VII

Una noche, ya muy tarde, descansábamos después de hacer el amor, y el rostro de Eri se apoyaba de lado sobre mi brazo. Si miraba hacia arriba, podía. ver a través de la ventana abierta las estrellas brillando entre las nubes. No había viento, el visillo de la ventana parecía un fantasma blanco; pero del mar abierto venía una oleada muerta, oí el prolongado zumbido que la anunciaba, luego un rumor irregular cuando rompió en la playa, después un silencio que duró varios latidos del corazón, y en seguida volvieron las aguas invisibles a acometer la lisa playa. Pero apenas escuchaba este recuerdo incesante repetido de la existencia terrena, pues contemplaba con los ojos muy abiertos la Cruz del Sur, cuya Beta había sido nuestra guía; yo había empezado cada día con sus meditaciones, de manera que al final ya las hacía automáticamente y pensando en otras cosas; nos conducía de modo infalible, aquel fanal del vacío que jamás se extinguía. Casi notaba en mis manos la presión de los mangos de metal, que empujaba para colocar el punto luminoso, la cima de la oscuridad, en el centro del punto de mira, y mientras lo hacía, sentía la blanda goma del ocular en torno a las cejas y las mejillas. Esta estrella, una de las más distantes, apenas había cambiado al final del vuelo, mientras la Cruz del Sur se había desvanecido hacía tiempo y dejado de existir para nosotros, ya que nos dirigíamos hacia el interior de sus brazos; y entonces aquel punto blanco, aquella estrella gigantesca dejó de ser lo que había parecido al principio: un desafío; su igualdad perenne nos reveló su verdadero significado: era testigo de la insignificancia de nuestras acciones, de la indiferencia del vacío, del espacio, con la cual nadie se reconciliará jamás.

Pero ahora intenté distinguir la respiración de Eri entre el rumor del Pacífico, y me resultó difícil creer en tales cosas. Podía repetir para mis adentros: «He estado allí, sí, he estado allí realmente», pero esta afirmación no debilitaba mi infinito asombro. Eri se movió. Quise apartarme para hacerle más sitio, pero de pronto sentí su mirada.

— ¿No duermes? — susurré. Me incliné sobre ella y ya iba a rozar su boca con la mía cuando me puso sobre los labios las yemas de los dedos. Así permaneció un momento, y después deslizó los dedos hacia mis omóplatos y mi pecho, rodeó un profundo hueco entre las costillas y lo cubrió con la palma.

— ¿Qué es esto? — murmuró.

— Una cicatriz.

— ¿Cómo ocurrió?

— Tuve un accidente.

Guardó silencio. Sentí que me miraba. Levantó la cabeza. Sus ojos eran sólo oscuridad; sin luz, yo apenas veía el contorno de su brazo, blanco y palpitante.

— ¿Por qué no dices nada? — volvió a murmurar.

— Eri…

— ¿Por qué no quieres hablar?

— ¿De las estrellas? — comprendí de repente. Ella calló. Yo no sabía qué decir.

— ¿Crees que no lo comprendería?

La miré muy de cerca en la oscuridad, entre el rumor del océano, que llenaba la habitación y volvía a alejarse, y aún no sabía cómo debía explicárselo.

— Eri…

Quise abrazarla, pero ella se soltó y se sentó en la cama.

— No es preciso que hables, si no quieres. Pero dime por qué.

— ¿No lo sabes? ¿De verdad?

— Ahora ya lo sé. ¿Querías… ahorrármelo?

— No. Tengo miedo, simplemente.

— ¿De qué?

— Ni yo mismo lo sé bien. No quiero remover todo aquello. No lo olvido, sería imposible.

Pero hablar… creo que significaría… encerrarme en todo ello. Apartarme de lo… actual…

— Comprendo — dijo en voz baja. La mancha blanca de su rostro desapareció cuando bajó la cabeza —. Quieres decir que yo no lo considero im…

— No, no — traté de interrumpirla.

— Espera, ahora estoy hablando yo. Una cosa es lo que yo opine de la astronáutica y también el hecho de que nunca abandonaré la Tierra. Pero esto no tiene nada que ver contigo y conmigo. O puede que sí, ya que estamos juntos. De otro modo, no lo estaríamos. Para mí la astronáutica es… tú. Por eso me gustaría tanto…, pero es mejor que no hables, si te sientes como dices.

— Hablaré.

— Pero no hoy.

— Hoy.

— Acuéstate, por favor.

Caí sobre la almohada. Ella se levantó y caminó de puntillas, blanca en la oscuridad.

