5

El senhor concejal Falco organizó una cena. Durante la mayor parte de la velada se arrepintió de haber tenido esa idea.

Sería una fiesta a la vieja usanza, al estilo del Viejo Mundo, con cinco platos, ropa de etiqueta y música después de la cena. Los viejos se presentaron a la hora acordada, acompañados por sus esposas y una o dos hijas casaderas. Algunos hombres más jóvenes —como el joven Helder— también llegaron a horario y en compañía de sus esposas. Las mujeres se agruparon junto a la chimenea de un extremo del salón de Casa Falco, con sus vestidos largos y sus joyas, y parlotearon; los hombres se congregaron junto a la chimenea del otro extremo del salón, con sus mejores trajes negros, y conversaron. Todo parecía marchar sobre ruedas, tal como ocurría cuando don Ramón, el abuelo del concejal Falco, ofrecía cenas, igual que las cenas que se daban en la Tierra, tal como había sostenido, satisfecho y convencido, don Ramón, pues al fin y al cabo su padre, don Luis, había nacido en la Tierra y sido el hombre más influyente de Río de Janeiro.

Algunos invitados no habían llegado puntualmente. Se hizo tarde y seguían sin aparecer. El concejal Falco fue llamado a la cocina por su hija: los rostros de los cocineros tenían expresión trágica, se echaría a perder la soberbia cena. Falco ordenó que trasladaran la larga mesa al salón y la pusieran. Los invitados tomaron asiento; se sirvió el primer plato, comieron, retiraron la vajilla usada, se sirvió el segundo y entonces, sólo entonces, aparecieron los jóvenes Macmilan, Marquez y Weiler, libres y afables, sin disculparse y, lo que era aún más grave, en compañía de un montón de amigos que no habían sido invitados: siete u ocho petimetres corpulentos con látigo en el cinto, sombrero de ala ancha que no tuvieron la sensatez de quitarse al entrar en la casa, botas embarradas y una retahíla de expresiones groseras y estentóreas. Hubo que hacerles lugar, encajarlos entre los invitados. Los jóvenes habían estado bebiendo antes de presentarse y siguieron bebiéndose la mejor cerveza de Falco. Pellizcaron a las criadas e ignoraron a las damas. Gritaron de uno a otro extremo de la mesa y se sonaron las narices con las servilletas bordadas. Cuando llegó el momento supremo de la cena, el plato de carne, compuesto por conejo asado —Falco había contratado a diez tramperos durante una semana para ofrecer tamaño lujo—, los recién llegados llenaron sus platos tan vorazmente que no alcanzó para todos y los que estaban sentados en la punta de la mesa no probaron la carne. Otro tanto ocurrió con el postre, un budín moldeado, preparado con fécula de tubérculos, compota de frutas y néctar. Varios jóvenes lo tomaron sacándolo de los cuencos con los dedos.

Falco hizo señas a su hija, sentada en la punta de la mesa, y Luz encabezó la retirada de las señoras hacia la sala de estar del jardín, en el fondo de la casa. Ello dio aún más libertad a los descarados jóvenes para repantigarse, escupir, eructar, maldecir y emborracharse un poco más. Tragaron como si de agua se tratara las copitas de coñac que daban fama a las destilerías de Casa Falco y gritaron a los desconcertados criados que volvieran a llenarlas. A varios de los otros jóvenes y algunos mayores les agradaba este comportamiento tosco, o quizá pensaron que ése era el modo en que se esperaba que uno se comportara en una cena, y se sumaron a la juerga. El viejo Helder se emborrachó tanto que tuvo que ir a un rincón a vomitar, pero regresó a la mesa y siguió bebiendo.

Falco y algunos amigos íntimos —el viejo Marquez, Burnier y el médico— se retiraron al hogar e intentaron hablar, pero la barahúnda en torno a la mesa larga era ensordecedora. Algunos bailaban y otros discutían; los músicos contratados para tocar después de la cena se habían mezclado con los invitados y bebían como esponjas; el joven Marquez había sentado a una criada en sus rodillas y la chica estaba pálida, cohibida y musitaba:

—¡Oh, hesumeria! ¡Oh, hesumeria!

