Por el momento Schwartz intentaba descansar sin mucho éxito sobre un duro banco de una de las pequeñas celdas subterráneas de la Casa Correccional de Chica.
El Caserón, como era conocido popularmente, era el gran atributo del poder local del Primer Ministro y de su círculo. Alzaba su mole oscura sobre una escarpada elevación rocosa que dominaba el cuartel imperial situado detrás de ella, de la misma forma en que su sombra alcanzaba al delincuente terrestre extendiéndose hasta mucho más lejos de donde llegaba la autoridad del Imperio.
Durante los últimos siglos muchos terrestres habían sido encerrados entre sus muros y habían aguardado allí hasta ser juzgados por haber falsificado o incumplido las cuotas de producción, haber vivido más tiempo del autorizado por la Costumbre o haber ayudado a otro a cometer ese delito, o por haber intentado derrocar el gobierno local. Cuando el gobierno imperial cosmopolita y refinado de la época consideraba que los absurdos prejuicios de la justicia terrestre habían alcanzado un excesivo grado de ridiculez el Procurador anulaba una sentencia, pero estas actuaciones siempre provocaban insurrecciones o, por lo menos, disturbios de considerable violencia.
Lo habitual era que cuando el Consejo solicitaba la pena de muerte el Procurador accediera. Después de todo, los únicos que sufrían eran terrestres.
Joseph Schwartz no sabía nada de todo aquello, naturalmente. Lo único que él podía ver era una pequeña habitación con las paredes bañadas por una luz tenue, un mobiliario compuesto por una mesa y dos bancos bastante duros e incómodos con una especie de pequeño nicho excavado en la pared que combinaba las funciones de aseo y retrete. No había ninguna ventana que permitiera ver el cielo, y el agujero de ventilación apenas si dejaba entrar una tenue corriente de aire.
Se frotó el pelo que rodeaba su calva y se incorporó lentamente. Su intento de huir a la nada (¿pues en qué lugar de la Tierra podría haber encontrado refugio?) había sido breve y doloroso, y había terminado allí.
Bien, por lo menos podía distraerse con el contacto mental.
¿Pero eso era bueno o malo?
Durante su estancia en la granja el contacto mental sólo había sido una facultad extraña e inquietante. Schwartz no sabía nada sobre su naturaleza, y no había pensado en sus posibilidades; pero ahora parecía tratarse de un don tan amplio como indefinido que debía ser investigado.
No tener nada que hacer durante las veinticuatro horas del día como no fuera pensar en su encierro le hubiese acabado llevando al borde de la locura, pero Schwartz podía entrar en contacto mental con los carceleros que pasaban y con los guardianes de los pasillos vecinos, e incluso podía extender las antenas más largas de su mente hasta el lejano despacho del alcaide de la prisión.
Investigaba delicadamente dentro de las mentes y hurgaba en ellas. Las mentes se abrían como otras tantas nueces, cáscaras secas de las que caía una lluvia sibilante de emociones e ideas.
Schwartz aprendió mucho sobre la Tierra y el Imperio…, más de lo que había aprendido durante sus dos meses de estancia en la granja.
Y uno de los hechos que descubrió repetidamente y sin que hubiese ninguna posibilidad de error era… ¡que había sido condenado a muerte! No había escapatoria, dudas ni reservas. Podía ocurrir aquel día o el siguiente, ¡pero moriría! Esa verdad fue entrando en él, y Schwartz la aceptó casi con agradecimiento.
La puerta de la celda se abrió y Schwartz se puso en pie. Estaba asustado. Se puede aceptar la muerte de una manera racional con todas las facultades de la mente consciente, pero el cuerpo es un animal que no sabe nada de razonamientos. ¡Había llegado la hora!
No, todavía no. El contacto mental que entró en la celda no traía consigo la muerte para Schwartz. El guardia empuñaba una vara metálica lista para ser usada. Schwartz sabía lo que era.
—Acompáñeme —ordenó secamente.
Schwartz le siguió sin dejar de pensar en su extraño poder. Podía fulminar al guardia sin un ruido y sin un solo movimiento delator mucho antes de que éste pudiese utilizar su arma y, de hecho, mucho antes de que tuviera alguna probabilidad de saber que debía utilizarla. La mente del guardia estaba totalmente a merced de la de Schwartz. Bastaría con un impacto impalpable e invisible, y todo habría acabado.
