Arrabal se trasladarían a esas tierras para cultivarlas.
—¿Y la colonia del norte? —preguntó Vera con su voz calma y aguda.
Elia se miró las manos y finalmente respondió:
—Fue un sueño.
—Elia, ¿sólo fue un sueño?
El tono de voz de Vera había cambiado. Luz aguzó el oído mientras guardaba los cuencos.
—No —dijo el hombre—. ¡No! Pero hubo demasiadas cosas, demasiado pronto…, demasiado rápido. Vera, demasiadas cosas se pusieron irreflexivamente en juego mediante un acto de abierto desafío.
—¿Habría sido mejor un desafío encubierto?
—No, pero la confrontación fue un error. La cooperación, hablar juntos…, los razonamientos…, la razón. Se lo dije a Lev… En todo momento intenté expresar… —Luz notó que los ojos azules de Elia se habían llenado de lágrimas. Guardó los cuencos en el aparador y se sentó junto al hogar—. El Concejal Marquez es un hombre razonable. Si hubiera sido Jefe de la Junta… —Elia se contuvo y Vera permaneció en silencio.
—Andre dice que ahora usted prácticamente sólo habla con Marquez —intervino Luz—. ¿Es el Jefe de la Junta?
—Sí.
—¿Mi padre está en la cárcel?
—Bajo arresto domiciliario; lo llaman así —replicó Elia con suma incomodidad.
Luz asintió y notó que Vera los miraba fijamente.
—¿Don Luis sigue vivo? Pensé… ¿Por qué está arrestado?
La incomodidad de Elia resultaba dolorosa. Luz respondió:
—Por matar a Herman Macmilan.
Vera seguía con la mirada fija y los latidos de su corazón palpitaban en su sien hinchada.
—Yo no lo vi —añadió Luz con voz seca y serena—. Estaba atrás, con Vientosur. Andre se encontraba delante, con Lev y Elia; lo vio todo y me lo contó. Fue después que Macmilan disparara a Lev. Antes que cualquiera de nosotros se diera cuenta de lo que ocurría. Los hombres de Macmilan empezaban a dispararnos. Mi padre arrancó el mosquete de manos de un hombre y lo usó como una porra. Andre dice que no disparó. Supongo que fue difícil averiguarlo después del combate y que la gente se pisoteara, pero Andre dijo que ellos pensaron que el golpe mató a Macmilan. Sea como fuere, ya estaba muerto cuando regresaron.
—Yo también lo vi —reconoció Elia con voz poco clara—. Fue…, supongo que fue eso…, supongo que fue eso lo que impidió que algunos hombres de la Ciudad dispararan, estaban confundidos…
—En ningún momento se dio la orden —acotó Luz—. Los caminantes tuvieron tiempo de avanzar sobre ellos. Andre opina que si mi padre no se hubiera puesto en contra de Macmilan, no habría habido combate. Ellos habrían disparado y los caminantes se habrían dispersado.
—Tampoco habríamos traicionado nuestros principios —intervino Vientosur con voz clara y firme—. Es posible que los hombres de la Ciudad no hubieran disparado en defensa propia si no nos hubiéramos abalanzado sobre ellos.
—¿Y entonces sólo Lev habría muerto? —preguntó Luz con tono igualmente claro—. Vientosur, Macmilan habría dado la orden de disparar. Él lo empezó todo. Si los caminantes se hubieran dispersado antes, tal vez no habrían muerto tantos. Y ningún hombre de la Ciudad habría perdido la vida a golpes. Vuestros principios seguirían incólumes. Pero Lev estaría muerto y Macmilan seguiría vivo.
Elia la contemplaba con una expresión que Luz nunca le había visto; no atinaba a darle significado: tal vez era aborrecimiento…, o miedo.
—¿Por qué? —preguntó Vera con un susurro lastimero y seco.
—¡No lo sé! —exclamó Luz y como se sentía tan aliviada por hablar de esas cosas, por mencionarlas en lugar de encubrirlas y asegurar que todo estaba bien, rió—. ¿Comprendo acaso lo que mi padre hace, piensa o es? Tal vez se volvió loco. Eso le dijo el viejo Marquez a Andre la semana pasada. Sé que si hubiera estado en su lugar, yo también habría matado a Macmilan. Pero eso no explica por qué él lo hizo. No existe explicación. Lo más fácil es decir que se volvió loco. Vientosur, ésa es la problema de tus ideas, de tu gente. Todo es verdad, correcto y válido, la violencia no logra nada, el asesinato no logra nada…, pero a veces nada es lo que la gente quiere. Lo que quieren es la muerte. Y la consiguen.
