13

Melanie se sentó en el sofá verde de agua y se estremeció al contemplar las imágenes que parpadeaban en la pantalla del salón. Benjamin se inclinó sobre ella y le pasó la mano por los hombros, estrechándola suavemente. El cálido contacto de la mano sobre su piel le resultó agradable, y Mel se acurrucó contra el hombre.

—¿Asustada? —dijo éste.

—En realidad, no. Es sólo que no me gusta ver eso una y otra vez. Jacobsen no le hizo nunca daño a nadie. Y cuando pienso que su asesino fue ese Tamlin, se me revuelve el estómago.

—Debía de ser un psicópata. Un chiflado que odiaba a los mutantes.

—Recuerdo cuando intentó estrangularme en el bar. Aún tengo pesadillas.

Benjamin le sostuvo la cara entre sus manos.

—Ya no tienes que preocuparte de nada. Ahora estás conmigo.

Melanie sonrió, admirando los cálidos ojos pardos y el cabello oscuro de su interlocutor. «¡Ojalá me estrechara un poco más!», se dijo.

Para su decepción, el hombre se limitó a darle un abrazo fraternal y se puso en pie.

—Tal vez debería acudir a la policía —comentó Melanie.

—¿Para decirles qué? —De pronto, su tono era brusco—. ¿Que Tamlin te atacó? Ya está muerto. Lo mejor que puedes hacer ahora es olvidarte de él. Si vas a declarar, sólo conseguirás meterte en líos indeseables.

—Es probable que tengas razón.

Melanie se recostó sobre los cojines color canela. Estaba cansada de ver las interminables repeticiones de la muerte de Jacobsen. La senadora había desaparecido. Melanie deseó olvidarla. Y a Tamlin también.

Benjamin bostezó y consultó el reloj.

—Estoy agotado, pequeña. Quédate despierta si quieres, pero yo me voy a la cama.

Le dirigió una breve sonrisa y salió del salón.

Mel suspiró y cambió de canal hasta encontrar una vieja película de los ochenta. Fue a parar en mitad de una escena de amor, y la muchacha la contempló con añoranza.

«Ojalá Ben me hiciera todo eso —se dijo—. Con la boca, por todo mi cuerpo…» Observó a los amantes de la pantalla abrazándose expertamente, con pasión, jadeando entre contorsiones. Alargó la mano para coger un chupigoza y mordió la punta para que el efecto fuera más rápido.

«Quizá no le gusten las mujeres —pensó—. Pero, entonces, ¿qué hacía esa noche en el bar?» ¿Y qué hacía ella allí? Llevaba instalada casi un mes. Dirigió una rápida y afectuosa mirada al suntuoso salón, deteniéndose en el rico recubrimiento de las paredes y en las espléndidas alfombras rojas de artesanía, realizadas por indios navajos.

Al cabo de la primera semana había dejado de cerrar la puerta del dormitorio, preguntándose si Benjamin se daría cuenta. No se había producido ninguna reacción. Después había empezado a deambular por la casa luciendo ropas brillantes y opalescentes, que dejaban más partes de su cuerpo al descubierto que ocultas a la vista, pero él seguía comportándose como si Melanie fuera envuelta en una bolsa de plástico.

Así estaban, viviendo juntos como hermanos. Pero Mel ya tenía dos hermanos, muchas gracias.

El chupigoza la relajó, y notó que despertaba entre sus piernas aquel cosquilleo familiar, cálido y persistente. ¡Mierda! Estaba harta de masturbarse. Si hubiera sido telépata, habría podido implantarle a Ben algunas sugerencias eróticas mientras dormía. Pero Mel no era telépata y exhaló un suspiro. Tendría que recurrir a la vieja táctica.

Desconectó la pantalla y anduvo hasta la puerta de la habitación de Ben. No se filtraba luz alguna por debajo. Bien. Empujó con cuidado la hoja y ésta se abrió sin hacer ruido. En la penumbra, Mel sólo alcanzó a distinguir la silueta del hombre en la cama y a oír su pesada respiración. Ben dormía profundamente.

Melanie apartó la sábana. Estaba desnudo. Cuando sus ojos se acostumbraron a la oscuridad, admiró su cuerpo compacto y musculoso. Luego, le acarició el rostro suavemente.

—¿Mel?

Ben se incorporó, parpadeando.

Ella se desabrochó la túnica por los hombros y la dejó caer en un círculo alrededor de los pies. Luego salió del círculo, se inclinó hacia delante y trazó una línea desde el pecho hasta la ingle de Ben. Éste respondió al contacto con una erección.

Mel lo besó con dulzura. Él se apartó, buscando la sábana con la mano.

