El comienzo del cambio se agitaba confusamente en la mente de Joseph Schwartz. Había vuelto a analizarlo muchas veces en el silencio absoluto de la noche (y ahora las noches eran muchísimo más silenciosas, y de vez en cuando se preguntaba si realmente hubo algún tiempo en el que retumbaron y ardieron con la vida tumultuosa y enérgica de millones de seres humanos), y le habría gustado poder decir con precisión cuál había sido el momento en el que se inició.
El primer paso había llegado con aquel lejano y estremecedor día de temores en el que se había encontrado solo en un mundo extraño, un día que ahora se le aparecía tan vago como el mismo recuerdo de Chicago. Después había llegado el viaje a Chica, con su extraño y complicado final. Schwartz pensaba en aquello con frecuencia.
Había algo relacionado con aquel aparato…, con las píldoras que había engullido. Después vinieron los días de recuperación seguidos por la fuga, el vagabundeo y los hechos inexplicables de aquella última hora transcurrida en los grandes almacenes. Schwartz nunca conseguía recordar del todo aquella parte, pero en los dos meses transcurridos desde entonces su memoria se había ido volviendo cada vez más aguda y todo estaba cada vez más claro.
Los hechos ya habían empezado a resultar extraños incluso entonces. Schwartz había adquirido una gran sensibilidad a la atmósfera emocional. El anciano doctor y su hija estaban nerviosos y asustados. ¿Lo había sabido ya entonces o no había sido más que una impresión fugaz reforzada por la creciente claridad mental adquirida después?
Pero en los grandes almacenes Schwartz había sido consciente de lo que iba a ocurrir antes de que el hombre alto estirase la mano y la pusiera sobre su hombro…, exactamente antes. Había comprendido que estaba atrapado y el anuncio no había llegado a tiempo de salvarle, pero había sido una demostración muy clara del cambio.
Y después habían llegado las jaquecas, aunque no eran precisamente jaquecas. Parecían más bien palpitaciones, como si una dínamo oculta en su cerebro hubiese empezado a funcionar de repente y estuviera haciendo vibrar todos los huesos del cráneo de Schwartz con una actividad inusitada. En Chicago no había sentido nada parecido —suponiendo que su fantasía sobre Chicago tuviese algún significado, naturalmente—, ni tampoco durante los primeros días que había vivido en aquella realidad.
¿Le habían hecho algo durante aquel primer día en Chica? El aparato, las píldoras… Estaba claro que contenían un anestésico. ¿Una operación? El curso de los pensamientos de Schwartz, que ya había llegado a aquel punto en un centenar de ocasiones, volvió a interrumpirse.
Había abandonado Chica al día siguiente de su fracasado intento de fuga, y ahora el tiempo transcurría tranquilamente y sin sorpresas.
Grew repetía palabras y le señalaba objetos o gesticulaba desde su silla de ruedas, tal y como lo había hecho antes la muchacha, Pola; hasta que de repente un día Grew dejó de hablar una jerigonza ininteligible y empezó a hablar en inglés o… No, fue él mismo, él, Joseph Schwartz quien dejó de hablar inglés y empezó a hablar en una jerigonza ininteligible, con la única diferencia de que de repente dejó de resultarle ininteligible.
Todo era muy fácil. Aprendió a leer en sólo cuatro días, y él mismo quedó sorprendido. Hubo un tiempo en el que había tenido una memoria excelente —aquella especie de sueño en Chicago—, o por lo menos eso le había parecido; pero nunca había sido capaz de realizar hazañas semejantes…, y sin embargo Grew no parecía asombrado.
Schwartz dejó de devanarse los sesos.
Y cuando el otoño se hizo verdaderamente dorado todo volvió a estar claro, y Schwartz salió a trabajar al campo. La forma en que aprendía resultaba realmente desconcertante, y otra sorpresa era que nunca se equivocaba. Por ejemplo, había máquinas muy complicadas que manejaba sin dificultad después de haber oído sólo una vez la explicación de cómo funcionaban.
