5. EL VOLUNTARIO INVOLUNTARIO

En cuanto se hubo quedado a solas el doctor Shekt pulsó un botón y un joven técnico entró inmediatamente en la habitación. Llevaba una bata blanca inmaculada, y su larga cabellera castaña estaba meticulosamente peinada hacia atrás.

—¿Le ha informado Pola de…? —preguntó el doctor Shekt.

—Sí, doctor Shekt. He estado observando a ese hombre por la pantalla, y no cabe duda de que es un voluntario. Estoy seguro de que no es un candidato enviado de la forma acostumbrada.

—¿Cree que debo dirigirme al Consejo?

—No sé qué decirle… El Consejo no aprobaría ninguna comunicación corriente. Ya sabe que cualquier haz energético de comunicaciones puede ser interferido. ¿Qué le parece si nos libramos de él? —preguntó nerviosamente—. Puedo decirle que necesitamos hombres de menos de treinta años… A juzgar por su aspecto, tiene al menos treinta y cinco años de edad.

—No, no —respondió Shekt—. Será mejor que le eche un vistazo.

Su mente se había convertido en un torbellino. Hasta aquel momento todo había sido manejado de la forma más cautelosa e inteligente posible. Se habían dado las informaciones suficientes para demostrar una sinceridad totalmente falsa, y ni una brizna más. Y de repente tenían un voluntario de carne y hueso…, e inmediatamente después de la visita de Ennius. ¿Habría alguna relación? El mismo Shekt apenas tenía una vaga idea de las tremendas fuerzas nebulosas que estaban empezando a luchar sobre la maltrecha faz de la Tierra, pero a pesar de ello creía saber lo suficiente al respecto…, lo suficiente como para sentirse a merced de ellas e, indudablemente, mucho más de lo que cualquier Anciano sospechaba que sabía.

Pero su vida corría un doble peligro. ¿Qué podía hacer?

Diez minutos más tarde el doctor Shekt estaba contemplando con cara de preocupación al curtido granjero que se hallaba delante de él con la gorra en la mano y la cabeza un poco ladeada, como si quisiera evitar que le observaran con excesivo detenimiento. Shekt calculó que tenía menos de cuarenta años, pero la dura vida del campo no trataba con demasiados miramientos a los hombres. Las mejillas del granjero estaban un poco sonrojadas debajo de la correosa piel bronceada, y había rastros evidentes de transpiración sobre su frente y en sus sienes, a pesar de que la atmósfera de la habitación era más bien fresca. Sus manos estaban entrelazadas, y los dedos no paraban de retorcerse nerviosamente.

—Bien, mi querido señor, tengo entendido que se ha negado a decirnos cómo se llama —empezó Shekt con amabilidad.

Arbin siguió dando muestras de su testarudez.

—Me dijeron que si se presentaba un voluntario ustedes no harían preguntas.

—Ya… Bueno, ¿hay algo que quiera decirme o prefiere ser sometido al tratamiento de inmediato?

—¿Yo? ¿Quiere decir ahora…, aquí? —preguntó Arbin, súbitamente aterrorizado—. Pero el voluntario no soy yo. No he dicho nada que pudiese hacerles pensar que…

—¿No? Entonces eso significa que el voluntario es otra persona, ¿verdad?

—Claro. ¿Para qué iba a querer yo…?

—Comprendo, comprendo. ¿Esa otra persona está con usted? —preguntó el doctor Shekt.

—Bueno… En cierta forma sí —respondió cautelosamente Arbin.

—Muy bien. Ahora dígame lo que desee. Todo será mantenido en el más estricto secreto, y le ayudaremos en todo lo posible. ¿Está de acuerdo?

—Gracias —murmuró el granjero, e inclinó la cabeza en una tosca señal de respeto—. Verá, señor, se trata de lo siguiente… Tenemos a un hombre en nuestra granja, ¿sabe? Es un…, un pariente lejano. Nos ayuda a…

Arbin tragó saliva con visible dificultad, y Shekt hizo un gesto de asentimiento.