—Vete a la cama.

—No tengo sueño.

La mutante tomó la mano de Ben y la llevó hasta uno de sus pechos.

—Mel, no deberías hacer esto… —dijo él con voz suplicante, aunque sin retirar la mano.

Ella se movió lentamente, ofreciéndole un pezón, erecto bajo su palma. Cuando soltó la mano, Ben la mantuvo donde la tenía y enseguida se acercó un poco más, cubriendo el otro pecho con la mano libre. Melanie suspiró y cerró los ojos. Un momento después, notó la boca cálida lamiendo sus pechos, chupándolos, desplazándose de uno al otro.

Se tendió en la cama, abrazada a él, palpando su placentera musculatura, la extraña textura cosquilleante del vello del pecho y de los brazos. Quería tocarlo y explorarlo todo. Quería ser tocada y explorada. Él la atrajo hacia sí, besándole los pechos, el cuello y los labios. Mel respondió jadeando, frotándose contra él en un ritmo inhabitual pero apremiante. Las manos del hombre se movieron entre sus piernas, tanteando lentamente al principio para, luego, moverse con rapidez y atrevimiento. Escuchó una voz que gritaba y se dio cuenta de que era la suya, pero no importaba. Ben estaba dentro de ella y Mel se sentía estallar, se sentía expandirse en oleadas de intenso placer.

Y Ben era suyo para siempre. Para siempre.


En casa de Halden, los ancianos del clan congregados en torno a la mesa de teca del sótano permanecían silenciosos y sombríos. Michael pensó que nunca había visto un consejo mutante más alicaído y deprimido. Incluso los distintivos de la Unión que llevaban la mayoría de ellos parecían deslustrados, sin brillo. Y su padre permanecía allí sentado, con las mangas de su camisa azul subidas desigualmente, jugando con la taza de té.

—Debemos tomar la decisión de nombrar a alguien para que cumpla el resto del mandato de Jacobsen —dijo Halden—. El lunes me reuniré con el gobernador Akins y para entonces tenemos que haber llegado a un consenso sobre el nombre a proponer. Cuanto antes nos movamos, más posibilidades habrá de que el gobernador lo ratifique.

—¿Para qué molestarse? —replicó Zenora—. Lo único que haremos con eso será proporcionar otro blanco a las armas de los normales.

—Si tomamos esta actitud, realmente podemos darnos por vencidos —sentenció Halden con aspereza.

—Así se habla, tío —dijo una voz familiar. El grupo se volvió al unísono hacia el lugar donde había sonado. Cincuenta pares de ojos dorados observaron una columna de llamas anaranjadas que giraba sobre sí misma lentamente junto al sofá flotante gris perla. Poco a poco, la columna se solidificó en una figura humana, un mutante varón de buena estatura que vestía botas negras, téjanos, una camiseta púrpura y un anorak del ejército, y cuya sonrisa estaba enmarcada por una crespa barba parda. Era Skerry. Una mujer pelirroja con traje chaqueta gris estaba de pie a su lado, con expresión aprensiva. Michael reconoció a Andrea Greenberg, la ayudante de Eleanor Jacobsen. ¿Qué estaba haciendo allí, y con Skerry?

—Saludos a todos —continuó éste, animadamente—. Perdonad mi entrada, pero ya sabéis que me gusta dar la nota. Quisiera presentaros a una amiga mía. Saluda a los buenos mutantes, Andie.

—Hola —asintió Andie, vacilante.

—Skerry, ¿qué significa esto? —inquirió Zenora—. Traer a un no mutante a nuestra reunión privada, sobre todo ahora… ¿Te has vuelto loco?

—Todavía no, tía. Sólo tengo treinta años, ¿recuerdas? Y mi amiga no es una normal cualquiera. Andie Greenberg era la ayudante de Eleanor Jacobsen.

—Tranquila, Zenora —intervino James Ryton—. Yo respondo de ella.

—Sigo sin entender por qué ha de asistir.

—Ahora lo entenderás —dijo Skerry.

Michael hizo levitar una silla plegable blanca hacia Andie desde el otro extremo de la estancia. Mientras la mujer se sentaba, el joven Ryton le lanzó un guiño tranquilizador.

—¡Qué extraño que vengas a vernos, Skerry! ¿Qué te traes entre manos? —preguntó Halden.

—Échale un vistazo a esto.

Skerry lanzó un disquete sobre la mesa. Halden frunció el entrecejo.

—¿Qué es?

