Los días que siguieron Eve se dio cabezazos contra el muro de cada callejón sin salida. Cuando necesitaba un cambio de ritmo para despejar la mente, utilizaba la cabeza de Peabody. Y acosó a Feeney para que dedicara todo el tiempo posible a averiguar algo, lo que fuera.
Cada vez que aterrizaban en su escritorio otros casos, apretaba los dientes y hacía horas extras.
Cuando los muchachos del laboratorio le daban largas, ella los perseguía y acosaba sin piedad. Hasta el punto de que empezaron a eludir sus llamadas. Para evitarlo hizo que Peabody la acompañara al laboratorio para tratar de persuadirlos personalmente.
– No intentes hacerme tragar la MMS de la copia de seguridad, Dickie.
Dickie Berenski, conocido en privado como Dickhead *, parecía dolido. En calidad de técnico principal del laboratorio, debería haber sido capaz de ordenar a media docena de subalternos que lo protegieran de una confrontación personal con una detective iracunda, pero todos habían desertado.
Iban a rodar cabezas, pensó con un suspiro.
– ¿Qué quieres decir con MMS?
– La misma mierda de siempre, Dickie. Siempre es la MMS en lo que a ti respecta.
Él la miró con ceño, pero decidió apropiarse de las siglas.
– Escucha, Dallas, te he conseguido toda la información disponible, ¿no? Te la he enviado personalmente como favor.
– Un cuerno de favor. Te soborné con unos asientos de palco para el desempate de Arena Ball. Dickie adoptó una expresión remilgada.
– Pensé que era un regalo.
– Y no pienso sobornarte de nuevo. -Eve le hundió un dedo en su enclenque pecho-. ¿Qué pasa con las gafas de realidad virtual. ¿Por qué no he recibido tu informe?
– Porque no había nada que informar. Es un programa algo picante… -Hizo un sugerente movimiento con las cejas-. Pero está limpio y sin defectos. Al igual que todas las demás opciones de esa unidad… está limpio y cumple los requisitos. O mejor que eso -añadió lloriqueando ligeramente-. Ojalá los tuviéramos tan buenos. Hice que Sheila desmontara la unidad y volviera a montarla. Es un equipo increíble, de primerísima calidad, o mejor aún. La tecnología supera cualquier escala. Pero no cabía esperar otra cosa tratándose de un producto de Roarke.
– Es un… -Eve se interrumpió, esforzándose por no dejar entrever su sorpresa o consternación ante esa nueva información-. ¿Qué planta lo fabrica?
– Mierda, Sheila tiene ese dato. Fuera del planeta, estoy seguro. La mano de obra es más barata allí. Y esta criatura acaba de salir. No lleva ni un mes en el mercado.
A Eve se le encogió el estómago.
– ¿Y no es defectuosa?
– No; es una maravilla. Yo ya me he encargado una. -Dickie arrugó las cejas, esperanzado-. Claro que seguramente tú podrías conseguirme una a precio coste.
– Consígueme un informe con todos los detalles y devuélveme esta unidad, y me lo pensaré.
– Sheila se ha tomado el día libre -gimoteó él haciendo un mohín para inspirarle compasión-. Pero tendrás el informe en tu escritorio antes de mañana al mediodía.
– ¿Mañana? Vamos, Dickie. -Un buen policía conocía el punto débil de su presa-. Intentaré regalarte uno.
– Bueno, en ese caso… espérame aquí.
Esta vez con alegría, Dickie se acercó a un ordenador empotrado en uno de los cubículos del laboratorio tipo colmena.
– Dallas, una de esas unidades debe de estar por los dos mil dólares como mínimo. -Peabody miró a Dickie disgustada-. Es excesivo.
– Quiero el informe. -Eve imaginó que Roarke tenía en alguna parte una cajón lleno de unidades para hacer obsequios de promoción. Obsequios para políticos, empleados y ciudadanos destacados, pensó con un desagradable nudo en el estómago-. Me quedan tres días y no tengo nada. Y no voy a lograr que Whitney los prolongue.
Dickie salió del cubículo.
– Sheila lo tenía casi localizado. -Le entregó un disco precintado y una impresión-. Echa un vistazo a esto. Es un compusegmento del diseño del último programa. Sheila ha marcado un par de defectos.
– ¿Qué quieres decir con defectos? -Eve le arrebató la hoja y estudió lo que parecían una serie de rayos y remolinos.
