Había transcurrido una hora desde que Arvardan fue saliendo poco a poco y con mucha dificultad de la inconsciencia para encontrarse inmóvil sobre la superficie del banco, como una res que espera el cuchillo del matarife. Desde entonces no había ocurrido nada…, nada salvo aquella conversación tan febril como inútil que hacía todavía más insoportable la ya de por sí insoportable espera.
Todo aquello tenía un objetivo, y por lo menos Arvardan ahora lo sabía. El estar acostado e inerme sin que se les concediera ni la dignidad de un guardia para que les vigilara, sin la más mínima concesión que hiciera pensar que eran considerados como un posible peligro, equivalía a adquirir conciencia de la propia debilidad. Un espíritu obstinado no podía sobrevivir a esto, y cuando llegase el inquisidor encontraría muy poca o ninguna resistencia a sus preguntas. Arvardan necesitaba romper el silencio.
—Supongo que esta sala estará vigilada mediante rayos espía —comentó—. No deberíamos haber hablado tanto.
—No está vigilada —dijo Schwartz con voz átona—. Nadie nos escucha.
El arqueólogo reaccionó de manera automática abriendo los labios para preguntarle cómo lo sabía, pero se contuvo a tiempo. ¡Porque aquel poder existía! Y no era él quien lo tenía, sino un hombre del pasado, que había dicho ser un terrestre y que deseaba morir.
En esa postura su campo visual sólo abarcaba una parte del techo. Si volvía la cabeza podía ver el perfil anguloso de Shekt, y una pared lisa al otro lado. Si levantaba la cabeza podía distinguir durante unos momentos el rostro pálido y agotado de Pola.
De vez en cuando le atormentaba la idea de que era ciudadano del Imperio…, ¡del Imperio, por todas las estrellas! Arvardan era un ciudadano galáctico, y ser tratado de aquella manera suponía una injusticia particularmente terrible…, doblemente terrible porque había permitido que unos terrestres le hicieran aquello.
Y eso también se disipó.
¿Por qué no le habrían colocado al lado de Pola? No, así era mejor… En aquellos momentos Arvardan no ofrecía un espectáculo capaz de animar a nadie.
—¿Bel?
El sonido vibró en el aire, y Arvardan lo encontró misteriosamente agradable, quizá porque llegaba a él mientras sufría el vértigo de la muerte que estaba tan próxima.
—¿Sí, Pola?
—¿Crees que tardarán mucho?
—Quizá no, querida… Es una lástima. Desperdiciamos dos meses enteros, ¿verdad?
—Yo tuve la culpa —susurró ella—. Yo he sido la culpable de todo… Por lo menos podríamos haber gozado de estos últimos minutos. Esto es tan…, tan innecesario…
Arvardan no supo qué contestar. Su mente quedó repentinamente envuelta en un torbellino de pensamientos y pareció girar locamente como si la hubiesen colocado sobre un engranaje bien aceitado. ¿Era obra de su imaginación o estaba sintiendo realmente la dureza del plástico encima del que estaba rígidamente acostado su cuerpo? ¿Cuánto duraría la parálisis?
Tenían que conseguir que Schwartz les ayudase. Arvardan intentó ocultar sus pensamientos…, y enseguida comprendió que eso era imposible.
—Schwartz… —dijo.
Schwartz yacía impotente, y en su caso al tormento se sumaba un refinamiento incalculable: Schwartz reunía cuatro mentes dentro de la suya.
Si hubiese estado solo podría haber conservado el deseo anhelante de obtener la paz y la serenidad infinitas de la muerte, ahogando los últimos restos de ese amor a la vida que apenas dos —¿o eran tres?— días atrás le había impulsado a abandonar la granja. ¿Pero cómo podría lograrlo ahora? ¿Cómo podría lograrlo cuando sentía el débil horror a la muerte que recubría a Shekt igual que si fuese un sudario; la intensa amargura y rebeldía de la mente enérgica y viril de Arvardan; el profundo y patético desengaño de la muchacha…?
Tendría que haber cerrado su mente a la recepción. ¿Qué necesidad tenía de conocer los sufrimientos ajenos? Schwartz tenía que vivir su propia vida y morir su propia muerte, pero ellos le hostigaban en un acoso incesante e impalpable, hurgando y colándose por los intersticios.
