21

«Hacerme invisible —pensó Michael—. Arrojarme al mar y dejarme flotar…» Deseaba ser alga y espuma marina. Tiritando de frío, contempló las grises olas que rompían en la orilla. Llevaba ya dos días ocultándose, desde aquel momento espantoso de la reunión del clan en que Jena había intentado exigirle responsabilidades.

«En cualquier momento —se dijo casi en una súplica—, Skerry me mandará un recado telepático para que me reúna con él.» Pues siempre sabía cuándo tenía problemas. Y él acudiría a la cita. Se convertiría en otro proscrito del clan y se pondría en contacto con Kelly. Ella volaría a Vancouver para celebrar una boda clandestina y convertirse en la esposa de un proscrito.

¡Ah, si hubiera podido ponerse en contacto con Skerry! Pero el número que le había dado meses atrás estaba desconectado. El día anterior, Michael lo había estado probando durante dos horas, marcando una y otra vez.

¿Michael?

La voz fue un levísimo susurro en su mente. El muchacho se volvió con un jadeo.

—¿Skerry?

Michael, ¿me oyes?

—Sí, Skerry —respondió. Casi le saltaron las lágrimas de alivio—. ¿Dónde estás?

No soy Skerry, querido. Soy tu madre.

—¡Oh! —exclamó Michael, dejándose invadir por el desánimo.

Sue Li apareció en la playa, caminando hacia él con la capa hinchada al viento como un par de brillantes alas rojas y doradas. Los sueños de escapar de Michael se desmoronaron a cada paso que ella daba.

—Vuelve —dijo Sue Li.

—No.

—Estoy segura de que no quieres convertirte en un proscrito. ¿Entiendes bien lo que eso significa?

La mujer se sentó a su lado sobre la arena húmeda.

—Sí —respondió Michael—, que ya no tendré que asistir más a esas malditas reuniones.

En el rostro de Sue Li se formó una sonrisa.

—Tal vez ésa sea una de las pocas ventajas, pero ¿realmente quieres abandonarnos a todos? ¿Dejar a tu familia, a tus amigos, incluso tu trabajo?

—Puedo hacerlo, si quiero.

—La cuestión es si realmente quieres.

—No lo sé.

Michael fijó la mirada en las olas. Sue Li continuó hablando con voz tranquila.

—Entonces, vuelve.

—¿Por qué?

—Es nuestro modo de obrar.

—Me importa un cuerno nuestro modo de obrar. Jena me tendió una trampa.

—Lo sé.

—¿Y no te importa? —Michael se volvió hacia ella—. ¿De veras quieres por nuera a Jena?

Sue Li suspiró.

—Ya no se trata de que quiera o no. En cierto modo, desearía que Kelly y tú escaparais juntos. Podría soportar ser la madre de un proscrito.

—¿De verdad?

Michael la miró con sorpresa. Sue Li apartó de sus ojos un mechón de cabello.

—Sí, pero no soportaría ser la abuela de un niño medio proscrito —añadió suavemente.

—No la quiero, madre.

—Eso también lo sé, pero ahora tienes una responsabilidad que va más allá de tus deseos.

—¿Te refieres al niño?

—Sí.

Airado, Michael rehuyó su contacto.

—¡Maldita sea! ¿Por qué no aborta? —exclamó.

—Ya sabes por qué. El clan lo prohíbe.

—¿Y mi felicidad? —insistió, con voz desgarrada.

Sue Li esbozó una triste sonrisa.

—Tal vez descubras que la felicidad llega con el tiempo, y cuando uno menos la espera.

—Podría escapar…

—Podrías. Hay una estación de metro en la esquina, y yo misma te daré el dinero para el billete, si decides marcharte. Pero ¿adonde vas a ir, Michael? ¿Qué harás? ¿Y qué haré yo si pierdo otro hijo?

La voz de Sue Li era suave.

Michael encogió las rodillas hasta que tocaron su frente y se meció adelante y atrás sobre la arena mojada. Entre sus párpados cerrados brotaron lágrimas.

