II

Me palpé el pecho con los ojos todavía cerrados: llevaba puesta la chaqueta de punto; si había dormido sin desnudarme, significaba que tenía guardia. «¡Olaf!», quise gritar, y me incorporé de repente.

Esto era un hotel y no el Prometeo. Lo recordé todo: el laberinto de la estación, la muchacha y su temor, las rocas azules de la terminal sobre el lago negro, la cantante, los leones…

Mientras buscaba el cuarto de baño, encontré la cama por casualidad: estaba en la pared y cayó como un cuadrado nacarado y mórbido cuando apreté un determinado lugar. En el cuarto de baño no había bañera ni grifo alguno, nada, sólo placas luminosas en el techo y una pequeña concavidad — tapizada de espuma — para los pies. No parecía existir una ducha. Me sentí como un hombre de Neandertal.

Me desnudé rápidamente y me quedé con la ropa en la mano, porque no había ninguna percha: sólo un armarito en la pared, por lo que lo tiré todo dentro. Al lado, tres botones: azul, rojo y blanco. Apreté el blanco: la luz se extinguió. Entonces pulsé el rojo. Algo rumoreó, no agua, sino una ráfaga de viento que olía a ozono y a algo más: me envolvió completamente, sobre la piel centellearon gotas espesas y luminosas que se convirtieron en espuma y se volatilizaron; no sentí ninguna humedad, sólo una gran cantidad de agujas blandas y eléctricas que dieron masaje a mis músculos. Para probar, apreté el botón azul, y el viento cambió y fue como si me penetrara: una sensación extremadamente singular.

«Una vez acostumbrado — pensé —. puede resultar agradable.» En el ADAPT de la Luna no tenían nada semejante: los cuartos de baño eran corrientes. No sé por qué. Ahora la sangre circulaba mejor, me sentía maravillosamente, sólo que ignoraba con qué debía lavarme los dientes. Al fin renuncié. En la pared había una pequeña puerta con la inscripción:

«Albornoces». Miré en su interior. No se veía rastro de albornoces, sólo tres botellitas de metal. Pero como no estaba mojado, no necesitaba secarme.

Abrí el armario donde había echado la ropa y me sorprendí: estaba vacío. Era una suerte que hubiera dejado los calzoncillos encima del armario. Me los puse, volví a la habitación y empecé a buscar el teléfono para averiguar qué había ocurrido con mi ropa. Me parecía todo muy complicado. Por fin descubrí el teléfono junto a la ventana, como yo seguía llamando a la pantalla de televisión. Saltó de la pared cuando empecé a lanzar maldiciones; por lo visto reaccionaba a la voz. Era una manía idiota, ocultarlo todo en las paredes. Contestó la recepción. Pregunté por mi ropa:

— La ha enviado a la lavandería, señor — dijo una suave voz de barítono —. Le será devuelta dentro de cinco minutos.

«Menos mal», pensé. Me senté ante la mesa, cuya superficie se extendió solícitamente bajo mis codos en cuanto me apoyé sobre ella. ¿Cómo lo lograban? Uno no debe interesarse por cosas semejantes; la mayoría de personas utilizan la tecnología de su civilización sin comprenderla.

Me quedé sentado allí, desnudo, sólo en calzoncillos, reflexionando sobre diversas posibilidades. Podía acudir al ADAPT. Si sólo se tratara de aprender técnicas y costumbres, no lo pensaría dos veces. Pero ya había observado en la Luna que intentaban al mismo tiempo inculcar en todos una actitud determinada. Disponían de una escala de valores establecida, y cuando alguien no la aceptaba como propia, le tachaban — como siempre en general — de retrógrado, víctima de resistencias inconscientes y la rutina de hábitos antiguos. Yo no tenía la menor intención de renunciar a mis hábitos y resistencias mientras no estuviera convencido de que lo que me ofrecían era mejor. Las experiencias de la noche pasada no habían influido en esta decisión mía. No quería ninguna escuela, ninguna rehabilitación, y menos tan sumisa y repentinamente. Era interesante que no me hubieran impuesto esta «betrización». Tendría que descubrir el motivo.

Podía buscar a uno de ellos: Olaf. Esto ya sería una clara trasgresión de las recomendaciones del ADAPT. Porque no daban ninguna orden, sólo repetían continuamente que actuaban por mi bien y que yo podía hacer lo que quisiera: incluso saltar directamente de la Luna a la Tierra — esto lo dijo el agudo doctor Abs —, si tanta prisa tenía. A mí no me importaba el ADAPT, pero con ello podía molestar a Olaf. En cualquier caso, le escribiría.

Tenía su dirección. En cuanto al trabajo, ¿debía buscarme un empleo? ¿Como piloto? Y entonces qué…, ¿hacer vuelos regulares Marte-Tierra-Marte? Sabía hacerlo bien, pero…

De pronto se me ocurrió la idea de que tenía dinero. En realidad no era dinero, se llamaba de otro modo, pero yo no comprendía la diferencia, ya que a cambio se podía obtener todo.

Pedí comunicación con la ciudad; en el auricular vibraba una canción lejana. El teléfono no tenía números ni disco; ¿tal vez habría que mencionar el nombre del banco? Lo tenía anotado en un pedazo de papel, y éste se hallaba… en el traje. Miré hacia el cuarto de baño: el traje ya estaba en el armarito, recién limpio, y en los bolsillos encontré todos mis objetos personales, incluido el trozo de papel.