—Schwartz —dijo entonces Arvardan, y Schwartz supo que querían que les salvara ¿Por qué habría de hacerlo? Sí, ¿por qué habría de hacerlo?—. Schwartz… —repitió Arvardan con tono insinuante—. Puede convertirse en un héroe. Aquí no tiene nada por lo que morir…, ni tan siquiera esos hombres de ahí fuera.
Pero Schwartz estaba reuniendo los recuerdos de su juventud y reforzaba desesperadamente su voluntad vacilante con ellos. Lo que acabó haciendo brotar su indignación fue una extraña amalgama del pasado y del presente.
Pero aun así, cuando habló lo hizo en un tono tranquilo y mesurado.
—Sí, puedo convertirme en un héroe…, y en un traidor —dijo—. Esos hombres que están ahí fuera quieren matarme. Usted les ha llamado «hombres», pero sólo con la lengua. Su mente ha usado otra palabra que no entendí, pero que era claramente insultante…, y no lo ha hecho porque sean unos malvados, sino únicamente porque son terrestres.
—¡Eso es mentira! —replicó apasionadamente Arvardan.
—¡No es mentira! —exclamó Schwartz con idéntico apasionamiento—. Todos los que están aquí saben que no lo es… Sí, quieren matarme, pero porque creen que soy igual a ustedes…, ustedes, que son capaces de condenar a todo un planeta indiscriminadamente y de mancharlo con su desprecio y ahogarlo lentamente con su insufrible soberbia. Bien, pues ahora protéjanse solos contra esos gusanos y alimañas que han conseguido arreglárselas para amenazar a sus amos divinos… No pidan ayuda a uno de esos seres inferiores.
—Habla como un celote —comentó Arvardan, muy sorprendido—. ¿Por qué? ¿Qué sufrimientos ha padecido? Antes ha dicho que vivía en un planeta muy poblado e independiente… Era un terrestre cuando la Tierra era el único centro de vida existente. Usted es uno de los nuestros, Schwartz…, uno de los que gobiernan. ¿Por qué se asocia a un despojo enloquecido? Éste no es el planeta que usted recuerda. Mi planeta se parece más a la Tierra de la antigüedad que este mundo enfermo.
—Así que según usted soy uno de los que gobiernan, ¿eh? —respondió Schwartz, y se rió—. Bien, no discutiremos eso…, no vale la pena que intente explicárselo. Fijémonos en usted: es un buen ejemplar del producto humano que nos envía la Galaxia. Es tolerante y maravillosamente comprensivo, y se admira a sí mismo porque trata al doctor Shekt como a un igual; pero por debajo de eso, aunque no tanto como para que yo no pueda leerlo claramente en su mente, se siente muy incómodo en su compañía. No le gusta la forma en que habla, y tampoco le gusta su aspecto. En resumen, que Shekt no le gusta nada a pesar de que se ha ofrecido a traicionar a la Tierra. Sí, hace poco usted besó a una terrestre, y recuerda ese momento como una debilidad. Se siente avergonzado de haberlo hecho…
—¡No, por todo el espacio! ¡Pola! —gritó desesperadamente Arvardan—. No le creas, no le escuches…
—No lo niegues ni sufras por eso, Bel —dijo Pola con mucha calma—. Schwartz mira bajo la superficie y ve los residuos de tu niñez, y si observase mi mente vería lo mismo. Si se observase a sí mismo de una manera tan poco cortés como nos estudia a nosotros vería cosas muy parecidas.
Schwartz sintió que se ruborizaba.
—Si puede leer los pensamientos lea los míos, Schwartz —dijo Pola sin levantar la voz, pero dirigiéndose directamente a él—. Dígame si estoy planeando una traición… Mire a mi padre. Piense si no es cierto que podría haber escapado fácilmente a los Sesenta si hubiese cooperado con los dementes que quieren aniquilar la Galaxia. ¿Qué ha ganado mi padre con su traición? Ahora vuelva a indagar, y averigüe si alguno de nosotros desea hacer daño a la Tierra o a los terrestres. Nos ha dicho que captó los pensamientos que había en la mente de Balkis… No sé si tuvo ocasión de hurgar en sus heces, pero cuando vuelva, cuando ya sea demasiado tarde…, analícela y estudie los pensamientos de Balkis. Descubra que es un loco…, ¡y muera después!
Schwartz guardaba silencio.
