Jena se volvió en la cama y contempló a Michael a la luz de la luna, con un suspiro.
—No estás aquí, ¿verdad?
—¿A qué te refieres?
La muchacha se incorporó hasta quedar sentada.
—Me refiero a que estás en otra parte, con otra. Y me imagino de quién se trata.
—No es lo que crees.
—¿Ah, no? Bueno, Kelly es un buen entretenimiento. Supongo…
El tono de voz de Jena estaba cargado de acidez.
«Kelly es todo lo que tú no eres», pensó Michael. Empezaba a desear haber aceptado la propuesta de Skerry y haber huido a Canadá.
Jena cambió de táctica bruscamente. Se enroscó en torno a las rodillas de Michael en actitud juguetona, susurrando mensajes secretos en su piel con los pechos. Mientras ella le acariciaba, Michael se echó hacia atrás; aún sentía un hormigueo en el cuerpo después de haber hecho el amor. Si Jena seguía acariciándole con suavidad y callaba de una vez…
—Tus padres están muy contentos de que te vea.
Michael abrió los ojos de golpe.
—¿Cómo se han enterado? —preguntó.
—Se lo he dicho yo.
—¿Por qué?
—He pensado que nos facilitaría las cosas.
—¿Nos…? —Michael se desasió del abrazo—. ¿Qué quieres decir?
Jena enrojeció.
—Bueno, ya sabes… Para que no se preocupen cuando te quedes aquí por la noche. Y para que el clan se vaya acostumbrando a vernos como pareja.
Dentro de Michael, algo afilado y cortante cristalizó finalmente. Casi fue un alivio. Saltó de la cama.
—¡Maldita sea, Jena! ¿Qué pretendes?
—¿A qué te refieres?
La muchacha se sentó en el lecho con los ojos muy abiertos. Michael se puso los tejanos y alargó la mano para coger la camisa.
—Me refiero a que estás jugando conmigo y con mi familia. ¿Por qué tenían que enterarse de esto?
—Tarde o temprano, lo descubrirían.
—Lo que pretendes es alimentar sus esperanzas. Crearles la ilusión de que esta relación significa algo.
—¡Pues claro que significa algo!
Su voz ya no tenía nada de juguetona.
—Para ti, tal vez. —Michael terminó de abotonarse la camisa, y se puso las botas y la chaqueta—. ¿Crees que con esos refinados trucos en la cama puedes tenerme hipnotizado?
—No te llevé a la cama hipnotizado. Tú me deseabas —dijo en un ronroneo.
—Es cierto. Después de que tú te arrojaras literalmente en mis brazos.
—Pero volviste a por más…
Esta vez, fue Michael quien se sonrojó.
—Ya lo sé…
—¿Por qué te tomas esto tan a la tremenda? —Jena se estiró sensualmente, dejando a la vista un flanco sedoso—. Vuelve a la cama. Haremos esa flor de loto que tanto te gusta.
—No. —Michael hizo caso omiso de las febriles imágenes que parpadeaban ante su ojo mental—. Hemos acabado, Jena. Esto tiene que terminar.
—No lo dices en serio, Michael.
—Desde luego que sí.
Michael huyó, pero las palabras mentales de la muchacha le persiguieron por el pasillo hasta la calle: «Dejarme no es tan fácil.»
—¡Vete al infierno! —murmuró entre dientes, sobresaltando a un hombre de negocios que esperaba a que quedara libre la pantalla pública de la esquina. A Michael no le importaba. Sabía lo que no quería, y eso era un punto de partida. Más que un punto de partida. Kelly ardía en su mente como una luz, como un faro prometedor. ¡Que se fuera al infierno la tradición mutante! Después de la reunión anual del consejo, le pediría que se casara con él y eso dejaría claras las cosas.
El tren apareció, con su brillo metálico plateado, en la boca del túnel de la estación. Andie asintió, satisfecha. Justo a tiempo. Minutos más tarde, estaba en el despacho.
—Buenos días.
Aten, la nueva recepcionista, le dirigió una cortés sonrisa. Sus ojos dorados refulgían.
