Con las piernas cruzadas y la cabeza inclinada sobre las manos, Lev estaba sentado bajo el sol, en el centro de un círculo de árboles.
Un ser menudo permanecía agazapado en las tibias y poco profundas palmas ahuecadas de sus manos. Lev no lo sujetaba: el ser había decidido o consentido estar ahí. Semejaba un sapo diminuto y alado. Las alas, plegadas hasta formar un pico por encima de su lomo, eran pardas con rayas oscuras y su cuerpo tenía el color de las sombras. Tres ojos dorados como grandes cabezas de alfileres adornaban su testa, uno a cada lado y el tercero en mitad del cráneo. Este ojo central que miraba hacia arriba vigilaba a Lev, que parpadeó. El ser se demudó. Por debajo de sus alas plegadas surgieron frondas rosáceas y cenicientas. Durante unos segundos pareció convertirse en una bola plumosa, difícil de distinguir con claridad, pues las frondas o plumas temblaban constantemente y desdibujaban sus contornos. El manchón se esfumó gradualmente. El sapo con alas seguía aposentado en el mismo sitio, pero ahora era de color azul claro. Se frotó el ojo izquierdo con la más trasera de sus patas siniestras. Lev esbozó una sonrisa. Sapo, alas, ojos y patas se desvanecieron. En la palma de la mano de Lev se agazapaba una figura plana semejante a una mariposa nocturna, casi invisible porque, salvo algunos puntos oscuros, tenía el mismo color y textura que su piel. Lev continuó inmóvil. El sapo azul y alado reapareció lentamente, vigilándolo con un ojo dorado. Atravesó la palma de su mano y subió por la curvatura de sus dedos. Delicadas y precisas, las seis patas diminutas y tibias apretaban y aflojaban. El ser hizo un paréntesis en las yemas de los dedos de Lev y ladeó la cabeza para observarlo con el ojo derecho, mientras con el izquierdo y el central escudriñaba el cielo. Adquirió forma de flecha, extendió un par de alas posteriores translúcidas que medían dos veces el largo de su cuerpo y emprendió un vuelo amplio y relajado hacia una ladera soleada que se extendía más allá del círculo de árboles.
—Lev, ¿me oyes?
—Estaba entretenido con un no-sé-qué. —Se incorporó y se reunió con Andre al otro lado del círculo de árboles.
—Martin cree que esta noche podríamos llegar a casa.
—Ojalá esté en lo cierto —replicó Lev.
Recogió su mochila y se puso al final de la hilera de siete hombres. Partieron en fila india y no hablaron, salvo cuando alguien situado más abajo gritaba para señalar al guía un camino que podía resultar menos difícil o cuando el segundo de la fila, que portaba la brújula, decía al guía que torciera a derecha o a izquierda. Se dirigían hacia el sudoeste. Aunque la marcha era apacible, no había senderos ni indicaciones. Los árboles del bosque crecían en círculo: de veinte a sesenta ejemplares formaban un anillo alrededor de un espacio central despejado. En los valles que surcaban las colinas, la vegetación de los círculos era tan densa, con los árboles a menudo entrelazados, que para avanzar los viajeros se veían obligados a abrirse paso en la maleza, entre troncos oscuros y tupidos, a atravesar sin dificultad la hierba mullida del círculo iluminado por el sol y una vez más las sombras, el follaje, las ramas y los troncos apretados. En las laderas los círculos aparecían más espaciados y por momentos surgía una extensa panorámica de valles sinuosos, interminablemente salpicados de los apacibles e irregulares círculos rojos de los árboles.
A medida que caía la tarde, la neblina empañaba el sol. Hacia el oeste las nubes se espesaron. Caía una lluvia fina y ligera. El tiempo era benigno, sin viento. Los torsos desnudos de los viajeros brillaban como si estuvieran aceitados. Las gotas de lluvia pendían de sus cabellos. Siguieron avanzando, dirigiéndose tenazmente hacia el sudoeste. La luz se tornó más gris. El aire pendía, brumoso y oscuro, en los valles y en los círculos arbóreos.
