¡Y el plazo venció!
Luz…
Una luz borrosa y sombras difusas que se confundían y arremolinaban a su alrededor, y que iban cobrando nitidez poco a poco…
Un rostro… Dos ojos que le contemplaban…
—¡Pola! —exclamó Arvardan, y todo se hizo claro en un instante—. ¿Qué hora es?
Sus dedos apretaron con fuerza la muñeca de la muchacha, y Pola hizo una mueca involuntaria de dolor.
—Son las siete pasadas —susurró ella—. Ya ha vencido el plazo que teníamos.
Arvardan miró frenéticamente a su alrededor y saltó del catre en el que había estado acostado, sin hacer caso al dolor que aquel movimiento tan repentino produjo en sus articulaciones. Shekt, que estaba sentado en un sillón, levantó la cabeza para hacer un gesto de asentimiento impregnado de amargura.
—Todo ha terminado, Arvardan.
—Entonces Ennius…
—Ennius no ha querido arriesgarse —dijo Shekt—. Qué extraño, ¿verdad? —El anciano físico dejó escapar una risita enronquecida—. Sin ayuda de nadie, nosotros tres descubrimos un siniestro complot contra la humanidad, capturamos al cabecilla de la conspiración y hacemos que comparezca ante la justicia… Parece uno de esos holodramas en que los héroes acaban triunfando gloriosamente justo cuando todo parecía perdido, ¿no? Los holodramas suelen terminar en ese momento, pero en nuestro caso la acción continuó y descubrimos que nadie nos creía. Eso no ocurre en los holodramas, ¿verdad? Los holodramas siempre acaban bien… Sí, resulta muy extraño…
Las palabras se convirtieron en sollozos desgarradores.
Arvardan se sintió incapaz de soportar el espectáculo de su dolor, y apartó la mirada. Los ojos de Pola eran universos oscuros, húmedos e inundados de llanto; y Arvardan se perdió en ellos durante un momento. Sí, sus ojos eran dos cosmos llenos de estrellas, y pequeños bólidos de metal brillante volaban hacia ellas devorando años luz a medida que penetraban en el hiperespacio siguiendo siniestras trayectorias meticulosamente calculadas; y muy pronto, tal vez en ese mismo instante, se acercarían, atravesarían atmósferas, descargarían lluvias invisibles de virus mortales…
Bien, todo había acabado. Ya era imposible impedirlo.
—¿Dónde está Schwartz? —preguntó con un hilo de voz.
—No hemos vuelto a verle desde que se lo llevaron —respondió Pola meneando la cabeza.
La puerta se abrió. Arvardan aún no estaba tan resignado a la idea de la muerte como para no alzar la cabeza con una débil luz de esperanza en los ojos.
Pero era Ennius, y el semblante de Arvardan se endureció y giró la cabeza.
Ennius se acercó y contempló en silencio durante unos momentos al padre y a la hija, pero incluso en aquellos instantes Shekt y Pola eran antes que nada dos terrestres y no podían decir nada al Procurador, a pesar de que sabían que aunque sus vidas terminarían pronto y de manera violenta la del Procurador terminaría todavía más pronto y de forma todavía más violenta.
—¿Doctor Arvardan? —murmuró Ennius poniendo una mano sobre el hombro del arqueólogo.
—¿Sí, Su Excelencia? —replicó Arvardan imitando con sarcástica amargura la entonación de su interlocutor.
—Son más de las seis —le informó Ennius.
El Procurador no había dormido en toda la noche. La decisión de absolver oficialmente a Balkis no le había convencido de que los acusadores estuvieran locos…, o sometidos a un inexplicable control mental. Ennius había pasado las horas contemplando cómo el cronómetro sin alma marcaba la aproximación del fin de la Galaxia.
—Sí —asintió Arvardan—. Son más de las seis y las estrellas continúan brillando.
—Pero usted sigue creyendo que estaban en lo cierto, ¿no?