Se hizo el silencio.
—El Concejal Falco captó el desatino del acto de Macmilan —agregó Elia—. Intentaba impedir…
—No, nada de eso —insistió Luz—. No intentaba impedir más disparos, más muertes, ni estaba de vuestro lado. Senhor Elia, ¿no tiene en la cabeza algo más que la razón? Mi padre mató a Macmilan por la misma «razón» por la que Lev desafió a hombres armados y acabó muerto. Porque era un hombre y eso es lo que hacen los hombres. Las razones llegan más tarde.
Elia tenía las manos cruzadas; estaba tan pálido que sus ojos azules destacaban anormalmente. Miró a Luz a la cara y preguntó con amabilidad:
—Luz Marina, ¿por qué te quedas aquí?
—¿Adónde puedo ir? —inquirió casi burlona.
—Con tu padre.
—Sí, es lo que hacen las mujeres…
—Tu padre está en un apuro, ha caído en desgracia, te necesita.
—Y ustedes no.
—Sí, claro que te necesitamos —intervino Vera desesperada—. Elia, ¿tú también te has vuelto loco? ¿Quieres echarla?
—Es por ella… Si no hubiera venido, Lev… Fue culpa de ella… —Elia estaba al borde de una emoción que no podía dominar, su voz se tornaba aguda y sus ojos se desorbitaban—. ¡Fue culpa suya!
—¿Qué dices? —susurró Vera.
—¡No es culpa de ella! ¡Nada es culpa de ella! —declaró impetuosamente Vientosur.
Luz permaneció en silencio.
Tembloroso, Elia se tapó la cara con las manos. Durante largo rato nadie pronunció palabra.
—Lo siento —se disculpó el hombre y alzó la mirada. Tenía los ojos secos y brillantes y movía extrañamente la boca al hablar—. Luz Marina, te ruego que me perdones. Lo que he dicho carece de sentido. Viniste a nosotros, eres bienvenida aquí, en nuestro seno. Quedo…, quedo muy agotado intentando descubrir lo que debemos hacer, lo que está bien…, es muy difícil saber qué está bien… —Las tres mujeres guardaron silencio—. Transijo, es verdad, transijo con Marquez, ¿qué otra cosa puedo hacer? Después dicen ustedes que Elia traiciona nuestros ideales, que nos condena a la esclavitud definitiva con relación a la Ciudad, que pierde todo aquello por lo que luchamos. ¿Qué quieren? ¿Más muertes? ¿Quieren otra confrontación, ver cómo vuelven a disparar contra el Pueblo de la Paz, combates, palizas…, ver nuevamente cómo mueren a golpes los hombres…, nosotros, los que…, los que creemos en la paz, en la no violencia…?
—Elia, nadie dice eso de ti —puntualizó Vera.
—Tenemos que avanzar lentamente. Debemos ser razonables. No podemos hacerlo todo a la vez, irreflexiva y violentamente. ¡No es fácil…, no es nada fácil!
—No —reconoció Vera—. No es nada fácil.
—Llegamos de todo el mundo —dijo el anciano—. La gente se trasladó desde las grandes ciudades y de las pequeñas aldeas. Cuando la Marcha comenzó en la Ciudad de Moskva eran cuatro mil y cuando llegaron a las fronteras del lugar llamado Rusia, sumaban siete mil. Caminaron por el extenso territorio llamado Europa y constantemente cientos y cientos de personas se incorporaban a la Marcha, familias y almas individuales, jóvenes y viejos. Procedían de las poblaciones cercanas, de grandes tierras allende los mares, India, África. Todos llevaban lo que podían en alimentos y en precioso dinero para comprar alimentos, ya que tal cantidad de caminantes siempre necesitaba alimentos. La gente de los pueblos se detenía a la vera de las carreteras para ver pasar a los caminantes y a veces los niños se acercaban para regalarles alimentos o precioso dinero. Los ejércitos de las grandes naciones también se detenían a la vera de los caminos, miraban, protegían a los caminantes y comprobaban que éstos, al ser tantos, no dañaran los campos, los árboles y las villas. Los caminantes cantaban, a veces los ejércitos cantaban con ellos y, en ocasiones, los soldados abandonaban sus armas y se sumaban a la Marcha en la oscuridad de la noche. Caminaban y caminaban. Por la noche acampaban y, como eran tantos, parecía que en un santiamén nacía una gran ciudad en los campos sin límite. Caminaron, caminaron y caminaron por los campos de Francia y por los de Alemania, cruzaron las altas montañas de España, caminaron semanas y meses, entonando las canciones de la paz, y por fin llegaron, en número de diez mil, al fin de la tierra y el principio del mar, a Ciudad Lisboa, donde les habían prometido los barcos. Y los barcos esperaban en el puerto.