El banco no era un banco; se llamaba Omnilox. Pronuncié este nombre, y con tanta rapidez como si estuvieran esperando mi llamada, una voz profunda contestó:

— Omnilox al habla.

— Mi nombre es Bregg — dije —, Hal Bregg. Creo que tengo una cuenta en su casa… Me gustaría saber a cuánto asciende.

Un clic, y otra voz más aguda preguntó:

— ¿Hal Bregg?

— Sí.

— ¿Quién abrió esta cuenta?

— El Vekom, Vuelo Espacial, por orden del Instituto Planetológico y la Comisión de Vuelos Espaciales de la ONU. Pero ya hace de ello ciento veintisiete años…

— ¿Tiene usted algún comprobante?

— No, sólo un papel del ADAPT de la Luna, del director Oswanim…

— En regla. La cuenta asciende a veintiséis mil cuatrocientos siete iten.

— ¿Iten?

— Sí. ¿Desea algo más?

— Me gustaría disponer de algo de di…; es decir, de cierta cantidad de iten.

— ¿En qué forma? ¿Desea tal vez un kalster?

— ¿Qué es esto? ¿Un talonario?

— No. Podrá pagar inmediatamente en metálico.

— ¿Ah, sí? Está bien.

— ¿Por qué cantidad quiere abrir el kalster?

— ¿Qué sé yo? Cinco mil…

— Cinco mil. Muy bien. ¿Se lo mandamos al hotel?

— Sí. Un momento…; he olvidado el nombre de este hotel.

— ¿Nos llama usted desde allí?

— Sí.

— Se llama Alearon. En seguida le enviamos el kalster. Sólo una pregunta más: ¿no le ha cambiado la mano derecha?

— No. ¿Por qué?

— Por nada. En caso contrario, habríamos tenido que cambiar el kalster.

— Gracias — dije, y colgué. Veintiséis mil…, ¿cuánto sería? No tenía la menor idea. Algo empezó a zumbar. ¿Una radio? Era el teléfono. Descolgué el auricular.

— ¿Bregg?

— Sí, soy yo — repuse. El corazón empezó a latirme más de prisa. Había reconocido su voz —.

¿Cómo has sabido dónde estoy? — pregunté, ya que ella guardaba silencio.

— Por el infor. Bregg…, Hal…, quería explicarte…

— No hay nada que explicar, Nais.

— Estás enfadado, y lo comprendo…

— No estoy enfadado.

— De verdad, Hal. Ven a mi casa. ¿Vendrás hoy?

— No. Por favor, Nais, ¿cuánto es veinte mil y pico de iten?

— ¿Qué quieres decir, cuánto es? Hal, debes venir.

— Dime…, ¿cuánto tiempo se puede vivir con esa cantidad?

— El tiempo que quieras, la vida no cuesta nada. Pero dejemos eso. Hal, si quisieras…

— Un momento. ¿Cuántos iten gastas al mes?

— Depende. 'A veces veinte, a veces cinco, muchas veces nada.

— Aja. Muchas gracias.

— ¡Hal! Escúchame.

— Te escucho.

— No debemos acabar así…

— No acabamos nada — contesté —, ya que nada ha empezado. Muchas gracias por todo, Nais.

Colgué el auricular. ¿Conque la vida no costaba nada? Esto era lo que de momento me interesaba más. ¿Significaba acaso que algunos servicios eran gratis?

Nuevamente el teléfono.

— Bregg al habla.

— Aquí recepción. Señor Bregg, Omnilox le envía el kalster. Se lo hago llevar a la habitación.

— Gracias. ¡Oiga!

— ¿Dígame?

— ¿Se cobra la habitación?

— No, señor.

— ¿Absolutamente nada?

— Absolutamente nada, señor.

— Y… ¿hay un restaurante en el hotel?

— Sí, cuatro. ¿Desea que le suban el desayuno?

— Sí, por favor, y… ¿hay que pagar por la comida?

— No, señor. Ya tiene arriba el kalster. Dentro de un momento llegará el desayuno.

El robot cortó la comunicación y no tuve tiempo de preguntarle dónde debía buscar el dichoso kalster. No tenía la menor idea de su aspecto. Al levantarme del escritorio, éste, abandonado, se empequeñeció y arrugó instantáneamente, y entonces observé que una especie de pulpito surgía de la pared cercana a la puerta; sobre él, cubierto por una materia transparente, un objeto plano que parecía una pitillera pequeña. En un lado había una hilera de minúsculas perforaciones marcadas con la cifra. Debajo, dos botones diminutos: uno y cero. Lo contemplé, sorprendido, y finalmente comprendí que la cantidad de. se descontaba según el sistema dual. Apreté el uno, y en la mano me cayó un minúsculo triángulo de plástico con el número perforado. De modo que aquello era una pequeña impresora o perforadora de dinero; el número superior disminuyó en una unidad.

Ya estaba vestido y a punto de irme cuando me acordé del ADAPT. Llamé y expliqué que no había podido encontrar a su hombre en la terminal.