—¿Quieres levantar el ánimo de las tropas aquí presentes? ¿Quieres que se interesen por encontrar a alguien que sustituya a Jacobsen durante lo que resta de legislatura? Seguro que lo que he traído acelerará los latidos de vuestros corazones mutantes. Y es una buena razón para que debamos tener a alguien en el Congreso lo antes posible. Ese disco es una prueba de que se realizan investigaciones con genes mutantes en Brasil.

—¿Brasil? ¿Esos rumores son ciertos?

Skerry asintió.

—Están haciendo estudios de tejido germinal —dijo—. Tests de locus específicos, aparentemente en sujetos humanos.

—Tratando de detectar y aislar mutaciones que puedan ser reproducidas en cápsulas de Petri… Esto es mucho más serio de lo que habíamos imaginado —dijo Halden, pálido. Entregó el disquete a Zenora y ésta lo introdujo en la unidad central de la pantalla de la sala.

Las luces de la estancia se amortiguaron y la pantalla repasó el contenido del disco, mostrándolo con una luz azul parpadeante. A Michael le pareció reconocer una especie de diagramas sacados de un manual de genética. Su padre, en cambio, se enderezó, en su silla con un gesto de alarma, igual que Halden; los dos observaban la pantalla con gran atención.

—¿Alelos dobles? ¿Cigotos fraccionados? ¿Son humanos esos embriones? —preguntó Ryton.

—Eso parece.

—Increíble. Nosotros no podemos ni aproximarnos a semejante precisión —comentó Halden con voz cargada de emoción—. Ni siquiera con psicoquinesis.

—¿Alguno de estos embriones ha sido implantado o se ha desarrollado hasta el final con éxito? —preguntó James Ryton.

—No lo sé —respondió Skerry—. Se ignora hasta dónde han llegado y quién patrocina los experimentos. Estos documentos son de hace un par de años y están incompletos.

—¿Dónde los encontraste?

—Digamos —contestó Skerry, encogiéndose de hombros— que un feliz accidente me permitió localizarlos.

—Supongo que eso significa que los robaste —Halden suspiró.

Michael ocultó una sonrisa. «Bien por Skerry», pensó.

—Ahórrate la moralina, tío —replicó Skerry—. Sabes perfectamente que siempre nos hemos valido de todos los medios a nuestro alcance. Recuerdo una época en que los mutantes nos sentábamos en torno a la mesa después de la reunión anual y discutíamos técnicas de hurtos y timos…, y nadie parecía escandalizarse. Eran asuntos de negocios.

—Es cierto —intervino Michael—. Además, ahora tenemos los datos. ¿A quién le importa cómo los conseguimos?

Halden asintió, dándole la razón.

—Sea como fuere, nos has hecho un favor tremendo, Skerry —declaró—. Ahora tenemos que tomarnos en serio esos rumores.

—¿Y si todo es un fraude? —inquirió Zenora—. Skerry puede haber falsificado esos documentos. No es el miembro del clan más digno de confianza, precisamente… —La mujer le lanzó una mirada colérica que Skerry devolvió con vehemencia.

—¿Por qué habría de molestarme, Zenora? Estoy de acuerdo contigo en que apenas merece la pena perder el tiempo y correr el menor riesgo para intentar salvarte el pellejo, pero, ya que lo he hecho, lo menos que puedes hacer tú es creer lo que te enseño.

—Si Jacobsen estuviera viva… —murmuró Ryton—. Me sentiría mejor si tuviéramos su opinión sobre la decisión a tomar en este asunto.

Skerry se inclinó hacia delante y apoyó las manos en la mesa.

—Os he traído lo más parecido a eso que existe, James. Andie Greenberg viajó a Brasil con Jacobsen. Por eso la he traído aquí.

Halden se volvió hacia ella.

—¿Puede decirnos algo de su investigación?

—Pues sí… —contestó Andie, que en opinión de Michael parecía sentirse incómoda— y no. Acaban de ver la única prueba de experimentación mutagénica que poseemos. Sin embargo, estoy convencida de que en Sudamérica se cuecen más cosas de las que pudimos descubrir. Y creo que la senadora Jacobsen también lo sabía.

—Meras suposiciones —protestó Zenora.

—Tal vez —replicó Andie—, pero ¿dónde consiguió esa gente los agentes mutagénicos? ¿Y por qué toda la ciudad parecía estar como bajo un velo mental?

—¿Velo mental? —Halden se volvió hacia Skerry—. ¿Cuántas cosas le has contado de nosotros?

—Muchas. Deja ya de poner cara de escandalizado, Halden. Ella puede ayudarnos, y necesitamos la ayuda de los no mutantes.

—¿Por qué hemos de creerla? —insistió Zenora—. Quizá sólo pretenda ayudarte a perturbar la reunión.