»Así fue la Larga Marcha. ¡Pero la travesía no había terminado! Se acercaron a los barcos para partir rumbo a la Tierra Libre, donde serían bien recibidos. Pero ahora eran demasiados. Los barcos sólo podían trasladar a dos mil y ellos habían crecido a medida que caminaban, ahora eran diez mil. ¿Qué podían hacer? Se apiñaron y volvieron a apiñarse; construyeron más literas, acumularon diez en cada camarote de las grandes naves, estancia diseñada para contener dos. Los propietarios de los barcos dijeron: Alto, no pueden ustedes seguir atiborrando los barcos, no hay agua suficiente para la larga travesía, no pueden subir todos. Por eso compraron embarcaciones: pesqueros, veleros y motoras. Algunas personas, gente rica e importante, con barco propio, se acercaron y dijeron: Usen mi embarcación, trasladaré cincuenta almas hasta la Tierra Libre. Llegaron pescadores de la ciudad llamada Inglaterra y dijeron: Usen mi barco, tomaré cincuenta almas. A algunos les asustaba cruzar un mar tan extenso en embarcaciones tan pequeñas; en ese momento otros volvieron a casa y abandonaron la Larga Marcha. Pero como siempre había gente nueva que se sumaba, fueron cada vez más. Por fin todos zarparon del puerto de Lisboa, sonó la música, las cintas volaban al viento y toda la gente de los grandes barcos y las pequeñas embarcaciones partió a un tiempo, cantando.
»No podían navegar juntos. Los barcos eran veloces y las embarcaciones, lentas. Ocho días más tarde las grandes naves atracaron en el puerto de Montral, en las tierras de Canamérica. Las embarcaciones llegaron después, desperdigadas por el océano, con unos días, con unas semanas de retraso. Mis padres viajaban en una de las embarcaciones, una bella y blanca nave llamada Anita, que una noble dama había prestado al Pueblo de la Paz para que pudiera viajar hasta la Tierra Libre. En esa nave iban cuarenta personas. Mi madre solía decir que aquellos habían sido buenos tiempos. El clima era benigno, se sentaban en cubierta bajo el sol y planeaban cómo erigirían la Ciudad de la Paz en la tierra prometida, la tierra entre las montañas, en la zona septentrional de Canamérica.
»Cuando llegaron a Montral, fueron recibidos por hombres armados que los pescaron y los encarcelaron. Allí estaban todos, los que habían viajado en los grandes barcos, todo el pueblo esperaba en los campamentos para prisioneros.
»Los gobernantes de esa región afirmaron que eran demasiados. Tendrían que haber sido dos mil y eran diez mil. No había tierra ni espacio para tantos. Eran tantos que resultaban peligrosos. De todos los confines de la Tierra llegaba gente que se sumaba a ellos, acampaba a las puertas de la ciudad y de los campamentos para prisioneros y entonaba las canciones de la paz. Hasta de Brasil llegaban; habían emprendido su Larga Marcha hacia el norte a lo largo de los grandes continentes. Los gobernantes de Canamérica se asustaron. Dijeron que era imposible mantener el orden y dar de comer a tantos. Dijeron que se trataba de una invasión. Dijeron que la Paz era una mentira, que de verdad no tenía nada, pero eran ellos los que no la entendían ni la querían. Dijeron que su pueblo los abandonaba y se sumaba a la Paz y que no podían permitirlo porque todos debían combatir en la Larga Guerra con la República, que se libraba desde hacía veinte años. ¡Dijeron que el Pueblo de la Paz estaba formado por traidores y por espías de la República! Así fue como nos encerraron en los campamentos para prisioneros en lugar de entregarnos la tierra entre las montañas, la tierra prometida. Ahí nací yo, en el campo para prisioneros de Montral.
