Caryl, ponme con Joe Bailey, en Metro D. C. —dijo Andie.
Si alguien podía localizar a Melanie Ryton, ése era Bailey. Además, Joe le debía un favor. Varios favores.
—Por la línea cinco —anunció Caryl.
La pantalla parpadeó y se iluminó. La cara bonachona de Bailey, con sus largas mandíbulas, sonrió a Andie desde detrás de un bollo.
—¡Eh, pelirroja! ¿Qué tienes para mí?
—Una chica desaparecida. Una mutante. Diecisiete años, más o menos. China-caucásica. Se llama Melanie Ryton.
—Muy bien. —Bailey pulsó unas órdenes en el teclado, sin dejar de masticar—. ¿De dónde procede?
—De Nueva Jersey.
Bailey dejó de mascar.
—¿Nueva Jersey? No es mi territorio. Al menos, no últimamente.
—Les dijo a sus padres que tenía un empleo aquí.
—¿Y?
—No la creen, y he pensado que tú podrías comprobarlo más deprisa que yo.
—Dame un minuto.
Joe Bailey se limpió los dedos y se apartó de la pantalla. No tardó en volver, moviendo la cabeza.
—Negativo. No encuentro a ninguna Melanie Ryton. He comprobado las oficinas de empleo, los centros juveniles e incluso los prostíbulos. Nada.
—¡Vaya!
—Tenía entendido que tus queridos mutantes guardaban a sus hijos en casa como si los tuvieran en jaulas.
—No tiene gracia. Y no es verdad.
—Espero que lleve cuidado por ahí fuera. ¿Has oído hablar de ese jeque que quiere comprar una chica mutante para su harén?
—No, pero lo creo. Ten vigilado a ese tipo, ¿quieres?
—Andie, ¿sabes cuántos chicos, padres, abuelos y animales de compañía me piden que localice cada día?
—Hazlo por mí, Joe —le rogó Andie, al tiempo que se inclinaba hacia delante y le lanzaba una mirada coqueta, con los párpados entornados.
—Está bien —accedió Bailey con un suspiro.
Una banda amarilla con un mensaje de Caryl ocupó la zona inferior de la pantalla: EMPIEZA EL NOTICIARIO DE HORNER, CANAL 12. ¡URGENTE!
Andie leyó la nota.
—Tengo que dejarte, Joe. No te olvides de Melanie Ryton. ¡Ah! Tienes un poco de azúcar en la barbilla.
—De acuerdo. Hasta pronto, Andie.
La imagen de Bailey desapareció, reemplazada por la del senador Joseph Horner, que exhibía ante la cámara su mejor sonrisa de «el domingo por la mañana venga a rezar con nosotros». Andie le vio volverse hacia su entrevistador, Randall Camphill.
—Como le decía, Randy, tenemos que estar alerta frente a la amenaza de esos supermutantes —declaró Horner.
«¡Uy, uy! —pensó Andie—. ¿Qué se propone este hijo de puta?» Pulsó el botón de grabación; Jacobsen estaba en una reunión, pero le gustaría ver aquello.
Camphill se volvió para mostrar su mejor perfil a la cámara.
—Senador —dijo a continuación—, ¿puede explicar a nuestra audiencia a qué se refiere cuando habla de supermutantes?
—Los supermutantes son un producto monstruoso de la eugenesia, de perversas e impías manipulaciones genéticas, y constituyen un peligro para todos los demás —declaró Horner con la voz quebrada—. Si bien hemos llegado a aceptar a nuestros hermanos y hermanas mutantes, que son, o eso nos han contado, el resultado de unos procesos naturales, aunque desafortunados, lo que no podemos aceptar y debemos evitar es la profanación de los seres humanos al servicio de la ciencia. ¿Quién puede asegurar que el supermutante, un producto de laboratorio, sea tan siquiera humano?
Los ojos de Horner brillaron de cólera y de virtuosa indignación.
—¿Y dice usted que ha visto a esos presuntos supermutantes durante su viaje de investigación a Brasil?
—Bien, Randy, lo cierto es que no he llegado a verlos. Pero hemos encontrado indicios, rastros… Y debemos llevar cuidado. Debemos mantenernos alerta. Ya podrían encontrarse entre nosotros. Al principio, sólo un par de ellos, una simple gota de agua en el mar de la población; pero recuerden que un poderoso océano se inicia con una mera gota. Seamos cautos, no vayamos a terminar ahogados en una futura inundación.
