Eve examinó los informes de las visitas que los agentes habían realizado en el vecindario. La mayoría era lo que esperaba. Fitzhugh y Foxx eran muy reservados; pero afables con los vecinos del edificio. Sin embargo se aferró a la declaración del androide con funciones de portero de que Foxx había abandonado el edificio a las diez y media de la noche para regresar a las once.
– No dijo nada, ¿verdad, Peabody? No dijo una palabra de que había hecho una pequeña excursión por su cuenta aquella noche.
– No, no lo mencionó.
– ¿Tenemos ya los discos de las cámaras de seguridad del vestíbulo y el ascensor?
– Las he cargado yo misma. Las tienes en tu terminal bajo Fitzhugh 1051.
– Veamos qué encontramos. -Eve encendió el ordenador y se recostó en la silla.
Peabody estudió la pantalla por encima de su hombro y resistió el impulso de comentar que ninguna de las dos estaba de servicio. Después de todo, era emocionante trabajar codo con codo con la mejor detective de homicidios de la central. Dallas se habría mofado de ella, pensó Peabody, pero era cierto. Llevaba años siguiendo la carrera de Eve Dallas, y no había nadie a quien admirara o deseara emular más.
Lo más asombroso para Peabody había sido que, sin saber cómo, en el curso de unos meses también habían trabado amistad.
– Detener imagen. -Eve se irguió al tiempo que la transmisión se congelaba. Examinó a la rubia con clase que entraba en el edificio a las diez y cuarto-. Bien, bien, aquí tenemos a nuestra Leanore, dejándose caer por allí.
– Sabía la hora con exactitud. Las diez y cuarto.
– En punto. -Eve se pasó la lengua por los dientes-. ¿Qué te parece, Peabody? ¿Negocios o placer?
– Bueno, va vestida para hablar de negocios. -Peabody ladeó la cabeza y se dejó corroer por la envidia al observar el maravilloso traje de tres piezas de Leanore-. Lleva un maletín.
– Un maletín… y una botella de vino. Aumentar cuadrante D. Una botella de vino muy cara -murmuró Eve cuando la imagen vibró y se distinguió la etiqueta-. Roarke tiene varias de ésas en la bodega. Creo que están por los doscientos.
– ¿Una botella? Uau.
– Una copa -corrigió Eve, divertida al ver a Peabody abrir ojos como platos-. Algo no encaja. Volver al tamaño y velocidad normales, y pasar a la cámara del ascensor. Hmmm. Sí, se está acicalando -murmuró al ver a Leanore sacar una polvera dorada del maletín repujado, empolvarse la nariz y retocarse el carmín de los labios mientras subía en el ascensor-. Y fíjate, acaba de desabrocharse los primeros botones de la blusa.
– Preparándose para un hombre -apuntó Peabody. Cuando Eve la miró de reojo, se encogió de hombros y añadió-: Supongo.
– Yo también lo supongo. -Y juntas observaron a Leanore recorrer a grandes zancadas el vestíbulo de la planta 38 y entrar en el apartamento de Fitzhugh. Eve hizo avanzar el tiempo hasta que Foxx salió diez minutos más tarde-. No parece contento, ¿verdad?
– No. -Peabody entornó los ojos-. Más bien diría que está harto. -Arqueó las cejas cuando Foxx dio una patada malhumorado a la puerta del ascensor-. Muy harto.
Esperaron el desenlace del drama. Leanore salió veintidós minutos más tarde, con las mejillas coloradas y los ojos brillantes. Llamó al ascensor y se echó el bolso al hombro. Un poco más tarde Foxx regresó con un pequeño paquete.
– Ella no estuvo veinte o treinta minutos, sino más bien cuarenta y cinco. ¿Qué sucedió en ese apartamento aquella noche? -se preguntó Eve-. ¿Y qué trajo consigo Foxx? Ponte en contacto con el bufete. Quiero a Leanore aquí para interrogarla. Yo tendré a Foxx a las nueve y media. Tráela a la misma hora. Trabajaremos en equipo.
– ¿Quieres que la interrogue yo?