«Kelly, Kelly… Lo siento, Kelly. Lo lamento tantísimo…»

Notó la mano de su madre en la nuca. Reprimió un sollozo y alzó la cabeza, enjugándose las lágrimas con el dorso de la mano. Contempló las olas verdosas, que proseguían su eterna danza rítmica con la gravedad. Finalmente, asintió.

«Muy bien», pensó.

—Volveré —dijo—. Por el niño y por ti.

—¿Lo dices de veras?

Michael asintió otra vez. Se incorporó y ayudó a su madre a levantarse.

—Te quiero, Michael —susurró ella, poniéndose de puntillas para darle un beso en la mejilla—. Siento pena por ti.

—Seguiré amando siempre a Kelly.

—Lo sé.

Sue Li le tomó de la mano y volvieron juntos a la reunión del clan, con la capa de la mujer ondeando en torno a ambos.

Al aparecer en la sala de reuniones, Halden los recibió con un suspiro de alivio.

—¿Le has encontrado? Bien, no quería retrasar las cosas un día más. —Emitió una llamada mental al orden y, a continuación, se dirigió a Michael—: ¿Has vuelto por tu voluntad?

Michael permaneció en silencio y contempló a los miembros del clan que asistían a la reunión. Un centenar de ojos dorados le devolvieron la mirada.

—Sí —declaró—. Pido perdón por la interrupción.

—Tendré que pensármelo —replicó Tela con severidad.

—Yo creo que deberíamos ser comprensivos con la confusión de nuestro joven hermano —apuntó Halden en tono más benevolente.

En torno a la mesa hubo gestos de asentimiento.

Michael tomó asiento junto a Jena. Ella, con las mejillas encendidas, le dirigió una sonrisa trémula.

«Me quiere de veras —pensó el muchacho—. Lo bastante como para haberme atado a ella de esta manera, incluso a riesgo de sufrir mi cólera, mi odio y mi rechazo.»

Observó a su prometida. Era hermosa, alta, fría y rubia. Michael pensó en otra mujer más baja, con el cabello oscuro y una sonrisa vivaracha, y apretó los labios en una mueca de dolor.

«Kelly —se dijo—. He esperado demasiado.»

Jena le apretó la mano. Michael volvió a mirarla. «No la quiero —pensó—, pero tal vez no la odie. Y quizá sea amable con ella algún día.»

Michael cerró también los ojos, mientras Halden iniciaba el cántico de despedida que cerraba su destino.

Dentro del clan somos una familia.

Dentro del círculo interno somos uno.

Desde las eras pasadas hasta el futuro final,

avanzamos como lo hemos hecho antes,

juntos, mano con mano, corazón con corazón,

mente con mente. El derecho a la nueva vida nos hace uno.

La playa era de arena volcánica negra, en la que centelleaban las escamas de mica. Aquel día de invierno insólitamente caluroso, la arena absorbía el calor del pálido sol hasta resultar demasiado ardiente para caminar por ella.

Andie corrió en dirección a la toalla emitiendo débiles grititos. Stephen alzó la vista de su pantalla de notas y sonrió bajo el sombrero de jipijapa.

—¡Ah, el paraíso! —exclamó Andie con un lamento, frotándose los pies—. Cuando me hablaste de Santorini, nunca pensé que terminaría con ampollas en los pies.

—Ven, toma un sorbo —contestó Jeffers, ofreciéndole una jarra plateada de retsina—. Te aliviará.

El senador se concentró de nuevo en la pantalla de notas.

Andie tomó un trago de aquel vino verde pálido, con aroma a pino. Su sabor, frío y amargo, resultaba vigorizante. Se tumbó en la hamaca playera y admiró las aguas azul turquesa del Egeo. ¡Qué idea tan perfecta ir allí! Habían pasado los últimos tres días explorando las ruinas de Akrotiri envueltas en cenizas, paseando por los riscos más elevados de la isla y haciendo el amor entre las paredes encaladas de su suite privada del espléndido hotel, situado en la ladera del antiguo volcán. Washington estaba a miles de kilómetros. La joven cerró los ojos y dejó que el sol la acariciara hasta amodorrarla.