—Gracias, senador Horner. Nuestro tiempo se acaba y…
Andie apartó la vista de la pantalla.
—¡Diablos! —murmuró—. Ese cerdo ha revelado el secreto.
¿Debía interrumpir la reunión de Jacobsen? La senadora tendría que replicar. Y pronto.
En la pantalla de Andie empezó a parpadear el aviso de llamada pendiente; pronto, las llamadas se multiplicaron hasta colapsar todas las líneas del despacho.
—Ya los tenemos aquí —dijo Caryl, corriendo hacia la pantalla de su mesa—. ¿Qué les digo?
—Sin comentarios —respondió Andie—. La senadora está reunida y tendrán que llamar más tarde. Si insisten, toma nota del nombre y el número. Registra todas las llamadas, pero, a cualquier pregunta, limítate a responder que no hay comentarios.
—Entendido.
Andie escuchó de nuevo en su mente las palabras de Horner y las imaginó repetidas a lo largo del país, del mundo entero, vomitadas desde los videoquioscos de las esquinas callejeras, sembrando la histeria. La gente ya estaba inquieta con los mutantes, y los disturbios de hacía veinte años eran un recuerdo terrible y persistente. El temor a algún monstruoso supermutante podía provocar el pánico, o incluso algo peor. ¿Era eso lo que Horner perseguía?
Pero ¿y si tenía razón? ¿Podía afrontar el mundo la existencia de mutantes potenciados? Recordó el disquete que Skerry le había entregado en Río. La primera intención de Andie había sido entregárselo a Jacobsen inmediatamente después de regresar de Brasil, pero ya habían pasado varias semanas sin que lo hiciera. El trabajo pendiente le había ocupado por completo el tiempo. Además, cada vez que recordaba la petición de Skerry, le sonaba más a fantasías de paranoico. Se comprometió a entregar el disquete a Jacobsen esa misma tarde. ¿Sería el momento oportuno?
Las luces de las llamadas continuaron parpadeando pese a los frenéticos esfuerzos de Caryl. La secretaría las respondía con toda la rapidez posible, mientras meneaba la cabeza furiosamente.
—No, lo siento. No vamos a hacer ninguna declaración de momento. No. Definitivamente, no.
Andie aspiró profundamente y pulsó el código de prioridad para ponerse en contacto con su jefa.
—¿De dónde has sacado esto? —inquirió Jacobsen. La pantalla estaba vacía, después de repasar dos veces el contenido del disquete.
—Ya te lo he dicho… —suspiró Andie, tuteando a la senadora en la intimidad del despacho.
—Así que un misterioso desconocido se te acercó en Río, afirmó conocerme y te entregó esto, ¿no? —Jacobsen se echó hacia atrás en su sillón, con ojos incrédulos—. ¿Te das cuenta de que al aceptarlo pudiste comprometer a todo el grupo?
—Sí, pero…
—En fin, supongo que ya es demasiado tarde para eso. Pero deberías haber acudido a mí inmediatamente. —Andie no la había visto nunca tan exasperada—. Quizá debería haber dejado que arrojaras a Horner por la ventana cuando estábamos en Río. ¡Maldito predicador!
—Pensaba que no leías la mente de nadie sin pedir permiso —comentó Andie, sonrojándose.
—No lo he hecho. Es que, prácticamente, lo estabas pregonando. Incluso los no mutantes pueden hacerlo, en ocasiones. —La expresión de Jacobsen se relajó con una sonrisa—. Pero ¿cómo no me hablaste entonces del asunto, Andie?
—Creí que nos espiaban.
—Es probable que tuvieras razón. De todos modos, me habría gustado enterarme antes. Si esta información es veraz, por fin tenemos la prueba que andaba buscando de que se están realizando experimentos con embriones humanos en Brasil. Y ahora tengo que encontrar la manera de reparar el mal que ha causado ese estúpido de Horner, sin mentir abiertamente.
—Creo que lo mejor será celebrar una conferencia de prensa mañana por la mañana —apuntó Andie—. Antes de que las cosas empeoren. Hoy ya he tenido que hacer instalar dos contestadores automáticos en el despacho.