Eve apagó el ordenador y alzó los hombros.
– Es un buen comienzo. Nos reuniremos aquí a las ocho y media. No, mejor pasa por mi casa a las ocho. Eso nos dará más margen. -Echó un vistazo a su telenexo, que sonaba.
– Dallas -dijo.
– ¡Eh! -El brillante rostro de Mavis llenó la pantalla-. Esperaba pillarte antes de que salieras. ¿Qué tal va todo?
– Bastante bien. Estaba a punto de salir. ¿Qué ocurre?
– Entonces he sido muy oportuna. Súper. Escucha, estoy en el estudio de Jess y vamos a hacer una sesión. Leonardo también está aquí. Vamos a montar una fiesta, así que pásate.
– Mira, Mavis, he tenido un día agotador y sólo quiero…
– Vamos. -La voz de Mavis traslucía nervios, pero también entusiasmo-. Traeremos algo para comer, y Jess tiene aquí una cerveza increíble que se te sube a la cabeza en segundos. Dice que si conseguimos grabar algo decente esta noche, podremos empezar el lanzamiento. Me encantaría verte por aquí. Ya sabes, apoyo moral y demás. ¿No puedes pasarte un rato?
– Supongo que sí. -Maldita sea, no tengo carácter, pensó Eve, pero añadió-: Avisaré a Roarke de que llegaré tarde. Pero no podré quedarme mucho rato.
– Eh, ya le he dado un toque a Roarke.
– ¿Que has hecho qué?
– He hablado con él hace un momento. ¿Sabes, Dallas? Nunca había visto su oficina súper elegante. Parecía como que tenía a las Naciones Unidas o algo así allí reunidas, con todos esos tíos de otros países. Sensacional. En fin, me dejaron hablar con él por ser amiga tuya. -Mavis siguió gorjeando, sin hacer caso de los profundos suspiros de Eve-. Así que le dije qué se cocía y dijo que se pasaría por aquí después de esa reunión, cumbre o lo que fuera.
– Parece que todo está solucionado. -Eve vio cómo se desvanecía su fantasía de un jacuzzi, una copa de vino y un buen filete de carne.
– Esto es demasiado. Eh, ¿estoy viendo a Peabody? Eh, Peabody, vente tú también. Montaremos una fiesta. ¡Hasta ahora!
– Mavis, ¿dónde demonios estás? -preguntó Eve, antes de que ésta cortara la transmisión.
– Oh, ¿no te lo he dicho? El estudio está en la Oc tava B, a nivel de la calle. Llama a la puerta y alguien te dejará pasar. Tengo que irme -gritó en el instante en que sonaba algo que debía de ser música-. Ya están afinando los instrumentos. ¡Os veo!
Eve soltó un suspiró y, apartándose el cabello, miró a Peabody por encima del hombro.
– Bueno, ¿te apetece ir a una grabación para freírte los oídos, comer mala comida y emborracharte con pésima cerveza.
Peabody no lo pensó dos veces.
– La verdad, teniente, me encantaría.
Tuvieron que aporrear una puerta de acero gris que parecía haber sufrido el asalto de un ariete. La lluvia matinal había dado paso a un vapor que apestaba a gasolina y a las unidades de reciclaje que nunca parecían funcionar del todo bien en aquella parte de la ciudad.
Con más resignación que energía, Eve observó a dos drogadictos pasarse algo a la luz de una mugrienta farola. Ninguno de ellos hizo mucho más que parpadear al ver el uniforme de Peabody. Eve se volvió cuando uno de ellos esnifó una raya a menos de dos metros de distancia.
– Maldita sea, éste se ha pasado de listo. Arréstalo.
Resignada, Peabody se acercó a él. El drogadicto la miró, soltó una maldición y, tragándose el papel que había contenido los polvos, se dio media vuelta y echó a correr, pero resbaló en el suelo mojado y se estrelló contra la farola. Antes de que Peabody lo alcanzara, estaba tendido de espaldas en el suelo y sangraba profusamente por la nariz.
– Está fuera de combate -informó a Eve.