Un grito la sacó de su estado. Dos mujeres gruesas con trajes de baño negros chillaban a la orilla del agua y señalaban algo. Muy lejos de la orilla, donde las aguas adquirían un tono azul más intenso, se distinguía una cabeza oscura entre la espuma. Demasiado lejos. La cabecita desapareció bajo las olas, volvió a asomar chapoteando y se sumergió de nuevo.

—¡Stephen! ¡Ese niño se está ahogando! —gritó Andie.

Al tiempo que daba el aviso, saltó de la hamaca y corrió hacia el agua. Era una buena nadadora en la piscina, pero aquello era el mar, frío y poderoso. Las olas eran implacables. Tan pronto como se sumergió en el agua, la fuerza de la corriente empezó a tirar de ella. La cabecita quedaba muy lejos. Andie buscó aire entre jadeos. En ese instante, otro nadador pasó a su lado, sin batir los pies, dejando tras sí una visible estela en su rápido avance.

Con gran esfuerzo, Andie llegó de nuevo a la orilla jadeando, a tiempo de ver sumergirse otra vez la cabecita. Conteniendo el aliento, esperó a que volviera a asomar. Momentos después, otra cabeza de mayor tamaño y de cabello más claro apareció en el mismo lugar.

Era Jeffers.

Andie se admiró de que hubiera llegado allí tan pronto. ¿Cómo lo había hecho?

Jeffers se sumergió, y su espalda reflejó el sol antes de desaparecer. Los espectadores aguardaron con impaciencia. Pasaron los segundos. De pronto, un chorro de agua verde se alzó de la superficie, y tras él saltó el chiquillo, como si fuera el tapón de una botella, seguido inmediatamente por Jeffers. En un abrir y cerrar de ojos, los dos estuvieron en la playa y fueron rodeados por una ruidosa multitud.

Jeffers respiraba entrecortadamente, pero el chiquillo estaba inmóvil, con los labios amoratados. Andie empezó a prestarle los primeros auxilios. ¿Debía llamar a un mecamédico? ¿Disponía de tiempo para hacerlo? El niño seguía inmóvil, insensible.

—Por favor —susurró Andie—, no te mueras. Por favor…

Unas manos frías la asieron por los hombros y la apartaron.

—Déjame a mí.

Jeffers se inclinó sobre el niño, le puso una mano en el pecho y la otra en la cabeza, y cerró los ojos. En su frente aparecieron unas profundas arrugas de concentración, y Andie le oyó emitir un murmullo gutural, confuso. Jeffers descubrió los dientes en una mueca, y el niño se agitó convulsivamente. Los músculos del cuello del mutante estaban tensos como cuerdas. El niño tosió y rompió a llorar.

Su joven madre se arrodilló a su lado y apretó al pequeño contra su pecho, llorando de alegría mientras la multitud prorrumpía en vítores.

Pálido y mareado, Jeffers cayó hacia atrás, respirando pesadamente. Andie cogió la jarra de retsina y se la tendió. Él bebió con avidez; en un instante recuperó el color y su respiración volvió a ser normal.

—He tenido que sumergirme mucho para encontrarlo —explicó.

—¿El mar es muy profundo ahí fuera? —preguntó Andie.

—No se trata del mar, sino de su mente. Casi lo pierdo. —Jeffers tomó otro trago de vino—. Primero he intentado ponerle en marcha el corazón, pero había pasado demasiado rato bajo el agua. He tenido que llamar e insistir. No soy muy bueno para esto, lo que ocurre es que mi madre era sanadora y me enseñó un poco de sus artes.

Andie notó que un escalofrío le recorría la espalda.

—¿Cómo has llegado tan deprisa hasta él? —quiso saber.

—Por telequinesis. Casi llego demasiado tarde.

—Yo diría que lo has hecho justo a tiempo.

Andie lo rodeó con sus brazos y lo condujo de nuevo a la toalla, sin apenas notar la arena ardiente bajo sus pies. Jeffers se tumbó al sol, completamente exhausto.

—Creo que dormiré un rato —dijo. Cerró los ojos y perdió el conocimiento.

Andie echó un vistazo a la pantalla de notas, que el senador había arrojado a un lado y yacía en la arena oscura, medio enterrada entre los negros granos. La recuperó y la limpió. En la pantalla, en letras ámbar, se podía leer una lista de clínicas y centros médicos de las islas Cicladas.

