3

Seis kilómetros separaban los dos asentamientos humanos del planeta Victoria. Por lo que sabían los habitantes del Arrabal y de Ciudad Victoria, no existía ningún otro asentamiento.

Mucha gente trabajaba acarreando productos o secando pescado, lo que con frecuencia la obligaba a desplazarse de un asentamiento a otro, pero eran muchos más los que vivían en la Ciudad y jamás acudían al Arrabal o los que vivían en una de las aldeas agrícolas próximas a ésta y nunca, año tras año, visitaban la Ciudad.

Cuando el grupúsculo —formado por cuatro hombres y una mujer— bajó por la Carretera del Arrabal hasta el borde de los acantilados, algunos miraron con animada curiosidad y profundo respeto la Ciudad que se extendía a sus pies, en la accidentada orilla de Bahía Songe; hicieron un alto bajo la Torre del Monumento —el caparazón de cerámica de una de las naves que había llevado a Victoria a los primeros pobladores—, pero no dedicaron muchos minutos a mirarla: era una estructura familiar, impresionante por su tamaño pero esquelética y bastante lamentable, encajada en lo alto del acantilado, una estructura que apuntaba audazmente a las estrellas pero sólo servía como guía de los barcos pesqueros que se hacían a la mar. Estaba muerta y la Ciudad estaba viva.

—Miren eso —dijo Hari, el mayor del grupo—. ¡Sería imposible contar todas las casas aunque pasáramos una hora aquí! ¡Hay varios centenares!

—Como una ciudad de la Tierra —comentó con orgullo de propietario un visitante más asiduo.

—Mi madre nació en Moskva, en Rusia la Negra —intervino un tercero—. Decía que allá, en la Tierra, la Ciudad no sería más que una pequeña población.

Era una idea bastante inverosímil para personas que habían pasado sus vidas entre los campos húmedos y las aldeas agrupadas, en un cerrado y constante compromiso a base de esfuerzos y de solidaridad humana, más allá del cual se abría la enorme e indiferente inmensidad.

—Seguramente se refería a una gran población —comentó uno de los miembros del grupo con cierta incredulidad.

Permanecieron bajo el hueco caparazón de la astronave y miraron el brillante color óxido de los techos de tejas y de paja, las chimeneas humeantes, las líneas geométricas de paredes y calles, sin ver el extenso paisaje de playas, bahía y mar, valles vacíos, colinas vacías, cielo vacío que rodeaba la Ciudad con su terrible desolación.

En cuanto pasaran por la escuela y se internaran por las calles, podrían olvidar totalmente la presencia de la inmensidad. Estaban rodeados por los cuatros costados por las obras de la humanidad. Las casas, construidas en su mayoría en hileras, ocupaban ambos lados de la calle con sus altos muros y sus pequeñas ventanas. Las calles eran estrechas y se hundían treinta centímetros en el barro. En algunos sitios habían colocado entablados para cruzar por encima del barro, pero estaban en mal estado y la lluvia los volvía resbaladizos. Aunque muy pocas personas deambulaban por las calles, una puerta abierta permitía atisbar el ajetreado patio interior de una casa, lleno de mujeres, ropa tendida, niños, humo y voces. Y, una vez más, el silencio pavoroso y asfixiante de la calle.

—¡Es maravilloso! ¡Maravilloso! —suspiró Hari.

Pasaron delante de la fábrica donde el hierro de las minas y de la fundición gubernamentales se convertía en herramientas, baterías de cocina, picaportes y otros utensilios. La puerta estaba abierta de par en par. Se detuvieron y miraron la sulfurosa oscuridad de fuegos chispeantes y poblada de golpes y martillazos, pero un trabajador les gritó que siguieran su camino. Bajaron hasta la Calle de la Bahía y, al ver el largo, el ancho y la rectitud de esa arteria, Hari repitió:

—¡Maravilloso!

Siguieron a Vera, que conocía al dedillo la Ciudad, Calle de la Bahía arriba hasta el Capitolio. Ante el enorme edificio, Hari se quedó boquiabierto y se limitó a mirarlo.