— Ya estábamos inquietos a su respecto — dijo una voz de mujer —, pero esta mañana hemos sabido que se encontraba en el Alearon…

Sabían dónde estaba. ¿Por qué no me habían podido encontrar en la estación? No podía ser de otro modo: me dejaron vagar intencionadamente para que comprendiera lo prematuro de mi «rebelión» en la Luna.

— Su servicio de información es fabuloso — dije con cortesía —. Ahora voy a dar un vistazo a la ciudad. Les llamaré más tarde.

Salí de la habitación; los pasillos, plateados y movibles, fluían conjuntamente con las paredes: una novedad para mí. Bajé en el ascensor; vi bares en todos los pisos, uno verde, como sumergido en agua. Cada piso tenía su propio color dominante, plata, oro. Pronto me resultó excesivo. ¡Al cabo de un solo día! Era extraño que les gustase. Tenían preferencias cómicas. Pero entonces recordé la imagen nocturna de la terminal.

«Tengo que procurarme algo de ropa.» Salí a la calle con esta decisión. El día era nublado, cubría el cielo una ligera neblina y a menudo salía el sol. Por primera vez vi desde un bulevar — cuyo centro era ocupado por una doble hilera de palmeras gigantes, de hojas rosadas como lenguas — el panorama de la ciudad. Los edificios se elevaban aislados como islas, y sólo raramente hendía el cielo una construcción esbelta, como un rayo congelado de material líquido, de altura inverosímil. Seguramente estas estructuras alcanzaban un kilómetro de altitud.

Sabía — alguien me lo había dicho en la Luna — que ahora ya no se construían y que este desafió a la altura había perecido de muerte natural poco después de su aparición. Eran el monumento a una época de la arquitectura, pues aparte de sus' inmensas proporciones, sólo niveladas por la esbeltez, no ofrecían nada a la vista. Tenían el aspecto de tubos marrones y dorados, blancos y negros, plateados o a rayas transversales, que sostenían las nubes o pretendían abrazarlas. Y las superficies de aterrizaje que proyectaban hacia el cielo, sostenidas en el aire mediante soportes semejantes a tubos, parecían pequeñas estanterías de libros.

No podían compararse con las casas nuevas, sin ventanas pero mucho más bellas, porque ahora era posible adornar todas las paredes. La ciudad entera semejaba una inmensa exposición de arte, un festival de maestros del color y la forma. No puedo afirmar que me gustaran todos los adornos de aquellos edificios de veinte o treinta pisos de altura; pero a pesar de mis ciento cincuenta años, no era un tipo excesivamente anticuado. Lo que más me gustaba eran las casas divididas por jardines — tal vez eran palmares —, porque los edificios partidos así parecían flotar sobre cojines de aire, ya que las paredes de estos jardines colgantes eran de cristal; el efecto era de una gran ligereza, y al mismo tiempo la construcción exhibía unas rayas irregulares de un verde aterciopelado.

Sobre los bulevares, a lo largo de aquellas carnosas palmeras que tanto me desagradaban, se movían dos hileras de coches negros. Ya sabía que se llamaban gliders. Encima de las casas se veían también otras máquinas, éstas voladoras, que no eran ni helicópteros ni aviones y que parecían lápices afilados por los dos extremos.

En las aceras había poca gente, no tanta como cien años atrás. El tráfico había disminuido mucho, y sobre todo la cantidad de transeúntes, tal vez gracias a los múltiples planos: porque bajo la ciudad que ahora estaba viendo se elevaban pisos subterráneos con calles, plazas y tiendas; el infor de la esquina acababa de decirme que el piso Serean era el mejor para ir de compras. Debía de tratarse de un infor genial, o tal vez yo ya sabía hacerme comprender mejor; el caso es que me dio un librito de plástico con cuatro páginas desplegables: un plano para circular por la ciudad. Si quería ir a alguna parte, bastaba apretar el nombre impreso en plata — calle, piso, plaza — y en el plano se iluminaba inmediatamente toda la red de comunicaciones necesarias. También se podía ir con su glider. O con un raster. Finalmente, se podía ir a pie, por lo que había cuatro mapas. Pero ya me había dado cuenta de que las caminatas — incluso sobre aceras rodantes y en ascensores — podían requerir muchas horas.

El Serean era el tercer piso. Y una vez más me sorprendió la vista de la ciudad: en lugar de salir bajo tierra, desemboqué en la calle por un túnel. Bajo el cielo, a plena luz del sol, crecían grandes niños en medio de una plaza, en la lejanía se dibujaban algunos rascacielos azules, y en el lado opuesto, tras un pequeño estanque en el que chapoteaban unos niños, que navegaban en bicicletas multicolores, había un rascacielos blanco, sombreado por las Franjas verdes de las plantas que tenía un singular remate, refulgente como el cristal. Lamenté que no hubiera nadie a quien pedir una explicación de este enigma. De repente me acordé — o, mejor dicho, me lo recordó el estómago — de que aún no había desayunado. Había olvidado por completo que iban a dármelo en el hotel. Quizá también le pasó por alto al robot de la recepción.

Así pues, al infor: ahora ya no daría un solo paso sin averiguar exactamente el cómo y el porqué de las cosas. Además, el infor podía encargarme también un glider, aunque de momento no me atrevía a pedirlo porque ignoraba cómo subir a él. No importaba, ya rne enteraría más adelante. Tenía tiempo.