—Tiene muy buena voluntad, y es un excelente trabajador —siguió diciendo Arbin—. Tuvimos un hijo, pero se nos murió; y mi mujer y yo…, bueno, verá, necesitamos esa ayuda y… Ella no se encuentra demasiado bien, y no hubiésemos podido arreglárnoslas sin él…

Arbin tuvo la impresión de que la historia que estaba contando resultaba absurda, sin embargo, el científico volvió a asentir con la cabeza.

—¿Y usted desea someter al tratamiento a ese pariente suyo?

—Oh, sí. Me parecía que ya se lo había dicho, pero… En fin, discúlpeme si estoy tardando mucho en explicárselo… Verá, el pobre hombre no está…, no está del todo bien de la cabeza. —Arbin hablaba de manera cada vez más atropellada—. No es que esté enfermo, entiéndame…, no se encuentra tan mal como para que sea necesario internarle. Es un poco retrasado, eso es todo… No habla, ¿entiende?

—¿No puede hablar? ¿Por qué? —preguntó Shekt poniendo cara de asombro.

—Oh, sí que puede. Es sencillamente que no le gusta hablar… Bueno, no habla demasiado bien.

El físico pareció dudar unos momentos.

—Y usted quiere que el sinapsificador mejore su coeficiente intelectual, ¿no?

—Si fuese un poquito más listo podría realizar una parte del trabajo que mi mujer no puede hacer, ¿lo comprende, doctor? —dijo Arbin.

—Podría morir. ¿Es consciente de ese riesgo?

Arbin contempló a Shekt con expresión de desamparo y se tiró furiosamente de los dedos.

—Necesitaré su consentimiento —añadió Shekt.

—No lo entenderá —insistió el granjero meneando la cabeza en un lento y tozudo vaivén —. Oiga, señor, estoy seguro de que usted me entiende… —se apresuró a añadir, en un tono de voz tan bajo que resultaba casi inaudible—. Usted tiene aspecto de saber lo dura que puede llegar a ser la vida. Ese hombre está envejeciendo… No es un problema de los Sesenta, ¿pero qué ocurrirá si cuando hagan el próximo Censo piensan que es idiota y…, y se lo llevan? No nos gustaría perderle, y por eso le he traído aquí. El motivo por el que quiero mantener en secreto todo esto es que quizá…, quizá… —Arbin volvió involuntariamente la mirada hacia las paredes, como si quisiese atravesarlas con un esfuerzo de pura voluntad y descubrir los ojos y oídos indiscretos que podían estar al acecho detrás de ellas—. Bueno, puede que a los Ancianos no les gustara mucho lo que estoy haciendo. Puede que tratar de salvar a un hombre enfermo sea considerado contrario a las Costumbres, pero la vida es muy dura, señor… Y a usted le sería útil. Ha solicitado voluntarios, ¿no?

—Sí, ya sé que lo he hecho. Bien, ¿dónde está ese pariente suyo?

Arbin decidió arriesgarse.

—Fuera, esperando en mi vehículo…, si es que nadie le ha encontrado, claro. No puede bastarse a sí mismo, ¿entiende? Si alguien le hubiese…

—Bueno, espero que se encuentre bien. Usted y yo saldremos ahora mismo y llevaremos el vehículo hasta nuestro garaje subterráneo. Me aseguraré de que excepto nosotros y mis ayudantes nadie llegue a enterarse de su presencia aquí, y le garantizo que no tendrá ninguna clase de problemas con la Hermandad.

Puso afablemente una mano sobre el hombro de Arbin, y los labios del granjero se curvaron en una temblorosa sonrisa. Arbin se sintió tan aliviado como si hubiese estado llevando una soga al cuello y se la hubieran quitado de repente.