– No puedo decirlo con seguridad. Probablemente se trata de relajación subliminal, o en este caso, de una opción de subestimulación. Algunos de los modelos más novedosos están ofreciendo varios paquetes subliminales ampliados. Puedes ver cómo se adaptan al programa, apareciendo cada pocos segundos.
– ¿Sugestión? -Eve sintió que recobraba la energía-. ¿Quieres decir que introdujeron en el programa mensajes subliminales para el usuario?
– Es una práctica bastante común. Se ha utilizado para abandonar malas costumbres, mejorar las relaciones sexuales o ampliar miras, y así se ha hecho durante décadas. Mi viejo dejó de fumar con subliminales hace cincuenta años.
– ¿Qué me dices de implantar deseos… suicidas?
– Mira, los subliminales pueden abrirte el apetito 0 empujarte suavemente a comprar ciertos artículos de consumo, o bien pueden ayudarte a quitarte una costumbre. Pero esta clase de sugestión directa… -Se tiró del labio y meneó la cabeza-. Tendrías que ahondar más, y en mi opinión requerirías largas sesiones para conseguir que la sugestión surtiera efecto en un cerebro normal. El instinto de supervivencia es demasiado fuerte. -Volvió a menear la cabeza-. Hemos analizado estos programas una y otra vez.
Sobre todo las secuencias de fantasía sexual, pensó Eve.
– Los hemos probado en sujetos y en un androide, y ninguno ha saltado del tejado. De hecho, no hemos observado ninguna reacción anormal ni en los sujetos ni en el androide. Es de primera categoría, eso es todo.
– Quiero un análisis completo de las sombras subliminales.
Él ya contaba con ello.
– Entonces debo quedarme con la unidad. Sheila ya ha empezado a analizarlas, como puedes ver, pero lleva tiempo. Tienes que ejecutar el programa, extraer el RV evidente y suprimir los subliminales. Entonces el ordenador se toma su tiempo para probar, analizar e informar. Un buen subliminal, y te garantizo que éste lo es, es algo sutil. Establecer sus coordenadas no es lo mismo que interpretar el resultado de un detector de mentiras.
– ¿De cuánto tiempo estás hablando?
– Dos días, uno y medio si hay suerte.
– Pues que la haya -sugirió ella, y le entregó la impresión a Peabody.
Eve trató de no preocuparse del hecho de que la unidad de realidad virtual fuera uno de los juguetes de Roarke, ni de las consecuencias que podía tener si se descubría realmente que formaba parte de la coacción. Sombras subliminales. Esa podía ser la conexión que había estado buscando. El siguiente paso era codificar las unidades de RV que habían estado en poder de Fitzhugh, Mathias y Pearly a la hora de su muerte.
Se apresuró a bajar por el pasillo aéreo con Peabody caminando a su lado. Su vehículo seguía en mantenimiento y no le merecía la pena el increíble quebradero de cabeza de solicitar un sustituto para recorrer la distancia de tres manzanas.
– Se acerca el otoño.
– ¿Eh?
Intrigada al ver que Eve parecía ajena al aire más fresco y al aroma balsámico de la brisa del este, Peabody se detuvo para respirar hondo.
– Se nota en el ambiente.
– ¿Qué haces? -preguntó Eve-. ¿Estás loca? Inhala mucho aire de Nueva York y tendrás que pasarte un día en el centro de desintoxicación.
– Te olvidas de los gases de los transportes y los olores corporales y es maravilloso. Puede que en estas elecciones aprueben el nuevo proyecto de limpiar el medio ambiente.
– ¿Te ha vuelto el ramalazo Free Age, Peabody?
– No hay nada malo en tener preocupaciones ecologistas. Si no fuera por los verdes, todos llevaríamos máscaras y gafas de sol todo el año. -Peabody miró nostálgica un aerodeslizador repleto de gente, pero aceleró el paso para seguir las largas zancadas de Eve-. No quiero desanimarte, teniente, pero tendrás que hacer malabarismos aún más sofisticados para acceder a esas unidades de RV. Según el procedimiento operativo estándar, a estas alturas ya las habrán devuelto a los familiares de los difuntos.
– Accederé a ellos, y quiero que esto no corra y que sólo se entere la gente estrictamente necesaria hasta que lo resuelva.
– Entendido -respondió Peabody y aguardó unos momentos antes de añadir-: Habría dicho que Roarke tiene tantos tentáculos ahí fuera que es imposible no enterarse de quién hace algo en un momento dado.
