11

Vera pretendía permanecer despierta para despedirlos, pero se había dormido junto al fuego y la suave llamada a la puerta no la despertó. Luz y Vientosur se miraron y ésta meneó la cabeza. Luz se arrodilló y deprisa, procurando hacer el menor ruido posible, depositó un trozo de turba detrás de las brasas para que la casa se mantuviera caldeada durante la noche. Estorbada por el grueso abrigo y la mochila, Vientosur se agachó y rozó la cabellera gris de Vera con los labios. Luego miró la casa —una mirada apresurada y perpleja— y salió. Luz la siguió.

Era una noche nublada, pero seca y muy oscura. El frío arrancó a Luz del largo trance de la espera y contuvo el aliento. Había varias personas a su alrededor, un puñado de voces quedas en la oscuridad.

—¿Están las dos? Entonces, adelante.

Partieron rodeando la casa y atravesaron el patatal hacia la loma baja que se extendía detrás, al este. Cuando los ojos de Luz se adaptaron a la oscuridad, descubrió que a su lado caminaba Sasha, el padre de Lev. El hombre percibió su mirada en la negrura y preguntó:

—¿Qué tal la mochila?

—Está bien —respondió en un murmullo apenas audible.

No debían hablar, no debían producir el menor ruido, pensó Luz, todavía no, no hasta que salieran del asentamiento, hasta que superaran la última aldea y la última granja y cruzaran el Río Molino: un camino largo. Debían moverse deprisa, en silencio y sin detenerse. ¡Oh, Dios, Señor, por favor, que no nos detengan!

—La mía está fabricada con lingotes de hierro o con pecados no perdonados —susurró Sasha y siguieron adelante en silencio, una docena de sombras en la penumbra del mundo.

Aún era de noche cuando llegaron al Río Molino, pocos kilómetros al sur del punto donde se unía con el Songe. La canoa los esperaba y Andre y Grapa estaban junto a ella. Hari cruzó a remo a los seis primeros y a continuación a los otros seis. Luz iba en el segundo grupo. Al aproximarse a la orilla oriental, la sólida negrura del mundo nocturno se tornaba insustancial, un velo de luz difuminaba el entorno, la bruma se espesaba sobre el agua. Temblorosa, Luz pisó la orilla lejana. A solas en la canoa, que Andre y los otros habían vuelto a desatracar, Hari los despidió discretamente:

—¡Buena suerte, buena suerte! ¡Que la paz les acompañe!

La canoa se perdió en la bruma como un fantasma y los doce se quedaron en la arena espectral y difusa.

—Por aquí arriba —surgió la voz de Andre de la niebla y la palidez—. Nos están esperando para desayunar.

Formaban el último y más reducido de los tres grupos que partieron, uno por noche. Los otros esperaban más lejos, entre las escarpadas colinas del este del Molino, territorio que sólo hollaban los tramperos. En fila india, detrás de Andre y Grapa, abandonaron la orilla del río y partieron a tierras ignotas.


Llevaba horas y horas, paso tras paso, pensando que en cuanto hiciera un alto se dejaría caer sobre la tierra, el barro o la arena, se hundiría y no volvería a moverse hasta la mañana. Pero cuando hicieron un alto vio que Martin y Andre discutían en la primera fila y siguió adelante, paso tras paso, hasta alcanzarlos; ni siquiera entonces se hundió, sino que siguió de pie para oír lo que decían.

—Martin opina que la brújula no funciona correctamente —dijo Andre.

Con expresión vacilante, le ofreció el instrumento a Luz, como si de un vistazo ella fuera capaz de evaluar su precisión. Lo que Luz vio fue su delicadeza, la caja de madera lustrada, la anilla de oro, el cristal, la aguja frágil y bruñida que titubeaba entre los puntos delicadamente grabados: Es algo maravilloso, milagroso, improbable, pensó. Martin miraba la brújula desaprobadoramente y dijo:

—Estoy seguro que se desvía al este. En aquellas colinas debe haber masas de mineral de hierro que la desvían. —Inclinó la cabeza hacia el este.

Hacía un día y medio que avanzaban por un territorio extraño y cubierto de maleza que no ofrecía árboles anillados ni árboles del algodón, sino una broza rala y enmarañada que no superaba los dos metros de altura; no era bosque ni terreno abierto y casi nunca se divisaba una extensa panorámica. Pero sabían que hacia el este, a su izquierda, continuaba la hilera de elevadas colinas que por primera vez habían visto seis días atrás. Cada vez que coronaban una elevación de las tierras cubiertas de maleza veían el perfil rocoso y de color rojo oscuro de las cumbres.

—Bueno, ¿es muy importante? —preguntó Luz y oyó por primera vez su voz desde hacía muchas horas.

Andre se mordió el labro inferior. Parecía agotado y sus ojos estaban casi cerrados y exánimes.

—Para seguir adelante, no. Siempre y cuando veamos el sol o, por la noche, las estrellas. Pero para trazar el mapa…

—Podríamos girar de nuevo al este y atravesar esas colinas. No se han vuelto más bajas —opinó Martin.

Como era más joven que Andre, a Martin no se lo veía tan cansado. Era uno de los pilares del grupo. Luz se sentía cómoda con él; se parecía a un hombre de la Ciudad, corpulento, moreno, musculoso, bastante lacónico y sombrío; hasta su nombre era corriente en la Ciudad. Pese a la reconfortante fortaleza de Martin, fue a Andre a quien Luz dirigió la pregunta:

—¿Todavía no podemos señalar el camino?

