8

Con el aliento algo alterado, Andie tomó asiento en la larga mesa de conferencias, de madera de teca. El mecacamarero había servido ya la primera ronda de cafés en las obligadas tacitas blancas. Toda la ciudad parecía funcionar a base de la cafeína brasileña.

Para quienes querían dosis más concentradas, había una bandeja de plata con jeringas en envases esterilizados sobre una mesa, junto a la puerta. El senador Craddick tenía dos hipodérmicas vacías junto a sus cosas. A Andie aquello no le sorprendió, pues le había visto dar cabezadas en más de una conferencia durante aquel viaje.

Jacobsen ocupaba el asiento central de la mesa y tenía ante ella una pantalla de notas abierta y una taza que parecía llena de té frío. Cuando Andie hizo su entrada, la senadora asintió, pero continuó hablando.

Tal como sospechaba Andie, había poco de qué informar. Horner y su ayudante permanecían sentados, silenciosos y relamidos. Craddick hacía algún esporádico comentario, pero, básicamente, la estrella de aquella función era Jacobsen. Y la senadora parecía cansada.

—El doctor Ribeiros parece estar colaborando plenamente —declaró, aunque a Andie le pareció percibir un tonillo irónico en su voz—. En la semana que nos queda, propongo que dividamos nuestros esfuerzos. Sugiero que a principios de semana el senador Horner haga uso de sus relaciones religiosas para entrevistarse con el arzobispo de la ciudad. Senador Craddick, tal vez podría usted visitar las clínicas de Jacarepaguá. Yo continuaré la entrevista con el doctor Ribeiros.

¿Jacarepaguá? ¿No estaba allí la clínica donde Skerry había encontrado la información sobre experimentos genéticos? ¡Al diablo con los espías! Andie tenía que hablar a solas con Jacobsen. Aguardó con impaciencia a que terminara la reunión y se vaciara la sala. Karim le dedicó un saludo. Se verían más tarde, en la clínica de Ribeiros. Pero cuando se volvió hacia Jacobsen, alguien apareció a su lado.

—Discúlpeme, señorita. ¿Me permite unas palabras con usted y la encantadora senadora? —El reverendo Horner se dejó caer en una silla entre ella y Jacobsen, que le dirigió una sonrisa helada.

Andie respiró profundamente y reprimió el impulso de agarrar la silla por los brazos. Con un buen empujón, la silla rodaría hacia atrás, atravesaría el cristal de la ventana y, emitiendo una perfecta exclamación de sorpresa, el senador caería lentamente, de espaldas, y recorrería los veinte pisos que le separaban del denso tráfico de la calle. Imaginó el débil grito flotando en el aire húmedo. Cerrando la pantalla de notas con un sonoro chasquido, Andie le dedicó una amplia sonrisa al senador.

—¿Qué podemos hacer por usted, señor Horner? —preguntó Jacobsen.

«Su tono de voz podría congelar el agua salada», pensó Andie.

—Verá, mi bella señora, he estado pensando que, en lugar de dividir nuestros esfuerzos, es imprescindible que los combinemos. Debemos unirnos para obtener los máximos resultados de este viaje.

Horner utilizaba la misma voz con la que pronunciaba sus videosermones. Sus palabras envolvían el aire como una capa oleosa y traicionera. Andie se preguntó sí, al tacto, el reverendo resultaría tan aceitoso como al oído.

Jacobsen cruzó los brazos y se recostó en la silla.

—¿Y eso?

—Reconozcamos que los intereses de sus votantes y los míos son los mismos. Que presentan un frente unido, por decirlo así.

—¿Parecido al Frente Musulmán Unido?

El sarcasmo de Jacobsen era inconfundible. Andie intentó no soltar una risilla.