—¿Que razón tendría para hacerlo? —intervino Michael con voz irritada. Empezaba a pensar que su tía se estaba volviendo paranoica.

—He venido a ayudarlos de todas las maneras que pueda —dijo Andie sin alzar la voz—. La muerte de la senadora Jacobsen ha sido una tragedia tan terrible para los no mutantes como para ustedes. Y ha sido un golpe personal para mí. La admiraba muchísimo y compartía por completo su ideal de cooperación e integración entre mutantes y no mutantes. Todavía lo comparto. ¿Y ustedes? ¿Creen en ello?

Sus palabras fueron recibidas en silencio, pero Michael advirtió que habían llegado a todos los presentes. Empezó a sentirse más optimista.

—Si quieren más pruebas de que algo siniestro está sucediendo en Brasil, pueden compartir mis experiencias en Río de Janeiro —añadió Andie—. Skerry me ha explicado cómo se hace y estoy dispuesta a someterme al proceso si con ello contribuyo mejor a la obra de Jacobsen.

—¿Se da cuenta de lo que propone? —preguntó Halden.

—Sí.

Durante un momento, nadie habló. Después, como por silencioso consenso, un leve murmullo llenó la estancia. Michael se inclinó hacia delante y tomó de la mano a Andie. Esperaba que la normal supiera lo que estaba haciendo.

Andie se mordió el labio. Había acudido a aquella reunión secreta preparada para encontrar hostilidad y cólera, pero sin la menor intención de invitar a aquel grupo de mutantes, completamente desconocidos para ella, a que inspeccionara sus recuerdos.

Comprendió que la suspicacia de los presentes era de esperar, pero, si no lograba convencerlos de que se fiaran de la información de Skerry, todo el viaje a Brasil habría resultado inútil y desaprovechado. Y la única manera de convencerlos era acceder a someterse a una experiencia que le daba pavor. Skerry le dirigió una mirada de ánimo al tiempo que la cogía de la mano. Andie aspiró profundamente y cerró los ojos.

Por un instante, notó como si flotara en un charco de luz cálida y dorada, deslizándose por una onda inaudible de armonías pulsantes. Sorprendida, Andie percibió que no tenía de qué asustarse. Una sensación de calidez y compañerismo la confortó. El recuerdo doloroso, en carne viva, del asesinato de Eleanor Jacobsen dejó de latir en su cabeza; el dolor remitió hasta convertirse en una leve sensación de incomodidad. Y luego, muy lenta y suavemente, el murmullo cesó, la onda se redujo y Andie se encontró sentada en la silla, parpadeando, aún sujeta a la mano de Skerry.

—Eso último fue cierta visita a Teresópolis —dijo éste, sonriente. Andie se ruborizó y retiró la mano.

—¿Todo el mundo ha visto eso? —preguntó.

—No. He podido resguardar esa parte. Además, la mente de grupo tiene limitaciones. Sólo puede asomarse a los lugares a los que se la dirige o invita. Pero no he podido resistir la tentación de dar un pequeño rodeo por ese recuerdo.

Andie le lanzó una mirada de cólera. Debería haber sabido que no podía confiar completamente en el mutante. Aquella ridícula presentación espectacular… Skerry resultaba siempre impredecible. Intentó borrar la imagen del mutante asomándose a sus recuerdos más íntimos y se concentró en la reacción del grupo que la rodeaba.

El hombre alto de la camisa granate, el jefe del grupo al que llamaban Halden, le dirigió una sonrisa.

—Gracias, señora Greenberg. Muy convincente, desde luego. —Halden volvió la vista en torno a la mesa—. ¿Queda algún escéptico entre nosotros?

Cincuenta cabezas se movieron en gesto de negativa.

—Entonces, estamos de acuerdo en que están teniendo lugar experimentos inusuales y peligrosos en Brasil —continuó Halden—. Propongo que formemos nuestro propio grupo de investigación. Si esperamos a que se nombre otro comité gubernamental, podría ser demasiado tarde.

—¿Qué tiene de tan horrible la existencia de supermutantes? —quiso saber Andie.

—Nada —contestó Halden—, mientras no estén controlados por grupos o facciones indeseables.

—¿Cómo cuáles?

—Podría mencionar una decena de grupos con un interés especial —dijo él, encogiéndose de hombros—. Y usted también, señora Greenberg. Terroristas, fascistas, neonazis…, por citar sólo algunos.

—¿Y cree que detrás de los experimentos sobre supermutantes está alguno de estos grupos hostiles?