¿Pero por qué hacer algo semejante? Habría otros guardias. ¿A cuántos podría llegar a eliminar simultáneamente? ¿Cuántos pares de manos poseía su mente?
Schwartz siguió dócilmente al guardia.
Le hicieron entrar en una sala de dimensiones enormes. Estaba ocupada por dos hombres y una muchacha que yacían rígidamente estirados como cadáveres sobre bancos altos, muy altos. Pero no eran cadáveres, porque Schwartz captó inmediatamente la presencia de tres mentes en actividad.
¡Estaban paralizados! ¿Les conocía? ¿Tenían alguna relación con él? Schwartz ya se estaba deteniendo para poder verles mejor cuando la mano del guardia se posó sobre su hombro.
—Siga.
Había un cuarto banco cuya superficie estaba vacía. La mente del guardia no contenía pensamientos de muerte, y Schwartz se encaramó en él. Sabía qué iba a ocurrir.
La vara metálica entró en contacto sucesivo con cada una de sus extremidades. Schwartz sintió un cosquilleo, y sus miembros parecieron desaparecer dejándole reducido al estado de una cabeza que flotaba en el vacío.
Schwartz volvió la cabeza.
—¡Pola! —exclamó—. Usted es Pola, ¿verdad? La muchacha que…
La muchacha hizo un gesto de asentimiento. Schwartz no la había reconocido por el contacto mental, ya que hacía dos meses ni se imaginaba que pudiera existir algo semejante. En aquella época su progreso mental sólo había llegado a la etapa de la sensibilidad a «la atmósfera», pero su soberbia memoria le permitía recordarlo perfectamente.
Pero ahora poder captar el contenido de la mente de la muchacha le permitió enterarse de muchas cosas. El hombre que estaba acostado sobre el banco contiguo al de la muchacha era el doctor Shekt, y el más alejado de ella era el doctor Bel Arvardan. Schwartz podía captar sus nombres, percibir su desesperación y sentir el sabor amargo del horror y el miedo acumulados en la mente de la muchacha.
Por un momento les compadeció, y entonces recordó quiénes eran y lo que eran…, y su corazón se endureció de repente.
¡Ojalá muriesen!
Los otros tres estaban allí desde hacía casi una hora. Bastaba con verla para comprender que la sala donde habían sido paralizados era utilizada para realizar asambleas que reunían a mucha gente, y los prisioneros se sentían solos y perdidos en su inmensidad. No tenían nada que decirse. Arvardan sentía un molesto ardor en la garganta, y giraba la cabeza continuamente de un lado a otro en una nerviosa agitación que no le servía de nada. La cabeza era la única parte del cuerpo que podía mover.
Shekt permanecía con los ojos cerrados, y sus labios exangües estaban tensos.
—Shekt… ¡Shekt, le estoy hablando! —susurró frenéticamente Arvardan.
—¿Qué quiere? —respondió Shekt con otro susurro.
—¿Qué está haciendo? ¿Es que va a quedarse dormido? ¡Piense, hombre, piense!
—¿Por qué? ¿En qué tengo que pensar?
—¿Quién es el tal Joseph Schwartz?
—¿No te acuerdas, Bel? —intervino Pola con un hilo de voz—. Después de que te conociera, en los grandes almacenes…, hace tanto tiempo…
Arvardan hizo un terrible esfuerzo y descubrió que podía levantar la cabeza unos centímetros, aunque al precio de sentir un dolor considerable. La nueva posición le permitía ver una parte del rostro de Pola.
—¡Pola! ¡Pola! —Si hubiese podido ir hacia ella…, tal y como había podido hacer durante dos meses sin que se le hubiera pasado por la cabeza aprovechar esa oportunidad. Pola le estaba mirando, y la cansada sonrisa que había en sus labios bien podría haber pertenecido a una estatua—. Triunfaremos, Pola… Ya lo verás.
Pero la muchacha meneó la cabeza, y el sufrimiento que aguijoneaba los tendones del cuello de Arvardan se hizo tan intenso que acabó teniendo que bajar la cabeza.