»Finalmente los gobernantes dijeron: De acuerdo, cumpliremos nuestra promesa, les daremos tierra en la que vivir, pero en la Tierra no hay espacio para ustedes. Les entregaremos la nave construida hace mucho tiempo en Brasil para expulsar a ladrones y asesinos. Construyeron tres naves, enviaron dos al mundo llamado Victoria y la tercera no llegaron a utilizarla porque cambiaron las leyes. Nadie quiere esa nave porque sólo puede realizar un viaje: no puede retornar a la Tierra. Brasil nos la ha regalado. Dos mil de ustedes viajarán en ella, es el máximo que puede albergar. Los demás deben encontrar el modo de regresar a vuestra tierra cruzando el océano, de retornar a Rusia la Negra, o vivir aquí, en los campos para prisioneros, fabricando armas para la Guerra contra la República. Vuestros cabecillas viajarán en la nave: Mehta y Adelson, Kaminskaya, Wicewska y Shults; no aceptaremos a estos hombres y mujeres en la Tierra porque no aman la Guerra. Deberán llevarse la Paz a otro mundo.
»Los dos mil fueron elegidos al azar. La elección fue terrible, aquél fue el más amargo de los días. Para los que se iban aún quedaban esperanzas, pero el riesgo era muy elevado: ¿lograrían atravesar las galaxias sin piloto y llegar a un mundo ignoto para no regresar jamás? Y para los que tenían que quedarse, ya no quedaba esperanza alguna. En la Tierra no quedaba sitio alguno para la Paz.
»Se hizo la elección, se derramaron lágrimas y la nave partió. Para esos dos mil, para sus hijos y los hijos de sus hijos, la Larga Marcha ha concluido. Aquí mismo, en el lugar al que llamamos el Arrabal, en los valles de Victoria. Pero no olvidamos la Larga Marcha, la gran travesía y a los que dejamos atrás, con los brazos extendidos hacia nosotros. No olvidamos la Tierra.
Los niños escuchaban, caras blancas y morenas, pelos negros y castaños; ojos vivaces y ojos adormilados; gozaban del relato, los conmovía, los aburría… Pese a que algunos eran muy pequeños, todos conocían esa historia. Para ellos formaba parte del mundo. Sólo era nueva para Luz.
Un centenar de preguntas, demasiadas, revoloteaban en su mente. Dejó que los niños hicieran preguntas.
—¿Amistad es negra porque su abuela procedía de Rusia la Negra?
—¡Háblanos de la astronave! ¡Cuéntanos cómo durmieron en la nave!
—¡Háblanos de los animales de la Tierra!
Hacían algunas preguntas por ella porque querían que Luz, la forastera, la chica grande que no estaba enterada, conociera sus fragmentos preferidos sobre la saga de su pueblo.
—¡Háblale a Luz de los aeroplanos voladores! —exclamó una mocosa, presa de gran agitación. Se volvió hacia Luz y comenzó a desgranar la historia que le había oído contar al anciano—. Sus padres estaban en la embarcación, en medio del mar, y una nave voladora los superó por el aire, estalló, cayó al agua y se rompió en mil pedazos y ésa fue la República y ellos la vieron. Intentaron rescatar a la gente del agua, pero no había nadie, el mar estaba envenenado y tuvieron que seguir adelante…
—¡Háblale de las personas que llegaron desde Afferca! —reclamó un niño.
Hari estaba cansado y dijo:
—Ya está bien. Cantemos una canción de la Larga Marcha. ¿Meria?
Una chica de doce años se levantó sonriente y miró a sus compañeros.
—Oh, cuando arribemos… —tarareó con voz tierna y resonante.
Los otros chicos se sumaron al cántico.
