4

El árbol anillado de Victoria llevaba una doble vida. Comenzaba por un único plantón de crecimiento rápido con hojas rojas dentadas. Una vez maduro, florecía pródigamente y daba grandes flores de color miel. Atraídos por los dulces pétalos, los no-sé-qué y otros pequeños seres voladores los comían y así fertilizaban el amargo corazón de la flor con polen adherido a su pelaje, sus escamas, sus alas o barbas. El resto fertilizado de la flor se enroscaba hasta formar una semilla dura. Aunque en el árbol podía haber cientos, se secaban y caían, una tras otra, dejando una única semilla en una elevada rama central. Esta semilla dura y de sabor desagradable crecía y crecía al tiempo que el árbol se debilitaba y marchitaba, hasta que las ramas peladas se hundían pesarosas bajo el peso de la bola grande y negra de la semilla. Después, alguna tarde en que el sol otoñal se abría paso entre los nubarrones, la semilla realizaba su extraordinaria hazaña: estallaba, madurada por el paso del tiempo y calentada por el sol. Soltaba un estampido que podía oírse en varios kilómetros a la redonda. Se levantaba una nube de polvo y fragmentos que se desplazaba lentamente por las colinas. Evidentemente, todo había terminado para el árbol anillado.

Pero en un círculo en torno al tronco central, cientos de semillitas expulsadas de la cáscara cavaban enérgicamente para entrar en el terreno húmedo y fértil. Un año después los vástagos competían por el espacio para las raíces y los más débiles morían. Diez años más tarde y a partir de entonces durante uno o dos siglos de veinte a sesenta árboles de hojas cobrizas formaban un anillo perfecto en torno al tronco central desaparecido tiempo atrás. Ramas y raíces estaban separadas pero tocándose: cuarenta árboles anillados, un anillo de árboles. Cada ocho o diez años florecían y daban un pequeño fruto comestible, cuyas semillas eran excretadas por los no-sé-qué, murciélagos con saco abdominal, farfalias, conejos de los árboles y otros entusiastas de las frutas. Depositada en el sitio adecuado, la semilla germinaba y producía el árbol único y éste la única semilla; el ciclo se repetía incesantemente de árbol anillado a anillo de árboles.

Si el terreno era propicio, los anillos crecían entrelazados; no salían plantas grandes en el círculo central de cada anillo, sólo hierbas, musgos y helechos. Los anillos muy viejos agotaban hasta tal punto el terreno central que éste podía hundirse y formar un hueco que se llenaba de filtraciones subterráneas y de lluvia; así, el círculo de viejos y altos árboles de color rojo oscuro se reflejaba en las aguas mansas de la charca central. El centro de un anillo de árboles siempre era un sitio sereno. Los antiguos anillos con una charca en el centro eran los más apacibles, los más extraños.

El Templo del Arrabal se alzaba en las afueras de la población, en un valle que cobijaba uno de esos anillos: cuarenta y seis árboles que elevaban sus troncos en forma de columna y sus coronas de bronce en torno a un mudo círculo de agua impregnado de lluvia, gris nube o brillante por el sol que se abría paso entre el follaje rojo desde un cielo fugazmente despejado. Las raíces crecían nudosas al borde del agua, lo que creaba un sitio de reposo para el contemplador solitario. Un único par de garzas vivía en el Anillo del Templo. La garza victoriana no era una garza, ni siquiera era un ave. Los exiliados sólo tuvieron palabras del viejo mundo para nombrar el nuevo. Los seres que vivían en las charcas —una pareja por charca— eran zancudos, de color gris claro y comían peces: por eso los llamaron garzas. La primera generación sabía que no eran garzas, que no eran aves, reptiles ni mamíferos. Las generaciones siguientes no sabían lo que no eran aunque, en cierto sentido, sabían lo que eran. Eran garzas.

Parecían vivir tanto como los árboles. Nadie había visto una cría de garza ni un huevo. A veces danzaban y si el rito era una ceremonia nupcial, el apareamiento tenía lugar en el secreto de la noche de la inmensidad: nadie las había visto. Discretas, angulosas y elegantes, anidaban entre las raíces, en los montículos de hojas rojas, pescaban animales acuáticos en los bajos y, desde el otro lado de la charca, contemplaban a los seres humanos con ojos grandes y redondos tan incoloros como el agua. Aunque no mostraban temor ante el hombre, jamás permitían un estrecho acercamiento.