—Shekt —repitió—. Shekt, escúcheme. ¿Cómo conoció a Schwartz? ¿Por qué era paciente suyo?
—El sinapsificador… Vino como voluntario.
—¿Y fue sometido a tratamiento?
—Sí.
—¿Por qué acudió a usted? —preguntó Arvardan mientras daba vueltas a aquella información en su cerebro.
—No lo sé.
—Entonces quizá…, quizá sea un agente imperial.
(Schwartz estaba siguiendo sin ninguna dificultad el curso de los pensamientos de Arvardan, y sonrió para sus adentros. No dijo nada. Estaba decidido a permanecer en silencio.)
—¿Un agente imperial? —murmuró Shekt, y meneó la cabeza—. ¿Porque lo dice el secretario del Primer Ministro? Oh, tonterías… ¿Y en qué cambiaría las cosas el que lo fuese? Schwartz se encuentra tan indefenso como nosotros… Oiga, Arvardan, si nos ponemos de acuerdo y nos inventamos una historia plausible ellos esperarán, y pasado un tiempo podríamos…
El arqueólogo dejó escapar una risa hueca que le hizo sentir una punzada de dolor en la garganta.
—Querrá decir que nosotros sobreviviríamos, ¿no? ¿Con la Galaxia muerta y la civilización en ruinas? ¡Para vivir de esa manera prefiero morir!
—Estoy pensando en Pola —murmuró Shekt.
—Yo también —respondió Arvardan—. Bien, se lo preguntaré. Pola, ¿quieres que nos entreguemos? ¿Debemos tratar de sobrevivir?
—Ya he escogido mi bando —dijo Pola con voz firme—. No quiero morir, pero si los míos caen yo caeré con ellos.
Arvardan sintió que le invadía el triunfo. Cuando la llevase a Sirio podrían decir que era una terrestre, pero Pola era su igual y para Arvardan sería un inmenso placer hacer tragarse los dientes a quien…
Y de repente recordó que no había muchas probabilidades de que pudiera llevarla a Sirio…, de hecho, había muy pocas probabilidades de que llevase a nadie a Sirio. Lo más probable era que Sirio no tardara en dejar de existir, y Arvardan descubrió que necesitaba escapar de aquella idea.
—¡Eh, usted! —gritó buscando refugio en algo que le permitiera olvidarla—. ¡Schwartz!
Schwartz alzó la cabeza por un momento y le contempló, pero siguió callado.
—¿Quién es usted? —preguntó Arvardan—. ¿Cómo se ha visto metido en todo esto? ¿Qué papel desempeña en este asunto?
En cuanto oyó la pregunta Schwartz comprendió de repente la terrible injusticia que había en todo aquello. Recordó la inocencia de su pasado, y percibió el infinito horror del presente.
—¿Que como me he metido en esto? —exclamó con voz enfurecida—. Oiga, hubo un tiempo en el que yo no era nadie… Era un hombre honrado, un sastre que se ganaba la vida trabajando con sus manos. Nunca hice daño a nadie…, cuidaba de mi familia y no molestaba a nadie. Y entonces, sin ningún motivo…, sin ningún motivo…, me encontré aquí…
—¿En Chica? —preguntó Arvardan, que no había entendido muy bien la explicación.
—¡No, no estoy hablando de Chica! —gritó Schwartz con creciente desesperación!—. Me encontré en este mundo sin pies ni cabeza… Oh, ¿qué importa que me crean o no? Mi mundo pertenece al pasado. En mi mundo había espacio libre y comida, y miles de millones de seres humanos, y era el único planeta habitado…
Aquel chorro de palabras dejó mudo a Arvardan.
—¿Entiende lo que ha dicho? —preguntó volviéndose hacia Shekt.
—¿Sabe que tiene un apéndice vermiforme de siete centímetros de longitud? —murmuró Shekt, maravillado—. ¿Te acuerdas, Pola? Y las muelas del juicio y el pelo en la cara…
—¡Sí, sí! —gritó Schwartz con voz desafiante—. ¡Y ojalá tuviera una cola para poder enseñársela! Vengo del pasado, y he viajado a través del tiempo; pero no sé ni cómo ni por qué. Ahora déjenme en paz —añadió—. Pronto vendrán a buscarnos. Esta espera tiene como objetivo ablandarnos.