Esperó la estación fría, pero ésta nunca acabó de llegar. Pasaron el invierno limpiando los campos y fertilizándolos en una docena de formas distintas para la siembra de la primavera.
Interrogó a Grew e intentó explicarle qué era la nieve, pero el anciano se limitó a contemplarle con los ojos muy abiertos.
—Agua helada que cae del cielo como si fuese lluvia, ¿eh? —comentó por fin—. ¡Oh, sí, la palabra para eso es nieve! Tengo entendido que ocurre en otros planetas, pero no en la Tierra.
A partir de entonces Schwartz fue fijándose en la temperatura, Y descubrió que variaba muy poco de un día para otro; pero los días se iban acortando poco a poco, tal y como correspondía a una zona tan septentrional como Chicago. Schwartz se preguntó si estaba en la Tierra o en otro planeta.
Intentó leer algunos de los libros en microfilme de Grew, pero no tardó en desistir. La gente seguía siendo gente, pero los detalles de la vida diaria y el conocimiento de lo que se daba por sabido o las alusiones históricas y sociológicas que no significaban nada para él acabaron desanimándole.
Los enigmas subsistían. Estaban las lluvias uniformemente cálidas, y las absurdas instrucciones que recibía de vez en cuando prohibiéndole que se acercara a ciertas áreas. Por ejemplo, una noche se había sentido tan intrigado por el horizonte resplandeciente y el brillo azul que se veía hacia el sur que no pudo contenerse por más tiempo.
Salió de la casa después de cenar, y aún no llevaba recorrido un kilómetro de distancia cuando oyó a su espalda el casi imperceptible zumbido del motor del vehículo birrueda, y el grito colérico de Arbin resonó en el silencio de la noche. Schwartz se detuvo y fue llevado de regreso a la granja.
—No debe acercarse a ningún lugar que brille durante la noche —dijo Arbin paseándose nerviosamente delante de él.
—¿Por qué? —preguntó ingenuamente Schwartz.
—Porque está prohibido —fue la seca respuesta que obtuvo—. Schwartz, ¿es que realmente no sabe lo que hay allí? —preguntó Arbin después de un prolongado silencio.
Schwartz hizo una mueca de ignorancia.
—¿De dónde viene? —preguntó Arbin—. ¿Es un…, un espacial?
—¿Qué es un espacial?
Arbin se encogió de hombros y le dejó solo.
Pero aquella noche tuvo una gran importancia para Schwartz, porque mientras recorría ese kilómetro escaso hacia la fosforescencia la extraña sensación de su mente se había sublimado hasta convertirse en el Contacto Mental. Schwartz lo llamaba así, y ésa fue la ocasión en la que estuvo más cerca de poder describirlo.
Estaba solo en la oscuridad purpúrea, y la extraña blandura del pavimento parecía engullir el sonido de sus pasos. No había visto a nadie. No había tocado nada.
O mejor dicho… Sí, había sido algo parecido a un roce, pero no había estado en su cuerpo. Estaba en su mente. No era exactamente un contacto, sino una presencia indefinible…, algo parecido a un cosquilleo aterciopelado.
Y de repente hubo dos…, dos contactos distintos, separados; y el segundo —¿cómo podía distinguirlos?— fue más fuerte (no, ésa no era la palabra correcta); fue más claro, más definido…
Y entonces comprendió que era Arbin. Lo supo por lo menos cinco minutos antes de oír el ruido del motor y diez minutos antes de ver a Arbin.
Después la experiencia se fue repitiendo con una frecuencia cada vez mayor.
No tardó en descubrir que siempre sabía cuando Arbin, Loa o Grew se encontraban a menos de cien metros de él, aunque no tuviese ningún motivo para saberlo y aunque tuviese motivos para suponer precisamente lo contrario. Era difícil convencerse, y sin embargo no tardó en parecerle natural.
Hizo algunos experimentos y descubrió que siempre sabía exactamente dónde se encontraba cualquiera de ellos en cualquier momento. Podía distinguirlos porque el contacto mental variaba de una persona a otra. Nunca les habló de ello.