El guía Martin coronó una elevación prolongada y pedregosa, se volvió y los llamó. Ascendieron uno tras otro y se reunieron con él en la cresta de la loma. A los pies del cerro un río ancho brillaba incoloro entre las oscuras orillas.
Grapa, el mayor, fue el último en llegar a la cima y se detuvo a contemplar el río con cara de profunda satisfacción.
—Hola —murmuró como si se dirigiera a un amigo.
—¿Qué dirección deberíamos tomar para llegar a las canoas? —preguntó el muchacho de la brújula.
—Aguas arriba —respondió Martin, titubeante.
—Aguas abajo —propuso Lev—. ¿Aquello que se ve al oeste no es el punto más elevado de la loma?
Parlamentaron unos instantes y decidieron dirigirse río abajo. Antes de reanudar la marcha, permanecieron un rato silenciosos en la cresta de la loma, desde la que disfrutaban de una panorámica del mundo más amplia que la que habían visto en muchas jornadas. Al otro lado del río la arboleda se extendía hacia el sur en interminables vericuetos formados por los anillos entrelazados bajo las nubes estáticas. Hacia el este, río arriba, el terreno se elevaba abruptamente; hacia el oeste, las aguas caracoleaban en superficies grises entre las colinas más bajas. En los tramos en que no se divisaba, un brillo tenue cubría el río, un atisbo de sol en alta mar. Hacia el norte, a espaldas de los viajeros, las estribaciones arboladas, los días y los kilómetros de su travesía se ensombrecían en medio de la lluvia y la noche. En ese inconmensurable y sereno paisaje de colinas, bosque y río, no se percibía el menor hilillo de humo, ni casas ni caminos.
Torcieron hacia el oeste siguiendo la cresta de la loma. Aproximadamente un kilómetro más adelante Bienvenido, el chico que ahora iba a la vanguardia, lanzó un grito y señaló dos astillas negras en la curva de una playa de guijarros: los botes que habían varado muchas semanas atrás.
Descendieron hasta la cala deslizándose y gateando por la pronunciada loma. Aunque la lluvia había cesado, junto al río todo parecía más oscuro y frío.
—Pronto caerá la noche. ¿Acampamos? —preguntó Grapa con tono vacilante.
Contemplaron la masa gris del río serpenteante, cubierta por el cielo plomizo.
—Habrá más luz en el agua —dijo Andre y sacó los zaguales de debajo de una de las canoas varadas boca abajo.
Una familia de murciélagos con saco abdominal había anidado entre los zaguales. Las crías apenas desarrolladas daban saltitos, correteaban por la playa y chillaban taciturnas, mientras los exasperados padres se lanzaban tras ellas en picado. Los hombres rieron y cargaron a hombros las canoas ligeras.
Las botaron y partieron en las embarcaciones con capacidad para cuatro personas. Cada vez que se elevaban, los zaguales reflejaban la luz fuerte y clara de poniente. En medio del río el cielo parecía más claro y más alto, y ambas márgenes daban la impresión de ser bajas y negras.
Oh, cuando arribemos,
oh, cuando arribemos a Lisboa,
las blancas naves estarán esperando,
oh, cuando arribemos…
Uno de los tripulantes de la primera canoa entonó la canción y dos o tres voces de la segunda hicieron el coro. En torno al cántico suave y breve se extendía el silencio de la inmensidad, lo mismo que por debajo y por encima, por delante y por detrás.
Las orillas se tornaron más bajas, más distantes, más inciertas. Ahora navegaban por un mudo torrente gris de ochocientos metros de ancho. El cielo ennegrecía cada vez que lo miraban. A lo lejos, al sur, brilló un punto de luz remoto pero claro, rompiendo la añosa oscuridad.
En las aldeas nadie estaba despierto. Se acercaron a través de los arrozales, guiados por los faroles oscilantes. En el aire se percibía el denso aroma del humo de turba. Silenciosos como la lluvia, avanzaron calle arriba, entre las pequeñas casas dormidas, hasta que Bienvenido gritó:
—¡Por fin! Estamos de vuelta —abrió de par en par la puerta de la casa de su familia—. ¡Despierta, mamá, soy yo!