Shekt contempló al hombre regordete y casi calvo que estaba acostado en la camilla. El paciente se encontraba sin conocimiento, pero su respiración era profunda y muy regular. Había emitido sonidos ininteligibles, y Shekt no había entendido nada de lo que dijo; pero no había detectado ninguna manifestación física de retraso mental durante el examen al que le había sometido. Los reflejos estaban muy bien para tratarse de un viejo.

¡Un viejo! Hmmm…

Se volvió hacia Arbin, quien lo estaba observando todo con gran atención.

—¿Quiere que le hagamos un análisis óseo?

—¡No! —exclamó Arbin—. No quiero que le hagan nada que pueda servir para que sea identificado —añadió en un tono de voz menos estridente.

—Eso nos ayudaría bastante. Si supiéramos qué edad tiene sería menos arriesgado, ¿entiende? —dijo Shekt.

—Tiene cincuenta años —replicó secamente Arbin.

El físico se encogió de hombros. Bueno, daba igual. Volvió a mirar al hombre dormido. Cuando fueron al vehículo el sujeto estaba apático y casi distante, o al menos eso le había parecido. Ni tan siquiera las hipnotabletas le habían inspirado desconfianza. Se las habían ofrecido, y el hombre las había engullido con una sonrisa temblorosa.

El técnico ya estaba entrando en la habitación las últimas unidades de aspecto bastante antiestético cuyo conjunto formaba el sinapsificador. Una presión sobre un botón hizo que el vidrio polarizado de las ventanas de la sala de operaciones sufriera un reordenamiento molecular que lo opacó. Ahora la única luz era la que emitía su resplandor blanco y frío sobre el paciente suspendido en el campo diamagnético de varios cientos de kilovatios, que le mantenía flotando a cinco centímetros de la mesa de operaciones a la cual había sido trasladado.

Arbin seguía sentado en la oscuridad. No entendía nada, pero estaba tozudamente decidido a que su presencia impidiera de alguna manera cualquier clase de posibles manipulaciones hechas con fines malignos, aun sabiendo que era demasiado ignorante para detectarlas y detenerlas.

Los físicos no le prestaban ninguna atención. Los electrodos fueron ajustados al cráneo del paciente. Era una tarea muy lenta, y primero hubo que llevar a cabo un meticuloso estudio de la estructura craneana a través de la técnica Ulster, que revelaba el trazado serpenteante de las fisuras. Shekt sonrió para sus adentros. Las fisuras craneanas no eran una medida cuantitativa de la edad en la que se pudiera confiar ciegamente sin necesidad de hacer más comprobaciones, pero en aquel caso resultaban suficientes. Aquel hombre tenía más de los cincuenta años que le había atribuido el granjero.

La sonrisa del físico se esfumó enseguida, y frunció el ceño. Había algo extraño en aquellas fisuras craneanas. Tenían un aspecto raro, como si…

Por un momento estuvo a punto de jurar que la estructura craneana era tan primitiva que aquel hombre casi podía calificarse como un caso de atavismo, pero pensándolo bien… Estaba ante un subnormal, ¿verdad? Quizá ésa fuera la explicación.

—¡Oh, no me había fijado! —exclamó de repente poniendo cara de asombro—. ¡Este hombre tiene pelo en la cara! —Se volvió hacia Arbin—. ¿Siempre ha tenido barba?

—¿Barba?

—¡Pelo en la cara! ¡Venga aquí! ¿No lo ve?

—Sí, señor —respondió Arbin mientras su cerebro empezaba a funcionar a toda velocidad. Lo había notado aquella mañana, pero luego se le había olvidado—. Nació así —dijo—. Eso creo… —añadió un instante después, a pesar de que con ello debilitaba bastante la credibilidad de su afirmación anterior.

—Bien, vamos a eliminarlo. No querrá que tenga ese aspecto bestial, ¿verdad?

—No, señor.

El pelo desapareció rápidamente después de que el técnico aplicara una crema depilatoria con sus manos enguantadas.

—También tiene pelos en el pecho, doctor Shekt —anunció un instante después.

