15. LAS VENTAJAS PERDIDAS

Arvardan y Shekt se encontraron en una habitación del segundo piso de la casa. Las ventanas habían sido polarizadas para obtener la más completa opacidad. Pola permanecía abajo, alerta y vigilante en el sillón desde el que dominaba la calle oscura y desierta.

La silueta encorvada de Shekt produjo en Arvardan una impresión distinta de la que había percibido diez horas antes. El rostro del físico seguía estando macilento e inmensamente cansado, pero la expresión incierta y temerosa de antes había sido sustituida por otra de desafío tan tozudo que casi rozaba la desesperación.

—Debo pedirle disculpas por la forma en que le traté esta mañana, doctor Arvardan —empezó diciendo Shekt con voz firme—. Esperaba que comprendiese que…

—Debo confesar que no lo entendí, doctor Shekt, pero ahora creo comprender.

Shekt se sentó frente a la mesa y señaló la botella de vino que había encima de ella. Arvardan hizo un gesto negativo con las manos.

—Si no tiene inconveniente probaré la fruta. ¿Qué es esto? Me parece que no había visto nunca nada parecido…

—Es una especie de naranja —dijo Shekt—. Creo que no crece fuera de la Tierra. Resulta bastante fácil de pelar.

Le hizo una demostración, y Arvardan hundió los dientes en su jugosa pulpa después de haberla olisqueado con curiosidad. El sabor era tan exquisito que le hizo lanzar una exclamación ahogada.

—¡Es deliciosa, doctor Shekt! ¿Nunca han intentado exportar estos productos?

—La Sociedad de Ancianos no es partidaria de comerciar con los espaciales —murmuró el biofísico con expresión entristecida—, y a nuestros vecinos de la Galaxia tampoco les hace mucha gracia la idea de comerciar con nosotros. Éste no es más que un aspecto de nuestros problemas, doctor Arvardan.

Arvardan se sintió repentinamente dominado por un arranque de cólera.

—¡Qué estupidez! Le aseguro que cuando veo lo que puede llegar a haber en las mentes de los seres humanos desespero de la inteligencia de la raza humana.

Shekt se encogió de hombros con la tolerancia que da el estar acostumbrado a una situación desde hace mucho tiempo.

—Me temo que eso es una parte del problema general de los prejuicios antiterrestres…, un problema que es casi imposible de resolver.

—Pero lo que hace que resulte casi imposible de resolver es que nadie parece querer resolverlo —exclamó el arqueólogo—. ¿Cuántos terrestres reaccionan ante esta situación odiando indiscriminadamente a todos los ciudadanos galácticos? Es una plaga casi universal…, odio por odio. ¿Quiere realmente su pueblo que exista igualdad y tolerancia mutua? ¡No! Lo que desea la inmensa mayoría de los terrestres es invertir la situación actual.

—Quizá haya mucho de cierto en lo que dice —asintió Shekt con amargura—, y no puedo negarlo; pero ésa no es toda la historia. Si se nos diese la oportunidad llegaría a existir una nueva generación de terrestres inteligentes, desprovistos de prejuicios localistas y fervorosamente convencidos de que sólo existe una raza humana. Los asimilacionistas eran tolerantes y tenían fe en las soluciones justas, y han ejercido muchas veces el poder en la Tierra. Yo soy asimilacionista…, o por lo menos lo fui en tiempos. Pero ahora toda la Tierra está gobernada por los celotes, nacionalistas extremistas con la cabeza llena de ilusiones de dominio pasado y dominio futuro. El Imperio debe ser protegido contra ellos.

—¿Se refiere a la revuelta de la que me habló Pola? —preguntó Arvardan frunciendo el ceño.

—Doctor Arvardan, convencer a alguien de algo aparentemente tan ridículo como es el que la Tierra pueda llegar a conquistar toda la Galaxia resulta una tarea muy difícil…, pero es cierto —dijo Shekt poniéndose muy serio—. No tengo ninguna vocación de héroe, y sí grandes deseos de vivir. En consecuencia, supongo que podrá imaginarse hasta qué extremos de inmensidad ha de llegar la crisis que nos amenaza para que alguien como yo se arriesgue a cometer delito de traición cuando ya está siendo vigilado por las autoridades locales.