—Eso sería saltarse el procedimiento habitual. Antes debería presentar mi informe al Congreso. Y enviar una copia del disquete al Consejo de mutantes. Sin embargo, supongo que tienes razón. Horner ha provocado un incendio, y lo primero que debo hacer es apagarlo.
—He reservado el Salón Presidencial para las diez de la mañana.
—Muy bien. Pásame a Craddick por la línea privada, ¿quieres, Andie? Después, manda el aviso a todos los medios de comunicación de costumbre.
El resto del día pasó en un abrir y cerrar de ojos; mientras Andie concertaba entrevistas para después de la conferencia de prensa, respondía a otras llamadas y daba instrucciones al resto del personal de la oficina. Notaba los nervios a flor de piel, un poco más irritados cada vez que alguien mencionaba la palabra «supermutante».
A las seis y media, Karim la llamó para recordarle los planes para la cena. A su pesar, Andie canceló el encuentro. A las nueve y media se acordó de encargar que le subieran un bocadillo al despacho. Dos horas después, se obligó a marcharse a casa. Livia la recibió a la puerta con irritados maullidos abisinios.
—Lo siento, cariño. He tenido un día duro en la oficina. Ya sé que tienes hambre.
Andie se quitó los zapatos y agradeció el confortable tacto de la gruesa moqueta azul bajo sus pies doloridos. Dio de comer al gato, añadiéndole una cantidad extra porque se sentía culpable; después, se instaló en el sofá para revisar las notas que había tomado para las respuestas de Jacobsen del día siguiente. Livia se enroscó a su lado, ronroneando y lamiéndose con aire satisfecho. Poco a poco, a Andie se le cayó la cabeza hacia delante y se le cerraron los ojos. Sin embargo, su sueño fue inquieto, lleno de imágenes de monstruos de Frankenstein con ojos dorados que la acechaban, conduciéndola hasta iglesias cuyas puertas se abrían para mostrar hileras de dientes afilados y sonrientes.
Entre un pase y el siguiente, Melanie se apoyó en la barra y echó un vistazo a la clientela del Cámara Estelar. Dos hombres vestidos con ropa buena tenían aspecto de estar dispuestos a dejar propinas generosas. Cerca de ellos había un grupo de turistas coreanos, que siempre eran pródigos en fichas y nunca la tocaban con excesiva brusquedad. Vio a un par de los habituales y tomó buena nota de mantenerse a distancia del joven de cabellos grises, que cada noche seguía intentando quitarle las flechas.
A lo largo de las dos semanas que Melanie llevaba trabajando en el local, había aprendido pronto a quién evitar y a quién incitar. Los acelerados eran los más propensos a hacerle daño cuando la sobaban. Algo relacionado con su droga habitual debía de volverlos agresivos. En cambio, los cabezas voladas eran inofensivos. Soltaban risillas y le hacían cosquillas, y a veces, si se acordaban, le daban buenas propinas. Mel escrutó el rincón del fondo del local. ¡Oh, no! Aquel tipejo extraño, Arnold Tamlin, estaba solo en una mesa. Y aquella noche, sus ojos estaban realmente desenfocados.
—Veo que vuelve a estar aquí tu pichoncito —comentó Gwen.
—Vete a la mierda.
Melanie había mantenido las distancias con la robusta pelirroja desde aquella primera noche, cuando aún estaba demasiado verde para esquivar las insinuaciones de la otra mujer. Desde entonces había aprendido a hacerlo. Y cuando despertaba en plena noche angustiada por unos sueños enrevesados y sudorosos en los que intentaba desesperadamente apartar de sí unas manos que la acariciaban y unas bocas que querían chuparla, Mel se decía que había bebido demasiado. Pesadillas. Eran los malos sueños, lo que hacía latir aceleradamente su corazón. Era el miedo, no el deseo. Tenía que serlo.
Durante el segundo pase, Melanie procuró evitar las manos de los acelerados y concentrarse en los coreanos; éstos le llenaron el tanga con tantas fichas que casi le daba miedo moverse. Continuó bailando con cuidado, provocando a dos cabezas voladas y eludiendo como pudo a aquel horrible Arnold Tamlin. ¡Vaya un tipejo! Terminó el número con un floreo y decidió salir al aire libre a tomarse un chupigoza.
