6

Andie cruzó con paso enérgico el vestíbulo desierto del hotel Cesar Park y mostró su tarjeta de identificación ante el sensor de la entrada. Las puertas de corredera se abrieron y la mujer salió a la calle. Le daba tiempo de echar un breve vistazo a la playa antes de la reunión de las diez.

La ciudad que la recibió estaba sumida en un sorprendente silencio. Andie sabía que las purgas de Nunca Mais, en el año noventa y siete, habían dejado deshabitadas las favelas, esas chabolas que se apiñaban en las laderas de las colinas de Río. El nuevo régimen había actuado de forma rápida y brutal, pese a las protestas públicas. ¿Dónde estaba ahora toda aquella pobre gente? Andie los imaginó trabajando en las plantaciones de caña de azúcar del sofocante interior verde del país, si es que aún seguían vivos.

La mujer había esperado ver a los últimos juerguistas retirándose a sus casas a la salida de las discotecas, abiertas toda la noche, y a las parejas de amantes embelesados paseando del brazo por la playa. Pero quizá tales escenas no eran frecuentes durante la semana. Andie había asimilado las leyendas de Río; ahora llegaba el momento de descubrir la verdad.

Cruzó con cautela la, en teoría, bulliciosa avenida Atlántica, siguiendo la advertencia del implante sobre lo imprevisible de las maniobras de los conductores brasileños. Alcanzó la acera de mosaicos que bordeaba la playa, se quitó los zapatos y hundió los pies en la arena blanca de Ipanema. Las olas de color azul verdoso avanzaban hacia ella, rompiendo sobre la húmeda arena. Unos cuantos amantes de los baños de sol ocupaban ya unas hamacas de cara al mar, pero, salvo ellos, la playa estaba casi desierta. Andie continuó su paseo por la arena, lamentando no haber llevado consigo un sombrero. Pese a lo temprano de la hora, el sol caía ya con fuerza. Empezaba a sentirse sedienta, aunque acababa de tomarse un generoso vaso de jugo de mango en el hotel. Tenía la boca seca y la lengua como de algodón. Evocó la imagen de un vaso de agua, con el exterior salpicado de gotitas producto de la condensación, y le entraron unas ganas enormes de tomarse un buen helado de fruta. A su izquierda, por la playa, apareció un vendedor de polos, un muchacho bronceado de unos catorce años que llevaba unos téjanos blancos y gafas de sol. Andie decidió regalarse con una de aquellas barritas heladas. Mientras contaba el cambio, el muchacho levantó las gafas y se las colocó en lo alto de la cabeza. Cuando alzó la vista, la mujer se llevó una gran sorpresa al descubrir un par de ojos dorados, brillantes como monedas, que la miraban fijamente. Estuvo a punto de caérsele el cambio. El muchacho sonrió, murmuró un abrigado y continuó su recorrido por la playa hasta desaparecer de la vista.

¿Habían sido imaginaciones suyas? Andie se llevó el polo a la boca. Tenía un sabor dulzón, empalagoso. En realidad, después de todo, no le apetecía. Buscó una papelera y se deshizo del pedazo de hielo semiderretido. Aquel muchacho…, ¿de veras tenía los ojos dorados?

Confusa, dejó la playa, se calzó de nuevo y cruzó la calzada esquivando con agilidad a los maníacos taxistas. Pasó ante varias cafeterías con las rejas bajadas y las sillas recogidas sobre las mesas. ¿Dónde estaba aquella legendaria cultura hedonista? Incluso las tiendas estaban cerradas. En la esquina de la avenida Río Branco vio abierto un pequeño café, cuyo camarero secaba vasos tras la barra con aire ocioso. Al pasar ante el local, sus miradas se cruzaron. El hombre sonrió levemente y Andie le saludó con un gesto de la cabeza. ¿No le había parecido ver un destello dorado en sus ojos? «Tal vez haya sido sólo un reflejo», se dijo mientras entraba de nuevo en el hotel. Fuera lo que fuese, aquello tendría que esperar. Era la hora de la reunión.

Como siempre, Eleanor Jacobsen fue al grano de inmediato.