Corrió el visillo. Las estrellas desaparecieron; sólo quedó el prolongado ruido del Pacífico, volviendo siempre con ciega testarudez. Yo ya no veía casi nada. Un soplo de aire reveló sus pasos, la cama cedió.

— ¿Has visto alguna vez una nave espacial de la clase del Prometeo?

— No.

— Es muy grande. En la Tierra alcanzaría un peso de más de trescientas mil toneladas.

— ¿Y vosotros erais tan pocos?

— Doce. Tom Arder, Olaf, Arne, Thomas: los pilotos. Ah, y yo también. Y siete científicos.

Pero si te refieres a que había mucho espacio libre, te equivocas. El combustible ocupaba las nueve décimas partes de la masa. El conjunto de aparatos fotográficos, los almacenes, las provisiones, las piezas de reserva… la parte de vivienda no es grande. Cada uno de nosotros tenía su camarote, aparte de la cámara común. En el centro del casco había los pequeños cohetes de aterrizaje y las sondas, todavía menores, para tomar las pruebas Korona…

— ¿Sobrevolaste Arturo en una de ellas?

— Sí. Con Arder.

— ¿Por qué no volasteis juntos?

— ¿En un cohete? Porque esto reduce las posibilidades.

— ¿Por qué?

— La sonda es la refrigeración, ¿sabes? Es como… una nevera volante. Con el sitio justo para poder sentarse. Se va metido en una coraza de hielo. Este hielo se derrite por fuerza y vuelve a helarse en los tubos. Los compresores pueden estropearse. Basta un segundo, un atascamiento, porque fuera hay ocho, diez o incluso doce mil grados. Por lo tanto, si el cohete fuese doble, tendrían que morir dos. De este modo, sólo muere uno. ¿Comprendes?

— Sí, comprendo. — Mantenía la mano sobre el lugar insensible de mi pecho —. ¿Fue allí donde… ocurrió esto?

— No. Eri, ¿y si primero te cuento otras cosas?

— Bueno.

— No creas que… Esto no lo sabe nadie.

— ¿Esto?

La cicatriz cambiaba bajo el calor de sus dedos… como si recobrara la vida.

— Sí.

— ¿Cómo es posible? ¿Y Olaf?

— Olaf tampoco. Les mentí, Eri. Ahora tengo que contártelo, ya he dicho demasiado. Eri…, esto ocurrió el sexto año. Ya regresábamos, pero dentro de una nube de polvo cósmico no se puede ir tan de prisa. Es una imagen espléndida: cuanto más veloz avanza la nube, tanto más violenta es la luminiscencia de la nube; detrás de nosotros iba una cola, no como una cola de cometa sino más bien como la luz polar, que tremola a ambos lados y en las profundidades del cielo, miles y miles de kilómetros hacia Alfa Eridani… Arder y Ennesson ya no estaban.

Venturi tampoco. Yo siempre me despertaba alrededor de las seis, entonces la luz cambiaba y se volvía blanca en vez de azul. Oí la voz de Olaf, que hablaba en la cabina de mando. Había observado algo interesante. Bajé a la cabina. El radar mostraba una mancha pequeña, algo apartada del rumbo. Era demasiado grande para ser un meteoro, aparte de que los meteoros nunca están solos. Thomas se reunió con nosotros y reflexionamos sobre lo que podía ser. En cualquier caso, aminoramos todavía más la velocidad. Esto despertó a los otros. Cuando vinieron, Thomas dijo bromeando que ya lo sabía: era una nave. Lo decíamos a menudo. En el espacio tenía que haber naves de otros sistemas, pero era más fácil que se encontraran dos moscas llegadas de lados opuestos del globo terrestre. Estábamos casi al final de aquella fría nube; el polvo se hizo tan fino que a simple vista podían distinguirse las estrellas de sexta magnitud. Esta pequeña mancha resultó ser un planetoide. Algo así como Vesta. Alrededor de un cuarto de billón de toneladas, tal vez más. Extraordinariamente regular, casi redondo.

Esto es muy poco frecuente. Lo teníamos a proa, a dos mili-parsecs. Iba delante, nosotros detrás. Thurber preguntó si podíamos acercarnos. Yo dije que sí, hasta un cuarto de nanoparsec.

«Nos acercamos. En el telescopio parecía un erizo, una bola con agujas clavadas. Algo digno de verse, casi una pieza de museo. Thurber discutió con Biel sobre si podía ser de origen tectónico. Thomas añadió que era posible determinarlo sin perder energía, ya que no llevábamos un gran impulso. Alguien vuela hasta allí, recoge un par de muestras y regresa.