Poco dispuestos a dejar huellas que pudieran seguirse, habían intentado trazar el mapa de su recorrido. Un par de años después, unos pocos mensajeros podrían llevar el mapa al Arrabal a fin de guiar al segundo grupo hasta la nueva colonia. Ése era el único motivo explícito para su confección. Andre, el cartógrafo del viaje al norte, estaba a cargo del trazado y esa responsabilidad le pesaba como una lápida ya que el propósito implícito del mapa siempre ocupaba sus mentes. Era su único vínculo con el Arrabal, con la humanidad, con su pasado; la única certeza de no estarse perdiendo en la inmensidad, sin propósito, sin objetivo y, puesto que no podían jalonar el camino, sin esperanza de retorno.

En ciertos momentos Luz se aferraba a la idea del mapa y en otros se impacientaba. Martin estaba muy interesado, pero su máxima preocupación consistía en cubrir las huellas. Italia comentó que Martin se inquietaba cada vez que alguien pisaba una rama y la rompía. En los diez días de travesía habían dejado tan pocas huellas de su paso como las que pueden dejar sesenta y siete personas.

Martin meneaba la cabeza ante la pregunta de Luz.

—La elección de nuestra dirección ha estado clara desde el principio: el camino más fácil.

Andre sonrió. Fue una sonrisa agrietada y seca, como una grieta en la corteza de un árbol, que entrecerró sus ojos hasta convertirlos en dos grietas aún más pequeñas. Ésa era la razón por la que a Luz le gustaba estar con Andre, sacaba fuerzas de él, esa sonrisa paciente y graciosa, como si un árbol sonriera.

—¡Martin, evaluemos las opciones! —exclamó Andre.

Luz vio lo que el hombre imaginaba: un destacamento de hombres de la Ciudad, los matones de Macmilan con armas, látigos, botas y demás pertrechos, de pie en los acantilados del Songe, mirando hacia el norte, hacia el este y hacia el sur, contemplando la enorme inmensidad gris, teñida con anillo de óxido, ascendente y descendente, oscurecida por la lluvia, interminable y sin pistas ni voces, e intentando adivinar cuál de los cien rumbos posibles habían escogido los fugitivos.

—De acuerdo, crucemos las colinas —dijo Luz.

—Ascender no será mucho más duro que arrastrarnos entre los matorrales —opinó Andre.

Martin asintió y preguntó:

—¿En este punto volvemos a torcer hacia el este?

—Da lo mismo aquí que en cualquier otra parte —replicó Andre y sacó, a fin de tomar notas, su apunte cartográfico sucio y con las esquinas dobladas.

—¿Ahora? —quiso saber Luz—. ¿No acampamos?

Generalmente no acampaban hasta la caída del sol, pero hoy habían recorrido un largo trecho. Luz miró las malezas espinosas y broncíneas que le llegaban a los hombros y que crecían a una distancia de uno o dos metros entre sí, por lo que millones de senderos serpenteantes que no conducían a ningún sitio se abrían entre y alrededor de las matas. Sólo divisaba a unos pocos integrantes del contingente; la mayoría se había sentado a descansar en cuanto se dio la voz de alto. Cubría sus cabezas un cielo gris plomizo, monótono, con una única nube uniforme. Hacía dos noches que no llovía, pero cada hora que pasaba la temperatura descendía un poco.

—Recorramos unos kilómetros más y llegaremos al pie de las colinas —propuso Andre—. Puede que allí encontremos refugio y agua.

Miró inquisitivo a Luz y esperó a que diera su opinión. Andre, Martin, Italia y los otros pioneros solían apelar a ella y a un par de mujeres mayores en tanto representantes de los débiles, los que no podían seguir el ritmo que habrían fijado los más resistentes. A Luz no le molestaba. Todos los días caminaba hasta el límite de su resistencia o lo superaba. Las tres primeras jornadas, cuando se habían apresurado por temor a la persecución, la dejaron agotada y, a pesar que ella iba desarrollando fuerzas, no logró compensar esa pérdida inicial. Lo aceptaba y dirigía todo su resentimiento contra la mochila, esa carga monstruosa e irascible, que doblaba las rodillas y destrozaba el cuello. ¡Si no hubieran tenido que acarrear de todo! No podían llevar carretas sin abrir o dejar huellas. Sesenta y siete personas no podían vivir de la inmensidad mientras se trasladaban ni asentarse sin herramientas, aunque no fuera fin de otoño y estuviera a punto de empezar el invierno…

—Unos kilómetros más —repitió.

Siempre se sorprendía al decir esas cosas. «Unos kilómetros más», como si no supusieran ningún esfuerzo, cuando desde hacía seis horas anhelaba, soñaba con sentarse, simplemente con sentarse, sólo con sentarse un minuto, un mes, un año. Pero ahora que habían hablado de torcer nuevamente hacia el este, supo que también anhelaba abandonar ese monótono laberinto de maleza espinosa e internarse en las colinas, donde quizás se pudiera ver en lontananza.

—Unos minutos de descanso —añadió, se sentó, se quitó las correas de la mochila y se frotó los hombros doloridos.