En el restaurante eché un vistazo a la carta y vi que para mí era como un texto chino. Pedí con gran decisión el desayuno…, un desayuno completamente normal.

— ¿Ozot, kress o herma?

Si el camarero hubiera sido un ser humano, le habría dicho que me trajera lo que más le gustase a él. Pero era un robot, y todo le daba igual.

— ¿No hay café? — pregunté, alarmado.

— Claro. ¿Kress, ozot o herma?

— Café y… bueno…, lo que mejor le va al café es este… he…

— Ozot — dijo y se alejó.

Menos mal.

Debía de tenerlo todo dispuesto, pues volvió inmediatamente con una bandeja, tan cargada que temí una tomadura de pelo. Pero al mismo tiempo pensé que, aparte de los bons que comiera la víspera, y el vaso del famoso brit, no me había llevado nada a la boca desde mi llegada.

Lo único que me recordaba algo conocido era el café, que sabía a pez bien hervida. La nata tenía diminutos puntos azules y decididamente no procedía de una vaca. Lamenté no poder ver a nadie comiéndose todo aquello, pero la hora del desayuno había pasado hacía mucho rato y me encontraba completamente solo. Había platitos en forma de hoz que contenían una masa humeante de la cual sobresalía algo que recordaba las cerillas, y el relleno se parecía a una manzana asada, aunque, naturalmente, no se trataba de manzanas ni de cerillas. Y lo que tomé por copos de avena empezó a hincharse en cuanto lo toqué con la cuchara. Lo comí todo, pues estaba terriblemente hambriento. El deseo de comer algo de panadería — de la que no había ni rastro — me acometió de nuevo cuando el robot apareció y se quedó esperando a cierta distancia.

— ¿Qué le debo? — pregunté.

— Nada, gracias — repuso. Se parecía más a un mueble que a un muñeco. Tenía un único ojo redondo, de cristal. Algo se movía en su interior y no pude evitar mirarle el vientre. Ni siquiera había que dar propina. Dudé de si me comprendería si le preguntaba por un periódico. Tal vez ya no existían, por lo que me fui con la idea de hacer algunas compras. Lo primero que vi fue una agencia de viajes; sentí una inspiración y entré.

La gran sala plateada con consolas de color esmeralda — empezaba a estar harto de estos colores — estaba casi vacía. Cristales esmerilados, enormes fotos en color del Cañón del Colorado, el Cráter de Arquímedes, las rocas de Deimos, Palm Beach, Florida: todo estaba hecho de modo que parecía verse el fondo, incluso las olas se movían, como si no fueran fotos sino ventanas abiertas a un espacio real.

Me dirigí a la ventanilla con la leyenda: TIERRA.

Allí, naturalmente, había un robot. Esta vez, dorado. O mejor dicho, bañado en oro.

— ¿En qué puedo servirle?

Tenía una voz profunda. Cerré los ojos y habría podido jurar que me hablaba un hombre grueso, de cabellos oscuros.

— Me gustaría algo primitivo — dije —. Acabo de llegar de un largo viaje, de un larguísimo viaje, y no deseo confort excesivo. Querría tranquilidad, árboles, agua; también podrían ser montañas. Pero deseo algo primitivo y anticuado. Como hace cien años. ¿Tienen algo así?

— Si usted lo desea, debemos tenerlo. Montañas Rocosas. Fort Plum. Mallorca. Las Antillas.

— Más cerca — dije —. A unos… mil kilómetros de distancia, más o menos.

— Klavestra.

— ¿Dónde está eso?

Observé que podía hablar perfectamente con los robots. No se maravillaban de nada. Un invento muy sensato.

— Es un viejo poblado minero próximo al Pacífico. Minas sin explotar desde hace unos cuatrocientos años. Excursiones muy interesantes por las galerías subterráneas. Cómodas comunicaciones en ulder y glider. Sanatorios con atención médica, villas de alquiler con jardín, piscina, estabilización climática; el centro local de nuestra agencia organiza toda clase de diversiones, excursiones, juegos, veladas. Hay real, mut y stereon.

— Sí, tal vez me convendría algo así — opiné —. Una villa con jardín. Y además agua. Una piscina, ¿puede ser?

— Por supuesto, señor. Piscina con trampolines, lagos artificiales con grutas subacuáticas, un centro magnífico, provisto de todos los equipos para bucear, espectáculos subacuáticos…

— Dejemos estos espectáculos. ¿Cuánto cuesta?

— Cien iten al mes. Pero si la comparte con otra persona, solamente cuarenta.

— ¿Compartirla?

— Las villas son muy espaciosas, señor. De doce a dieciocho habitaciones: servicio automático, cocina individual, comidas locales o exóticas a elección…

— Ya. En tal caso, quizá…; está bien. Me llamo Bregg. La tomaré. ¿Cómo se llama ese lugar? ¿Klavestra? ¿Pago ahora?

— Como desee.

Le alargué el kalster.