Lo dejó dormir media hora y luego lo despertó dándole golpecitos con la punta del pie.

—Ven, volvamos adentro. Son casi las cinco.

Ya en la habitación, Andie se desprendió de su bañador de piel sintética, y programó el reloj y la temperatura del agua para tomar una ducha. Las cabezas gemelas de la ducha lanzaron hilillos de plata líquida sobre las baldosas rojas.

—¿Quieres entrar conmigo? —preguntó ella, insinuante.

Jeffers le dirigió una sonrisa picara.

—Estaba deseando que me lo pidieras.

Se metió en la ducha detrás de ella y acorraló a la muchacha contra la pared.

—¡Stephen!

Jeffers la besó con pasión y deslizó una mano entre las piernas de Andie. Una cálida excitación subió por el cuerpo de la joven al contacto. Se estremeció de placer y enroscó las piernas en torno a él, dejando que el agua caliente le acariciara el cuello y los pechos. Llegó rápidamente al orgasmo, casi gritando en su frenesí. Con unas profundas embestidas, Jeffers no tardó en seguirla. Después, se dejaron caer lentamente sobre las baldosas, en una maraña de brazos y piernas. Al cabo de un momento, el agua dejó de fluir automáticamente.

Andie alcanzó una toalla. Envuelta en sus suaves pliegues, de algodón sintético rosa, se dejó caer en la cama. Jeffers se tendió a su lado, desnudo, y ella le pasó la mano por el pecho con gesto vago.

—Háblame de tu madre —le pidió.

Las sábanas de color melocotón estaban deliciosamente suaves y frescas bajo sus cuerpos, y Andie se dejó llevar por la agradable lasitud que solía seguir a sus encuentros amorosos. Jeffers se encogió de hombros.

—Ya te lo he explicado. Era una sanadora.

—¿Sólo para mutantes?

—No. Trabajaba como psicóloga, así que también debió de curar a no mutantes.

—¿Dónde está ahora?

—La mataron en los disturbios del noventa y cinco.

—¡Dios mío! ¿Tú estabas presente?

Jeffers volvió el rostro hacia la pared.

—Sí. La multitud se nos echó encima. Mi madre me obligó a meterme bajo un deslizador y me dijo que no saliera hasta que pasara el peligro. Vi su cuerpo, tendido allí. Finalmente, la policía se la llevó. —Hablaba en un susurro, pero Andie percibió el espanto de aquella escena casi como si hubiera estado presente. Helada, se cubrió con la ropa de cama.

—¿Cómo saliste de allí?

—Mi padre me encontró, cuando ya era de noche.

Jeffers dio media vuelta y miró a Andie. A la media luz de la habitación, sus ojos tenían un brillo espectral.

—Tú no recuerdas los disturbios, ¿verdad?

Andie movió la cabeza en gesto de negativa.

—Sólo tenía ocho años —dijo—. Recuerdo que mis padres hablaban del asunto, y que me enfadé mucho un día que tenía examen en la escuela y no pude salir de casa, pero no conservo ninguna imagen de los disturbios.

Miró a Jeffers y pensó en el niño al que acababa de salvar; y también en aquel día, veintidós años antes, en que había tenido que esperar, ansioso por ser rescatado, junto al cuerpo sin vida de su madre. Sintió una punzada de una emoción extraña. Parecía amor. O lástima, quizás.

Tendido en la cama, parecía un ídolo dorado, una escultura pagana de algún culto de adoradores del sol. De su piel bronceada, de sus ojos dorados, de su cabello tostado, irradiaba luz. Aquella tarde estaba espléndido. Andie se dijo que sería capaz de casarse con un hombre como aquél.

¿Casarse con el hombre dorado? Siguió observándole con los párpados entrecerrados. Por primera vez, Andie concibió ciertas esperanzas. Sí, tal vez pudieran estar juntos. Y estar bien. Juntos podrían acercar más a mutantes y no mutantes. Trabajar por el mismo objetivo y, a la vez, amarse. Sí; de algún modo, se casaría con él. Sí. Sí. Sí.

Siguió tendida, soñolienta.