—Bien, sí…, quiero decir, no. —El senador Horner parecía confuso—. Lo que intento decirle es si no querría usted reconsiderar mi propuesta. Desde luego, eso haría que me decidiera a trasmitirle cualquier información que pudiera encontrar…

—Senador Horner, como usted muy bien sabe, está obligado por la ley a compartir con el comité cualquier información que descubra en el curso de esta investigación. De lo contrario, no tiene nada que hacer aquí, y si sospecho que ha retenido usted algún dato con el fin de obtener favores o forzar voluntades, me introduciré en su mente y le cogeré esa información personalmente. —La voz de Jacobsen era casi un susurro—. Ya le he dicho más de una vez que no tengo el menor interés en alinearme con ningún grupo de presión.

—Aparte del que ya representa…

La voz de Horner ya no sonaba aceitosa. Ahora, rebuznaba como un asno.

—Yo represento al estado de Oregón —replicó Jacobsen con calma.

—¡Usted representa a los mutantes! ¡Y la violación mental está penada!

Andie contuvo el aliento, preguntándose qué haría Jacobsen. Para su sorpresa, la senadora se echó a reír.

—¡Oh, Joseph, vamos! Esperaba algo mejor de usted. ¿Violación mental?

—Yo no me reiría tanto, senadora. —Horner estaba rojo de ira—. Les hace usted un flaco servicio a sus votantes negándoles la ayuda y el consuelo de La Grey.

Jacobsen dejó escapar una breve carcajada irónica, pero la sonrisa había desaparecido de su rostro.

—Joseph, no hace falta ser telépata para saber qué persigue. Estoy segura de que La Grey estaría encantada de contar con un grupo de mutantes dotados de facultades desarrolladas. De hecho, seguro que lo recibiría con los brazos abiertos. Y los bolsos. Pues bien, todos los mutantes que quieran afiliarse son libres de hacerlo. —Su tono de voz se hizo más áspero cuando añadió—: Pero no voy a ofrecer mi respaldo a ningún grupo, ni al suyo ni a ningún otro.

—Puede que lo lamente.

—¿Es una amenaza?

—Una observación.

Jacobsen apoyó las palmas en la mesa y se incorporó.

—Guárdese sus observaciones para la investigación, senador. Y ahora, si nos disculpa…

Se retiró de la mesa, y Andie la siguió, reconfortada. Ya en el pasillo, Andie hizo una profunda inspiración y exhaló el aire ruidosamente.

—Desde luego, el senador es un fastidio.

—Intenté evitar que formara parte de la expedición, pero es un hombre influyente y no pude hacer más presión sin correr el riesgo de que se produjera una filtración. Los vampiros de los medios de comunicación estarían encantados de echar el diente a un asunto como éste.

—¿Cree que nos causará más problemas?

—No, pero me sentiré aliviada cuando hayamos vuelto a Washington. ¿Ha tenido suerte en la biblioteca?

—Nada. La postura oficial es: «¿Qué ojos dorados? ¡Ah, ésos! Son lentillas de contacto.»

—Bueno, siga probando. —Jacobsen le dedicó una lánguida sonrisa.

—Volveré allí esta tarde.

—Tal vez en las clínicas de Jacarepaguá encontremos alguna pista mejor de las que tenemos.

Andie estuvo a punto de hablarle de su encuentro con Skerry, pero ¿y si no la creía, ni siquiera mostrándole el disco de memoria? Skerry le había advertido que no le dijera nada hasta estar de vuelta. Una criada mecánica pasó junto a ellas por el corredor, avanzando sobre sus ruedecillas entre pitidos de sensores y parpadeos de luces azules. Andie experimentó un escalofrío; Skerry había dicho que Jacobsen era observada, quizás tanto por gente como por máquinas. Sí, tendría que esperar a revelar a la senadora lo que sabía. Cuando estuvieran de vuelta. A salvo.

—¿De qué quería hablarme, Andie?

—¡Oh! Yo… sólo quería saber qué opina de ese Ribeiros.

Jacobsen enarcó las cejas entre sorprendida y confusa.

—Pensaba que ya lo había comentado. Es un hombre muy frío. Parece dispuesto a cooperar, pero me temo que sólo sea en apariencia.

—¿De modo que sospecha de él?

—Sí, pero no tengo en qué basarme.

—Bueno, seguro que pronto encontraremos algo.

Andie esperó que sus palabras expresaran más confianza de la que realmente sentía.