—Las primeras víctimas morirán dentro de pocas horas, Su Excelencia —dijo Arvardan—. Nadie prestará una atención especial a ello, porque todos los días mueren seres humanos. Dentro de una semana habrá centenares de miles de muertos, y el porcentaje de mejorías se aproximará al cero. Ningún medicamento conocido será capaz de curar la enfermedad, y muchos planetas enviarán mensajes de emergencia solicitando ayuda contra la epidemia. Dentro de dos semanas infinidad de planetas se habrán sumado a la petición de ayuda, y se declarará el estado de emergencia en los sectores más próximos. Dentro de un mes la Galaxia se retorcerá en las garras implacables de la infección, y dentro de dos meses habrá muerto… ¿Qué hará usted cuando empiecen a llegarle los primeros informes?
»Permítame que extienda mi predicción a ese punto. Enviará comunicados diciendo que el origen de la epidemia quizá haya que buscarlo en la Tierra, pero eso no ayudará a salvar ninguna vida. Después declarará la guerra a la Sociedad de Ancianos, y borrará de la faz del planeta a todos los terrestres…, lo cual tampoco salvará ninguna vida. Si no hace eso, quizá decida actuar como intermediario entre su amigo Balkis y el Consejo Galáctico o los supervivientes del mismo. Quizá incluso acabe teniendo el honor de entregar a Balkis los restos miserables de lo que había sido un Imperio colosal a cambio de la antitoxina, que podrá o no llegar a un número de mundos suficiente en cantidades suficientes y en el tiempo suficiente como para salvar la vida de un solo ser humano.
Ennius sonrió, pero su sonrisa carecía de convicción.
—¿No cree que está exagerando un poco?
—Oh, sí. Yo soy un muerto y usted es un cadáver; pero será mejor que nos lo tomemos con la frialdad y la calma que exigen las condenadas tradiciones del Imperio, ¿no le parece?
—Si me guarda rencor porque utilicé el látigo neurónico contra usted…
—Oh, le aseguro que no siento ni el más mínimo rencor hacia Su Excelencia —respondió el arqueólogo irónicamente—. De hecho, estoy tan acostumbrado al látigo neurónico que ya apenas noto sus efectos.
—Bien, entonces intentaré explicárselo de la forma más lógica posible. Este asunto se ha convertido en un embrollo de lo más desagradable… Sería difícil presentar un informe que tuviera alguna apariencia de lógica, y ocultar lo ocurrido resultará igualmente difícil a menos que se tenga alguna razón sólida para ello. Los otros acusadores son terrestres, doctor Arvardan, por lo que su voz es la única que tiene cierto peso. ¿Qué me diría de firmar un documento en el que se dijera que hizo esa acusación cuando no se hallaba en pleno uso de sus…? Bueno, ya buscaremos alguna frase que pueda resultar convincente sin que sea necesario hablar del control mental.
—No hay ningún problema. Diga que estaba loco, borracho, hipnotizado o bajo los efectos de alguna droga… Cualquier excusa servirá.
—Oiga, ¿le importaría tratar de ser razonable? Le repito que ha sido engañado. —La voz de Ennius se había convertido en un susurro cargado de tensión—. Usted nació en Sirio. ¿Por qué se ha enamorado de una terrestre?
—¿Qué?
—No grite. Quiero decir que… Bueno, ¿cree que de haberse hallado en su estado normal podría haber llegado a enamorarse de ella? ¿Podría haber llegado a pensar en algo semejante?
Ennius movió la cabeza en un gesto casi imperceptible señalando a Pola.
Arvardan contempló al Procurador Ennius con expresión sorprendida durante unos momentos. Después movió velozmente un brazo y agarró por el cuello a la más elevada autoridad imperial existente en la Tierra. Ennius tiró desesperada e inútilmente de las robustas manos de su agresor.
—¡Considérese…, arrestado, doctor … Arvardan —jadeó Ennius.
La puerta volvió a abrirse y el coronel fue hacia ellos.
—Su Excelencia, la chusma de la Tierra ha vuelto.
—¿Cómo? ¿Es que Balkis no habló con sus funcionarios? Se suponía que iba a hacer los arreglos necesarios para permanecer una semana en el fuerte sin que hubiese disturbios.
—Habló con ellos, y sigue aquí; pero la turba también está aquí. Todo está preparado para hacer fuego contra los terrestres, y en mi calidad de comandante militar es precisamente lo que aconsejo que se haga. ¿Tiene alguna sugerencia que hacer al respecto, Su Excelencia?
—No disparen hasta que haya hablado con Balkis. Haga que venga aquí. —Ennius se volvió hacia Arvardan—. Después me ocuparé de usted, doctor Arvardan.
