11

Eve se puso a trabajar tarareando. Sentía el cuerpo ágil y vigoroso, y la mente descansada. Le pareció un buen augurio el hecho de que su vehículo se pusiera en marcha al primer intento y que el control de la temperatura permaneciera estable a unos agradables veintidós grados.

Se sentía preparada para enfrentarse al comandante y convencerlo de que tenía un caso por resolver.

Entonces llegó a la Quinta Avenida con la Cuaren ta y siete, y se encontró con el atasco. El tráfico estaba parado y nadie prestaba atención a las leyes contra la contaminación acústica. En cuanto se detuvo, la temperatura del interior del vehículo ascendió alegremente a los 34 grados.

Eve bajó del coche y se unió al tumulto.

Los vendedores de los carros deslizantes se estaban aprovechando de la ocasión, colándose entre la gente y haciendo el agosto con sus palillos de fruta helada y tazas de café. Eve no se molestó en mostrar su placa y recordarles que no tenían permiso para vender en la cuneta. En lugar de ello llamó a un vendedor, le compró un tubo de Pepsi y le preguntó qué demonios pasaba.

– Los de la Free Age. -Buscando con la mirada nuevos compradores, el hombre dejó caer en la ranura de su caja fuerte los créditos que ella le dio-. Una manifestación contra el consumo ostentoso. Hay cientos de ellos desparramados por la Quinta. ¿Quiere un bollo de trigo para acompañar? Está recién hecho.

– No.

– Le queda para rato -le advirtió él, y se subió a su carro para deslizarse entre los vehículos parados.

Eve contempló la escena. Le bloqueaban el paso por todas partes los furiosos trabajadores que acudían a su empleo. El calor era insoportable.

Volvió a subirse al coche, golpeó con un puño el tablero de mandos y logró hacer bajar bruscamente la temperatura a unos quince grados. Por encima de su cabeza un zepelín pasó lleno de turistas boquiabiertos.

Sin ninguna fe en su vehículo, Eve lo hizo ascender al tiempo que ponía en marcha la sirena, pero ésta no podía competir con semejante cacofonía. Eve logró un tembloroso ascenso y las ruedas pasaron rozando el techo del coche que tenía delante mientras su vehículo se elevaba tosiendo y atragantándose.

– Siguiente parada, el cementerio de coches para reciclar. Lo juro -murmuró mientras cogía el comunicador-. Peabody, ¿qué cojones está pasando aquí?

Peabody apareció en la pantalla con una expresión serena.

– Teniente, creo que te has topado con el atasco provocado por la manifestación de la Quinta.

– No estaba prevista. Sé muy bien que no estaba anunciada para esta mañana. No pueden tener permiso.

– Los de la Free Age no creen en los permisos, teniente. -Peabody se aclaró la garganta cuando Eve gruñó-. Creo que si te diriges al oeste tendrás más suerte en la Setenta. También hay mucho tráfico, pero se mueve. Si compruebas el monitor del salpicadero…

– ¡Como si fuera a funcionar en este trozo de chatarra! Llama a mantenimiento y diles que son hombres muertos. Luego ponte en contacto con el comandante y explícale que puede que llegue unos minutos tarde. -Mientras hablaba, luchaba con la tendencia del vehículo a perder altura y a hacer que tanto los peatones como los demás conductores levantaran la vista horrorizados-. Si no caigo antes sobre alguien, estaré allí en veinte minutos.

Esquivó por los pelos el borde del holograma de una valla publicitaria que pregonaba las delicias de volar en un vehículo privado. Ella y el jet Star habían tomado direcciones contrarias con distintos grados de éxito. Rozó el bordillo de la acera al adentrarse en la Setenta y no pudo culpar al tipo trajeado que circulaba con aeropatines por levantarle el dedo medio.

Pero lo había esquivado, ¿no?

Se permitió un suspiro de alivio cuando sonó su comunicador.

– Todas las unidades, todas las unidades. Doce diecisiete. Tejado del Tattler Building. Setenta con Cuarenta y dos. Acudir de inmediato. Mujer no identificada, al parecer armada.

Doce diecisiete, pensó Eve. Amenaza de suicidio. ¿Qué demonios era eso?

– Mensaje recibido, teniente Dallas, Eve. Hora de llegada prevista en cinco minutos.

Volvió a poner en marcha la sirena.