—Si es que hay algo que encontrar. —Jacobsen le dio un breve apretón en el hombro—. Vamos, la llevaré hasta la clínica.

Dos horas más tarde, las letras y cifras color ámbar sobre movimientos de población parpadeaban en la pantalla en columnas borrosas. Andie se frotó los ojos y decidió ir a ver si Karim había descubierto algo nuevo. Quizás hubiera dado con un grupo de supermutantes sentados bajo un Jacaranda. O al volante de todos los taxis de Río. Cualquier cosa.

Le encontró en el jardín, conversando con unos pacientes que tenían vendada la cabeza. Algunos llevaban puestos unos auriculares de radar conectados a la muñeca, ya que tenían los ojos protegidos de la luz. La puerta se abrió con un suspiro mecánico ante la proximidad de Andie. Karim alzó la vista y sonrió. Excusándose ante los pacientes, avanzó al encuentro de la muchacha.

—No sabía que se te permitiera el acceso a estos pacientes.

Andie contempló el jardín, admirando las bromelias en flor, las frondosas plantas de los tiestos y el arroyo artificial.

—Bien, no he pedido permiso exactamente —respondió Karim con una sonrisa—. Sólo he dado una vuelta a ver qué encontraba.

—¿Quieres decir que te has puesto a husmear y has esperado a que el lugar quedara desierto para colarte aquí? —preguntó Andie con una risilla.

—Es lo que acabo de decir, me parece. ¿Qué sucede? ¿Has encontrado algo?

Andie creyó notar una comezón en plena espalda, como si alguien la estuviera observando. Tomó al joven del brazo y echó un vistazo por encima del hombro, pero el pasillo estaba vacío.

—Salgamos un rato de aquí —dijo—. ¿Te apetece dar un paseo por la playa?

—Buena idea. Podemos tomar prestado el deslizador de Craddick, con el chofer. Los senadores están en otra de esas interminables reuniones con Ribeiros. Tardaran horas en terminar la conversación. ¿Vamos?

Karim indicó la salida con un gesto.

—Me pregunto de qué hablarán —comentó Andie mientras avanzaba por el asfalto del aparcamiento. Casi podía ver el calor ascendiendo en oleadas, captado bajo la luz del fiero sol de media tarde.

«Si entrecerrara los ojos —pensó—, tal vez alcanzase a ver a Skerry en el deslumbrante resplandor.»

—Bien, sea lo que sea, no creo que consigan respuestas de Ribeiros. El tipo es más vivo que una samba.

Karim esperó a que Andie se instalara en el asiento trasero del esbelto deslizador escarlata y montó tras ella.

—Al hotel —indicó al chofer.

Avanzaron entre el tráfico a gran velocidad, sorteando con agilidad otros deslizadores. Andie reprimió el impulso de cerrar los ojos. El conductor los miró por el retrovisor. Llevaba gafas de espejo, y la muchacha se preguntó de qué color tendría los ojos.

Quince minutos más tarde, la pareja paseaba al borde del agua en Copacabana, cómodamente enfundada en los minúsculos bañadores que empleaban los cariocas. A su alrededor, los bañistas disfrutaban del agua chapoteando, riéndose y chillando a cada ola que rompía.

—Así, ¿qué has averiguado? —preguntó Andie.

—No gran cosa. —Karim se encogió de hombros—. Desde luego, no es un laboratorio de genética. La clínica está especializada en cirugía plástica. Ribeiros se ha labrado así su fortuna: un retoque aquí, un estiramiento allá…, y ahora todas las mujeres ricas de Río quieren que les arregle la nariz, los pechos o el trasero.

—¿Y los ojos?

—Sí, Ribeiros parece realizar mucha cirugía ocular, ¿verdad? Y, ahora que caigo, no parece muy propio de un cirujano plástico.

—Claro que podría contar con un especialista. Y los pacientes que hemos visto tal vez se acababan de hacer quitar las patas de gallo. Por lo que he oído, la piel nueva es terriblemente sensible a la luz, y los fármacos regeneradores no hacen sino empeorar las cosas.