Oh, cuando arribemos,
oh, cuando arribemos a Lisboa,
las blancas naves estarán esperando,
oh, cuando arribemos…
Cargadas y con los bordes mellados, las nubes se desplazaban sobre el río y las colinas norteñas. Hacia el sur se extendía, plateado y remoto, un fragmento de la bahía. Las gotas de la última lluvia caían pesadas y se deslizaban por las hojas de los grandes árboles del algodón en la cumbre de esta colina que se alzaba al este de la casa de Vientosur; no se oía ningún otro sonido. Era un mundo silente, un mundo gris. Luz estaba sola bajo los árboles y contemplaba la tierra pelada. Hacía mucho tiempo que no estaba sola. Cuando partió hacia la colina no sabía adónde iba ni qué buscaba. Este lugar, este silencio, esta soledad. Los pies la habían encaminado hacia sí misma.
El suelo estaba embarrado y la maleza cargada de humedad, pero el poncho que Italia le había prestado era grueso; se sentó en el mantillo mullido que rodeaba los árboles y, abrazándose las rodillas por debajo del poncho, permaneció inmóvil, mirando hacia poniente por encima del meandro del río. Mantuvo largo rato esa posición, sin ver más que la tierra inmóvil, las nubes y el río que fluían lentamente.
Sola, sola. Estaba sola. No había tenido tiempo de saber que estaba sola mientras trabajaba con Vientosur, cuidaba de Vera, charlaba con Andre y se incorporaba gradualmente a la vida del Arrabal; mientras ayudaba a organizar la nueva escuela del Arrabal porque a partir de ahora la de la Ciudad estaba vedada a los arrabaleros; mientras acudía como invitada a esta casa y a aquella, con esta familia y con la otra; mientras se sentía acogida, bien recibida porque eran gentes amables, que nada sabían de resentimientos ni desconfianzas. Sólo por la noche, acostada a oscuras en el jergón del desván, la soledad se le había presentado con su rostro blanco e implacable. Entonces había tenido miedo. ¿Qué debo hacer?, había gritado mentalmente y, dándose la vuelta para escapar del enconado rostro de su soledad, se había refugiado en la fatiga y el sueño.
Ahora se presentó caminando etéreamente por la cumbre gris de la colina. Ahora su rostro era el de Lev. Luz no sintió el menor deseo de apartar la mirada.
Había llegado la hora de mirar lo que había perdido. La hora de mirarlo y de verlo todo. El atardecer primaveral sobre los tejados de la Ciudad, hacía tanto tiempo, y el rostro de Lev encendido por aquella gloria: «Salta a la vista…, podrías ver cómo debería ser, cómo es…». El atardecer en la casa de Vientosur y su rostro, sus ojos: «Vivir y morir en nombre del espíritu…». El viento y la luz en la Colina de la Cumbre Pedregosa y su voz. Y lo demás, todo lo demás, todos los días, luces, vientos y años que habrían sido y que no serían, que debían ser y no eran porque había muerto. Abatido en la carretera, al viento, a los veintiuno. Con sus montañas sin coronar y para no coronarlas jamás.
Luz pensó que si el espíritu perduraba en el mundo, ahora se había ido hacia allá: al norte del valle que Lev había descubierto, a las montañas de las que le había hablado la noche anterior a la marcha sobre la Ciudad, a las que se había referido con tanta alegría y ternura. «Luz, son más altas de lo que puedes imaginar, más altas y más blancas. Miras hacia a lo alto, vuelves a mirar más arriba y aún hay cumbres por encima de las cumbres.»
Ahora estaba allá, no aquí. Luz contemplaba su propia soledad, aunque tuviera el rostro de Lev.
—Sigue adelante, Lev —susurró—. Sigue hacia las montañas, sube más y más…
¿Adónde iré yo? ¿Adónde iré yo, que estoy sola?
Sin Lev, sin la madre que no llegué a conocer y el padre que ya no podré conocer, sin mi casa y mi Ciudad, sin amigos… Oh, sí, amigos, sí, Vera, Vientosur, Andre, los demás, toda la gente amable, pero no son los míos. Sólo Lev, sólo Lev lo era y no podía quedarse, no quiso esperar, tenía que coronar su montaña y postergar la vida. Él era mi destino, mi suerte. Y yo la suya. Pero no quiso verlo, no pudo detenerse a mirar. Lo arrojó todo por la borda.
Por eso ahora me detengo aquí, entre los valles, bajo los árboles, y tengo que mirar. Lo que veo es a Lev muerto y perdida su esperanza; a mi padre convertido en asesino y desquiciado; y a mí misma, traidora a la Ciudad y forastera en el Arrabal.