Era el edificio más grande del mundo —tenía cuatro veces la altura de una casa corriente— y estaba construido con piedra sólida. Su elevado porche se sustentaba en cuatro columnas, cada una de las cuales era un único y enorme tronco de un árbol anillado, acanalado y encalado, con las gruesas mayúsculas talladas y doradas. Los visitantes se sentían pequeños bajo esas columnas, pequeños al atravesar los anchos y altos portales. La entrada, estrecha pero muy elevada, tenía las paredes enyesadas y años atrás habían sido decoradas con frescos que iban del suelo al techo. Al verlos, la gente del Arrabal volvió a detenerse y los contempló en silencio: eran imágenes de la Tierra.

En el Arrabal aún quedaba gente que recordaba la Tierra y que hablaba de ella, pero sus evocaciones —de hacía cincuenta y cinco años— se remontaban a experiencias de la infancia. Quedaban muy pocos que hubieran sido adultos en el momento del exilio. Algunos habían consagrado varios años de su vida a escribir la historia del Pueblo de la Paz, los pensamientos de sus dirigentes y héroes, descripciones de la Tierra y esbozos de su historia remota y espantosa. Otros apenas habían mencionado la Tierra; a lo sumo, habían cantado a sus hijos nacidos en el exilio, o a los hijos de sus hijos, una vieja canción infantil en la que desgranaban palabras y nombres extraños, o les habían narrado historias sobre los niños y las brujas, los tres ositos, el monarca que montó un tigre. Los niños escuchaban con ojos desorbitados.

—¿Qué es un oso? ¿El monarca también tiene rayas?

Por otro lado, la primera generación de la Ciudad, enviada a Victoria cincuenta años antes que el Pueblo de la Paz, procedía mayoritariamente de las ciudades: Buenos Aires, Río, Brasilia y los demás grandes centros de Brasilamérica; algunos habían sido personas influyentes, conocedoras de cosas aún más extrañas que las brujas y los osos. El pintor de los frescos había reproducido escenas que impresionaban profundamente a los que ahora las contemplaban: torres llenas de ventanas, calles llenas de máquinas con ruedas, cielos llenos de máquinas aladas; mujeres con vestidos tornasolados y enjoyados y los labios de color rojo sangre; hombres, altas figuras heroicas, realizando increíbles hazañas: sentados en inmensas bestias cuadrúpedas o detrás de bloques de madera grandes y brillantes, gritando con los brazos levantados en dirección a una multitud, avanzando entre cadáveres y charcos de sangre al frente de hileras de hombres vestidos de la misma manera, bajo un cielo cargado de humo y llamaradas centelleantes… Los visitantes del Arrabal necesitaban quedarse una semana para verlo todo o seguir rápidamente su camino pues no debían llegar tarde a la reunión de la Junta. Todos hicieron un alto ante la última tabla, que se diferenciaba de las demás. Era negra y no estaba cubierta de rostros, fuego, sangre y máquinas. En el ángulo inferior izquierdo aparecía un pequeño disco verde azulado y otro en el ángulo superior derecho; entre los discos y alrededor de ellos no había nada: la negrura. Sólo si observabas atentamente la negrura descubrías que estaba salpicada por un minúsculo e inconmensurable brillo estelar; por último, veías la plateada astronave finamente dibujada, apenas más grande que el filo de una uña, posada en el vacío de los mundos.

Junto a la puerta que se alzaba tras el fresco negro había dos guardias, imponentes figuras, vestidos con pantalones anchos, jubones, botas y cintos. No sólo portaban látigos enroscados en los cintos, sino armas: mosquetes largos, con la culata tallada a mano y pesado cañón. La mayoría de los arrabaleros había oído hablar de las armas, pero nunca las había visto, por lo que ahora las contemplaron con curiosidad.

—¡Alto! —exclamó uno de los guardias.

—¿Cómo? —preguntó Hari.

La población del Arrabal había adoptado muy pronto la lengua de Ciudad Victoria, pues eran gentes de idiomas muy distintos y necesitaban una lengua común para comunicarse entre sí y con la Ciudad; algunos de los más ancianos desconocían ciertas costumbres de la Ciudad. Hari nunca había oído la palabra «Alto».

—Deténganse aquí —añadió el guardia.

—Muy bien —aceptó Hari—. Tenemos que esperar aquí —explicó a sus compañeros.

