6

Las puntas de los látigos restallaron en las puertas. Se oyeron voces masculinas. En Granja del Río Abajo alguien gritaba o chillaba. Los aldeanos se apiñaban en la bruma fría en la que dominaba el olor a humo; aún no había amanecido, las casas y los rostros se desvanecían en medio de la niebla y las penumbras. Aterrados por el miedo y la confusión de sus padres, dentro de las casitas los niños chillaban. La gente intentaba encender las lámparas, encontrar la ropa, calmar a los pequeños. Excitados, armados entre los indefensos y vestidos entre los desnudos, los guardias de la Ciudad abrían puertas, se introducían en el cálido y oscuro interior de las viviendas, daban órdenes a los aldeanos y a sus compañeros, empujaban a los hombres a un lado y a las mujeres al otro; dispersos como estaban en la oscuridad, entre las casas y entre el gentío creciente que se apiñaba en la única calle de la aldea, el oficial no podía controlarlos; sólo la mansedumbre de los aldeanos impedía que la brutal excitación se convirtiera en un éxtasis de asesinato y violación. Los aldeanos protestaron, discutieron e hicieron preguntas, pero como la mayoría creía que los estaban arrestando y en el Templo habían acordado no resistirse, obedecieron diligentemente las órdenes de los guardias; en cuanto comprendieron las órdenes, transmitieron la información rápida y claramente —los hombres adultos a la calle, las mujeres y los niños debían permanecer en las casas— como medida de protección. El frenético oficial observó que los detenidos se agrupaban por su cuenta. En cuanto se formó un grupo de veinte hombres, ordenó a cuatro guardias —uno de ellos armado con un mosquete— que salieran en formación de la aldea. De la misma manera habían sacado a dos grupos de Aldea de la Meseta. Estaban reuniendo al cuarto grupo en Aldea Sur cuando apareció Lev. Rosa, la esposa de Lyon, había corrido de Meseta al Arrabal, había llamado agotada a la puerta de la casa de los Shults e informado sin resuello: «Se llevan a los hombres. Los guardias se llevan a todos los hombres». Lev había partido de inmediato, en solitario, encomendando a Sasha que despertara al resto del Arrabal. Llegó jadeante a causa de los tres kilómetros de carrera y vio que la niebla raleaba, se tornaba luminosa. Las figuras de aldeanos y guardias en la Carretera Sur destacaban con las primeras luces mientras Lev acortaba camino por los campos rumbo a la cabeza del grupo. Se detuvo delante del hombre que encabezaba la irregular formación.

—¿Qué pasa?

—Se ha ordenado un reclutamiento de trabajadores. Póngase en la fila, con el resto.

Lev conocía al guardia, un sujeto alto llamado Angel; habían pasado un año juntos en la escuela. Vientosur y las otras arrabaleras le temían porque siempre que podía Angel las arrinconaba en el pasillo e intentaba meterles mano.

—Póngase en la fila —repitió Angel y alzó el mosquete, apoyando la punta del cañón en el pecho de Lev. Su respiración era casi tan agitada como la de Lev y tenías las pupilas muy dilatadas; soltó una especie de risa chirriante al ver que la respiración espasmódica de Lev hacía que el cañón subiera y bajara—. Chico, ¿ha visto cómo suenan cuando se disparan? Un ruido estrepitoso, estentóreo, como el de la semilla de un árbol anillado… —Apretó el mosquete contra las costillas de Lev, apuntó súbitamente hacia el cielo y disparó.

Atontado por el aterrador estampido, Lev se tambaleó y quedó anonadado. El rostro de Angel palideció; luego se quedó en blanco unos segundos, estremecido por el culatazo del arma torpemente fabricada.

Creyendo que habían disparado a Lev, los aldeanos situados detrás se acercaron en tropel y los otros guardias corrieron con ellos, gritando y maldiciendo. Extendieron los largos látigos y los chasquearon, haciéndolos parpadear pavorosamente en medio de la niebla.

—Estoy bien —afirmó Lev. Oyó su propia voz débil y lejana—. ¡Estoy bien! —gritó con todas sus fuerzas. Oyó que Angel también gritaba y vio que un aldeano recibía un latigazo en pleno rostro—. ¡Vuelvan a la fila!

Lev se unió al grupo de aldeanos y se reagruparon. Obedecieron a los guardias, se dividieron en pares y tríos y echaron a andar hacia el sur por el accidentado carril.

—¿Por qué vamos hacia el sur? Esta no es la Carretera de la Ciudad, ¿por qué nos dirigimos al sur? —preguntó el que iba a su lado, un chico de unos dieciocho años cuya voz denotaba inquietud.