Y a veces se preguntaba cuál había sido el significado de aquel primer contacto mental percibido mientras caminaba hacia el resplandor del horizonte. No había pertenecido a Arbin ni a Loa ni a Grew. Bueno, ¿acaso tenía alguna importancia?
Más tarde la tuvo. Un día experimentó aquel mismo contacto mientras se ocupaba de conducir al ganado, y corrió en busca de Arbin.
—Arbin, ¿qué sabe sobre esa arboleda que está más allá de las colinas del sur? —le preguntó.
—Nada —gruñó Arbin—. Son terrenos ministeriales.
—¿Qué quiere decir?
Arbin pareció irritarse.
—Para usted no tiene ninguna importancia, ¿verdad? —replicó—. «Terrenos ministeriales» quiere decir que son propiedad del Primer Ministro.
—¿Y por qué no están cultivados?
—Porque no es un sitio para cultivar —replicó Arbin, pareciendo un poco desconcertado—. En los tiempos antiguos eran un gran Centro… Es un lugar sagrado que no debe ser profanado. Oiga, Schwartz, si quiere vivir sin problemas aquí, controle su curiosidad y ocúpese de su trabajo.
—Pero si es un lugar sagrado supongo que nadie podrá vivir allí, ¿no es cierto?
—Exactamente.
—¿Está seguro de ello?
—Estoy totalmente seguro…, y no debe ir allí. Eso le costaría la vida, ¿entiende?
—No lo haré.
Schwartz se alejó sintiéndose perplejo y extrañamente intranquilo. El contacto mental había llegado desde aquella arboleda y había sido muy intenso, y algo nuevo e inexplicable acababa de agregarse a la sensación anterior. Era un matiz hostil, como un roce amenazador.
¿Por qué? ¿Por qué?
Pero aún no se atrevía a hablar. No le habrían creído, y las consecuencias habrían resultado muy desagradables. Schwartz también sabía aquello. De hecho, Schwartz sabía demasiadas cosas.
Y además últimamente se sentía más joven. No tanto físicamente, desde luego, aunque el estómago se le había encogido y sus hombros se habían vuelto más robustos. Sus músculos parecían más resistentes y flexibles y sus digestiones habían mejorado mucho. Todo aquello era el resultado del trabajo al aire libre, pero había algo más de lo que era consciente…, y aquel algo estaba relacionado con su forma de pensar.
Los viejos siempre tienden a olvidar cómo era el pensamiento en su juventud. Olvidan la velocidad de las reacciones mentales, la audacia de la intuición juvenil y la agilidad de la introspección. Se han acostumbrado a formas más lentas del razonamiento, y como eso se debe en gran parte a la acumulación gradual de experiencias los viejos siempre se creen más inteligentes que los jóvenes.
Pero Schwartz conservaba la experiencia, y descubrió con gran satisfacción que era capaz de comprender las cosas al instante, y gradualmente fue progresando desde seguir las explicaciones de Arbin hasta ser capaz de anticiparlas adelantándose a él. La consecuencia de todo aquello fue que su sensación de haber rejuvenecido era mucho más sutil que la que podría haberle producido cualquier incremento de sus capacidades físicas.
Transcurrieron dos meses…, y de repente todo salió a la luz cuando estaba jugando al ajedrez con Grew en la glorieta.
Resultaba extraño, pero el ajedrez no había sufrido ningún cambio salvo en el nombre de las piezas. El juego se conservaba tal y como Schwartz lo recordaba, y eso le servía de consuelo; ya que al menos en ese detalle su memoria enferma no le había jugado una mala pasada.
Grew le explicó las distintas variaciones desarrolladas en el ajedrez. Había un ajedrez a cuatro manos en el que cada jugador tenía un tablero. Los tableros se tocaban en las esquinas, con un quinto tablero considerado como una «tierra de nadie» ocupando el hueco central. Había un ajedrez tridimensional en el que se colocaban ocho tableros transparentes uno encima de otro, y donde cada pieza se desplazaba en tres dimensiones al igual que antes lo había hecho en dos. El número de piezas se había duplicado, y sólo se triunfaba dando jaque mate simultáneamente a los dos reyes enemigos. Incluso había variaciones populares en las que las posiciones originales se decidían mediante un lanzamiento de dados, otras en las que ciertos cuadrados del tablero conferían ventajas o desventajas a las piezas colocadas sobre ellos o en las que se habían introducido piezas nuevas dotadas de extrañas propiedades.