El Tattler Building, sede del periódico sensacionalista más popular del país, resplandecía de puro nuevo. Los edificios de su antigua sede habían sido arrasados en los años treinta a causa del programa de embellecimiento de la ciudad, lo que era un eufemismo de la decadencia de infraestructura y construcción que había infestado Nueva York en ese período.

Se alzaba en forma de bala de acero plateado, y estaba rodeado de pasillos aéreos y aerodeslizantes con restaurante al aire libre que sobresalían de la base.

Eve aparcó en doble fila, recogió su equipo y se abrió paso a empujones entre la gente apiñada en la acera. Mostró la placa al guardia jurado y vio alivio en su rostro.

– Gracias a Dios. Está allá arriba, manteniendo a todo el mundo alejado con un espray antiatracos. Bill se quedó ciego al intentar llegar a ella.

– ¿Quién es ella? -preguntó Eve mientras se encaminaban al ascensor del interior.

– Cerise Devane. Es la dueña de este maldito lugar.

– ¿Devane?

Eve la conocía de vista. Cerise Devane, la presidenta de Tattler Enterprises, era una de las personas privilegiadas e influyentes que frecuentaban los círculos de Roarke.

– ¿Cerise Devane está en el tejado amenazando con saltar? ¿Qué es esto, un ardid publicitario para aumentar las tiradas?

– A mí me parece que va en serio. -El guardia infló las mejillas-. También está en cueros. Eso es todo lo que sé -afirmó cuando el ascensor salió disparado hacia arriba-. Llamó su ayudante, Frank Rabbit. Puede obtener más información de él si ya ha vuelto en sí. Cayó redondo al verla salir por la ventana. Eso es lo que he oído decir.

– ¿Ha llamado a un psicólogo?

– Alguien lo ha hecho y ya tenemos aquí al de la compañía, y está en camino un experto en suicidios. Así como los bomberos y la brigada de rescate aéreo. Todo está controlado. Hay un terrible atasco en la Quinta.

– ¡A quién se lo dice!

Las puertas se abrieron al tejado, y al salir de la cabina Eve sintió una ráfaga de aire frío que no se abría paso a través de los altos edificios en dirección al valle que formaban las calles. Echó un vistazo.

La oficina de Cerise estaba construida sobre el tejado, o más exactamente, dentro de él. Las paredes inclinadas de cristal terminaban en punta y ofrecían a la presidenta una vista de trescientos sesenta grados de la ciudad.

A través del cristal, Eve vio el material gráfico, la decoración y el equipo diseñados para una oficina de primera clase. Y en el sofá en forma de U había un hombre tendido con una compresa en la frente.

– Si ése es Rabbit, dígale que se recupere y venga aquí a prestar declaración. Luego eche de aquí a toda la gente que no sea imprescindible y evacue la calle. Si salta, no queremos que aplaste a los mirones.

– No tengo hombres suficientes -repuso el guardia.

– Traiga aquí a Rabbit -repitió ella, y llamó a la central-. Peabody, estoy en un apuro.

– ¿Qué necesitas?

– Ven aquí con hombres para dispersar la multitud de la calle. Tráeme todos los datos disponibles sobre Cerise Devane, y pide a Feeney que compruebe las llamadas de sus telenexos de casa, personal y portátil, de las últimas veinticuatro horas. ¡Date prisa!

– Hecho -respondió Peabody cortando la transmisión.

Eve se volvió cuando el guardia se acercó a ella con un hombre joven. Rabbit tenía la corbata de la compañía mal anudada y el cabello de corte elegante enmarañado, y le temblaban las manos pulcramente manicuradas.

– Explíqueme exactamente qué ha ocurrido -pidió ella-. Y hágalo deprisa y claro. Luego podrá derrumbarse.

– Simplemente salió al tejado. -La voz le falló mientras se apoyaba débilmente contra el brazo del guardia que lo sostenía-. Parecía tan contenta. Casi bailaba de contento. Se… había quitado toda la ropa. Toda.

Eve se encogió de hombros. Rabbit parecía más asombrado del repentino gusto de su jefa por el exhibicionismo que de la posibilidad de su muerte.

– ¿Qué la movió a hacerlo?