—Luis, es una fiesta muy divertida —dijo el viejo Burnier después de un estallido muy penoso de cánticos y chillidos.

En ningún momento Falco había perdido la serenidad. Su expresión era tranquila cuando replicó:

—Una prueba de nuestra degeneración.

—Los jóvenes no están acostumbrados a estos banquetes. Sólo Casa Falco sabe dar una fiesta a la vieja usanza, según el auténtico estilo de la Tierra.

—Son degenerados —insistió Falco.

Su cuñado Cooper, un hombre de sesenta años, asintió y dijo:

—Hemos perdido el estilo de la Tierra.

—En absoluto —afirmó un hombre tras ellos. Todos se volvieron. Era Herman Macmilan, uno de los que habían llegado tarde; había bebido y gritado como el que más, pero ahora no mostraba rastros de ebriedad, exceptuando el color subido de su rostro apuesto y joven—. Caballeros, creo que estamos redescubriendo el estilo de la Tierra. Al fin y al cabo, ¿quiénes fueron nuestros antepasados, los que llegaron del Viejo Mundo? No eran hombres débiles ni dóciles, ¿verdad? Eran hombres valientes, osados y fuertes, sabían vivir. Nosotros estamos aprendiendo de nuevo a vivir. Planes, leyes, reglas, modales, ¿qué tienen que ver con nosotros? ¿Acaso somos esclavos, mujeres? ¿De qué tenemos miedo? Somos hombres, hombres libres, amos de todo un mundo. Ya es hora que recibamos nuestra herencia. Y así son las cosas, caballeros. —Sonrió respetuoso pero absolutamente seguro de sí mismo.

Falco estaba impresionado. Tal vez ese fracaso de cena sirviera para algo. El joven Macmilan, que hasta entonces no le había parecido más que un buen animal musculoso y un posible partido para Luz Marina, mostraba voluntad e inteligencia, parecía tener madera de hombre.

—Don Herman, coincido con usted —dijo Falco—. Puedo coincidir con usted sólo porque todavía somos capaces de hablar. Eso lo diferencia de casi todos sus amigos presentes. Todo hombre debe ser capaz de beber y pensar. Puesto que de los jóvenes sólo usted parece capaz de hacer ambas cosas, dígame: ¿qué opina de mi idea de crear latifundios?

—¿Quiere decir grandes granjas?

—Sí, grandes granjas. Extensos campos de monocultivo para ganar en eficacia. Mi idea consiste en seleccionar administradores entre nuestros mejores jóvenes; darle a cada uno una extensa región que administrar, una propiedad, y suficientes campesinos para trabajarla. Luego hay que dejar que cada uno haga lo que quiera. Así se producirán más alimentos. El exceso de población del Arrabal se pondrá a trabajar y se mantendrá bajo control para evitar que siga hablando de independencia y nuevas colonias. La siguiente generación de hombres de la Ciudad incluirá una serie de grandes propietarios. Hemos estado encerrados para conservar las fuerzas más tiempo del necesario. Como usted mismo ha dicho, ha llegado la hora para que nos despleguemos, aprovechemos nuestra libertad y nos convirtamos en amos de nuestro rico mundo.

Herman Macmilan lo escuchó sonriente. Sus delgados labios mantenían una sonrisa casi permanente.

—La idea no está mal —opinó—. La idea no está nada mal, senhor concejal.

Falco mantuvo el tono paternalista pues había llegado a la conclusión que Herman Macmilan le podría ser útil.

—Piénselo —añadió—. Piénselo con respecto a usted. —Sabía que era exactamente lo que estaba haciendo el joven Macmilan—. Don Herman, ¿le gustaría ser dueño de una de esas haciendas? Me refiero a un pequeño…, ya no recuerdo cómo se dice, es una vieja palabra…

—Reino. —El viejo Burnier le proporcionó la palabra.

—Exactamente, un pequeño reino para usted. ¿Qué le parece?

Falco habló aduladoramente y Herman Macmilan se pavoneó. Falco pensó que los presumidos siempre son capaces de presumir de algo más.

—No está mal —respondió Macmilan y asintió juiciosamente.