Pero el ajedrez propiamente dicho —el original e inmutable juego de tablero— seguía siendo el mismo, y el torneo entre Schwartz y Grew ya había completado sus primeras cincuenta partidas.
Cuando empezaron a jugar Schwartz apenas conocía los movimientos, por lo que había perdido todas las partidas; pero la situación había ido cambiando poco a poco y sus derrotas eran cada vez menos frecuentes. En consecuencia, la manera de jugar de Grew se había ido volviendo más lenta y cautelosa, se había acostumbrado a consumir el tabaco de su pipa en los intervalos entre jugada y jugada y, finalmente, el quejumbroso anciano no había tenido más remedio que acostumbrarse a que sus derrotas fuesen cada vez más frecuentes.
Aquel atardecer Grew jugaba con las blancas, e inició la partida haciendo avanzar dos cuadros su peón de rey.
—Empecemos —dijo con voz malhumorada.
Sus dientes apretaban la pipa, y sus ojos ya estudiaban nerviosamente el tablero.
Schwartz se sentó en la penumbra crepuscular y suspiró. Las partidas habían ido perdiendo su interés inicial a medida que había ido siendo más capaz de conocer por anticipado los movimientos que Grew iba a efectuar. Era como si Grew tuviera una ventanita en el cráneo, y el hecho de conocer casi instintivamente cómo se iba a desarrollar la partida se sumaba al resto del problema de Schwartz.
Usaban un tablero nocturno que brillaba en la oscuridad con un resplandor de cuadros azules y anarajados. Vistas a la luz del día las piezas parecían toscas figuras de barro rojizo, pero de noche sufrían una sorprendente metamorfosis. Una mitad quedaba bañada por una blancura cremosa que le daba el aspecto liso y gélidamente luminoso de la porcelana, y el resto de la pieza centelleaba emitiendo pequeñas chispas rojizas.
Los primeros movimientos se efectuaron con bastante rapidez. El peón de Schwartz hizo frente al avance del enemigo. Grew llevó el caballo de rey a alfil 3, y Schwartz contestó moviendo el caballo de reina a alfil 3. Después el alfil blanco fue cambiado a caballo de reina 5, y el peón negro de la torre de reina avanzó un cuadro para obligarle a retirarse a torre 4. Después llevó su otro caballo a alfil 3.
Las piezas resplandecientes se deslizaban sobre el tablero como si tuvieran una siniestra voluntad propia, y los dedos que las movían desaparecían en la oscuridad.
Schwartz estaba asustado. Lo que iba a hacer quizá fuese interpretado como una muestra de locura, pero ya no podía esperar más, necesitaba saberlo.
—¿Dónde estoy? —preguntó de repente.
Grew alzó la vista mientras movía el caballo de reina a alfil 3.
—¿Qué has dicho? —replicó.
Schwartz no conocía la palabra equivalente a «nación» o «país».
—¿Qué mundo es éste? —preguntó, y llevó el alfil a rey 2.
—La Tierra —fue la lacónica respuesta de Grew.
Y Grew se enrocó con deliberada lentitud, levantando primero la esbelta figura del rey y después la maciza torre, que pasó por arriba y colocó al otro lado.
La respuesta no resultaba muy satisfactoria. La mente de Schwartz había traducido la palabra que habían captado los oídos de Schwartz como «Tierra», ¿pero qué era en realidad la Tierra? Para sus habitantes cualquier planeta es «la Tierra». Schwartz adelantó dos cuadros el peón de reina, y el alfil de Grew tuvo que volver a retroceder a caballo 3. Después Schwartz y Grew avanzaron sucesivamente un cuadro el peón de reina, dejando libres sus alfiles respectivos para la batalla por el dominio del centro que se estaba preparando en el tablero.