Hasta hoy los pobladores de Victoria no habían encontrado ningún animal terrestre de grandes dimensiones. El herbívoro de mayor tamaño era el conejo, una bestia conejil —gorda y lenta— recubierta de magníficas escamas impermeables; el mayor depredador era la larva, de ojos rojos, dientes de tiburón y medio metro de largo. En cautiverio, las larvas mordían y chillaban con mórbido frenesí hasta que morían; los conejos se negaban a comer, se tendían apaciblemente y morían. En el mar había bestias de gran tamaño; todos los veranos las «ballenas» llegaban a Bahía Songe y las pescaban por su carne; mar adentro se habían visto animales aún más grandes que las ballenas, enormes, parecidos a islas retorcidas. Las ballenas no eran ballenas y nadie sabía qué eran o dejaban de ser esos monstruos. Nunca se acercaban a los botes pesqueros. Las bestias de los llanos y de los bosques tampoco se aproximaban a los seres humanos. No huían. Simplemente, guardaban las distancias. Miraban un rato con ojos límpidos y seguían su camino, ignorando al desconocido.

Sólo las farfalias de ojos brillantes y los no-sé-qué consentían en acercarse. Enjaulada, la farfalia plegaba las alas y moría, pero si ponías miel para atraparla, era capaz de instalarse en tu tejado y construir el pequeño recogelluvia semejante a un nido en el que, por ser semiacuática, dormía. Era evidente que los no-sé-qué confiaban en su notoria capacidad para parecerse a otra cosa de un minuto a otro. A veces manifestaban un claro deseo de volar alrededor de un ser humano e incluso de posarse sobre él. Su transmutación contenía un elemento de engaño visual, quizás de hipnosis, y en ocasiones Lev se había preguntado si a los no-sé-qué les gustaba practicar sus trucos con los seres humanos. Sea como fuere, si lo enjaulabas, el no-sé-qué se convertía en una mancha marrón e informe parecida a un terrón de tierra y, dos o tres horas más tarde, moría.

Ninguna de las criaturas zoológicas de Victoria era domesticable, ninguna podía convivir con el hombre, no se acercaban. Escapaban, huían hacia los bosques ensombrecidos por la lluvia y dulcemente perfumados, se internaban mar adentro o iban hacia la muerte. No tenían nada que ver con los seres humanos. El hombre era un extraño. No pertenecía a ese ámbito.

—Una vez tuve un gato —le había dicho la abuela a Lev muchos años atrás—. Un gato gris y panzón, con el pelo como la más suave, la más mullida seda de los árboles. Tenía listas negras en las patas y ojos verdes. Saltaba sobre mi regazo, me hundía el morro bajo la oreja para que pudiera oírlo y ronroneaba y ronroneaba…, ¡así! —La anciana dama emitía un runrún sordo, suave y bronco que deleitaba al chiquillo.

—Nana, ¿qué decía cuando tenía hambre? —Lev contenía el aliento.

—¡RRRRUUUNN, RRRRUUUNN!

La abuela reía. Lev la imitaba.

Sólo se tenían a sí mismos. Las voces, los rostros, las manos, los brazos entrelazados de los de la propia especie. La otra gente, los otros extraños.

Al otro lado de las puertas, más allá de los pequeños terrenos arados, se extendía la inmensidad, el infinito mundo de colinas, hojas rojas y bruma donde no se oían voces. Dijeras lo que dijeses, hablar allí era como decir: «Soy un extraño».

—Algún día saldré a explorar el mundo, todo el mundo —afirmó el niño.

La idea, que se le acababa de ocurrir, dominó su ánimo. Trazaría mapas y haría todo lo necesario. Pero Nana ya no le escuchaba. Tenía pena en la mirada. Lev sabía qué tenía que hacer. Se acercó silencioso a su abuela, le acarició el cuello por debajo de la oreja y dijo:

—Rrrrrr…

—¿Eres mi gato Mino? ¡Hola, Mino! ¡Pero si no es Mino, sino Levuchka! —exclamó—. ¡Qué sorpresa!

