Estar en Chica hacía que Arbin se sintiera muy nervioso. Tenía la impresión de hallarse rodeado. En algún lugar de Chica —una de las mayores ciudades de la Tierra, de la que se decía que contaba con una población de cincuenta mil seres humanos— había funcionarios del gran Imperio Galáctico.
Arbin nunca había visto a un habitante de la Galaxia, naturalmente, pero desde que estaba en Chica no paraba de volver el cuello de un lado a otro temiendo ver uno. Si le hubieran interrogado al respecto no habría podido explicar cómo pensaba diferenciar a un espacial de un terrestre, aun suponiendo que viera uno, pero Arbin tenía el vago presentimiento de que debía existir alguna diferencia fácilmente reconocible.
Antes de entrar en el Instituto miró por encima de su hombro. Su vehículo estaba aparcado en un área abierta, con un cupón dándole derecho a ocupar la plaza de estacionamiento durante seis horas. ¿Y si esa extravagancia resultaba sospechosa? Todo le asustaba. El aire parecía estar lleno de ojos y oídos.
Esperaba que aquel hombre tan extraño se acordara de que debía mantenerse escondido en el fondo del compartimento trasero. Había asentido enfáticamente, ¿pero le había entendido? Arbin se sintió súbitamente encolerizado consigo mismo. ¿Por qué había permitido que Grew le convenciera de hacer algo tan absurdo?
Y entonces la puerta se abrió delante de él, y una voz interrumpió el hilo de sus pensamientos.
—¿Qué desea? —preguntó la voz.
Parecía un poco impaciente. Quizá ya le había hecho esa misma pregunta varias veces y Arbin no la había oído.
—¿Es aquí donde hay que ofrecerse para el sinapsificador? —preguntó con voz enronquecida, sintiendo que las palabras se le atascaban en la garganta como si fuesen partículas de polvo.
—Firme aquí —dijo la recepcionista mirándole fijamente.
Arbin cruzó las manos detrás de la espalda.
—¿A quién he de ver para lo del sinapsificador? —preguntó.
Grew le había dicho cómo se llamaba el aparato, pero al salir de sus labios la palabra le sonó extraña y ridícula, como si fuese un balbuceo carente de significado.
—Oiga, si no firma en el registro de visitantes no podré atenderle —dijo la recepcionista con voz firme y seca—. Lo exige el reglamento, ¿entiende?
Arbin giró sobre sí mismo sin abrir la boca y se dispuso a marcharse. La muchacha sentada detrás del escritorio tensó los labios, y su pie hizo bajar el pedal de señales que había al lado de la silla.
Arbin luchaba desesperadamente por pasar inadvertido, y sabía que estaba fracasando. La muchacha le miraba fijamente, y Arbin pensó que mil años después aún se acordaría de él. Sintió un deseo casi incontenible de echar a correr hacia su vehículo y volver a la granja.
Una persona vestida con una bata blanca de laboratorio salió con paso apresurado de la otra habitación, y la recepcionista alzó una mano.
—Un voluntario para el sinapsificador, señorita Shekt —dijo—. No ha querido decir cómo se llama.
Arbin levantó la mirada. La persona de la bata blanca era una mujer, y el que fuese bastante joven aumentó la ya considerable confusión de Arbin.
—¿Es usted la encargada de la máquina, señorita?
—No —respondió ella sonriendo con cordialidad, y Arbin sintió que se relajaba un poco—. Pero puedo llevarle hasta el encargado —añadió—. ¿Es verdad que ha venido para ofrecerse como voluntario a ser tratado con el sinapsificador?
—Quiero ver al encargado —insistió tercamente Arbin.
—De acuerdo —dijo la joven.
La brusquedad de Arbin no pareció molestarla en lo más mínimo, y volvió a entrar en la habitación de la que había salido. Hubo una breve espera, y por fin un dedo le hizo señas de que Arbin siguió a la joven hasta una pequeña antesala. El corazón le palpitaba con gran violencia.