—Bien, Schwartz, examine mi mente —se apresuró a intervenir Arvardan—. Penetre tan profundamente como lo desee. Nací en Baronn, en el Sector de Sirio. Pasé mis años de formación en un ambiente lleno de prejuicios antiterrestres, por lo que no puedo evitar que mi subconsciente contenga muchos defectos y prejuicios; pero analice la superficie mental y dígame si no he pasado mis años adultos intentando combatir mis propios fanatismos. No los de los demás, porque eso resultaría demasiado fácil, sino los míos, y con todo el tesón de que he sido capaz…
»¡Schwartz, usted no conoce nuestra historia! No sabe nada sobre las decenas de millares de años durante los que el ser humano se fue extendiendo por la Galaxia, ni de las guerras y la miseria. No sabe nada sobre los primeros siglos del Imperio, cuando éste aún no era más que una continua confusión en la que se alternaban el caos y el despotismo. El gobierno galáctico no ha llegado a ser realmente representativo hasta los últimos doscientos años, y ahora los distintos mundos gozan de autonomía cultural, pueden gobernarse a sí mismos y tienen voz y voto en la dirección común de los asuntos generales.
»No ha habido ningún otro momento de la historia en el que la humanidad estuviera tan libre de guerras y de la miseria como ahora. La economía galáctica nunca ha estado organizada de una manera tan sabia, y las perspectivas del futuro nunca habían sido tan brillantes como ahora. ¿Quiere destruir todo esto para volver a empezar? ¿Y con qué se empezaría después? Con una teocracia despótica que sólo sabe nutrirse de elementos tan enfermizos como son el odio y la desconfianza.
»Las quejas de la Tierra son justas, y si la Galaxia sobrevive llegará el día en el que serán atendidas, pero lo que pretenden hacer esos hombres no es ninguna solución. ¿Sabe qué se proponen hacer, Schwartz?
Si en ese momento Arvardan hubiese poseído el don que había adquirido Schwartz, habría percibido la lucha terrible que se estaba librando en la mente del hombre llegado del pasado, pero incluso sin poseerlo su intuición le permitió comprender que había llegado el momento de hacer una pausa.
Schwartz estaba conmovido. Todos esos mundos condenados a perecer, a padecer la putrefacción provocada por una enfermedad horrible… Después de todo, ¿era realmente un terrestre y nada más que un terrestre? En su juventud había abandonado Europa y había emigrado a los Estados Unidos, ¿pero acaso no había seguido siendo el mismo hombre a pesar de eso? Y si muchísimo tiempo después los seres humanos habían cambiado una Tierra martirizada y herida por los mundos del espacio, ¿habían dejado de ser terrestres sólo por eso? ¿Acaso toda la Galaxia no era suya? ¿No descendían todos…, absolutamente todos…, de Schwartz y de sus hermanos?
—Está bien —murmuró por fin—. Estoy con ustedes. ¿Cómo puedo ayudarles?
—¿Hasta dónde es capaz de llegar con su poder? —preguntó Arvardan nerviosamente y hablando muy deprisa, como si aún temiese que pudiera cambiar de parecer de un momento a otro.
—No lo sé. Ahí fuera hay mentes, y supongo que son guardias. Creo que puedo llegar incluso hasta la calle, pero cuanto más lejos voy más borrosa se hace la percepción.
—Sí, claro —dijo Arvardan—. ¿Pero y el secretario? ¿Podría identificar su mente?
—No lo sé —murmuró Schwartz.
Un nuevo silencio, y los minutos se fueron sucediendo de forma insoportable.
—Sus mentes se interponen —dijo Schwartz por fin—. No me miren, piensen en otras cosas… —Lo intentaron, y hubo otro prolongado silencio—. No… —acabó murmurando Schwartz—. No puedo…, no puedo…
—¡Me he movido un poco! —exclamó de repente Arvardan—. ¡Por toda la Galaxia, puedo mover el pie! ¡Ay! —Cada movimiento traía consigo un nuevo martirio—. ¿Hasta qué punto puede herir a alguien, Schwartz? —preguntó—. ¿Puede causar un sufrimiento mayor que el que me hizo padecer a mí hace un rato?
—He matado a un hombre con mi poder mental.
—¿De veras? ¿Y cómo lo hizo?
—No lo sé. Sencillamente ocurrió. Es…, es…
Tratar de explicar lo inexplicable hizo que el rostro de Schwartz adquiriese una expresión que resultaba casi cómica.
—¿Puede eliminar a más de un hombre simultáneamente?
—No he hecho la prueba, pero no lo creo. No puedo leer dos mentes al mismo tiempo, y por eso me imagino que no podría hacerlo.
—¡Bel, no puedes hacer que mate al secretario! —intervino Pola—. Eso no serviría de nada.
