4

La puerta del ascensor se cerró con un brillo plateado, emitiendo un susurro neumático.

—¿Qué piso, por favor? —preguntó la voz electrónica del control automático.

—Quince —respondió Andie lacónicamente.

No le gustaba hablar con las máquinas. El ascensor se elevó, suave y silencioso. Tras aprovechar el lujo de la cabina vacía para estirarse, Andie contempló su reflejo distorsionado en la bruñida superficie de la puerta y se preguntó ociosamente qué se sentiría yendo por la vida con un cuello como los que pintaba Modigliani, rematado por una cara picassiana con ambos ojos a un mismo lado de la nariz. Así era cómo había imaginado a los mutantes la primera vez que había oído hablar de ellos, siendo niña. Antes de que aparecieran en las escuelas, en las calles, en la sede del gobierno.

El ascensor se detuvo, la puerta se abrió con un suspiro y en la cabina entraron Karim Fuentes, primer ayudante del senador Craddick, y Carter Pierce, principal representante ante los miembros del poder legislativo de los fabricantes coreanos de superconductores, los brasileños de combinaciones genéticas y los franceses de aleaciones plásticas.

—Andie…, encantado de verte. —Fuentes le lanzó una de sus deslumbrantes sonrisas y añadió—: ¿Conoces a Carter?

—Sí, nos han presentado. —A pesar de ella misma, le gustaba la buena apariencia de Karim, su tez morena y su trato agradable. En cambio, las relaciones políticas de Carter Pierce y sus puños dobles de seda la dejaban fría. De todos modos, nunca le habían atraído los rubios. Por su parte, Pierce evitaba el despacho de la senadora Jacobsen con una rotundidad que bordeaba la fobia—. ¿Cómo está?

—Eso tal vez deberíamos preguntárselo nosotros —respondió Pierce, relamido, estudiando su reflejo en la puerta metálica y enderezándose la corbata.

Por un instante, Andie deseó apearse del ascensor. Sin embargo, la perspectiva de subir ocho pisos a pie no la sedujo y decidió quedarse. Se dijo que, en última instancia, podía matar a Pierce.

—¿Perdone?

Pierce le dirigió una sonrisa socarrona.

—Bien, hemos sabido lo de esa carta bomba. Y no es la primera, ¿verdad? ¿No la ponen un poco nerviosa a veces esas cosas? Quiero decir que trabajar para Eleanor Jacobsen es hacerlo para un posible blanco de atentados.

Andie se encogió de hombros y respondió:

—Considero un privilegio trabajar para una persona como la senadora. Los cargos públicos pueden tener sus riesgos, Carter. Cualquiera puede ser un blanco, incluso usted.

Contempló la corbata amarilla a franjas metálicas y acarició la idea de ahorcarlo con ella.

—Brrr… —murmuró él—. No me estoy inventando nada de lo sucedido, señora Greenberg. Es evidente que trabajar para ciertas personas resulta especialmente peligroso.

—¿Y?

—Siento curiosidad por saber cómo puede soportarlo.

—Carter… —murmuró Fuentes con nerviosismo.

—Desde luego, es preciso trabajar noche y día para malvender los restos de nuestra industria nacional en pro de intereses foráneos.

Con una dulce sonrisa que rezumaba veneno, Andie murmuró:

—Si me disculpan, me apeo en este piso.

La puerta se abrió, y Andie salió con paso enérgico, furiosa.

—¡Andie, espera!

Se volvió en redondo, dispuesta a tener unas palabras con Carter, pero Fuentes la había seguido solo.

—¿Y bien?

—Lamento lo de Carter. Ya sabes lo que opina de… —Fuentes echó una nerviosa mirada al concurrido pasillo y se acercó a ella.

—¿De qué?

—De…, ya sabes —repitió él, casi en un susurro.

—¿De los mutantes? —preguntó Andie entre dientes.

—Sí. Piensa que todos ellos deberían ser enviados a la Base Marte cuando la inauguren, o algo así.

Fuentes se encogió de hombros.

—¡Qué curioso! Yo opino lo mismo de Carter.

El hombre soltó una risilla, y Andie se sintió mejor.

—¿Y tú, Karim? ¿Qué opinas de ellos?