—¿En qué año estamos? —preguntó Schwartz con la máxima tranquilidad e indiferencia de que fue capaz.
Grew tardó un poco en responder. Parecía sorprendido.
—¿Qué estás tramando hoy? —preguntó por fin—. ¿Note apetece jugar o qué? Bueno, si eso te hace feliz estamos en el año 827… E.G. —agregó sarcásticamente.
Después estudió el tablero con el ceño fruncido y colocó el caballo de reina sobre reina 5 iniciando su primer ataque.
Schwartz se protegió rápidamente llevando su caballo de reina a torre 4 y contraatacó. La lucha se volvía cada vez más encarnizada. El caballo de Grew se comió al alfil, que pasó del tablero a la caja para quedar enterrado allí hasta que se jugara la próxima partida. Después el brioso caballo fue eliminado por la reina de Schwartz. Schwartz abandonó el ataque en un exceso de cautela e hizo retroceder el caballo que le quedaba hasta el refugio de rey 1, donde le resultaría más bien inútil. El caballo de reina de Schwartz realizó un nuevo cambio de pieza comiéndose el alfil, y siendo devorado a su vez por el peón de torre.
—¿Qué significa E.G.? —preguntó repentinamente Schwartz en voz baja.
—¿Cómo? —exclamó Grew poniendo cara de malhumor—. Oh, así que sigues dándole vueltas a eso de en qué año estamos… Qué idiotez. Bueno, siempre me olvido de que aprendiste a hablar hace cosa de un mes, pero no cabe duda de que eres un tipo muy inteligente. ¿Realmente no lo sabes? Bien, estamos en el año 827 de la Era Galáctica. Era Galáctica…, E.G. ¿Entiendes? Han transcurrido 827 años desde la fundación del Imperio Galáctico, lo cual quiere decir que han transcurrido 827 años desde la coronación de Frankenn I. Y ahora, si eres tan amable, te toca mover a ti…
Pero el caballo de Schwartz desapareció por un momento en el interior de su mano cerrada. Se sentía tan frustrado que se hallaba al borde de la ira.
—Un momento —dijo, y puso el caballo en reina 2—. Escúchame con atención: América, Estados Unidos, Rusia, Europa… ¿Te suena alguno de esos nombres?
La pipa de Grew emitía un débil resplandor rojizo en la oscuridad, y su sombra se inclinaba sobre el tablero luminoso como si el anciano estuviese menos vivo que la pipa. Quizá meneó la cabeza en una rotunda negativa, pero Schwartz no vio el gesto. No tenía necesidad de hacerlo. Había percibido la negativa de Grew tan claramente como si hubiese hablado en voz alta.
—¿Sabes dónde puedo conseguir un mapa? —insistió Schwartz.
—En Chica no hay mapas disponibles…, a menos que estés dispuesto a arriesgar el pellejo por ellos —gruñó Grew—. No soy geógrafo, ¿sabes? Nunca he oído mencionar los nombres que me has enumerado… ¿Son nombres de personas?
¿Arriesgar el pellejo? ¿Por qué? Schwartz sintió un escalofrío. ¿Había cometido algún delito? ¿Estaría enterado Grew?
—El sol tiene nueve planetas, ¿verdad? —preguntó con voz temblorosa.
—Diez —respondió Grew con indiferencia.
Schwartz titubeó. Bueno, podían haber descubierto otro planeta que él no conocía… ¿Pero entonces cómo era posible que Grew supiese que existía ese décimo planeta? Empezó a contar con los dedos.
—¿El sexto planeta tiene anillos? —preguntó.
Grew estaba adelantando lentamente el alfil de rey dos cuadros, y Schwartz hizo instantáneamente otro tanto.
—¿Te refieres a Saturno? —murmuró Grew—. Pues claro que tiene anillos.
Estaba calculando. Podía escoger entre el peón de alfil y el de rey, y las consecuencias de inclinarse en un sentido o en otro no parecían muy claras.