– Es un conflicto de intereses, y ambas lo sabemos. Estoy poniendo en peligro tu trasero.
– Lamento no estar de acuerdo, teniente. Yo soy la única responsable de mi trasero y éste sólo está en peligro si yo lo pongo.
– Tomo nota y te lo agradezco.
– Entonces anote que yo también soy una gran admiradora de los Arena Ball, teniente.
Eve se detuvo y la miró fijamente, luego se echó a reír.
– ¿Una o dos entradas?
– Dos. Puede que haya suerte.
Se sonrieron mientras una estridente sirena hendía el aire.
– Oh, mierda, cinco minutos más en cualquier dirección y la habríamos pasado de largo.
Eve desenfundó el arma y giró sobre sus talones. La alarma que sonaba procedía de la oficina de cambio de créditos que tenía justo delante.
– Hay que ser imbécil para dar un golpe en una oficina de cambio a dos manzanas de la comisaría. Evacua la zona, Peabody, y luego cubre la puerta trasera.
La primera orden fue casi innecesaria ya que los peatones ya se habían dispersado, peleándose por subir a los aerodeslizadores y pasillos aéreos para ponerse a salvo. Eve sacó su comunicador y pidió refuerzos antes de cruzar las puertas automáticas.
El vestíbulo era el caos. La única ventaja era que la masa de gente salía cuando ella entró, ofreciéndole cierta protección. Como la mayoría de las oficinas de cambio, era pequeña y sin ventanas, llena de altos mostradores que permitían la privacidad. Sólo uno de los mostradores de servicio personalizado era atendido por un ser humano, los otros tres lo eran por androides que se habían quedado automáticamente paralizados.
El único ser humano era una mujer de unos veinticinco años, con el cabello negro cortado casi al rape, un pulcro y conservador mono blanco y una expresión de terror en su rostro mientras le sujetaban por la garganta desde el otro lado de la puerta de seguridad.
El hombre que la sujetaba estaba atareado asfixiándola y agitando con la mano libre lo que parecía un explosivo de fabricación casera.
– La mataré. Le meteré esto por la garganta.
A Eve no le preocupó tanto la amenaza como la forma tranquila con que la pronunció el tipo. Descartó que se hallara bajo el efecto de sustancias o que se tratara de un profesional. A juzgar por el aspecto de sus raídos vaqueros y camisa, y el rostro cansado y sin afeitar, Eve tenía ante sí uno de los pobres desesperados de la ciudad.
– Ella no te ha hecho nada -dijo acercándose despacio-. No tiene la culpa de nada. ¿Por qué no la sueltas?
– Todos tienen culpa. ¡Todos forman parte del sistema! -gritó él, arrastrando a la desafortunada empleada un poco más allá de la puerta de seguridad. Ella había adquirido un color azulado-. No te muevas. No tengo nada que perder ni un sitio adonde ir.
– La estás ahogando. Si estira la pata ya no tendrás protección. Cálmate un poco. ¿Cómo te llamas?
– Los nombres valen una mierda. -Pero el hombre aflojó un poco el brazo, lo suficiente para que la joven empleada hiciera un ruido sibilante al boquear-. El dinero es lo único que cuenta. Si salgo con una bolsa de créditos, nadie resultará herido. Mierda, se limitarán a hacer más.
– No es así como son las cosas. -Cautelosa, Eve dio otros tres pasos sin quitarle los ojos de encima-. Sabes que no vas a salir de aquí. A estas alturas la calle estará acordonada y ya se han desplegado las unidades de seguridad. Vamos, tío, esta zona está plagada de polis a cualquier hora del día y la noche. Podrías haber apuntado mejor.
Con el rabillo del ojo, Eve vio a Peabody entrar con sigilo por la entrada posterior y tomar posiciones. Ninguna de los dos podía correr el riesgo de abrir fuego mientras el tipo tuviera en sus manos a la empleada y el explosivo.
– Si dejas caer eso, o si lo sudas demasiado, podría estallar. Entonces todos los que estamos aquí moriríamos.
– Pues moriremos todos. Ya no importa.
– Suelta a la empleada. Es una civil. Sólo trata de salir adelante.
– Yo también.
Lo vio en su mirada un instante demasiado tarde: la profunda desesperación. El hombre arrojó bien alto y hacia la derecha el explosivo. Eve revivió toda su vida mientras daba un salto y se arrojaba al suelo. Lo esquivó por los pelos.