—Ya saben ustedes que el propósito real de nuestra presencia aquí es investigar los rumores sobre la existencia de mutantes evolucionados. Personalmente, no creo que haya nada de cierto al respecto; sin embargo, no pienso descartar nada hasta el término del viaje. Empezaremos con una visita a los laboratorios de ingeniería genética del doctor Ribeiros, esta misma mañana. Por supuesto, oficialmente representamos los intereses de los investigadores médicos norteamericanos y japoneses que buscan nuevos laboratorios asociados. Después de comer, el señor Craddick, el reverendo Horner y yo nos reuniremos con el doctor Ribeiros y estudiaremos las posibilidades de su laboratorio para aceptar contratos. Entretanto, sugiero a los demás que utilicen la biblioteca del laboratorio y los archivos de investigación mientras el tiempo lo permita. Recuerden que no podemos permitirnos ofender a los brasileños. Tengan tacto. Nos volveremos a encontrar a las cuatro para comparar notas. ¿Alguna pregunta?


Melanie intentó mantener en equilibrio el montón de disquetes que llevaba en los brazos, pero se ladeó demasiado a la izquierda y los diez primeros volúmenes de Historia de la civilización cayeron con estrépito al suelo de la biblioteca del instituto, seguidos de su bolso, el abrigo y la caja de disquetes. La muchacha contempló el lío formado a sus pies y exhaló un sonoro suspiro.

—¿No puedes tener más cuidado? —murmuró la bibliotecaria, lanzándole una mirada irritada desde el monitor del rincón, junto a la puerta.

Mel se sonrojó y trató de apartar el flequillo de sus ojos. La bibliotecaria la odiaba. Aunque estuviera a dos salas de distancia, estaba pendiente de sus menores movimientos y la odiaba.

—Sí, Ryton. Para ser una mutante, resultas bastante torpe. ¿Por qué no levitas un poco, haces flotar todo eso y te lo llevas de aquí? A la Base Marte, por ejemplo.

El comentario, en un susurro cargado de sarcasmo, era de Gary Bregnan, defensa del equipo de fútbol. Dos de sus compañeros, sentados cerca de él, soltaron una risilla. Dirigidos por Gary, empezaron a entonar sotto voce: «Mutante, mutante, mutante.» A Mel empezaron a saltarle de los ojos unas lágrimas de frustración. Todo el mundo la odiaba. ¡Bah!, pues ella también los odiaba. Si pudiera, los mandaría a todos a la Base Marte.

Recogió los disquetes y las demás cosas y buscó una cabina de PC vacía. La lluvia de abril tamborileaba contra las ventanas de la galería, y el sonido le pareció frío y deprimente. Aún podía oír a Bregnan riéndose a su espalda. De modo que odiaba a los mutantes, ¿eh? Pues pronto tendría que buscarse otro blanco para sus pullas. Mientras, lo menos que podía hacer Mel era devolverle su desagrado. Sí, claro, su madre siempre hablaba de intentar comprender a los normales, pero ella no tenía que enfrentarse todos los días cara a cara con Gary Bregnan y sus amigos.

Melanie pasó tres cuartos de hora tomando notas para su trabajo de humanidades: «Comparación del efecto del viaje por mar en la España moderna y el viaje espacial en la Norteamérica contemporánea.» Al terminar se frotó los ojos, cansada de leer las letras blancas de la pantalla.

«¡Menos mal que cuento con Kelly McLeod!», pensó. Si no hubieran acordado trabajar juntas en aquella presentación, se habría convertido en una pesadilla. Kelly había sugerido emplear mapas e incluso construir un juego de tablero. Sin ella, Melanie se habría limitado a dar una charla insulsa de dos minutos. En opinión de Kelly, el imperio español había surgido gracias a su superioridad naval, y luego había sido destruido a consecuencia de sus viajes. Sin embargo, no quería sacar conclusiones parecidas respecto a la situación presente. Melanie bostezó, grabó una copia de seguridad y desconectó el PC. Por lo menos, había dejado de llover.

Camino de la salida, hizo un alto en el mostrador principal. La risa de Bregnan resonaba todavía en sus oídos. Repasando el catálogo, se detuvo en Perversiones sexuales humanas a lo largo de la historia y Enfermedades venéreas, y solicitó ambos disquetes a nombre de Bregnan. Era fácil colar una identificación falsa en aquel ordenador estúpido y pasado de moda. Antes de volver a su casa, echó los disquetes en un buzón del Ejército de Salvación que había cerca del instituto. Tal vez careciera de facultades mutantes, pero no estaba desvalida del todo.