—Para llevar a cabo el plan, necesitaremos el vigor y la inteligencia de los jóvenes. Crear nuevas tierras de cultivo siempre ha sido un proceso lento. El trabajo obligatorio es la única solución para limpiar deprisa superficies extensas. Si continúan los disturbios en el Arrabal, podemos hacer que buena parte de los campesinos rebeldes sean condenados a trabajos forzados. Como son pura palabra y nada de acción, quizás haya que presionarlos, tal vez tengamos que restallar el látigo para que luchen, tal vez tengamos que arrastrarlos a la rebelión, ¿comprende? ¿Qué le parece este tipo de acción?

—Un auténtico placer, senhor. Aquí la vida es aburrida. Lo que queremos es acción.

También a mí me interesa la acción, pensó Falco. Me gustaría arrancarle los dientes a este jovencito condescendiente. Pero como será útil, lo usaré y sonreiré.

—¡Era exactamente lo que esperaba oír! Preste atención, don Herman. Tiene influencia entre los jóvenes, dotes naturales para el liderazgo. Dígame qué opina de lo siguiente. Aunque bastante leales, los guardias regulares son plebeyos, estúpidos, y se dejan confundir fácilmente por las artimañas de los arrabaleros. Necesitamos que los dirija un escuadrón de soldados de elite, aristócratas jóvenes, valientes, inteligentes y correctamente mandados. Hombres que amen el combate, como nuestros corajudos antepasados de la Tierra. ¿Cree que existe la posibilidad de reunir y adiestrar a un escuadrón de estas características? ¿Cómo sugiere que lo hagamos?

—Sólo necesita un líder —respondió Herman Macmilan sin titubear—. Yo podría formar un grupo semejante en una o dos semanas.


A partir de esa noche, el joven Macmilan se convirtió en un visitante asiduo de Casa Falco y aparecía por lo menos una vez al día para hablar con el concejal. Cada vez que se encontraba en la zona delantera de la casa, Luz tenía la impresión que Macmilan estaba allí. La muchacha acabó pasando cada vez más tiempo en su habitación, en el desván o en la sala de estar del jardín. Siempre había evitado a Herman Macmilan, no porque le desagradara —era imposible que un joven tan guapo te desagradara—, sino porque resultaba humillante saber que, cada vez que Luz y Herman se dirigían la palabra, todos pensaban y decían: «Ah, pronto contraerán matrimonio». Se lo propusiera o no, Herman acarreaba consigo la idea del matrimonio y la forzaba a pensar en el tema; como Luz no quería pensar en ese tema, siempre se había mostrado muy cautelosa con él. Hoy ocurría lo mismo salvo que, al verlo diariamente como un íntimo de la casa, Luz había llegado a la conclusión que —pese a que era excesivo y lamentable— podía llegar a aborrecer a un joven tan apuesto.

Herman se presentó en la sala de estar trasera sin llamar a la puerta y se detuvo en el umbral: una figura elegante y fuerte con su túnica de ceñido cinturón. Escudriñó la estancia, que daba al interior del amplio jardín central en torno al cual se levantaba la parte posterior de la casa. Las puertas que daban al jardín estaban abiertas y el sonido de la lluvia fina y suave que caía sobre los senderos y los arbustos poblaba de serenidad la sala.

—De modo que es aquí donde se oculta —dijo.

Luz se había puesto de pie al verlo. Vestía una falda oscura tejida en casa y una blusa blanca que brillaba tenuemente bajo la luz mortecina. Tras ella, entre las sombras, otra mujer hilaba con un huso abatible.

—Siempre se esconde aquí, ¿eh? —repitió Herman. No entró en la sala, quizá porque esperaba que lo invitara o tal vez porque era consciente de su espectacular presencia enmarcada en la puerta.

—Buenas tardes, don Herman. ¿Busca a mi padre?

—Acabo de hablar con él.

Luz asintió. Aunque se moría de curiosidad por saber de qué hablaban últimamente Herman y su padre, no tenía la menor intención de preguntarlo. El joven entró en la sala, se detuvo delante de Luz y la miró con su sonrisa más jovial. Extendió el brazo, le tomó la mano, se la llevó a los labios y la besó. Luz retiró la mano con un gesto espasmódico provocado por el enfado.