Entonces resultó que yo ignoraba que nadie más que yo podía poner en movimiento el kalster. El robot, naturalmente, tampoco se extrañó de esta ignorancia mía. Los robots empezaban a gustarme cada vez más. Me enseñó qué debía hacer para que del centro sólo cayera una ficha con el correspondiente número impreso. El número de la ventanita que había encima y que indicaba el estado de la cuenta disminuyó en la misma cantidad.

— ¿Cuándo puedo marcharme?

— Cuando lo desee. A cualquier hora.

— Pero… pero… ¿con quién compartiré la villa?

— Con los Marger. Una pareja.

— ¿Puedo saber qué clase de gente son?

— Sólo puedo decirle que se trata de un matrimonio joven.

— Hum. ¿No les estorbaré?

— No, porque está por alquilar la mitad de la villa. Usted ocupará todo un piso.

— Bien. ¿Cómo he de ir?

— Lo mejor es con el ulder.

— ¿Cómo hay que hacerlo?

— Le reservaré el ulder para el día y la hora que usted prefiera.

— Entonces, le llamaré desde el hotel. ¿Es posible?

— Claro que sí. El alquiler no empezará a ser efectivo hasta que usted se instale en la villa.

Cuando salí ya tenía un plan difuso. Compraría libros y diversos artículos deportivos.

Sobre todo, libros. También tendría que suscribirme a revistas especializadas, sociología, física. Seguramente se había progresado mucho en estos cien años. Ah, y además necesitaría ropa.

Pero de nuevo algo torció mis proyectos. En la esquina, sin dar crédito a mis ojos, vi un automóvil. Un automóvil auténtico. Quizá no igual que los que recordaba: la carrocería estaba modelada en ángulos agudos. Pero era un verdadero automóvil, con neumáticos, puertas, volante, y detrás había otros modelos, tras un enorme escaparate en el que se leía en grandes letras ANTIGÜEDADES. Entré. El propietario — o vendedor — era un ser humano. «Lástima», pensé.

— ¿Puedo comprar un coche?

— Claro. ¿Cuál le gustaría?

— ¿Cuánto cuestan?

— Entre cuatrocientos y ochocientos iten.

«Un precio respetable — pensé —. Pero, bueno, por las antigüedades hay que pagar.» — ¿Y funcionan?

— Naturalmente No se pueden conducir por todas partes, ya que hay prohibiciones locales, pero en general es posible.

— ¿Y el combustible? — pregunté con cautela, pues no tenía idea de lo que ocultaba la carrocería.

— Con eso no tendrá dificultades. Una sola carga basta para toda la duración del coche.

Incluyendo los parastatos, naturalmente.

— Magnífico — dije —. Querría algo estable, resistente. No ha de ser muy grande, pero sí rápido.

— Entonces yo le recomendaría este Giabile, o aquel otro modelo…

Me llevó a una gran sala, entre hileras de coches. Relucían como si fueran realmente nuevos.

— Como es natural — observó el vendedor —, no pueden compararse con el glider. Pero hoy día el coche ya no es un medio de locomoción.

«Pues ¿qué es?», quise preguntar, pero callé.

— Está bien — dije —. ¿Cuánto cuesta éste? — y señalé una limusina azul pálido con faros plateados y muy hundidos.

— Cuatrocientos ochenta iten.

— Pero me gustaría que me lo entregasen en Klavestra — dije —. He alquilado una villa allí. En la agencia de viajes de esta misma calle pueden darle la dirección exacta…

— Muy bien, señor. Podemos enviarlo con el ulder, con portes pagados.

— ¿Ah, sí? Yo mismo debo ir en un ulder…

— Entonces dígame la fecha y lo llevaremos a su ulder. Será lo más sencillo. A menos que usted prefiera…

— No, no. Lo haremos como usted ha dicho.

Pagué el coche — ya me entendía muy bien con el kalster — y salí de la tienda de antigüedades. Allí se olía por doquier a laca y goma. Estos olores me parecían magníficos.

Con la ropa no me fue tan bien. Ya no existía casi nada de las prendas que yo conocía.

Aclaré también el misterio de las enigmáticas botellas de los armarios del hotel, rotuladas ALBORNOCES. No sólo éstos, sino trajes, calcetines, chaquetas de punto, ropa interior: todo se rociaba. Comprendí que esto debía de gustar a las mujeres: manejar unos frascos llenos de un líquido que inmediatamente se solidificaba en tejidos de estructura lisa c tosca: terciopelo, piel o metal elástico. De este modo creaban un nuevo modelo para cada ocasión. Naturalmente, esto no lo hacían todas las mujeres por sí mismas; había salones especiales de plastificación (¡así que éste era el trabajo de Nais!). Por otra parte, esta moda tan ceñida no me atraía demasiado; sólo el proceso de vestirse con ayuda de las botellas se me antojaba inútilmente trabajoso. Había muy pocas prendas confeccionadas, y no eran de mi tamaño; incluso la medida mayor era cuatro tallas demasiado pequeña para mi estatura. Al final me decidí por ropa blanca de botella, pues observé que mi camisa no resistiría mucho tiempo.

Por supuesto que podía recuperar del Prometeo el resto de mi ropa, pero allí tampoco tenía trajes ni camisas blancas; con tales prendas no habría podido hacer gran cosa en la constelación de Fomalhaut. Por lo tanto, compré algunos pares de pantalones que parecían de dril para trabajar en el jardín, ya que sólo éstos eran relativamente anchos y podían alargarle; pagué por todo ello un ¡ten, que era el precio de los pantalones; el resto era gratis.