Mientras aguardaba el estruendo de la explosión, la esfera de fabricación casera rodó hasta una esquina, se balanceó y quedó inmóvil.
– Es de las que no estallan. -El aspirante a ladrón dejó escapar una risotada-. ¿No da el pego? -Entonces, al ver que Eve se ponía de pie, se abalanzó sobre ella.
Ella no tuvo tiempo de apuntar y mucho menos disparar su arma. Él la golpeó, arrojándola de espaldas contra un mostrador. Esta vez llegó la explosión, pero dentro de su cabeza, al tiempo que se golpeaba dolorosamente la cadera con el canto del mostrador. Pero no soltó el arma. Confió en que el chasquido que había oído procediera del barato contrachapado y no de sus huesos.
El hombre la tenía cautiva en un patético abrazo que resultaba sorprendentemente efectivo, ya que le impedía usar el arma y la mantenía inmovilizada contra el mostrador, de modo que se vio obligada a cambiar el peso del cuerpo en lugar de volverse.
Cayeron al suelo, y esta vez ella tuvo la mala suerte de aterrizar primero, de modo que el enjuto y aterrorizado cuerpo del hombre le cayó encima. Se golpeó el codo contra las baldosas y se torció dolorosamente la rodilla. Entonces, con más entusiasmo que sutileza, le dio en la sien con su arma.
El golpe resultó efectivo y el hombre puso los ojos en blanco antes de que ella lo apartara de un empujón y se pusiera de rodillas.
Jadeando, conteniendo las náuseas que le habían causado los huesos del hombre al clavársele en el estómago, Eve se apartó el cabello de los ojos soplando. Peabody también estaba de rodillas con el explosivo en una mano, el arma en la otra.
– No podía apuntar, así que fui por el explosivo. Pensé que podrías ocuparte de él.
– Estupendo. -A Eve le dolía todo el cuerpo, y el corazón empezó a latirle con fuerza al ver a su ayudante con la bomba en una mano-. No te muevas.
– No lo hago. Sólo respiro.
– Llamaré a la maldita brigada de desactivación de explosivos. Y buscaré un contenedor blindado.
– Iba a hacerlo yo… -Peabody se interrumpió y palideció-. Oh, mierda, Dallas, se está calentando.
– ¡Tírala! ¡Tírala y cúbrete! -Eve arrastró consigo al hombre inconsciente hasta detrás del mostrador, se colocó encima de él y le sujetó los brazos detrás de la nuca.
Llegó la explosión seguida de una oleada de calor, y haciendo llover Dios sabe qué encima de ella. El extintor de incendios automático se puso en marcha rociando la estancia de agua helada y conectando una alarma para advertir a los empleados y clientes que debían desalojar con calma y de forma ordenada el edificio.
Eve dio las gracias a quien fuera que la había escuchado por no sentir demasiado dolor, y porque al parecer todavía conservaba unidas todas las partes del cuerpo.
Tosiendo a causa de la espesa nube de humo, salió arrastrándose de detrás del mostrador en ruinas.
– Por Dios, Peabody. -Volvió a toser, se frotó los ojos irritados y siguió arrastrándose por el húmedo y ahora mugriento suelo. Algo caliente le quemó la mano y le hizo soltar una maldición-. Vamos, Peabody, ¿dónde demonios estás?
– Aquí… -llegó la débil respuesta, seguida de un acceso de tos-. Estoy bien, creo.
Se cogieron las manos a través de la cortina de humo y agua, y se miraron los ennegrecidos rostros. Entonces Eve alargó la mano y le dio unos golpecitos en la cabeza.
– Tenías el pelo en llamas -explicó con suavidad.
– Oh, gracias. ¿Cómo está ese cabrón?
– Sigue inconsciente. -Eve se sentó sobre los talones y se hizo a sí misma un examen. No sangraba, y conservaba la mayor parte de la ropa, aunque destrozada-. ¿Sabes, Peabody? Creo que este edificio es de Roarke.
– Entonces probablemente se cabreará. El humo y el agua causan grandes estropicios.
– A quién se lo dices. Digamos que ha sido un día aciago. Los agentes pueden hacerse cargo de la situación. Esta noche hay fiesta en casa.