—¡Gran Galaxia! —exclamó Shekt—. ¡Déjeme ver! ¡Pero si este hombre parece una alfombra! Bien, da igual… Una camisa los tapará, y quiero empezar a trabajar con los electrodos. Vamos a poner cables aquí, aquí y aquí. —Unos pinchazos casi imperceptibles, y los cables capilares de platino quedaron insertados—. Ahora aquí y aquí…

Una docena de conexiones a través de las que se podrían percibir los delicados ecos—sombra de las microcorrientes que circulaban por el cerebro yendo de una célula a otra atravesaron la piel y llegaron a las suturas craneanas.

Los científicos observaron con gran atención cómo las agujas de los amperímetros de alta precisión se agitaban y saltaban a medida que las conexiones eran establecidas e interrumpidas. Los diminutos estiletes de los registros trazaban sus delicadas telarañas sobre el papel milimetrado en forma de picos y depresiones irregulares.

Los gráficos fueron retirados y colocados encima de un panel de vidrio iluminado desde abajo. Shekt y su ayudante se inclinaron sobre él y empezaron a intercambiar susurros.

Arbin oyó algunas palabras inconexas.

—…excepcionalmente regular… Observe la altura del quinto pico… Creo que debería ser analizado… Resulta evidente que…

Y después siguió un tedioso ajuste del sinapsificador que pareció durar mucho rato. Los científicos hicieron girar los diales sin apartar la mirada de los ajustes micrométricos que iban llevando a cabo, y después llegaron las lecturas. Los diversos electrómetros fueron revisados una y otra vez, y en cada caso se hicieron los nuevos ajustes necesarios.

Shekt se volvió hacia Arbin y le sonrió.

—No tardaremos mucho en terminar —dijo.

Los aparatos fueron acercados al hombre dormido, moles enormes que hacían pensar en torpes monstruos hambrientos. Cuatro largos cables fueron conectados a los extremos de los miembros del sujeto, y una almohadilla mate de color negro hecha de lo que parecía ser una goma dura fue cuidadosamente ajustada debajo de su nuca, donde quedó asegurada por pinzas que se cerraban sobre los hombros. Finalmente, los gigantescos electrodos se separaron como dos mandíbulas gigantescas y fueron bajando sobre la cabeza de piel pálida y rasgos regordetes hasta que cada uno quedó apuntado a una sien.

Shekt mantenía la mirada. clavada en el cronómetro y sostenía un interruptor en una mano. Movió el pulgar y no ocurrió nada visible, ni tan siquiera para los sentidos aguzados por el miedo del siempre vigilante Arbin. El pulgar de Shekt volvió a moverse después de lo que podrían haber sido horas, pero que en realidad fueron menos de tres minutos. Su ayudante se apresuró a inclinarse sobre el dormido Schwartz y alzó la vista con expresión triunfal.

—Está vivo.

Después transcurrieron varias horas durante las que se tomó toda una biblioteca de anotaciones en medio de murmullos de excitación casi salvaje. Por último una aguja hipodérmica fue introducida en la piel y el durmiente parpadeó. Shekt retrocedió. Estaba pálido, pero parecía inmensamente feliz.

—Todo ha salido bien —dijo. Se frotó la frente con el dorso de la mano y se volvió hacia Arbin—. Tendrá que permanecer algunos días con nosotros, señor.

—Pero… Pero…

Una expresión de alarma nubló los ojos del granjero.

—No, no, tiene que confiar en mí… Le aseguro que estará a salvo. Estoy dispuesto a garantizárselo con mi vida si hace falta, ¿ entiende? Deje que se quede aquí, y nadie verá a este hombre aparte de nosotros. Si se lo lleva quizá no sobreviva. ¿Qué ganaría usted con eso? Y si muriese quizá tendría que explicar a los Ancianos de donde había salido ese cadáver, ¿no?

Esas últimas palabras fueron decisivas. Arbin tragó saliva.

—¿Pero cómo sabré cuándo he de volver a buscarle? —preguntó—. ¡No pienso decirle cómo me llamo!