Lo hice enviar todo al hotel y, por pura curiosidad, me dejé convencer para una visita al salón de modas. Allí me recibió un tipo con cara de artista, que me miró y coincidió conmigo en que yo debía llevar cosas más bien anchas; observé que no estaba muy encantado conmigo. Yo tampoco lo estaba con él. El asunto terminó con unas chaquetas de punto, que me arregló allí mismo. Me hizo levantar los brazos y dio vueltas a mi alrededor, operando con cuatro frascos a la vez. El líquido — en el aire, blanco como la espuma — se secaba casi inmediatamente. Así surgieron chaquetas de diversos colores, una con rayas negras y rojas en el pecho; observé que lo más difícil era confeccionar las mangas y el cuello, para lo que se necesitaba verdadera práctica.

Enriquecido con esta experiencia, que por otra parte no me costó nada, volví a encontrarme en la calle, bajo el sol de mediodía. Se veían menos glider, pero en cambio sobre los tejados volaba una gran cantidad de vehículos que parecían cigarros. La multitud descendía a los pisos inferiores por las escaleras automáticas. Todos tenían prisa, sólo yo disponía de tiempo. Durante una hora me calenté al sol bajo un rododendro salpicado de hojas ya muertas, y entonces volví al hotel.

En el vestíbulo me procuré una pequeña máquina de afeitar. Cuando empecé a afeitarme en el cuarto de baño, observé que debía inclinarme un poco para verme en el espejo, y recordaba que antes me había mirado manteniéndome tieso. La diferencia era mínima: pero hacía un momento, al quitarme la camisa, había observado algo singular: la camisa parecía haberse acortado, como si se hubiera encogido. Me miré con más atención. Las mangas y el cuello no habían cambiado. Dejé la camisa sobre la mesa; su aspecto era el mismo de antes.

Sin embargo, cuando me la puse, apenas me llegaba hasta la cintura. Era yo quien había cambiado, no la camisa. «De modo que he crecido.» Esta idea era absurda, pero no dejó de inquietarme. Llamé al infor del hotel y pedí la dirección de un médico, de un especialista en medicina espacial. Mientras me fuera posible, no quería recurrir al ADAPT. Tras un silencio, como si el autómata del teléfono tuviera alguna duda, oí la dirección. El médico vivía en la misma calle, a unas manzanas de distancia.

Fui a verle. Un robot me condujo a una gran habitación sumida en la penumbra. No había nadie más que yo.

El médico entró al cabo de un rato. Parecía salido de una foto de familia del estudio de mi padre. Era bajo, pero no delgado, canoso, y llevaba una pequeña barba blanca y gafas de montura de oro, las primeras gafas que veía en un rostro humano después de mi aterrizaje. Se llamaba doctor Juffon.

— ¿Hal Bregg? — preguntó —. ¿Es usted?

— Sí.

Guardó silencio y me miró largo rato.

— ¿Qué le duele?

— En realidad nada, doctor, sólo que… — y le conté mis singulares observaciones.

Sin decir una palabra, me abrió una puerta. Entré en un pequeño consultorio.

— Desnúdese, por favor.

— ¿Del todo? — pregunté cuando sólo conservaba los pantalones.

— Si.

Contempló mi desnudez.

— Ya no hay hombres semejantes — murmuró para su coleto. Me escuchó el corazón, colocando sobre mi pecho un fríe auricular.

«Así seguirá siendo dentro de mil años», pensé, y esta idea me causó un pequeño placer.

Midió mi estatura y después me hizo echar. Miró con mucha atención la cicatriz que tengo bajo la clavícula derecha, pero no dijo nada. Me examinó durante casi una hora.

Reflejos, capacidad pulmonar, electrocardiograma; todo. Mientras yo me vestía, se sentó ante un pequeño escritorio negro. El cajón que abrió para hurgar en él, rechinó. Después de todos aquellos muebles que se movían como poseídos en torno a las personas, este antiguo escritorio me gustó mucho.

— ¿Cuántos años tiene?

Le expliqué mis circunstancias a este respecto.

— Tiene el organismo de un hombre de treinta años — comentó —. ¿Ha hibernado?

— Sí.

— ¿Mucho tiempo?

— Un año.

— ¿Por qué?

— Volvimos con una presión reforzada. Tuvimos que echarnos en el agua. Amortización, doctor, ya sabe. Y como resulta muy antipático pasar todo un año tendido en el agua y despierto…

— Claro. Pensaba que había hibernado más tiempo. Puede deducir tranquilamente este año.

No tiene cuarenta, sino treinta y nueve.

— Y… ¿lo otro?

— No es nada, Bregg. ¿Cuánta tuvieron?

— ¿Aceleración? Dos g.

— Ya. Usted ha pensado que seguía creciendo, ¿verdad? No, no está creciendo. Muy sencillo: son los discos. ¿Sabe qué son?

— Sí, unos cartílagos de la columna vertebral.

— Exacto. Ahora que ha salido de esa presión, se relajan. ¿Cuánto mide?

— Cuando despegué medía un metro noventa y" siete.

— ¿Y después?