– Menudo imbécil. Llama a central. Que venga un coche patrulla y lo encierre. ¿Quieres el collar?
Peabody negó con la cabeza.
– No es necesario. El coche patrulla se encargará de él. -Sacó del bolsillo el comunicador e informó de la ubicación mientras regresaba junto a Eve-. El camello sigue al otro lado de la calle -comentó-. Lleva aerohélices, pero podría intentar atraparlo.
Eve entornó los ojos y observó al traficante cruzar como un rayo la calle con las hélices.
– ¡Eh, cabrón! ¿Has visto este uniforme? -gritó, señalando a Peabody con el pulgar-. Vete con tu negocio a otra parte o le ordenaré que ponga el arma en posición tres y te veremos meándote en los pantalones.
– ¡Hija de puta! -replicó él, pero se largó con sus hélices.
– Sabes cómo relacionarte con la comunidad, Dallas.
– Es un don. -Se volvió decidida a aporrear de nuevo la puerta, pero esta vez se encontró ante una mujer de enormes dimensiones. Medía casi dos metros y tenía unos hombros muy anchos que asomaban, llenos de músculos y tatuajes, bajo un chaleco de cuero. Debajo llevaba un ceñido mono rosa. Tenía en la nariz una anilla de cobre y el cabello cortado casi al rape en pequeños y brillantes rizos negros.
– Jodidos camellos -dijo con voz de cañón-. Están jodiendo al vecindario. ¿Eres tú la poli de Mavis?
– La misma, y he traído a mi poli.
La mujer examinó a Peabody de arriba abajo con sus ojos azules lechosos.
– Maciza. En fin, Mavis dice que eres una tía legal. Yo me llamo Big Mary.
Eve ladeó la cabeza.
– Y lo eres, desde luego.
Big Mary esperó unos segundos, luego su rostro del tamaño de la luna se dividió en una gran sonrisa.
– Venga, pasad. Jess está calentando motores. -A modo de bienvenida, cogió a Eve del brazo y la condujo por un corto pasillo-. Vamos, poli de Dallas.
– Peabody -corrigió la oficial con cautela, manteniéndose fuera del alcance de Big Mary.
– Es cierto, no eres mucho más grande que un guisante *
Riéndose de su propia broma, Big Mary las llevó a un ascensor acolchado y esperó a que la puerta se cerrara. Permanecieron apretujadas como sardinas en lata mientras Mary programaba la unidad para que las llevara al nivel uno.
– Jess dice que os lleve a control. ¿Tenéis dinero?
Era difícil mantener la dignidad con la nariz pegada a la axila de Mary.
– ¿Para qué?
– Para traer algo de comer. Tienes que poner algo si quieres comer.
– Me parece justo. ¿Ya ha llegado Roarke?
– No he visto a ningún Roarke. Mavis dice que no puedo dejar de verlo porque está como un tren.
La puerta acolchada se abrió y Eve suspiró. La voz potente y frenética de Mavis aullaba acompañada de un ruido ensordecedor.
– Está en plena forma.
Sólo el profundo afecto que sentía por Mavis le impidió regresar de un salto a la zona insonorizada.
– Eso parece.
– Os traeré algo para beber. Jess ha traído la cerveza.
Mary se alejó a grandes zancadas dejando a Eve y Peabody en una cabina de cristal semicircular situada a medio nivel por encima del estudio donde Mavis cantaba a pleno pulmón. Sonriendo, Eve se acercó al cristal para verla mejor.
Mavis se había recogido con una cinta de colores el cabello y éste le caía como una cascada púrpura. Vestía un peto, cuyos tirantes de cuero negro le cubrían el centro de sus senos desnudos, y el resto de la indumentaria era un deslumbrante calidoscopio que le empezaba en el estómago y terminaba justo en la entrepierna. Bailaba sobre un par de zuecos con tacones de diez centímetros.
Eve no dudó de que el diseñador del vestuario había sido el novio de Mavis. Lo divisó en una esquina del estudio, contemplando a ésta con una sonrisa radiante como un rayo de sol, vestido con un mono ceñido al cuerpo que le daba todo el aspecto de un elegante oso pardo.