En cinco minutos la mitad del pueblo estaba en la calle. Las luces se encendieron, se abrieron las puertas, la chiquillería bailaba y cien voces hablaban, gritaban, hacían preguntas, daban la bienvenida, alababan.
Lev fue al encuentro de Vientosur mientras la joven salía a la calle corriendo, adormilada y sonriente, cubierta con un chal la enmarañada cabellera. Lev estiró los brazos y tomó las manos de la muchacha, deteniéndola. Vientosur lo miró a la cara y rió:
—¡Has vuelto, has vuelto! —La muchacha se demudó; echó un rápido vistazo a su alrededor, a la algarabía que reinaba en medio de la calle, y volvió a mirar a Lev—. Ay, lo sabía —dijo—. Lo sabía.
—Fue durante la travesía al norte, unos diez días después de la partida. Bajábamos por el desfiladero de un torrente. Sus manos resbalaron entre las piedras. Había un nido de escorpiones de roca. Al principio estaba bien, pero tenía infinidad de picaduras. Se le hincharon las manos… —Lev apretó las manos de Vientosur, que seguía mirándolo a los ojos—. Murió por la noche.
—¿Sufrió mucho?
—No —mintió Lev y se le llenaron los ojos de lágrimas—. Ha quedado allí —añadió—. Acumulamos un montón de cantos rodados blancos, cerca de una cascada. De modo que…, allá quedó.
Tras ellos, en medio de la conmoción y el vocerío, una voz de mujer preguntó claramente:
—¿Dónde está Timmo?
Vientosur relajó las manos aprisionadas en las de Lev y pareció reducirse, encogerse, desaparecer.
—Ven conmigo —propuso Lev, le rodeó los hombros y se alejaron en silencio hacia la casa de la madre de la muchacha.
Lev la dejó en compañía de su madre y de la de Timmo. Abandonó la casa, titubeó unos segundos y regresó lentamente hacia el gentío. Su padre salió a recibirlo. Lev vio la cabellera canosa y rizada y los ojos que escudriñaban a través de la luz de las antorchas. Sasha era un hombre delgado y bajo; cuando se abrazaron, Lev notó los huesos duros pero frágiles bajo la piel.
—¿Has visto a Vientosur?
—Sí. No puedo…
Se aferró un minuto a su padre y la mano firme y delgada le acarició el brazo. La luz de la antorcha se difuminó y le escocieron los ojos. Cuando se soltó, Sasha, sin pronunciar palabra, retrocedió para observarlo con sus ojos oscuros y profundos y la boca oculta tras un bigote cano e hirsuto.
—Papá, ¿cómo estás? ¿Lo has pasado bien?
Sasha asintió.
—Estás cansado, vamos a casa. —Mientras caminaban calle abajo, Sasha preguntó—: ¿Encontraron la tierra prometida?
—Sí. Es un valle, el valle de un río. Está a cinco kilómetros del mar. Tiene todo lo que necesitamos. Y es bellísimo…, las montañas que lo coronan…, cordillera tras cordillera, cada vez más altas, más altas que las nubes, más blancas que… Es increíble cuán alto hay que mirar para ver las cumbres más elevadas. —Había dejado de caminar.
—¿Hay montañas en el medio? ¿Y ríos? —preguntó Sasha. Lev dejó de contemplar las cumbres altas y quiméricas para mirar a su padre a los ojos—. ¿Hay obstáculos suficientes que nos protejan de la persecución de los Jefes?
Segundos después, Lev sonrió y replicó:
—Tal vez.