—Bien, si se trata de algo tan grave será mejor que le informe de mi postura antes de que empiece a hablarme de ello —replicó Arvardan—. Le ayudaré en todo lo posible, pero sólo como ciudadano de la Galaxia. No tengo ninguna autoridad oficial, y carezco de influencia especial en la corte o incluso en el Palacio del Procurador. Soy exactamente lo que aparento ser: un arqueólogo que ha venido aquí para organizar una expedición científica en la que sólo están en juego mis intereses particulares. Si está dispuesto a llegar a la traición, ¿no cree que sería mejor que hablara de ello con el Procurador Ennius? Él sí está en condiciones de hacer algo al respecto.

—Eso es precisamente lo que no puedo hacer, doctor Arvardan —dijo Shekt—, y es justo lo que los Ancianos me impiden hacer. Cuando vino a verme esta mañana a mi laboratorio llegué a pensar que quizá fuese un intermediario… Pensé que Ennius sospechaba algo, ¿entiende?

—Quizá sospeche algo, y me temo que no puedo confirmarlo o negarlo, pero no soy ningún intermediario…, y lo lamento. Pero si insiste en convertirme en su confidente, puedo prometerle que iré a ver al Procurador Ennius y que le hablaré en su nombre.

—Gracias. Es todo lo que le pido. Eso…, y que utilice su influencia para evitar que la Tierra sufra una represalia excesivamente severa por parte del Imperio.

—Puede contar con ello —asintió Arvardan.

Se sentía intranquilo. Estaba convencido de que trataba con un anciano excéntrico y algo paranoico que quizá fuese inofensivo, pero que no cabía duda estaba totalmente desequilibrado; pero no le quedaba otro recurso que permanecer allí, escuchar y tratar de imponer algo de calma en aquella locura…, por el bien de Pola.

—¿Ha oído hablar del sinapsificador, doctor Arvardan? —preguntó Shekt—. Esta mañana se refirió al aparato.

—Sí. Leí el artículo que publicó en la revista Estudios de física, y hablé del sinapsificador con el Procurador Ennius y con el Primer Ministro.

—¿Habló de él con el Primer Ministro?

—Sí. Cuando obtuve la carta de presentación a la que usted se…, se negó a hacer caso.

—Lamento lo ocurrido, pero hubiese preferido que usted no… Bien, ¿qué sabe acerca del sinapsificador?

—Que es un fracaso muy interesante. Es un aparato concebido y diseñado para aumentar la capacidad de aprendizaje, y ha tenido algún éxito con las ratas, pero no ha dado ningún resultado con los seres humanos.

—Sí, eso es lo que se desprende de la lectura del artículo —murmuró Shekt con expresión preocupada—. Se anunció como un fracaso, y los resultados eminentemente favorables fueron ocultados de manera deliberada.

—Eso me parece una manifestación muy extraña de la ética científica, doctor Shekt.

—Sí, confieso que lo es… Pero tengo cincuenta y seis años, doctor Arvardan, y si sabe usted algo sobre las Costumbres de la Tierra comprenderá que ya no me queda mucho tiempo de vida.

—Los Sesenta, ¿no? Sí, oí hablar de esa Costumbre por casualidad…, y más de lo que me habría gustado. —Pensó con amargura en el primer viaje a bordo del estratosférico—. Pero tengo entendido que hacen excepciones con los científicos más destacados.

—Es cierto, pero quienes toman la decisión en esos casos son el Primer Ministro y el Consejo de Ancianos, y sus dictámenes son inapelables…, ni tan siquiera ante el Emperador. Me dijeron que el precio de mi vida sería que mantuviese un secreto absoluto respecto al sinapsificador y que me esforzara al máximo para mejorarlo. —El anciano hizo un gesto de impotencia—. ¿Cómo podía sospechar entonces cuáles serían los resultados y el destino que darían al sinapsificador?