Pero el granjero había hablado en el tono vacilante de quien ya está dispuesto a someterse.

—No le estoy pidiendo que lo haga —replicó Shekt—. Venga aquí dentro de una semana a las diez de la noche. Yo le estaré esperando junto a la puerta del garaje…, el mismo en el que guardamos su vehículo. Vamos, hombre, tiene que creerme… Le aseguro que no hay nada que temer.


Arbin salió de Chica cuando ya había anochecido. Habían pasado veinticuatro horas desde que aquel desconocido llamó a su puerta, y durante aquel período de tiempo Arbin había conseguido duplicar sus delitos contra las Costumbres. ¿Volvería a estar a salvo algún día?

No consiguió reprimir el impulso de mirar por encima del hombro mientras las dos ruedas de su vehículo se movían velozmente sobre la carretera desierta. ¿Le estarían siguiendo? ¿Habrían averiguado dónde vivía? ¿Y si tenían fotos o filmaciones de su rostro? ¿Y si ya estaban llevando a cabo meticulosas comparaciones en los lejanos archivos que la Hermandad tenía en Washenn, donde estaban inscritos todos los terrestres vivos en la actualidad y donde constaban todos sus datos vitales para asegurar el cumplimiento de la Costumbre de los Sesenta?

Los Sesenta…, el número de años que acababa llegando a todos los terrestres. Arbin aún disponía de un cuarto de siglo antes de alcanzar esa edad, pero vivía cotidianamente bajo esa amenaza a causa de Grew, y ahora también por el desconocido.

¿Y si no regresaba nunca a Chica?

¡No! Él y Loa no podrían seguir cumpliendo con la cuota de tres trabajadores durante mucho tiempo y en cuanto fallaran, su primer delito —el de ocultar a Grew—, sería descubierto enseguida. Así era como las violaciones de las Costumbres se iban complicando poco a poco después de haberse iniciado.

Arbin sabía que volvería, a pesar de los riesgos.


Ya había pasado la medianoche cuando Shekt pensó por primera vez en acostarse, y lo hizo únicamente porque Pola estaba muy preocupada e insistía en que descansara un rato; pero no consiguió conciliar el sueño. Su almohada parecía haberse convertido en un artilugio sutilmente diseñado para producir la asfixia, y las sábanas eran una trampa en la que no paraba de retorcerse. Shekt acabó levantándose y se sentó al lado de la ventana. La ciudad estaba a oscuras, pero sobre el horizonte y al otro lado del lago se veía el tenue rastro del resplandor azul de la muerte que había asolado toda la Tierra exceptuando unas pocas zonas.

Todas las actividades de aquel día agobiante que acababa de terminar desfilaron en un cortejo enloquecido por su mente. Después de haber convencido al asustado granjero de que se marchara, el primer paso había consistido en establecer contacto con la Casa del Estado. Ennius debía de haber estado esperando que Shekt le informase, porque le atendió personalmente. El Procurador seguía atrapado dentro de la pesada vestimenta impregnada de plomo.

—Ah, Shekt, buenas noches… ¿Terminó su experimento?

—Sí, y faltó muy poco para que también terminara con mi voluntario. Pobre hombre…

Ennius pareció luchar con las náuseas.

—Veo que acerté al decidir no quedarme —comentó—. Siempre he opinado que en el fondo los científicos no se diferencian mucho de los asesinos.

—Aún no está muerto, Procurador, y quizá consigamos salvar su vida, pero…

Shekt se encogió de hombros.

—Si fuese usted, en el futuro me conformaría con las ratas, Shekt… Pero le noto cambiado, amigo mío. Al menos usted debería de estar acostumbrado a esto aunque yo no lo esté.

—Me hago viejo, Procurador —se limitó a responder Shekt.

—Lo que en la Tierra resulta muy peligroso —fue la seca contestación que obtuvo—. Vaya a acostarse, Shekt.