Gimma estaba indeciso. La reserva de tiempo era suficiente; nos lo permitía. Al final accedió.

Quizá porque yo me encontraba allí. Aunque no había dicho ni una palabra. Tal vez precisamente por esto, porque nuestras relaciones eran tan…, pero ya hablaré de eso otro día.

Nos detuvimos; semejante maniobra dura bastante tiempo, durante el cual el minúsculo planeta se alejó de nosotros, pero lo seguíamos teniendo en la pantalla de radar. Yo estaba inquieto, pues desde el principio de nuestro regreso teníamos mala suerte. Averías tontas, pero difíciles de solucionar, y además, sin causa aparente. No me considero supersticioso, aunque creo, en la ley de la concatenación. Pero me faltaron argumentos. Parecía un juego de niños, pero a pesar de ello comprobé yo mismo el motor de Thomas y le dije que tuviera precaución. Con el polvo.

— ¿Con qué?

— Con el polvo. En el interior de una nube, los planetoides actúan de aspiradores de polvo, ¿sabes? Recogen el polvo del espacio en el que giran, y tienen mucho tiempo para hacerlo. El polvo se asienta sobre ellos a capas, de tal modo que puede doblar su tamaño. Pero basta hacer funcionar el escape, o posarse con más firmeza, para que se levante una nube de polvo, que se queda flotando. Una pequeñez, en apariencia, pero entonces no se ve nada. Por lo tanto, se lo dije. Como es natural, él lo sabía exactamente igual que yo. Entonces Olaf lo disparó por la rampa de a bordo, y yo subí arriba, a la cámara de mediciones, para dirigirle. Le vi acercarse, maniobrar, deslizar el proyectil sobre el planetoide. En aquel momento le perdí de vista, naturalmente.

— ¿Le veías en el radar?

— No, en el óptico, es decir, por el telescopio. Infrarrojo. Pero hablé todo el rato con él por radio. Y en el momento en que pensé que jamás había visto en Thomas un aterrizaje tan cauteloso (todos empezamos a estar más atentos cuando iniciamos el regreso), vi un pequeño resplandor y una mancha oscura, que empezó a extenderse sobre el disco del planetoide.

Gimma, que se hallaba a mi lado, profirió un grito. Pensaba que Thomas había soltado la llama para frenar su caída. Así se llama, ¿sabes? Se da una única impulsión, pero no en estas circunstancias. Y yo sabía también que Thomas no lo habría hecho nunca. Tuvo que ser un rayo.

— ¿Un rayo? ¿Allí?

— Sí. Verás, todo cuerpo que se mueve a gran velocidad en una nube de polvo que circula por el roce grandes cargas de electricidad estática. Entre el Prometeo y el pequeño planeta reinaba una diferencia de potenciales. Podían ser de miles de millones de voltios, incluso más.

Cuando Thomas aterrizó, saltó una chispa. Eso fue el resplandor. El calor repentino levantó el polvo, y al cabo de un minuto el polvo cubría todo el disco. Dejamos de oírle, su radio sólo crepitaba. A mí me dominaba la cólera, sobre todo contra mí mismo, por no haber pensado lo suficiente. El cohete tenía pararrayos especiales, de púas, y la carga eléctrica debió haber resbalado como un fuego de San Telmo. No fue así. Por otra parte, a veces se producen descargas, pero no como aquélla, que fue de una potencia extraordinaria. Gimma me pidió mi opinión sobre cuándo se posaría la nube. Thurber no hizo ninguna pregunta; era evidente que tendrían que pasar días. Y noches. — ¿Días y noches?

— Sí, porque la gravitación es extremadamente exigua. Una piedra que cayera de la mano tardaría horas en llegar al suelo. ¡Cómo no aquel polvo, levantado en remolino a varios metros de altura! Dije a Gimma que se ocupara de sus chucherías, pues teníamos que esperar.

— ¿Y no se podía hacer nada? — No. Es decir, si yo hubiera tenido la seguridad de que Thomas estaba en el cohete, habría podido arriesgar algo. Podía dar la vuelta al Prometeo y desde un punto cercano soplar con toda la potencia, lo cual habría enviado a toda la galaxia aquella porquería.

Pero carecía de esta seguridad. ¿Y buscarle…? La superficie de aquel miniplaneta tenía un tamaño parecido al de qué sé yo… Córcega, por ejemplo. Además, entre aquella nube de polvo era posible pasar por su lado sin advertir su presencia. Sólo había una solución, y estaba en su mano. Podía despegar y volver. — ¿Y no lo hizo? — No. — ¿Sabes por qué?

