24

Ben Canay fue detenido esa tarde, pero Stephen Jeffers resultó ser más escurridizo. No volvió a su despacho ni contestó llamadas en su número privado. Cuando el FBI irrumpió en su casa particular, estaba vacía y faltaban los archivos informáticos. El senador mutante se había esfumado sin dejar rastro.

Transcurrió una semana antes de que el FBI permitiera levantar el precinto del despacho y Andie pudiese volver al trabajo. Cuando abrió la puerta, se le cayó el alma a los pies. La oficina estaba patas arriba. Las sillas estaban volcadas, los cajones sobresalían de los escritorios extrañamente torcidos, y por todas partes había papeles, disquetes y demás material de escritorio. Ben Canay había dejado tras de sí una ola de destrucción, antes de que interviniera el FBI; y, evidentemente, los agentes no se habían molestado en limpiar nada.

Plantada en medio de la sala, Andie contempló el caos. En alguna parte de aquel revoltijo sonó el zumbido de una pantalla de mesa, pero no hizo caso.

Descubrió su pantalla, ennegrecida y hecha añicos.

Se alegró de no haber estado allí cuando se llevó a cabo la detención de Canay. El tipo había tenido todo el tiempo del mundo para intentar destruir las pruebas. «¡Menos mal que se me ocurrió utilizar la pantalla casera de Karim!», pensó.

Oyó pisadas y se volvió para enfrentarse al intruso. Desde el quicio de la puerta, Skerry estaba contemplando el desorden.

—Buen estropicio, ¿eh? —comentó el mutante—. Parece que haya pasado por aquí el huracán Andie.

—¡Debería haber sabido que aparecerías cuando terminara el alboroto! —replicó ella, con los brazos en jarras.

Skerry, sonriente, le dio un abrazo de oso que la dejó sin aliento.

—¡Eh! ¡Mantén la calma! —jadeó—. Aún me estoy recuperando de la carrera a pie por la exótica Maryland.

—¡Lo has conseguido, encanto! ¡Has dejado al descubierto a Jeffers! —Su tono era exultante, y Andie, a pesar de sí misma, le devolvió el abrazo.

—Gracias por el «coro defensivo», Skerry. ¡Tu implante mental funcionó estupendamente. De no ser por él, ahora mismo sería una zombi hipnotizada bajo custodia federal, confesa de haber preparado el asesinato de Eleanor Jacobsen. Jeffers quería incriminarme.

El barbudo mutante asintió con torva satisfacción.

—Ya sabía yo que no era de fiar —murmuró—. ¿Se sabe si las autoridades le han localizado ya?

—Según la televisión, se le ha visto en Panamá, Seúl, Fidji, Estación Luna y la place Pigalle. Personalmente, creo que deberían buscar en Sao Paulo o en el Potomac.

Skerry se apoyó en un escritorio volcado.

—¿Qué vas a hacer ahora? —preguntó.

Andie se encogió de hombros.

—Seré testigo de la acusación cuando se celebre el juicio de Canay. Y el FBI me ha pedido que colabore en la investigación de las conspiraciones de Jeffers. Registraron la casa, ¿sabes? Por supuesto, ya no estaba. Se había largado con los créditos y los documentos.

—Ya le encontrarán —afirmó Skerry con aire sombrío—. O lo haremos nosotros.

—Eso espero —murmuró Andie con un escalofrío—. No creo que vuelva a sentirme segura hasta que atrapen a Jeffers.

—Aún tienes ese coro defensivo para protegerte —le recordó Skerry—. Y si me necesitas, ponte en contacto con Halden por la pantalla.

—Después de lo que he hecho, ¿cómo va a querer hablar conmigo ningún otro mutante?

Los ojos de Skerry centellearon.