Andre la imitó al instante. Martin fue a hablar con otros pioneros para comentar el cambio de rumbo. No había un alma visible, todos se habían desvanecido en el mar de maleza espinosa, aprovechando los breves minutos de descanso, se habían tendido en el suelo arenoso, grisáceo y cubierto de espinas. Luz ni siquiera divisaba a Andre, sólo veía un ángulo de su mochila. El viento del noroeste, débil pero frío, agitaba las pequeñas ramas secas de los arbustos. No se oía nada más.

Sesenta y siete personas: no se veían ni se oían. Desaparecidas. Perdidas. Una gota de agua en el río, una palabra arrojada al viento. Unos seres diminutos que apenas se desplazaban en la inmensidad, sin demasiada prisa, y que dejaban de moverse, pero ni para la inmensidad ni para cualquier otra cosa significaban nada, no hacían más diferencia que la caída de una espina entre un millón de espinas o el movimiento de un grano de arena.

El miedo que había llegado a conocer en los diez días de travesía se presentó como una ínfima niebla gris en los vericuetos de su mente, el frío deslizamiento de la ceguera. Era suyo, suyo por herencia y educación. Fue para exorcizar su miedo, el miedo de ellos, que se levantaron los techos y los muros de la Ciudad; fue el miedo el que trazó las calles tan rectas e hizo las puertas tan estrechas. Apenas lo había conocido tras esas puertas. Se había sentido muy segura. Hasta en el Arrabal lo había olvidado, pese a ser forastera, porque los muros no eran visibles pero sí muy sólidos: compañerismo, cooperación, afecto, el estrecho círculo humano. Pero por elección se había apartado de todo y se había internado en la inmensidad y por fin estaba cara a cara con el miedo sobre el que se había sustentado toda su vida.

No podía limitarse a afrontarlo, tuvo que combatirlo cuando empezó a tocarla; si no, todo quedaría abolido y perdería totalmente la capacidad de elegir. Tuvo que luchar ciegamente porque no había razón que se opusiera a ese miedo. Era mucho más viejo y penetrante que las ideas.

Existía la idea de Dios. En la Ciudad, a los niños les hablaban de Dios. Él creaba todos los mundos, castigaba a los malos y enviaba a los buenos al Cielo. El Cielo era una bella casa con tejado de oro donde Meria, la madre de Dios —la madre de todos—, atendía solícita las almas de los muertos. Ese relato le había gustado. De pequeña había rezado a Dios para que algunas cosas ocurrieran y otras no porque, si se lo pedías, él podía hacerlo todo; más adelante le gustó imaginar que la madre de Dios y su madre llevaban la casa juntas. Pero cuando aquí pensó en el Cielo, fue un lugar pequeño y lejano, como la Ciudad. No tenía nada que ver con la inmensidad. Aquí no había Dios; él pertenecía a la gente y donde no había gente no había Dios. En el funeral por Lev y los otros también habían hablado de Dios, pero eso ocurrió allá lejos, allá lejos. Aquí no existía nada semejante. Nadie creó esta inmensidad y en ella el bien y el mal no existían; lisa y llanamente, era.

Trazó un círculo en la tierra arenosa, cerca de su pie, dibujándolo con una vara espinosa y procurando hacerlo con la mayor perfección posible. Ése era un mundo, un yo o un Dios, ese círculo, llámalo como quieras. En la inmensidad no había nada más que pudiera pensar de esa manera en un círculo… Luz recordó la delicada anilla de oro que rodeaba la brújula. Como era humana, poseía la mente, los ojos y la mano diestra que imaginaban la idea de un círculo y la dibujaban. Pero cualquier gota de agua que cayera de una hoja a un estanque o a un charco de lluvia podía trazar un círculo aún más perfecto, que huía hacia afuera desde el centro, y si el agua no tenía límites, el círculo se fugaba eternamente hacia afuera, cada vez más débil, siempre más extenso. Ella no podía hacer aquello que cualquier gota de agua era capaz de hacer. ¿Qué había dentro de su círculo? Granos de arena, polvo, unos pocos guijarros pequeñitos, una espina semienterrada, el rostro cansado de Andre, el sonido de la voz de Vientosur, los ojos de Sasha que eran como los de Lev, el dolor de sus hombros donde apretaban las correas de la mochila y su miedo. El círculo no podía excluir el miedo. Y la mano borró el círculo, alisó la arena y la dejó tal como había estado siempre y como volvería a estar siempre después que siguieran adelante.


—Al principio sentí que dejaba atrás a Timmo —comentó Vientosur mientras observaba la ampolla más dolorosa de su pie izquierdo—. Cuando dejamos la casa…, la construimos entre los dos. Sentí que me alejaba y por fin lo abandonaba para siempre, lo dejaba atrás. Pero ahora no veo las cosas bajo esa perspectiva. Fue aquí donde murió, en la inmensidad. Ya sé que no murió aquí mismo, sino en el norte. Pero ya no siento que está tan espantosamente lejos como me pareció todo el otoño, viviendo en nuestra casa. Es casi como si hubiera salido a su encuentro. No estoy agonizando, no es eso. Allá sólo pensaba en su muerte y aquí, mientras caminamos, pienso constantemente en Timmo vivo. Es como si ahora estuviera conmigo.