—Han decidido practicar un reclutamiento de trabajadores —respondió Lev—. No sé para qué clase de faena. ¿A cuántos se han llevado? —Sacudió la cabeza para librarse del zumbante vértigo.

—A todos los hombres de nuestro valle. ¿Por qué tenemos que ir?

—Para que nuestros compañeros vuelvan. Cuando estemos todos reunidos, podremos actuar juntos. Todo saldrá bien. ¿Hay algún herido?

—No lo sé.

—Todo saldrá bien. Debemos mantenernos firmes —susurró Lev sin saber lo que decía.

Se fue rezagando hasta quedar junto al hombre al que habían azotado. Éste caminaba tapándose los ojos con el brazo y otro hombre lo sujetaba del hombro para guiarlo; eran los últimos de la fila. Un guardia los seguía, apenas visible en medio de la niebla baja.

—¿Puedes ver?

—No lo sé —respondió el hombre y se protegió la cara con el brazo. Su pelo cano estaba revuelto y erizado; llevaba camisa de dormir y pantalón e iba descalzo; sus pies anchos y desnudos resultaban extrañamente infantiles, tropezaban y se golpeaban con las piedras y el barro del camino.

—Pamplona, aparta el brazo para que podamos ver qué tienes en los ojos —dijo preocupado el segundo hombre.

El guardia que cerraba la marcha gritó algo, una amenaza o la orden a fin que avanzaran más rápido.

Pamplona bajó el brazo. Tenía los dos ojos cerrados; uno estaba intacto y el otro se perdía en un tajo abierto y sangrante producido por la tira de cuero del látigo, que lo había cortado desde el extremo de la ceja hasta el tabique de la nariz.

—Me duele —dijo—. ¿Qué tengo? No veo nada, me ha entrado algo en el ojo. Lyon, ¿eres tú? Quiero volver a casa.


Reunieron a más de cien hombres de las aldeas y las granjas aisladas del sur y el oeste del Arrabal para ponerlos a trabajar en las nuevas propiedades de Valle del Sur. Llegaron a media mañana, cuando la niebla ascendía desde el Río Molino en ondeantes pendones. En la Carretera Sur había apostados varios guardias para impedir que los alborotadores del Arrabal se sumaran al grupo de trabajadores forzados.

Distribuyeron herramientas: azadas, piquetas y machetes; los pusieron a trabajar en grupos de cuatro o cinco, vigilados por un guardia provisto de látigo o de mosquete. No levantaron barracas ni refugios para ellos ni para los treinta guardias. Cuando cayó la noche, encendieron fogatas de madera húmeda y durmieron a la intemperie, sobre el húmedo terreno. Aunque les habían dado alimentos, la lluvia empapó el pan hasta el punto de convertirlo en una masa pastosa. Los guardias comentaban amarga y mutuamente la penosa situación. Los aldeanos hablaban sin parar. Al principio, temeroso de una conspiración, el capitán Eden —el oficial a cargo de la operación— intentó prohibirles la palabra; más tarde, al darse cuenta que un grupo discutía con otro partidario de huir durante la noche, decidió dejarlos hablar todo lo que quisieran. No tenía modo de impedir que escaparan de a uno o de a pares en medio de la oscuridad; aunque había guardias apostados con mosquetes, por la noche no veían, era imposible mantener hogueras vivas a causa de la lluvia y no habían podido construir un «recinto cercado», tal como habían ordenado. Los aldeanos habían trabajado duro para despejar el terreno, pero resultaron ineptos y lerdos para levantar cualquier tipo de cerca o empalizada con las zarzas y los arbustos cortados, y sus hombres no estaban dispuestos a dejar las armas para realizar semejante tarea.

El capitán Eden ordenó a sus hombres que permanecieran de guardia y vigilaran; aquella noche ni siquiera él durmió.

Por la mañana todo el grupo —tanto sus hombres como los aldeanos— parecía seguir allí; todos se movían con lentitud en el frío brumoso y tardaron horas en encender las hogueras, preparar una especie de desayuno y servirlo. Había que distribuir nuevamente las herramientas: las largas azadas, los cuchillos de monte de acero de mala calidad, piquetas y machetes. Ciento veinte hombres armados con herramientas contra treinta con látigos y mosquetes. ¿No se daban cuenta de lo que fácilmente podían hacer? Bajo la atónita mirada del capitán Eden, los campesinos pasaron en fila por delante del montón de aperos, igual que el día anterior, recogieron lo que necesitaban y se dedicaron una vez más a arrancar la broza y la maleza de la ladera que bajaba hasta el río. Trabajaron dura y afanosamente; conocían estas faenas; no prestaron atención a las órdenes de los guardias y se dividieron en equipos, alternando las tareas más duras. La mayoría de los guardias vigilaba y, a un tiempo, se sentía aburrida, aterida y superflua; se sentían frustrados, estado de ánimo que los había embargado desde la fugaz e insatisfecha excitación de hacer una redada en las aldeas y reunir a los hombres.