La noche era fresca, y el sudor que la bañaba se evaporó rápidamente. En julio, el clima de Washington era increíblemente caluroso, pero por la noche al menos se hacía soportable. Se apoyó en la puerta trasera del bar y pensó en su familia. ¡Menuda sorpresa se llevarían si supieran el dinero que estaba ganando! Por un instante, Melanie se sintió feliz. No los necesitaba. Se sentía cómoda a solas.
—Esto…, disculpe. ¿Señorita Venus?
¡Oh, Señor, no! Aquel pesado de Tamlin otra vez, no. El tipo la había seguido fuera del local y bloqueaba la puerta. Melanie retrocedió lentamente, intentando sonreír.
—¿Sí?
—Quería decirle lo mucho que disfruto viéndola.
El hombre avanzó hacia ella, mirándola fijamente.
—Gracias.
—Me preguntaba si no querría usted bailar sólo para mí…
Tamlin seguía acercándose, con los brazos extendidos hacia ella.
—¡Oh, Arnold! No sé, estoy muy cansada y…
Continuó retrocediendo, con la intención de esquivarle y alcanzar la puerta. ¿Por qué no enviaba Dick a alguien a buscarla? El descanso ya había terminado.
—Baila para mí, Venus. ¡Levita y baila en las nubes para mí!
Tamlin la agarró por los hombros. Sus manos se cerraron con fuerza y sus dedos se hundieron en la carne de la muchacha.
—¡Arnold, no puedo levitar! —Melanie se debatió, tratando de soltarse—. ¡Déjame!
—Claro que puedes, hazlo conmigo ahora. Todos los mutantes podéis levitar, ¿no?
—Me haces daño.
El hombre no parecía oírla. Mel intentó darle una patada en la espinilla mientras se abalanzaba sobre ella, pero tropezó con un ladrillo suelto y cayó de espaldas sobre la acera. Tamlin se le echó encima y le rodeó el cuello con las manos, apretando.
—¡Levita, maldita seas! ¡Condenada mutante! ¡Monstruo! ¡Levita, o te mato!
Melanie intentó pedir auxilio, aunque sabía que el estruendo del bar acallaría todos sus gritos. Se debatió desesperadamente, clavando las uñas en las manos del hombre mientras el rugido que captaban sus oídos iba aumentando de intensidad. Tamlin era demasiado fuerte para quitárselo de encima.
Jadeando, la muchacha buscó aire con todas sus fuerzas. Bajo sus párpados empezaron a centellear numerosos destellos de colores. Después, los colores empezaron a desvanecerse. Respirar se convirtió en un esfuerzo excesivo. Quería expulsar el aire de sus pulmones, pero algo se lo impedía.
—¿Señorita? ¿Se encuentra bien?
Alguien la estaba zarandeando. Melanie abrió los ojos. Un hombre joven de cabello castaño bastante largo, piel aceitunada y ojos pardos llenos de vitalidad la observaba con precaución. Melanie se incorporó con cuidado hasta quedar sentada.
—¿Dónde está?
—Ha huido cuando he empezado a golpearle.
—¡Dios! —murmuró ella, llevándose los dedos al cuello—. Creo que me ha salvado la vida.
—Bueno, no podía quedarme mirando cómo ese tipo la estrangulaba.
La ayudó a ponerse en pie y le pasó el brazo por los hombros en un gesto protector. Mel, agradecida, se sostuvo apoyada en él. Era uno de los hombres de negocios que había visto en el bar.
—¿Se encuentra bien? ¿Quiere que la vea un médico?
Melanie movió la cabeza en gesto de negativa.
—Me encuentro bien —afirmó.
—Entonces, permítame llevarla a casa. Ese tipo podría estar merodeando por los alrededores para seguirla.
—¿Usted cree?
—Con un maníaco como ése, nunca se sabe.
—¿Quién es usted?
—Me llamo Benjamin Cariddi. Ben. Y tutéame, por favor.
Ella meneó la cabeza, sintiéndose algo tonta.
—Yo me llamo Melanie.
—Ya suponía que Venus no era tu nombre —comentó él, sonriendo con la boca torcida. Mel le devolvió la mueca.
—Dame cinco minutos para cambiarme. Y para decirles que por esta noche, he terminado.
—Te esperaré ante la puerta principal.
Melanie lo encontró aguardándola en un estilizado deslizador de color oscuro. La tapicería parecía de cuero gris. «Debe de tratarse de una buena imitación», se dijo.
—¿Tienes hambre? —preguntó el hombre.
—Sí.