– Menuda pareja -murmuró, y metió los pulgares en los bolsillos traseros de sus gastados vaqueros.
Volvió la cabeza para hablar con Peabody, pero advirtió que ésta dirigía su atención a la izquierda, y que su expresión era una combinación de asombro, admiración y lujuria.
Siguiendo la mirada fascinada de Peabody, Eve vio por primera vez a Jess Barrow. Era un hombre atractivo. Un cuadro en movimiento, con una melena larga y brillante de color roble, ojos casi plateados con gruesas pestañas, concentrado en los mandos de una sofisticada consola. Tenía la tez bronceada y sin ninguna imperfección, acentuada por unos pómulos redondeados y una robusta barbilla. Tenía la boca llena y firme, y las manos, que sobrevolaban los mandos, parecían hermosamente esculpidas en mármol.
– Sécate la baba, Peabody.
– Cielo santo. Está aún mejor en carne y hueso. ¿No te entran ganas de morderlo?
– No particularmente, pero no te reprimas. -Peabody se ruborizó. Era su superior, se recordó conteniéndose.
– Admiro su talento.
– Lo que admiras es su pecho, Peabody. No está nada mal, así que no te lo tomo en cuenta.
Big Mary regresó con dos botellas de un turbio líquido marrón.
– Jess consigue esta cerveza de su familia del sur. Es buena.
Dado que no tenía etiqueta ni marca, Eve se preparó para sacrificar unas capas de las paredes de su estómago, pero se quedó gratamente sorprendida cuando el líquido se deslizó suavemente por la garganta.
– Es muy buena, gracias.
– Si pones más podrás beber más. Se supone que tengo que bajar a esperar a Roarke. He oído decir que tiene pasta. ¿Cómo es que no llevas anillo tú que estás unida a un hombre rico?
Eve decidió no mencionar el diamante que llevaba debajo de la camisa.
– Mi ropa interior es de oro macizo. Me irrita un poco la piel, pero me hace sentir segura.
Tras un leve desconcierto, Mary soltó una carcajada y le dio unas palmaditas en la espalda lo bastante fuertes como para hacerle meter la cabeza en el vaso. Luego se alejó a grandes zancadas.
– Tendríamos que reclutarla -murmuró Eve-. Ella no necesitaría arma ni escudo.
La música llegó a un doloroso crescendo y se interrumpió de golpe. Mavis dejó escapar un chillido y se arrojó a los brazos abiertos de Leonardo.
– Has estado muy bien, encanto. -La voz de Jess brotó como la crema acumulada en el cuello de la botella y se quedó flotando con su acento sureño-. Tómate diez minutos y descansa esa preciosa garganta.
Mavis soltó otro chillido y saludó a Eve efusivamente con la mano.
– ¡Estás aquí, Dallas! ¿No es súper? Ahora mismo subo, no te muevas. -Echó a correr hacia la puerta con sus zuecos a la moda.
– Así que ésa es Dallas.
Jess se levantó de la consola. Tenía buena figura y la realzaba dentro de unos vaqueros tan gastados como los de Eve y una sencilla camisa de algodón que costaba la paga mensual de un policía. Llevaba en la oreja un pendiente de diamante que destelló al entrar en la cabina, y una cadena de oro alrededor de la muñeca que se movió con fluidez al extender una de sus hermosas manos.
– Mavis no para de contar historias de su poli.
– No para nunca. Es parte de su encanto.
– Así es. Me llamo Jess y me alegro de conocerte por fin. -Sin soltar la mano de Eve, se volvió hacia Peabody con una sonrisa cautivadora-. Y al parecer hoy tenemos dos polis por el precio de uno.
– Yo… soy un gran admiradora tuya. -Peabody logró vencer el balbuceo nervioso y añadió-: Tengo todos tus discos, en audio y vídeo. Y te he visto en concierto.