—¿Cómo lo sabe? —preguntó Arvardan—. ¿Quién se lo ha dicho? Schwartz no contestó.
—¿Fue el secretario…, ese gordo con una nariz que parece un tomate?
Schwartz no podía describir el aspecto físico solamente a través del contacto mental, pero… ¿El secretario? Sí, había captado un contacto mental fugaz y bastante intenso perteneciente a un hombre que tenía mucho poder, y le parecía que había sido el secretario.
—¿Balkis? —preguntó con curiosidad.
—¿Cómo? —exclamó Arvardan.
—Es el nombre del secretario —intervino Shekt.
—Oh… ¿Y qué dijo?
—No dijo nada —respondió Schwartz—. Sencillamente lo sé. Todos moriremos, y no hay salvación posible.
—Shekt… ¿No le parece que está loco? —preguntó Arvardan bajando la voz.
—No, me preguntó si… Sus suturas craneanas eran primitivas…, muy primitivas.
—¿Quiere decir que…? —preguntó Arvardan, muy sorprendido—. Oh, vamos, eso es imposible…
—Siempre lo supuse —murmuró Shekt. Su voz era una pálida imitación de su tono normal, como si la presencia de un problema científico hubiera desviado su mente hacia esa rutina aislada y objetiva en la que todos los problemas personales desaparecían—. Algunos físicos han calculado la cantidad de energía que sería necesaria para desplazar la materia por el eje del tiempo, y obtuvieron un valor mayor que el infinito, por lo que el proyecto siempre fue considerado imposible; pero también hubo quien habló de la posibilidad de que existieran «fallas temporales» análogas a las fallas geológicas que usted conoce… Por ejemplo, se han dado casos de naves espaciales que desaparecieron ante los ojos de muchas personas. También está el caso de Hor Devallow, un hombre de la antigüedad que entró un día en su casa y nunca volvió a salir de ella…, y tampoco estaba dentro. También tenemos el caso de ese planeta que fue visitado por tres expediciones que volvieron de él trayendo consigo descripciones completas…, y que después nadie volvió a ver. Puede encontrar abundantes referencias en los textos de galactografía del siglo pasado…
»Y en la química nuclear existen ciertas reacciones que parecen contradecir la ley de conservación de la relación masa-energía. Han intentado explicarlo postulando que una parte de la masa se pierde a lo largo del eje temporal. Por ejemplo, cuando los núcleos de uranio son mezclados con bario y cobre en proporciones mínimas pero definidas y la mezcla es sometida a una emisión de radiaciones gamma no muy intensa, ésta hace detonar un sistema de resonancias que…
—¡Basta, papá! —exclamó Pola—. Todo eso no sirve de nada, y… —¡Un momento! —la interrumpió Arvardan con voz perentoria—. Déjenme pensar. Creo que soy el único que puede aclarar esto… ¿Quién mejor que yo? Dejen que le haga algunas preguntas. ¡Schwartz! —Schwartz volvió a levantar la mirada—. ¿Ha dicho que su mundo era el único planeta habitado de la Galaxia?
—Sí —asintió Schwartz con voz átona.
—Pero eso era sencillamente lo que pensaban sus habitantes, ¿no? Quiero decir que… Bueno, no podían viajar por el espacio, por lo que no tenían forma alguna de comprobar si estaban en lo cierto. Podrían haber existido muchos mundos habitados aparte del suyo.
—No tengo forma de saberlo.
—Sí, claro… Es una lástima. ¿Y la energía atómica?
—Teníamos la bomba atómica. De uranio…, y plutonio… Supongo que eso fue lo que hizo que este mundo se volviera radiactivo. Tuvo que haber otra guerra después de todo…, después de que me fuera. Con bombas atómicas…
Schwartz se acordó de su Chicago, el Chicago que había existido en su mundo antes del bombardeo nuclear; y sufrió, no por él, sino por aquel mundo tan hermoso que había sido destruido…
Pero Arvardan estaba mascullando algo entre dientes.
—Muy bien —dijo en voz alta—. Tenían un idioma, naturalmente. —¿En la Tierra? Teníamos muchos idiomas.