—¿Cuál es ese destino del que habla? —preguntó Arvardan.

Sacó un cigarrillo de su pitillera y se la ofreció a Shekt, quien la rechazó.

—Enseguida lo sabrá… Mis experimentos habían llegado a un punto en el que decidí que el instrumento podía ser aplicado sin peligro a los seres humanos, y entonces algunos biólogos de la Tierra fueron sometidos a tratamiento con el sinapsificador. En todos los casos se trataba de simpatizantes de los celotes…, de los extremistas, ¿comprende? Todos sobrevivieron, aunque pasado un tiempo se manifestaron algunos efectos secundarios. En una ocasión me devolvieron a uno para que fuese atendido lo mejor posible. No conseguí salvar su vida, pero durante su delirio de moribundo me lo contó todo.

Ya casi era medianoche. El día había sido muy largo, y habían ocurrido muchas cosas; y Arvardan sintió un estremecimiento de impaciencia agitándose en su interior.

—Será mejor que vaya al grano —dijo con voz tensa.

—Le ruego que tenga paciencia —replicó Shekt—. Si quiero conseguir que me crea tendré que darle una explicación lo más detallada posible. Usted ya conoce las peculiaridades del entorno terrestre, naturalmente…, la radiactividad y…

—Sí, he estudiado ese problema.

—¿Y conoce el efecto que la radiactividad ha producido sobre la Tierra y su economía?

—Sí.

—Bien, entonces no insistiré en ello. Bastará con que le diga que en la Tierra el promedio de mutaciones es superior al del resto de la Galaxia, por lo que la idea de que los terrestres son distintos, que tanto obsesiona a nuestros enemigos, tiene cierta base de verdad en el aspecto físico. En realidad, las mutaciones son escasas, y la mayoría no tienen ningún valor añadido de cara a la supervivencia. Si ha ocurrido algún cambio permanente en los terrestres, únicamente está relacionado con ciertos aspectos de la química interna que les permiten resistir mejor las condiciones del ambiente en el que viven. Los terrestres manifiestan mayor resistencia a los efectos de la radiación, sus tejidos se recuperan más rápidamente de las quemaduras…

—Ya estoy al corriente de todo lo que me está contando, doctor Shekt.

—Bien, ¿y se le ha ocurrido pensar alguna vez que esos procesos de mutación también se producen en otras especies vivientes de la Tierra que no son la humana?

Hubo un corto silencio.

—No, no lo había pensado —murmuró Arvardan—, aunque ahora que lo menciona comprendo que es una conclusión lógicamente inevitable.

—Así es. Ocurre, y en la Tierra hay una variedad de animales domésticos superior a la de los otros mundos habitados. La naranja que ha comido es una nueva especie mutante que no existe en ningún otro lugar, y ése es uno de los motivos que hacen que nuestras frutas no resulten adecuadas para la exportación. Los espaciales desconfían de ellas tanto como de nosotros…, y nosotros mismos tendemos a reservarlas para nuestro uso considerándolas una propiedad exclusiva y valiosa. Lo que se aplica a las plantas y los animales también es de aplicación a la vida microscópica, naturalmente.

Y Arvardan experimentó el primer estremecimiento de miedo.

—¿Se refiere a…, a las bacterias? —preguntó.

—Me refiero a todo el campo de la vida primitiva: protozoarios, bacterias y las proteínas de autorreproducción que algunos llaman virus.

—¿Y dónde quiere llegar?

—Me parece que usted ya lo sospecha, doctor Arvardan. Veo que está súbitamente interesado, ¿eh? Como usted sabe, entre los ciudadanos de la Galaxia circula la idea de que los terrestres son portadores de la muerte, que relacionarse con un terrestre supone arriesgarse a morir, que los terrestres traen consigo las desgracias, que poseen una especie de mal de ojo…

—Lo sé, pero todo eso no son más que supersticiones.