—Algún grupo hostil, eso es. ¿Qué otra razón podría haber para tanto secreto? ¿Y por qué no han participado nuestros investigadores? Los genetistas mutantes son famosos por sus conocimientos y habilidad.

—No pretendo ofenderte, tío, pero da la impresión de que no necesitan nuestra ciencia —intervino Skerry.

—¿Entre ustedes ha habido algún caso de supermutante espontáneo?

Halden respondió moviendo la cabeza en gesto de negativa.

—Hasta hoy, lo máximo que ha habido son dobles mutantes como el joven Ryton. Pero el desarrollo de unos mutantes potenciados a partir de experimentos genéticos posiblemente abusivos, manipulados por no se sabe quién con propósitos desconocidos y siniestros, podría tener unas consecuencias espantosas.

—Las fuerzas armadas de todo el mundo han cortejado a los mutantes desde que salimos a la luz pública, señora Greenberg —apuntó James Ryton—. ¿Cuántos servicios secretos se beneficiarían de las dotes de nuestros mejores clarioyentes? ¿Cuántas guerras de guerrillas se verían afectadas por intervenciones telequinésicas? De momento, nuestras facultades no son lo bastante fiables como para interesar a los militares, pero un mutante con esas facultades potenciadas atraería una gran atención entre los gobiernos, de eso puede estar segura. Un ser así sería un paso maravilloso…, o un peligro para toda la humanidad. Ya ha tenido usted una experiencia de primera mano de la violencia con la que reaccionan algunos ante los mutantes «normales». Imagine la respuesta pública a la existencia de mutantes potenciados.

—Bien —murmuró Andie—, ¿por qué no acuden al gobierno federal a expresar sus preocupaciones?

—Esperábamos que la investigación en Brasil proporcionara unos resultados oficiales que nos sirvieran de punto de partida, pero la muerte de Jacobsen ha desviado nuestra atención… y la del gobierno.

—Es cierto —asintió Andie—. Tardarán años en emprender nuevas encuestas. En el Congreso, es asunto cerrado.

—Y posiblemente haya sido un factor que ha influido en el asesinato —dijo Skerry—, lo cual significa que no podemos permitirnos atraer más la atención sobre el asunto.

Tomó un sorbo de té de un antiguo tazón azul.

—Skerry tiene razón. Primero tenemos que llevar a cabo nuestra propia investigación —declaró Halden—. Desde luego, entre nosotros hay varias personas competentes para desarrollarla. El doctor Lagnin disfruta de un año sabático en Stanford. Christopher Ruschas dirige su propio laboratorio de genética en Berkeley. Y hay algunos más. Con su ayuda, señora Greenberg, seguiremos el hilo de la investigación del Congreso.

—Cuente con ello —asintió Andie con una sonrisa.

—Skerry, tal vez te necesitemos.

—No sé, Halden. Me gusta actuar por mi cuenta.

Andie sintió deseos de darle un puntapié. Él los había metido a todos en aquel asunto, ¿no? ¿Y ahora quería desmarcarse?

—Entonces, intenta sobreponerte a tu aversión natural por nuestro bien —respondió Halden en tono sarcástico—. Si no te preocupamos, ¿qué haces aquí?

Skerry se encogió de hombros.

—He venido a visitar a mi viejo en el manicomio de mutantes.

Halden apretó los labios.

—Ya era hora de que fueras a ver a tu padre.

—Para lo que sirve… Está tan drogado que no sabe ni quién es.

—Hasta que encontremos un medio de tratar los ataques mentales cuando alcanzan un punto terminal, el único medio para controlar el dolor son los sedantes.

—¿Qué me dices de la eutanasia?

Halden cruzó los brazos.

—Estamos desviándonos del tema que nos interesa ahora. Nos gustaría que formaras parte del grupo, Skerry. Si quieres tiempo para tomar una decisión, dilo. Pero lo haremos con o sin ti.

Andie contempló la escena, fascinada. ¿Ataques mentales? Tendría que preguntarle a Skerry a qué se referían.

—El siguiente asunto es, por supuesto, la investigación de la muerte de Eleanor —prosiguió Halden—. Todavía no sabemos para quién actuaba el asesino ni por qué causa murió. Y ya ha transcurrido más de una semana desde el suceso.

—Nuestros esfuerzos para acceder por las vías oficiales a esta información no parecen llevarnos a ninguna parte, Halden —declaró Michael Ryton—. Tal vez haya llegado el momento de recurrir a medios no oficiales.

—¿Qué sugieres? ¿Que nos manifestemos exigiendo la información?

—¿Por qué no? ¿Acaso es mejor quedarnos sentados y dejar que nuestros líderes sigan muriendo?