Como la recolección del arroz de los pantanos estaba en pleno apogeo, la mayoría de los campesinos no pudo asistir, si bien todas las aldeas enviaron un hombre o una mujer al Arrabal para que oyeran el relato de los exploradores y los comentarios de la gente. Era de tarde y aún llovía; la gran plaza abierta de delante del Templo estaba atestada de paraguas confeccionados con las hojas anchas, rojas y semejantes al papel del árbol de la paja. Bajo los paraguas, la gente permanecía de pie o se arrodillaba en las esteras de hojas puestas sobre el barro, cascaba frutos secos y charlaba hasta que por fin la pequeña campana de bronce del Templo hizo talán-talán; en ese momento todos miraron hacia el atrio, desde el cual Vera estaba a punto de dirigirles la palabra.
Era una mujer esbelta, de pelo gris acerado, nariz delgada y ojos ovalados y oscuros. Su voz sonó fuerte y clara y mientras pronunció su discurso no hubo más sonido que el calmo repiqueteo de la lluvia y, de vez en cuando, el gorjeo de un chiquillo rápidamente acallado.
Vera celebró el regreso de los exploradores. Se refirió a la muerte de Timmo y, fugaz y serenamente, al propio Timmo, tal como lo había visto el día de la partida. Mencionó los cien días de la expedición a través de la inmensidad. Dijo que habían levantado el mapa de una gran zona al este y al norte de Bahía Songe y que habían encontrado lo que buscaban: el lugar para un nuevo asentamiento y el modo de llegar hasta él.
—A muchos de los presentes nos desagrada la idea de un nuevo asentamiento tan alejado del Arrabal —afirmó—. Entre nosotros se encuentran algunos vecinos de la Ciudad que quizá deseen participar de nuestros proyectos y discusiones. Tenemos que evaluar la cuestión en su totalidad y analizarla libremente. Dejemos que Andre y Lev hablen en nombre de los exploradores y que nos cuenten lo que vieron y encontraron.
Andre, un treintón fornido y tímido, describió la travesía hacia el norte. Su voz era suave y, a pesar que no tenía facilidad de palabra, la muchedumbre escuchó con profundo interés su descripción del mundo allende los campos perfectamente conocidos. Algunos de los que se encontraban en las últimas filas estiraron el cuello para divisar a los hombres de la Ciudad, de cuya presencia Vera había avisado amablemente. Estaban cerca del atrio y formaban un sexteto vestido con jubones y botas altas: guardaespaldas de los Jefes, cada uno con su larga espada enfundada en el muslo y un látigo metido en el cinto, primorosamente enroscada la tira de cuero.
La exposición de Andre llegó a su fin y cedió el turno a Lev, un joven delgado y huesudo, de pelo negro grueso y brillante. Lev también empezó titubeante, buscando las palabras que le permitieran describir el valle que habían descubierto y las razones por las que lo consideraban el más apto para un asentamiento. A medida que hablaba, su voz ganaba confianza y se olvidaba de sí mismo, como si tuviera delante el motivo de su narración: el ancho valle y el río al que habían llamado Sereno, el lago que más arriba se extendía, las tierras pantanosas en las que el arroz crecía espontáneamente, los bosques de buena madera, las laderas donde podrían crear huertos y cultivar tubérculos y donde las casas estarían libres de barro y humedad. Les habló de la desembocadura del río, una bahía generosa en crustáceos y en algas marinas comestibles; mencionó las montañas que rodeaban el valle hacia el norte y el este, protegiéndolo de los vientos que en invierno convertían a Songe en un hastío de lodo y frío.
—Las cumbres trepan mucho más allá de las nubes, hacia el silencio y el sol —explicó—. Protegen el valle como una madre que abraza a su hijo. Las llamamos las Montañas del Mahatma. Permanecimos quince días, mucho tiempo, para cerciorarnos del hecho que las montañas cortaban el paso a las tormentas. Allá el principio del otoño es como pleno verano aquí, aunque las noches son más frías; los días eran soleados y no llovía. Grapa calculó que podrían hacerse tres cosechas anuales de arroz. En los bosques la fruta abunda y la pesca en el río y en las orillas de la bahía bastará para alimentar a los colonos del primer año, hasta que se recoja la primera cosecha. ¡Las mañanas son realmente luminosas! No sólo nos quedamos para comprobar las bondades del clima. Fue difícil abandonar aquel sitio, incluso para volver a casa.