La sonrisa se esfumó. Bajó la vista un momento y luego la clavó en los ojos de la mujer con una mirada serena y escrutadora.

—Creo que tienen el mismo derecho que cualquiera a estar representados. Y el derecho a que los dejen en paz. No conozco bien a ningún mutante, pero Jacobsen parece enérgica, trabajadora y eficiente. Cumple su trabajo a pesar de la atención de los medios de comunicación. ¿Qué más se puede pedir de un miembro del Senado? Nunca he visto que tuvieras que ir tras ella corrigiendo sus patinazos, como a mí me sucede continuamente con Craddick.

—De eso puedes estar seguro.

—Escucha, puede que cierta gente tenga problemas con Jacobsen, pero no es asunto mío. Los mutantes no me caen mal, y si finalmente han conseguido tener una senadora, mejor para ellos. Además, mi abuela se revolvería en la tumba si creyera que estoy discriminando a otra minoría. Mi abuela fue la primera de nuestra familia que terminó los estudios universitarios; creía firmemente en la igualdad y se ocupó de que la familia compartiera esa fe.

—Me alegro de que opines así, Karim. No conozco a muchos que piensen igual —murmuró Andie. Cada momento que pasaba, Karim le caía mejor—. Yo siento una gran admiración por Eleanor Jacobsen y haré todo lo que pueda para ayudarla a promover el acercamiento entre mutantes y no mutantes.

Se volvió para irse, pero se detuvo al tiempo que él la asía por el brazo.

—¿Te gustaría almorzar conmigo?

El encanto se rompió. Karim adquirió ante sus ojos un aire desvalido y sincero, que le hacía aún más atractivo. Andie sonrió.

—Me parece estupendo —respondió. Echó un vistazo a su reloj de oro y añadió—: Pero tendrá que ser tarde, sobre la una y media. Además de los asuntos normales, tengo que preparar todas mis cosas y las de Jacobsen para ese viaje a Brasil.

—Sí, ya lo imaginaba. Puede que Craddick vaya también.

—En fin, no me importará escapar del frío y la lluvia de Washington en marzo, y cambiarlos por las playas soleadas de Río.

—Ya somos dos. Escucha, me parece bien lo de almorzar a última hora. Ya hablaremos entonces del viaje a Brasil, ¿de acuerdo? —Karim le lanzó una ávida sonrisa.

—Estupendo. ¿Quedamos a la una y media en el vestíbulo?

El hombre hizo un gesto con la mano y se marchó.

Andie enseñó la tarjeta holográfica ante la puerta y ésta se abrió deseándole buenos días con una voz áspera que la mujer odiaba.

Encontró una carta para Jacobsen del senador Horner, el «reverendo senador», como le llamaba Andie. Pulsó el zumbador para anunciar su entrada en el despacho de Jacobsen, pero no tuvo respuesta. En realidad, aún era temprano. La senadora solía aparecer hacia las nueve.

Andie abrió el precinto del sobre, leyó el contenido de la carta y meneó la cabeza. Era otra desquiciada propuesta para unificar a los mutantes con La Grey, la agrupación de electores fundamentalistas que respaldaba a Horner.

«Si todos los hombres, mujeres y niños mutantes se unieran a nuestra grey, nuestras plegarias serían escuchadas», escribía el senador.

«¡Menudo hipócrita!», pensó Andie. Sin embargo, todos los grupos con intereses especiales tenían su representación en Washington. La semana anterior había sido el Frente Unido de Liberación Musulmana, a través del emir Kawanda. Ambos grupos ya habían intentado derrotar a los mutantes presentando sus propios candidatos frente a Jacobsen, pero habían fracasado. Ahora querían aliarse con ella.

De todos modos, no se podía culpar de nada a todos aquellos grupos minoritarios. Los mutantes parecían conseguir con facilidad objetivos que a otros les había costado generaciones de marchas, manifestaciones y peticiones alcanzar.

Pero, aunque demagogos como Horner y similares quisieran subirse al carro de los éxitos mutantes, sus tendencias implícitas a la codicia, el racismo y el imperialismo religioso parecían incompatibles con los intereses de los mutantes. De todos modos, en opinión de Andie, a Horner no parecían importarle mucho estas reservas morales. Bajo toda su santurronería, el corazón del «reverendo senador» latía con un voraz ritmo político: votos, votos, votos.