—¿Y hay un anillo de asteroides o pequeños planetas entre Marte y Júpiter…, quiero decir entre el cuarto y el quinto planeta?
—Sí —masculló Grew.
Había vuelto a encender su pipa y estaba pensando a toda velocidad. Schwartz captó la tortura de la incertidumbre que se agitaba en su mente. En cuanto a él, por fin estaba seguro de en qué planeta se hallaba, y la partida de ajedrez había dejado de importarle. Las preguntas parecían vibrar a lo largo de la superficie interior de su cráneo, y una de ellas se deslizó hasta encontrar una salida.
—Entonces tus libros en microfilme dicen la verdad, ¿no? ¿Hay otros mundos… habitados?
Grew dejó de mirar el tablero y sus ojos escudriñaron inútilmente la oscuridad.
—¿Hablas en serio?
—¿Sí o no?
—¡Por toda la Galaxia! Creo que realmente no lo sabes…
—Por favor… —murmuró Schwartz, sintiéndose terriblemente humillado por su propia ignorancia.
—¡Pues claro que hay otros mundos…, millones de ellos! Cada una de las estrellas que ves tiene planetas, al igual que la gran mayoría de las que no ves; y todos esos mundos forman parte del Imperio.
Schwartz iba percibiendo en su interior el delicado eco de cada una de las apasionadas palabras de Grew a medida que éstas saltaban directamente de una mente a otra. Schwartz había notado que los contactos mentales se estaban volviendo más y más intensos con el transcurrir de los días. Quizá pronto podría «oír» mentalmente las palabras cuando la persona que las pensase no estuviera hablando.
Y por primera vez encontró una respuesta distinta de la demencia. Suponiendo que se las hubiera arreglado de alguna forma para dar un salto en el tiempo…, durmiendo, quizá…
—¿Cuánto hace que ocurrió todo esto, Grew? —preguntó con voz enronquecida—. ¿Cuánto tiempo ha transcurrido desde que sólo había un planeta habitado?
—¿Qué quieres decir? —preguntó Grew con repentino recelo—. ¿Eres miembro de la Sociedad de Ancianos?
—¿La qué…? No soy miembro de ninguna sociedad, pero supongo que hubo un tiempo en el que la Tierra era el único planeta habitado, ¿no? ¿No fue así?
—Los Ancianos afirman que sí —contestó Grew de mala gana—. ¿Pero quién puede saberlo? ¿Quién puede estar seguro de ello? Por lo que yo sé los mundos de allá arriba han existido siempre.
—¿Pero cuánto tiempo llevan existiendo?
—Supongo que miles de años. Cinco mil, diez mil años…, no lo sé con certeza.
¡Miles de años! Schwartz sintió que se le formaba un nudo en la garganta y lo hizo bajar tragando saliva mientras notaba el pánico que se iba adueñando de él. ¿Todo ese tiempo entre un paso y el siguiente? Un suspiro, un momento, un fugaz aleteo en el tiempo… ¿Y había dado un salto de miles de años? Tuvo la sensación de que iba a recaer en la amnesia. Su identificación del Sistema Solar debía de haber sido el resultado de unos recuerdos imperfectos que se estaban disipando entre la bruma.
Pero Grew ya había iniciado otra jugada. Comió el peón de alfil, y Schwartz comprendió de manera casi mecánica que se trataba de una táctica equivocada. Después una jugada siguió a la otra casi sin esfuerzo aparente por parte de Schwartz, quien comió con su torre de rey al peón que Grew había coronado. El caballo blanco volvió a avanzar hasta alfil 3. El alfil de Schwartz se desplazó a caballo 2 y quedó libre para entrar en acción. Grew respondió moviendo su alfil a reina 2.
Schwartz hizo una pausa antes de lanzar el ataque final.
—Y la Tierra es la que gobierna, ¿verdad?
—¿La que gobierna qué?
—El Impe…
Pero Grew levantó la mirada y lanzó un rugido tan potente que hizo temblar las piezas.