– Los aficionados a la música siempre son bienvenidos -repuso Jess, soltando la mano de Eve para estrecharle la suya-. ¿Qué tal si os enseño mi juguete predilecto? -sugirió, conduciéndola a la consola.
Antes de que Eve pudiera seguirlos, Mavis irrumpió en la cabina.
– ¿Qué te parece? ¿Te ha gustado? Lo escribí yo. Jess lo orquestó, pero lo escribí yo. Cree que podría ser un gran éxito.
– Estoy muy orgullosa de ti. Sonaba genial. -Eve le devolvió el entusiasmado abrazo y sonrió a Leonardo por encima de su hombro-. ¿Qué se siente estando unido a una leyenda musical en ciernes?
– Es maravillosa -respondió él, inclinándose para dar a Eve un apretón en el brazo-. Estás estupenda. Vi unas imágenes tuyas en las noticias exhibiendo muchos de mis diseños. Gracias.
– Yo soy la que te da las gracias -respondió Eve muy seria. Leonardo era un joven genio del diseño de moda-. Gracias a ti no parecía la prima andrajosa de Roarke.
– Tú nunca dejas de ser tú misma -le corrigió Leonardo, pero entornó los ojos y le pasó la mano por el cabello despeinado-. Necesitas hacer algo con tu pelo. Si no te lo cortas cada tantas semanas, pierde forma.
– Iba a cortármelo un poco, pero…
– No, no. -Sacudió la cabeza con solemnidad, pero le brillaban los ojos-. Ya han terminado los tiempos de hacerte tajos. Llama a Trina y pídele que te lo haga.
– Tendremos que volverla a arrastrar -intervino Mavis, sonriendo a todo-. No para de poner excusas y se recorta el flequillo con las tijeras de la cocina.- Soltó una risita al ver que Leonardo se estremecía-. Nos encargaremos de que Roarke la presione.
– Me encantaría. -Roarke salió del ascensor y fue derecho a Eve, le alzó el rostro y la besó-. ¿Para qué debo presionarte?
– Nada. Toma un trago. -Eve le pasó su botella.
En lugar de beber, Roarke besó a Mavis.
– Gracias por la invitación. Esto es todo un montaje.
– ¿No es genial? El sistema de sonido es de primera, y Jess hace toda clase de magia con la consola. Tiene seis millones de instrumentos programados dentro. También sabe tocarlos todos. Es capaz de todo. La noche que apareció en el club cambió mi vida. Fue como un milagro.
– Tú eres el milagro, Mavis. -Con delicadeza Jess condujo a Peabody de nuevo al grupo. Ésta estaba sonrojada y con los ojos vidriosos.
– Baja de las nubes -le murmuró al oído.
Pero Peabody puso los ojos en blanco.
– Ya has conocido a Dallas y Peabody. Y éste es Roarke. -Mavis dio un brinco sobre sus zancos-. Mis mejores amigos.
– Es un verdadero placer. -Jess le tendió una de sus delicadas manos-. Admiro tu éxito en el mundo de los negocios y tu gusto en cuestión de mujeres.
– Gracias. Suelo cuidar ambos aspectos. -Roarke recorrió con la mirada el estudio e inclinó la cabeza-. Es impresionante.
– Me encanta exhibirlo. Ha estado un tiempo en fase de remodelación. Mavis ha sido la primera en utilizarlo, aparte de mí mismo. Mary va a traer algo para picar. ¿Qué tal si os enseño mi creación antes de que ponga a Mavis de nuevo a trabajar?
Los condujo a la consola y se sentó ante ella como un capitán al timón.
– Los instrumentos están programados, por supuesto. Puedo hacer cualquier número de combinaciones y variar el tono y la velocidad. Se puede acceder a ellos mediante una instrucción vocal, pero raras veces lo hago así. Me distrae de la música.
Movió unos mandos e hizo sonar un sencillo ritmo de fondo.
– Tengo voces grabadas. -Manipuló unas teclas y salió la voz de Mavis, sorprendentemente intensa. En un monitor aparecieron los sonidos convertidos en colores y formas-. Lo utilizo para analizarlos por ordenador. -Esbozó una encantadora sonrisa autocrítica y añadió-: Los musicólogos no podemos controlarnos, pero eso es otra historia.