Varios miembros del clan asintieron y algunos mostraron su aprobación a gritos. Andie echó un vistazo a su alrededor, recelosa. ¿No la estaban mirando todos con gesto ceñudo? El ambiente se estaba volviendo hostil.

—Michael, tus palabras están guiadas por la rabia —dijo Halden—. Entiendo cómo te sientes, pero debemos proceder con cautela. Desde luego, desarrollaremos nuestra propia investigación sobre la muerte de la senadora, pero ahora propongo que tratemos la cuestión de a quién apoyamos como sucesor, antes de que vaya a Oregon a hablar con el gobernador Akins.

—Y yo propongo que la señora Greenberg nos espere arriba —intervino Zenora—. Lo que nos ha permitido compartir era interesante, pero no creo que el resto de la reunión la afecte para nada.

Andie se encogió ante la hostilidad que percibió en la voz de la mujer. La mutante, de gran estatura y piel morena, estaba tensa de irritación.

—No pretendía entrometerme —murmuró—. Disculpen.

Se levantó y subió la escalera, cerrando la puerta tras ella.


—¿Cuándo aprenderás a controlar tu temperamento, Zenora? —preguntó Halden con voz áspera.

Ella se volvió hacia su marido.

—No me gusta nada que una de las novias normales de Skerry intervenga en nuestros asuntos privados.

Michael sintió vergüenza ajena. No había visto nunca a Zenora tan picajosa. ¿Estaría empezando a sufrir también ataques mentales?

—Continuemos con el asunto del sucesor de Jacobsen —sugirió James Ryton.

La imagen de un hombre con traje de color tostado, una mata tupida de cabello castaño, sonrisa irónica y mandíbula cuadrada apareció en la mente de Michael. Le resultaba familiar.

—Propongo a Stephen Jeffers —dijo Halden—. Como sabréis, fue el oponente de Jacobsen en las primarias para el Senado. Y, después de perder, se convirtió en un ferviente defensor de Eleanor. Lleva diez años trabajando como abogado en Washington, pero mantiene la residencia en Oregon. Ha trabajado con la difunta senadora en varios asuntos y es una persona segura y responsable. Les cae bien incluso a los normales.

La imagen se difuminó. Michael recordó que su padre y él habían visto a Jeffers en el despacho de Jacobsen, la primavera anterior. Sí, aquel hombre parecía un buen candidato.

—Le he visto en alguna ocasión —dijo James Ryton—. ¿Qué planteamientos tiene?

—Es agresivo. Quiere derogar la doctrina del Juego Limpio. Por supuesto, también ha propugnado algunos de los programas conciliadores que abanderaba Jacobsen.

—Ya va siendo hora de abolir esa doctrina —asintió Ren Miller—. Francamente, estoy harto de tantas vacilaciones. Creo que deberíamos exigir más representación, más voz. ¿De que sirve la Unión Mutante si no la utilizamos?

—¿Y qué querrías que dijera esa voz?

Ryton se había puesto en pie y miraba con ira a Miller. El corpulento joven le sostuvo la mirada y se levantó de la silla, inclinándose hacia delante hasta apoyarse en sus antebrazos musculosos. Su voz hizo estremecerse a todo el auditorio.

—¡Estoy harto de mostrarme respetuoso con esos normales… inferiores!

James Ryton también la emprendió a gritos:

—¿Y ponernos a todos en peligro? ¿Te has vuelto loco?

—¿Qué alternativa nos queda? —insistió Miller—. ¿Dejar que nos maten impunemente y luego arrastrarnos ante ellos suplicando: «Oh, por favor, por favor, dadnos un poco de información»?

Michael se levantó de un salto, dispuesto a acudir en ayuda de su padre si Miller le agredía. Unas voces airadas se sumaron a la disputa, pero la más poderosa de todas fue la de Halden, quien rugió:

—¡James! ¡Ren! ¡Ya basta!

El Guardián del Libro se puso en pie, derribando la silla. Halden era uno de los telépatas más potentes del grupo y lo demostró una vez más, emitiendo ecos mentales que rebotaron en la mente de los presentes hasta que todas las miradas se concentraron en él.

—Ya hemos hablado de esto en otras ocasiones —dijo entonces en un tono más calmado—. No tenemos suficiente fuerza para formular exigencias. Lo único que conseguiríamos así sería ganarnos la enemistad de la mayoría sin obtener ningún beneficio a cambio. Hasta ahora hemos hecho algunos progresos, pero es fundamental que sigamos avanzando con cautela.

Michael se sentó. «Halden tiene razón», pensó.