Habían acampado en un pliegue del terreno, bajo las colinas rojas, junto a un torrente rápido y rocoso. Habían encendido las fogatas, cocinado y comido; muchos se habían acostado y dormían. Aunque aún no era de noche, el frío era tan intenso que si no te movías tenías que acurrucarte junto al fuego o cubrirte y dormir. Durante las cinco primeras noches de la travesía no habían encendido el fuego por temor a los perseguidores y habían sido unas noches terribles; Luz no había conocido deleite más intenso que el que experimentó ante el primer fuego de campamento, en medio de un enorme anillo arbolado, en la ladera sur del páramo, y ese mismo placer se repetía todas las noches, el exuberante lujo de la comida caliente, del calor. Las tres familias con las que Vientosur y ella acampaban y cocinaban se preparaban para pasar la noche; el benjamín —el más joven de toda la migración, un chico de once años— ya estaba enroscado en su manta como un murciélago con saco abdominal y dormía a pierna suelta. Luz se ocupó de la hoguera mientras Vientosur atendía sus ampollas. Río arriba y río abajo centelleaban otras siete fogatas y la más lejana no era más que la llama de una vela en el atardecer gris azulado, una mancha dorada, neblinosa y temblona. El ruido del torrente ahogaba el sonido de las voces en torno a las demás hogueras.

—Voy a buscar leña —dijo Luz.

No estaba eludiendo la respuesta a las palabras de Vientosur. No hacía falta una respuesta. Vientosur era amable y perfecta; daba y hablaba, sin esperar nada a cambio; en todo el mundo no existía compañera menos exigente y más alentadora.

Habían recorrido una distancia considerable, veintisiete kilómetros según los cálculos de Martin; habían salido del monótono e infernal laberinto de maleza; habían cenado caliente, el fuego daba calor y no llovía. Hasta el dolor de los hombros le resultó agradable (porque la mochila no lo agudizaba) cuando se incorporó. Eran esos momentos al final del día, junto al fuego, los que contrarrestaban las largas, aburridas y hambrientas tardes de caminata, caminata y caminata, de intentar aliviar la presión de las correas de la mochila en sus hombros, y las horas en medio del barro y la lluvia, cuando no parecía haber razón alguna para seguir adelante, y las peores horas, en la negrura de la noche, cuando siempre despertaba a causa de la misma y espantosa pesadilla: en torno al campamento había un círculo de cosas, no de personas, de pie, invisibles en la oscuridad pero vigilantes.

—Ésta está mejor —comentó Vientosur cuando Luz regresó del bosquecillo próximo con una brazada de leña—, pero la del talón, no. Te diré una cosa. Todo el día de hoy he sentido que no nos siguen.

—Creo que nunca nos han seguido —afirmó Luz y avivó el fuego—. Nunca he pensado que les importara, aunque lo supieran. A los de la Ciudad no les gusta pensar en la inmensidad. Prefieren fingir que no existe.

—Eso espero. Detestaba la idea de estar huyendo. El hecho de ser exploradores crea un sentimiento de mayor valentía.

Luz arregló el fuego para que ardiera lentamente pero sin enfriarse y se agachó delante para recibir un poco de calor.

—Extraño a Vera —reconoció. Tenía la garganta seca por el polvo de la caminata y últimamente no usaba a menudo su voz, que le sonó seca y áspera, como la de su padre.

—Vendrá con el segundo grupo —dijo Vientosur con reconfortante certeza, se vendó el bonito pero herido pie con una tira de tela que ató firmemente al tobillo—. Ah, así está mejor. Mañana me vendaré los pies, como hace Grapa. Así estarán más calientes.

—Ojalá no llueva.

—Esta noche no lloverá. —Los arrabaleros conocían mucho mejor que Luz los signos meteorológicos. No habían vivido tanto tiempo como ella entre cuatro paredes y conocían los significados del viento, incluso aquí donde los vientos eran distintos—. Puede que mañana llueva —añadió Vientosur y se acomodó en el sacomanta. Su voz ya sonaba débil y cálida.

—Mañana estaremos en lo alto de las colinas —dijo Luz.

Miró hacia arriba, hacia el este, pero la ladera próxima del valle del torrente y el atardecer gris azulado ocultaban el perfil rocoso. Las nubes raleaban; una estrella titiló un rato en el este, pequeña y brumosa, pero se esfumó cuando las nubes no visibles volvieron a concentrarse. Luz esperaba que reapareciera, pero no tuvo suerte. Se sintió insensatamente decepcionada. Ahora el cielo estaba oscuro, el suelo estaba oscuro. No había luz salvo los ocho puntos dorados, las hogueras del campamento, una minúscula constelación en la plenitud de la noche. Allá lejos, varios días atrás, en el oeste, miles y miles de pasos a sus espaldas, tras la zona de matorrales, los páramos, las colinas, los valles y los torrentes, junto al gran río que desembocaba en el mar, unas pocas luces más: la Ciudad y el Arrabal, un diminuto apiñamiento de ventanas teñidas de luces amarillas. El oscuro río que corría en la oscuridad. Y ninguna luz sobre el mar.

Acomodó un tronco para que ardiera más lentamente y lo rodeó de ceniza. Buscó el saco de dormir y se introdujo en él, junto a Vientosur. Ahora quería hablar. Vientosur apenas había mencionado a Timmo. Luz quería oírla hablar de él y de Lev; por primera vez ella misma deseaba hablar de Lev. Aquí había demasiado silencio. Las cosas se perderían en el silencio. Debía hablar. Vientosur comprendería. Ella también había perdido su destino, conocido la muerte y seguido adelante.