—Si puede esperar, el doctor Shekt le atenderá dentro de media hora —dijo la joven con afabilidad—. Ahora está muy ocupado. Si desea algunos libros-película y un visor para distraerse, me encargaré de traérselos.
Pero Arbin meneó la cabeza. Las cuatro paredes de la pequeña habitación parecían estarse acercando para encerrarle en una trampa. ¿Estaría atrapado? ¿Y si los Ancianos estaban viniendo a por él en aquel mismo instante?
Fue la espera más larga de toda la existencia de Arbin.
El Procurador Ennius no había tenido ninguna de las dificultades experimentadas por Arbin a la hora de hablar con Shekt, aunque estaba casi tan nervioso como él. Era su cuarto año en el cargo de Procurador Imperial, pero una visita a Chica seguía siendo un gran acontecimiento. Teóricamente ser el representante legal del lejano Emperador de la Galaxia colocaba a Ennius al mismo nivel que los Virreyes Imperiales que gobernaban inmensos sectores galácticos que extendían sus volúmenes iridiscentes a través de centenares de parsecs cúbicos de espacio, pero su posición real apenas estaba un poco por encima del exilio.
Estar atrapado en el vacío estéril del Himalaya y verse involucrado en las disputas igualmente estériles de un pueblo que odiaba a Ennius y al Imperio que representaba hacía que incluso un viaje a Chica fuese un gran acontecimiento.
Además, sus escapadas eran breves. Tenían que serlo, pues en Chica era necesario usar continuamente ropas impregnadas de plomo incluso para dormir y, lo que resultaba todavía peor, era preciso tomar constantemente metabolina.
Ennius habló con bastante amargura de todo aquello a Shekt.
—La metabolina quizá sea el símbolo más exacto de todo lo que su planeta significa para mí, amigo mío —dijo el Procurador alzando la píldora rojiza delante de sus ojos—. Su función consiste en aumentar la velocidad de todos los procesos metabólicos mientras estoy sumergido en la nube radiactiva que me rodea, esa nube que usted ni tan siquiera percibe. —Ennius tragó la píldora—.¡Listo! Ahora mi corazón latirá más deprisa, mi respiración ir ciará una carrera por voluntad propia y mi hígado hervirá en e, síntesis químicas que, según afirman los médicos, lo convierten el laboratorio más importante de mi cuerpo; y a cambio de todo esto después tendré que pagar un tributo en forma de jaqueca y cansancio.
El doctor Shekt le estaba escuchando con visible diversión. Shekt daba la impresión de ser miope, no porque usara gafa sufriera de alguna afección visual, sino simplemente porque su ti bajo le había hecho adquirir la costumbre inconsciente de observar las cosas con fijeza y de sopesar meticulosamente todas las circunstancias antes de emitir una opinión. Era alto y bastante mayor y su delgada silueta siempre estaba un poco encorvada.
Pero poseía amplios conocimientos sobre la cultura galáctica estaba relativamente libre de la expresión de hostilidad y desconfianza universal que hacían tan repulsivo al terrestre medio incluso a los ojos de un habitante del Imperio tan cosmopolita como Ennius.
—Estoy seguro de que en realidad no necesita la píldora para nada —comentó Shekt—. La metabolina no es más que otra de las supersticiones, Procurador, y usted lo sabe. Si yo sustituyese sus píldoras de metabolina por comprimidos de glucosa sin que enterase no se sentiría peor, y además esas jaquecas que le afligen después de haber ingerido la metabolina son provocadas por usted mismo y tienen un origen totalmente psicosomático.
—Dice eso porque vive en su propio ambiente, Shekt. ¿Acaso niega que su metabolismo basal tiene un ritmo de actividad superior al mío?
—Pues claro que no lo niego, ¿pero qué importancia tiene es Ennius, sé que en el Imperio hay una superstición muy extendí, que afirma que los habitantes de la Tierra somos distintos de los otros seres humanos, pero no existe ninguna diferencia esencial ¿O ha venido aquí en calidad de embajador de los antiterrestres?