—Buenos días, Andrea —dijo Jacobsen mientras cruzaba el antedespacho a grandes pasos, con un maletín de pantalla en cada mano.

Tras una sonrisa, desapareció en su despacho privado. Andie la siguió y asomó la nariz por la puerta abierta.

—Hemos recibido otra petición de Horner, senadora. Lo de costumbre.

—Entonces, envíele la respuesta habitual.

—Muy bien: «Gracias, pero no. Gracias.»

—Exacto. —Jacobsen estaba ya ante su pantalla de escritorio y le echó un breve repaso—. ¿Ha confirmado Stephen Jeffers nuestra reunión a las nueve y media?

—Sí. —Andie hizo una pausa—. Debo reconocer que Jeffers ha resultado un buen aliado, finalmente.

—¿Qué esperaba?

—Bueno, después de la dura pugna que tuvimos con él en las primarias, pensaba que se mantendría a distancia.

—Andie, una política experimentada como usted debería saber que los enfrentamientos políticos suelen ser lo más pasajero. Y cuando se trata de conseguir que se lleve a cabo un asunto, sobre todo si está relacionado con los mutantes, Stephen es demasiado profesional para permitir que nuestra rivalidad anterior se entrometa. Además, fue una suerte que se pusiera de mi parte después de las primarias. De lo contrario, dudo que hubiera salido elegida, pues habría sido muy fácil dividir el voto mutante.

—¿Incluso con la enorme población mutante de Oregon?

—Incluso así. Su ayuda fue inapreciable.

«Además —pensó Andie—, resulta difícil no tenerle en estima. Con esa cabellera, esa barbilla cuadrada y esa sonrisa matadora… ¡Y esos ojos dorados!»

Jacobsen le dirigió una mirada socarrona y Andie se volvió de espaldas, repentinamente incómoda.

Sabía que Jacobsen era una telépata limitada, pero se suponía que los dotados con esa facultad eran respetuosos con la intimidad de los demás, ¿o no?

—¿Está preparada para revisar lo del viaje a Brasil? —preguntó la senadora.

—Ahora mismo lo traigo.

Andie sacó el expediente, cogió la pantalla de notas y entró de nuevo en el despacho de Jacobsen.

—¿Recuerda esos rumores sobre supermutantes?

—Por supuesto.

—Como es lógico, tengo mucho interés en el asunto, y parece que ese interés es compartido por otros, hasta el extremo de que se ha sugerido la apertura de una investigación por parte del Congreso. No oficial, por supuesto.

—Y, lógicamente, usted encabezará esa comisión «oficiosa».

—Eso parece. —Jacobsen esbozó una sonrisa irónica—. La mutante favorita de todo el mundo.

—¿Se lo han pedido ya?

—No, pero lo harán. Es una lástima. Con franqueza, lo que menos me apetece en este momento es un estúpido viaje a Brasil. Ni siquiera hablo portugués.

—Hágase un implante.

—No hasta que me lo pidan. —La senadora alargó la mano y asió su taza de café, de porcelana blanca—. Supongo que lo harán esta tarde —añadió—, de modo que será mejor que programe un implante hipnótico para ambas. El paquete de idioma y entorno cultural, como de costumbre. Recibiremos un informe del Departamento de Estado justo antes de marcharnos. Y haga planes para una ausencia de un par de semanas, por lo menos.

—De acuerdo. Programaré el alimentador de la gata para que le eche de comer a Livia hasta abril, por si la comisión decide abrir una oficina provisional ahí abajo.

Jacobsen sonrió ante la broma. Aquella mañana parecía insólitamente alegre y relajada.

—No me abandone, Andrea. La necesito para que ejerza su influencia benéfica por aquí. ¡Ah!, y no se olvide de notificarlo a los medios de comunicación adecuados.

—Desde luego. —Andie hizo una pausa y añadió—: Senadora…, entre nosotras…, ¿me permite una pregunta?

—¿De qué se trata?

—No da usted mucho crédito a ese rumor del supermutante, ¿verdad?