—Si no podemos razonar tranquilamente dentro del grupo, no tenemos derecho a esperar que los demás quieran dialogar con nosotros —subrayó Halden, dirigiendo una mirada a los reunidos—. Me incomoda la creciente arrogancia hacia los normales que detecto. Os recuerdo que todos somos humanos, dotados de forma distinta. Nunca me cansaré de insistir en los peligros del exceso de confianza.

—Entonces, no escojas a Jeffers —intervino Skerry—. Te buscarás problemas.

Halden enderezó la silla y la ocupó de nuevo.

—¿Por qué lo dices?

—Es más conservador de lo que crees. Y menos.

—Déjate de acertijos —replicó James Ryton, frotándose la frente.

Skerry dejó el tazón.

—¿No tenéis otros candidatos? ¿Qué tal tú, Halden?

El hombretón movió la cabeza y contestó:

—No quiero el puesto. Más aún, no estoy preparado para desempeñarlo.

—¿Y qué sabéis de Stephen Jeffers, en realidad? —preguntó Skerry.

—Los informes sobre él son buenos. No ha asistido a las reuniones de clan últimamente, pero tiene fama de cuidadoso, conservador y responsable.

—Creo que deberíais escoger a alguien que conocierais mejor, alguien a quien hubierais puesto más a prueba. Jeffers no me merece confianza.

—Yo diría que, viniendo de ti, eso es todo un elogio —dijo Ryton, al tiempo que echaba su silla hacia atrás.

Skerry no hizo caso del comentario.

—Acéptalo como artículo de fe, ¿de acuerdo?

—Ya sabes que podríamos obligarte a compartirlo con nosotros —dijo Zenora con irritación.

—¿Una violación mental? ¿Tú y qué ejército de mutantes? —replicó la voz de Skerry, potente y burlona—. Sabes muy bien que soy uno de los más fuertes aquí. ¿De veras quieres probarlo?

Parecía dispuesto a luchar, y Michael se estremeció. Skerry sería un contrincante formidable.

—Claro que no quiere. Pero no nos estás facilitando mucha información útil —respondió Halden, lanzando una severa mirada a su esposa.

Skerry se volvió hacia el Guardián del Libro.

—He venido aquí para poneros sobre aviso de lo que está sucediendo en Brasil y para votar contra Jeffers. No tengo ninguna información sólida respecto a él, pero creo que os equivocáis al juzgarle.

—Tal vez si asistieras un poco más a las reuniones del clan, confiaríamos más en tus percepciones —murmuró Zenora.

—Ahórrate el sermón —replicó el joven—. Ya sabes que no encajo. Y si te dieras cuenta de que soy más útil para ti ahí fuera que en este pequeño círculo claustrofóbico, sabrías que tengo razón respecto a Jeffers.

—¿No puedes proporcionarnos ninguna prueba, Skerry? —insistió Michael.

—Ninguna de la que no dudarais.

—Bueno, no podemos guiarnos sólo por tu palabra —dijo Halden—. Sé razonable. Estás sobreexcitado. Jeffers es un buen candidato.

—Es nuestro funeral.

Skerry cruzó los brazos. Sobre la mesa se formó la imagen de un gigantesco distintivo de la Unión Mutante. De pronto, cada uno de los brazos que rodeaban el ojo dorado del distintivo se levantó, con el puño cerrado en gesto agresivo. Los brazos se extendieron, se alargaron, se abrieron hacia el clan reunido en torno a la mesa, para doblarse luego en extraños ángulos. La distancia entre cada codo y la muñeca creció. Los puños desaparecieron. Las extremidades, de una delgadez imposible, se apoyaron contra el suelo de aire y levantaron el disco central. Éste no era ahora un ojo, sino un cuerpo. El cuerpo de una araña dorada gigantesca que correteó de un lado a otro, haciendo chasquear las mandíbulas en busca de una presa. Skerry sonrió y la imagen se desvaneció.

Por unos instantes, nadie dijo nada. Por fin, James Ryton dejó su taza sobre la mesa con un fuerte golpe.

—Ya basta de estúpidos trucos de salón —dijo—. Pese a lo que opine Skerry, propongo que apoyemos a Stephen Jeffers y respaldemos su nombramiento.

—Secundo la propuesta —intervino Sue Li.

Halden pidió una votación, que confirmó la propuesta por unanimidad. Sólo hubo una abstención: la de Skerry.

—Propuesta aprobada —anunció Halden—. Por lo tanto, la Unión Mutante del Centro-Este respalda la candidatura de Stephen Jeffers.

Zenora, sentada junto al Guardián del Libro, tomó nota en una pantalla portátil conectada a la red horaria central.