—No del todo, y eso es lo peor. Al igual que todas las creencias populares y por muy supersticiosas, deformadas y pervertidas que hayan llegado a estar; en el fondo éstas también contienen una brizna de verdad. A veces un terrestre lleva en su cuerpo alguna variedad mutada de parásito microscópico que no se parece a los conocidos en otros mundos, y al que los espaciales son particularmente poco resistentes. Las consecuencias que se producen en esos casos son de biología elemental, doctor Arvardan.

Arvardan permanecía callado.

—A veces nosotros también sufrimos los efectos —siguió diciendo Shekt—. Una nueva especie de germen surge de las brumas radiactivas y una epidemia barre el planeta, pero en términos generales se puede afirmar que los terrestres conservan la inmunidad. El transcurrir de las generaciones hace que vayamos adquiriendo defensas contra todas las variedades de virus y gérmenes, y sobrevivimos. Los espaciales no tienen la oportunidad de adquirir esas defensas.

—Eso significa que el tener contacto con usted en estos momentos… —murmuró Arvardan.

Sintió un extraño vacío helado en su interior, y echó su silla hacia atrás. Estaba pensando en los besos que había intercambiado con Pola aquella noche.

—¡No, claro que no! —respondió Shekt meneando la cabeza—. Los terrestres no creamos la enfermedad: nos limitamos a transmitirla, e incluso esa transmisión se da en muy raras ocasiones. Si yo viviese en su mundo, no sería portador de más gérmenes de los que lleva usted dentro de su organismo. No tengo ninguna afinidad especial hacia ellos, e incluso aquí sólo un germen entre billones o entre billones de billones resulta peligroso. En este momento sus probabilidades de sufrir un contagio son menores que las de que un meteorito atraviese el techo de esta casa y caiga sobre usted aplastándole…, a menos que los gérmenes en cuestión sean buscados, aislados y concentrados en un proceso meticuloso y deliberado.

Esta vez el silencio fue más prolongado.

—¿Y es eso lo que están haciendo ahora los terrestres? —preguntó Arvardan con una voz extrañamente ahogada.

Ya no pensaba que su interlocutor fuese un paranoico. Arvardan estaba dispuesto a creer en todo cuanto pudiera decirle.

—Sí. Al principio lo hicieron con fines inofensivos. Nuestros biólogos están particularmente interesados en todas las peculiaridades de la vida terrestre, claro está, y hace poco lograron aislar el virus que produce la fiebre común.

—¿Qué es la fiebre común?

—Es una enfermedad benigna endémica de la Tierra, lo cual quiere decir que nos acompaña siempre. La inmensa mayoría de los terrestres la ha padecido durante su infancia, y sus síntomas no son muy graves: un poco de fiebre, una erupción transitoria, una inflamación de las articulaciones y los labios; todo ello combinado con una sed muy molesta… La enfermedad cumple su ciclo en cuatro o cinco días, y quien la ha sufrido después queda inmunizado. Yo la tuve, Pola la tuvo… De vez en cuando aparece una epidemia más virulenta de la misma enfermedad, probablemente causada por una variedad ligeramente distinta del virus, y entonces se la conoce con el nombre de fiebre de radiación.

—La fiebre de radiación… He oído hablar de ella —comentó Arvardan.

—¿De veras? Se la llama así porque existe la idea equivocada de que es causada por haberse expuesto al efecto de las zonas radiactivas. En realidad, la entrada en las zonas radiactivas suele ser seguida por la aparición de la fiebre de radiación, pero únicamente porque es allí donde el virus tiene mayores posibilidades de sufrir mutaciones peligrosas; pero no cabe duda de que la enfermedad es producida por un virus y no por la radiación. En el caso de la fiebre de radiación, los síntomas evolucionan en unas dos horas. Los labios resultan tan afectados que el paciente apenas puede hablar, y a veces muere en pocos días.

»Y ahora llegamos al punto crucial, doctor Arvardan… El terrestre se ha adaptado a la fiebre común y el ciudadano de la Galaxia no. De vez en cuando un miembro de la guarnición imperial sufre sus efectos, y entonces reacciona igual que lo haría un terrestre a la fiebre de radiación. Lo habitual es que muera en el plazo de doce horas o menos, y después es incinerado…, por terrestres, pues cualquiera de sus compañeros que se le acercase correría la misma suerte.