—La ducha me ha sentado muy bien. Quizá eche una cabezada.

—Muy bien.

Jeffers le apretó el hombro y se levantó de la cama. Andie se sumergió en unos sueños extraños. Stephen salvaba al niño una y otra vez. Luego, sus facciones cambiaban: era el rostro de Ben Canay, y también intentaba salvar a un chiquillo. No, ahora era a una chica, una pequeña mutante. ¿O más bien trataba de ahogarla? Y la chiquilla le resultaba extrañamente familiar.

«¡No! —gritó Andie en el sueño—. ¡Sálvala! ¡Sálvala!»

Se incorporó hasta quedar sentada. Notaba el corazón desbocado, y el pelo pegado a la espalda y a los hombros a causa del sudor. El otro lado de la cama estaba vacío. Oyó la voz de Jeffers, procedente del otro extremo de la suite, pero no distinguió sus palabras. Probablemente estaría hablando por la pantalla con alguien de Washington, pensó medio adormilada.

Volvió a tenderse, temblando, hasta que se le normalizó el pulso.

«Ha sido un sueño —se dijo—. Sólo un sueño.»

Poco a poco, cayó de nuevo en un sueño inquieto, perturbado por la imagen fantasmal de una muchacha mutante que se ahogaba.


El viaje de regreso una vez finalizado el Consejo Mutante transcurrió deprisa. Muy deprisa. Michael tuvo el corazón encogido en todo instante, desde el despegue hasta el aterrizaje. Pero una vez en su habitación, no pudo retrasar por más tiempo la decisión.

Con los dedos entumecidos, conectó la pantalla del escritorio y marcó el código de Kelly.

«Por favor, que no esté en casa», pensó.

Kelly respondió al tercer zumbido.

—¡Michael! ¡Has vuelto pronto! —exclamó, radiante de alegría—. Pensaba que te quedarías hasta después de Año Nuevo. ¿Qué tal ha ido?

—Quiero verte, Kelly.

La sonrisa de la muchacha se apagó.

—¿Sucede algo malo?

—Tengo que hablar contigo. ¿Podemos vernos en el acueducto dentro de un cuarto de hora?

—¿Esta noche? —preguntó ella con cara de sorpresa—. Desde luego. Oye, Michael, ¿te encuentras bien?

—Te lo explicaré todo cuando nos encontremos.

Con un temblor en las manos, cortó la comunicación.

En cinco minutos, el deslizador le llevó al acueducto. La calzada estaba cuarteada como el barniz de uno de los jarrones antiguos de cerámica favoritos de su madre. Un solitario árbol de Navidad abandonado yacía de costado en un talud de nieve; las cintas de oropel habían perdido ya parte de su brillo.

Sumido en la penumbra, Michael pateó unos fragmentos sueltos del viejo asfalto gris bordeado de alquitrán y se arrebujó bajo el anorak también gris. El sol se había puesto y se preparaba otra tormenta de invierno.

«Ojalá estuviera en Canadá —se dijo—. O en Sudamérica. En cualquier otra parte, haciendo cualquier otra cosa.»

El viejo acueducto era el lugar de reunión favorito de los chicos de instituto que querían usar una jeringa o pasar un buen rato con el chupigoza. Ahora, afortunadamente, estaba desierto.

«Date prisa, Kelly», suplicó en silencio.

Un deslizador azul marino se detuvo junto a él. Kelly le dirigió una sonrisa luminosa desde detrás del volante, desconectó la batería y salió del vehículo. Llevaba un anorak rojo, medias térmicas negras y botas plateadas. Tenía un aspecto maravilloso.

—¡Ah, cuánto te he echado de menos! Creí que no volverías nunca de esa reunión.

Le arrojó los brazos al cuello, y Michael la besó tiernamente. Notaba la garganta como de papel de lija. Por fin, se liberó del abrazo.

—Caminemos un rato —dijo con voz ronca.

En el ceño de Kelly apareció un profundo surco.

—¿Algo anda mal? —preguntó.

Michael suspiró. Las mentiras que medio había pensado contarle se borraron de su mente.

—Todo —confesó.

—¿Qué quieres decir?

El muchacho se volvió y la miró a los ojos.