Lev se sentó en las rodillas de Nana. La abuela lo rodeó con sus brazos grandes, gastados y morenos. En cada muñeca lucía un brazalete de hermosa esteatita roja. Los había tallado para ella su hijo, Alexander Sasha, el padre de Lev. Cuando se los regaló por su cumpleaños, le dijo: «Esposas. Mamá, son esposas de Victoria». A pesar que todos los adultos rieron, Nana tenía pena en la mirada cuando reía.

—Nana, ¿Mino se llamaba Mino?

—Claro, tontorrón.

—¿Y por qué?

—Porque le puse Mino de nombre.

—Pero los animales no tienen nombre.

—No, aquí no.

—¿Y por qué no?

—Porque no sabemos sus nombres —respondió la abuela y miró los pequeños campos arados.

—Nana.

—¿Sí? —preguntó la voz tierna en el acogedor pecho en el que Lev apoyaba la oreja.

—¿Por qué no trajiste a Mino?

—En la astronave no pudimos traer nada. Nada nuestro. No había espacio. De todos modos, Mino murió mucho antes del viaje. Yo era una niña cuando Mino era cachorro y seguía siendo una niña cuando envejeció y murió. Los gatos no viven mucho, apenas unos años.

—Pero la gente vive mucho tiempo.

—Sí, claro, muchísimo tiempo.

Lev permaneció quieto en el regazo de la abuela y fingió que era un gato de pelaje gris como la pelusa del algodón, pero tibia.

—Rrrr —ronroneó suavemente mientras la anciana sentada en el umbral lo abrazaba y, por encima de su cabeza, miraba la tierra del exilio.

Ahora, sentado en la dura y ancha raíz de un árbol anillado, en el borde de la Charca del Templo, Lev pensó en Nana, en el gato, en las aguas plateadas de Lago Sereno, en las montañas que lo rodeaban y que soñaba coronar, en los montes que escalaría para salir de la bruma y la lluvia e internarse en el hielo y el brillo de las cumbres; pensó en muchas cosas, en demasiadas cosas. Aunque estaba inmóvil, su mente no cesaba de discurrir. Había ido en busca de sosiego, pero su mente no dejaba de pensar, corría del pasado al futuro una y otra vez. Sólo encontró la calma unos instantes. Una de las garzas se acercó silenciosamente al agua desde el otro lado de la charca. Alzó su delgada cabeza y miró a Lev. El joven le devolvió la mirada y por un instante quedó atrapado en ese ojo redondo y transparente, tan insondable como el cielo límpido: fue un momento redondo, transparente y silencioso, un momento en el centro de todos los momentos, el momento presente y eterno del animal silente.

La garza giró, inclinó la cabeza y buscó alimento en las aguas turbias.

Lev se incorporó, intentó moverse tan callada y diestramente como la garza y abandonó el círculo de árboles pasando entre dos impresionantes troncos rojos. Fue como atravesar una puerta para ir a un sitio totalmente distinto. El valle llano brillaba bajo el sol y el cielo aparecía ventoso y vivo. Sobre la ladera sur, el Templo con su techo de madera pintado de rojo reflejaba los destellos dorados del sol. Lev aceleró el paso al ver que muchas personas charlaban de pie en los escalones y el porche del Templo. Deseaba correr, gritar. No era el momento para estar quieto. Era la primera mañana de la batalla, los albores de la victoria.

—¡Corre! ¡Todos estamos esperando al Jefe Lev! —lo llamó Andre.

Rió y apretó el paso. Subió con dos zancadas los seis escalones del porche.

—Está bien, está bien, está bien —dijo—. ¿A eso le llamas disciplina? ¿Dónde están tus botas? Sam, ¿crees que es una posición respetuosa?

Sam, un hombre moreno y fornido que sólo llevaba pantalón blanco, estaba tranquilamente cabeza abajo, cerca de la barandilla del porche.