El sol salió ya entrada la mañana, pero a mediodía las nubes habían vuelto a acumularse y otra vez llovía. El capitán Eden ordenó una pausa para comer —otra ración de pan estropeado— y estaba hablando con dos guardias que había decidido enviar a la Ciudad para solicitar provisiones frescas y lonas que usarían para montar tiendas de campaña y aislarse del terreno húmedo cuando Lev se le acercó.

—Uno de nuestros hombres necesita un médico y hay dos demasiado viejos para este trabajo. —Señaló a Pamplona que, con la cabeza vendada con una camisa hecha jirones, estaba sentado y hablaba con Lyon y con otros dos hombres de blanca cabellera—. Habría que enviarlos de regreso a su aldea.

Aunque la actitud de Lev no era la de un inferior que admira a un oficial, ciertamente era respetuosa. El capitán lo miró admirado pero dominado por los prejuicios. La noche anterior Angel había descubierto en ese joven menudo y delgado a uno de los cabecillas del Arrabal y era evidente que los aldeanos miraban a Lev cada vez que recibían una orden o amenaza, como si esperaran sus instrucciones. El capitán ignoraba cómo recibían la información, ya que no le había visto dar una sola orden a Lev; si de alguna manera ese joven era un cabecilla, el capitán Eden estaba decidido a tratarlo como tal. Para el oficial, el elemento más desconcertante de la situación era la falta de estructuración. Estaba al mando pero no tenía autoridad más allá de la que estaban dispuestos a concederle esos hombres y los suyos. En el mejor de los casos, sus hombres eran huesos duros de roer que ahora se sentían frustrados y maltratados; los arrabaleros eran una incógnita. En última instancia, no podía confiar plenamente en nada, salvo en su mosquete; nueve de sus hombres también estaban armados.

Fueran treinta contra ciento veinte o uno contra ciento cuarenta y nueve, la conducta más sensata era una firmeza notoriamente razonable y sin intimidación.

—Sólo es un corte producido por el látigo —respondió tranquilamente al muchacho—. Puede abandonar el trabajo durante un par de días. Los viejos pueden ocuparse de los alimentos, secar el pan, mantener encendidas las hogueras. No se permite regresar a nadie hasta que acabe el trabajo.

—Es un corte profundo. Perderá el ojo si no lo atienden. Además, está sufriendo. Tiene que volver a su casa.

El capitán caviló y respondió:

—De acuerdo. Si no puede trabajar, que se vaya. Pero tendrá que hacerlo por sí mismo.

—Su casa está demasiado lejos para que regrese sin ayuda.

—En ese caso, se queda.

—Habrá que trasladarlo. Se necesitarán cuatro hombres para acarrear la camilla. —El capitán Eden se encogió de hombros y se alejó—. Senhor, hemos acordado que no trabajaremos hasta que Pamplona sea atendido.

El capitán giró para mirar de nuevo a Lev y no lo hizo con impaciencia, sino con actitud firme.

—¿«Acordado…»?

—Cuando envíen a Pamplona y a los viejos a sus casas, reanudaremos el trabajo.

—Yo recibo órdenes de la Junta —dijo el capitán—, y ustedes de mí. Estos hombres deben saberlo claramente.

—Escuche, hemos decidido seguir adelante, al menos provisionalmente —prosiguió el joven con calor pero sin animosidad—. El trabajo vale la pena, la comunidad necesita nuevas tierras de cultivo y éste es un buen emplazamiento para una aldea. Pero no obedecemos órdenes, cedemos a las amenazas de emplear la fuerza para evitarnos a todos heridas o muerte. Ahora el hombre cuya vida está en peligro es Pamplona y si no hace algo para salvarlo, tendremos que actuar. Además hay que tener en cuenta a los dos viejos, que no pueden permanecer aquí si no hay refugio. El viejo Sol sufre de artritis. A menos que los envíen a casa, no podremos continuar con el trabajo.