– No lo sé. Se lo juro, no tengo ni idea. Me había pedido que llegara temprano, a eso de las ocho. Estaba preocupada por uno de los pleitos. Siempre nos están demandando. La encontré fumando, tomando café y paseándose por la habitación. Me dijo que iba a tomarse unos minutos para recuperarse. -El hombre se cubrió el rostro con las manos-. Quince minutos más tarde salió sonriendo y… desnuda. Me quedé tan perplejo que seguí aquí sentado, sin hacer nada. -Empezaron a castañetearle los dientes-. Nunca la había visto descalza siquiera.

– Que esté desnuda no es el problema más grave -señaló Eve-. ¿Habló con usted, le dijo algo?

– Bueno, yo estaba perplejo… ya sabe. Le dije algo, algo como «Señorita Devane, ¿qué está haciendo? ¿Le ocurre algo?». Y ella se limitó a reír. Dijo que era perfecto. Que ya lo tenía todo previsto y que todo era maravilloso. Que iba a sentarse un rato en el borde del tejado antes de saltar. Pensé que bromeaba, y me puse tan nervioso que también reí. -Se le ensombreció la mirada-. Y de pronto la vi en el borde del tejado. Se asomó y creí que iba a saltar, así que me acerqué corriendo. Allí estaba, sentada en el borde, balanceando las piernas y tarareando una canción. Le pedí por favor que entrara. Ella se rió rociándome de espray, y dijo que me marchara como un buen chico.

– ¿Recibió o hizo alguna llamada?

– No. Cualquier transmisión hubiera pasado por mi terminal. Va a saltar, se lo digo. Se inclinó mientras yo la observaba y estuvo a punto de hacerlo. Y dijo que iba a ser un viaje agradable. Va a saltar.

– Eso ya lo veremos. No se vaya muy lejos.

Eve se volvió. El psicólogo de la compañía era fácil de reconocer. Iba vestido con una bata blanca a la altura de la rodilla y unos estrechos pantalones negros. Llevaba su melena gris recogida en una pulcra cola, y estaba inclinado sobre el alféizar de la ventana en una postura que revelaba ansiedad.

Al acercarse a él Eve musitó una maldición. Oyó el zumbido del desfile aéreo y volvió a maldecir a los medios de comunicación al ver la primera aerofurgoneta. El canal 75, por supuesto, se dijo. Nadine Furst siempre era la primera en llegar.

El psicólogo se irguió y se alisó la bata para las cámaras. Eve pensó que iba a aborrecerlo.

– ¿Doctor? -Le mostró la placa y advirtió un fugaz brillo en sus ojos. Lo único que le vino a la cabeza era que una compañía de la categoría y poderío de Tattler podía haberse permitido algo mejor.

– Teniente, estoy haciendo ciertos progresos con la paciente.

– Sigue en el borde, ¿no? -Eve señaló hacia el tejado y lo apartó para asomarse ella-. ¿Cerise?

– ¿Más compañía?

Atractiva, con la piel como los pétalos de una rosa y balanceando alegremente sus piernas bien bronceadas, Cerise levantó la vista. Su cabello negro azabache ondeaba al viento, en sus ojos verdes de mirada profunda había una expresión vivaz y astuta.

– Caramba, ¿estoy viendo a Eve? Eve Dallas, la recién casada. Una boda encantadora, por cierto. El gran acontecimiento del año. Movilizamos miles de unidades para cubrirlo.

– Me alegro por ti.

– Hice perder el culo a los de documentación y búsqueda de datos para intentar averiguar el itinerario de la luna de miel. Creo que sólo Roarke es capaz de esconderse de todos los medios de comunicación. -Agitó una mano juguetona y sus generosos senos temblaron-. Podrías haber compartido el secreto, sólo un poco. El público se muere por saber. Nos morimos por saber. -Soltó una risita y cambió de postura, y casi perdió el equilibrio-. Cielos. Aún no. Esto es muy divertido y no quiero precipitarme. -Se irguió y saludó a los aerofurgones-. Normalmente detesto los medios de comunicación visuales. Pero ahora no consigo recordar el motivo. ¡Quiero a todo el mundo! -gritó al último, abriendo los brazos.

– Eso está muy bien, Cerise. ¿Por qué no vuelves aquí un momento? Te daré los detalles de la luna de miel. Una exclusiva.

Cerise sonrió con astucia.

– No, no. -La negativa volvía a ser juguetona, casi una risita-. ¿Por qué no vienes tú aquí? Podemos saltar juntas. Es sensacional, te lo aseguro.