— Creo que sí. Tendría que haber despegado a ciegas. Yo calculé que la nube debía alcanzar un kilómetro desde la superficie, pero él no lo sabía. Seguramente temía tropezar con alguna ladera o alguna roca. También podía aterrizar en el fondo de un profundo abismo. Así pues, seguimos dando vueltas a su alrededor, un día y otro día; el oxígeno y las provisiones le durarían seis días exactos. La ración de hierro. Naturalmente, nadie podía hacer nada. Sólo podíamos ir girando y pensar en las diversas posibilidades de sacar a Thomas de aquel maldito caos. Los emisores. Las distintas longitudes de onda. Incluso lanzamos cuerpos luminosos, pero ni siquiera emitieron destellos; la nube era oscura como una tumba.

«E tercer día…, la tercera noche. Las mediciones probaron que la nube descendía, pero yo no estaba seguro de que se posaría del todo antes de que pasaran las setenta horas que todavía le quedaban a Thomas. Sin comer aún podría resistir algo más, pero no sin aire. De improviso se me ocurrió una idea. Reflexioné del siguiente modo: el cohete de Thomas es en su mayor parte de acero. Si en este maldito planetoide no hay minerales de hierro, tal vez lograremos localizarlo con el ferromagneto. Un aparato que sirve para descubrir objetos de hierro, ¿sabes? Teníamos uno muy sensible. Reaccionaba a un clavo colocado a una distancia de tres cuartos de kilómetro. Encontraría un cohete situado a muchas millas. Entonces Olaf y yo revisamos el aparato; después informé de ello a Gimma… y despegué.

— ¿Solo?

— Sí.

— ¿Por qué solo?

— Porque sin Thomas no éramos más que dos, y el Prometeo necesitaba un piloto.

— ¿Y los otros estuvieron de acuerdo?

Sonreí en la oscuridad.

— Yo era el primer piloto. Gimma no podía darme ninguna orden, únicamente hacerme proposiciones; entonces yo sopesaba la cuestión y decía sí o no. Pero en situaciones críticas la decisión era sólo mía.

— ¿Y Olaf?

— Bueno, a Olaf ya le conoces un poco y puedes imaginarte que no me pude ir en seguida.

Pero al fin y al cabo, era yo quien había enviado allí a Thomas, y él no podía negar este hecho. En suma, me marché. Naturalmente, sin cohete.

— ¿Sin cohete?

— Sí. En traje espacial y con una pistola de retropropulsión. Duró bastante rato, pero no tanto como parecía. Sólo tuve dificultades con el ferromagneto, pues era casi un arca, muy poco manejable. Allí, naturalmente, no pesaba nada, pero cuando entré en la nube, tuve que tener mucho cuidado para no chocar contra algo.

«Cuando me aproximé, dejé de ver la nube, y las estrellas empezaron a desaparecer.

Primero las cercanas, y luego la mitad del cielo se ensombreció. Miré hacia atrás, el Prometeo resplandecía a lo lejos; tenía un dispositivo de iluminación de la coraza. Parecía un lápiz blanco y alargado, con una seta en el extremo, que era el faro de fotones.

«De repente todo desapareció. Esta transición fue súbita: tal vez un segundo de niebla negra… y luego nada. Había desconectado mi radio; en su lugar zumbaba en los auriculares el ferromagneto. Tardé apenas unos minutos en llegar al borde de la nube, pero para posarme en la superficie empleé más de dos horas… tenía que estar muy atento. Mi linterna eléctrica resultó inservible, lo cual, por otra parte, ya había esperado. Inicié la búsqueda. ¿Sabes cómo son las grandes estalactitas de las cavernas…?

— Sí, lo sé.