La cara redonda y morena del capitán Eden había palidecido notoriamente. El joven Jefe Macmilan le había dicho: «Reúna a doscientos campesinos y ocúpese a fin que desbrocen la orilla oeste del Río Molino, debajo del vado». Le había parecido sencillo, no un trabajo fácil sino el trabajo de un hombre, una verdadera responsabilidad a la que seguiría una recompensa. Tenía la sensación que él era el único responsable. Sus hombres eran casi incontrolables y los arrabaleros le resultaban incomprensibles. Primero se mostraron asustados y sumamente dóciles y ahora pretendían darle órdenes. Si en realidad no temían a sus guardias, ¿para qué perdían el tiempo hablando? Si fuera uno de ellos, mandaría todo al cuerno y se ocuparía de tener un machete; la proporción era de cuatro a uno y morirían diez como máximo antes que avanzaran y abatieran con las horcas a los guardias armados con mosquetes. Su comportamiento carecía de sentido, era vergonzoso, impropio de un hombre. ¿Dónde podía encontrar la dignidad en esa condenada inmensidad? El río gris humeante a causa de la lluvia, el valle enmarañado y empapado, las gachas cubiertas de moho que supuestamente eran pan, el frío que le recorría la espalda donde se le pegaba la túnica mojada, los rostros taciturnos de sus hombres, la voz del extraño muchacho que le decía lo que debía hacer: era excesivo. Giró el mosquete en sus manos.

—Todos deben volver al trabajo inmediatamente. De lo contrario ordenaré que sean atados y trasladados a la cárcel de la Ciudad. La decisión es suya.

Aunque no había hablado en voz alta, todos —guardias y aldeanos— se habían enterado de la confrontación. Muchos estaban en pie alrededor de las hogueras, con los cabellos mojados adheridos a la frente y el cuerpo manchado por el barro. Pasó un instante, unos pocos segundos, medio minuto como máximo, un rato muy largo y silencioso sólo interrumpido por el ruido de la lluvia sobre la tierra removida que los rodeaba, sobre la maleza enredada que bajaba hasta el río y sobre las hojas de los árboles del algodón en la ribera: un tamborileo casi imperceptible, delicado y amplio.

Los ojos del capitán, que intentaban abarcarlo todo —guardias, aldeanos, la pila de aperos—, se cruzaron con los de Lev. Se miraron cara a cara.

Senhor, la hemos trastocado —dijo el joven casi en un susurro—. ¿Y ahora qué hacemos?

—Dígales que vuelvan al trabajo.

—¡De acuerdo! —exclamó Lev y se volvió—. Rolf y Adi, ¿pueden hacer una camilla? Ustedes y dos guardias trasladarán a Pamplona al Arrabal. Thomas y Sol lo acompañarán. Los demás volveremos al trabajo, ¿de acuerdo?

Lev y los demás arrabaleros se acercaron a la pila de piquetas y azadas, recogieron sus aperos y, sin prisas, volvieron a desplegarse por la ladera, cortando los tapetes de zarzas y arrancando las raíces de los arbustos.

El capitán Eden se dirigió a sus hombres con una sensación hormigueante en la boca del estómago. Los dos guardias a los que había dado órdenes se encontraban muy cerca.

—Antes de dirigirse a la Ciudad, escoltarán a los enfermos a la aldea. Y regresarán por la noche con dos hombres sanos, ¿está claro? —Vio que Angel, mosquete en mano, lo miraba—. Teniente, usted los acompañará —añadió enérgicamente.

Los dos guardias saludaron con expresión vacía. La mirada de Angel era descaradamente insolente, burlona.

En torno a la hoguera, esa noche Lev y tres aldeanos se reunieron nuevamente con el capitán.

Senhor, hemos tomado la decisión de trabajar una semana, sólo como trabajo comunitario, siempre y cuando los hombres de la Ciudad trabajen con nosotros —dijo uno de los hombres mayores—. No sirve que veinte o treinta de sus subordinados se queden mirando sin hacer nada mientras nosotros trabajamos.

—¡Martin, lleve a estos hombres al sitio que les corresponde! —ordenó el capitán al hombre de guardia.

El guardia se adelantó sosteniendo el extremo del látigo; los aldeanos se miraron, se encogieron de hombros y retornaron a su fogata. El capitán Eden se dijo que lo importante era no hablar, impedir que hablaran. Cayó la noche, negra y diluviante. En la Ciudad nunca llovía de esa manera: había techos. En la oscuridad el ruido de la lluvia era espantoso, sonaba en todas partes, a través de kilómetros, kilómetros y kilómetros de oscura inmensidad. Los fuegos chisporroteaban y se apagaban. Los guardias se agazapaban deprimidos bajo los árboles, apoyaban las bocas de los mosquetes en el barro asfixiante, se acurrucaban, maldecían y temblaban. Al despuntar el día, los aldeanos no estaban: se habían desvanecido durante la noche, en medio de la lluvia. También faltaban catorce guardias.