Luz pronunció su nombre lentamente y el bulto tibio que estaba a su lado no se movió. Vientosur dormía.

Luz se acostó y se acomodó. Aunque pedregosa, la orilla del río era mejor lecho que el de la noche anterior en medio de la maleza espinosa. Su cuerpo estaba tan cansado que resultaba pesado, rígido, duro; tenía el pecho encogido y comprimido. Cerró los ojos. De inmediato vio el largo y sereno salón de Casa Falco, con la luz plateada que se reflejaba desde la bahía poblando las ventanas; y vio a su padre de pie, erguido, alerta, independiente, como siempre. Pero estaba allí sin hacer nada, algo muy extraño en él. Michael y Teresa estaban en la puerta, cuchicheando. Experimentó un raro resentimiento hacia ellos. Su padre estaba de espaldas a los criados, como si ignorara que se encontraban allí o como si lo supiera pero les temiera. Alzó los brazos de extraña manera. Luz vio su rostro unos segundos. Su padre lloraba. Luz no podía respirar, intentó aspirar una gran bocanada de aire pero no lo consiguió; se atragantó porque estaba llorando…, profundos y estremecedores sollozos que casi le impedían respirar. Sacudida por el llanto, acongojada y atormentada en el suelo, bajo la enorme noche, lloró por los muertos, por los seres perdidos. Ya no había miedo sino pena, una pena más allá de toda resistencia, una pena persistente.

El cansancio y la oscuridad bebieron sus lágrimas y se quedó dormida sin haber saciado todo el llanto. Durmió toda la noche, sin sueños ni despertares nefastos, como una piedra más entre las piedras.


Las colinas eran altas y de difícil acceso. El ascenso no fue muy duro porque podían zigzaguear entre las grandes laderas abiertas y de color mohoso, pero cuando llegaron a la cima, a las rocas apiladas en forma de casas y torres, comprobaron que sólo habían coronado la primera de una cadena de colinas triple o cuádruple y que las crestas lejanas eran aún más altas.

En los desfiladeros se apiñaban los árboles anillados, que no crecían en círculo sino agrupados y que alcanzaban una altura artificialmente elevada para ver la luz. La densa maleza llamada áloes se intercalaba entre los troncos rojos, lo que tornaba muy penosa la caminata; los áloes aún tenían fruta, una pulpa espesa, rica y oscura arrugada en torno a una semilla central, gratificante añadido a la escasa comida que portaban en las mochilas. En este terreno no tenían más opción que dejar huellas: para seguir adelante tuvieron que abrirse paso con horcas para arrancar la maleza. Tardaron un día en atravesar el desfiladero y otro en escalar la segunda hilera de colinas, más allá de la cual se extendía la siguiente cadena de desfiladeros en que se concentraban árboles broncíneos y monte bajo carmesí y, más lejos aún, una cordillera impresionante, cubierta de escarpadas pendientes que, con sus piedras desnudas, subía hasta la cima coronada de rocas.

La noche siguiente tuvieron que acampar en el cañón. A media tarde, hasta Martin estaba demasiado agotado para seguir adelante después de hachar y de abrir camino paso a paso. Cuando acamparon, los que no estaban extenuados por el esfuerzo se alejaron del campamento con cautela y a poca distancia, pues en medio del monte bajo era muy fácil perder la orientación. Encontraron más áloes y recogieron sus frutos; con Bienvenido a la cabeza, varios chicos bajaron a buscar agua al pie del torrente y encontraron mejillones de agua dulce. Esa noche celebraron un banquete. Lo necesitaban porque volvía a llover. La niebla, la lluvia y la tarde teñían de gris los rojos fuertes e intensos del bosque. Construyeron refugios de broza y se apiñaron en torno a hogueras que no había modo de mantener encendidas.

—Luz, he visto algo raro.

Sasha era un hombre extraño. Pese a ser el más viejo, era resistente, enjuto y fuerte, más capaz de soportar el esfuerzo que algunos jóvenes; jamás montaba en cólera, era totalmente independiente y casi siempre guardaba silencio. Luz nunca lo había visto participar en una conversación, salvo para decir sí o no, sonreír o menear la cabeza. Sabía que Sasha nunca había hablado en el Templo, no había formado parte del grupo de Elia ni de la gente de Vera ni había sido de los que tomaban decisiones, pese a ser hijo de uno de sus grandes héroes y cabecillas, Shults, el que había encabezado la Larga Marcha desde las calles de Ciudad Moskva hasta el Puerto de Lisboa. Aunque Shults había tenido otros hijos, murieron en los primeros y difíciles años en Victoria; sólo Sasha, el último en nacer, el nacido en Victoria, había sobrevivido y engendrado un hijo al que había visto morir. Nunca hablaba. Sólo a veces se dirigía a ella, a Luz.

—Luz, he visto algo raro.

—¿Qué?