Jacobsen arqueó las cejas en un gesto de sorpresa, pero el descuido duró apenas unos segundos y de inmediato volvió a colocarse la máscara de serenidad.

—Creo que es conveniente mantener una actitud escéptica hasta que dispongamos de pruebas contundentes —respondió. Su voz sonó tranquila, cauta—. Pero aquí estamos hablando de rumores, y me disgusta perder el tiempo con ellos.

—¿Qué hará si no se trata de simples rumores?

—Me preocuparé de eso cuando llegue el momento, si es que llega.


James Ryton se tiró de los puños y se volvió hacia su hijo.

—¿Nervioso?

—Un poco. Excitado.

Michael tenía un aspecto serio con su traje gris. Parecía una versión en joven de su padre, salvo por la corbata trenzada de color rosa brillante que había insistido en ponerse. James Ryton no le regañó por su vanidad, pero prefería su pañuelo de cuello color borgoña, formal y pasado de moda. El vagón del suburbano dio un bandazo y los dos se asieron al pasamanos. Tras las ventanas fueron pasando las estaciones, cuadrados de luz blanca y caras pálidas enmarcadas por un segundo para desaparecer al instante.

—Tú ya la conoces, ¿verdad, papá?

Ryton asintió.

—Sí, y siempre es un placer verla de nuevo. Eleanor Jacobsen lleva ya toda una legislatura en el cargo, y ello enorgullece a todos los mutantes.

El transporte los dejó en la estación del Capitolio. Avanzaron por las aceras rodantes y tomaron los ascensores plateados hasta el despacho de Jacobsen. Los atendió la recepcionista.

—¿Los señores James Ryton y Michael Ryton? Hagan el favor de entrar y sentarse. La senadora asiste a una reunión, pero estoy segura de que los atenderá enseguida.

Ryton asintió con impaciencia. No veía el momento de seguir adelante con el asunto. Cuando había transcurrido un cuarto de hora, volvió a dirigirse a la recepcionista.

—¿Cree que tardará mucho más?

—Le recordaré que están ustedes aquí —respondió la mujer con una sonrisa comprensiva.

—Gracias.

Al sonido del zumbador, Andie alzó la vista de la pantalla de notas. La senadora y Stephen Jeffers estaban abstraídos, enfrascados en una discusión.

—¿Me estás diciendo que vas a permitir que se autoricen más limitaciones a los atletas mutantes? —inquirió Jeffers con voz enfadada—. ¡Santo Dios, Eleanor! ¡Dentro de poco tendremos que llevar lastres y vendas en los ojos para competir!

—Tranquilízate, Stephen —respondió Jacobsen en tono sosegado—. Exageras. Por supuesto que no apoyaré esas restricciones, pero tu petición de que se derogue la Doctrina del Juego Limpio es prematura. Ya sabes que aún no tenemos el apoyo suficiente en el Senado para pedir una votación sobre semejante tema.

—Entonces, consigamos ese apoyo.

—Ojalá fuera tan sencillo.

La pantalla de Jacobsen volvió a zumbar. Andie interceptó la llamada.

—¿Qué sucede, Caryl?

—Los señores James Ryton y Michael Ryton desean ver a la senadora. Llevan media hora esperando.

—Gracias. —Andie se volvió hacia Jacobsen—. Senadora, creo que su cita de las once está aquí.

—¿Ya? —Jacobsen estudió la pantalla y añadió—: Andie, necesito diez minutos más con Stephen. ¿Puede apaciguarles hasta que terminemos?

—Desde luego.

Jeffers le guiñó el ojo y murmuró:

—Eleanor debería sacar clones de usted, Andie. Así podría estar en dos lugares a la vez.

—O en tres —le corrigió Jacobsen—. Gracias, Andie.

La ayudante cerró la puerta al salir y pasó al despacho externo, con la sonrisa de Jeffers aún viva en su mente. Los Ryton aguardaban junto al escritorio de Caryl.

—Tengan la bondad de disculpar el retraso, señores. Soy Andrea Greenberg, ayudante de la senadora Jacobsen. Dentro de un momento estará con ustedes.

Estrechó la mano de los dos hombres, reprimiendo una risilla. Hablando de clones, el joven Ryton parecía sacado del mismo molde exacto que su padre. No, si una lo miraba más detenidamente, sus ojos poseían un rasgo poco habitual: eran ligeramente oblicuos.