– Vamos, señorita Devane -empezó el psicólogo-, todos tenemos momentos de desesperación. La comprendo y estoy con usted. Siento su dolor.

– Oh, cállate. -Cerise lo rechazó con un ademán-. Estoy hablando con Eve. Ven aquí, encanto. Pero no demasiado cerca. -Agitó el espray y rió-. Ven aquí y únete a la fiesta.

– Teniente, no le recomiendo que…

– Calle y espere a mi ayudante -ordenó Eve al psicólogo mientras pasaba una pierna por encima del parapeto de acero y se descolgaba hasta el borde.

El viento no resultaba tan agradable cuando te hallabas a setenta pisos de altura, sentada en un saliente de acero de apenas medio metro de ancho. Sacudía la ropa y azotaba la piel. Eve trató de contener los latidos de su corazón y apretó la espalda contra la pared del edificio.

– ¿No es precioso? -suspiró Cerise-. Me encantaría tomarme una copa de vino aquí. ¿A ti no? No, mejor una larga copa de champán. La reserva del cuarenta y siete de Roarke sabría a gloria en estos momentos.

– Creo que tenemos una en casa. Vamos a abrirla.

Cerise se echó a reír y le dedicó una amplia sonrisa. Fue la sonrisa, Eve lo comprendió con el corazón palpitándole de nuevo con fuerza. La había visto en el rostro del joven que colgaba de una soga improvisada.

– Ya estoy borracha de felicidad.

– Si eres tan feliz, ¿por qué estás aquí desnuda, pensando en dar el último salto?

– Eso es lo que me hace feliz. ¿Cómo es posible que no lo entiendas? -levantó el rostro hacia el cielo y cerró los ojos. Eve se arriesgó a acercarse unos centímetros-. No sé por qué no lo entienden. Es tan bonito… y emocionante. ¡Es todo!

– Si saltas de este saliente, ya no habrá nada. Todo habrá acabado.

– No, no y no. -Cerise volvió a abrir los ojos, y esta vez los tenía vidriosos-. Es sólo el comienzo, ¿no lo entiendes? ¡Oh, somos todos tan ciegos!

– No hay nada que no tenga solución. Lo que sea que esté torcido puede enderezarse, ya lo sabes. -Con cuidado, Eve apoyó una mano sobre la de Cerise. Pero no se la cogió, no quiso arriesgarse a hacerlo-. Lo importante es sobrevivir. Es posible cambiar las cosas, incluso mejorarlas, pero para ello tienes que sobrevivir.

– ¿Sabes cuánto cuesta hacer eso? ¿Y qué sentido tiene cuando resulta tan placentero esperar? Me siento muy bien, no lo estropees. -Riéndose, Cerise apuntó el espray a los ojos de Eve-. Estoy tratando de disfrutar estos momentos.

– Hay gente preocupada por ti. Tienes una familia que te quiere, Cerise. -Eve trató de hacer memoria. ¿Tenía hijos, un cónyuge, padres?-. Si te tiras les causarás un gran dolor.

– Sólo hasta que comprendan. Se acerca el momento en que todo el mundo comprenderá. Entonces todo será mejor. Más hermoso. -Miró a los ojos de Eve con expresión soñadora y una radiante y aterrorizante sonrisa-. Ven conmigo. -Le cogió la mano con fuerza-. Va a ser maravilloso. Sólo tienes que dejarte caer.

Eve sintió un hilo de sudor por la espalda. La mano de la mujer la aferraba como una tenaza, y forcejear para liberarse las condenaría a las dos. Se obligó a no oponer resistencia, a hacer caso omiso del azote del viento y del zumbido de las aerofurgonetas que filmaban todos los movimientos.

– No quiero morir, Cerise -respondió con calma-. Y tú tampoco. El suicidio es para cobardes.

– Te equivocas, es para exploradores. Pero como tú quieras. -Cerise le dio una palmadita en la mano y se la soltó, luego emitió una larga y ruidosa carcajada al viento-. ¡Oh, Dios, soy tan feliz! -Y abriendo los brazos de par en par, se arrojó al vacío.

Eve trató de aferrarla y casi perdió el equilibrio al rozar con los dedos las delgadas caderas de Cerise. Cayó de costado y Eve contempló su risueño rostro hasta que se volvió borroso.