—¡Mel! ¡Espera un momento!

Melanie se quedó paralizada de horror. La habían descubierto. Ni siquiera podía vengarse sin que la sorprendieran. Desesperada, se volvió para plantar cara a su acusador.

Jena Thornton venía corriendo por la calle.

—¡Hola! Te estaba buscando.

—¿Ah, sí? —respondió Melanie con voz temblorosa. ¿La habría visto deshacerse de los disquetes?

—Sí. Quería hablar contigo. ¿Te apetece tomar algo?

Jena sonrió. El viento meció suavemente sus largos cabellos rubios en torno a su rostro. No parecía sospechar nada, y a Melanie dejó de galoparle el corazón. Estaba a salvo. Pero ¿qué quería Jena? En las reuniones del clan, apenas había hecho más que saludarla con un gesto, y en el instituto parecía como si Mel fuera invisible, por el caso que le hacía. Mientras que los jugadores del equipo de fútbol se burlaban y acosaban a Melanie, no tenían más que silbidos de admiración para Jena cuando ésta pasaba junto a ellos.

—¿De qué quieres hablar?

—¡Oh, ya sabes! De la escuela, del clan… Vamos, te invito a un batido de choba.

Jena tomó del brazo a Melanie y tiró de ella hacia una tienda de choba y sushi. Una vez dentro, pidió batidos y bollos de maguro al mecacamarero.

—¿Qué tal las clases? —preguntó.

Melanie engulló un bocado de arroz con atún.

—Bien. Estoy impaciente por graduarme el mes que viene. Ya tengo todas las notas.

—¿Vas a empezar la universidad en otoño?

—No lo sé. Mi familia quiere que lo haga, pero yo preferiría trabajar con mi padre.

—Sí, tiene un buen negocio. —Jena sonrió antes de añadir—: Michael ya trabaja con él, ¿verdad?

Al pronunciar el nombre, Jena pareció recrearse, paladearlo.

—Aja. Los dos acaban de volver de Washington, de ver a Eleanor Jacobsen.

—¡Una mujer estupenda! —exclamó con un estremecimiento—. Sólo de pensar en ella me pongo a flotar. —Levitó a unos centímetros del asiento y volvió a posarse en el banco azul, entre risas—. Me encantaría conocerla. Tal vez Michael me hable de ella en la próxima reunión del clan.

—Pídeselo.

Melanie empezaba a sentirse incómoda. ¿Qué pretendía Jena?

—¡Ah!, doy una fiesta el día diecisiete. ¿Os apetecería venir, a ti y a tu hermano?

—Claro. Quería decir que por mí, encantada. Pero tendrás que preguntarle a Michael.

—Está bien, lo haré. Puedes traerte pareja, si quieres. Y tu hermano, también. Supongo que traerá a Kelly McLeod. Será interesante tener a una no mutante en la fiesta.

—¿Por qué dices eso?

Jena abrió mucho los ojos, con aire inocente.

—Bueno, la semana pasada vi a Michael y Kelly en el cine. Están saliendo juntos, ¿verdad?

—No lo sé.

—Pues será mejor que se anden con cuidado —dijo Jena. Su sonrisa se había desvanecido—. Si el clan lo descubriera, Michael podría lamentarlo.

—¿Es una amenaza? —Melanie montó en cólera.

—Claro que no, Mel —respondió Jena con aire conciliador—. Sólo un comentario. Bueno, supongo que para tu hermano será una buena experiencia probar la fruta prohibida.

Su risa sonó cortante.

—Mira, Jena, se está haciendo tarde…

—¿Conoces a Stevam Shrader?

—Es primo de Tela, ¿verdad?

—Sí, nos hemos visto varias veces. ¡Buenos músculos! —Jena soltó otra risilla, consultó el cronógrafo y exclamó—: ¡Oh, Dios, tengo que irme! He prometido dejar el deslizador en casa y tengo una cita con Stevam dentro de una hora. Quédate a terminar el batido. Nos veremos el diecisiete.

Con un torbellino de cabellos rubios y prendas deportivas azules, la joven mutante desapareció.