Desde el otro lado de las puertas cerradas de la Sala de la Junta llegó el rumor de voces pronunciando discursos. Poco después los arrabaleros bajaron por el pasillo para mirar los frescos mientras esperaban; los guardias ordenaron que permanecieran juntos y volvieron a reunirse. Por fin las puertas se abrieron y los guardias escoltaron a la delegación del Arrabal hasta el Salón de la Junta del Gobierno de Victoria: una amplia estancia, dominada por la luz cenicienta que se colaba por las ventanas empotradas en lo alto de la pared. En el extremo aparecía una plataforma elevada sobre la que diez sillas formaban un semicírculo; en la pared posterior pendía una lámina de tela roja, con un disco azul en el medio y diez estrellas amarillas a su alrededor. Unos veinticinco hombres se repartían irregularmente en las hileras de bancos, frente a la tarima. De las diez sillas del estrado, sólo tres estaban ocupadas.

Un hombre de cabellos rizados, sentado en una mesilla situada debajo de la tarima, se puso en pie y anunció que una delegación del Arrabal había solicitado autorización para dirigirse al Pleno Supremo del Congreso y la Junta de Victoria.

—Autorización concedida —informó uno de los hombres de la tarima.

—Avancen… No, por ahí no, por el pasillo… —El hombre de cabellos ensortijados susurró y se desvivió hasta colocar a la delegación donde quería, cerca de la tarima—. ¿Quién es el portavoz?

—Ella —respondió Hari y señaló a Vera con la cabeza.

—Diga su nombre tal como figura en el Registro Nacional. Debe dirigirse a los congresistas como «Caballeros» y a los concejales como «Sus Excelencias» —susurró el empleado, con el ceño fruncido. Hari lo miró con bondadoso regocijo, como si se tratara de un murciélago con saco abdominal—. ¡Vamos, vamos! —murmuró el afanoso empleado.

Vera avanzó un paso.

—Me llamo Vera Adelson. Hemos venido a debatir con ustedes nuestros planes de enviar un grupo al norte para establecer un nuevo asentamiento. Días atrás no tuvimos tiempo de analizar la cuestión y por eso se produjeron algunos errores de entendimiento y desacuerdos. Ya está todo superado. Jan tiene el mapa que el concejal Falco pidió y entregamos gustosamente esta copia para los Archivos. Los exploradores insisten en que no es muy exacto, pero da una idea general del territorio situado al norte y al este de Bahía Songe, incluidos algunos caminos y vados transitables. Esperamos sinceramente que sea de utilidad para nuestra comunidad.

Uno de los arrabaleros extendió un rollo de papel de hoja y el inquieto empleado lo tomó, mirando a los concejales en busca de su consentimiento.

Con su traje de pantalón de blanca seda de árbol, Vera permaneció inmóvil como una estatua bajo la luz gris. Su voz sonaba serena:

—Hace ciento once años el gobierno de Brasilamérica envió millares de personas a este mundo. Hace cincuenta y seis años el gobierno de Canamérica envió dos mil personas más. Estos grupos no se han fusionado, pero han cooperado. Ahora Ciudad y Arrabal, pese a ser distintas, son profundamente interdependientes. Las primeras décadas fueron muy duras para cada uno de los grupos y hubo que lamentar muchas muertes. Se han producido menos víctimas a medida que aprendíamos a vivir aquí. Aunque hace años que el Registro se ha suspendido, calculamos que la población de la Ciudad ronda las ocho mil personas y, según nuestro último cálculo, la población del Arrabal ascendía a cuatro mil trescientas veinte.

Un murmullo de sorpresa se elevó desde los bancos.