—¿Por qué?
—¿Cómo saldríamos de aquí? Aunque estuviéramos a solas con el secretario y Schwartz lo matara, después habría centenares de guardias esperándonos fuera… ¿Es que no lo entiendes?
—¡Ya lo tengo! —exclamó Schwartz de repente.
—¿A quién ha captado?
—AL secretario. Creo que he captado su contacto mental…
—¡No lo pierda! —dijo Arvardan.
El apasionamiento con que exhortó a Schwartz era tan intenso que casi dio una vuelta completa sobre sí mismo y como resultado cayó de la losa de plástico. Arvardan se estrelló contra el suelo, y agitó inútilmente una pierna medio paralizada intentando colocarla debajo de su cuerpo para poder levantarse.
—¡Estás herido! —gritó Pola.
Arvardan intentó erguirse apoyándose sobre el codo, y se llevó la sorpresa de descubrir que la articulación volvía a funcionar.
—No te preocupes, no es nada —dijo—. Exprima su mente, Schwartz… Sáquele toda la información posible.
Schwartz forzó su poder al máximo hasta que sintió un terrible dolor de cabeza. Estaba aferrando y raspando con las antenas de su mente de una manera tan torpe y ciega como una criatura que extiende los dedos hacia un objeto que no puede alcanzar ni manipular. Hasta aquel momento había conseguido asimilar todo lo que descubría, pero ahora estaba buscando a tientas…, buscando…, buscando… Hizo un esfuerzo terrible, y logró captar algunos jirones de información.
—¡Ya está! Se siente totalmente seguro de los resultados… Es algo relacionado con cohetes. Los ha lanzado… No, no los ha lanzado… Es otra cosa… Va a lanzarlos pronto.
—Son cohetes teleguiados que transportarán el virus radiactivo —gruñó Shekt—. Cada uno se dirigirá hacia un mundo distinto. —¿Pero dónde están esos cohetes, Schwartz? —insistió Arvardan—. Siga buscando…
—Hay un edificio que…, que no veo bien… Cinco puntas… como una estrella…, un nombre; quizá Sloo…
—¡Eso es! —volvió a interrumpirle Shekt—. Por todas las estrellas de la Galaxia, tiene que ser ese edificio…, el templo de Senloo. Está rodeado en todas direcciones por bolsas de radiactividad, y sólo los Ancianos pueden llegar hasta él. ¿Se encuentra cerca de la confluencia de dos ríos muy grandes, Schwartz?
—No puedo… Sí…, sí.
—¿Cuándo, Schwartz, cuándo? ¿Cuándo serán lanzados esos cohetes?
—No veo el día, pero será pronto…, muy pronto. Es lo único que parece haber en su mente… Será muy pronto.
El esfuerzo mental que estaba haciendo era tan grande que Schwartz tenía la sensación de que la cabeza le iba a estallar de un momento a otro.
Cuando por fin consiguió ponerse a cuatro patas Arvardan se sintió tan débil como si tuviera fiebre, y las articulaciones amenazaban con ceder a cada momento bajo su peso.
—¿Viene hacia aquí?
—Sí. Ya ha llegado a la puerta.
Schwartz había ido bajando el tono de voz, y se calló justo al abrirse la puerta.
—¡Doctor Arvardan! ¿No cree que sería mejor que volviera a acostarse?
La voz de Balkis estaba impregnada de una burla helada que llenó la sala con ecos de triunfo.
Arvardan le miró. Era muy consciente de lo cruelmente humillante que resultaba aquella postura, pero no tenía nada que contestar y permaneció callado. Permitió que sus doloridos miembros le fueran depositando poco a poco en el suelo, y se quedó inmóvil respirando con jadeos entrecortados. Si sus piernas recobraban un poco más de sensibilidad, si conseguía dar un solo salto, si lograba apoderarse del arma de su enemigo…
Lo que colgaba del cinturón de plástico flexible que ceñía la túnica del secretario no era un látigo neurónico, sino un desintegrador de alta potencia capaz de atomizar a un hombre en un instante. El secretario contempló a las cuatro personas que tenía delante y sintió una salvaje satisfacción. No prestó demasiada atención a la muchacha, pero por lo demás no cabía duda de que había sido una pesca excelente. El terrestre traidor, el agente imperial y el hombre misterioso al que estaban vigilando desde hacía dos meses habían caído en sus manos… ¿Habría otros?