— No tengo ni idea. No me medí; tenía otras ocupaciones.

— Ahora mide dos metros y dos centímetros.

— Una bonita historia — dije —. ¿Y esto continuará?

— No, probablemente se detendrá aquí… ¿Cómo se siente?

— Bien.

— Todo se antoja demasiado ligero, ¿verdad?

— Ahora ya menos. En el ADAPT de la Luna nos dieron unas pildoras para disminuir la tensión muscular.

— ¿Les desgravitaron?

— Sí, durante los tres primeros días. Creían que esto era demasiado poco después de tantos años, pero por otro lado no querían mantenernos encerrados por más tiempo.

— ¿Y cuáles son sus impresiones?

— Pues… — vacilé — muchas veces… me siento como un hombre de Neandertal recién llegado a la ciudad.

— ¿Qué piensa hacer ahora?

Le hablé de la villa.

— Puede que no sea tan mala idea — opinó —, pero…

— ¿Sería mejor el ADAPT?

— No puedo afirmarlo. Usted… escuche, ¡yo me acuerdo de usted!

— ¿Cómo es posible? Usted aún no…

— Ya lo sé. Pero oí hablar de usted a mi padre. Yo tenía entonces doce años.

— Ah, ya habían pasado muchos años desde nuestra salida — contesté —, ¿y aun así seguían pensando en nosotros? Es extraño.

— Yo no lo creo. Lo extraño es que les olvidaran. Usted ya sabía cómo sería el regreso, pero, naturalmente, no podía imaginárselo.

— Lo sabía.

— ¿Quién le ha enviado a verme?

— Nadie. Es decir…, el infor del hotel. ¿Por qué?

— Es gracioso — repuso —. En realidad, no soy médico, ¿sabe?

— Entonces, ¿cómo es que…?

— No practico desde hace cuarenta años. Me ocupo de la historia de la medicina espacial.

Porque ya es historia, Bregg, y aparte del ADAPT ya no hay trabajo para los especialistas.

— Perdone, yo no sabia…

— Bobadas. Al contrario, tendría que estarle agradecido. Usted es una prueba viviente contra las tesis de la escuela de Millman sobre la influencia perjudicial de la gravitación acentuada en el organismo. Ni siquiera tiene un agrandamiento del ventrículo izquierdo, ni hay un solo indicio de dilatación pulmonar… y su corazón es magnífico. Pero esto ya lo sabe, ¿verdad?

— Sí, ya lo sé.

— Como médico, no tengo nada más que decirle, Bregg, pero como… — titubeó.

— ¿Sí?

— ¿Cómo se orienta usted en… nuestra vida actual?

— Nebulosamente.

— Tiene canas, Bregg.

— ¿Acaso esto es importante?

— Sí. Las canas significan edad. Ahora no encanece nadie antes de los ochenta años, Bregg, e incluso entonces es poco frecuente.

Comprendí que tenía razón; casi no había visto personas ancianas.

— ¿Y cómo es eso? — pregunté.

— Hay preparados especiales, medicamentos, que retardan las canas. También es posible recuperar el color original del cabello, aunque esto es un poco más difícil.

— Ya — dije —, pero ¿por qué me habla de este tema?

Observé que estaba indeciso.

— Las mujeres, Bregg — repuso entonces, brevemente.

Me estremecí.

— ¿Quiere decir que tengo el aspecto de un… anciano?

— De un anciano, no. más bien de un atleta…, pero al fin y al cabo, no se pasea desnudo. En especial cuando está sentado, su aspecto es…, bueno, una persona corriente le tomará por un anciano rejuvenecido. Rejuvenecido por una operación hormonal o algo similar.

— ¡Qué se le va a hacer! — concluí.

Ignoraba por qué me sentía tan fatal bajo su mirada serena. Se quitó las gafas y las" dejó sobre el escritorio. Tenía los ojos azules y un poco llorosos.

— Hay muchas cosas que no comprende, Bregg. Si tuviera que continuar siendo un asceta hasta el fin de su vida, tal vez su «¡qué se le va a hacer!» vendría a cuento, pero… esta sociedad a la que ha regresado no siente ningún entusiasmo hacia aquello por lo que usted ha sacrificado algo más que su vida.

— No hable así, doctor.

— Digo lo que pienso. Sacrificar la propia vida… ¿qué más da? La gente lo ha hecho durante siglos…, pero renunciar a todos los amigos, a los padres, parientes, conocidos, y a las mujeres… ¡Porque usted ha renunciado a ellas, Bregg!

— Doctor…

La palabra casi se me atragantó. Me apoyé con los codos sobre el viejo escritorio.

— Excluyendo a un puñado de profesionales, esto no importa a nadie, Bregg. ¿Lo sabe?

— Sí. Me lo dijeron en la Luna…, sólo que… lo expresaron con más suavidad.

Ambos guardamos silencio durante un rato.

— La sociedad a la cual ha vuelto está estabilizada. Vive tranquila. ¿Comprende? El romanticismo de los primeros vuelos espaciales ya ha pasado. Es casi una analogía de la historia de Colón. Su expedición fue algo extraordinario, pero ¿quién se interesó doscientos años después de él por los capitanes de veleros? Sobre el regreso de usted hubo una noticia de dos líneas en el real.