Elia coordinó la reunión. Como el sol resultaba muy agradable, en lugar de entrar se sentaron a charlar en el porche. Elia estaba serio, como de costumbre, pero la llegada de Lev animó a los demás y el debate fue acalorado aunque breve. El sentido de la reunión quedó de manifiesto casi de inmediato. Elia quería que otra delegación fuera a la Ciudad para hablar con los Jefes, pero nadie lo secundó; todos eran partidarios de una reunión general de la población del Arrabal. Acordaron que se celebraría antes del crepúsculo y que los más jóvenes se ocuparían de dar voces en las aldeas y los campos más lejanos. Lev estaba a punto de irse cuando Sam, que durante el debate había permanecido tranquilamente cabeza abajo, se enderezó con un solo y gracioso movimiento y le comentó sonriente:

—Arjuna, será una gran batalla.

Con la mente ocupada por cien ideas distintas, Lev sonrió a Sam y partió.

La campaña que la población del Arrabal estaba a punto de emprender era algo nuevo y, al mismo tiempo, familiar. Todos habían aprendido sus principios y tácticas en la escuela arrabalera y en el Templo; conocían las vidas de los héroes-filósofos Gandhi y King, la historia del Pueblo de la Paz y las ideas que habían inspirado esas vidas, esa historia. En el exilio, el Pueblo de la Paz había seguido viviendo de acuerdo con esas ideas y, hasta el presente, con buenos resultados. Al menos siguieron siendo independientes al tiempo que se hacían cargo de toda la iniciativa agrícola de la comunidad y compartían plena y libremente los productos con la Ciudad. A cambio, la Ciudad les proporcionaba herramientas y maquinaria fabricadas en las fundiciones del gobierno, pescado capturado por su flota y otros productos que la colonia establecida con anterioridad podía proveer más fácilmente. Había sido un acuerdo satisfactorio para ambas partes.

Gradualmente los términos del acuerdo se tornaron más injustos. El Arrabal cultivaba las plantas de algodón y los árboles de la seda y trasladaba la materia prima a las hilanderías de la Ciudad para que la hilaran y la tejieran. Sin embargo, las hilanderías eran lentas; si los arrabaleros necesitaban ropa, más les valía hilar y tejer los paños. El pescado fresco y seco que esperaban no llegaba. La Junta explicó que se debía a que las capturas fueron exiguas. No sustituyeron las herramientas. La Ciudad había entregado herramientas a los campesinos; la Junta dijo que si los campesinos eran descuidados, a ellos les tocaba reemplazarlas. Y así sucesivamente. Fue un proceso paulatino que no dio lugar a que estallara la crisis. La gente del Arrabal transigió, se adaptó, se arregló. Los hijos y los nietos de los exiliados —ahora hombres y mujeres adultos— nunca habían visto en acción la técnica de conflicto y resistencia que articulaba su fuerte unión como comunidad.

Sin embargo, la habían aprendido, conocían el espíritu, los motivos y las reglas. La habían aprendido y la practicaban toda vez que surgía un conflicto menor en el Arrabal. Habían visto que sus mayores arribaban a la solución de problemas y desacuerdos mediante un apasionado debate y, en otros casos, a través de un consentimiento casi tácito. Habían aprendido a captar el sentido del encuentro, no a oír la voz del más gritón. Habían aprendido que en cada ocasión debían decidir si la obediencia era necesaria y correcta o impropia y errónea. Habían aprendido que un acto de violencia es un acto de debilidad y que la fuerza del espíritu consiste en ser fiel a la verdad.

Al menos creían en esta concepción de la vida y estaban convencidos de haberla aprendido más allá de todo atisbo de duda. Ninguno, cualquiera que fuese la provocación, apelaría a la violencia. Estaban seguros y eran fuertes.

«Esta vez no será fácil —les había dicho Vera antes de partir a la Ciudad con los demás—. Saben ustedes que no será fácil.»

Asintieron sonrientes y la aclamaron. Claro que no sería fácil. Las victorias fáciles no merecen la pena.

Mientras iba de una granja a otra del sudoeste del Arrabal, Lev pedía a los pobladores que fueran a la gran reunión y respondía a sus preguntas sobre Vera y los demás rehenes. Algunos temían lo que los hombres de la Ciudad pudieran intentar a continuación y Lev dijo:

—Sí, tal vez hagan algo peor que tomar un puñado de rehenes. Simplemente, no podemos esperar que estén de acuerdo con nosotros porque nosotros no estamos de acuerdo con ellos. Creo que habrá pelea.