—Bien; puede que eso explique la presencia de vendas.

—A menos que la razón de su estancia en la clínica sea cambiarse el color de los ojos. —Ya estaba. Lo había dicho.

—¿Qué?

Andie insistió:

—Quiero decir que si alguien quisiera cambiarse el color de los ojos y ponérselos, por ejemplo, dorados, es posible que acudiera a Ribeiros o alguno de sus socios para hacerlo.

—¿Dorados, como los de un mutante?

—Exacto.

—Suponiendo que pudiera hacerse —replicó Karim sacudiendo la cabeza—, ¿por qué iba a desear alguien tal cosa?

—Para fingir que es mutante. Para encajar con la futura raza dominante.

—¿Raza dominante? ¿Los mutantes? —El joven la miró largo rato. Luego añadió—: Andie, creo que has pasado demasiado rato bajo el sol brasileño. Tienes visiones de supermutantes dando vueltas en la cabeza sólo porque creíste ver a un vendedor de playa con ojos dorados.

—Puedes reírte, pero yo le vi y sé lo que sentí. Y desde que llegamos aquí he visto por todas partes gente cuyos ojos parecían atrapar la luz de una manera extraña.

—Lo sé. Apenas has hablado de otra cosa.

—Pues todo esto me parece muy sospechoso. Esta ciudad me da escalofríos. Desde luego, no es lo que esperaba. ¿No te resulta extraño que Río de Janeiro sea tan tranquilo? ¿No esperabas encontrar una fiesta continua, día y noche?

—Ahora que lo dices, salvo el tráfico, este lugar es mucho más pacífico de lo que pensaba. He visto un par de discotecas abiertas, pero hay más animación en una ciudad de provincias un sábado por la noche.

—Casi como si algo estuviera controlando las cosas.

—Tal vez —replicó Karim, dando un puntapié a un fragmento de alga marina rojo oscuro—, pero sólo por el hecho de que no exista vida nocturna y de que creas haber visto algunos ojos de colores extraños, no vas a convencerme de que un grupo de presuntos supermutantes invisibles ha llevado a cabo un golpe de estado aquí. Ni siquiera puedes convencerme de que existen. ¡Si la mitad del tiempo tengo que hacer esfuerzos para creer en los mutantes comunes y corrientes, como tu jefa!

Andie movió la cabeza en gesto de negativa.

—¿No te has preguntado por qué el doctor Ribeiros no se quita nunca las gafas de sol, ni siquiera en el interior de los edificios? Nunca le hemos visto el color de los ojos.

—¿De modo que ahora crees que Ribeiros es un mutante? —Andie captó una risa contenida en la voz de Karim—. Si lo fuera, ¿no lo advertiría Jacobsen?

—No lo sé.

La mujer percibió la punzada de una duda. Quizá perdía el tiempo buscando trampas y conspiraciones. ¿No le había dicho la propia Jacobsen que dudaba de la existencia del supermutante? ¿Quién mejor que ella para saberlo? ¿Y si Skerry se equivocaba, si sólo era un mutante renegado con ganas de crear problemas? Pero ¿y si tenía razón?

—Está bien, Karim, ya has dejado bien claro cuál es tu posición. Pero te aseguro que me gustaría averiguar de una vez por todas si el supermutante existe.

—¡A ti y al Congreso de Estados Unidos! —Karim dejó de andar, asió a la muchacha por un hombro y la atrajo hacia él—. Lo que necesitas es un poco de marcha.

—¿De qué estás hablando?

—Larguémonos cuarenta y ocho horas a Teresópolis. Vayamos a ver el palacio de verano. Allí, el clima es más fresco. Olvidémonos de mutantes y senadores. El próximo jueves volveremos a Washington.

Su mirada resultaba francamente seductora. Andie miró su cuerpo esbelto y bronceado, apenas oculto por el reducido traje de baño rojo, y notó que el pulso se le aceleraba.

—Es una propuesta tentadora, pero ¿podemos escapar así?