—¿Y cuál era el suyo?
—El inglés…, bueno, lo aprendí cuando ya no era joven.
—Bien, pues diga algo en ese idioma.
Hacía dos meses que Schwartz no hablaba en inglés.
—Quiero volver a mi casa y estar con los míos —dijo lentamente y con infinita melancolía.
—¿Es el idioma que utilizaba cuando fue sometido al tratamiento con el sinapsificador, Shekt? —preguntó Arvardan.
—No lo sé —respondió Shekt, quien parecía totalmente aturdido—. Sólo sé que entonces no entendía nada de lo que decía, y sigo sin entenderlo. ¿Cómo quiere que relacione unos sonidos con otros?
—Bien, no tiene importancia… Schwartz, ¿cómo se decía «madre» en su idioma?
Schwartz se lo dijo.
—Ya. Y ahora «padre»…, «hermano»…, «uno»…, «dos»…, «tres»…, «casa»…, «hombre»…, «esposa»…
La enumeración de palabras continuó durante largo rato, y cuando hizo una pausa para respirar el inmenso asombro que sentía resultó claramente visible en el rostro de Arvardan.
—Shekt, o este hombre dice la verdad o estoy siendo víctima de la pesadilla más absurda que se pueda llegar a concebir —murmuró—. Habla un idioma prácticamente equivalente a las inscripciones descubiertas en los estratos de hace cincuenta mil años en Sirio, Arturo, Alfa del Centauro y otros veinte mundos…, y él habla ese idioma. No ha sido descifrado hasta la última generación, y en toda la Galaxia no hay más de doce hombres que puedan entenderlo, yo entre ellos.
—¿Está seguro de eso?
—¿Que si estoy seguro? ¡Pues claro que lo estoy! Soy arqueólogo, recuérdelo…
Por un instante Schwartz sintió que la armadura de su aislamiento se resquebrajaba, y por primera vez tuvo la impresión de estar recuperando la individualidad que había perdido. El secreto había sido revelado: Schwartz era un hombre llegado del pasado, y aquellas personas lo aceptaban. Eso demostraba que estaba cuerdo, y alejaba de una vez por todas las dudas que habían torturado su mente. Schwartz se sintió tremendamente agradecido, pero decidió seguir manteniendo su distanciamiento.
—Necesito a este hombre —siguió diciendo Arvardan, repentinamente inflamado por la llama sagrada de su profesión—. Shekt, no puede imaginarse lo que significa esto para la arqueología… Es un hombre del pasado, Shekt. ¡Oh, por todo el espacio…! Oiga, podemos llegar a un acuerdo. Este hombre es la prueba que la Tierra andaba buscando. Pueden quedarse con él. Pueden… —Sé lo que está pensando —le interrumpió Schwartz con voz sarcástica—. Cree que gracias a mí la Tierra podrá demostrar que es la cuna de la civilización humana, y que quedarán muy agradecidos por ello. ¡Se equivoca! Ya pensé eso, y hubiese estado dispuesto a llegar a un acuerdo con ellos para salvar mi vida…, pero no nos creerán ni a usted ni a mí.
—Hay pruebas terminantes.
—No le escucharán. ¿Sabe por qué? Porque tienen ciertas ideas fijas sobre el pasado. Cualquier cambio sería considerado como una blasfemia aunque fuese cierto… No quieren la verdad, quieren sus tradiciones.
—Creo que tiene razón, Bel —dijo Pola.
—Podríamos intentarlo —insistió Arvardan apretando los dientes.
—No conseguiríamos nada —replicó Schwartz tercamente.
—¿Cómo puede saberlo?
—¡Lo sé! —afirmó Schwartz.
Las palabras fueron pronunciadas en un tono tan categórico que Arvardan no dijo nada.
Ahora era Shekt quien estaba mirando a Schwartz con un brillo extraño en sus ojos cansados.
—¿Puede decirme si el tratamiento con el sinapsificador le produjo algún efecto nocivo o desagradable? —preguntó en voz baja y suave.
Schwartz no conocía la palabra, pero captó su significado. Le habían operado, ¡y en la mente! ¡Cuánto estaba aprendiendo!
—No me produjo ningún efecto nocivo o desagradable.