– Sí. -Peabody torció el gesto al arrancarse la destrozada manga del uniforme-. Tengo muchas ganas de ir. -Luego se volvió y entornó los ojos-. Dallas, ¿cuántos pares de ojos tenías al entrar aquí?
– Sólo uno.
– Mierda, pues ahora tienes dos. Creo que una de las dos tiene un problema.
No hubo tiempo para limpiar. Después de sacar a Peabody de los escombros y dejarla en manos de los asistentes sanitarios, Eve tuvo que dar un informe al oficial al mando del equipo de seguridad, y repitió los mismos datos a la brigada de desactivación de explosivos. Entre ambos informes acosó a los asistentes sanitarios con preguntas sobre el estado de Peabody y frenó sus intentos de examinarle las heridas.
Roarke ya estaba vestido para la fiesta cuando ella cruzó corriendo la puerta. Interrumpió su conversación con Tokio e hizo salir al equipo de floristas que colocaban hibiscos rosas y blancos en el vestíbulo.
– ¿Qué demonios te ha ocurrido?
– No hagas preguntas. -Pasó por delante de él y subió las escaleras a todo correr.
Se había quitado la camisa hecha trizas cuando él entró en el dormitorio y cerró la puerta.
– Pienso hacerlas.
– La bomba no estaba desactivada después de todo. -Para no sentarse y manchar los muebles con lo que fuera que tenía en los pantalones, hizo equilibrios sobre un pie tratando de quitarse la bota.
Roarke respiró hondo.
– ¿Qué bomba?
– Bueno, era un explosivo de fabricación casera. Muy poco fiable. -Logró quitarse la segunda bota, luego continuó con los raídos y ennegrecidos pantalones-. Un tipo atracó una oficina de cambio a dos manzanas de la comisaría. Menudo idiota. -Arrojó los harapos al suelo y ya se encaminaba hacia la bañera cuando Roarke la cogió de un brazo.
– Por el amor de Dios. -La volvió hacia él para examinar el cardenal que se le extendía por las caderas. Era mayor que su mano abierta. Tenía la rodilla derecha pelada y unos cuantos cardenales más en brazos y hombros-. Estás hecha un asco, Eve.
– Tendrías que haber visto al tipo. Bueno, al menos disfrutará de medio metro cuadrado y un techo durante unos años, gentileza del Estado. Tengo que arreglarme.
Él no la soltó y la miró a los ojos.
– Supongo que no te molestaste en pedir al equipo médico que te echara un vistazo.
– ¿Esos carniceros? -Sonrió-. Estoy bien, sólo un poco dolorida. Puedo hacerme un tratamiento mañana.
– Tendrás suerte si mañana puedes andar. Vamos.
– Roarke… -Pero Eve se interrumpió con una mueca de dolor y cojeó, y él la sentó en la bañera.
– Siéntate. Estáte quieta.
– No hay tiempo para esto. -Se sentó y puso los ojos en blanco-. Voy a tardar un par de horas en quitarme de encima la peste y el hollín. Cielos, cómo huelen esos explosivos. -Se olió los hombros e hizo una mueca de disgusto-. Azufre. -Luego miró a Roarke-. ¿Qué es eso?
Él se acercaba con una gruesa compresa impregnada de algo rosa.
– Lo mejor que podemos hacer en estos momentos. Deja de moverte. -Le colocó la compresa en la rodilla herida sin hacer caso de sus maldiciones.
– Escuece. Por Dios, ¿te has vuelto loco?
– Empiezo a creerlo. -Con la mano libre, Roarke le sujetó la barbilla y examinó su rostro ennegrecido-. A riesgo de repetirme te diré que estás hecha un asco. Sosténte esta compresa en la rodilla. -Le apretó ligeramente la barbilla y añadió-: Hablo en serio.
– Está bien, está bien. -Eve resopló y lo hizo mientras él regresaba al armario botiquín. El escozor cada vez era menos fuerte y no quería admitir que el intenso dolor de la rodilla estaba cediendo-. ¿Qué es esta bazofia?
– Una mezcla de esto y aquello. Aliviará la hinchazón y anestesiará la herida por unas horas. -Regresó con un pequeño tubo de líquido-. Bébete esto.
– Eh, drogas no.
Él le puso una mano en el hombro.
– Eve, si no estás dolorida en estos momentos es por la adrenalina. Va a dolerte, y mucho, en muy poco tiempo. Sé lo que es estar magullado por todas partes. Ahora bebe esto.