– ¡Oh, Dios mío!

Mareada, se irguió y cerró los ojos. Le llegaban gritos, y sintió en las mejillas el azote del aire desplazado por la aerofurgoneta al acercarse a ella para tomar un primer plano.

– Teniente Dallas.

La voz era como una abeja zumbándole al oído y Eve se limitó a negar con la cabeza.

De pie en el tejado, Peabody bajó la vista y trató de contener las náuseas. Todo lo que veía en esos momentos era que Eve estaba recostada contra el saliente, blanca como el papel, y que el menor movimiento la enviaría detrás de la mujer que había tratado de salvar. Respiró hondo y adoptó un tono áspero y profesional.

– Teniente Dallas, te necesitamos aquí. Necesito tu grabadora para hacer un informe completo.

– Te oigo -respondió Eve con tono cansado. Con la mirada al frente, alargó la mano hacia atrás. Al sentir que alguien se la cogía, se puso de pie. Se dio la vuelta y al mirar a Peabody vio miedo en sus ojos-. La última vez que pensé en saltar tenía ocho años. -Aunque le temblaban ligeramente las piernas, consiguió pasarlas por encima del parapeto-. No pienso seguirla.

– ¡Cielos, Dallas! -Peabody la abrazó fuertemente-. Me has dado un susto de muerte. Pensé que iba a arrastrarte con ella.

– Yo también, pero no lo hizo. Pon un poco de orden, Peabody. La prensa se está poniendo las botas.

– Lo siento.

– No te preocupes. -Eve miró al psicólogo, que posaba para las cámaras con una mano en el corazón y murmuró-: Gilipollas. -Luego se metió las manos en los bolsillos. Necesitaba un minuto, sólo un minuto, para recuperarse-. No he podido detenerla, Peabody. No he conseguido pronunciar las palabras adecuadas.

– A veces no existen.

– Alguien la incitó a hacerlo -repuso Eve en un susurro-. Debía de haber un modo de hacerle cambiar de idea.

– Lo siento, Dallas. La conocías, ¿verdad?

– Muy poco. Era una de esas personas que pasan incidentalmente por tu vida. -La apartó de su mente. Tenía que hacerlo. La muerte, llegara cuando llegara, siempre dejaba asuntos que resolver-. Veamos qué podemos hacer aquí. ¿Has hablado con Feeney?

– Afirmativo. Ha bloqueado los telenexos desde su oficina y dice que vendrá personalmente. He introducido los datos del individuo, pero no he tenido tiempo de estudiarlos.

Se encaminaron al despacho de Cerise. Por el cristal vieron a Rabbit sentado, cabizbajo.

– Hazme un favor, Peabody. Ocúpate de que un agente le tome una declaración formal. No quiero vermelas aún con él. Y que prohíban la entrada a este despacho. Veamos si podemos averiguar qué demonios estaba haciendo para que decidiera matarse.

Peabody entró y en cuestión de segundos se ocupó de que Rabbit saliera con un agente. Con igual eficacia, hizo desalojar el despacho y cerró las puertas.

– Ya es todo nuestro, teniente.

– ¿No te he dicho que no me llames así?

– Sí, teniente -respondió Peabody con una sonrisa que esperaba le levantara el ánimo.

– Hay una listilla debajo de ese uniforme -resopló Eve-. Enciende la grabadora, Peabody.

– Ya está.

– Muy bien, aquí la tenemos. Llega temprano, cabreada. Rabbit ha dicho que estaba preocupada por un pleito. Busca información sobre eso.

Mientras hablaba, Eve se paseaba por la habitación, reparando en todos los detalles: las esculturas, en su mayoría figuras mitológicas de bronce, muy estilizadas; la alfombra azul a juego con el cielo; el escritorio en tonos rosados y superficie brillante como un espejo; el equipo de oficina, reluciente y moderno, y del mismo tono; un enorme recipiente de cobre lleno de exóticas flores; y un par de arbolillos en macetas.

Se acercó al ordenador, sacó de su maletín la tarjeta maestra y pidió el último informe utilizado.

ÚLTIMO uso, 8.10. LLAMADA AL ARCHIVO NÚMERO 3732-L LEGAL, CLUSTLER CONTRA TATTLER ENTERPRISES.