Melanie recogió la caja de disquetes. Jena la ponía nerviosa. ¿Qué quería dar a entender con sus comentarios sobre Michael y Kelly? «A veces —se dijo—, los mutantes resultan tan difíciles de entender como los normales.» Sin embargo, no tendría que preocuparse de aquello mucho más tiempo.


Jena pisó a fondo el acelerador del deslizador bermellón. La autopista era una cinta de asfalto bajo el deslizador; el paisaje por el que pasaba formaba una mancha borrosa, verdeamarillenta, de árboles en flor.

La muchacha se dijo a sí misma que no le había contado a Melanie Ryton ninguna mentira. Por supuesto que había invitado a Mel y a Michael a la fiesta, aunque las dos chicas supieran de quién, en realidad, iba ella detrás. También era cierto que estaba saliendo con Stevam, pese a que el chico la aburría mortalmente.

¡Ah, si pudiera olvidar lo que había visto la noche anterior! Michael y Kelly McLeod, cogidos de la cintura, riéndose juntos a la salida del cine, felices de estar cerca y sin hacer caso a las miradas que los demás dirigían a la insólita pareja «mixta».

A Jena se le hizo un nudo en el estómago ante aquella palabra: «pareja». La noche anterior había visto a Michael y Kelly muy aparejados, irradiando una especial sensación de intimidad que hacía palidecer, en comparación, sus peores pesadillas.

Jena adoraba a Michael Ryton desde los doce años. La muchacha había coincidido con él en todas las reuniones del clan, le había visto saltar y jugar al flotabol con sus primos, había admirado su forma de moverse y las tímidas sonrisas que le dirigía. Y había esperado que, con el tiempo, él terminaría sintiendo lo mismo por ella. Al fin y al cabo, tenían casi los mismos años y el muchacho ya estaba en edad de escoger esposa. ¿Por qué no ella, que cumplía de sobra con todos los requisitos?

La muchacha ya había comprobado en anteriores ocasiones que su apariencia era un instrumento poderoso y eficaz incluso con los no mutantes (aunque le traían absolutamente sin cuidado aquellos estúpidos y aburridos normales). En las reuniones del clan, advertía cómo la miraban los hombres. Incluso los hombres de la edad de su padre la seguían con la vista cuando pasaba cerca de ellos. Jena siempre lo había considerado un juego agradable. Sin embargo, el único hombre con el que realmente quería jugar parecía tener la mente ocupada en otros asuntos. En no mutantes.

Jena asió con más fuerza el volante. Se había pasado la salida de la autopista. ¡Maldición!

Había interpretado el rechazo de Michael en la reunión del clan del invierno anterior como una mera indicación de que todavía no estaba preparado para sentar la cabeza. «No importa —se había dicho—. Ya volverá.» Tenía que darle tiempo y espacio. Aunque su desaire la había herido, Jena no permitió que nadie, ni siquiera su madre, supiera lo profundo de las cicatrices que le había dejado.

La muchacha se prometió que, tarde o temprano, Michael sería suyo.

¿Cómo podía interesarse por una no mutante? Kelly estaba bastante bien, pero era una normal. ¡Una extraña! Para arriesgarse a ir contra la tradición del clan, Michael debía de sentir por ella algo más que una mera atracción.

Era posible que sus sentimientos fueran lo bastante profundos como para llegar al extremo de dejar que el clan lo censurara por casarse con ella.

No, no y no.

Jena se dijo que tal cosa no podía suceder. Y no sucedería. Ya había esperado bastante. Ahora sabía que debía hacer algo, y pronto. Tomó la siguiente salida de la autopsia, dio media vuelta con el deslizador y se dirigió a casa mientras en su mente empezaba a forjarse un plan.


—James, no puedes prometer a Michael con Jena y esperar a que la relación arraigue. No estás hablando de preparar sushi —declaró Sue Li mientras observaba a su marido, que deambulaba por la sala con paso inquieto, entrando y saliendo de las zonas iluminadas de verde y azul, con patentes muestras de estar sufriendo un acceso de la enfermedad mental que empezaba a padecer—. Además, los compromisos formales están pasados de moda.

—Me importan muy poco las modas. Con nosotros, el método tradicional funcionó, ¿verdad? Si se dejan demasiadas opciones a esos jóvenes estúpidos, pueden tomar decisiones peligrosas.