Sí, claro, todavía estaban Ennius y el Imperio. El secretario había conseguido inmovilizar sus brazos en la persona de aquellos espías y traidores, pero en algún lugar aún quedaba un cerebro en actividad…, que quizá enviaría a otros secuaces.
El secretario se irguió y entrelazó tranquilamente las manos ante él como si descartase toda posible necesidad de llegar a empuñar su arma.
—Hay que poner las cosas en claro —dijo con voz tranquila y suave—. Existe un estado de guerra entre la Tierra y la Galaxia…, se trata de una guerra no declarada, pero aun así sigue siendo una guerra. Ustedes son nuestros prisioneros, y serán tratados tal y como corresponde a las circunstancias. Naturalmente, el castigo habitual para los espías y los traidores es la muerte…
—¡Sólo en caso de una guerra declarada de la manera legal! —le interrumpió apasionadamente Arvardan.
—¿Una guerra declarada de la manera legal? —replicó el secretario con evidente sarcasmo—. ¿Qué es eso, doctor Arvardan? La Tierra siempre ha estado en guerra con la Galaxia, tanto si hemos tenido la cortesía de mencionarlo como si no.
—No pierdas el tiempo con él —dijo Pola con dulzura mirando a Arvardan—. Deja que hable y que termine de una vez.
Arvardan le sonrió. Fue una sonrisa extraña y casi espasmódica, porque tuvo que hacer un gran esfuerzo para ponerse en pie y conservar un equilibrio tambaleante y tembloroso.
Balkis dejó escapar una leve risita y recorrió lentamente la distancia que le separaba del arqueólogo de Sirio. Después extendió una mano con idéntica lentitud, la apoyó sobre el robusto pecho de Arvardan…, y empujó.
Sus brazos entumecidos no respondieron a la orden de iniciar un movimiento defensivo que envió el cerebro de Arvardan, y sus músculos todavía insensibles no consiguieron reaccionar con la rapidez suficiente para ajustar el equilibrio corporal al repentino cambio de postura, y Arvardan cayó al suelo.
Pola lanzó un gemido, y también empezó a bajar lentamente de su losa de plástico obligando a sus músculos y huesos rebeldes a que obedecieran su voluntad.
Balkis dejó que la muchacha se arrastrase hacia Arvardan.
—Ah, su fuerte y valeroso amante espacial… —dijo—. ¡Vamos, muchacha, corra hacia él! ¿A qué está esperando? Abrace a su héroe y apóyese contra su pecho para olvidar que está empapado por el sudor y la sangre de mil millones de terrestres martirizados… Ahí yace el heroico espacial, derribado por el empujoncito insignificante que le ha dado un terrestre.
Pola había conseguido arrodillarse al lado de Arvardan y sus dedos se movían bajo sus cabellos buscando sangre o la blandura fatal indicadora de una fractura ósea. Los ojos de Arvardan se fueron abriendo lentamente y sus labios se movieron articulando un «Estoy bien…» inaudible.
—¡Es usted un cobarde! —exclamó Pola—. ¿Cómo es capaz de luchar con un hombre que está medio paralizado y enorgullecerse de su pírrica victoria? Bel, te aseguro que hay muy pocos terrestres como él…
—Lo sé, porque de lo contrario tú no serías terrestre —logró decir Arvardan.
—Como les he dicho hace unos momentos, sus vidas están condenadas —murmuró el secretario mientras se erguía—, pero a pesar de eso aún pueden ser compradas. ¿Les interesa conocer el precio?
—Si se encontrara en nuestra situación le interesaría muchísimo saberlo —replicó orgullosamente Pola—. Estoy absolutamente segura de ello.
—Silencio, Pola —intervino Arvardan, que aún no había conseguido recuperar del todo el aliento—. ¿Qué nos propone?
—Oh, ¿está dispuesto a venderse? —preguntó Balkis—. ¿Igual que yo, por ejemplo? ¿Igual que haría un vil terrestre?
—Nadie sabe mejor que usted mismo lo que es —replicó Arvardan—. En cuanto al resto de lo que ha dicho, no me estoy vendiendo, sino que compro la vida de Pola.
—Me niego a ser comprada —dijo Pola.
—Muy conmovedor —comentó el secretario—. Se rebaja hasta el nivel de nuestras mujeres…, de nuestras terraquejas, y aún es capaz de jugar a sacrificarse.
—¿Qué nos propone? —insistió Arvardan.