—Cuando luchan emplean navajas…, y también está ese…, ese lugar donde azotan, ya sabes —dijo una mujer y bajó la voz—. Ese sitio donde castigan a los ladrones y… —No acabó la frase. Todos se mostraron avergonzados y preocupados.

—Se han dejado atrapar por el círculo de violencia que los trajo aquí —añadió Lev—. Pero nosotros, no. Si nos mantenemos firmes y unidos, verán nuestra fuerza, comprenderán que es mayor que la de ellos. Escucharán lo que tenemos que decir. Y así ellos mismos ganarán la libertad.

La voz y la expresión de Lev eran tan joviales que los campesinos notaron que, lisa y llanamente, decía la verdad y empezaron a esperar la próxima confrontación con la Ciudad en lugar de temerla. Dos hermanos cuyos nombres procedían de la Larga Marcha —Lyon y Pamplona— se entusiasmaron; el simplón de Pamplona siguió a Lev de una granja a otra durante el resto de la mañana a fin de oír diez veces los Planes de Resistencia.

Por la tarde Lev trabajó con su padre y las otras tres familias que cultivaban el campo de arroz de los pantanos, ya que la última cosecha estaba a punto y había que recogerla pasara lo que pasase. Su padre fue a cenar con una de las familias y él acudió a comer a casa de Vientosur. La muchacha había dejado la casa de su madre y vivía sola en la casita que se alzaba al oeste de la población, construida por Timmo y por ella cuando se casaron. La vivienda se alzaba solitaria entre los campos, aunque a la vista del grupo de casas más próximo, que correspondía a las afueras del Arrabal. Lev, Andre o Italia —la esposa de Martin—, o los tres, a menudo iban a cenar a la casita, llevando algo para compartir con Vientosur. Lev y ella cenaron sentados en el umbral porque era una tarde de otoño templada y dorada y luego caminaron juntos hasta el Templo, donde ya se habían congregado doscientas o trescientas personas y, a medida que pasaban los minutos, llegaban más.

Todos eran conscientes de los motivos por los que se habían reunido en el Templo: para convencerse mutuamente del hecho que estaban unidos y para debatir lo que debían hacer. El espíritu del encuentro era festivo y emotivo. La gente se apiñaba en el porche y hablaba, expresando de un modo u otro lo siguiente: «¡No cederemos, no abandonaremos a nuestros compañeros!». Cuando Lev habló, lo aclamaron; era hijo del gran Shults que encabezó la Larga Marcha, explorador de la inmensidad y el favorito de la mayoría de los arrabaleros. Las aclamaciones se interrumpieron bruscamente y se produjo una conmoción entre los congregados, que ahora superaban el millar. La noche había caído y la luz eléctrica del porche del Templo —producida por el generador de la población— apenas iluminaba, por lo que resultaba difícil saber qué ocurría en las lindes del gentío. Un objeto negro, achaparrado y compacto parecía abrirse paso por la fuerza entre la gente. Cuando se acercó al porche, se vio que era una masa humana, un destacamento de guardias de la Ciudad, que se movían en bloque. Este bloque sólido tenía voz:

—Reuniones… orden… pena… —fue lo único que se oyó porque, indignados, todos hacían preguntas.

En pie bajo la luz, Lev pidió calma y en cuanto el gentío hizo silencio, se oyó una voz estentórea que decía:

—Las reuniones masivas están prohibidas, deben dispersarse. Bajo pena de cárcel y castigo, las reuniones públicas están prohibidas por orden de la Junta Suprema. ¡Dispérsense de inmediato y regresen a vuestras casas!

—No —dijo la gente—. ¿Por qué tenemos que dispersarnos…? ¿Con qué derecho nos lo piden…? ¡Vuelvan ustedes a vuestras casas!

—¡Ya está bien, silencio! —rugió Andre con un vozarrón del que nadie lo creía capaz. En cuanto la gente hizo silencio, se dirigió a Lev con su tono bajo de costumbre—: Vamos, habla.