Pero Shekt seguía sentado junto a la ventana, contemplando la ciudad a oscuras de un mundo agonizante.

Las pruebas del sinapsificador se habían iniciado hacía dos años, y Shekt llevaba dos años siendo el esclavo de la Sociedad de Ancianos…, la Hermandad, como se llamaban ellos.

Tenía siete u ocho artículos que hubiesen podido ser publicados en la Revista de neurofisiología siriana, y que quizá le habrían proporcionado la fama a escala galáctica que tanto anhelaba; pero las hojas se iban poniendo amarillas poco a poco dentro de un cajón de su escritorio, y en cambio se había visto obligado a publicar un artículo oscuro y deliberadamente engañoso en la revista Estudios físicos. Era uno de los métodos típicos de la Hermandad: para los Ancianos una verdad a medias siempre resultaba preferible a una mentira.

Y sin embargo, no cabía duda de que Ennius estaba haciendo investigaciones. ¿Por qué?

¿Tendría relación con otras cosas que había averiguado? ¿Sería que el Imperio sospechaba lo mismo que Shekt?

La Tierra se había sublevado tres veces en dos siglos. El planeta se había rebelado en tres ocasiones contra las guarniciones imperiales, alzándose en armas bajo el estandarte de la grandeza que afirmaba había sido suya en el pasado. Las tres rebeliones habían fracasado, naturalmente, y de no ser por la naturaleza básicamente tolerante del Imperio y por el hecho de que los Consejos Galácticos contaban con una mayoría de estadistas sagaces, la Tierra ya hubiese sido cruentamente borrada de la lista de mundos habitados.

Pero ahora la situación podría cambiar… ¿O no? ¿Hasta qué punto podía confiar en las palabras incoherentes de un loco que agonizaba?

¿De qué servía todo aquello? Bien, el caso es que no se atrevía a hacer nada. Lo único que podía hacer era esperar. Estaba envejeciendo, y como acababa de decir Ennius, en la Tierra eso era algo muy peligroso. Ya le faltaba muy poco para llegar a los sesenta, y había muy pocas excepciones a la aplicación implacable de las Costumbres.

Y Shekt quería vivir, aunque fuese en aquella miserable bola de barro calcinado que era la Tierra.

Volvió a acostarse, y antes de que acabara logrando conciliar el sueño se preguntó distraídamente si los Ancianos podían haber interferido su llamada a Ennius. En aquel momento no sabía que los Ancianos contaban con otras fuentes de información.


El joven técnico que había colaborado con Shekt tomó la decisión cuando ya era de madrugada.

Admiraba al doctor Shekt, pero era consciente de que tratar en secreto con el sinapsificador a un voluntario no autorizado suponía violar la orden de la Hermandad; y la orden había sido elevada al rango de Costumbre, por lo que la desobediencia equivalía a cometer un delito castigado con la pena de muerte.

Intentó razonar el problema al que se enfrentaba. Después de todo, ¿quién era el hombre que había sido tratado con el sinapsificador? La campaña para solicitar voluntarios había sido meticulosamente estudiada. Tenía por objeto dar la suficiente información sobre el sinapsificador para disipar las sospechas de los posibles espías imperiales, y el de hacerlo sin estimular ninguna afluencia real de voluntarios. La Sociedad de Ancianos enviaba a sus hombres para que fuesen sometidos al tratamiento, y bastaba con ellos.

¿Y entonces quién había enviado a aquel hombre? ¿Habría sido la Sociedad de Ancianos para poner a prueba la lealtad de Shekt?

¿O sería que Shekt era un traidor? Antes había estado mucho rato encerrado en una habitación hablando con alguien, una persona vestida con prendas muy voluminosas…, como las que usaban los espaciales por temor al envenenamiento radiactivo.

En cualquiera de los dos casos cabía la posibilidad de que Shekt cayese en desgracia, ¿y por qué tenía que sufrir él la misma suerte? El técnico era joven, y aún le quedaban casi cuatro décadas de vida. ¿Por qué tenía que adelantar la llegada de los sesenta?