—Los inteligentes se dan cuenta de que nos has salvado a todos. Los estúpidos se lamerán las heridas y murmurarán que han perdido a su príncipe heredero. Y unos pocos, probablemente, incluso estarán de acuerdo con lo que intentaba hacer Jeffers. Pero no debes preocuparte por ellos. —Le rozó la mejilla suavemente—. Tú, cuídate, encanto. Estaremos en contacto.

Andie tendió la mano para estrechar la del mutante, pero sus dedos se cerraron en el aire. Skerry ya no estaba.

«Hasta pronto, aparición», se dijo. Lo inmediato, ahora, era ponerse en contacto con los servicios de mantenimiento y conseguir algunas mecadoncellas para adecentar aquel desorden.

Los restos de la destrucción crujieron bajo sus zapatos cuando avanzó cuidadosamente tras su escritorio para recuperar el maletín de pantalla. Tecleó unas cuantas órdenes y organizó la reparación y limpieza de toda la oficina. Volver a dejarlo todo en orden le ocupó el resto de la tarde.


Kelly McLeod salió de la tienda de modas Akuda, en el barrio de Cherryhurst, en Denver, enfundada en su vistoso mono de faena de las Fuerzas Aéreas. Consultó el reloj. Disponía de veinte minutos antes de presentarse en la pista para la instrucción previa al vuelo. ¿Dónde estaba la boca del suburbano? Se volvió un momento buscándola, pero no la localizó. Distraída, tropezó con una muchacha que venía apresuradamente en dirección contraria.

—Perdona —dijo. Luego, se detuvo. La joven, mezcla de oriental y caucásica, le resultó vagamente familiar.

—¿Melanie?

La chica se quitó las gafas de sol y miró a Kelly con unos clarísimos ojos azules.

—¿Perdón? —dijo, perpleja.

—Lo siento —se excusó Kelly—. Te he confundido con una antigua conocida. ¿Puedes decirme dónde está la estación de metro?

—A la izquierda, al final de esa manzana.

—Gracias.

Kelly hizo un gesto y se alejó rápidamente.

La joven oriental siguió con la vista a la morena del mono azul hasta que desapareció. «No sabía que Kelly estuviera en las Fuerzas Aéreas —se dijo—. Quizá debería haberla saludado. Kelly siempre se mostró muy considerada conmigo.»

Por un instante, estuvo tentada de echar a correr tras ella. Dio incluso un par de pasos hacia la estación del suburbano, pero se detuvo.

«¿De qué serviría?», pensó Melanie. ¿Para qué reabrir su vieja vida ahora que empezaba a organizarse otra vez? Todo aquello había terminado, era una página pasada. Absolutamente todo el pasado era un capítulo cerrado.

Sacó un espejo y contempló su imagen.

«Perfecto», se dijo. Aquellas lentillas funcionaban de maravilla. Quizá se las hiciera fijar permanentemente, después de todo. Con una sonrisa de satisfacción, Melanie Ryton guardó el espejito en el bolso y se perdió entre la multitud.


Cuando llegó a casa, Andie estaba agotada.

Con gesto cansino, apoyó la palma de la mano en la placa de conexión de la pantalla de la sala, pulsó la búsqueda automática y se dejó caer en el sofá flotante. Las imágenes pasaron aceleradamente por la pantalla, con destellos rojos, azules, púrpura. Andie se entretuvo un momento en el canal central, donde captó su atención un periodista rubio.

«La desaparición del senador Stephen Jeffers ha hecho correr rumores de conspiración, fraude y asesinato en la capital de la nación —decía el reportero—. Informaciones no oficiales apuntan que el FBI ha organizado una búsqueda sistemática del senador mutante con todos los medios a su alcance. Respecto a la postura de los dirigentes mutantes, sigan el Informativo Tarde, con Don Cliffman.»

Andie oyó el zumbador de la puerta principal y desconectó la pantalla. Era extraño. No esperaba a nadie. ¿Quién podía ser?

El corazón se le desbocó al pensar en Stephen Jeffers. ¿Sería él? ¿Estaría Jeffers ante su puerta, con los ojos brillantes, esperando el momento de adueñarse de su mente? Con manos temblorosas, Andie conectó la pantalla al circuito de seguridad de la puerta.