—Esta delegación de la Ciudad tiene derecho a hablar —dijo Lev en voz alta y clara—. Y a ser escuchada. Es posible que cuando hayamos oído lo que tienen que decir no hagamos caso, pero recuerden que estamos decididos a no amenazar de hecho ni de palabra. No ofrecemos cólera ni daños a estos hombres que se reúnen con nosotros. ¡Lo que les ofrecemos es amistad y amor a la verdad!

Miró a los guardias y el oficial repitió inmediatamente la orden de suspender la reunión con tono tajante y apremiante. Cuando terminó de hablar, reinó el silencio. El silencio persistió. Nadie dijo esta boca es mía. Nadie se movió.

—¡Ya está bien! —insistió el oficial elevando el tono de voz—. ¡Muévanse, dispérsense, vuelvan a vuestras casas!

Lev y Andre se miraron, se cruzaron de brazos y se sentaron. Grapa, que también estaba en el porche, hizo lo propio; después se sentaron Vientosur, Elia, Sam, Joya y los demás. La gente apiñada en el terreno del Templo comenzó a sentarse. Fue una visión inenarrable en medio de las sombras y de la luz amarillenta salpicada de oscuridad: las múltiples, las innumerables formas oscuras parecieron reducirse a la mitad de su estatura con un débil frufrú y unos pocos murmullos. Algunos chiquillos rieron. En medio minuto todos se habían sentado. No había nadie de pie salvo el destacamento de guardias: veinte hombres apiñados.

—Están ustedes advertidos —gritó el oficial colérico e incómodo. Evidentemente no sabía qué hacer con esa gente que ahora permanecía sentada en el suelo, en silencio, y lo contemplaba con expresión de pacífica curiosidad, como si fueran niños que asistían a un teatro de marionetas y él fuera un títere—. ¡Levántense y dispérsense o empezaré a arrestarlos! —Nadie abrió la boca—. De acuerdo, arresten a los trein…, a los veinte más próximos. En pie. ¡Eh, ustedes, arriba!

Las personas a las que les habían dirigido la palabra o a las que los guardias habían tocado con la mano se pusieron tranquilamente de pie y esperaron pacientes.

—¿Puede venir mi esposa? —preguntó un hombre en voz baja pues no quería quebrar la enorme y profunda quietud del gentío.

—¡Por orden de la Junta, no se celebrarán nuevas reuniones masivas de ningún tipo! —chilló el oficial y encabezó la partida del destacamento, llevándose a cerca de veinticinco arrabaleros. Se perdieron en la oscuridad, fuera del alcance de la luz eléctrica.

La muchedumbre guardó silencio.

Sonó una voz cantante. Se sumaron otras, al principio quedamente. Era una vieja canción de los tiempos de la Larga Marcha en la Tierra.

Oh, cuando arribemos,

oh, cuando arribemos a la Tierra Libre,

entonces construiremos la Ciudad,

oh, cuando arribemos…

A medida que el grupo de guardias y los arrestados se internaban en la oscuridad, el cántico no sonaba más débil sino más fuerte y claro, pues los cientos de voces se unieron y lograron que la melodía resonara sobre las tierras oscuras y tranquilas que separaban el Arrabal de la Ciudad Victoria.


Las veinticuatro personas que los guardias arrestaron o que los acompañaron voluntariamente regresaron al Arrabal a última hora del día siguiente. Habían pernoctado en un almacén, quizá porque la cárcel de la Ciudad no podía albergar a tantos y porque dieciséis detenidos eran mujeres y niños. Explicaron que por la tarde había tenido lugar el juicio y que cuando concluyó les dijeron que volvieran a sus casas.

—Pero tendremos que pagar una multa —dijo el viejo Pamplona dándose tono.

El hermano de Pamplona, Lyon, era un próspero hortelano, pero el lerdo y enfermizo Pamplona nunca había sido importante. Ese fue su gran momento. Había ido a la cárcel, igual que Gandhi, igual que Shults, igual que en la Tierra. Era un héroe y rebosaba felicidad.

—¿Una multa? —preguntó incrédulo Andre—. ¿En dinero? Saben que no utilizamos sus monedas…

—Una multa —explicó Pamplona, tolerante ante la ignorancia de Andre— que consiste en que tendremos que trabajar veinte días en la nueva granja.