– Estaré bien. No quiero… -Se interrumpió cuando él le tapó la nariz, le echó la cabeza hacia atrás y le vertió el líquido por la garganta-. Cabrón… -logró decir, ahogándose y golpeándolo.
– Buena chica. Ahora a la ducha. -Roarke se acercó a la bañera de cristal y ordenó un chorro de media intensidad y a unos treinta grados de temperatura.
– Me vengaré de esto. No sé cómo ni cuándo, pero lo haré. -Eve se metió cojeando en la ducha-. El muy hijo de perra me ha obligado a tomar drogas. Me trata como una maldita imbécil. -Pero gimió de alivio cuando el agua cubrió su magullado cuerpo.
Él sonrió al verla apoyar ambas manos contra la pared y poner la cabeza debajo del chorro.
– Querrás ponerte algo suelto y largo hasta el suelo. Prueba el vestido azul que Leonardo diseñó para ti.
– Oh, vete al infierno. Puedo vestirme sola. ¿Por qué no dejas de mirarme y te vas a dar órdenes a tus subalternos?
– Ahora son nuestros subalternos, querida.
Ella contuvo una risita y dio una palmada en el panel de la ducha para tener acceso al telenexo empotrado.
– Centro médico Brightmore -ordenó-. Ingresos de la quinta planta. -Esperó la conexión mientras conseguía enjabonarse con una sola mano el cabello-. Habla la teniente Eve Dallas. Tienen allí a mi ayudante, la oficial Delia Peabody, y quiero saber su estado. -Escuchó a la enfermera de turno pronunciar las típicas frases cinco segundos antes de interrumpirla-. Pues averígüelo ya. Quiero saber su estado, y créame, más vale que me informe.
Le llevó sólo una hora de relativo dolor, tenía que admitirlo. Lo que fuera que Roarke le había hecho beber no la dejó con esa sensación de indefensión y de estar flotando que detestaba. Al contrario, se sentía muy despierta y sólo ligeramente mareada.
Tal vez fuera la droga lo que le hizo admitir, al menos para sus adentros, que él había acertado con el vestido. Este le caía ligero sobre el cuerpo, ocultando elegantemente los cardenales con su cuello alto, las mangas largas y ceñidas y la falda hasta los tobillos. Lo completó con el diamante que él le había regalado como una disculpa simbólica por haberlo maldecido, aun cuando se lo había merecido.
Menos enfurruñada que de costumbre, se maquilló y se peleó con su cabello. El resultado no estaba nada mal, decidió examinándose en el triple espejo del armario. Y supuso que estaba casi tan elegante como era capaz de estar.
Cuando entró en la terraza abierta en el tejado donde iba a tener lugar la actuación, la sonrisa de Roarke le dio la razón.
– Aquí la tenemos -murmuró y se acercó a ella para cogerle ambas manos y llevárselas a los labios.
– No pienso dirigirte la palabra.
– Muy bien. -Él se inclinó y, sin hacer caso de los cardenales, la besó con delicadeza-. ¿Mejor así?
– Tal vez. -Eve suspiró-. Supongo que tendré que soportarte ya que estás haciendo todo esto por Mavis.
– Lo estamos haciendo por Mavis.
– Yo no he hecho nada.
– Casarte conmigo -respondió él-. ¿Cómo está Peabody? Te oí llamar al centro médico desde la ducha.
– Una ligera conmoción cerebral, contusiones y cardenales. Sufrió un ligero shock, pero ya ha vuelto en sí. Fue por el explosivo. -Al recordar ese instante, Eve resopló-. Empezó a calentársele en la mano. No vi el modo de acercarme a ella. -Cerró los ojos y negó con la cabeza-. Me dio un susto de muerte. Pensé que encontraría trozos de ella por todas partes.
– Es una mujer dura e inteligente, y está aprendiendo de la mejor.
Eve entornó los ojos.
– Con tus halagos no vas a conseguir que te perdone por haberme drogado.
– Ya se me ocurrirá algo.
Ella lo sorprendió sujetándole el rostro con las manos y diciendo:
– Hablaremos de esto, listo.
– Cuando quieras, teniente.
Pero ella se limitó a mirarlo con seriedad.
– Hay algo más que tenemos que discutir. Algo grave.
– Eso ya lo veo. -Preocupado, Roarke echó un vistazo a los ajetreados encargados del servicio de comida y bebida, y a los camareros ya en hilera a la espera de las últimas instrucciones-. Summerset puede ocuparse de todo esto. Podemos utilizar la biblioteca.