—¿Ha llegado el senador?
—Sí, y la está esperando, Andie.
—Estupendo.
Andie dejó el maletín de pantalla sobre la mesa, tomó la pantalla de notas y entró en el despacho de Jeffers.
—Buenos días, consejera —dijo él con voz animada—. Pareces dispuesta para la acción.
Ella pasó por alto su tono ligero y mantuvo el acostumbrado trato formal.
—Mire esto —dijo, introduciendo el disco de su encuentro con Renstrow en la pantalla del escritorio de Jeffers, y observando con ceñuda satisfacción cómo se le borraba la sonrisa—. Menos mal que grabo todas las reuniones.
—¿Qué quiere Renstrow? —preguntó Jeffers con aire preocupado.
—No lo ha dicho. Sólo ha pedido verle. Creo que está hurgando por ahí para intentar crear problemas. Quizá sea demasiado popular, Stephen. La encuesta de ayer del AWC Journal le da un sesenta y tres por ciento de aceptación en Oregon. Puede que trate de crear problemas para conseguir llamar la atención.
—Probablemente, será eso —dijo Jeffers—. ¿Cuándo la puedo ver?
Andie consultó la agenda de su jefe.
—Mañana. Antes de la reunión de la Unión Mutante de las cuatro.
—Está bien. Anota a Renstrow para mañana por la tarde, a primera hora. Queremos tener contentos a los miembros del Cuarto Poder, ¿verdad? —Jeffers fijó una mirada penetrante en Andie—. ¿Te preocupa algo más?
—Stephen, he pasado toda la noche revisando las cuentas del despacho por si había algún problema. ¿Se da cuenta de que hemos gastado tres veces más que Jacobsen en las mismas fechas del año pasado?
—Se ha ampliado la plantilla, Andie, ya lo sabes —respondió el senador, encogiéndose de hombros—. Ella no tenía nuestras necesidades. No estaba en un subcomité principal del Senado. Por eso nuestros gastos son superiores.
—¿Y qué pasará si es esto tras lo que anda Renstrow? Quizás pretende poner al descubierto a un senador mutante despilfarrador. Estaba muy interesada en sus antecedentes comerciales.
—Déjala hurgar —dijo Jeffers, sonriente.
—Hablo en serio, Stephen.
—Ya lo veo. Y estoy intentando tranquilizarte. Créeme, puedo enfrentarme a los intentos de sondearme de esa periodista. Mis asuntos están en orden. Y deja de preocuparte por el presupuesto. En cualquier caso, no entra en tus atribuciones.
—Lamento haberle molestado —dijo Andie. Alzó la barbilla, desafiante, cerró la pantalla de notas con un chasquido y se puso en pie para salir.
La voz del senador la detuvo en la puerta.
—Espera, Andie. Vuelve y siéntate, por favor.
Ella se detuvo, dio media vuelta y le miró.
—No pretendo menospreciar tu trabajo —declaró Jeffers—. Tu preocupación es encomiable. Es que me disgusta pensar que hayas perdido una noche de sueño por esto. Ya trabajas bastante, normalmente.
—No quiero gratitud, Stephen. Y no me gusta nada que me digas que algo no es asunto mío.
Jeffers se inclinó hacia delante y cubrió las manos de la mujer con las suyas.
—Andie, eres increíblemente importante para mí. No podría funcionar sin ti. Y sé que estás decepcionada con tus actuales responsabilidades, pero ten paciencia. Esto cambiará.
—Olvídalo, Stephen.
—Creo que tenemos que hablar. —El senador no le soltó la mano—. ¿Puedo verte esta noche?
—Esta noche, no. Tengo planes.
—Anúlalos.
—Lo siento, pero no puedo.
—¿Mañana, entonces? —Jeffers le lanzó una sonrisa apaciguadora.
—Pídemelo mañana. —Se puso en pie y abandonó el despacho.
El edificio bajo y de líneas elegantes que albergaba la sede de Ryton, Greene y Davis, Proyectos de Ingeniería, estaba construido con un granito epoxídico gris azulado que el padre de Michael había escogido ex profeso por sus sedantes resonancias psíquicas. Las ventanas de plexiglás azul brillaban como joyas incrustadas en las paredes del edificio.