— Pues algo parecido, pero más inquietante. Hablo de lo que vi más tarde, cuando la nube se hubo posado, pues durante la búsqueda no vi nada, como si alguien hubiese tapado con brea el visor de mi traje espacial. Llevaba el arca pendida de unas correas. Tenía que mover las pequeñas antenas, escuchar, caminar con los brazos extendidos… nunca en mi vida me he caído tan a menudo como allí. Gracias a la escasa gravedad no me contusionaba, y si hubiera podido ver un poco, habría recuperado todas las veces el equilibrio, pero así… En fin, contarlo a alguien que no lo ha pasado es muy difícil. Aquel miniplaneta consistía en rocas puntiagudas y montones de riscos movedizos; ponía un pie en el suelo y empezaba a volar de repente hacia alguna parte, sin nada donde agarrarme, con aquella lentitud de borracho naturalmente. No podía tomar empuje, porque había pasado un cuarto de hora volando hacia arriba. Había que esperar, simplemente, intentando andar hacia delante, pero entonces las masas de piedra se movían bajo mis pies. Estos escombros, columnas, trozos de piedra, estaban apenas unidos unos con otros, ya que sólo los mantenía juntos una gravedad escasísima, lo cual no significa que un peñasco gigante no pudiera aplastar a un hombre si le caía encima…, porque entonces actúa la masa, no el peso, sólo que siempre se tiene tiempo de saltar hacia un lado, si se ve caer la piedra, naturalmente, o por lo menos se oye… Pero allí no había aire, por lo que sólo podía guiarme por los movimientos de las rocas bajo mis pies y comprender que una vez más había desplazado una de ellas con mi paso. Y esperar que de aquella brea no cayera una piedra que empezara a despedazarme… En resumen, vagué dando vueltas durante varias horas, y hacía mucho rato que había dejado de encontrar genial mi idea del ferromagneto… A cada paso tenía que vigilar para no salir volando por los aires, como hice varias veces, y quedarme allí flotando…, igual que en una pesadilla. Por fin capté la señal. Volví a perderla unas ocho veces, no sé con exactitud, en todo caso cuando encontré el cohete era ya de noche en el Prometeo.

«Estaba inclinado, enterrado a medias en aquel polvo infernal. Es algo extremadamente blando, extremadamente fino, lo más fino de todo el mundo, ¿sabes? Una sustancia casi intangible…, el plumón más ligero de la Tierra ofrece mayor resistencia. Las partículas son tan increíblemente minúsculas… Miré hacia el interior: no estaba en el cohete. He dicho que yacía inclinado; no podía tener en absoluto esta seguridad, pues allí era imposible determinar la posición vertical sin aparatos especiales, y eso hubiese durado alrededor de una hora. Un peso sencillo, ligero como una pluma, oscilaría al extremo de una cuerda como una mosca, en lugar de caer en línea recta… Así pues, no me sorprendió que no hubiese intentado el despegue. Me arrastré hacia el interior. Vi en seguida que había intentado confeccionar una plomada con objetos que tenía a mano, sin conseguirlo. Quedaban bastantes alimentos, pero nada de oxígeno. Debía de haber llenado la botella de su traje espacial y salido del cohete.

— ¿Por qué?

— Sí, yo también me formulé esta pregunta. Hacía tres días que estaba allí dentro. En estos cohetes hay un solo asiento, una pantalla, algunas palancas y una escotilla a la espalda.

Permanecí sentado allí unos momentos. Ya adivinaba que no le encontraría. Por un segundo pensé que tal vez había salido cuando yo aterricé, utilizado la pistola de retropropulsión para volver al Prometeo y ahora ya estaría allí, mientras yo vagaba por aquellos escombros sin vida…

Salí del cohete con tanta energía que volví a elevarme y a volar. Sin ningún sentido de la orientación, nada. ¿Sabes lo que es ver una chispa en la oscuridad total? ¿Cómo los ojos empiezan a fantasear sobre ella? Cuántos rayos y visiones vislumbran en ella… pues bien, algo parecido ocurre con el sentido del equilibrio. Donde no existe la gravedad, uno llega a acostumbrarse a su falta. Pero cuando la gravedad es muy escasa, como en aquellos escombros, el oído se irrita y reacciona de modo defectuoso, por no decir loco. Ora te imaginas que te elevas en candelero, ora que te caes en un abismo, y así una y otra vez. Por añadidura, hay los giros y los movimientos desmañados de brazos, piernas y tronco, como si todos hubieran cambiado de lugar y como si la cabeza ya no estuviera en su sitio…

«Así volé, pues, hasta que choqué contra una pared, reboté de ella, me quedé colgado de algo y tuve tiempo de agarrarme de un saliente de las rocas. Alguien yacía allí. Thomas.

Ella guardó silencio. El océano Pacífico susurraba en la oscuridad.

— No, no es lo que estás pensando. Vivía. Incluso se sentó en seguida. Yo conecté la radio.

A una distancia tan pequeña podíamos entendernos perfectamente.

«-¿Eres tú? — empezó.

«— Sí, soy yo — dije. Una escena de comedia barata, realmente imposible. Pero era la realidad. Ambos nos levantamos —. ¿Cómo te sientes? — inquirí.

«— Estupendamente. ¿Y tú?

«Esto me confundió un poco, pero así y todo contesté:

«— Muy bien, gracias. Y todos los de casa están bien.