– Éste debe de ser el pleito que la tenía cabreada -concluyó Eve-. Cuadra con la declaración anterior de Rabbit. -Echó un vistazo al cenicero de mármol con media docena de colillas. Recogió una con las pinzas y la examinó-. Tabaco caribeño con filtro de fibra. Son caros. Guárdalas como prueba.

– ¿Crees que podrían estar rociadas de algo?

– Ella había tomado algo. Tenía una mirada muy extraña. -Eve no olvidaría esos ojos durante mucho tiempo, lo sabía-. Esperemos que baste para un informe de toxicología. Llévate también una muestra de ese poso de café.

Pero Eve no creía que fueran a encontrar nada en el tabaco o el café, pues no había indicio de sustancias químicas en ninguno de los demás suicidios.

– Tenía una mirada muy extraña -repitió-. Y esa sonrisa. He visto antes esa sonrisa, Peabody.

Peabody guardó las bolsas de pruebas y levantó la mirada.

– ¿Crees que está relacionado con los demás casos?

– Creo que Cerise Devane era una mujer con éxito y ambiciosa. Y vamos a seguir todos los trámites, pero apuesto a que no descubriremos el motivo del suicidio. Hizo salir a Rabbit -continuó Eve, paseándose por la habitación. Enojada por el zumbido de las aerofurgonetas que seguían en el aire, levantó la vista y gruñó-. Mira a ver si encuentras el mando de las persianas. Estoy harta de esos gilipollas.

– Será un placer. -Peabody se acercó al panel de mandos-. Me ha parecido ver a Nadine Furst en una de ellas. Por el modo en que se asomaba, ha hecho bien en sujetarse con correas. Podría haber acabado como la protagonista de su informativo.

– Al menos lo cubrirá bien -dijo Eve y asintió cuando las persianas bajaron sobre el cristal-. Luces -ordenó, y la sala volvió a iluminarse.

Echó un vistazo al interior de una caja refrigerada y encontró refrescos, fruta y vino. Una botella había sido abierta y cerrada con film transparente, pero no había ningún vaso que indicara que Cerise había empezado a beber a esa hora tan temprana. Y no habían sido un par de tragos lo que había provocado esa mirada, se dijo Eve.

En el cuarto de baño contiguo, que constaba de bañera de hidromasaje, sauna personal y bañera alteradora del ánimo, descubrió un armario lleno de calmantes, tranquilizantes y estimulantes legalizados.

– Nuestra Cerise era devota de los fármacos -comentó Eve-. Llévatelos para analizar.

– Cielos, tenía una farmacia. La bañera alteradora del ánimo está en posición de concentración, y la última vez que se utilizó fue ayer por la mañana. Esta mañana no.

– Entonces ¿qué hizo para relajarse? -Eve entró en la habitación de al lado, que era una pequeña sala de estar equipada con toda clase de aparatos de recreo, una tumbona y un androide sirviente.

En una pequeña mesa había un encantador traje verde salvia pulcramente doblado. Los zapatos a juego estaban debajo en el suelo, y las joyas -una gruesa cadena de oro, unos sofisticados pendientes y un elegante reloj-grabadora de muñeca habían sido guardados en un bol de cristal.

– Se desvistió aquí. ¿Por qué? ¿Con qué objeto?

– Algunas personas se relajan mejor sin la constricción de la ropa -explicó Peabody, y se ruborizó cuando Eve la miró pensativa por encima del hombro-. Eso dicen.

– Sí. Es posible, pero en ella no me cuadra. Era una mujer muy serena. Su ayudante dijo que nunca la había visto descalza siquiera, y de pronto resulta que es nudista de tapadillo. No lo creo.

Reparó en las gafas de realidad virtual colocadas en el brazo de la tumbona.

– Tal vez hizo un viaje -murmuró-. Está hecha polvo y quiere tranquilizarse, así que entra aquí, se tiende, programa algo y se da un garbeo.

Eve se sentó y cogió las gafas. Fitzhugh y Mathias también habían hecho viajes antes de morir, recordó.

– Voy a ver adónde fue y cuándo. Si después me descubres una tendencia suicida, o decido que me relajo mejor sin la constricción de la ropa, túmbame de un puñetazo.

– Lo haré, teniente.

Eve arqueó una ceja.

– Pero no espero que disfrutes con ello.

– Odiaré cada instante -prometió Peabody.

Eve se puso las gafas con una carcajada.