—¿Por qué no? Tu senadora no es demasiado estricta y mi jefe es un firme defensor de las vacaciones.

—Vacaciones para él, tal vez; pero ¿qué me dices de sus fieles ayudantes?

Andie retiró su mano de la de él.

—Lo cierto es que se ha mostrado decididamente benevolente desde que llegamos aquí. De hecho, después de pasar un par de horas con Ribeiros, todo el mundo parece que haya estado en una fiesta.

—Excepto mi jefa.

Por un instante, se formó ante sus ojos la imagen de Jacobsen, pálida y cansada, como si estuviera sometida a algún tipo de tensión y no se hubiera dado cuenta de ello. Andie reflexionó profundamente sobre aquella imagen. Algo andaba mal. Ojalá supiera de qué se trataba. ¿Supermutantes? ¿Paranoia? Cuanto más tiempo pasaba en Río, más confusa se sentía. Un fin de semana en las montañas podía despejarle la cabeza.

—Está bien —dijo por fin—. Estaré preparada para la marcha a las seis. Dejaré un mensaje en la pantalla de Jacobsen. Está tan preocupada que apenas se dará cuenta de mi ausencia.


Michael observó a Kelly mientras ésta montaba en el deslizador. La muchacha llevaba una túnica púrpura sin mangas con grandes escotes por delante y por detrás. El cabello oscuro le caía sobre los hombros en graciosos rizos, y en sus orejas brillaban unos cristales color de espliego. Cuando Michael subió al vehículo, Kelly se inclinó sobre él y le dio un dulce beso. Al apartarse de nuevo, Michael comprobó que la muchacha llevaba muy poca ropa debajo de la túnica.

—Muy bonito —comentó con una sonrisa.

Kelly le lanzó una mirada socarrona.

—Bueno, estamos en la semana de graduación.

—Sí, aunque apenas se nota desde que dejaron de celebrarse las ceremonias de graduación, en el noventa y ocho.

—En esa época había demasiadas amenazas de bomba.

—Eso ya ha pasado, pero supongo que así se ahorran dinero. Esta joven generación está acostumbrada a lo barato.

Kelly le dio un suave codazo en las costillas.

—Vamos, «viejo», ¿Adonde iremos esta noche?

—¿No daba una fiesta tu amiga Diane?

—Sí, pero más tarde, cuando cierre el club.

—Entonces, ¿por qué no vamos al Alta Tensión y luego pasamos por el club Centauros?

Kelly pareció desconcertada.

—Creía que tu prima nos había invitado a una fiesta —dijo.

—¿Mi prima? —respondió Michael.

—Jena Thornton, ¿recuerdas?

Michael lanzó una maldición en silencio. ¿Por qué le habría hablado a Kelly de la fiesta?

—Sólo acudirán mutantes. No te lo pasarás bien.

—¿Cómo lo sabes?

—Lo sé y basta. Créeme.

—Esto no es justo, Michael. ¿Cómo voy a conocer alguna vez a tu familia, si no me llevas?

—No es el mejor momento para presentaciones —insistió él con expresión decidida, apretando los labios.

—¿Por qué no?

—¡Maldita sea, Kelly! ¿Quieres escucharme? Todos los que acudirán a esa fiesta serán mutantes.

—¿Acaso te avergüenza que te vean conmigo?

—¡No!

—Entonces, vamos a la fiesta de Jena, ¿de acuerdo?

—Como quieras —aceptó finalmente Michael, con un suspiro—. Luego no digas que no te lo advertí.

Furioso, hizo retroceder el deslizador por el sendero particular de la casa. Lo último que deseaba Michael era llevar a Kelly a una fiesta mutante, pero ahora no podía volverse atrás sin organizar una buena trifulca. Entonó un rápido cántico mental para recuperar la serenidad y dirigió el deslizador hacia la casa de su prima.

No había mucho tráfico. En menos de veinte minutos se encontró aparcando el deslizador junto al bordillo, cerca de la casa.

Jena acudió a abrir la puerta. Llevaba una blusa reluciente, casi del mismo color que sus cabellos y ajustada como una segunda piel, con polainas y botas a juego. Una breve expresión de sorpresa cruzó por su rostro y desapareció enseguida, sustituida por una radiante sonrisa.