—¡Oye, Schwartz, ya estoy harto de tus preguntas! ¿Eres un perfecto idiota o qué? ¿Acaso te parece que la Tierra es dueña de algo? —Hubo un tenue susurro producido por la silla de ruedas de Grew cuando éste rodeó la mesa, y un instante después Schwartz sintió los dedos del anciano clavándose en su brazo—. ¡Mira! ¡Mira hacia allí! —ordenó Grew con voz áspera—. ¿Ves el horizonte? ¿Ves el resplandor?
—Sí.
—La Tierra es así…, toda la Tierra es así, salvo en algunos lugares donde existen unos pocos oasis como éste en el que vivimos.
—No lo entiendo…
—La corteza terrestre es radiactiva. El suelo brilla y ha brillado siempre, y siempre brillará. No se puede cultivar nada, nadie puede vivir sobre él… ¿De veras no lo sabías? ¿Por qué crees que tenemos la Costumbre de los Sesenta?
El lisiado se serenó y volvió a su lugar al otro lado de la mesa.
—Te toca jugar.
¡Los Sesenta! Otro contacto mental envuelto en un indefinible halo amenazador. Las piezas de ajedrez de Schwartz jugaban solas mientras él meditaba con el corazón oprimido. Su peón de rey se comió al peón de alfil que se le oponía. Grew movió su caballo a reina 4, y la torre de Schwartz se desplazó lateralmente pasando a caballo 4. El caballo de Grew volvió a atacar moviéndose a alfil 3. La torre de Schwartz evitó el nuevo ataque colocándose en caballo 5, pero el peón de torre de Grew avanzó de manera casi tímida y la torre de Schwartz se precipitó a comerse el peón de caballo dando jaque al rey. El rey de Grew se comió la torre, pero la reina de Schwartz llenó el hueco de inmediato colocándose en caballo 4 y volviendo a dar jaque al rey de Grew, que se refugió en torre 1. Schwartz adelantó su caballo poniéndolo en rey 4. Grew movió su reina a rey 2 en una decidida tentativa de movilizar sus defensas, y Schwartz respondió avanzando dos cuadros su reina hasta dejarla en caballo 6, con lo que el cerco se fue estrechando más y más. Grew ya no podía elegir. Movió su reina a caballo 2, y las dos majestades femeninas quedaron frente a frente.
El caballo de Schwartz retrocedió comiéndose el caballo enemigo en alfil 6, y cuando el alfil blanco que estaba siendo atacado se movió rápidamente a alfil 3, el caballo pasó a reina 5. Grew vaciló durante unos momentos, y acabó avanzando su reina por la diagonal libre para comerse el alfil de Schwartz.
Entonces hizo una pausa y lanzó un suspiro de alivio. Su astuto adversario tenía una torre en peligro y un jaque en perspectiva, y la reina de Grew estaba preparada para atacar; además de lo cual llevaba ventaja de una torre por un peón.
—Te toca jugar —dijo con satisfacción.
—¿Qué…, qué son los Sesenta? —preguntó Schwartz.
—¿Por qué lo preguntas? —exclamó Grew, y su voz no podía ser más seca ni hostil—. ¿Qué pretendes…?
—Por favor… —murmuró Schwartz humildemente, sintiéndose a punto de darse por vencido—. Te aseguro que no tengo ninguna mala intención, Grew. No sé quién soy ni que me ocurrió…, quizá sufro de amnesia.
—Es muy probable —fue la desdeñosa respuesta de Grew—. ¿Estás huyendo de los Sesenta? Vamos, responde.
—¡Pero si te repito que no sé qué son los Sesenta!
Su tono había resultado muy convincente. Hubo un silencio bastante prolongado. El contacto mental de Grew se había vuelto tan oscuro y terrible que Schwartz se estremeció, pero no podía discernir con claridad ninguna palabra.
—Los Sesenta son…, son los sesenta años de cada ser humano —le explicó Grew lentamente—. La Tierra no puede mantener a más de veinte millones de habitantes, y para vivir tienes que producir. Si no puedes producir…, entonces tampoco puedes vivir. Después de los sesenta ya no puedes producir…
—Y entonces… —susurró Schwartz, y se quedó con la boca abierta.