Pálido, afónico, derrotado y desafiante, el capitán Eden reunió a lo que quedaba del destacamento calado hasta los huesos y emprendió el regreso a la Ciudad. Perdería su rango, tal vez lo azotarían o mutilarían como castigo a su fracaso, pero de momento no le importaba. No le importaba nada de lo que pudieran hacerle salvo el exilio. Seguramente comprenderían que no era culpa suya, que nadie podía hacer ese trabajo. El exilio no era corriente, sólo se aplicaba en el caso de los peores delitos: traición o asesinato de un Jefe; los hombres expulsados de la Ciudad eran trasladados en bote costa arriba, abandonados en medio de la inmensidad, totalmente solos, para ser torturados y abatidos si osaban retornar, pero nunca nadie había regresado; habían muerto en la soledad, perdidos, en ese vacío terrible y desamparado, en medio del silencio. El capitán Eden respiraba agitado mientras avanzaba, buscando con la mirada los primeros indicios de los tejados de la Ciudad.


A causa de la oscuridad y de la lluvia torrencial, los aldeanos habían tenido que seguir la Carretera Sur; se habrían perdido en el acto si hubiesen intentado dispersarse por las colinas. Ya era muy difícil seguir la carretera, que no era más que un carril gastado por las pisadas de los pescadores e irregularmente cubierto de baches producidos por las ruedas de los carros que transportaban madera. Tuvieron que desplazarse muy lentamente, buscando el camino a tientas, hasta que escampó y empezó a clarear. La mayoría de ellos se había largado en las horas posteriores a la medianoche y con las primeras luces apenas estaba a medio camino. Pese al temor de la persecución, casi todos caminaron por la carretera para ir más rápido. Lev había partido con el último grupo y ahora quedó deliberadamente rezagado. Si veía que los guardias se aproximaban, lanzaría un grito de advertencia y los aldeanos abandonarían la carretera y se internarían en la maleza. No era imprescindible que lo hiciera, ya que todos estaban al acecho de lo que ocurría a sus espaldas, pero le servía de excusa para estar solo. No deseaba estar con los demás ni hablar; quería caminar solo junto a la victoria.

Habían ganado. Surtió efecto. Habían ganado la batalla sin violencia. No hubo muertos, sino sólo un herido. Los «esclavos» liberados sin proferir amenazas ni dar un solo golpe; los Jefes regresaban corriendo junto a los Jefes para comunicar su fracaso y, tal vez, para preguntarse por qué habían fracasado y para empezar a comprender, a ver la verdad… El capitán y los guardias eran hombres bastante buenos; cuando por fin entrevieran la libertad, irían en su búsqueda. A largo plazo, la Ciudad se uniría al Arrabal. Cuando los guardias desertaran, los Jefes abandonarían su lamentable intento de gobernar, su ficción de poder por encima de otros hombres. También llegarían, aunque más lentamente que los trabajadores; hasta ellos llegarían a comprender que para ser libres tenían que abandonar sus armas y sus defensas y salir, iguales entre iguales, hermanos. Entonces el sol asomaría sobre la comunidad de la Humanidad de Victoria, igual que ahora, bajo las densas masas nubosas de las colinas, estallaba clara la luz plateada, cada sombra retrocedía a saltos por el estrecho camino y cada charco de lluvia de la noche anterior relampagueaba como la sonrisa de un niño.

Y fui yo, pensó Lev con incrédulo deleite, fui yo el que habló en nombre de ellos, a quien apelaron, y no les fallé. ¡Nos mantuvimos firmes! ¡Oh, Dios mío, cuando disparó el mosquete al aire, pensé que estaba muerto y enseguida creí que me había quedado sordo! Ayer, con el capitán, no se me ocurrió pensar en lo que ocurriría si disparaba porque supe que habría sido incapaz de alzar el arma, él lo sabía, el arma no le servía de nada… Si hay algo que debes hacer, puedes hacerlo. Puedes mantenerte firme. Salí airoso, todos salimos airosos. Oh, Dios mío, cuánto los quiero, cuánto los quiero a todos. ¡No sabía, no sabía que en el mundo existiera tanta felicidad!

Siguió andando bajo el aire vivo hacia su casa y la lluvia caída salpicó sus pies con su risa rápida y fría.

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