—¿Te apetece una hamburguesa?
—¿Auténtica? ¡Desde luego!
—Conozco un lugar estupendo para tomarla.
Condujo el deslizador por una calle secundaria hacia el acceso a una autovía, tecleó un código en el tablero y se echó hacia atrás en el asiento. Melanie miró el tablero de instrumentos y preguntó:
—¿Tiene la conducción totalmente automatizada?
—Casi.
—Un deslizador como éste debe ser escandalosamente caro, ¿no?
—Sí —respondió Ben con una sonrisa.
Melanie se sonrojó. «Deja de hacer preguntas tontas —se dijo—. Mira por la ventanilla.»
El paisaje le resultó desconocido. Era una tranquila zona residencial. En la siguiente salida, el deslizador abandonó la autovía y pasó ante extensiones de césped bien cuidado y casas elegantes que despedían un fulgor amarillo bajo las luces exteriores. Después de otra curva, se encontraron avanzando por un desfiladero entre esbeltos edificios de gran altura. El deslizador se detuvo ante una torre verde, cuya planta superior quedaba oculta bajo la niebla y la oscuridad, y penetró a marcha lenta en un ascensor para vehículos. Con un temblor y un chirrido, el montacargas depositó el deslizador en un aparcamiento a gran profundidad.
—Salgamos —dijo Ben, abriendo la portezuela de Melanie.
—¿Dónde estamos?
—En mi casa.
—Pensaba que íbamos a tomar una hamburguesa.
—Exacto. Las mejores de por aquí son las que preparo yo. —Con una sonrisa, Ben la condujo a otro ascensor—. Piso veintitrés, por favor.
Antes de que Melanie pudiera contar los pisos, el ascensor ya se había detenido y Ben la conducía por un pasillo gris lujosamente enmoquetado. El hombre colocó la palma de la mano en el sensor de la puerta y ésta se abrió, permitiéndoles entrar en el espacioso dúplex. El salón interior estaba lleno de plantas y de sofás de cuero de tonos tostados.
—Acomódate —le dijo Ben antes de desaparecer en la cocina.
Las paredes estaban cubiertas de un tejido que despedía discretos reflejos dorados y verdes. Un pasillo conducía desde el vestíbulo hasta tres dormitorios, un baño y un pequeño estudio. El dormitorio principal, una estancia sombría con las paredes cubiertas de ricos paneles de maderas oscuras, quedaba al fondo. Al otro lado del salón había un ascensor privado, y Mel supuso que conducía al piso superior.
Llegó hasta ella el aroma de la carne a la parrilla.
—Ven a comer —anunció la voz de Ben por el altavoz de la pared.
La cocina era larga y estrecha, flanqueada de blancas alacenas relucientes, y conducía a un rincón circular donde se encontraba la mesa, en la que el hombre había puesto finos platos negros y relucientes cubiertos. Ben volcó la salsa en un cuenco, colocó éste junto a una bandeja de hamburguesas e indicó una silla.
—Toma asiento. La salsa es un invento mío.
Melanie contempló los platos y vasos relucientes, y los cubiertos perfectamente alineados. En los últimos tiempos, había comido productos de tiendas de soja con demasiada frecuencia. Se sirvió una hamburguesa y le dio un enorme bocado. Y otro más.
—¡Ah! Excelente —dijo entre bocado y bocado.
Había olvidado lo bien que sabía la carne de verdad. Le añadió un poco de salsa; parecía hecha de tomate y cebolla, con un regusto agridulce.
—Yo no creo en la publicidad falsa —declaró Ben, examinándola con la mirada mientras tomaba un trago de cerveza—. ¿Qué haces trabajando en un lugar como ése?
—Es un empleo. Lo necesitaba.
—¿Dónde está tu familia?
—Muerta.
Melanie se concentró en su plato.
—¿De dónde eres?
—De Nueva York.
Mel se sirvió otra hamburguesa.
—¿No tienes a ningún miembro del clan que te eche una mano?
La muchacha dejó de masticar y lo miró.
—¿Qué sabes tú de los clanes?
—Vi un docuvídeo sobre los mutantes, y contaban algo de que celebraban reuniones de clan y cosas así.
—No recuerdo ningún vídeo semejante.
—Tal vez no lo pasaron en Nueva York —replicó él, encogiéndose de hombros.
