6. TEMORES NOCTURNOS

El palacio del Procurador sólo perdía una parte muy pequeña de su encanto durante la noche. Las flores nocturnas —ninguna variedad era nativa de la Tierra— abrían sus carnosas corolas blancas en festones que extendían su delicada fragancia hasta las paredes mismas del palacio. Las hebras artificiales de silicatos hábilmente entrelazadas en la aleación de aluminio inoxidable que formaba la estructura del palacio emitían un tenue centelleo violeta al sentir el impacto de la luz polarizada de la luna, y éste destacaba contra el brillo metálico que las rodeaba.

Ennius contemplaba las estrellas. Para él eran la belleza más auténtica que se podía llegar a imaginar, porque las estrellas constituían el Imperio.

El cielo de la Tierra era de un tipo intermedio. No poseía el encanto subyugador de los cielos de los mundos centrales, donde las estrellas rivalizaban las unas con las otras en una competencia cegadora que casi hacía desaparecer el negro de la noche convirtiéndolo en un fulgurante estallido de luz. Tampoco poseía la grandeza solitaria de los cielos de la periferia, donde la oscuridad casi absoluta sólo era interrumpida de vez en cuando por el titilar de una estrella solitaria, con la lente lechosa de la Galaxia que se extendía por el cielo haciendo desaparecer el brillo individual de las estrellas entre su polvareda diamantina.

Desde la Tierra era posible ver unas dos mil estrellas al mismo tiempo.

Ennius podía ver Sirio, a cuyo alrededor giraba uno de los diez planetas más poblados del Imperio. Allá estaba Arturo, capital del Sector en el que había nacido. El sol de Trántor, el planeta capital del Imperio, se hallaba perdido en algún lugar de la Galaxia; y ni tan siquiera un telescopio hubiese permitido distinguirlo del brillo general.

Ennius sintió que una mano se posaba suavemente sobre su hombro, y sus dedos subieron a su encuentro.

—¿Flora?

—Sí, por suerte —respondió su esposa en un tono de ligera diversión—. ¿Sabes que no has dormido desde que regresaste de Chica, y sabes también que no falta mucho para que amanezca? Quieres que te haga traer el desayuno aquí?

—¿Por qué no? —respondió Ennius. Sonrió cariñosamente a su esposa, movió la mano a tientas en la oscuridad buscando el rizo castaño que flotaba junto a su mejilla y tiró de él—. Bien, ¿y es necesario que tú me acompañes en mi vigilia, enturbiando así los ojos más hermosos de toda la Galaxia?

—Eres tú quien intenta enturbiarlos con palabras melosas —contestó ella en voz baja y suave, y liberó el mechón de cabello de entre los dedos de Ennius—. Pero ya te he visto así antes, y no me dejaré engañar. ¿Qué te tiene tan preocupado esta noche, querido?

—Lo que me preocupa siempre. Que te he sepultado aquí inútilmente, cuando no existe ni una sola corte virreinal en toda la Galaxia que no pudieras realzar con tu presencia.

—¿Y qué más te preocupa aparte de eso? Vamos, Ennius… No me dejaré engañar tan fácilmente.

Ennius meneó la cabeza entre las sombras.

—No lo sé —dijo—. Creo que una acumulación de pequeños disgustos ha acabado por deprimirme. Tengo el problema de Shekt y su sinapsificador, y también tengo al arqueólogo Arvardan con sus teorías…, y otras cosas, otras cosas. Oh, ¿de qué sirve todo, Flora? No estoy haciendo ningún progreso.

—Ya veo que esta hora de la madrugada no es la más oportuna para hacerte preguntas sobre tu estado de ánimo.

Pero Ennius continuó hablando entre dientes como si no la hubiese oído.