—Ahora lo sabrán. Resulta evidente que se ha producido una filtración y que nuestros planes han sido descubiertos. No es difícil saber cómo llegaron hasta el doctor Shekt, pero no entiendo cómo llegaron al Imperio; por lo que nos gustaría averiguar qué sabe exactamente el Imperio… No me refiero a lo que usted ha averiguado, Arvardan, sino a lo que sabe el Imperio en estos momentos.
—Soy arqueólogo, no espía —replicó secamente Arvardan—, y no tengo ni idea de lo que sabe el Imperio…, pero espero que sepa mucho.
—Ya me lo imaginaba. Bien, quizá cambie de idea… Voy a dejar que lo piensen.
Schwartz no había intervenido durante todo aquel tiempo, y ni tan siquiera había levantado la mirada.
El secretario aguardó en silencio unos momentos.
—Voy a dejar bien claro el precio de no colaborar con nosotros —dijo, y su voz ya no sonaba tan tranquila como antes—. No será simplemente la muerte, porque tengo la seguridad de que todos ustedes están preparados para enfrentarse a esa desagrable e inevitable eventualidad. El doctor Shekt y su hija, que desgraciadamente para ella está seriamente complicada en el caso, son ciudadanos de la Tierra. Teniendo en cuenta las circunstancias, creo que lo más adecuado será que ambos sean sometidos a tratamiento con el sinapsificador. ¿Entiende lo que acabo de decir, doctor Shekt?
Los ojos del físico reflejaban un pánico atroz.
—Sí, ya veo que lo ha entendido —comentó Balkis—. Naturalmente, se puede ajustar el sinapsificador para que dañe el tejido cerebral hasta el extremo de obtener una imbecilidad total… Es un estado deplorable, créanme: el resultado de ello es una persona que debe ser alimentada para que no muera de inanición, que vive en la mugre a menos que otros cuiden de su aseo, que debe ser encerrada para que no horrorice a quienes la rodean… Servirán de ejemplo para los demás en el gran día que no tardará en llegar. En cuanto a usted y a su amigo Schwartz —añadió el secretario volviéndose hacia Arvardan— son ciudadanos del Imperio y, por lo tanto, nos servirán para llevar a cabo un experimento muy interesante. Nunca hemos probado el virus concentrado de la fiebre en un par de perros de la Galaxia… Será interesante averiguar hasta qué punto son exactos nuestros cálculos. Si diluimos lo suficiente la dosis que hay que inyectar, la enfermedad seguirá su curso durante una semana hasta el inevitable desenlace final. El proceso será altamente doloroso. —Hizo una pausa y les contempló con los párpados entrecerrados—. La alternativa a todo eso es muy sencilla y mucho más agradable: basta con algunas palabras bien escogidas.
Qué sabe el Imperio? ¿Hay otros espías en activo actualmente? `Cuáles son sus planes, si es que los tienen, y cómo podemos contrarrestarlos?
—¿Qué garantía tenemos de que no nos matará en cuanto le hayamos proporcionado la información que desea? —preguntó el doctor Shekt con un hilo de voz.
—Tienen la garantía de que si se niegan a proporcionarme esa información morirán de una manera horrible, así que deben correr el riesgo de la alternativa. Bien, ¿qué me dicen?
—¿No nos concede un plazo para pensarlo?
—¿No es precisamente lo que les estoy dando ahora? Han transcurrido diez minutos desde que entré aquí, y sigo estando dispuesto a escuchar… Bien, ¿tienen algo que decir? ¿Nada? Supongo que comprenderán que el plazo no se va a prolongar indefinidamente, ¿verdad? Arvardan, veo que aún intenta tensar los músculos… Quizá cree que conseguirá llegar hasta mí antes de que haya tenido tiempo de desenfundar mi desintegrador. ¿Y si lo consigue, qué? Fuera hay cientos de Ancianos y guardias, y mis planes seguirán adelante sin mí. Mi ausencia ni tan siquiera afectará al cumplimiento de los castigos que les he prometido. O quizá usted, Schwartz… Usted mató a nuestro agente. Fue usted, ¿verdad? Quizá cree que podrá matarme igual que hizo con él…
Y Schwartz miró a Balkis por primera vez.
—Puedo hacerlo, pero no lo haré —dijo con voz gélida.
—Qué bondadoso es usted…
—Se equivoca. Soy terriblemente cruel, y usted mismo ha dicho que hay cosas peores que la muerte.
Arvardan descubrió que estaba mirando a Schwartz, y sintió que una nueva esperanza se iba adueñando de él.