– Suena bien -comentó Eve.
– Y sonará aún mejor cuando la mezcle con ella misma. -Entonces la voz de Mavis se dividió en dos y ambas se superpusieron en total armonía. Las manos de Jess danzaban sobre los mandos haciendo sonar guitarras, instrumentos de metales, percusión y saxos-. Mezzo -ordenó, y la música se volvió más lenta y suave-. Allegro. -Y de pronto se aceleró y sonó a todo volumen-. Todo es muy sencillo, como lo es hacer un dúo con grabaciones de artistas del pasado. Tendríais que oír su versión de A Hard Day's Night con los Beatles. También puedo codificar cualquier sonido.
Con una sonrisa hizo girar un dial y tocó varias teclas, y se oyó la voz de Eve susurrar: «Baja de las nubes.» Las palabras se fundieron con la voz de Mavis, repitiéndose como un eco hasta dejar de oírse.
– ¿Cómo lo has hecho? -preguntó Eve.
– Tengo un micrófono conectado a la consola -explicó-. Ahora que tengo tu voz programada, puedo hacer que sustituya la de Mavis. -Volvió a tocar los mandos y Eve se estremeció al oírse cantar.
– Basta -ordenó, y Jess la desconectó riendo.
– Lo siento, no puedo evitar jugar. ¿Quieres oír tu melodiosa voz, Peabody?
– No. -Pero se mordió el labio y añadió-: Bueno, tal vez.
– Veamos, algo tranquilo, sobrio, clásico.
Trabajó unos momentos y se recostó. Peabody se quedó atónita al oírse cantar melodiosamente I've Got you Under my Skin.
– ¿Es una de tus canciones? -preguntó-. No la reconozco.
Jess rió.
– No; es más vieja que yo. Tienes una voz firme, oficial Peabody. Y un buen control de la respiración. ¿Quieres dejar tu empleo diurno para unirte al grupo?
Ella se ruborizó y negó con la cabeza. Jess sintonizó la consola con instrumentos tipo blues.
– Trabajé con un ingeniero que diseñaba aparatos autotrónicos para Disney Universo. Le llevó cerca de tres años terminar éste. -Acarició la consola como a un ser querido-. Ahora que tengo un modelo, espero fabricar más. También funciona por control remoto. Puedo hacer funcionar el teclado desde cualquier parte. Tengo los ojos puestos en una unidad portátil más pequeña y he estado trabajando en un alterador del ánimo.
Hizo un gesto de contenerse y meneó la cabeza.
– Me entusiasmo demasiado. Mi agente está empezando a quejarse de que paso más tiempo trabajando en electrónica que en grabaciones.
– ¡Comida! -bramó Big Mary.
Jess sonrió, examinando a su público.
– En fin. Al ataque. Tienes que reponer energía, Mavis.
– Me muero de hambre -respondió ella, cogiendo a Leonardo de la mano y dirigiéndose a la puerta.
Abajo, Mary entraba paquetes y bolsas al estudio.
– Servíos vosotros mismos -dijo Jess-. Yo tengo que hacer unos ajustes. Enseguida vuelvo.
– ¿Qué te parece? -murmuró Eve a Roarke al bajar seguidos por Peabody.
– Creo que está buscando un inversor. -Ella suspiró y asintió.
– Sí, eso me ha parecido. Lo siento.
– No te preocupes. Tiene un producto interesante. -Pedí a Peabody que indagara sobre él. No encontramos nada. Pero no me gustaría que te utilizara, ni a ti ni a Mavis.
– Eso todavía está por verse. -Roarke la volvió entre sus brazos al entrar en el estudio y le deslizó las manos por las caderas-. Te echo de menos. Echo de menos pasar mucho tiempo contigo.
Ella sintió entre los muslos un súbito calor acompañado de un estremecimiento.
– Yo también te he echado de menos. ¿Por qué no discurrimos el modo de escabullirnos de aquí, volvemos a casa y follamos sin parar?