—Es una costumbre absurda —declaró y se apartó.

—Todas las costumbres son absurdas, pero los viejos son incapaces de seguir viviendo sin ellas, ¿eh? Creen que el mundo se derrumbaría si se perdieran sus costumbres. Besar la mano, hacer una reverencia, senhor esto y senhora lo de más allá, así se hacía en el Viejo Mundo, historia, libros, tonterías… ¡Es excesivo!

A pesar de todo, Luz rió. Le encantaba oír que Herman descartaba por ridículas todas las cosas que se perfilaban tan importantes e inquietantes en su vida.

—Los Guardias Negros están funcionando muy bien —informó—. Tendría que asistir a una de nuestras prácticas. Venga mañana por la mañana.

—¿De qué «Guardias Negros» habla? —preguntó Luz con desdén, se sentó y reanudó su trabajo, una obra de costura fina para el cuarto hijo de Eva.

Ése era el problema de Herman: si le sonreías, le decías algo espontáneo o te entraban ganas de admirarlo, el joven insistía, aprovechaba la ventaja y tenías que frenarlo inmediatamente.

—De mi pequeño ejército —respondió—. ¿Y eso qué es?

El joven Macmilan se sentó junto a Luz en el sillón de mimbre. No había espacio suficiente para el corpachón de Herman y la delgada figura de Luz. La muchacha tironeó de su falda hasta quitarla de debajo del muslo del joven.

—Es un gorro —replicó intentando contener la cólera, que subía como la espuma—. Para el bebé de Evita.

—¡Oh, Dios, sí, esa chica es toda una reproductora! Aldo tiene el carcaj lleno. Los hombres casados no pueden formar parte de mi escuadrón. Es un grupo excelso. Tiene que venir a vernos. —Luz hizo un nudo microscópico en el bordado y no respondió—. He ido a contemplar mis tierras. Por eso ayer no vine.

—Ni me enteré —dijo Luz.

—Estuve eligiendo mi propiedad. Está en un valle del Río Molino. El terreno resultará de primera en cuanto se desbroce. Construiré mi casa en lo alto de una colina. Escogí el emplazamiento en cuanto lo vi. Será una casa grande, como ésta, pero aún más grande, de dos plantas y rodeada de porches. Tendrá establos, herrería y todo lo demás. Valle abajo, cerca del río, se alzarán las chozas de los campesinos, en un sitio donde pueda bajar la mirada y verlas. Cultivaré arroz en las marismas donde el río se bifurca por el lecho del valle. Pondré huertos en las laderas…, árboles de la seda y frutales. Talaré parte de los bosques y mantendré otra parte tal cual está para cazar conejos. Será un lugar hermoso, un reino. Venga conmigo a verlo la próxima vez que baje. Le enviaré el triciclo a pedal de Casa Macmilan. Está muy lejos para que una muchacha recorra el camino a pie. Debería verlo.

—¿Para qué?

—Le gustará —afirmó Herman con absoluta seguridad—. ¿No le agradaría tener un lugar así? Poseería todo lo que puede ver hasta donde alcanza su mirada. Una gran casa, montones de criados. Su propio reino.

—Las mujeres no son reyes —declaró Luz. Bajó la cabeza para dar una puntada. Aunque la luz era demasiado débil para seguir cosiendo, la labor le proporcionaba una excusa para no tener que mirar a Herman.

El joven la miraba fijamente, con expresión absorta e insondable; sus ojos estaban más oscuros que de costumbre y ya no sonreía. Repentinamente abrió la boca y rió con una risa demasiado delicada para un hombre tan corpulento.

—¡Ja, ja! No. De todos modos, las mujeres saben cómo conseguir lo que se proponen, ¿no es así, mi pequeña Luz?

La muchacha siguió bordando y no replicó.

Herman acercó su rostro al de ella y murmuró:

—Haga desaparecer a la vieja.

—¿Qué ha dicho? —inquirió Luz con tono normal.