—¡Michael! Tú debes de ser Kelly, ¿no? Me alegro de que hayáis venido. Ya está todo el mundo en el redil. Entrad.

El salón estaba lleno de mutantes y del sonido de sus cánticos de placer. En un rincón, dos parejas permanecían sentadas con los brazos unidos, en estado de armonía mental. Sus rostros expresaban las emociones que pasaban por ellos: humor, sorpresa, éxtasis. Junto a ellos, dos chicos con monos deportivos negros flotaban cerca del techo y se pasaban una brillante bola de cristal sin llegar a tocarla. Una muchacha pelirroja, de cabello rizado y peinado en trenzas, se elevó de un salto y se unió a ellos. Junto a los sofás donde las parejas de mutantes coqueteaban y bromeaban, unas bandejas de canapés flotaban sobre cada brazo.

Michael alargó la mano para tomar la de Kelly. Los cánticos cesaron. Todos los ojos dorados de la sala quedaron fijos en los recién llegados, juzgándolos en silencio. Condenándolos.

El joven avanzó, retando sin palabras a los presentes a que hicieran la menor mueca de rechazo, el menor comentario desagradable. Saludó con un frío gesto de asentimiento a los miembros del clan; sus primos le devolvieron el saludo y volvieron a sus juegos.

Michael notó una mano cálida en el brazo y descubrió a Jena a su lado. La muchacha llevaba una gargantilla dorada, ceñida en torno al cuello, formada por distintivos de la Unión unidos mediante una cadena.

El joven aspiró el aroma que despedía el cuerpo de Jena, un perfume agradablemente almizclado. «¡Qué hermosa!», pensó, y una oleada de deseo y de sentimiento de culpa le revolvió las entrañas. Se preguntó qué estaba haciendo él allí.

—Déjame enseñarle la casa a Kelly, Michael. Seguro que no ha estado nunca en la casa de un mutante —dijo Jena, pasando el brazo en torno a Kelly—. ¿Te gustaría ver el santuario donde canta mi padre?

Kelly asintió, pero a Michael le pareció desconcertada y un tanto dubitativa.

—Os acompañaré —dijo el joven.

—¡Bah! Te vas a aburrir —replicó Jena, moviendo una mano en gesto desdeñoso—. Además, tú ya has visto la casa otras veces.

A Michael no le gustó su tono insinuante, pero no podía seguir protestando sin organizar una escena. Impotente, vio como Jena apartaba a Kelly de su lado.

—¿Sales con una normal, Ryton? —preguntó Stevam Shrader.

Michael contempló con desagrado a Shrader, irritado por su tono condescendiente. Shrader siempre desafinaba y se confundía en los cánticos de grupo en las reuniones del clan. Era un zoquete, un estúpido todo músculos. ¿Qué podía ver Jena en él?

—Sí —contestó fríamente—. Salgo con Kelly McLeod.

Vala Abben se unió a ellos. En la oscura melena de la muchacha destellaban unos cristales plateados.

—¿No te preocupa una posible censura? —preguntó. Con su mentón anguloso y sus modales inquisitivos, a Michael le recordó a un roedor carnívoro olisqueando en busca de comida fresca—. ¿Y no te resulta un poco…, en fin, un poco aburrida, limitada?

—Kelly es refrescante —respondió, atrapando en el aire una barra de choy que pasaba flotando—. Es brillante, divertida y atractiva.

—Sí, no esta mal —reconoció Shrader—. Quizá sea interesante para llevársela a la cama. Pero no es mutante.

—¡Gracias a Dios! —replicó Michael, irritado, y se apartó del grupito.

De haber estado en cualquier otra parte, habría estrellado a Shrader contra la pared por el comentario, pero ni estaba en su casa ni era su fiesta. Salió de la sala en busca de Kelly y Jena.


—Y éstas son las varas de cantar que utilizamos en días especiales —explicó Jena, haciendo flotar una en dirección a Kelly.