—¡Estos malditos terrestres! ¿Cómo es posible que tan pocos seres humanos supongan una carga tan grande para el Imperio? ¿Te acuerdas de lo que me dijo mi antecesor, Flora? Cuando me nombraron Procurador, el viejo Faroul me advirtió de las dificultades del cargo… Tenía toda la razón, y si de algo se le puede acusar es de que no llegó lo suficientemente lejos en sus advertencias. Pero por aquel entonces me burlé de él, y en mi fuero interno me dije que Faroul era una víctima de su incapacidad senil. Yo era joven, activo y audaz. Tendría más éxito que él… —Ennius guardó silencio durante unos instantes, aparentemente absorto en sus pensamientos, y cuando volvió a hablar lo que dijo no parecía tener ninguna relación con sus palabras anteriores—. Pero existen tantas pruebas independientes las unas de las otras que parecen demostrar que los terrestres vuelven a dejarse cegar por sus sueños de rebelión… —Miró a su esposa—. ¿Sabes que la doctrina de la Sociedad de Ancianos afirma que hubo un tiempo en el que la Tierra era la única patria de la humanidad, que es el centro sagrado de la raza, la única y verdadera representación del ser humano?

—Eso es lo mismo que nos dijo Arvardan hace dos noches, ¿verdad, querido?

La esposa del Procurador sabía que en aquellas ocasiones siempre era mejor permitir que se desahogara hablando.

—Sí —asintió Ennius con voz lúgubre—, pero por lo menos él se refirió solamente al pasado. La Sociedad de Ancianos también habla del futuro… Afirman que la Tierra volverá a ser el centro de la raza, e incluso dicen que ese mítico Segundo Reinado de la Tierra se halla muy próximo. Anuncian que el Imperio será destruido por una catástrofe general que dejará a la Tierra triunfante en toda su inimitable gloria… —La voz de Ennius se estremeció—. Toda su gloria de pueblo atrasado, bárbaro y hambriento de espacio vital, supongo. Esos mismos disparates encendieron la llama de la rebelión en tres ocasiones anteriores, y parece que los desastres sufridos por la Tierra no han conseguido quebrantar ni un ápice de su estúpida fe.

—Los terrestres son unos pobres desgraciados —dijo Flora—. ¿Qué les quedaría si no tuvieran la fe? Les falta todo lo demás: un planeta en el que se pueda vivir, una existencia decente… Incluso les falta el orgullo de ser aceptados en pie de igualdad por el resto de la Galaxia, y por eso se refugian en sus sueños. ¿Puedes culparles por ello?

—¡Sí, puedo hacerlo! —exclamó enérgicamente Ennius—. Que abandonen sus sueños y que luchen por conseguir la asimilación… Los terrestres no niegan que son diferentes, y lo único que quieren es sustituir lo «peor» por lo «mejor»; y no puedes pretender que el resto de la Galaxia se lo permita, Flora. Que abandonen su aislamiento, sus «Costumbres» anticuadas y ofensivas; que sean seres humanos y serán tratados como tales. Si se limitan a ser terrestres, sólo conseguirán seguir siendo tratados tal y como se ha tratado hasta ahora a los terrestres… Bah, todo esto no tiene ninguna importancia. ¿Qué está ocurriendo ahora con el sinapsificador? Ese pequeño detalle me quita el sueño…

Ennius frunció el ceño y contempló con expresión pensativa la nubosidad que empañaba la negrura casi metálica del confín oriental del cielo.

—¿El sinapsificador? Es el instrumento al que se refirió el doctor Arvardan durante la cena, ¿verdad? ¿Fuiste a Chica para averiguar de qué se trata?

Ennius asintió con la cabeza.

—Bien, ¿y qué has averiguado?

—Absolutamente nada —respondió Ennius—. Conozco a Shekt, ¿sabes? Le conozco muy bien… Sé ver cuándo está tranquilo y cuándo no lo está, Flora, y te aseguro que durante todo el tiempo que pasó conmigo ese hombre no dejó de temblar de miedo ni un instante; y cuando me marché su alivio resultó tan evidente que sólo le faltó dar saltos de alegría. Este misterio me preocupa cada vez más, Flora…

—¿Pero y el aparato? ¿Funcionará?