—Halden, la sesión de San Bernadino y el grupo de Berkeley también han escogido a Jeffers —anunció—. Alaska, Hawaii y el Medio Oeste, también.

—Estupendo —dijo Halden—. El lunes presentaré la recomendación al gobernador Akins.

Skerry se puso de pie.

—Bueno, ahí quedan mis buenas intenciones…

Salió por la puerta y desapareció. Michael miró en torno a la mesa. La sesión parecía a punto de levantarse, y decidió ir en busca de Andrea Greenberg.


—Esa unión telepática no fue en absoluto lo que esperaba —declaró Andie, y tomó un sorbo de café de un tazón amarillo brillante, agradeciendo su calor.

—¿Qué pensabas? —preguntó Michael con una sonrisa—. ¿Que íbamos a atarte a una mesa y a lanzarte descargas eléctricas? ¿A convertirte en una especie de zombi?

—No, exactamente. Pero no creía que fuera a resultar tan…, en fin, tan placentera. Casi os envidio por poder conectaros de ese modo.

—Es una de las mejores cosas que tiene ser mutante.

—¿Y los ataques mentales son una de los peores?

Michael asintió.

—Háblame de ellos.

—Parecen afectar sobre todo a mutantes varones de cierta edad. Mi padre empieza a experimentarlos últimamente.

—¿Son mortales?

—Por sí solos, no, pero a veces el suicidio parece una opción preferible al ruido y el dolor.

—Suena espantoso —murmuró con una mueca.

—Yo no los espero con impaciencia, precisamente.

—¿Tienen curación?

Michael se encogió de hombros y le explicó:

—Nuestros cuidadores pueden controlarlos hasta cierto punto. A partir de ahí, recurrimos a fármacos.

—¿Qué has pensado de nuestra aparición?

—Típica de Skerry. Siempre hace algo extraño, y me gusta que lo haga. Me cae bien.

—No parece que los viejos del clan compartan tu opinión.

—Es que son muy conservadores. Tradicionales, demasiado tradicionales.

Michael frunció el entrecejo, y Andie creyó percibir cierta exasperación en el gesto.

—¿A qué te refieres?

—En las relaciones, por ejemplo. Estoy saliendo con una chica y, como ellos no lo aprueban, tengo que andarme con cuidado para que no me sometan a una censura.

—¿La chica es mutante?

—No.

—¿Qué te haría el clan si se enterara?

—Exigirme que pusiera fin a la relación, so pena de expulsarme. Quieren que me case con alguien del clan.

Andie lo miró, sorprendida.

—¿Matrimonios concertados? Pensaba que esa tradición se había terminado con el ábaco.

—No en la estación de los mutantes.

—¿Qué?

—Lo siento, es una bromita privada. Verás, al margen de lo que esté sucediendo en el mundo exterior, aquí dentro siempre es la estación de los mutantes, lo cual significa que lo importante es la tradición.

—Y supongo que, para los amores ilícitos, siempre es estación de veda. —Andie le dio una palmadita de ánimo en el hombro—. No dejes que te desanimen, Michael.

—No lo permitiré —respondió él con una sonrisa—. Cambiando de tema, ¿qué opinas tú de Stephen Jeffers? Es a quien hemos decidido recomendar como sustituto de Eleanor Jacobsen.

—A mí me parece una buena elección —dijo Andie—. A Jacobsen le caía bien, sin duda. Recuerdo que siempre andaba detrás de ella para que presionara en favor de una legislación promutantes. De todos modos, ¿podrán convencer los tuyos al gobernador Akins para que le nombre?

Michael se apoyó de espaldas contra un estante de la cocina y asintió.

—Seguro, Halden puede ser muy convincente cuando es preciso. Y Akins tiene que apaciguar de algún modo a los mutantes, o veremos una repetición de la violencia del noventa y cinco, cuando se formó la Unión Mutante.

—¡Dios! Espero que no.

—Si alguien puede atajarlo, es Jeffers. ¿Trabajarás para él?

—Lo dudo. Probablemente querrá renovar todo el personal, y no me vendrían mal unas vacaciones. Todavía sueño con el asesinato. Pesadillas. Estoy pensando en hacerme un implante hipnótico para protegerme de ellas.

—Si continúan, tal vez podrías ponerte en manos de nuestros cuidadores.

Andie le dirigió una sonrisa.

—Bueno, si el tratamiento se parece a esa experiencia de la mente en grupo que he pasado hace un rato, quizá te tome la palabra. —Consultó el reloj y añadió—: ¡Cielos, es tarde! Será mejor que me dé prisa si quiero coger la lanzadera de regreso a Washington. Buena suerte, Michael. Mantente en contacto.

Загрузка...