«Era idiota, pero pensé que él lo hacía adrede para demostrarme que estaba tranquilo, ¿comprendes?

— Sí.

— Cuando estuvo muy cerca de mí, vi su silueta a la luz de la linterna que llevaba sujeta al brazo; parecía una especie de oscuridad más densa. Toqué su traje espacial; estaba intacto.

«-¿Tienes oxígeno? — le pregunté. Esto era lo más importante.

«— Oh, eso no tiene importancia.

«Reflexioné sobre lo que debíamos hacer. ¿Despegar con su cohete? No, era demasiado arriesgado. A decir verdad, yo no me sentía muy aliviado. Tenía miedo, o estaba inseguro; es difícil explicarlo. La situación era irreal, yo encontraba algo singular en ella, pero no sabía qué era ni veía nada claro. Sólo que aquel milagroso reencuentro no me había alegrado. Pensé en cómo salvar el cohete. Pero esto no era lo más importante, me dije. Primero tenía que averiguar cómo se encontraba él. Mientras tanto permanecíamos allí, bajo la noche negra, sin estrellas.

«-¿Qué has hecho aquí todo este tiempo? — le pregunté. Quería saberlo, porque también esto era importante. Si había intentado hacer algo, aunque fuera buscar minerales, sería una buena señal.

«— Varias cosas — repuso —. ¿Y tú, Tom?

«-¿Cómo, Tom? — interrogué, sintiendo escalofríos, pues hacía un año que Arder había muerto, y él lo sabía muy bien.

«— Eres Tom, ¿verdad? Conozco tu voz.

«No dije nada, y él rozó mi traje con el guante y añadió:

«— Un mundo demente, ¿no crees? Nada digno de verse y tampoco nada especial. Me lo había imaginado muy diferente. ¿Y tú?

«Pensé que el hecho de que me confundiera con Arder no significaba gran cosa; a fin de cuentas… esto les había pasado ya a varios.

«— Sí — repuse —, es una región poco interesante. ¿Nos vamos, Thomas? ¿Qué te parece?

«-¿Irnos? — se asombró —. Pero ¿cómo… Tom?

«Su tono había dejado de gustarme.

«-¿Es que quieres quedarte aquí? — pregunté.

«-¿Y tú no?

«"Se hace el loco — pensé —, pero ya basta de tales tonterías."»-Vamos — dije —, hemos de volver. ¿Dónde está tu pistola?

«— La he perdido al morirme.

«-¿Qué?

«— Pero no importa — dijo —. Un muerto no necesita pistola.

«— Claro, claro — asentí —. Ven, te pondré el cinturón y nos marcharemos.

«-¿Estás loco, Tom? ¿Adonde?

«— Al Prometeo.

«— Ya no está aquí…

«— Está algo más lejos. Vamos, déjame ponerte el cinturón.

«— Espera — dijo, apartándome —. Hablas de un modo extraño. ¡Tú no eres. Tom!

«— Claro que no. Soy Hal.

«-¿Tú también has muerto? ¿Cuándo?

«Ahora yo ya sabía más o menos de qué iba, así que empecé a darle la razón.

«— Pues, mira — contesté —, hace algunos días, Ven, déjame ponerte el cinturón.

«Pero él no se dejaba, y empezamos a pelear, al principio como en broma y después en serio; traté de agarrarle, pero no lo conseguía por culpa del traje espacial. ¿Qué hacer? No podía dejarle solo ni un momento, pues ya no le encontraría por segunda vez; un mismo milagro no se produce dos veces. Y él quería quedarse allí como si hubiera muerto. Y entonces, durante nuestra disputa, cuando ya me parecía que le había convencido y estaba de acuerdo, permití que me cogiera la pistola… Acercó mucho su rostro al mío, de modo que yo casi vi por el doble cristal y gritó:

«-¡Cerdo, me has engañado! ¡Estás vivo! — y me disparó.

Hacía mucho rato que sentía el rostro de Eri apretado contra mi hombro. Al oír mi última palabra se estremeció como si hubiese recibido un golpe, y cubrió mi cicatriz con la mano.

Callamos durante argo rato.

— Era un buen traje espacial — dije —. No se rompió, ¿sabes? Cedió hasta el fondo, me rompió algunas costillas, las metió dentro, me aplastó algunos músculos, pero no se rompió. Ni siquiera perdí el conocimiento, sólo tuve inutilizado el brazo derecho durante un rato y sentí el calor de la hemorragia bajo el traje.