—Consideramos —prosiguió Vera— que doce mil personas es el máximo que puede alimentar la región de Bahía Songe sin apelar a una agricultura demasiado intensiva y al riesgo constante de la hambruna. Creemos que ha llegado la hora para que algunos partamos y establezcamos un nuevo asentamiento. Al fin y al cabo, hay espacio más que suficiente. —Falco sonrió ligeramente desde su asiento de concejal—. Como el Arrabal y la Ciudad no se han unido y siguen constituyendo dos grupos diferentes, creemos que un esfuerzo compartido para establecer un nuevo asentamiento sería poco aconsejable. Los pioneros tendrán que convivir, trabajar juntos, depender mutuamente y, como es obvio, casarse entre sí. Sería intolerable la tensión de mantener separadas las dos castas sociales en semejantes condiciones. Además, los que quieren crear un nuevo asentamiento son arrabaleros. Alrededor de doscientas cincuenta familias, cerca de mil personas, están pensando en trasladarse al norte. No se irán todos juntos, sino unas doscientas personas por vez. A medida que partan, ocuparán sus sitios en las granjas los jóvenes que elijan quedarse y, puesto que la Ciudad ya está muy poblada, queda la posibilidad que algunas familias deseen trasladarse al campo. Serán recibidas con los brazos abiertos. Aunque la quinta parte de nuestros campesinos se traslade al norte, no habrá una caída en la producción de alimentos y, por añadidura, habrá mil bocas menos que alimentar. Este es nuestro plan. Confiamos en que a través del debate, la crítica y la búsqueda mutua de la verdad podamos llegar a la plena coincidencia en una cuestión que a todos nos atañe.

Se produjo un breve silencio.

Un hombre que ocupaba uno de los bancos se levantó para hablar, pero volvió a sentarse apresuradamente al ver que el concejal Falco se disponía a hacer uso de la palabra.

—Muchas gracias, senhora Adelson —dijo Falco—. Ya se le informará sobre la decisión de la Junta con respecto a esta propuesta. Senhor Brown, ¿cuál es el punto siguiente de la orden del día?

Con una mano, el empleado de cabellos rizados hizo gestos frenéticos a los arrabaleros mientras con la otra intentaba encontrar algo entre los papeles de su escritorio. Dos guardias se adelantaron deprisa y flanquearon a los cinco arrabaleros.

—¡Vamos! —ordenó uno de ellos.

—Esperen un momento —pidió Vera amablemente—. Concejal Falco, temo que volvemos a entendernos mal. Nosotros hemos tomado una decisión provisional. Y ahora nos gustaría, con vuestra cooperación, tomar una decisión definitiva. Ni nosotros ni ustedes podemos elegir en solitario con respecto a un asunto que nos compete a todos.

—Creo que me entiende mal —dijo Falco y miró el aire por encima de la cabeza de Vera—. Acaba de plantear una propuesta. La decisión corresponde al gobierno de Victoria.

Vera sonrió.

—Sé que ustedes no están acostumbrados a que las mujeres tomen la palabra en vuestras reuniones. Quizá sea mejor que Jan Serov se exprese en nuestro nombre.

Vera retrocedió y un hombre corpulento y de piel blanca ocupó su sitio.

—Verán —dijo, como si prosiguiera el discurso de Vera—, en primer lugar tenemos que acordar qué queremos y cómo queremos hacerlo y, una vez que estemos de acuerdo, lo haremos.

—El tema está cerrado —intervino el calvo concejal Helder, sentado a la izquierda de Falco en la tarima—. Si ustedes siguen obstruyendo las tareas del Pleno, habrá que retirarlos por la fuerza.

—No obstruimos ninguna tarea, sólo queremos hacer algo —declaró Jan. No sabía qué hacer con sus enormes manos, que mantenía torpemente pegadas a los lados del cuerpo, entrecerradas, buscando el mango de una azada ausente—. Tenemos que resolver este asunto.

—Guardias —dijo Falco en voz muy baja.

Cuando los guardias avanzaron por segunda vez, Jan miró perplejo a Vera y Hari apeló a Falco:

—Bueno, concejal, cálmese, es evidente que sólo tenemos la intención de hablar con sensatez.

—¡Su Excelencia, haga expulsar a esta gente! —gritó un hombre desde los bancos.

Otros asistentes se pusieron a vociferar, como si quisieran llamar la atención de los concejales sentados en el estrado. Los arrabaleros no se movieron, si bien Jan Serov y el joven King miraron sorprendidos los rostros coléricos y gritones vueltos hacia ellos. Falco conferenció unos segundos con Helder e hizo señas a uno de los guardias, que abandonó el recinto a la carrera. Falco levantó la mano para pedir silencio.

—Deben ustedes comprender que no son miembros del gobierno, sino súbditos —declaró con suma cortesía—. «Decidir» sobre un «plan» opuesto a las decisiones del gobierno es un acto de rebelión. Para que quede bien claro para ustedes, y también para el resto, permanecerán detenidos aquí hasta que comprobemos que el orden vigente se ha restablecido.