El gentío escuchaba fascinado y guardó silencio cuando Lev dejó de hablar.
—¿A cuántas jornadas de viaje se encuentra? —preguntó alguien a voz en cuello.
—Martin calcula que a unos veinte días, viajando con familias y grandes cargas.
—¿Hay que cruzar ríos o atravesar lugares peligrosos?
—Lo mejor sería organizar una avanzadilla que llevara un par de días de ventaja para indicar el camino más accesible. Durante el regreso evitamos el terreno fragoso que tuvimos que atravesar en nuestro avance hacia el norte. El único río difícil de cruzar está aquí mismo, me refiero al Songe, y habrá que franquearlo en botes. Los demás pueden vadearse hasta llegar al Sereno.
Hicieron más preguntas a gritos; los reunidos pusieron fin a su fascinado silencio y bajo los paraguas de hojas rojas se desencadenaron cien discusiones acaloradas; Vera recuperó la palabra y pidió calma.
—A uno de nuestros vecinos le gustaría hacer algunos comentarios —informó y se hizo a un lado para dar paso al hombre que se encontraba detrás.
El hombre vestía de negro y llevaba un ancho cinturón de plata repujada. Los seis individuos que habían permanecido en las proximidades del atrio subieron y se desplegaron en semicírculo, aislando al hombre del resto de las personas que estaban en el atrio.
—Se les saluda —dijo el hombre de negro con voz tajante y no muy alta.
—Es Falco —murmuró la gente—. Es el Jefe Falco.
—Estoy encantado de transmitir a los intrépidos exploradores las felicitaciones del gobierno de Victoria. Sus mapas e informes serán un añadido de gran valor a los Archivos del Estado en Ciudad Victoria. La Junta está estudiando planes para la migración limitada de campesinos y trabajadores manuales. La planificación y el control son necesarios para garantizar la seguridad y el bienestar del conjunto de la comunidad. Como esta expedición ha puesto de relieve, habitamos en un rincón, en un puerto seguro, de un mundo inmenso y desconocido. Los que hemos vivido más tiempo aquí, los que conservamos los archivos de los primeros años del Asentamiento, sabemos que los temerarios proyectos de dispersión pueden amenazar nuestra supervivencia y que la sensatez reposa en el orden y la cooperación estricta. Estoy encantado de decirles que la Junta recibirá a los intrépidos exploradores con el beneplácito de la Ciudad y les ofrecerá una recompensa digna de sus esfuerzos.
Se produjo un silencio muy distinto al anterior.
Vera tomó la palabra; aunque se la veía frágil junto al grupo de hombres corpulentos, su voz sonó clara y suave:
—Agradecemos al representante de la Junta su atenta invitación.
—La Junta espera recibir a los exploradores y estudiar sus mapas e informes dentro de tres días —añadió Falco.
Otra vez reinó un silencio contenido.
—Damos las gracias al concejal Falco y declinamos la invitación —replicó Lev.
Un hombre mayor tironeó del brazo de Lev y habló enérgicamente en voz baja; aunque hubo muchos comentarios rápidos y cuchicheados entre los que estaban en el atrio, la multitud reunida ante el Templo permaneció silenciosa e inmóvil.
—Antes de responder a la invitación de la Junta, debemos tomar decisiones sobre varias cuestiones —explicó Vera a Falco en tono lo bastante alto para que todos oyeran.
—Las decisiones ya se han tomado, senhora Adelson. La Junta ya las ha tomado. Sólo esperamos vuestra obediencia. —Falco dedicó una reverencia a Vera, alzó la mano para saludar a la multitud y abandonó el atrio rodeado por los guardias.
La gente hizo espacio más que suficiente para que pasaran.