Él la tenía tiesa como una roca. Al inclinarse hacia ella para mordisquearle la oreja, tuvo que contenerse para no arrancarle la ropa.
– Buena idea. Cielos, cómo te deseo.
Al demonio dónde estaban, pensó Roarke, y sujetándola por el cabello la besó ávidamente.
En la consola, Jess los vio y sonrió. Unos minutos más y podrían muy bien estar en el suelo, copulando salvajemente. Más valía que no. Con dedos hábiles cambió el programa. Más que satisfecho, se levantó y bajó las escaleras.
Dos horas más tarde, volviendo en coche a casa por las oscuras calles salpicadas de los colores de las vallas publicitarias que se encendían y apagaban, Eve lanzó el coche patrulla más allá de los límites de velocidad permitidos. Sentía calor entre los muslos, un ardor que le urgía aliviar.
– Estás quebrantando la ley, teniente -susurró Roarke. Volvía a estar excitado, como un adolescente que toma hormonas.
Eve, que se enorgullecía de no haber abusado nunca de su placa, replicó:
– Querrás decir flexionándola.
Roarke se inclinó y le acarició un pecho.
– Pues sigue haciéndolo.
– Oh, cielos. -Eve ya podía imaginarlo dentro de ella, de modo que pisó el acelerador y bajó por Park como un rayo.
El conductor de un carro aerodeslizante le hizo un gesto obsceno cuando ella dobló la esquina haciendo chirriar los neumáticos y se encaminó al este. Con una maldición, Eve colocó en el techo del vehículo la luz azul de servicio.
– No puedo creer que esté haciendo esto. Jamás lo hago.
Roarke le deslizó una mano entre los muslos.
– ¿Sabes qué voy a hacerte?
Ella soltó una carcajada y tragó saliva.
– No me lo digas, por Dios. O acabaremos estrellándonos.
Tenía las manos pegadas al volante y temblorosas, y el cuerpo le vibraba como una cuerda tensa. Respiraba entrecortadamente. Las nubes que ocultaban la luna se desvanecieron, liberando su luz.
– Utiliza el mando a distancia -jadeó ella-. No voy a reducir.
Él se apresuró a codificarlo. Las puertas de hierro se abrieron majestuosamente y ella se coló entre ambas.
– Buen trabajo -la felicitó él-. Para el coche.
– Un momento. -Eve condujo como una bala por el camino de entrada, dejando atrás los maravillosos árboles y las fuentes musicales.
– Para el coche -repitió él, apretándole una mano en la entrepierna.
Ella esquivó un roble por los pelos. Jadeando, paró el coche, que coleó en diagonal.
Entonces se abalanzó sobre él.
Se arrancaron la ropa, tratando de encontrarse en los estrechos confines del coche. Ella le mordió el hombro y le desabrochó los pantalones de un tirón. Él maldecía y ella reía cuando ambos salieron del coche y cayeron en la hierba en una confusión de extremidades y prendas retorcidas.
– Deprisa, deprisa… -le urgió ella.
Él le mordisqueó un pezón y ella le bajó los pantalones y le hundió los dedos en las caderas.
Él respiraba entrecortadamente, invadido de la misma urgencia. La sangre le corría por las venas como un maremoto, y la magulló al colocarle las piernas hacia atrás y penetrarla hasta el fondo de una sola embestida.
Eve lanzó un frenético grito de placer sin dejar de clavarle las uñas en la espalda e hincándole los dientes en el hombro. Lo sentía palpitar en su interior y llenarla con cada desesperada embestida. El ascenso del orgasmo era doloroso y no contribuía a aplacar la tremenda urgencia.
Estaba empapada, excitada, y lo asía con los muslos con cada movimiento de caderas. Él no podía detenerse, no podía pensar, y la penetraba una y otra vez como un semental cubriendo una yegua en celo. No la veía a causa de la neblina roja que le nublaba la vista, sólo podía sentirla, acoplándose a su ritmo, sujetándole las caderas. Su voz le resonaba en los oídos, todo susurros, gemidos y jadeos.