—¿Qué significa «detenidos»? —preguntó Hari a Vera en voz baja.

—La cárcel —respondió la mujer.

Hari asintió. Había nacido en una cárcel de Canamérica; aunque no lo recordaba, estaba orgulloso de ello.

Aparecieron ocho guardias con actitud autoritaria y empujaron a los arrabaleros hacia la puerta.

—¡En fila india! ¡Dense prisa! ¡Si corren, dispararé! —ordenó el oficial.

Ninguno de los cinco arrabaleros mostró la menor intención de huir, resistirse o protestar. Empujado por un guardia impaciente, King se disculpó como si en medio de la prisa le hubiera cortado el paso a alguien.

Los guardias guiaron al grupo más allá de los frescos, más allá de las columnas, hasta la calle. Allí los obligaron a detenerse.

—¿Adónde vamos? —preguntó uno de los guardias al oficial.

—A la cárcel.

—¿Ella también?

Todos miraron a Vera, pulcra y delicada con su vestimenta de seda blanca. Impávida, les devolvió la mirada.

—El jefe ha dicho que a la cárcel —declaró el oficial y frunció el ceño.

—Hesumeria, señor, no podemos meterla en la cárcel —declaró un guardia menudo, de mirada penetrante y con la cara marcada.

—Eso ha dicho el jefe.

—Fíjese, señor, es una dama.

—Llévenla a casa del Jefe Falco y que decida él cuando regrese —propuso otro guardia, el gemelo de Caramarcada, aunque no tenía cicatrices.

—Les doy mi palabra que permaneceré donde me digan, pero preferiría estar con mis amigos —intervino Vera.

—¡Por favor, señora, cállese! —ordenó el oficial y se sujetó la cabeza con las manos—. De acuerdo. Ustedes dos, llévenla a Casa Falco.

—Mis amigos también darán su palabra si… —intentó añadir Vera.

El oficial ya le había dado la espalda y gritó:

—¡De acuerdo! ¡Adelante! ¡En fila india!

—Por aquí, senhora —dijo Caramarcada.

Vera se detuvo en la bocacalle y alzó la mano para saludar a sus cuatro compañeros, que ahora iban calle abajo.

—¡Paz! ¡Paz! —gritó Hari con gran entusiasmo.

Caramarcada masculló algo y soltó un escupitajo. Los dos guardias eran hombres que habrían asustado a Vera si se hubiera cruzado con ellos por las calles de la Ciudad pero en este momento, mientras caminaban flanqueándola, su modo de protegerla era evidente hasta en la forma de andar. Vera tuvo la sensación que ellos se consideraban sus salvadores.

—¿La cárcel es muy desagradable? —inquirió.

—Borracheras, refriegas, hedores —replicó Caramarcada.

—No es sitio para una dama, senhora —añadió el gemelo con grave decoro.

—¿Es un sitio más apto para hombres? —insistió Vera, pero ninguno de los dos respondió.

Casa Falco sólo distaba tres calles del Capitolio: era un edificio grande, bajo, blanco y de techo de tejas rojas. La criada rolliza que abrió la puerta se perturbó en presencia de dos soldados y de una senhora desconocida; hizo una reverencia, hipó y murmuró:

—¡Oh, hesumeria! ¡Oh, hesumeria! —y huyó dejando al trío en el umbral.

Después de una pausa prolongada en la que Vera conversó con los guardias y se enteró que ellos eran hermanos gemelos, que se llamaban Emiliano y Aníbal y que les gustaba su profesión porque la paga era buena y no tenían que oír impertinencias de nadie, si bien a Aníbal —Caramarcada— no le agradaba permanecer erguido tantas horas porque le dolían los pies y se le hinchaban los tobillos… Después de la pausa, una joven apareció en la entrada, una muchacha de espalda recta y mejillas rojas que meneaba sus largas faldas.

—Soy la senhorita Falco —se presentó echando una rápida mirada a los guardias pero dirigiéndose a Vera. Su expresión se demudó—. Lo siento, senhora Adelson, no la había reconocido. ¡Pase, por favor!

—Verás, querida, es una situación embarazosa, no vengo como visitante, sino como presa. Estos caballeros han sido muy amables. Pensaron que la cárcel no es un sitio para mujeres y me trajeron aquí. Creo que si paso ellos también tendrán que entrar para vigilarme.