– Visualizar horas de los últimos viajes realizados -ordenó-. ¡Diana! Hizo uno a las 8.17 de esta mañana.

– En ese caso tal vez no deberías hacerlo, Dallas. Podemos probarlo en circunstancias más controladas.

– Tú eres mi control, Peabody. Si te parezco demasiado contenta con la idea de vivir poco, túmbame. Volver a ejecutar el último programa -ordenó recostándose-. ¡Cielos! -Silbó al ver acercarse a ella a dos jóvenes sementales. Vestidos sólo con unas tiras de brillante cuero negro incrustadas de plata, tenían los músculos cubiertos de aceite y el miembro totalmente erecto.

Se encontraba en una habitación blanca ocupada en su mayor parte por una cama, debajo de su cuerpo desnudo había sábanas de raso, y unos velos colgaban por encima de la cama para filtrar la luz de las velas que ardían en un candelabro de cristal.

Sonaba una música, algo suave y pagano. Ella estaba tendida sobre una pila de almohadas de plumas, y se disponía a volverse cuando el primer joven dios se sentó a horcajadas sobre ella.

– Oye, tío…

– Sólo es para que goce, señora -canturreó él untándole los senos con aceite aromático.

No ha sido buena idea, se dijo Eve en el instante en que experimentaba un ligero e involuntario estremecimiento de placer en la entrepierna. Le untaban aceite en el estómago, los muslos, las piernas, los pies…

Comprendía que esa situación te hiciera sonreír, pero no que te llevara al suicidio.

Manténte al margen, se ordenó, y se concentró en otra cosa. Pensó en el informe que tenía que dar al comandante. En aquellas sombras inexplicables en el cerebro.

Unos dientes le mordisquearon con delicadeza uno de los pezones, una lengua se deslizó húmeda en su punto álgido. Arqueó las caderas en respuesta, y la mano que alargó en protesta resbaló por el tenso hombro untado de aceite.

Entonces el segundo semental se arrodilló y hundió la cabeza entre sus piernas.

Se corrió sin poder evitarlo. Jadeando, se quitó las gafas y encontró a Peabody mirándola boquiabierta.

– No era un paseo en una tranquila playa -balbució.

– Eso ya lo he visto. ¿Qué era exactamente?

– Un par de tipos casi desnudos y una gran cama de sábanas de raso. -Respiró hondo y dejó a un lado las gafas-. ¿Quién habría dicho que se relajaba con fantasías sexuales?

– Teniente, en calidad de tu ayudante creo que es mi deber probar ese programa. Control de pruebas, ya sabes.

– No puedo permitir que corras esa clase de riesgo, Peabody.

– Soy policía, teniente. El riesgo es una constante en mi vida.

Eve se levantó y entregó las gafas a Peabody, y al ver que a ésta se le iluminaba la cara, se apresuró a ordenar:

– Guárdalas, oficial.

Decepcionada, Peabody las metió en una bolsa.

– Mierda. ¿Estaban buenos?

– Eran dioses. -Eve retrocedió hasta la oficina propiamente dicha y echó un último vistazo-. Voy a llamar al equipo de recogida de pruebas, pero no creo que encuentren nada. Me llevaré el disco que cargaste en la central y me pondré en contacto con los parientes más próximos… aunque los medios de comunicación ya deben de tenerlo todo en sus malditas ondas hertzianas. -Recogió su equipo y añadió-: No siento ningún deseo de suicidarme.

– Me alegro, teniente.

Eve miró las gafas con el entrecejo fruncido.

– ¿Cuánto tiempo he estado viajando? ¿Cinco minutos?

– Cerca de veinte. -Peabody sonrió con amargura-. El tiempo vuela cuando se trata de sexo.

– No era exactamente eso -replicó Eve, dando vueltas al anillo de boda con remordimientos-. Si hubiera habido algo en ese programa lo habría notado, así que no es más que otro callejón sin salida. De todos modos hazlo analizar.

– Descuida.

– Y espera a Feeney. Tal vez encuentre algo interesante en los telenexos. Yo iré a implorar al comandante. Cuando termines aquí, lleva las bolsas al laboratorio y el informe a mi oficina. -Se encaminó a la puerta y le lanzó una mirada por encima del hombro-. Y no vale jugar con las pruebas, Peabody.

– Aguafiestas -murmuró la oficial cuando Eve ya no podía oírla.

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