—¡Oh, por la vida del Emperador! —gruñó Ennius—. Sus camaradas de la Tierra son los mejores misioneros de esa causa… Mientras sigan viviendo como lo han hecho hasta ahora y continúen encerrados en su planeta letal alimentándose con su odio, los terrestres sólo serán una úlcera en el costado de la Galaxia. Sí, Shekt, hablo en serio… ¿Qué otro planeta tiene tal cantidad de rituales presente en su vida diaria y los cumple con la furia masoquista con que lo hacen ustedes? No pasa un solo día sin que reciba la visita de delegaciones de alguno de sus Consejos de Gobierno que vienen a pedir la pena de muerte para algún pobre desgraciado cuyo único delito ha sido entrar en una Zona Vedada, tratar de escapar a la Costumbre de los Sesenta, o quizá simplemente comer una ración mayor que la asignada.
—Ah, pero usted siempre concede la pena de muerte, Procurador… Me parece que su disgusto idealista no es lo bastante fuerte como para impulsarle a rechazar la petición.
—Las estrellas son testigos de que hago cuanto puedo para negar la condena que me piden. ¿Pero qué puedo hacer yo? El Emperador exige que todas las subdivisiones del Imperio conserven sus costumbres locales…, y es una medida muy acertada, porque quita toda posibilidad de obtener apoyo popular a los imbéciles que de ¡o contrario provocarían una rebelión cada día. Además, si me mantuviese inflexible cuando sus Consejos, Senados y Cámaras exigen la pena de muerte, estallaría tal tempestad de protestas, gritos y denuncias contra el Imperio y todas sus dependencias administrativas que preferiría dormir veinte años rodeado por una legión de demonios antes que enfrentarme a la Tierra en ese estado aunque sólo fuera durante diez minutos.
Shekt suspiró y se alisó los escasos cabellos que le quedaban en el cráneo.
—Suponiendo que se nos tenga en cuenta, para el resto de la Galaxia la Tierra no es más que un guijarro en el cielo; pero para nosotros es la patria…, la única patria que conocemos. Sin embargo, no somos distintos de ustedes, sino únicamente más desgraciados. Estamos hacinados en un mundo casi muerto, envueltos por un muro de radiaciones que nos aprisiona, rodeados por una Galaxia inmensa que nos rechaza. ¿Qué podemos hacer para luchar contra el sentimiento de frustración que nos consume? ¿Estaría dispuesto a enviar al espacio nuestro exceso de población, procurador Ennius?
—¿Cree que me importaría hacerlo? —replicó Ennius encogiéndose de hombros—. Pero los habitantes de los otros mundos jamás lo aceptarían. No quieren ser víctimas de las enfermedades terrestres.
—¡Las enfermedades terrestres! —repitió Shekt con voz malhumorada—. Eso no es más que una idea absurda que debe ser eliminada… Los terrestres no somos portadores de la muerte. Usted Vive entre nosotros, Procurador. ¿Acaso ha muerto?
—Bueno, si quiere que le sea sincero debo decir que hago todo lo posible por evitar el contacto con los terrestres —respondió Ennius, y sonrió.
—Eso se debe a que incluso usted siente el temor fomentado por la propaganda, que después de todo ha sido creada por la estupidez de sus fanáticos.
—Vamos, Shekt… ¿Pretende decirme que la teoría de que los terrestres son radiactivos carece de todo fundamento teórico?
—Oh, pues claro que los terrestres son radiactivos. ¿Cómo iban a poder evitarlo? Usted también lo es, Procurador. Todos y cada uno de los habitantes de los cien millones de planetas del Imperio son radiactivos. Confieso que nosotros lo somos en mayor grado, pero no tanto como para dañar a ningún ser humano.
—Pero me temo que el ciudadano medio de la Galaxia cree lo contrario, y yo no quiero descubrir la verdad por experiencia propia. Además…
—Va a decir que además somos distintos, ¿eh? No somos seres humanos porque entre nosotros las mutaciones se producen más deprisa debido a las radiaciones atómicas, y por eso hemos cambiado en muchos aspectos, ¿verdad? Eso tampoco está probado.
—Pero es lo que se cree.