Las cejas de Luz Marina habían formado una delgada recta. Permaneció muda unos segundos.

—Pueden esperar aquí, en la entrada —dijo—. Siéntense en los arcones —ofreció a Aníbal y a Emiliano—. La senhora Adelson se quedará conmigo.

Los gemelos cruzaron tiesos el umbral, detrás de Vera.

—Pase, por favor —ofreció Luz amablemente.

Vera entró en el vestíbulo de Casa Falco, con sus sillones y sus sofás de madera acolchados, sus mesas taraceadas y su suelo de piedra adornado con dibujos, sus ventanas de grueso cristal y las enormes y frías chimeneas: su cárcel.

—Por favor, tome asiento —ofreció su carcelera y se acercó a una puerta interior para ordenar que prepararan el fuego y lo encendieran y que les sirvieran café.

Vera no se sentó. Miró admirada a la joven a medida que regresaba a su lado.

—Querida, eres muy amable y atenta. Pero estoy realmente detenida…, por orden de tu padre.

—Esta es mi casa —declaró Luz con una voz tan seca como la de su padre—. En mi casa se acoge bien a las visitas.

Vera suspiró y se sentó dócilmente. El viento de las calles había alborotado su cabellera cana; la estiró y cruzó sus manos delgadas y morenas sobre el regazo.

—¿Por qué la ha detenido? —Luz había reprimido la pregunta y ahora salió disparada—. ¿Qué ha hecho?

—En fin, hemos venido para tratar de elaborar con la Junta los planes para el nuevo asentamiento.

—¿Sabían que los detendrían?

—Era una posibilidad.

—¿De qué está hablando?

—Del nuevo asentamiento…, diría que de la libertad. Querida, en realidad no debería hablar contigo de este asunto. Me he comprometido a ser una detenida y los presos no deben pregonar su delito.

—¿Por qué no? —preguntó Luz desdeñosamente—. ¿Acaso es contagioso, como la gripe?

Vera rió.

—¡Ya lo creo! Sé que nos hemos visto antes…, pero no recuerdo dónde nos conocimos.

La nerviosa criada entró rápidamente con una bandeja, la depositó sobre la mesa y salió espantada, sin aliento. Luz sirvió la bebida negra y caliente —llamada café y preparada con la raíz tostada de una planta nativa— en tazas de fino barro rojo.

—El año pasado asistí al festival del Arrabal —respondió. Su voz había perdido la sequedad autoritaria y ahora sonaba cohibida—. Fui a ver las danzas. Usted vino un par de veces a la escuela para hablarnos.

—¡Es verdad! ¡Lev, tú y el famoso grupo estudiaron juntos! Entonces conociste a Timmo. ¿Te enteraste que él murió en la expedición al norte?

—No, no lo sabía. Entonces murió en la inmensidad —dijo la joven y acompañó la palabra inmensidad con un fugaz silencio—. ¿Lev estaba…, está Lev en la cárcel?

—No, no ha venido con nosotros. Sabrás que en la guerra las fuerzas nunca se concentran en un solo frente.

Vera bebió un sorbo de café con renovado entusiasmo y el sabor la llevó a hacer una ligera mueca.

—¿La guerra?

—Estoy hablando de una guerra sin combates. Probablemente hablo de una rebelión, como dice tu padre. Espero que sólo se trate de un desacuerdo. —Daba la sensación que Luz no entendía nada—. ¿Sabes qué es la guerra?

—Sí, claro que sí. Cientos de personas se matan entre sí. La historia de la Tierra, que estudiamos en la escuela, no hablaba de otra cosa. Pero suponía…, suponía que ustedes no luchaban.

—Y no estás equivocada —coincidió Vera—. No luchamos, al menos no lo hacemos con navajas y armas. Pero cuando nos ponemos de acuerdo en que hay que hacer algo o en que algo no debe hacerse, nos volvemos muy testarudos. Y cuando nuestra testarudez topa con otra testarudez, puede estallar una especie de guerra, un combate ideológico, el único tipo de guerra que es posible ganar. ¿Te das cuenta? —Evidentemente, Luz no entendía—. No te preocupes —prosiguió Vera afablemente—, ya llegará el día en que lo comprenderás.

Загрузка...