Además, aquello significaría un ascenso para él, y Shekt ya era bastante viejo. Era muy probable que fuese eliminado en el próximo Censo, así que lo que hiciera el técnico no le afectaría demasiado…, prácticamente nada, de hecho.

El técnico ya había tomado una decisión. Cogió el comunicador tecleó la combinación que le pondría en contacto directo con los aposentos privados del Primer Ministro de toda la Tierra, el hombre situado por debajo del Emperador y el Procurador que tenía poder de vida y muerte sobre todos los terrestres.


La noche volvió a llegar antes de que las confusas impresiones encerradas en el cerebro de Schwartz empezaran a adquirir nitidez definiéndose por entre la bruma rojiza del dolor. Recordó el viaje hasta aquellos edificios no muy altos situados en la orilla del lago, y la larga espera agazapado en la parte trasera del vehículo.

Y después… ¿Qué? Su mente forcejeó torpemente con los pensamientos. Sí, habían ido a buscarle. Una habitación llena de diales e instrumentos, y dos píldoras… Sí, eso. Le habían dado las píldoras, y Schwartz las había aceptado sin sentir ninguna inquietud. ¿Qué podía perder? De haberle envenenado le hubiesen estado haciendo un favor, ¿no?

Y después…, después nada.

¡No, un momento! Había experimentado fugaces chispazos de consciencia… Personas inclinadas sobre él… De repente recordó el ir y venir de un estetoscopio que estaba muy frío desplazándose sobre su pecho. Una muchacha le había dado de comer.

Se le pasó por la cabeza la idea de que quizá hubiera sido sometido a una operación. El terror hizo que echara las sábanas a un lado de un manotazo y se sentara en la cama.

La muchacha se colocó a su lado y le puso las manos sobre los hombros para empujarle nuevamente sobre las almohadas. Le habló con dulzura, pero Schwartz no entendió ni una palabra. Forcejeó intentando resistirse a la presión de aquellos esbeltos brazos, pero fue inútil. Estaba muy débil.

Alzó las manos delante de su rostro. Parecían estar normales. Volvió las piernas, y oyó el ruido que hacían al rozar las sábanas. No podían estar amputadas.

Se volvió hacia la muchacha.

—¿Me entiende? —preguntó sin hacerse muchas ilusiones sobre sus probabilidades de obtener una respuesta—. ¿Sabe dónde estoy?

Schwartz apenas pudo reconocer su propia voz.

La muchacha sonrió, y sus labios se movieron dejando escapar una rápida sucesión de sonidos altamente fluidos. Después entró un hombre ya bastante mayor, el mismo que le había dado las píldoras. El hombre y la muchacha conversaron entre ellos. Después la muchacha se volvió hacia él, y se señaló los labios e hizo gestos que parecían una invitación a hablar.

—¿Cómo? —preguntó Schwartz.

La muchacha asintió ansiosamente con el rostro encendido por la satisfacción. Su alegría era tan visible que Schwartz acabó sonriendo casi sin querer.

—¿Quiere que hable? —preguntó.

El hombre se sentó en el borde de la cama e indicó por señas a Schwartz que abriese la boca.

—A-h-h-h-h —dijo.

Schwartz repitió el sonido mientras los dedos del hombre se movían dándole masaje en la nuez de Adán.

—¿Qué ocurre? —preguntó Schwartz con voz encolerizada cuando cesó la suave presión—. ¿Le sorprende que sepa hablar? ¿Qué se cree que soy?


Los días fueron pasando, y Schwartz aprendió algunas cosas. Aquel hombre era el doctor Shekt, el primer ser humano que había conocido por su nombre desde que pasó por encima de la muñeca de trapo. La muchacha era su hija Pola. Schwartz descubrió que ya no necesitaba afeitarse. El vello de su cara nunca crecía, y eso le asustó. ¿Habría crecido alguna vez?