Interesante. «Los mutantes siempre resultan interesantes —pensó—. Y atractivos.» Un hormigueo eléctrico le recorrió la columna.

Andie condujo a los Ryton hasta un par de sillas junto a su mesa.

—¿Conocen a la senadora?

—Sí, de una visita previa —dijo James Ryton—. Queremos hablar con ella sobre la ley de Adjudicaciones de la Base Marte. La normativa que incorpora va a estrangular el sector de la ingeniería espacial, cuando apenas hemos recuperado nuestra competitividad frente a Rusia y Japón.

—¿Está usted al corriente de que la ley se someterá a votación mañana?

— Por eso hemos venido hoy.

La línea privada de Andie sonó una vez; era el código de Jacobsen.

—Disculpe.

Andie se volvió y levantó el auricular.

—Andie, tendré que citar para otro momento a los Ryton. ¿Qué tal mañana?

—Se lo diré.

Miró a los dos hombres con un gesto de disculpa.

—Parece que la reunión de la senadora se va a prolongar. Me temo que tendré que pedirles que vuelvan mañana…

—Entonces será demasiado tarde —la interrumpió Michael Ryton, pero una rápida mirada a su padre le hizo callar.

Andie empezó a decirles que lo lamentaba, pero se detuvo a media frase. Los dos mutantes tenían un aspecto tan abatido… Estudió la lista de actividades, pero el primer hueco que tenía la senadora para recibirles al día siguiente era después de la votación de la ley.

—Esperen —les dijo—. Déjenme ver qué puedo hacer.

Llamó a Jacobsen.

—Senadora, lo siento, pero insisto en que debería usted recibir a los señores Ryton hoy mismo. Quieren hablar con usted sobre la ley de Adjudicaciones de la Base Marte, y mañana no tendrá tiempo de recibirlos antes de que se presente el proyecto de ley.

—¿Tan urgente es?

—Creo que sí.

Se produjo una breve interrupción, mientras Jacobsen intercambiaba unas palabras con Jeffers. Después, la senadora reapareció en el aparato.

—¿Les importa si está presente Jeffers?

Andie se volvió hacia los Ryton.

—Stephen Jeffers se encuentra con la senadora en este momento. ¿Les importa si participa en la reunión?

—En absoluto.

—Les hago pasar enseguida —informó Andie a la senadora.

—Gracias, Andie.

—Bien, señores, pueden pasar. —Vio al joven Ryton tan aliviado que estuvo a punto de hacerle un guiño. Incluso el padre parecía haberse ablandado un poco—. Por aquí.

Cuando ya entraban en el despacho de Jacobsen, James Ryton se detuvo en la puerta.

—Señorita Greenberg, gracias.

James Ryton sonrió. Andie tuvo la sensación de que no lo hacía a menudo.

—¿James? Me alegro de volver a verle. —Jacobsen le estrechó la mano brevemente—. ¿Éste es su hijo?

Le dio también la mano, y al joven le sorprendió la firmeza del apretón y su aire enérgico. Vestida con un sobrio traje de chaqueta gris llenaba el espacio del despacho con facilidad. Les indicó con un gesto que tomaran asiento en los sillones acolchados de cuero rojo que había frente a la mesa. Michael observó que no llevaba ningún distintivo de la Unión Mutante. «Probablemente no es su estilo», pensó. Parecía mucho más conservadora y moderada de lo que él esperaba. Y su despacho tenía un aire a mundo antiguo, realzado por los paneles de madera añeja de las paredes, la elegante tapicería azul del sofá y la alfombra oriental de color vino del suelo. Nada de mobiliario acrílico de molde para la senadora Jacobsen.

Un hombre atractivo de mandíbula cuadrada y ojos dorados los esperaba sentado junto al escritorio. En la solapa de su traje azul marino lucía un distintivo de la Unión. El padre de Michael le saludó con la cabeza.

—¿Conoce a Stephen Jeffers? —preguntó Jacobsen.

—Sí, nos conocimos en el cónclave del Oeste, hace tres años —respondió Ryton.