En el atrio se formaron dos grupos: los exploradores y otros hombres y mujeres, en su mayoría jóvenes, en torno a Vera, y un grupo más numeroso alrededor de Elia, un rubio de ojos azules. La situación se reprodujo entre los congregados, hasta que acabaron por parecerse a un bosque de anillos arbóreos: círculos pequeños, en su mayoría de gente joven, y círculos más grandes, formados por personas mayores. Todos discutían apasionadamente pero sin violencia. Una mujer alta y vieja esgrimió su paraguas de hojas rojas ante una muchacha vehemente y se puso a gritar:
—¡Desertores! ¡Lo que ustedes quieren es huir y dejar que nosotros hagamos frente a los Jefes! ¡Les hace falta una azotaina! —Para ratificar sus palabras, la anciana dio un paraguazo al aire.
Los que rodeaban a la vieja parecieron esfumarse rápidamente, llevándose a la chica que la había enfadado. La mujer quedó sola, roja como el paraguas, esgrimiéndolo hoscamente contra la nada. Poco después, con el ceño fruncido y los labios apretados, se integró en otro círculo.
Los dos grupos del atrio se unieron. Elia habló con serena intensidad:
—Lev, el desafío directo es tan violento como un puñetazo o una cuchillada.
—Puesto que rechazo la violencia, me niego a seguirle la corriente a los violentos —replicó el joven.
—Desencadenarás la violencia si rechazas la petición de la Junta.
—Encarcelamientos, quizá palizas. Está bien. Elia, ¿qué queremos? ¿La libertad o la simple seguridad?
—Provocas la represión desafiando a Falco en nombre de la libertad o de cualquier otra cosa. Así les haces el juego.
—Ya somos juguetes en sus manos, ¿no? —terció Vera—. Lo que nos interesa es salir de este juego.
—Estamos de acuerdo en que ha llegado el momento, en que ha llegado la hora de hablar con la Junta…, de hablar firme y sensatamente. Pero si comenzamos con un desafío, si empezamos por la violencia moral, no lograremos nada y ellos recurrirán a la fuerza.
—No tenemos la pretensión de desafiarlos, nos limitaremos a mantenernos firmes en la verdad —insistió Vera—. Elia, sabes de sobra que si ellos apelan a la fuerza, hasta nuestro intento de razonar se convierte en una forma de resistencia.
—¡La resistencia es inútil, tenemos que negociar! Si se incorpora la violencia de hecho o de palabra, la verdad se pierde…, nuestra vida en el Arrabal, nuestra libertad quedarán arrasadas. ¡Imperará la fuerza, como ocurrió en la Tierra!
—Elia, en la Tierra no imperó para todos, sino para aquellos que consintieron en servirla.
—La Tierra arrojó a nuestros padres, los expulsó —intervino Lev. Su rostro estaba encendido y su voz adquirió el tono brusco y anhelante de las cuerdas graves de un arpa tañida con excesiva presión—. Somos extraterrados, hijos de proscritos. ¿No dijo el Fundador que el proscrito es el alma libre, el hijo de Dios? Nuestra vida en el Arrabal no es una vida libre. En el nuevo asentamiento del norte seremos libres.
—¿Qué es la libertad? —preguntó Joya, una mujer bella y morena que estaba junto a Elia—. No creo que se acceda a la libertad por el camino del desafío, la resistencia, las negativas. La libertad te acompaña si recorres la senda del amor. Si aceptas todo, todo te será dado.
—Nos han dado un mundo entero —dijo Andre con su voz suave—. ¿Lo hemos aceptado?
—El desafío es una trampa, la violencia es una trampa, debemos rechazarlas…, y eso es exactamente lo que hacemos —aseguró Lev—. Obtendremos la libertad. Los Jefes intentarán detenernos. Apelarán a la fuerza moral y quizá recurran a la fuerza física. Ya sabemos que la fuerza es el arma de los débiles. Si confiamos en nosotros mismos, en nuestros propósitos, en nuestra fortaleza… ¡Si nos mantenemos firmes, todo el poder que ejercen sobre nosotros se desvanecerá como las sombras cuando el sol apunta!
—Lev —dijo en voz baja la mujer morena—, Lev, vivimos en el mundo de las sombras.