Recuperó las fuerzas bastante deprisa. Ya le dejaban vestirse y caminar por su cuenta, y habían empezado a alimentarle con algo más consistente que aquella especie de gachas.

¿Estaría afectado de amnesia? ¿Le estaban sometiendo a tratamiento por eso? ¿Sería posible que todo aquel mundo fuese normal y natural, en tanto que el mundo que Schwartz creía recordar sólo era la fantasía creada por un cerebro amnésico?

Y nunca dejaban que saliera de la habitación, ni tan siquiera para asomarse al pasillo. ¿Estaría prisionero? ¿Había cometido algún delito?

No existe ningún hombre tan terriblemente perdido como el que se extravía en los inmensos y complejos laberintos de su propia mente, ese lugar al que nadie puede llegar y donde nadie puede salvarle. Nunca ha habido un hombre tan impotente como aquel que es incapaz de recordar.

Pola se divertía enseñándole palabras. Schwartz no se sorprendía lo más mínimo de la facilidad con que las aprendía y podía recordarlas. Sabía que en el pasado siempre había tenido una memoria excelente, y por lo menos esa capacidad permanecía intacta. En sólo dos días Schwartz fue capaz de comprender frases sencillas, y en tres consiguió hacerse entender.

Pero al tercer día se llevó una sorpresa. Shekt le enseñó los números y le planteó unos cuantos problemas. Schwartz daba las respuestas, y Shekt consultaba un cronómetro e iba tomando anotaciones con rápidos trazos de su pluma. De repente Shekt le explicó el significado de la palabra «logaritmo», y después le preguntó cuál era el logaritmo de dos.

Schwartz escogió cuidadosamente sus palabras. Su vocabulario aún era bastante reducido, y tenía que ayudarse con gestos.

—No… poder… decir. Respuesta… no… número.

Shekt asintió nerviosamente con la cabeza.

—No es un número —dijo—. No es esto ni aquello…, es en parte esto, y en parte aquello.

Schwartz enseguida comprendió que Shekt había confirmado su explicación de que la respuesta no era un número redondo, sino una fracción.

—Cero coma tres cero uno cero tres…, y más números —dijo por lo tanto.

—¡Es suficiente!

Después llegó el asombro. ¿Cómo había podido saber la respuesta a aquella pregunta? Schwartz estaba seguro de que nunca había oído hablar de los logaritmos con anterioridad, y sin embargo la respuesta había surgido en su mente apenas le había sido formulada la pregunta. Schwartz no tenía ni idea del proceso mediante el que había sido calculada. Era como si su mente fuera una entidad independiente que se limitaba a usarle en calidad de portavoz.

¿O quizá había sido matemático antes de su amnesia?

Cada vez le resultaba más difícil esperar a que fuesen transcurriendo los días. Sentía una necesidad creciente de enfrentarse con el mundo y arrancarle una respuesta. Mientras siguiera metido en aquella habitación que le servía de cárcel, donde no era más que un espécimen biológico altamente curioso (la idea se presentó repentinamente en su cerebro), nunca podría averiguar nada.

La oportunidad se presentó al sexto día. Estaban empezando a confiar demasiado en él, y en una ocasión Shekt no cerró la puerta con llave al salir. Allí donde la puerta siempre se cerraba con tanta precisión que incluso el punto en el que se encontraba con la pared resultaba invisible, en esta ocasión quedó una ranura de medio centímetro.

Schwartz esperó para asegurarse de que Shekt no volvería al instante, y después extendió lentamente el brazo hasta poner la mano sobre la lucecita brillante tal y como había visto que hacían frecuentemente quienes salían de la habitación. La puerta se abrió despacio y sin hacer ningún ruido. El pasillo estaba desierto.

Y así fue como Schwartz «huyó».

¿Cómo hubiese podido llegar a imaginarse que la Sociedad de Ancianos había hecho que sus agentes vigilaran el hospital, la habitación y a él mismo durante los seis días que había durado su estancia allí?

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