—¿Acaso soy neurólogo? Shekt dice que no. Me llamó para comunicarme que faltó muy poco para que el sinapsificador matara a un voluntario, pero no le creí. ¡Estaba terriblemente excitado! No, algo más que eso… ¡Exultaba de triunfo! Su voluntario había sobrevivido y el experimento había tenido éxito, o ya no sé reconocer cuándo un hombre se siente feliz. Bien, ¿qué motivos puede haber tenido para mentirme? ¿Crees que el sinapsificador funciona? ¿Crees que Shekt está creando una raza de genios?

—¿Pero entonces a qué viene tanto secreto?

—¡Ah! Sí, ¿por qué tanto secreto? Bueno, ¿acaso no te resulta evidente? ¿Por qué crees que fracasaron todas las rebeliones de los terrestres? Porque la Tierra lo tiene en contra casi todo, ¿verdad? Hay que aumentar el nivel medio de inteligencia del terrestre…, duplicarlo, triplicarlo. ¿Cuáles serán las probabilidades de que una rebelión tenga éxito entonces?

—Oh, Ennius…

—Podríamos acabar encontrándonos en la situación de simios enfrentados a seres humanos. ¿Cuáles serían las probabilidades expresadas en cifras?

—Te estás dejando asustar por fantasmas, querido. Nunca podrían ocultar algo semejante… Además, siempre te queda el recurso de solicitar que el Departamento de Provincias Exteriores envíe a un equipo de psicólogos para que sometan a exámenes constantes a grupos de terrestres elegidos al azar. Cualquier aumento anormal del nivel de inteligencia de los terrestres sería descubierto al instante, ¿no?

—Supongo que sí, pero quizá no sea la solución más adecuada. No estoy seguro de nada, Flora, salvo de que se está incubando una rebelión…, algo parecido a la sublevación del año 750, sólo que ésta probablemente será mucho peor.

—¿Estamos preparados para eso? Quiero decir que si estás tan seguro de que…

—¿Preparados? —La risa de Ennius sonó como un ladrido—. Sí, estoy preparado. La guarnición se halla en estado de alerta, y está armada hasta los dientes. He hecho todo lo posible con los recursos y materiales de los que dispongo…, pero no quiero enfrentarme a una rebelión, Flora. No quiero ser recordado como «el Procurador del amotinamiento», no quiero que mi nombre quede unido a la muerte y las matanzas… Me condecorarán por ello, pero dentro de un siglo los libros de historia dirán que he sido un tirano sanguinario. ¿Qué ocurrió con el Virrey de Santanni en el siglo sexto? ¿Acaso podía haber hecho algo distinto de lo que hizo, a pesar de que murieron millones de personas? Entonces le rindieron honores, ¿pero quién le elogia ahora? Preferiría ser recordado como el hombre que evitó una rebelión y salvó las vidas inútiles de veinte millones de idiotas —añadió Ennius con voz abatida.

—¿Estás seguro de que no puedes lograrlo…, ni tan siquiera ahora?

Flora se sentó a su lado y deslizó las yemas de los dedos a lo largo de su mandíbula. Ennius le cogió la mano y se la apretó.

—¿Cómo? Todo se vuelve en mi contra… Incluso el Departamento interviene en el conflicto ayudando a los fanáticos de la Tierra al enviar aquí a ese doctor Arvardan.

—Pero querido… No creo que ese arqueólogo pueda hacer nada tan terrible. Confieso que dice muchas locuras, desde luego, ¿pero qué daño puede causar?

—¿Es que no está claro? Arvardan quiere que le permitan demostrar que la Tierra es la patria original de la humanidad. Quiere proporcionar apoyo científico a la subversión.

—Entonces impide que lo haga.