—Pero veo que ha aprendido muy deprisa nuestro idioma. Lo habla muy bien, ¿sabe? Oyéndole hablar nadie diría que no es un nativo, créame… ¿Le sorprende eso?
—Siempre he tenido muy buena memoria —respondió Schwartz con voz gélida.
—De modo que ahora no se siente distinto de como se sentía antes del tratamiento, ¿eh?
—Así es.
El doctor Shekt miró fijamente a Schwartz.
—Vamos, ¿por qué se preocupa? —dijo de repente—. Usted sabe que estoy seguro de que puede captar lo que estoy pensando.
—¿Cree que puedo leer los pensamientos? —replicó Schwartz, y soltó una risita—. ¿Y qué importancia tiene eso?
Pero Shekt ya había vuelto su rostro pálido y desesperado hacia Arvardan.
—Puede averiguar lo que hay en las mentes, Arvardan —dijo—. ¡Ah, cuántas cosas podría llegar a hacer con él! Y estoy aquí…, atrapado, impotente…
—¿Qué…, qué…, qué…? —balbuceó Arvardan con los ojos desencajados.
Hasta el rostro de Pola reflejaba interés.
—¿Realmente puede hacer eso? —preguntó mirando a Schwartz.
Schwartz asintió. Aquella muchacha había cuidado de él, e iban a matarla…, pero seguía siendo una traidora, ¿no?
—Arvardan, ¿se acuerda del bacteriólogo del que le hablé…, el que murió como consecuencia de los efectos del sinapsificador? —dijo Shekt de repente—. Uno de los primeros síntomas de su crisis fue su afirmación de que podía leer los pensamientos…, y podía hacerlo. Lo descubrí antes de que muriese, y he guardado el secreto desde entonces. No se lo había dicho a nadie…, pero es posible, Arvardan, es posible. El descenso del umbral de resistencia de las células cerebrales permite que el cerebro pueda captar los campos magnéticos inducidos por las microcorrientes de otros cerebros y transformarlas en vibraciones similares en su seno. Es el mismo principio que se aplica en cualquier sistema de grabación… Sería la telepatía en el más amplio sentido de la palabra.
Schwartz mantuvo un silencio terco y hostil mientras Arvardan volvía lentamente la cabeza en dirección a él.
—En ese caso quizá pueda sernos de utilidad, Shekt. —La mente del arqueólogo funcionaba a una velocidad frenética concibiendo un plan imposible detrás de otro—. Quizá ahora sí haya una salida… Tiene que haberla. Para nosotros y para la Galaxia…
Pero la desesperación y el conflicto de emociones que percibía con tanta claridad a través del contacto mental no conmovieron a Schwartz.
—Y para ello tendría que leer sus pensamientos, ¿no? —preguntó—. ¿De qué serviría eso? Bueno, la verdad es que puedo hacer algo más que leer los pensamientos… ¿Qué le parece esto?
Fue un empujón mental muy suave, pero el súbito dolor que produjo hizo gritar a Arvardan.
—He sido yo —dijo Schwartz—. ¿Quiere otra prueba?
—¿Puede hacérselo a los guardias? —preguntó Arvardan—. ¿Y al secretario…? ¿Por qué demonios permitió que le trajeran aquí? Shekt, va a ser sencillísimo. Escúcheme con atención, Schwartz…
—No, escúcheme usted —le interrumpió Schwartz—. ¿Qué motivos puedo tener para querer esperar? ¿En qué situación me encontraré? Siempre estaré en un mundo muerto… Quiero volver a mi hogar y no puedo hacerlo. Quiero tener a mi familia y a mi mundo, y no puedo recuperarlos…, y quiero morir.
—¡Pero se trata de toda la Galaxia, Schwartz! No puede limitarse a pensar en usted…
—¿De veras? ¿Por qué no puedo hacerlo? Así que ahora tengo que preocuparme por su preciosa Galaxia, ¿eh? Por mí ojalá se pudra… Sé lo que planea hacer la Tierra, y me alegro. Hace un rato la muchacha dijo que había escogido su bando, ¿recuerda? Bien, yo también he escogido el mío…, y mi bando es la Tierra.
—¿Qué?
—¿Por qué no? ¡Soy terrestre!