Cada sonido reverberaba en el interior de Roarke como un canto primitivo.
Estalló sin previo aviso, más allá de todo control. El cuerpo de Roarke simplemente alcanzó el punto máximo como un motor a todo gas, y se descargó. Una cálida oleada de alivio lo inundó. Era la primera vez que no sabía si ella lo había seguido hasta el final.
Se desplomó y rodó exhausto por la hierba en busca de aire. Permanecieron tendidos a la luz de la luna, empapados en sudor, medio desnudos, temblorosos, como supervivientes de una peculiar guerra.
Con un gemido ella se tendió boca abajo y dejó que la hierba le refrescara las mejillas.
– Cielos, ¿qué ha sido esto?
– En otras circunstancias lo llamaría sexo, pero… -Roarke consiguió abrir los ojos-. No encuentro una palabra que lo defina.
– ¿Te he mordido?
Él empezó a sentir dolores a medida que su cuerpo se recuperaba. Torció la cabeza para echarse un vistazo al hombro y vio una marca de dientes.
– Alguien lo ha hecho. Creo que tú. ¿Estás bien?
– No lo sé. Tendré que pensarlo -respondió ella con la cabeza todavía dándole vueltas-. Estamos en el jardín -añadió despacio-. Tenemos la ropa rasgada y estoy segura de que tengo la huella de tus dedos en mi trasero.
– He hecho lo que he podido -murmuró él.
Eve sonrió burlona, luego soltó una risita y finalmente estalló en carcajadas.
– ¡Cielos, Roarke, míranos!
– Espera. Creo que sigo parcialmente ciego -respondió él con una sonrisa.
Ella seguía riendo. Tenía el cabello alborotado, los ojos vidriosos, y el trasero lleno de cardenales y manchado por la hierba.
– No tienes aspecto de policía, teniente.
Ella rodó para incorporarse y ladeó la cabeza.
– Tú tampoco tienes aspecto de hombre rico -respondió tirándole de la manga, lo único que le quedaba de la camisa-. Pero es un aspecto interesante. ¿Cómo vas a explicárselo a Summerset?
– Le diré que mi esposa es un animal.
– Ya ha llegado por sí solo a esa conclusión. -Eve suspiró y miró hacia la casa. Las luces del piso inferior brillaban en señal de bienvenida-. ¿Cómo vamos a entrar?
– Bueno… -Él encontró los jirones de la camisa de Eve y le cubrió los pechos, luego se echó a reír. Lograron sujetarse los pantalones y permanecieron sentados mirándose-. No puedo llevarte en brazos al coche -añadió-. Esperaba que tú me llevaras a mí.
– Primero tenemos que ponernos de pie.
– Está bien.
Pero ninguno de los dos se movió. Se echaron de nuevo a reír, y siguieron haciéndolo mientras se sostenían mutuamente como borrachos y se ponían de pie tambaleantes.
– Olvida el coche -decidió él.
Echaron a andar con paso vacilante.
– Oh, oh. ¿Y la ropa? ¿Los zapatos?
– Olvídalos también.
– Buena idea.
Riendo como colegiales violando el toque de queda, subieron por las escaleras dando traspiés y se acallaron mutuamente al entrar.
– ¡Señor Roarke!
Siguieron murmullos de sorpresa y ruido de pies correteando.
– Lo sabía -murmuró ella de mal humor.
Summerset salió de la oscuridad, con su semblante normalmente compuesto lleno de horror y preocupación al ver las ropas rasgadas, los cardenales, las miradas extraviadas.
– ¿Ha habido un accidente?
Roarke se irguió y siguió rodeando a Eve con el brazo tanto para mantener el equilibrio como en busca de apoyo.
– No; ha sido a propósito. Puede retirarse, Summerset.
Eve lo miró por encima del hombro mientras subían por las escaleras sosteniéndose mutuamente. El mayordomo permaneció al pie boquiabierto. La imagen divirtió tanto a Eve que rió todo el trayecto hasta el dormitorio.
Cayeron en la cama tal como estaban, y al instante se quedaron dormidos.