»Como ya le he dicho, el virus fue aislado hace diez años. Es una nucleoproteína, al igual que la mayoría de les virus filtrables, que sin embargo posee una propiedad extraordinaria: contiene una concentración excepcionalmente elevada de carbono, azufre y fósforo radiactivos; y cuando digo “excepcionalmente elevada” me estoy refiriendo al hecho de que el cincuenta por ciento del carbono, azufre y fósforo que contiene son radiactivos. Se supone que el efecto que produce en el organismo de la persona afectada es debido en mayor parte a las radiaciones que a las toxinas. Naturalmente, parecería lógico que los terrestres, que están relativamente acostumbrados a las radiaciones gamma, sean los menos afectados… Al principio los estudios del virus se concentraron en la averiguación de cómo acumulaba sus isótopos radiactivos. Como usted sabe, no existen métodos químicos que permitan separar los isótopos excepto por procedimientos largos y engorrosos; y tampoco existe ningún organismo que pueda realizar dicha función aparte de este virus. Pero la dirección de las investigaciones no tardó en cambiar…

»Seré breve, doctor Arvardan, y creo que ya puede imaginarse el resto. Los experimentos pueden ser realizados con animales de otros planetas, pero no con los mismos espaciales. En la Tierra hay tan pocos espaciales que resultaría imposible evitar que la desaparición de algunos de ellos no despertase sospechas, y tampoco se podía permitir que los planes fuesen descubiertos prematuramente. Lo que se hizo fue someter a un grupo de bacteriólogos a los efectos del sinapsificador para dotar a sus mentes de una mayor capacidad intelectual. Esos bacteriólogos desarrollaron un nuevo enfoque matemático de la química de las proteínas y la inmunología, lo que acabó permitiendo desarrollar una variedad artificial de virus destinado a afectar a los seres humanos de la Galaxia…, pero solamente a los espaciales. Actualmente existen toneladas de virus cristalizados.

Arvardan estaba atónito y horrorizado, y podía sentir cómo las gotas de sudor se deslizaban lentamente por sus sienes y sus mejillas.

—Eso significa que la Tierra se propone diseminar esos virus por la Galaxia —murmuró—. Van a desencadenar una horrible guerra bacteriológica…

—Que nosotros no podemos perder y que ustedes no pueden ganar… Sí, exactamente. En cuanto haya estallado la epidemia cada día traerá consigo la muerte de millones de seres humanos sin que nada pueda evitarlo. Los refugiados aterrorizados que huirán por el espacio llevarán los virus con ellos, y si intentan destruir planetas enteros aun así eso permitirá que la epidemia se inicie en nuevos centros. No habrá ningún motivo para relacionar esa peste repentina con la Tierra. Cuando nuestra supervivencia empiece a resultar sospechosa, la hecatombe estará tan avanzada y la desesperación de los espaciales será tan inmensa que ya no importará.

—¿Y todos morirán?

Aquel proyecto era tan siniestro que la mente de Arvardan todavía no lograba asimilarlo.

—Quizá no. Nuestra nueva rama de la bacteriología trabaja en dos sentidos simultáneamente: también tenemos la antitoxina y los medios para producirla. Podría ser utilizada…, en el caso de una rendición inmediata. También podría haber algunos lugares apartados de la Galaxia que quizá se salvarían, e incluso podrían darse unos cuantos casos de inmunidad natural.

Shekt siguió hablando con voz cansada mientras Arvardan luchaba con el horrible desconcierto que se estaba adueñando de él, sin que se le ocurriese dudar ni por un momento de la veracidad de lo que había oído hasta el momento o poner en tela de juicio aquella macabra verdad que borraba de un solo golpe la inmensa ventaja de que hubiera veinticinco mil millones de espaciales por cada terrestre.