Michael se subió el cuello del anorak y entró en el edificio con paso vivo, dejando tras de sí nubéculas de vapor al exhalar el aliento. La mañana era fría, y el joven apreció en el aire la cercanía de la estación de los mutantes. Halden había convocado la reunión del consejo para la tercera semana de diciembre. Bastante temprano, aquel año.
«Michael Ryton, llamada por la línea dos», anunció una voz maquinal cuando hubo traspasado la puerta. Colgó el anorak anaranjado en la percha, corrió hasta su mesa y conectó la pantalla. Desde ésta, Andrea Greenberg lo miraba con aire sombrío.
—¿Está por ahí su padre, Michael?
—Está en una reunión.
—Bueno, entonces supongo que tendré que decírselo a usted —dijo Andie con una leve sonrisa—. Pero no mate a la portadora de malas noticias, por favor.
—¿A qué se refiere?
—Tengo cierta información sobre su hermana.
—¡Melanie! ¿Qué ha sido de ella? ¿Está viva?
—Hasta donde sé, lo está.
—¿Qué quiere decir con eso?
Michael clavó la mirada en la pantalla.
—Que no tengo idea de dónde está ahora.
—Bueno, ¿dónde estuvo, entonces?
—En Maryland —contestó Andie—, viviendo con un hombre.
—¿Mel?
Michael se sentó con un golpe sordo. Andie asintió.
—Al parecer, su hermana conoció a ese hombre en el club donde trabajaba como bailarina exótica.
—¿Qué?
Michael reprimió las ganas de echarse a reír. ¿Su tímida hermanita bailando casi desnuda delante de unos extraños? Aquello era imposible, ridículo.
—Ya sabe, un antro de esos… —La voz de Andie se cargó de impaciencia—. Pues bien, parece que ella y el hombre se pelearon y su hermana escapó, llevándose el deslizador del individuo.
—Poco a poco. ¿Que le robó el deslizador?
—Michael, sé que le resulta difícil de creer, pero…
—¿Mel aún tiene el vehículo?
—No. Lo encontraron al día siguiente.
—¿Y dónde está ahora mi hermana?
—Ya se lo he dicho; no lo sé.
Michael se echó hacia atrás en su asiento.
—No puedo creer lo que estoy oyendo —murmuró—. Mel trabajando de bailarina exótica, viviendo con un hombre y escapando en su deslizador. —Movió la cabeza en gesto de desconcierto—. Al menos, sigue viva.
Andie asintió y murmuró:
—Me temo que no sé mucho más.
—¿Cómo se llama el hombre que hizo la denuncia?
—Benjamin Cariddi.
—¿Un no mutante?
—Eso parece. —La mujer miró a su interlocutor—. ¿Qué va a decirles a sus padres?
—La verdad, supongo. —Michael se frotó los párpados—. Y ahora, Andie, déme alguna buena noticia. Maquíllela, si es preciso.
Ella sonrió dulcemente.
—El senador Jeffers está trabajando para conseguir la anulación de la doctrina del Juego Limpio.
—Ya era hora.
—¿Qué tal le va con esa novia normal?
Michael se animó al instante.
—¡Estupendamente! Kelly es maravillosa.
—Parece que la cosa va en serio.
—Eso espero. Me gustaría que nos casáramos el año que viene, pero ella habla de seguir estudiando.
—¿No puede hacer las dos cosas?
—Supongo que sí —respondió él—, pero tal vez ella no piense lo mismo.
—Bien, espero que todo salga como usted quiere, Michael. Los matrimonios mixtos son todo un reto.
—¿Qué matrimonio no lo es? —replicó él, encogiéndose de hombros.
—No sé qué decirle…, todavía. —Andie soltó una risilla—. Buena suerte. Y mándeme una invitación para la boda.
La mujer le guiñó un ojo y cortó la comunicación. Michael permaneció sentado un buen rato ante la pantalla azul parpadeante.