—¡Ah, entonces eran otros tiempos! No puedes generalizar. —Sue Li había esperado que el tema no saliera a relucir, pero James había preguntado por el deslizador que faltaba y, a regañadientes, ella había tenido que hablarle de la cita de Michael con Kelly. Ahora, su esposo estaba furioso. Con un suspiro, la mujer apartó la vista de la Revista mensual de Historia del Arte, sin desconectar la pantalla, y se recostó en los cojines del sofá—. Si intentas obligar a Michael a que acate tu voluntad, no conseguirás nada —añadió—. Me temo que sólo lograrás ahuyentarlo.

«Y no te perdonaré nunca si tal cosa sucede», pensó al tiempo que se preguntaba si James le estaría leyendo los pensamientos con suficiente claridad. Las facultades clariauditivas de su esposo eran un don incierto, huidizo.

Ryton dejó de deambular con una expresión de desánimo en el rostro. Sue Li percibió un leve hormigueo de triunfo. Ella siempre había tenido unas facultades telepáticas más desarrolladas.

—Nunca obligaré a mi hijo a marcharse de casa —declaró James sin alzar la voz.

—Pues no creo que te des cuenta de lo mucho que lo estás empujando a hacerlo —respondió ella, ajustándose más el quimono de color ciruela.

—Michael no tiene idea de la presión que podría ejercerse sobre él —dijo su padre con aspereza.

Sue Li lo miró, horrorizada.

—¿No estarás pensando en solicitar una deliberación mental en grupo contra tu propio hijo?

—Ya se ha hecho otras veces. No es un hecho frecuente, lo reconozco; sólo se plantea por el bien del clan. Se rumorea que se va a plantear una moción de censura contra Skerry para llamarlo al orden, y estoy tentado de votar a favor de ello. A Michael le cae bien su primo, y tal vez sería una buena lección para él.

—¡La censura del clan podría destruir las facultades telepáticas de Skerry!

—¿De qué nos sirven, de todos modos? —respondió James Ryton, encogiéndose de hombros—. Ese muchacho ha abandonado la comunidad. Con esa medida, por lo menos aún podríamos conseguir su contribución al fondo genético.

—Y, naturalmente, también estarías dispuesto a obligarle a ello. ¿Es eso lo que piensas?

—Claro que no, pero ya sabes que el asunto es importante. Siempre lo ha sido. Somos muy pocos, Sue Li. Y, ahora que nos hemos mostrado en público, nuestros jóvenes sólo piensan en mezclarse con los normales. —James se frotó las sienes con gesto cansado—. Una idea loca y peligrosa, que no nos llevará a nada bueno. Los normales están tan poco preparados para ello como nosotros.

—Por el tono en que lo dices, haces que parezcan unos simios prehistóricos.

—En cierto modo, comparados con nosotros, lo son.

—Sabes que me disgusta oírte decir cosas así.

Sue Li volvió a concentrarse en la pantalla del ordenador. Por segunda vez aquella tarde, deseó ser un poco telequinésica, lo suficiente para lanzar a su marido contra la pared y sacarle de la cabeza aquellos pensamientos hostiles y paranoicos.

—Si le animas en esta obsesión por la muchacha de los McLeod, no harás sino empeorar las cosas —afirmó él—. Y no quiero ver a mi hijo tan expuesto a esos normales irracionales. Podrían hacerle daño, o algo aún peor.

—Hasta ahora, ha conseguido sobrevivir —replicó Sue Li fríamente—. Ni siquiera la universidad pudo con él, y allí estaba rodeado de miles de normales. —Apagó la pantalla con gesto enérgico y prosiguió—: No podemos mantenerle encerrado para siempre, James. Ya está impaciente por marcharse a vivir por su cuenta. Y es preciso que lo haga. Si intentamos separarle de Kelly, todo esto podría volverse en contra nuestra. Ten paciencia. Los dos son muy jóvenes. Quizás hay que dejar que las cosas sigan su curso.

—Bueno, espero que tengas razón.

James Ryton se instaló en un sillón y empezó a cargar la pipa, señal de que daba por terminada la discusión.

Sue Li exhaló mentalmente un suspiro de alivio y volvió a conectar la pantalla. Concentrándose de nuevo en la revista, se felicitó por haber omitido el tema de la vida sexual de su hijo. Más tarde, tendría que hablar de eso con el propio Michael.

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