—Eres eliminado. Sin sufrimientos.
—¿Quieres decir que…, que te matan?
—No se trata de un asesinato —respondió secamente Grew—. Tiene que ser así, ¿comprendes? Los otros mundos se niegan a aceptar inmigrantes terrestres, y tenemos que dejar espacio para los niños. La vieja generación tiene que ir dejando lugar a la nueva.
—¿Y si no confiesas que tienes sesenta años?
—¿Y para qué vas a ocultarlo? Después de los sesenta la vida no resulta muy divertida, créeme; y cada diez años se lleva a cabo un censo para descubrir a cualquiera que sea lo bastante estúpido como para querer seguir viviendo. Además, tienen registradas las edades de todo el mundo.
—La mía no —dijo Schwartz. Las palabras se le habían escapad., sin que hubiese podido evitarlo—. Además, apenas tengo cincuenta años… Los cumpliré pronto, pero aún no los tengo.
—No importa. Pueden determinar tu edad a partir de tu estructura ósea. ¿No lo sabías? No hay ninguna forma de ocultarlo… La próxima vez se me llevarán y… Oye, te toca jugar.
—¿Quieres decir que…? —murmuró Schwartz sin prestar ninguna atención a la invitación de su interlocutor.
—Sí. Aún no he cumplido los cincuenta y cinco, pero… Bueno., echa un vistazo a mis piernas. No puedo trabajar, ¿verdad? En nuestra familia hay registradas tres personas, y nuestra cuota esta ajustada a una base de tres trabajadores. Tendrían que haber informado cuando sufrí el derrame, y entonces la cuota hubiese sido reducida; pero entonces me habrían aplicado los Sesenta de manera prematura, y Arbin y Loa no quisieron hacerlo. Fue una estupidez por su parte, porque eso les obligaba a cargar con un exceso de trabajo…, hasta que llegaste tú. Y de todos modos el año que viene me descubrirán, así que… Tú mueves.
—¿El año próximo se llevará a cabo un censo?
—Así es… Mueve.
—¡Espera! —exclamó Schwartz—. ¿Todos los hombres y mujeres son eliminados después de los sesenta? ¿No hay absolutamente ninguna excepción?
—Para gente como tú o como yo no, desde luego. El Primer Ministro y los miembros de la Sociedad de Ancianos cumplen su ciclo vital completo, al igual que algunos científicos o quienes prestan servicios muy importantes a la sociedad. Hay muy pocos casos, puede que unos doce cada año… ¡Vamos, te toca mover!
—¿Y quién decide las excepciones?
—El Primer Ministro, naturalmente. ¿Vas a mover de una vez, sí o no?
Pero Schwartz se puso en pie.
—Olvídalo. Te daré jaque mate en cinco jugadas, ¿sabes? Mi reina se comerá el peón dando jaque al rey; tú llevarás el rey a caballo 1; yo daré jaque al rey con mi caballo en rey 2; tú lo desplazarás hasta alfil 2; daré jaque con mi reina en rey 6; apartarás tu rey a caballo 2; mi reina irá a caballo 6, y como entonces estarás obligado a poner tu rey en torre 1 le daré mate con la reina en torre 6. Ha sido una partida muy interesante —añadió Schwartz de manera casi automática.
Grew contempló el tablero en silencio durante unos momentos hasta que lanzó un grito y lo arrojó al suelo. Las piezas resplandecientes rodaron y se dispersaron sobre el césped.
—¡Tú y tu maldita charla que me distrae! —gritó Grew.
Pero Schwartz no prestaba atención a nada…, a nada salvo a la imperiosa necesidad de escapar de los Sesenta; pues aunque Browning había dicho ¡Envejece a mi lado! Lo mejor aún no ha venido, esa promesa sólo podía existir en una Tierra habitada por miles de millones de seres humanos que contaba con alimentos ilimitados. Ahora lo mejor que vendría serían los Sesenta…, y la muerte.
Y Schwartz tenía sesenta y dos años.
Sesenta y dos años…