—Hágala desaparecer —repitió Herman e inclinó ligeramente la cabeza.

Luz guardó celosamente la aguja en el estuche, dobló el bordado y se incorporó.

—Discúlpeme, don Herman, pero tengo que hablar con la cocinera —dijo y salió.

La otra mujer continuó en su sitio, hilando. Herman se quedó un minuto más mordiéndose los labios; sonrió, se levantó y salió lentamente, con los pulgares encajados en el cinturón.

Un cuarto de hora más tarde Luz se asomó por la misma puerta por la que había salido y, al comprobar que Herman Macmilan ya no estaba, entró.

—Es un patán —dijo y escupió en el suelo.

—Es muy guapo —opinó Vera y cardó una última tira de seda de los árboles, formando una hebra delgada y uniforme y volviendo a colocar el huso completo sobre su regazo.

—Sí, es muy guapo —reconoció Luz. Tomó el gorro de bebé perfectamente doblado que había estado bordando, lo miró, formó una bola con él y lo arrojó al otro extremo de la sala—. ¡Joder! —exclamó.

—El modo en que te habló te irrita —dijo Vera, pero casi era una pregunta.

—Su modo de hablar, su modo de mirar, su modo de sentarse, su modo de ser… ¡Puaj! Mi pequeño ejército, mi gran casa, mis criados, mis campesinos, mi pequeña Luz. Si fuera hombre, le golpearía la cabeza contra la pared hasta que no le quedara un diente sano.

Vera rió. No reía con frecuencia, generalmente sólo reía cuando se sobresaltaba.

—¡No, no lo harías!

—Claro que sí. Lo mataría.

—Oh, no, claro que no. No lo harías. Si fueras hombre, sabrías que eres tan o más fuerte que él y no estarías obligada a demostrarlo. El problema de ser mujer aquí, donde siempre te dicen que eres débil, es que acabas por creerlo. ¡Qué divertido cuando dijo que los Valles del Sur están demasiado lejos para que una muchacha vaya caminando! ¡Hay alrededor de doce kilómetros!

—En mi vida he caminado tanto, probablemente ni siquiera la mitad.

—Precisamente a eso me refería. Te dicen que eres débil y desvalida. Si lo crees, te irritas y te entran ganas de hacer daño a la gente.

—Sí, es cierto —aceptó Luz y se volvió para mirar a Vera—. Quiero hacer daño a la gente. Quiero hacerlo y es probable que lo haga.

Vera permaneció inmóvil y miró a la joven.

—Así es. —Adoptó un tono más serio—. Estoy de acuerdo en que es probable que lo hagas si te casas con un hombre así y vives su vida. Es posible que no quieras hacer realmente daño a la gente, pero lo harás.

Luz no le quitaba ojo de encima.

—Es aborrecible —dijo finalmente—. ¡Me parece aborrecible expresarlo de esa manera! Decir que no tengo elección, que debo hacer daño a la gente, que lo que yo quiero ni siquiera importa.

—Claro que importa lo que tú quieres.

—No, no importa, ésa es la cuestión.

—Claro que importa y ésa es la cuestión. decides. Tú decides si quieres o no elegir.

Luz siguió mirándola un largo minuto. Sus mejillas aún estaban encendidas por la ira, pero sus cejas no formaban una recta, las había alzado como si estuviera sorprendida o asustada, como si ante ella hubiera aparecido algo totalmente inesperado.

Se movió indecisa y cruzó la puerta abierta que conducía al jardín situado en el centro de la casa.

El toque de la lluvia ligera fue como una caricia para su rostro.

Las gotas de lluvia que caían en la pequeña taza de la fuente instalada en el centro del jardín creaban delicados anillos entrelazados, cada anillo desaparecía en un instante de apremiante movimiento centrífugo, un temblor incesante de círculos fugaces y límpidos sobre la superficie de la taza redonda de piedra gris.

Los mudos postigos de las ventanas y las paredes de la casa rodeaban el jardín, que era una especie de habitación interior de la vivienda, encerrada, protegida. Pero era una habitación a la que le faltaba el techo, una habitación en la que caía la lluvia.