—Y mientras se crea, Procurador, y mientras los terrestres seamos tratados como parias, usted encontrará en nosotros todas las características que desaprueba. Si se nos oprime de una forma intolerable, ¿acaso es tan extraño que nos resistamos? No, no… Somos ofendidos en un grado mucho mayor que ofensores.
Ennius se sintió un poco disgustado por la cólera que había provocado, y pensó que incluso los mejores terrestres tenían el mismo punto débil, el mismo sentimiento de antagonismo que enfrentaba a la Tierra contra todo el resto del universo.
—Le pido que disculpe mi torpeza, Shekt —dijo con todo el tacto de que era capaz—. Que mi juventud y mi aburrimiento le sirvan de excusa, ¿de acuerdo? Tiene ante usted a un pobre muchacho de sólo cuarenta años de edad —y le recuerdo que en el funcionariado profesional cuarenta años es casi la edad de un niño que está haciendo su aprendizaje en la Tierra. Quizá pasarán bastantes años antes de que mi nombre quede suficientemente grabado en la memoria de los idiotas del Departamento de Provincias Exteriores como para ascenderme a un cargo menos peligroso. Bien, los dos somos prisioneros de la Tierra y, al mismo tiempo, también somos ciudadanos de ese gran mundo del cerebro en el que no existe distinción alguna por los planetas ni por las características físicas. Venga, deme su mano y seamos amigos.
Las arrugas se borraron del rostro de Shekt o, mejor dicho, las arrugas anteriores fueron sustituidas por otras que expresaban buen humor; y el físico acabó soltando una carcajada.
—Las palabras son las de un suplicante, pero el tono sigue siendo el de un diplomático imperial de carrera —dijo—. Es usted un pésimo actor, Procurador Ennius.
—Entonces contraataque siendo un buen maestro, y hábleme de ese aparato llamado sinapsificador que ha inventado.
El sobresalto de Shekt fue evidente, y frunció el ceño.
—¿Ha oído hablar del sinapsificador? ¿Acaso es físico además de administrador imperial?
—Mi especialidad son los conocimientos generales, Shekt. Pero ahora hablemos en serio, estoy sinceramente interesado en su descubrimiento.
El físico miró fijamente a su interlocutor con lo que parecía desconfianza en los ojos. Después se puso en pie, se llevó una mano sarmentosa a la boca y empezó a pellizcarse el labio con expresión pensativa.
—No sé por dónde empezar…
—¡Válganme las estrellas! Si lo que quiere es saber por qué punto de la teoría matemática debe comenzar, me encargaré de simplificarle el problema diciéndole que se olvide de todos. No entiendo nada de funciones, tensores y demás asuntos similares.
—En tal caso —respondió Shekt con los ojos brillantes—, me limitaré a la parte descriptiva, y le diré que el sinapsificador es un aparato destinado a aumentar la capacidad de estudio y aprendizaje del ser humano.
—¿Del ser humano? ¡Vaya! ¿Y funciona?
—Ojalá lo supiéramos. Tengo que trabajar mucho más en él antes de poder contestar a esa pregunta… Le explicaré los puntos esenciales y después usted mismo juzgará, Procurador. El sistema nervioso del ser humano y de los animales irracionales está compuesto de materia neuroproteínica. Esa materia está formada por moléculas muy grandes que se hallan en un estado de equilibrio eléctrico bastante precario. El más mínimo estímulo excitará a una, la cual sólo puede volver a su estado anterior excitando a la vecina, y a su vez ésta repetirá el proceso hasta llegar al cerebro. El cerebro mismo es una inmensa agrupación de moléculas similares que están conectadas unas con otras de todas las maneras posibles. Teniendo en cuenta que el número de neuroproteínas que hay en el cerebro se aproxima a diez elevado a la vigésima potencia, o sea, un uno seguido de veinte ceros, la cantidad de combinaciones posibles es del orden del factorial de diez elevado a la vigésima potencia. Ese número pertenece a un orden de magnitud tan inmenso que si todos los electrones y protones del universo se convirtiesen en universos, y si luego todos los electrones y protones de esos nuevos universos se transformasen a su vez en más universos, todos los electrones y protones de todos los universos así creados seguirían siendo nada en comparación con él… ¿Me va entendiendo, Procurador?