¿Queda algo?
Queda el resto del mundo. Este río, las colinas y la luz sobre la bahía. Queda el resto de este mundo vivo y silencioso, pero sin gente. Y yo estoy sola.
Mientras bajaba por la colina, Luz vio que Andre salía de casa de Vientosur y se detenía en la puerta a hablar con Vera. Se llamaron a través de los campos en barbecho y Andre la esperó en el recodo del sendero que conducía al Arrabal.
—Luz, ¿dónde estabas? —preguntó con su estilo preocupado y tímido.
A diferencia de los otros, Andre nunca intentaba incluirla; simplemente, estaba presente, confiable. Desde la muerte de Lev no había tenido alegrías, sino muchas preocupaciones. Ahora la esperaba, fuerte y cargado de hombros, agobiado, paciente.
—En ninguna parte —respondió verazmente—. He estado caminando, pensando. Andre, quiero preguntarte algo. Nunca lo planteo delante de Vera porque no deseo alterarla. ¿Qué sucederá ahora entre la Ciudad y el Arrabal? No sé lo suficiente para entender lo que dice Elia. ¿Todo seguirá…, como antes?
Después de una prolongada pausa, Andre asintió. Su rostro oscuro, con las mejillas salientes como madera tallada, estaba tenso.
—O empeorará —habló. Deseoso de ser ecuánime con Elia, añadió—: Algunas cosas han mejorado. El acuerdo comercial…, si lo cumplen. Y la expansión hacia el Valle del Sur. No habrá trabajos forzados, «propiedades» ni ninguna de esas cosas. Soy optimista en este aspecto. Es posible que, para variar, trabajemos codo a codo.
—¿Irás?
—No lo sé. Supongo que sí. Debería ir.
—¿Y la colonia del norte, el valle y las montañas que ustedes descubrieron? —Andre la miró y meneó la cabeza—. ¿No hay ninguna posibilidad?
—Sólo si nos trasladáramos como servidumbre de la Ciudad.
—¿Marquez no acepta que ustedes vayan solos, sin gente de la Ciudad? —Andre volvió a negar con la cabeza—. ¿Qué ocurriría si ustedes se fueran pase lo que pase?
—¿Con qué crees que sueño todas las noches? —preguntó y por primera vez su tono fue ácido—. Sueño con el valle del norte después de estar con Elia, Joya, Sam, Marquez y la Junta hablando de hacer transacciones, cooperar, ser razonables. Pero si nos fuéramos nos seguirían.
—Vayan a donde no puedan seguirlos.
—¿Adónde? —preguntó Andre, recobrado su tono paciente, sardónico y triste.
—¡A cualquier parte! Más al este, entre los bosques. O al sudeste. O al sur, costa abajo, más allá de donde van los pescadores… ¡Tienen que existir otras bahías, otros emplazamientos! Éste es todo un continente, un mundo completo. ¿Por qué tenemos que seguir aquí, amontonados, destrozándonos los unos a los otros? Tú, Lev y los demás han estado en la inmensidad, sabes cómo es…
—Sí, lo sé.
—Pero regresaron. ¿Por qué regresaron? ¿Por qué la gente no puede irse, unos pocos a la vez, irse simplemente, por la noche, y seguir adelante? Tal vez unos pocos podrían formar una avanzadilla y crear escalas con provisiones. Pero no pueden dejar huellas, ninguna. Se van y ya está. ¡Lejos! Y cuando hayan recorrido cien, quinientos o mil kilómetros, cuando encuentren un buen sitio, hacen un alto en el camino y crean una colonia. Un lugar nuevo. Solos.
—No es posible… Luz, eso divide a la comunidad —explicó Andre—. Sería como… huir.
—¡Vaya! —exclamó Luz y sus ojos ardieron de furia—. ¡Huir! ¡Caes en la trampa de Marquez en el Valle del Sur y a eso lo llamas una situación firme! Hablas de elección y de libertad… El mundo, el mundo entero está para que lo vivas y seas libre, ¡pero lo otro sería huir! ¿De qué? ¿Hacia qué? Tal vez no podemos ser libres, quizás la gente siempre va consigo, pero al menos puede intentarlo. ¿Para qué sirvió vuestra Larga Marcha? ¿Qué te hace pensar que alguna vez concluyó?