El rostro que apareció en la pantalla era el de un mutante, pero no correspondía a Stephen Jeffers. Andie exhaló un profundo suspiro y se relajó. Frente a su puerta estaba Michael Ryton, quien volvió a llamar mientras ella miraba.

—¿Hola? ¿Andie? ¿No hay nadie en casa?

Andie pulsó la tecla del micrófono.

—¿Qué haces aquí? —preguntó al joven.

—Estoy en la ciudad por trabajo. Quería ver qué tal estabas.

—¿Por qué no estás en casa con tu esposa? —preguntó ella al tiempo que abría la puerta. Michael se encogió de hombros.

—Jena ha venido conmigo. Está de compras en las galerías Georgetown.

Andie estudió el rostro del muchacho durante unos instantes. Sus ojos parecían sombríos y cansados. El juvenil mutante que había visto hacía apenas unas semanas estaba profundamente cambiado. Con su traje gris oscuro, parecía más firme, más juicioso, mayor.

—Siéntate —le dijo—. ¿Qué te sirvo?

—Un vodka.

Andie marcó la bebida y pidió un bourbon para ella. Los dos dieron unos sorbos en silencio. Luego, ella preguntó:

—¿Cómo te encuentras de verdad?

Los ojos dorados de Michael la miraron con franqueza.

—Estoy bien. Un poco sorprendido de cómo han resultado las cosas, pero bien. En realidad, estar casado es agradable.

—Parece que te has establecido rápidamente.

—Supongo que he aceptado la situación —contestó Michael, encogiéndose de hombros—. Tampoco tenía muchas alternativas, ¿verdad?

—¿Y tu padre?

—Los ataques mentales han aumentado —explicó, apartando la mirada—. Ahora sólo trabaja media jornada y permanece bajo los efectos de los sedantes la mayor parte del tiempo. Por eso estoy más ocupado que nunca.

Durante unos segundos, ninguno de los dos dijo nada. Por fin, Michael volvió a mirarla.

—Y tú, ¿qué tal? Por lo que he oído, la gente de Jeffers dejó el despacho hecho trizas. Parece que has tenido una mala temporada.

—Por decirlo suavemente. —Andie se estremeció—. Michael, me siento una absoluta estúpida. Una condenada estúpida e ingenua.

—¿Por qué?

—Estaba enamorada de un loco, de un sueño. «Santa Andie, la mediadora entre los mutantes y los normales.»

La muchacha adoptó una postura aristocrática y soltó una amarga sonrisa.

—Tu sueño era el correcto —declaró Michael. Su tono de voz era reconfortante y suave—. Sólo te equivocaste al escoger al mutante.

—Me siento muy avergonzada. De veras.

El muchacho le dio unas palmaditas en el hombro, con gesto torpe.

—Vamos, vamos. Yo prefiero pensar que la única respuesta a nuestras preguntas es el amor. Y sigo creyendo que mutantes y no mutantes serán capaces de vivir juntos y amarse entre ellos. Requerirá un gran esfuerzo y quizá todavía tardemos mucho en conseguirlo, pero la intuición que te guiaba era correcta. Si acaso, sólo un poco prematura.

—¿Cuándo crees que estaremos preparados?

—Pronto, espero. Volveremos a hablar del asunto con mi hija dentro de unos años, cuando la traiga de visita a casa de tía Andie.

—Un brindis por ello. —Andie alzó el vaso y lo chocó con el de Michael. Su sonrisa sólo vaciló un instante—. ¿De veras crees que tu hija aceptará por tía a una no mutante? —preguntó.

—Si yo puedo hacer algo para que así sea, seguro. —Michael le apretó la mano afectuosamente—. Tenemos que empezar por algún lado, y no se me ocurre ninguno mejor para ello. ¿Qué dices tú?


FIN
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