—Un animal. —Señaló hacia la derecha, hacia la escarpada ladera de broza y árboles convertida ahora, bajo la menguante luz, en una oscura pared—. Más arriba hay un claro, donde un par de árboles cayeron y dejaron un espacio libre. He encontrado unos áloes y me he dedicado a recoger los frutos. He mirado por encima del hombro…, he tenido la sensación que algo me vigilaba. Estaba en el otro extremo del claro. —Hizo una pausa, no para dar efecto a sus palabras, sino para ordenar la descripción—. También recogía áloes. Al principio lo he tomado por un hombre. Parecía un hombre. Cuando se ha puesto a gatas, he visto que no era mucho más grande que un conejo. De color oscuro, con la cabeza rojiza…, una gran cabeza; parecía demasiado grande en relación con el resto del cuerpo. Un ojo central, como el de los no-sé-qué, que me miraba. Creo que también tenía ojos a los lados, pero no lo he visto bien. Me ha clavado la mirada un minuto, se ha vuelto y se ha internado entre los árboles. —Su voz sonaba baja y serena.

—Parece aterrador —comentó Luz tranquila—. Pero no sé por qué.

Claro que sabía por qué, pensaba en su sueño de los seres que se acercaban y vigilaban, a pesar que no lo había soñado desde que abandonaron la zona de los matorrales.

Sasha meneó la cabeza. Estaban en cuclillas, uno al lado del otro, bajo un improvisado techo de ramas. Sasha se quitó las gotas de lluvia del pelo y restregó su erizado bigote gris.

—Aquí no hay nada que pueda hacernos daño salvo nosotros mismos —dijo—. ¿Circulan por la Ciudad historias sobre animales que nosotros ignoramos?

—No…, sólo sobre los escuros.

—¿Los escuros?

—Son una vieja historia. Seres semejantes a hombres, peludos y de feroz mirada. La prima Lores me habló de ellos. Mi padre decía que fueron hombres…, exiliados, hombres que se perdieron, dementes, hombres que perdieron el juicio.

Sasha asintió y añadió:

—Nada semejante puede haber llegado tan lejos. Somos los primeros.

—Sólo hemos vivido en la costa. Supongo que hay animales que jamás hemos visto.

—Y plantas. Mira aquélla: se parece a la que llamamos baya blanca, pero no es la misma. La descubrí ayer. —Hizo silencio. Un rato después añadió—: No hay nombre para el animal que vi.

Luz asintió.

Entre Sasha y ella existía el silencio, el vínculo del silencio. Sasha no habló del animal a nadie más y Luz tampoco lo mencionó. No sabían nada de este mundo, de su mundo, salvo que debían recorrerlo en silencio hasta aprender una lengua digna de hablarse allí. Sasha era un hombre dispuesto a esperar.


Coronaron la segunda cadena el tercer día de llovizna. Arribaron a un valle más largo y menos profundo, en el que la caminata no era tan agotadora. A mediodía cambió el viento y sopló desde el norte, limpiando las crestas de nubes y bruma. Por la tarde ascendieron la última ladera y ese anochecer, en medio de una descomunal y gélida claridad luminosa, llegaron a las macizas y oxidadas formaciones rocosas de la cumbre y vieron las tierras orientales.

Se reunieron pausadamente, ya que los más lentos aún pugnaban por coronar la ladera pedregosa mientras los adelantados los esperaban: a ojos de los escaladores, unas pocas figuras minúsculas y oscuras contra el enorme y brillante vacío celeste. La hierba corta y rala de la cumbre brillaba rojiza en el ocaso. Todos se reunieron allí, sesenta y siete personas, y se dedicaron a contemplar el resto del mundo. Apenas hablaron. El resto del mundo parecía muy grande.

Las sombras de la cuesta por la que habían ascendido arrojaban una profunda penumbra sobre el llano. Más allá de esas sombras la tierra era dorada, un dorado brumoso, encarnado e invernal, débilmente salpicado y moteado por los cursos de los ríos lejanos, la masa de las colinas bajas o los bosquecillos de árboles anillados. Al otro lado de la meseta, en el límite mismo del alcance de la mirada, las montañas se elevaban sobre un fondo de cielo tremebundo, incoloro y ventoso.

—¿A qué distancia están? —preguntó alguien.

—Tal vez haya cien kilómetros hasta la estribaciones.

—Son muy grandes…

—Se parecen a las que vimos en el norte, más arriba del Lago Sereno.

—Tal vez sea la misma cordillera. Se extendía hacia el sudeste.

—Esa meseta es como el mar, sigue al infinito.

—¡Aquí arriba hace frío!

—Situémonos debajo de la cima, al amparo del viento.

Mucho después que el altiplano se tiñera de gris, el afilado y pequeño borde de hielo iluminado por el sol se incendió en el límite de la mirada, hacia el este. Se blanqueó y desapareció; densas en la ventosa negrura, salieron las estrellas, todas las constelaciones, todas las ciudades encendidas que no eran su hogar.


El arroz de los pantanos crecía generosa y espontáneamente en los torrentes de la meseta; les sirvió de alimento durante los ocho días que tardaron en cruzarla. Las Colinas del Hierro se encogieron a sus espaldas: una línea rugosa y oxidada trazada al oeste. En el llano abundaban los conejos, una especie de patas más largas que las de los ejemplares de los bosques costeros; las orillas de los ríos estaban salpicadas y pobladas de conejeras; cuando salía el sol, los conejos también salían y disfrutaban de sus rayos mientras veían pasar a la gente con ojos serenos y confiados.