—No puedo. Sí, Flora, es la verdad… Existe la teoría de que los Virreyes del Emperador pueden hacer cualquier cosa, pero no es así. Arvardan cuenta con una autorización escrita del Departamento de Provincias Exteriores. Su viaje ha sido aprobado por el Emperador, y eso me deja totalmente impotente. No podría hacer nada sin apelar previamente al Consejo Central, y para eso se necesitarían meses… ¿Y qué motivos podría dar? Por otra parte, si intentase detener a Arvardan utilizando la fuerza cometería un acto de rebelión, y tú sabes muy bien que después de la Guerra Civil del año 78o el Consejo Central está más que dispuesto a destituir a cualquier funcionario imperial que se exceda en el ejercicio de sus poderes. ¿Y qué ocurriría después? Sería sustituido por alguien que no estaría al corriente de la situación terrestre, y Arvardan seguiría adelante con sus trabajos.

»Y esto no es lo peor de todo, Flora. ¿Sabes cómo pretende demostrar la antigüedad de la Tierra? Adelante, a ver si lo adivinas…

—Te estás burlando de mí, Ennius —replicó ella con una risa suave y musical—. ¿Cómo quieres que lo adivine? No soy arqueóloga… Supongo que mediante excavaciones en las que tratará de encontrar estatuas o huesos antiguos para calcular su antigüedad mediante la radiactividad o algo parecido.

—Ojalá se tratara de eso… No, según me explicó ayer, lo que se propone hacer es entrar en las zonas radiactivas de la Tierra. Arvardan piensa que allí encontrará artefactos humanos, y que una vez los haya encontrado podrá demostrar que provienen de una época anterior a aquella en la que el suelo de la Tierra se hizo radiactivo. Él insiste en que la radiactividad es de origen artificial, ¿sabes? Así es como fijará las fechas.

—Pero eso es más o menos lo que he dicho yo, ¿no?

—¿Sabes lo que significa entrar en las zonas radiactivas? Las llaman Zonas Vedadas, Flora, y es una de las Costumbres más rígidas de los terrestres. Nadie puede entrar en las Zonas Vedadas, y las zonas radiactivas están vedadas.

—¡Pero eso es una suerte para ti, Ennius! Los mismos terrestres detendrán a Arvardan.

—Oh, sí, excelente… ¡El Primer Ministro se encargará de detener a Arvardan! ¿Y cómo vamos a convencerle después de que no se trata de un proyecto oficial, y de que el Imperio no está protegiendo un sacrilegio deliberado?

—El Primer Ministro no puede ser tan quisquilloso, Ennius.

—¿Eso piensas? —preguntó Ennius, y retrocedió para ver mejor a su esposa. La oscuridad había sido sustituida por una penumbra en la que la silueta de Flora apenas resultaba visible—. Tu ingenuidad es realmente enternecedora, querida… Pues claro que puede ser tan quisquilloso. ¿Sabes qué ocurrió hace aproximadamente cincuenta años? Te lo contaré, y después podrás juzgar por ti misma. Bien, la Tierra no permite que haya símbolos exteriores del dominio imperial sobre su mundo, porque sus habitantes insisten en que la Tierra tiene todo el derecho legal a gobernar la Galaxia. Supongo que recordarás que el joven Stannell II —el Emperador niño que estaba ligeramente chiflado, y que fue eliminado mediante un asesinato después de haber reinado durante dos años ordenó que se izara la enseña imperial en la Cámara del Consejo de Washenn. La orden en sí era razonable, puesto que la enseña del Imperio está presente en todas las Cámaras planetarias de la Galaxia como símbolo de la unidad imperial. ¿Pero qué ocurrió en este caso? Pues que el día en que se izó la enseña, la ciudad se convirtió en un hervidero de disturbios. Los lunáticos de Washenn arriaron la enseña imperial y se sublevaron contra la guarnición. Stannell II estaba lo bastante loco como para exigir que su orden fuera cumplida aunque tuviera que llegarse al extremo de matar a todos los terrestres para conseguirlo, pero por suerte fue asesinado antes de que eso pudiera ocurrir. Edard, su sucesor, canceló la orden de izar la enseña, y volvió a reinar la paz.

—¿Entonces eso significa que la enseña imperial no volvió a ser izada? —preguntó Flora en un tono de voz impregnado de incredulidad.