«Estuve aturdido algún tiempo, y cuando me levanté, Thomas ya no estaba allí y yo no tenía ni idea de cuándo había desaparecido o hacia dónde. Le busqué a tientas, y en vez de encontrarle a él, di con la pistola. Debió de tirarla en seguida después de disparar. Y fue con su ayuda que pude salir de allí.

«Ellos me vieron inmediatamente cuando salté sobre la nube. Olaf acercó más la nave y me recogieron. Dije que no le había encontrado, sólo descubierto el cohete vacío, y mi pistola se me cayó de la mano y se disparó cuando tropecé con algo. El traje espacial tiene doble grosor. Se desprendió un trozo de chapa de la parte interior, y lo tengo aquí, bajo las costillas.

De nuevo el silencio y el creciente y prolongado rumor de las olas, que volvían a bañar todas las playas sin dejarse amilanar por la derrota de las infinitas olas que las habían precedido. Al aplanarse, se arqueaban, rompían; se oía su chasquido suave, cada vez más tenue y cercano, hasta que se rendía en el nuevo silencio.

— ¿Os alejasteis?

— No. Esperamos. Al cabo de dos días la nube se posó, y yo volé de nuevo hacia allí, solo.

¿Comprendes por qué, aparte de todos los demás motivos?

— Sí, lo comprendo.

— Le encontré en seguida porque su traje brillaba en la oscuridad. Yacía bajo una pared de rocas. No se le veía el rostro, ya que el visor estaba cubierto de escarcha por dentro. Cuando le levanté, tuve la impresión de sostener una escafandra vacía… casi no pesaba nada. Pero era él, sin duda alguna. Le dejé allí y volví en su cohete. Más tarde lo examiné con atención y comprendí por qué había pasado aquello. Su reloj, un reloj corriente, se paró, y perdió la noción del tiempo. Aquel reloj indicaba los días además de las horas. Lo reparé y coloqué de nuevo, para que nadie pudiera descubrir el secreto.

Abracé a Eri. Sentí que mi aliento movía ligeramente sus cabellos. Ella tocó mi cicatriz, y de pronto esta caricia se convirtió en una observación:

— Tiene una forma tan singular…

— Sí, ¿verdad? Es porque hubo de coserla dos veces; la primera no cicatrizaron los puntos…

Thurber me curó. Entonces Venturi, nuestro médico, ya no vivía.

— ¿El que te dio un libro rojo?

— Sí. ¿Cómo lo sabes, Eri? ¿Te lo he contado yo? No, es imposible.

— Se lo dijiste a Olaf… aquel día… ¿sabes?

— Es verdad. ¡Pero que te hayas acordado! Es una bagatela. Ah, soy realmente un cerdo.

Este libro se quedó en el Prometeo junto con todas las otras cosas.

— ¿Es allí donde tienes tus cosas? ¿En la Luna?

— Sí, pero no vale la pena ir a recogerlas.

— Claro que sí, Hal.

— Amor mío, todo ello formaría un museo de recuerdos, y esto me parece horrible. Si las recojo, será sólo para quemarlas. Sólo me guardaré un par de tonterías que he heredado de otros. Esta piedrecita…

— ¿Qué piedrecita?

— Tengo más como ella. Una es de Kerenea, otra del planetoide de Thomas…, ¡pero no pienses que he hecho una colección! Estas piedrecitas se metieron simplemente en las ranuras de mis suelas. Olaf las extrajo, les puso el letrero correspondiente y las conservó. No pude quitarle la idea de la cabeza. Es una tontería, pero… tengo que contarte esto. Sí, he de hacerlo para que no pienses que allí todo era horrible y no ocurría nada más que accidentes mortales.

Verás…, imagínate una reunión de mundos. Primero rosa, un espacio infinito del rosa más fino y pálido, y en él, penetrando en él, un segundo espacio ya más oscuro, y después, de un rojo ya casi azulado, pero muy lejos, y rodeándolo todo, la fosforescencia, sin gravedad, no como una nube ni como la niebla…, diferente. No encuentro palabras para explicarlo. Salimos los dos del cohete y lo contemplamos. Eri, no lo comprendo. Verás, incluso ahora siento un nudo en la garganta, de tan hermoso que era. Piensa esto: allí no hay vida. No hay plantas, ni animales, ni pájaros, nada, ningunos ojos que puedan contemplarlo. Estoy completamente seguro que desde la creación del mundo nadie lo había visto, y Arder y yo fuimos los primeros. Y si nuestro graví metro no se hubiera estropeado, por lo que tuvimos que aterrizar allí; para arreglarlo, pues el cuarzo estaba roto y se había escapado el mercurio. Nadie habría estado allí hasta el fin del mundo, nadie lo habría visto. ¡Es realmente misterioso! Se tienen unos deseos directos… Oh, no sé… No podíamos irnos, sencillamente. Olvidamos por qué habíamos aterrizado y permanecimos quietos, mirando. — ¿Qué era, Hal?