Balkis entró en la habitación con una sonrisa en los labios. Hizo un reverencia formal a Ennius, quien respondió con una ligera inclinación de cabeza.
—Me han informado de que sus hombres han ocupado todos los caminos que llevan al Fuerte Dibburn —dijo el Procurador sin perder tiempo en más preámbulos—. Esto no era lo convenido, Balkis. No queremos derramar sangre, pero nuestra paciencia también tiene un límite. ¿Puede conseguir que se dispersen pacíficamente?
—Por supuesto, Su Excelencia…, si lo deseo.
—¿Si lo desea…? Será mejor que lo desee…, ¡e inmediatamente!
—¡De ninguna manera, Su Excelencia! —respondió el secretario mientras sonreía y estiraba un brazo. Su voz se había vuelto brutalmente cortante. Había estado contenida durante demasiado tiempo, y por fin podía desahogarse—. ¡Estúpido! Ha esperado demasiado y ahora puede morir por eso…, o vivir como un esclavo, si lo prefiere, pero recuerde que no será una existencia fácil.
El salvajismo y el fervor con que fueron pronunciadas aquellas palabras no parecieron afectar a Ennius. Incluso ahora y ante lo que indudablemente era el golpe más violento recibido por el Procurador del Imperio a lo largo de toda su carrera, la serenidad del diplomático profesional no le abandonó; y el único efecto visible fue que la expresión de Ennius se volvió un poco más cansada que de costumbre.
—Así que mi cautela al fin me ha hecho cometer un error espantosamente grave, ¿eh? ¿La historia del virus era…, era cierta? —En el tono de voz de Ennius había algo extraño, una especie de distanciamiento distraído—. Pero la Tierra, usted mismo… Todos son mis rehenes.
—¡Nada de eso! —gritó Balkis al instante con voz triunfal—. Usted y los suyos son mis rehenes—. El virus que se está diseminando ahora por el universo no ha olvidado la Tierra; y el aire que se respira en todas las guarniciones imperiales del planeta, la del Everest incluida, ya ha sido concienzudamente contaminado con él. Los terrestres somos inmunes, ¿pero qué tal se encuentra usted, Procurador? ¿Se siente débil, nota reseca la garganta, empieza a dolerle la cabeza como si tuviera fiebre…? No tardará mucho en notar todos esos síntomas, ¿sabe? ¡Y sólo puede obtener el antídoto de nuestras manos!
Ennius guardó silencio y de repente sus delgadas facciones adoptaron una expresión increíblemente altiva.
—Doctor Arvardan, comprendo que debo pedirle disculpas por haber dudado de su palabra —dijo con rígida cortesía volviéndose repentinamente hacia el arqueólogo—. Doctor Shekt, señorita Shekt … les ruego que me perdonen.
—Muchas gracias por sus disculpas —respondió Arvardan mostrando los dientes— Nos resultarán muy útiles a todos.
—Tengo sobradamente merecido su sarcasmo —dijo el Procurador—. Ahora, si me lo permiten volveré al Everest para morir con mi familia. Todo posible compromiso con este…, este hombre es inconcebible, naturalmente. No dudo que los soldados imperiales destacados en la Tierra sabrán comportarse dignamente antes de morir, y serán muchos los terrestres que podrán precedernos por los caminos de la muerte. Adiós.
—Un momento, un momento… No se vaya aún.
La cabeza de Ennius giró muy, muy despacio para volverse hacia el lugar del que procedía la voz del recién llegado.
Y Joseph Schwartz atravesó el umbral muy, muy despacio. Su frente estaba llena de arrugas, y se tambaleaba ligeramente a causa del cansancio.
El secretario se puso tenso y retrocedió de un salto, pero enseguida se enfrentó al hombre llegado del pasado contemplándole con una súbita mezcla de alarma y desconfianza.
—¡No podrá arrancarme el secreto del antídoto! —gritó—. Sólo ciertos hombres lo tienen, y no son los mismos que han sido adiestrados en su utilización. Todos ellos están ocultos en un lugar seguro, donde permanecerán fuera de su alcance durante el tiempo que necesite la toxina para surtir su efecto.