—Significa exactamente eso. ¡Por las estrellas, pero si la Tierra es el único entre los millones y millones de planetas del Imperio que no tiene la enseña imperial izada en su Cámara del Consejo! Sí, la Tierra, el planeta miserable en el que nos hallamos ahora… Te aseguro que si volviéramos a intentarlo los terrestres lucharían hasta la muerte para impedirlo. ¿Y tú me preguntas si son quisquillosos? Te digo que están locos, Flora…

Se hizo el silencio, y la aurora empezó a iluminar lentamente el cielo. El silencio acabó siendo roto por la voz de Flora.

—Ennius… —murmuró la esposa del Procurador.

—¿Sí?

—En realidad tú no estás preocupado por el daño que esa rebelión que esperas se produzca de un momento a otro pueda causar a tu reputación, ¿verdad? No sería tu esposa si no fuese capaz de adivinar una parte de los pensamientos que pasan por tu cabeza, y me parece que estás esperando que ocurra algo muy peligroso para el Imperio. No deberías ocultarme nada, Ennius. Temes que los terrestres acaben triunfando, ¿no?

—No puedo hablar de eso, Flora. —Un brillo atormentado iluminó los ojos del Procurador—. Es algo tan débil que no llega a ser ni una intuición, ¿comprendes? Puede que cuatro años de residencia en este planeta sean demasiados años para un hombre cuerdo. ¿Pero por qué están tan confiados esos terrestres?

—¿Cómo sabes que lo están?

—Oh, te aseguro que así es. Yo también tengo mis fuentes de información, ¿sabes? Después de todo ya han sido diezmados tres veces, ¿no? No pueden quedarles ilusiones de ninguna clase… Y sin embargo están dispuestos a enfrentarse con doscientos millones de mundos, cada uno de los cuales es más poderoso que el suyo, y confían ciegamente en sí mismos. ¿Acaso su fe en algún destino o fuerza sobrenatural que sólo tiene significado para ellos puede llegar a ser tan obstinada? Quizá…, quizá…

—¿Quizá qué, Ennius?

—Quizá cuentan con armas secretas.

—¿Armas secretas tan potentes que permitirán que un solo mundo derrote a doscientos millones de planetas? Vamos, Ennius… Estás delirando. Ningún arma es capaz de hacer algo semejante.

—Ya te he hablado del sinapsificador.

—Y yo te he explicado cómo puedes controlar los posibles efectos de ese aparato. ¿Sabes de alguna otra arma que puedan utilizar?

—No —replicó el Procurador de mala gana.

—Claro, porque no es posible que existan armas semejantes. Y ahora te diré lo que debes hacer, querido. ¿Por qué no hablas con el Primer Ministro y le informas de cuáles son los planes de Arvardan? Invítale oficiosamente a no concederle el permiso. Eso eliminará toda sospecha de que el gobierno imperial tiene alguna participación en esta estúpida violación de las Costumbres terrestres…, o por lo menos debería eliminarla. AL mismo tiempo, habrás conseguido detener a Arvardan sin verte involucrado. Después solicitarás al Departamento que te envíe dos buenos psicólogos…, o quizá sería mejor que solicitaras a cuatro para que por lo menos te envíen dos, y cuando lleguen harás que investiguen las posibilidades de uso del sinapsificador. Nuestros soldados podrán ocuparse del resto, y mientras lo hacen dejaremos que la posteridad se cuide sola. ¿Y ahora por qué no duermes un rato aquí? Podemos desplegar el sillón, usarás mi manto de pieles para abrigarte, y haré que te envíen la bandeja con el desayuno apenas te hayas despertado. La luz del sol hará que todo resulte distinto.

Y así fue cómo el Procurador Ennius se durmió cinco minutos antes del amanecer, después de haber permanecido en vela durante toda la noche.

Y ocho horas más tarde, el Primer Ministro de la Tierra se enteró por boca del Procurador en persona de la presencia de Bel Arvardan en el planeta y de la naturaleza de la misión que le había llevado hasta allí.

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