– Es un mal momento, lo sé, pero no puede esperar. -Eve le cogió la mano en un instintivo gesto de apoyo mientras salían de la habitación y recorrían el amplio pasillo en dirección a la biblioteca.
Una vez dentro, Roarke cerró la puerta, ordenó encenderse las luces y sirvió un agua mineral para Eve.
– Tendrás que pasar unas horas sin alcohol -dijo-. El analgésico no se lleva muy bien con él.
– Creo que podré contenerme.
– Soy todo oídos.
Eve dejó el vaso sin apenas tocarlo y se mesó el cabello con ambas manos.
– En fin, tienes un nuevo modelo de realidad virtual en el mercado.
– Así es. -Él se sentó en el brazo del sofá de cuero, sacó un cigarrillo y lo encendió-. Salió hace un mes. Hemos mejorado muchas de las opciones y programas.
– Con subliminales.
Él exhaló el humo, pensativo. No era difícil leer los pensamientos de Eve cuando la comprendías. Estaba preocupada y estresada, y el efecto sedante del fármaco no podía hacer nada en ese sentido.
– Por supuesto. Varios de los paquetes de opciones incluyen una gama de subliminales. Son muy populares. -Sin dejar de observarla, asintió con la cabeza-. Supongo que Cerise tenía uno de mis nuevos modelos y lo estuvo utilizando antes de saltar.
– Sí. El laboratorio aún no ha podido identificar los subliminales, y puede que no sea nada, pero…
– Tú no lo crees -concluyó él.
– Algo la movió a actuar así. A ella y a todos los demás. Estoy tratando de confiscar los aparatos de realidad virtual de los demás individuos. Si resulta que todos tenían ese nuevo modelo… la investigación involucrará a tu compañía. Y a ti.
– ¿Por qué iba a tener yo un deseo repentino de fomentar el suicidio?
– Sé que no tienes nada que ver con esto -se apresuró a decir ella-. Y voy a hacer todo lo posible por mantenerte al margen. Sólo quiero…
– Eve… -interrumpió él en voz baja, cambiando de postura para apagar el cigarrillo-, no tienes por qué justificar tu conducta ante mí. -Sacó del bolsillo su tarjeta-agenda y tecleó un código-. La investigación y desarrollo de ese modelo se realizó en dos localidades: Chicago y Travis II. La fabricación fue realizada por una de mis filiales, de nuevo en Travis II. De la distribución y transporte, dentro y fuera del planeta, se encargó Fleet. El empaquetado se hizo a través de Trilliym, y el marketing a través de Top Drawer aquí en Nueva York. Puedo enviarte todos esos datos a la terminal de tu oficina, si lo crees oportuno.
– Lo siento.
– Descuida. -Él se guardó la agenda y se levantó-. En esas compañías hay cientos, tal vez miles de empleados. Desde luego que puedo conseguirte una lista, por si sirve de algo. -Hizo una pausa y acarició el diamante que ella llevaba-. Debes saber que he trabajado y aprobado personalmente el diseño, y fui yo quien puso en marcha el proyecto. Llevamos perfeccionando ese modelo más de un año, y durante ese tiempo he revisado cada fase en un momento u otro. Encontrarás mis manos por todas partes.
Eve lo había imaginado. Lo había temido.
– Puede que no sea nada. Dickhead dice que mi teoría de incitación subliminal al suicidio raya en lo imposible.
Roarke esbozó una sonrisa.
– ¿Cómo vas a hacer caso de un hombre con ese nombre? Eve, tú misma probaste la nueva unidad.
– Sí, lo que hace tambalear mi débil hipótesis. Todo lo que saqué en claro fue un orgasmo. -Eve trató de sonreír-. Ojalá esté equivocada, Roarke. Quisiera estar equivocada y cerrar todos esos casos como suicidios. Pero si no…
– Nos ocuparemos de ello. Será lo primero que hagamos mañana por la mañana. Yo mismo investigaré. -Ella se disponía a negar con la cabeza, pero él le cogió la mano-. Eve, conozco el tema y tú no. Conozco a mi gente o al menos al jefe de departamento de cada etapa. Ya hemos trabajado juntos antes.
– No me gusta.
Roarke volvió a juguetear con el diamante que le colgaba entre los senos.
– Es una lástima, porque creo que a mí sí.