—Habría que ser tonto para morirse de hambre aquí —comentó Grapa mientras contemplaba a Italia, que desplegaba las trampas cerca de un vado rutilante y cubierto de guijarros.

Siguieron adelante. El viento soplaba cruelmente en la altiplanicie descubierta y no había madera para construir refugios ni para hacer fuego. Siguieron andando hasta que el terreno empezó a subir, ascendiendo hacia las estribaciones, y llegaron a un gran río que corría hacia el sur y al que Andre, el cartógrafo, llamó Rocagrís. Para cruzarlo tenían que encontrar un vado, lo que parecía bastante improbable, o construir balsas. Algunos eran partidarios de atravesarlo y dejar también esa barrera a sus espaldas. Otros preferían volver a virar hacia el sur y seguir la orilla oeste del Rocagrís. Deliberaron y, al mismo tiempo, organizaron el primer campamento de escala. Un hombre se había dañado el pie en una caída y varios más sufrían heridas menores y otros malestares; era imprescindible reparar el calzado; todos estaban cansados y necesitaban unos días de reposo. El primer día levantaron refugios de broza y hojas de paja. Hacía frío y las nubes se acumulaban a pesar que el viento glacial no soplaba. Esa noche cayó la primera nevada.

En Bahía Songe nevaba excepcionalmente y nunca recién entrado el invierno. Ya no estaban bajo la influencia del clima benigno de la costa occidental. Las colinas costeras, los páramos y las Colinas del Hierro contenían la lluvia que los vientos de poniente traían desde el mar; aquí el clima era más seco y más frío.

Mientras cruzaban el llano, apenas habían visto la gran cordillera hacia la que se dirigían, las afiladas alturas de hielo, pues las nubes de nieve ocultaban todo salvo las estribaciones azules. Ahora estaban en las estribaciones: un asilo entre la meseta ventosa y las cumbres tormentosas. Se habían internado por el estrecho valle de un torrente que serpenteaba y se ensanchaba hasta alcanzar la extensa y honda garganta del Rocagrís. El lecho del valle estaba arbolado, en su mayor parte por árboles anillados y unos pocos pero espesos grupos de algodones, y había muchos claros. Las colinas del norte del valle eran empinadas y peñascosas, de modo que protegían el propio valle y las laderas del sur, más bajas y abiertas. Era un sitio agradable. El primer día, mientras montaban los refugios, todos se habían sentido cómodos. Por la mañana los claros estaban blancos y bajo los árboles anillados —a pesar que el follaje color bronce había retenido la ligera nevada— hasta la última piedra y brizna de hierba marchita centelleaba con la espesa escarcha. La gente se apiñó alrededor de las fogatas para descongelarse antes de ir a buscar más leña.

—Con este clima, los refugios de broza no sirven —declaró Andre sombríamente y se frotó las manos tiesas y agrietadas—. Ay, ay, ay, estoy entumecido.

—Está aclarando —dijo Luz y se asomó por una amplia brecha en la arboleda, donde el valle lateral desembocaba en la garganta del río.

Mas allá de la escarpada y lejana orilla del Rocagrís, la Cordillera Oriental resplandecía enorme, azul oscuro y blanca.

—De momento. Volverá a nevar.

Andre parecía frágil agazapado junto a la hoguera que ardía casi invisible bajo el fresco sol de la mañana: frágil, entumecido y pesimista. Muy descansada por la jornada sin caminar, Luz experimentaba una frescura espiritual muy semejante a la luz de la mañana: sentía un gran amor por Andre, ese hombre paciente y preocupado. Se agachó a su lado, delante de la hoguera, y le palmeó el hombro.

—Éste es un buen sitio, ¿no te parece? —preguntó. Andre asintió acurrucado, sin dejar de frotar sus manos irritadas y amoratadas—. Andre —el hombre gruñó—, creo que deberíamos construir cabañas en vez de refugios.

—¿Aquí?

—Es un buen sitio…

Andre miró los altos árboles rojos, el torrente que caía estrepitosamente hacia el Rocagrís, las laderas abiertas y soleadas al sur, las grandiosas y azules alturas hacia el este.

—Está bien —aceptó a regañadientes—. Además, hay agua y madera en abundancia. Pesca, conejos, podríamos pasar el invierno aquí.

—¿Crees que deberíamos hacerlo mientras aún hay tiempo para levantar las cabañas?

Encorvado, con los brazos colgando entre las rodillas, Andre se frotaba las manos mecánicamente. Luz lo observaba y aún se apoyaba en su hombro.

—A mí me complace —dijo él finalmente.

—Si hemos recorrido tanto camino…

—Tendremos que reunirnos todos y ponernos de acuerdo… —Andre la miró y le pasó un brazo por los hombros. Permanecieron uno al lado del otro, entrelazados, meciéndose ligeramente sobre los talones, cerca de la hoguera crepitante y casi invisible—. Ya he corrido bastante. ¿Y tú? —Luz asintió—. No estoy seguro. Me pregunto…

—¿Qué?

Andre miró la hoguera iluminada por el sol con su cara tensa, curtida por la intemperie y arrebolada por el calor.

—Dicen que cuando estás perdido, realmente perdido, siempre te mueves en círculo. Vuelves al punto de partida. La cuestión es que no siempre te das cuenta.

—Esto no es la Ciudad ni el Arrabal —aseguró Luz.