—La fuerza que hay detrás de todo esto no es la Tierra, sino un puñado de dirigentes pervertidos por la inmensa presión que excluyó a los terrestres de la Galaxia. Esos hombres aborrecen a quienes les segregaron, ansían vengarse a cualquier precio y odian con un ímpetu totalmente demencial. En cuanto hayan empezado, serán seguidos por el resto de la Tierra. ¿Qué otra cosa se puede hacer? Una vez esté sumida en su tremenda culpa, la Tierra tendrá que terminar lo que inició. ¿Acaso podría permitir la supervivencia de una Galaxia con las fuerzas suficientes como para devolver el golpe más tarde? Pero yo soy un ser humano antes que un terrestre, doctor Arvardan… ¿Es preciso que miles de billones de seres humanos mueran por el bien de unos cuantos millones?

Es necesario que una civilización que se ha extendido por toda la Galaxia se derrumbe únicamente para satisfacer el resentimiento de un solo planeta, por muy justificado que pueda estar ese resentimiento? ¿Y acaso estaremos mejor después de que haya ocurrido todo eso? El poder de la Galaxia seguirá residiendo en aquellos mundos que poseen los recursos necesarios, y nosotros carecemos de ellos. Es posible que los terrestres lleguen a dominar a Trántor durante una generación, pero sus hijos se convertirán en trantorianos, y despreciarán a su vez a quienes se hayan quedado en la Tierra. Y en cuanto a la humanidad, ¿qué ventaja '.c reportará sustituir la tiranía de una Galaxia por la tiranía de la Cierra? No, no… Tiene que haber una solución para todos los seres humanos, un camino que acabe llevando a la justicia y la libertad.

Se tapó el rostro con las manos, y su cabeza se balanceó lentamente en un sentido y en otro detrás de sus dedos nudosos y arrugados.

Arvardan lo había oído todo como a través de una bruma de estupor.

—No ha cometido ninguna traición, doctor Shekt —murmuró—. Iré inmediatamente al Everest. El Procurador Ennius me creerá…, tiene que creerme.

Y de repente oyeron ruido de pasos que se acercaban a la carrera. Un rostro asustado se asomó a la habitación, y la puerta quedó abierta.

—¡Papá, unos hombres se acercan por el camino!

—Deprisa, doctor Arvardan, por el garaje —dijo el doctor Shekt palideciendo—. Llévese a Pola y no se preocupe por mí —añadió empujándole con todas sus fuerzas—. Yo les detendré…

Pero cuando se volvieron se encontraron con un hombre que vestía una túnica verde. Sus labios estaban curvados en una leve sonrisa, y empuñaba con estudiada despreocupación un látigo neurónico. Hubo una lluvia de puñetazos sobre la puerta principal, seguida por un crujido y ruido de pasos.

—¿Quién es usted? —preguntó Arvardan al hombre de la túnica verde mientras se colocaba delante de Pola.

El arqueólogo intentó que su voz sonara desafiante, pero no lo consiguió del todo.

—¿Que quién soy? —replicó secamente el hombre de verde—. Oh, no soy más que el humilde secretario de Su Excelencia el Primer Ministro de la Tierra. —Dio un paso hacia delante—. Faltó poco para que esperase demasiado, pero he llegado a tiempo. Vaya, también hay una muchacha… Muy imprudente por su parte, ¿no les parece?

—Soy ciudadano galáctico —dijo Arvardan sin perder la calma—. Dudo mucho que tenga derecho a detenerme, y ni tan siquiera creo que tenga derecho a entrar en esta casa sin un documento legal emitido por la autoridad competente.

—Yo soy todo el derecho y la autoridad que existen en este planeta —dijo el secretario golpeándose suavemente el pecho con la enano libre—. Dentro de muy poco tiempo seré el derecho y la autoridad de toda la Galaxia. No sé si sabrán que todos han caído en nuestras manos…, Schwartz incluido.

—¡Schwartz! —exclamaron el doctor Shekt y Pola casi al unísono. —¿Les sorprende? Vengan conmigo y les conduciré hasta él. Lo último de que tuvo conciencia Arvardan fue de que la sonrisa se ensanchaba…, y del fogonazo del látigo neurónico. Perdió el conocimiento y se derrumbó cayendo a través de una neblina escarlata de dolor.

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