—Me alegro de volver a verte, James. —Jeffers le estrechó la mano y se volvió hacia Michael—. Veo que has entrado en la firma desde entonces. Buena jugada. Por lo que he oído, es una de las mejores empresas de ingeniería espacial.

—James, tengo entendido que se ocupan ustedes del proyecto de colector solar —dijo Jacobsen.

—Sí.

—Ya era hora de que el programa espacial norteamericano volviera a ser competitivo.

—Y nos gustaría que siguiera siéndolo. Pero esas condenadas normativas nos están paralizando.

—Es la herencia del accidente de Groenlandia —asintió Jeffers.

—Las normativas de seguridad se han convertido en una soga que nos rodea el cuello. Empleo a una decena de personas para cumplir con las nuevas regulaciones, pero es imposible mantener la competitividad en estas condiciones. Yo no puedo encargar el trabajo a Corea, como hacen los rusos y los japoneses.

—James, las normativas de seguridad son una parte fundamental de la industria espacial —declaró Jacobsen.

—La seguridad, sí. Y todo nuestro trabajo es de vanguardia en este aspecto. Pero la mayoría de estas últimas normas son meramente decorativas, algo a lo que sus colegas puedan recurrir cada vez que el público ignorante arme un alboroto respecto a la seguridad espacial.

—Aguarde, James…

—Senadora, no tiene usted idea de lo intrincadas que se han vuelto estas normativas. Por eso estamos aquí. Con los costes crecientes de las piezas y del personal, sumado a la competencia del extranjero, si se añaden nuevas restricciones de seguridad a la presente legislación no voy a poder continuar en el negocio.

Jacobsen movió la cabeza en gesto de negativa.

—Ya sabe que es un tema delicado. No puedo presentarme y anunciar sin más mi oposición a las normas federales de seguridad en la Base Marte. Todo el Senado se reiría de mí. Para bien o para mal, es una necesidad política dar satisfacción a los críticos del programa espacial, o no habrá tal programa espacial. Sería una repetición de los ochenta. Y eso resultaría aún peor para su negocio.

—Estaré encantado de declarar sobre el impacto de las medidas de seguridad ya existentes —afirmó Ryton—. Hemos tenido que incrementar los precios un mil por ciento, sólo para quedar en la misma situación que antes de Groenlandia. Estoy seguro de que si preguntan a mis competidores norteamericanos, comprobarán que les sucede lo mismo. Quizá al contribuyente le interesará saber cuánto les cuesta el consuelo psicológico de estos sistemas superfluos.

—¿De modo que usted opina que estas normativas de seguridad son innecesarias?

—Algunas de ellas, sí.

Michael sintió una oleada de respeto hacia su padre al ver que se mantenía firme.

—¿Y usted? ¿Cuál es su opinión?

—Estoy de acuerdo con mi padre. Es evidente que las normas fueron una concesión para tranquilizar a los críticos tras el accidente de Groenlandia, pero, con franqueza, son una pérdida de tiempo y de dinero de los contribuyentes. Más aún, en realidad no hacen al sistema más seguro de lo que ya es. Y le aseguro que lo es mucho. Hemos traído documentación sobre su grado de seguridad, antes incluso de añadir las últimas especificaciones.

Michael sacó del bolsillo un paquete de memoria y se lo tendió a Jacobsen. La senadora suspiró.

—Es usted tan convincente como su padre. Está bien, señores. No prometo ningún milagro, pero déjenme ver qué puedo hacer.

—Nos gustaría tener noticia de la votación, senadora. —James Ryton se puso en pie.

—Mi ayudante, Andrea, se pondrá en contacto con ustedes.

Michael estrechó otra vez la mano de la senadora y abandonó el despacho sintiéndose relajado, casi jubiloso. La atractiva pelirroja ayudante de Jacobsen le hizo un signo de complicidad con el pulgar hacia arriba cuando pasó junto a su mesa, e incluso su padre la saludó con un gesto de cabeza.

De modo que aquélla era la famosa Eleanor Jacobsen. Bien, desde luego hacía honor a su leyenda: aguda, inteligente y llena de astucia política. La mutante adecuada en el lugar preciso. Michael se sintió impaciente por contarle a Kelly lo sucedido.

Загрузка...