—No, todavía no.

—Nunca lo será —insistió y sus cejas trazaron una severa línea recta—. Andre, éste es un sitio nuevo, un lugar en el que empezar.

—Dios lo quiera.

—No sé qué quiere Dios. —Extendió la mano, rascó un poco de tierra húmeda y semicongelada y la apretó contra su palma—. Esto es Dios —afirmó y abrió la mano para mostrar la esfera de tierra negra a medio modelar—. Esto soy yo. Y tú. Y los demás. Y las montañas. Todos somos…, todo está contenido en un círculo.

—No te entiendo, Luz.

—No sé lo que digo. Andre, quiero quedarme aquí.

—En ese caso, supongo que nos quedaremos —añadió Andre y le dio un suave golpe en la espalda—. Me pregunto si habríamos echado a andar de no ser por ti.

—Vamos, Andre, no digas esas cosas…

—¿Por qué no? Es la verdad.

—Suficientes cosas pesan sobre mi conciencia para cargar también con esto. Tengo… Si yo…

—Luz, éste es un sitio nuevo —insistió Andre amorosamente—. Aquí los nombres son nuevos. —Luz vio que Andre tenía los ojos llenos de lágrimas—. Aquí es donde construiremos el mundo…, a partir del barro.


Asher, el chico de once años, se acercó a Luz, que estaba en la orilla del Rocagrís recogiendo mejillones de agua dulce entre las piedras heladas y cubiertas de algas de un remanso.

—Mira, Luz —dijo Asher en cuanto estuvo lo bastante cerca para no tener que gritar.

Luz se alegró de incorporarse y retirar las manos del agua gélida.

—¿Qué traes?

—Mira —repitió el chico en voz baja y le mostró la mano. En la palma había un ser pequeño, semejante a un sapo alado del color de las sombras. Tres ojos dorados y como cabezas de alfileres miraban sin parpadear, uno a Asher y dos a Luz—. Es un no-sé-qué.

—Nunca lo había visto de cerca.

—Vino a mi encuentro. Bajaba hacia aquí con las cestas, se metió volando en una, extendí la mano y se posó.

—¿Querrá venir conmigo?

—No lo sé. Ofrécele tu mano.

Luz extendió la mano junto a la de Asher. El no-sé-qué tembló y durante unos segundos se desdibujó en una simple vibración de frondas o plumas; a continuación, con un salto o un vuelo demasiado veloz para que el ojo lo percibiera, se trasladó a la palma de Luz y ella notó el apretón de seis patas tibias, minúsculas y tiesas.

—Oh, eres hermoso —le dijo tiernamente al ser—, eres hermoso. Podría matarte, pero no conservarte, ni siquiera abrazarte…

—Si los encierras en una jaula, mueren —añadió el chico.

—Ya lo sé —dijo Luz.

El no-sé-qué se tornaba azul, el puro azul cielo entre las cumbres de la Cordillera Oriental en días como el de hoy, de sol invernal. Los tres ojos dorados como cabezas de alfileres centellearon. Las alas brillantes y translúcidas se abrieron, sobresaltando a Luz; el ligero movimiento de su mano arrojó al pequeño ser a su desplazamiento ascendente sobre el ancho río, hacia el este, como una partícula de mica en el viento.

Asher y Luz llenaron las cestas con las conchas pesadas, barbudas y negras de los mejillones y subieron dificultosamente por el sendero rumbo al asentamiento.

—¡Vientosur! —gritó Asher, acarreando la pesada cesta—. ¡Vientosur! Aquí hay no-sé-qué. ¡Vino uno a mi encuentro!

—Claro que sí —confirmó Vientosur y trotó cuesta abajo para ayudarlos con la carga—. ¡Cuántos han recogido! Oh, Luz, tus pobres manos, ven, la cabaña está caldeada, Sasha acaba de traer más leña en la carretilla. Asher, ¿creías que aquí no habían no-sé-qué? ¡No estamos tan lejos de casa!

Las cabañas —nueve de momento y tres más en vías de construcción— se alzaban en la orilla sur del torrente, donde se ensanchaba para formar una charca bajo las ramas de un único y gigante árbol anillado. Se abastecían de agua en las cascadas de la cabecera de la charca; se bañaban y lavaban a los pies del torrente, donde se estrechaba antes de emprender su prolongada zambullida hacia el Rocagrís. Pusieron al asentamiento el nombre de Garza o Charca de las Garzas, en honor de la pareja de seres grises que vivía en la otra orilla del torrente, imperturbables ante la presencia de seres humanos, el humo de sus fuegos, el sonido de sus labores, sus idas y venidas, el murmullo de sus voces. Elegantes, patilargas y silentes, las garzas sólo se ocupaban de recoger alimentos al otro lado de la charca ancha y oscura; a veces se detenían en los bajos para contemplar a los humanos con ojos claros, tranquilos e incoloros. A veces bailaban en noches frías y calmas, antes de la nevada. Mientras Luz, Vientosur y el niño se dirigían a la cabaña, Luz vio a las garzas junto a las raíces del gran árbol, una presta a observarlos y la otra con la estrecha cabeza girada para contemplar el bosque.

—Esta noche danzarán —dijo en un murmullo.

Se detuvo un instante, paró con su pesada carga en el sendero, inmóvil como las garzas. Después siguió su camino.


FIN
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