La varita de teca era de un color intenso, y su superficie tenía un tacto sedoso de tanto frotarla entre las manos. Kelly la acarició con suavidad.

—Interesante —comentó, y la dejó sobre la mesa próxima a la ventana.

Jena era amable con ella, pero la hacía sentirse incómoda. Quizá Michael tuviera razón. Aquél no era su sitio.

—Ven a ver nuestra terraza —dijo Jena. La puerta corredera, de cristal iridiscente se abrió con suavidad sin que la muchacha la hubiese tocado.

Kelly contempló la vegetación exuberante y oscura del jardín.

—Siempre he pensado que mi primo Michael es superatractivo —declaró Jena con una voz ronca y susurrante, que invitaba a confidencias.

—¡Oh! ¿De veras?

El tono de Kelly estaba cargado de ironía, pues el interés de Jena por Michael era bastante evidente. Jena se acercó a ella.

—Sí. ¿A ti no te lo parece? ¿Te has acostado con algún otro mutante? ¿Cómo es Michael?

«Te encantaría saberlo, ¿verdad? —pensó Kelly—. ¡Vete al carajo! Ya tengo suficiente de esta extraña fiesta y, sobre todo, de tu curiosidad.»

Se disponía a decirle a Jena que tenía mucha cara, cuando la mutante le tocó la mejilla con una mano. Podría haber sido una caricia, pero la firmeza del gesto tuvo casi el aire de una agresión. Kelly intentó protestar, pero se quedó paralizada. Las sienes le latían con fuerza. ¿Se estaba desmayando? Sí, y Jena la sostenía para evitar que cayera al suelo. Buena chica, Jena. Agradable. Jena era su amiga de verdad. Claro que le hablaría de Michael…

—¿Qué sucede aquí?

Michael se plantó en el quicio de la puerta con una expresión de cólera. Kelly se sintió arrancada del poder de Jena por una fuerza invisible. En un momento, los brazos de Michael se cerraron en torno a ella con gesto protector. La muchacha tuvo que mover la cabeza para despejarse.

—No es nada, Michael. Kelly se sentía mareada y le he dicho que se apoyara en mí —respondió Jena—. Pero lo tuyo ha sido una bonita demostración telequinésica de actitud posesiva.

—¡Cállate Jena! —Michael miró a Kelly, que parecía desorientada—. Nos vamos.

La ayudó a salir de la estancia. Jena los siguió hasta la puerta.

—Lamento que no podáis quedaros. Nos disponíamos a divertirnos con unos juegos de salón; desnudo mental y cosas así. Estoy segura de que Kelly se lo habría pasado en grande. —Miró un momento a Michael y añadió—: Nos veremos más tarde.

Michael dio media vuelta y se alejó a buen paso, seguido de Kelly. A su espalda, casi notó el aullido del viento frío de la estación de los mutantes.

Jena vio desaparecer tras la esquina las luces de posición del deslizador. Se sentía decepcionada y exaltada. Apenas le había dado tiempo de echar un vistazo a la mente de Kelly, pero lo que había descubierto resultaba muy instructivo. Kelly y Michael se conocían íntimamente. Muy íntimamente. Y los padres de Michael no lo sabían. Aún.

—¿Le has dicho tú a Michael que se marche? —preguntó Vala, flotando casi a la altura de sus ojos.

—No, tonta. —Jena se apartó de la ventana y ocultó su frustración tras una falsa sonrisa—. ¿Por qué iba a hacer una cosa así?

—Bueno, como ha venido con esa normal… ¿Por qué se ha molestado?

—La chica le gusta… —La voz de Jena sonó muy aguda, incluso a sus propios oídos. «Contrólate. Dispones de tiempo para encargarte de esto», se dijo—. ¿Qué anfitriona le dice a un invitado que se marche sólo porque ha acudido con una acompañante inadecuada?

—Si sale con una normal, por mí, que se largue —afirmó Vala, dirigiéndole una sonrisa de complicidad.

Jena no tuvo que mirar a su alrededor para saber que todas las cabezas realizaban gestos de asentimiento.

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