—¿Una nueva granja?

—Una especia de nueva granja que los Jefes establecerán.

—¿Desde cuándo los Jefes se dedican a la agricultura?

Todos rieron.

—Si quieren comer, será mejor que aprendan —opinó una mujer.

—¿Qué ocurrirá si no vas a trabajar a la nueva granja?

—No tengo la menor idea —respondió Pamplona y se hizo un lío—. Nadie nos lo dijo. No estábamos autorizados a hablar. Nos llevaron a un juzgado. Fue el juez el que habló.

—¿Quién era el juez?

—Macmilan.

—¿El joven Macmilan?

—No, el viejo, el concejal. Pero el joven estaba presente. ¡Es un tipo corpulento como un árbol! Y no para de sonreír. Un joven elegante.

Lev se acercó con rapidez pues acababa de recibir la noticia del retorno de los detenidos. Abrazó a los que primero encontró en medio del exaltado grupo que se había reunido en la calle para darles la bienvenida.

—¡Han vuelto! ¡Han vuelto…! ¿Todos?

—Sí, sí, todos han vuelto. ¡Ya puedes irte a cenar!

—Los demás, Hari y Vera…

—No, ellos no. No los vieron.

—Pero todos ustedes… ¿Les hicieron daño?

—Lev dijo que no probaría bocado hasta que ustedes regresaran; se ha dedicado al ayuno.

—¡Estamos todos bien, vete a cenar! ¡Qué tontería!

—¿Los trataron bien?

—Como a invitados, como a invitados —aseguró el viejo Pamplona—. Al fin y al cabo, todos somos hermanos, ¿verdad? ¡También nos ofrecieron un desayuno magnífico y abundante!

—El arroz que nosotros mismos cultivamos, eso es lo que nos dieron. ¡Vaya anfitriones! Encerraron a sus invitados en un granero negro como boca de lobo y frío como las gachas de anoche. Me duelen todos los huesos, quiero darme un baño, todos los guardias estaban plagados de piojos, vi uno en el cuello del que me arrestó, un piojo del tamaño de una uña, qué asco. ¡Sueño con un baño! —Hablaba Kira, una mujer metida en carnes que ceceaba porque le faltaban los dos dientes delanteros; solía decir que no echaba de menos esos dientes, que le impedían hablar correctamente—. ¿Quién me acogerá esta noche? ¡No pienso volver andando a la Aldea Este con todos los huesos doloridos e infinidad de piojos subiendo y bajando por mi espalda!

De inmediato cinco o seis personas le ofrecieron un baño, un lecho, comida caliente. Los arrabaleros liberados fueron atendidos y mimados. Lev y Andre bajaron por la callejuela secundaria que conducía a la casa del primero. Caminaron un rato en silencio.

—¡Gracias a Dios! —exclamó Lev.

—Sí, gracias a Dios. Han vuelto. Surtió efecto. Ojalá Vera, Jan y los demás hubieran regresado con ellos.

—Están todos bien. Pero este grupo…, ninguno estaba en condiciones, no lo habían pensado, no estaban preparados. Temí que les hicieran daño, temí que se asustaran y se enfurecieran. La responsabilidad es nuestra, nosotros encabezamos la sentada. Los hicimos arrestar. Pero aguantaron. ¡No se amedrentaron ni lucharon, se mantuvieron firmes! —A Lev le temblaba la voz—. La responsabilidad es mía.

—Es nuestra —puntualizó Andre—. No los enviamos, no los enviaste, fueron por su cuenta. Eligieron ir. Estás agotado. Deberías comer. —Habían llegado a la puerta de la casa de Lev—. ¡Sasha, ocúpate a fin que este hombre coma! Ellos alimentaron a sus presos y ahora tú tendrás que dar de comer a Lev.

Sasha, que estaba sentado delante del hogar lijando el mango de una azada, levantó la mirada. Le tembló el bigote y se le erizaron las cejas por encima de los ojos hundidos.

—¿Quién puede obligar a mi hijo a hacer lo que no quiere hacer? —preguntó—. Si quiere comer, ya sabe dónde está el plato para la sopa.

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