—No he entendido ni una palabra, y doy gracias a las estrellas por eso. Aunque lo intentase me temo que acabaría lanzando gemidos de puro dolor intelectual.
—Hum. Bien, de todos modos, lo que llamaremos impulsos nerviosos no son más que el desequilibrio electrónico progresivo que circula por los nervios hasta llegar al cerebro y, una vez en él, surge de nuevo y vuelve a circular por los nervios. ¿Entiende esto?
—Sí.
—Bien, pues entonces ya le falta menos para llegar a ser un genio y le felicito por ello… Mientras ese impulso se desplaza por las células nerviosas avanza a una gran velocidad porque las neuroproteínas se encuentran casi pegadas las unas a las otras; pero la cantidad de células nerviosas es limitada, y entre cada célula nerviosa y la siguiente existe una especie de tabique delgadísimo formado por tejido no nervioso. En otras palabras, que dos células vecinas no están verdaderamente conectadas entre sí.
—Ah —dijo Ennius—. Así que el impulso nervioso tiene que saltar esa barrera, ¿no?
—¡Exactamente! El tabique disminuye la intensidad del impulso la velocidad de su transmisión en relación directa con su espesor, y eso también es aplicable al cerebro. Pero ahora imagine lo que ocurriría si se pudiese encontrar una forma de reducir la constante dieléctrica del tabique intercelular.
—¿La constante qué?
—La fuerza aislante del tabique, dicho en otras palabras. Si la disminuyéramos, el impulso atravesaría el tabique más fácilmente. Se podría pensar con mayor rapidez, y también sería posible aprender en menos tiempo que antes.
—Entonces volvamos a la primera pregunta que le hice. ¿Ha tenido éxito?
—He probado el sinapsificador con animales.
—¿Y con qué resultado?
—Bueno, la mayoría muere debido a la desnaturalización de la proteína cerebral…, coagulación, en otras palabras. Como cuando se hierve un huevo, ¿entiende?
—Hay algo inmensamente cruel en la sangre fría con que actúa la ciencia —comentó Ennius reprimiendo un estremecimiento—. ¿Y los animales que no murieron?
—El resultado no es concluyente porque no se trata de seres humanos. Las pruebas parecen indicar que los efectos han sido favorables…, pero necesito seres humanos. El problema estriba en las propiedades electrónicas naturales del cerebro individual, ¿comprende? Cada cerebro produce microcorrientes de un tipo determinado, y no hay dos casos exactamente iguales. Es algo parecido a lo que ocurre con las huellas dactilares o con la red de vasos sanguíneos de la retina y, de hecho, las particularidades de cada cerebro son todavía más acentuadas. Creo que el tratamiento debería tener en cuenta esto, y si estoy en lo cierto no se producirán más procesos de desnaturalización; pero no dispongo de seres humanos con los que experimentar. Solicité voluntarios, pero…
Shekt alzó las manos en un gesto de impotencia.
—Le aseguro que no los culpo, amigo mío —dijo Ennius—. Pero hablando seriamente, ¿qué piensa hacer con su instrumento suponiendo que llegue a perfeccionarlo?
—Eso no es algo que me corresponda decidir a mí —respondió el físico, y se encogió de hombros—. El sinapsificador quedaría en manos del Gran Consejo, naturalmente.
—¿No pondría su invento a disposición del Imperio?
—Bueno, yo no tendría ningún inconveniente en hacerlo; pero el Gran Consejo se reserva la jurisdicción sobre…
—¡Al diablo con su Gran Consejo! —exclamó Ennius con impaciencia—. Ya he discutido con quienes lo forman en otras ocasiones. ¿Estaría dispuesto a hablarles cuando llegue el momento oportuno?
—¿Y qué influencia podría tener yo?