—No puedo seguir viéndote.

Kelly abrió unos ojos como platos.

—¿No puedes o no quieres?

—No puedo. No me mires así, Kelly. Es muy difícil de explicar.

Cerró los puños, y ella los cubrió con sus dedos.

—Inténtalo.

—Tiene que ver con asuntos de mutantes. Tengo que casarme.

Kelly dejó de avanzar.

—¿Que tienes que casarte? ¿Qué significa eso?

—Hay una chica mutante… Está embarazada…

—¿De ti?

A la muchacha se le quebró la voz.

—Sí.

Michael la vio mantener el dominio de sí misma a duras penas.

—¿Y no puede abortar?

—No.

—¿Por qué?

—El clan no lo permite.

—¿Qué quiere decir eso de que no lo permite? ¿Qué clase de clan es ése? ¿Un clan policial?

—No se trata de eso. ¡Maldita sea! Sabía que no lo entenderías.

Kelly se sentó en un fragmento de hormigón que sobresalía del suelo.

—¿La quieres? —preguntó.

—No.

Michael se arrodilló a su lado y tomó el rostro de la joven entre sus manos.

—¿Me quieres? —susurro ella al cabo de un larguísimo silencio.

—Sí. —El mutante apartó la vista, reprimiendo las lágrimas—. Pero eso no tiene importancia. No puedo casarme contigo, Kelly. Ahora, no. Aunque quiera.

Se incorporó.

—¿Por qué no? —replicó la muchacha—. ¿Qué podría hacerte el clan?

—Declararme proscrito. No ha sucedido nunca, y sería una gran vergüenza para mi familia. Si no cumplo con mis responsabilidades ante el clan, todo el mundo evitará el contacto con mis parientes. No puedo hacerles algo semejante.

—De modo que has decidido comprometerte con una mujer a la que no amas y destrozar tu propia vida, ¿no es eso? ¿Por ellos? —Kelly alzó la voz—. ¿Por esos mutantes? ¿Te das cuenta de lo que te estás haciendo?

—Tú no lo comprendes.

—¡Desde luego que no, Michael! ¿Cómo puedes destrozarte así la vida? ¿Cómo puedes destrozar así la de los dos?

Kelly echó a andar hacia el deslizador. Michael alargó la mano y la cogió por el hombro.

—Sabía que hubiera debido mentirte —murmuró con amargura.

La muchacha sacudió la cabeza, agitando con furia su negra melena de un lado a otro.

—No te hubiera creído. —Kelly le tomó de ambas manos—. Michael, podemos huir juntos esta noche y casarnos en Delaware. No podrán hacernos nada.

El mutante aspiró profundamente. Las lágrimas le provocaban escozor en los ojos y en el fondo del paladar.

—Ojalá pudiera. ¡Ay, Kelly, si supieras cuánto desearía poder hacerlo! Pero no es tan sencillo como tú haces que parezca.

Un destello brilló en los ojos de la muchacha.

—Sólo es difícil si tú quieres que lo sea —musitó.

Michael pensó en Melanie, desaparecida hacía ya medio año, y en Skerry, que le había pedido que le acompañara a Canadá. Se alegró de que Skerry no estuviera cerca para ver el lío en que se había metido. Imaginó la agria sonrisa de su primo y su comentario: «Te han pillado, muchacho. Deberías haber escapado mientras tuviste ocasión.»

—¡Yo no quiero hacerlo difícil!

Se apartó de la muchacha, irritado. ¿Por qué no era comprensiva y le dejaba marchar? Con aquella actitud, lo único que lograba era hacer más difíciles las cosas.

—No puedo hacer nada —añadió—. Son las normas de los mutantes, Kelly. Lo siento. Te quiero y esperaba que nos casáramos, pero ahora todo ha cambiado. Ya no está en mis manos.

Ella retrocedió unos pasos con expresión fría.

—Veo que estás convencido de lo que dices, y eso es lo único que importa. Buena suerte, Michael.

Kelly echó a correr. Michael oyó la portezuela del deslizador al cerrarse y, a continuación, el ruido del acelerador. Apenado, vio alejarse el deslizador; entre el polvo de su estela desaparecía también su futuro.

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