—Tal vez. —Mel engulló el último bocado y se limpió los labios—. Bien, gracias por la cena.
Se puso en pie, cogió el bolso y se dirigió a la puerta.
—¿Adonde vas? —preguntó Ben, siguiéndola.
—A casa.
—Sin duda, un cuchitril de mala muerte.
—Sin duda. —Melanie intentó abrir la puerta, pero ésta se negó a moverse—. Déjame salir.
Ben se colocó delante de ella y marcó un código en el panel de la pared. La puerta se abrió.
—A estas horas no encontrarás ningún taxi.
—Entonces, tomaré el metro.
Ben se apoyó contra el quicio de la puerta.
—No hay ninguna estación en kilómetros a la redonda. Y ni siquiera sabes dónde estás. Tal vez no haya sido tan buena idea dejar que te llevara a casa un desconocido, ¿verdad?
Ben le dedicó una sonrisa torva. A Mel empezó a acelerársele el corazón. ¿En qué lío se había metido esta vez?
—Tranquilízate —dijo el hombre moviendo la cabeza—. Soy inofensivo. Eres libre de irte, si quieres, o de quedarte.
—¿Por qué iba a quedarme?
—Porque este sitio es mucho más agradable que el lugar donde duermes. Porque tendrás en el dormitorio un cerrojo que sólo tú podrás hacer funcionar. Y porque necesitas ayuda y yo puedo dártela.
—¿Qué clase de ayuda?
—Un trabajo mejor, por ejemplo.
—¿Y yo qué tengo que darte a cambio?
Ben exhibió de nuevo su sonrisa.
—Ya pensaré algo. Pero esta noche, no. Vamos, es tarde.
Melanie se dejó conducir de nuevo al interior del piso. El hombre cerró la puerta, deslizó un panel de la pared y dejó a la vista unos estantes repletos de toallas y sábanas azules.
—Coge lo que necesites. Tu dormitorio es la primera puerta a la derecha. Tiene su baño privado.
Ella lo miró, sin saber qué hacer.
Con un suspiro, Ben la acompañó hasta la alcoba y pulsó un código en la pantalla de mesa del rincón. La pantalla permaneció oscura, pero, un momento después, se oyó una monótona voz mecánica.
—Habla usted con la comisaría del Sur. Para emergencias, marque el siete, tres, tres; para informes de detenciones, el seis, dos, dos; para la unidad de drogas…
Ben cortó la conexión y realizó un nuevo ajuste.
—Ya está. La he programado en autorresintonía. Pueden rastrear una llamada en tres segundos, pero encontrarás mi dirección ahí, en el cajón de arriba, si es que quieres informar de mi amabilidad para con los transeúntes.
—No lo entiendo —dijo Melanie.
—¿Qué es lo que no entiendes?
—No te conozco de nada. ¿Por qué haces esto por mí?
—Mira, yo sólo estaba en el bar esta noche porque he tenido que acompañar a un colega de Tennessee que ha venido a la ciudad y quería ver bailes exóticos. Y he de decir que me ha gustado tu número. —Ben sonrió—. Lo que no me gustó fue ver a un psicópata intentando estrangularte. Y no puedo estar allí cada noche para protegerte. —Acarició la mejilla de la muchacha con la palma de la mano y añadió—: Tú estás hecha para otras cosas.
«Primero el cumplido —pensó Melanie—. Luego vendrá la seducción. Muy bien, adelante con ello.» Sin embargo, Ben tenía una expresión muy rara. ¿Es que no iba a besarla?
El hombre pasó suavemente el dedo índice por sus labios.
—Realmente, eres encantadora, ¿sabes? No quiero que te suceda nada. —Retiró la mano y retrocedió—. Si oyes algún ruido durante la noche, no te preocupes. Suelo trabajar a horas extrañas. Tengo varios contactos en el extranjero; soy exportador de productos especializados. Ahora, duerme un poco.
Ben recorrió el pasillo hasta su dormitorio, entró y cerró la puerta. Melanie lo contempló, incrédula. ¿Qué se proponía aquel hombre? Le había salvado la vida, le había dado de comer y ahora le ofrecía cobijo. Y, en realidad, no había intentado siquiera propasarse. Era muy extraño. Olió las sábanas floreadas, disfrutando de su aroma a limpio. La venció el sueño. Pero antes cerró la puerta del dormitorio y comprobó dos veces la cerradura.