—Ya están fuera de nuestro alcance —asintió Schwartz—, pero no por el tiempo que podría tardar la toxina en surtir efecto. Verá, ya no hay toxina y tampoco hay ningún virus que destruir…
Aquella revelación tan inesperada no fue aceptada en todo su significado, y la mente de Arvardan concibió una idea desconcertante. ¿Y si había sido engañado, y si todo aquello sólo había sido una burla gigantesca que también había incluido al secretario? En ese caso, ¿cuál podía haber sido el motivo?
—¡Vamos, explíquese! —exclamó Ennius—. ¿Qué quiere decir?
—No es muy complicado —dijo Schwartz—. Cuando estuvimos aquí ayer por la noche comprendí que no conseguiría nada quedándome sentado y escuchando, así que pasé un buen rato manipulando con mucha delicadeza la mente del secretario… Tenía que ser lo más discreto posible porque temía ser descubierto, ¿comprenden? Al final Balkis pidió que me sacaran de la sala. Era justo lo que yo deseaba, naturalmente, y el resto resultó muy fácil. Dormí a mi guardia y partí rumbo al aeródromo. La fortaleza se encontraba en estado de alerta. Las aeronaves estaban cargadas de combustible, armadas y listas para emprender el vuelo. Los pilotos estaban esperando impacientes. Escogí a uno…, y despegamos con rumbo a Senloo.
El secretario dio la impresión de que quería decir algo. Sus mandíbulas se movieron, pero no llegaron a emitir ningún sonido.
—¡Pero usted no podía obligar a nadie a pilotar un avión! —exclamó Shekt—. Lo máximo que podía hacer con el control mental era obligar a alguien a caminar.
—Cierto…, cuando he de trabajar contra la voluntad de alguien; pero la mente del doctor Arvardan me había revelado lo mucho que odian los nativos de Sirio a los terrestres. Busqué un piloto que hubiese nacido en el Sector de Sirio, y acabé decidiéndome por el teniente Claudy.
—¿El teniente Claudy? —exclamó Arvardan.
—Sí… Oh, así que conoce al teniente. Ya veo… Su imagen está muy clara en su mente.
—Ya lo creo… Siga, Schwartz.
—Ese oficial aborrece a los terrestres con un odio tan intenso que incluso yo tuve dificultades para comprenderlo a pesar de que estaba en contacto con su mente. Deseaba bombardearlos, destruirlos… Lo único que lo retenía impidiéndole partir inmediatamente en su aeronave era la disciplina militar. Ese tipo de mente es muy particular, ¿saben? Bastó con un poco de sugestión y con aplicar un pequeño impulso, y la disciplina dejó de ser capaz de contener al teniente. Creo que ni tan siquiera se dio cuenta de que subía a la aeronave con él…
—¿Y cómo consiguió localizar Senloo? —preguntó Shekt.
—En mis tiempos había una ciudad llamada San Luis[1], situada en la confluencia de dos grandes ríos —respondió Schwartz—. Encontramos Senloo sin dificultad. Era de noche, pero había un manchón oscuro perdido en un mar de radiactividad…, y el doctor Shekt había dicho que el Templo era un oasis de terreno normal. Dejamos caer una bengala…, o por lo menos ésa fue la sugerencia mental que hice al teniente Claudy, y la luz reveló un edificio en forma de estrella de cinco puntas. Coincidía con la imagen que había captado en la mente del secretario. En el sitio donde estaba ese edificio ahora sólo hay un cráter de treinta metros de profundidad. Eso ocurrió a las tres de la madrugada. No se llegó a lanzar ni un solo cohete lleno de virus, y el universo vuelve a ser libre.
Los labios del secretario dejaron escapar un chillido animal que parecía el aullido fantasmagórico de un demonio torturado. Pareció prepararse para dar un salto…, y de repente su cuerpo se relajó y el secretario cayó al suelo.
Un hilillo de saliva chorreaba de su labio inferior.
—No le he hecho nada —murmuró Schwartz—. Regresé antes de las seis —añadió mientras contemplaba con expresión pensativa a la figura caída en el suelo—, pero comprendí que tendría que esperar a que hubiese vencido el plazo. Más tarde o más temprano Balkis necesitaría alardear de lo que había hecho. Lo había leído en su mente, y la única forma de probar su culpabilidad que tenía a mi alcance era permitir que él mismo la confesara. Y ahora Balkis ha caído al fin…