Los brazos de Luz estaban húmedos y fríos. Se estremeció. Regresó a la puerta, a la oscura sala en la que Vera seguía sentada.

Se interpuso entre Vera y la luz y preguntó con voz áspera y ronca:

—¿Qué tipo de hombre es mi padre?

Hubo una pausa.

—¿Te parece justo hacerme esa pregunta…, o que yo la responda? Bueno…, supongo que es justo. ¿Qué puedo decirte? Es fuerte. Es un rey, un auténtico rey.

—Eso no es más que una palabra, no sé qué significa.

—Tenemos viejas historias…, el hijo del rey que montó el tigre… Quiero decir que es fuerte de alma, que tiene grandeza de corazón. Sin embargo, cuando un hombre permanece encerrado entre paredes que a lo largo de su vida ha construido cada vez más firmes y más altas, quizá no haya fuerza suficiente. No puede salir.

Luz cruzó la estancia, se agachó para recoger el gorro de bebé que había arrojado bajo una silla y se incorporó de espaldas a Vera, alisando el pequeño trozo de tela a medio bordar.

—Yo tampoco puedo —dijo.

—Oh, no, nada de eso —exclamó enérgicamente la mujer mayor—. ¡No estás con él dentro de las paredes! Él no te protege…, eres tú la que lo protege. Cuando sopla el viento, no sopla sobre él sino sobre el tejado y las paredes de esta Ciudad que sus padres construyeron como fortaleza, como protección ante lo desconocido. Y tú formas parte de esa Ciudad, parte de sus techos y sus paredes, de su casa, de Casa Falco. Lo mismo ocurre con su título: senhor, concejal, Jefe. Lo mismo ocurre con sus criados y sus guardias, con todos los hombres y mujeres a los que puede dar órdenes. Forman parte de su casa, de las paredes que lo aíslan del viento. ¿Entiendes lo que quiero decir? Lo expreso de una manera descabellada. No sé cómo decirlo. Lo que quiero decir es que me parece que tu padre es un hombre que debería ser un gran hombre, pero ha cometido un grave error. Nunca ha salido y se ha puesto a la intemperie. —Vera comenzó a ovillar el hilo que había enrollado en el huso, haciendo esfuerzos por ver bajo la débil luz—. Por eso, porque no se deja hacer daño, hace daño a los que más quiere. Y cuando se da cuenta, le hace daño.

—¿Le hace daño? —preguntó Luz impetuosamente.

—Es lo último que aprendemos con relación a nuestros padres. Es lo último porque, en cuanto lo aprendemos, ya no son nuestros padres, sino otras personas como nosotros…

Luz se sentó en el sillón de mimbre, dejó el gorro de bebé sobre su falda y siguió estirándolo con dos dedos. Después de un buen rato, dijo:

—Vera, me alegra que esté aquí. —Vera sonrió y siguió ovillando—. La ayudaré. —De rodillas, soltando el hilo del huso para que Vera pudiera hacer una madeja uniforme, Luz añadió—: Lo que acabo de decir es una tontería. Usted quiere regresar con su familia, aquí está en la cárcel.

—¡En una cárcel muy agradable! Además, no tengo familia. Claro que quiero regresar. Prefiero entrar y salir a mi aire.

—¿Nunca se casó?

—Había muchas otras cosas que hacer —respondió Vera sonriente y apacible.

—¡Muchas otras cosas que hacer! Para nosotras no existe otra cosa.

—¿Estás segura?

—Si no te casas, te conviertes en una solterona. Bordas gorros para los bebés de las otras. Ordenas a la cocinera que prepare sopa de pescado. Se ríen de ti.

—¿Temes a que se rían de ti?

—Sí, muchísimo. —Luz tardó en desenredar un poco de hilo que se había enganchado en el mango del huso—. No me importa que los estúpidos se rían —añadió más serena—. Pero no me gusta que me desprecien. Y sería un menosprecio merecido. Porque se necesita valor para ser realmente una mujer, tanto como para ser un hombre. Se necesita valor para estar realmente casada, tener hijos y criarlos.

Vera miraba atentamente el rostro de la joven.