— No lo sé. Cuando volvimos y lo explicamos, Biel quería volar hacia allí inmediatamente, pero no pudimos: no teníamos demasiada energía de reserva. Tomamos muchas fotografías, pero no salió nada. En las imágenes todo era leche rosada con estacas lilas, y Biel disparó sobre la fosforescencia de las exhalaciones silihidrógenas, aunque me parece que ni él mismo lo creía; pero la desesperación de no poder investigarlo le inducía a buscar alguna explicación. Era como… como nada en el mundo. No conocemos nada semejante. No se parecía a ninguna cosa conocida. Tenía una profundidad gigantesca, pero no era un paisaje.

Ya te he mencionado esos matices que se alejaban y oscurecían hasta que la vista se nos iba.

Un movimiento…, no, no lo era. Fluía y al mismo tiempo estaba inmóvil. Cambiaba, como si respirase, pero continuaba siendo igual. Quién sabe si lo más importante de todo ello era tal vez aquella gigantesca magnitud. Como si detrás de la pavorosa negrura existiera una segunda eternidad, un segundo infinito, tan concentrado y grande, tan claro, que cuando el hombre cerraba los ojos dejaba de creer en él. Cuando nos miramos el uno al otro… Tendrías que haber conocido a Arder. Te enseñaré una foto suya. Era un muchacho más alto que yo, daba la impresión de poder atravesar cualquier muro y, además, sin darse cuenta de hacerlo.

Hablaba siempre con lentitud. ¿Has oído hablar del agujero… de Kerenea? — Sí.

— Estaba atrapado entre dos rocas; debajo de él borbotaba un pantano hirviente que en cualquier momento podía llenar el sifón donde él se encontraba. Y me hablaba: «Hal, espera.

Quiero observar un poco más lo que me rodea. Tal vez podría quitarme la botella… no. No me la quito, las correas se han enredado. Pero espera un poco.» Cosas así, como si hablara por teléfono en una habitación de hotel. No estaba fingiendo, es que era así. El más sensato de todos nosotros. Siempre lo calculaba todo. Por eso más tarde voló conmigo y no con Olaf, que era amigo suyo…, pero de esto ya nos has oído hablar…

— Sí.

— Pues bien… Arder. Cuando le miré allí… tenía lágrimas en los ojos. Tom Arder. Pero nunca se avergonzó de ellas, ni entonces, ni después. Cuando hablábamos de todo más adelante, y lo hacíamos con frecuencia, los otros se enfadaban. Porque entonces nos poníamos tan… tan serios. Cómico, ¿verdad? Bueno, continúo. Nos miramos y a los dos se nos ocurrió la misma idea, aunque no sabíamos si podríamos arreglar bien la escala del gravímetro. Y era preciso, pues de otro modo no volveríamos a encontrar el Prometeo. Pero pensamos que había valido la pena. Sólo estar allí y contemplar aquella sublimidad en colores.

— ¿Estabais sobre una montaña?

— No lo sé, Eri, allí la perspectiva era muy distinta. Mirábamos desde arriba, pero no era una montaña. Espera. ¿Has visto el gran Cañón del Colorado?

— Sí.

— Pues imagínatelo ampliado a mil veces su tamaño real. O a un millón de veces. Rojo y oro rosado, casi completamente transparente, todos los estratos, depresiones y capas geológicas de su formación, y todo ello sin gravedad, fluido, y casi son-riéndote, pese a carecer de rostro.

No, no es esto. Amor mío, tanto Arder como yo realizamos ímprobos esfuerzos para contárselo a los demás, pero no pudimos. Esta piedrecita procede de allí… Arder se la llevó como amuleto, y siempre la llevaba encima. También la tenía en Kerenea. Dentro de una cajita para vitaminas. Cuando empezó a desmoronarse, la envolvió;En algodón. Después…, cuando regrese solo, la encontré: estaba bajo la litera de su camarote. Seguramente se le había caído.

Olaf, según creo, pensaba que todo había ocurrido por esta causa, pero se guardaba de manifestarlo en voz alta, porque hubiera sonado a pura estupidez… ¿Qué relación podía haber entre una piedrecita tan pequeña y el hilo que causó la avería en la radio de Arder…?

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