—Podría decirles que si la Tierra consiguiese producir un sinapsificador aplicable a todos los seres humanos sin ningún peligro y si el sinapsificador fuese puesto al servicio de la Galaxia…, bueno, entonces quizá resultaría posible derogar algunas de las restricciones actuales que pesan sobre la emigración de terrestres a otros planetas.
—¿Cómo? —exclamó Shekt con ironía—. ¿A pesar del riesgo que suponen las epidemias, de nuestras diferencias y de nuestra inhumanidad básica?
—Quizá incluso sería posible efectuar un traslado masivo de la población terrestre a otro planeta —agregó Ennius sin inmutarse—. Piense en eso.
En ese momento se abrió la puerta y una joven pasó por delante del gabinete repleto de microfilmes. Su presencia disipó la atmósfera enrarecida de aquel laboratorio que casi siempre estaba cerrado trayendo consigo automáticamente un impalpable soplo de la primavera. Cuando vio que Shekt estaba hablando con un desconocido, la joven se ruborizó y giró sobre sí misma para marcharse.
—Entra, Pola —se apresuró a decir Shekt—. Creo que no conoce a mi hija Pola, Procurador. Pola, te presento al Señor Ennius, Procurador Imperial de la Tierra.
El Procurador se puso en pie moviéndose con una desenvuelta galantería que cortó el atropellado intento de hacer una reverencia que había iniciado la joven.
—Querida señorita Shekt, nunca creí que la Tierra fuese capaz de producir algo tan maravilloso como usted —dijo Ennius—. Cualquiera de los mundos que recuerdo haber visitado estaría orgulloso de contar con su presencia, y le aseguro que soy sincero.
Tomó la mano de Pola, que la joven se había apresurado a extender con una cierta timidez en cuanto había visto que el Procurador venía hacia ella. Por un momento Ennius pareció a punto de besarla con ese gesto cortés más propio de la generación pasada que de la actual, pero si ésa fue su intención no logró materializarla. La mano a medio levantar se escurrió de entre sus dedos…, quizá demasiado rápidamente.
—La amabilidad con que trata a una simple muchacha de la Tierra me abruma, Procurador Ennius —dijo Pola—. Es muy valeroso y galante por su parte arriesgarse de esta manera a un posible contagio, y…
Shekt carraspeó para aclararse la garganta y la interrumpió.
—Mi hija está completando sus estudios en la Universidad de Chica, Procurador —dijo—. Ha venido a pasar dos semanas en mi laboratorio en calidad de técnica para llevar a cabo unos cuantos trabajos prácticos que se le exigen. Es una joven muy competente, y aunque hablo con el lógico orgullo de padre, quizá algún día ocupe mi lugar.
—Padre, tengo una información muy importante que darte —intervino Pola—. Es… —titubeó antes de seguir hablando.
—¿Desea que me vaya? —preguntó amablemente Ennius.
—No, no —dijo Shekt—. ¿De qué se trata, Pola?
—Tenemos un voluntario, papá —dijo la muchacha.
—¿Para el sinapsificador? —preguntó Shekt, mirándola con una fijeza casi estúpida.
—Eso dice él.
—Bien, veo que le he traído buena suerte —comentó Ennius.
—Así parece —asintió Shekt volviéndose hacia su hija—. Dile que espere. Llévale a la sala C, y me reuniré con él lo más deprisa posible. —Shekt se volvió hacia Ennius en cuanto Pola hubo salido de la habitación—. ¿Me disculpa, Procurador?
—Naturalmente. ¿Cuánto dura el proceso?
—Me temo que algunas horas. ¿Desea presenciar cómo se lleva a cabo?
—No se me ocurre ningún espectáculo más macabro y al que esté menos deseoso de asistir, mi estimado Shekt. Estaré en la Casa del listado hasta mañana. ¿Me informará de los resultados?
—Sí, desde luego —asintió Shekt, quien pareció un poco aliviado.
—Bien… Y piense en lo que le he dicho sobre el sinapsificadon. Es un nuevo camino real hacia el conocimiento.
Ennius se marchó sintiéndose más intranquilo que cuando había llegado. No sabía mucho más que antes, y sus temores habían aumentado.