—Es verdad, se necesita un gran valor. Vuelvo a repetirlo, ¿es tu única elección, el matrimonio y la maternidad o nada?

—¿Qué más hay para una mujer? ¿Hay algo más que valga la pena?

Vera giró para mirar el ceniciento jardín. Suspiró, expulsó una profunda e involuntaria bocanada de aire.

—Tenía muchas ganas de tener un hijo —confesó—. Verás, había otras cosas… que valían la pena. —Esbozó una sonrisa—. Oh, sí, es una elección, pero no la única. Se puede ser madre y, por añadidura, muchas cosas más. Podemos hacer más de una cosa. Con voluntad y suerte… La suerte no me acompañó o tal vez fui obstinada, elegí mal. No me gustan las medias tintas. Puse todo mi corazón en un hombre que…, que estaba enamorado de otra mujer. Estoy hablando de Sasha…, de Alexander Shults, el padre de Lev. Fue hace mucho tiempo, antes que nacieras. Él se casó y yo seguí con el trabajo para el que servía porque siempre me había interesado y no hubo muchos hombres que me interesaran. Si me hubiera casado, ¿habría tenido que pasar mi vida en el cuarto trasero? Te diré una cosa: si nos quedamos en el cuarto trasero, con o sin hijos, y dejamos el resto del mundo a los hombres, es lógico que los hombres lo hagan todo y lo sean todo. ¿Por qué tiene que ser así? Sólo son la mitad de la raza humana. No es justo endilgarles todo el trabajo. No es justo para ellos ni para nosotras. Además —Vera sonrió complacida—, los hombres me gustan mucho, pero a veces…, son tan absurdos, tienen la cabeza tan atiborrada de teorías… Sólo se mueven en línea recta y no se detienen. Es peligroso. Te repito que es peligroso dejar todo en manos de los hombres. Ése es uno de los motivos por los que me gustaría volver a casa, al menos de visita. Para saber qué traman Elia con sus teorías y mi querido y joven Lev con sus ideales. Me preocupa que vayan demasiado rápido y en línea recta y que nos metan en un pantano, en una trampa de la que no podamos salir. En mi opinión, los hombres son débiles y peligrosos en su vanidad. La mujer tiene un centro, es un centro. Pero el hombre no, es una extensión hacia lo exterior. Por eso se estira, aferra cosas, las acumula a su alrededor y dice: yo soy esto, yo soy aquello, esto soy yo, aquello soy yo, ¡demostraré que yo soy yo! Y en su intento por demostrarlo puede dar al traste con muchas cosas. Eso era lo que intentaba expresar con respecto a tu padre. Si pudiera ser ni más ni menos que Luis Falco, sería más que suficiente, pero no, tiene que ser el Jefe, el Concejal, el Padre y mil cosas más. ¡Qué despilfarro! Lev también es terriblemente vanidoso, quizás en el mismo sentido. Posee un gran corazón, pero no está seguro de dónde está el centro. Ojalá pudiera hablar con él, aunque sólo fuera diez minutos, y cerciorarme… —Hacía rato que Vera se había olvidado de ovillar el hilo; meneó con pesar la cabeza y contempló la madeja con la mirada perdida.

—En ese caso, vaya —dijo Luz en voz baja. Vera se mostró ligeramente sorprendida—. Regrese al Arrabal. Esta misma noche. La ayudaré. Y mañana le diré a mi padre que la ayudé. Soy capaz de hacer algo…, ¡algo distinto a sentarme aquí, coser, maldecir y escuchar a ese estúpido de Macmilan!

Ágil, vigorosa y dominante, la joven se había puesto en pie de un salto y se erguía ante Vera, que permanecía inmóvil, encogida.

—He dado mi palabra, Luz Marina.

—¿Y eso qué importa?

—Si no digo la verdad, tampoco puedo buscarla —respondió Vera con tono severo. Se miraron con expresión decidida—. Yo no tengo hijos y tú no tienes madre. Niña, si pudiera ayudarte, lo haría, pero no en esos términos. Yo cumplo mis promesas.

—Yo no hago promesas —puntualizó Luz. Quitó un poco de hilo del huso y Vera lo ovilló.

Загрузка...