— Doctor, esto no significa nada.

Su compasión empezaba a ofenderme más que la indiferencia de los otros. Pero esto no podía decírselo.

— Ya lo creo que sí, Bregg, aunque usted no quiera reconocerlo. Si se tratara de otra persona, me callaría, pero a usted debo decirle la verdad. Está solo. El nombre no puede vivir solo. Sus intereses, todo aquello con lo que ha regresado, forman una pequeña isla en un océano de ignorancia. Dudo que haya muchas personas a quienes apetezca escuchar lo que usted puede contarles. Yo pertenezco a ellas, pero tengo ochenta y nueve años…

— No tengo nada que contar — repliqué, indignado —. Por lo menos, nada sensacional. No hemos descubierto ninguna civilización galáctica, y además yo era sólo un piloto. Dirigía la nave. Alguien tenía que hacerlo.

— ¿Conque sí? — dijo en voz baja, arqueando sus canosas cejas.

Exteriormente, yo estaba tranquilo, pero me dominaba una violenta cólera.

— ¡Sí, y mil veces sí! Y esta indiferencia de ahora, si le interesa saberlo, sólo me importa a causa de los que se han quedado allí…

— ¿Quién se ha quedado? — preguntó, muy sereno.

Me apacigüé.

— Muchos, Arder, Venturi, Ennesson. Doctor, ¿por qué…?

— No se lo pregunto por mera curiosidad. Créame, a mí tampoco roe gustan las palabras rimbombantes, pero esto ha sido casi como mi propia juventud. Por ustedes me he dedicado a este estudio. En nuestra inutilidad nos hemos convertido en iguales. Como es natural, usted puede no reconocerlo. No profundizaré en ello. Pero me gustaría saberlo. ¿Qué ocurrió con Arder?

— No se sabe con exactitud — repuse. De pronto, todo me daba igual. ¿Por qué no debía hablar de ello? Miré fijamente el barniz negro y astillado del escritorio. Nunca me habría imaginado que llegaríamos a esto —. Conducíamos dos sondas sobre Arturo — continué —. Perdí el contacto con él. No podía encontrarlo. La avería era de su radio, no de la mía. Volví cuando se me terminó el oxígeno.

— ¿Le esperó?

— Sí. Es decir, describí círculos en torno a Arturo. Durante seis días. Exactamente ciento cincuenta y seis horas.

— ¿Solo?

— Sí. Tuve mala suerte, porque aparecieron nuevas manchas en Arturo y perdí completamente el contacto con el Prometeo. Con mi nave. Intermitencias. Solo, sin radio, no pudo volver. Me refiero a Arder. Porque en las sondas la radiogoniometría está acoplada a la radio. Sin mí no podía volver, y no apareció. Gimma me llamó, y tenía razón. Más tarde calculé para pasar el rato las posibilidades de que yo volviera a encontrarle con el radar…; no lo recuerdo con exactitud, pero era como de una en un trillón. Espero que hiciera lo mismo que Arne Ennesson.

— ¿Qué hizo Arne Ennesson?

— Perdió la focalización del haz. Su empuje se debilitó. Aún podía mantenerse en órbita…, unas veinticuatro horas, según mi estimación…, giraría en espiral y finalmente caería sobre Arturo, así que prefirió precipitarse cuanto antes contra la estrella. Ardió casi delante de mis ojos.

— ¿Cuántos pilotos había además de usted?

— En el Prometeo, cinco.

— ¿Cuántos han vuelto?

— Olaf Staave y yo. Sé lo que piensa, doctor, que es una heroicidad. También yo lo pensaba cuando leía libros acerca de hombres semejantes. Pero no es cierto. ¿Me oye? Si hubiera podido, habría dejado solo a Arder y regresado inmediatamente, pero no podía. El tampoco habría regresado; nadie lo habría hecho. Gimma tampoco…

— ¿Por qué… reniega usted de sí mismo? — inquirió en voz baja.

— Porque existe una diferencia entre el hecho heroico y la necesidad. Hice lo que habría hecho cualquiera. Doctor, para comprenderlo hay que estar allí. El hombre es una burbuja llena de líquido. Basta un empuje defocalizado o unos campos desmagnetizados para que se produzca una vibración y al momento la sangre se coagule. Fíjese bien: no hablo de causas exteriores como meteoros sino de las consecuencias de defectos. Cualquier estupidez, un alambre quemado de la radio es suficiente, y entonces ocurre. Si en semejantes expediciones y circunstancias también los hombres fallaran, todo se reduciría a un simple suicidio, ¿comprende? — Cerré los ojos un instante —. Doctor, ¿ahora ya no vuelan? ¿Cómo es posible?

— ¿Volaría usted?

— No.

— ¿Por qué?

— Se lo diré. Ninguno de nosotros habría volado si hubiera sabido cómo son las cosas allí.

Esto no lo sabe nadie. Nadie que no haya estado allí. Éramos un puñado de animales muertos de miedo y desesperación.

— ¿Cómo concuerda esto con lo que ha dicho antes?

— No tiene que concordar. Ocurrió así. Teníamos miedo. Doctor, mientras esperaba a Arder, girando en torno a aquel sol, pensé en diversas personas y hablé con ellas, con ellas y conmigo mismo, y al final llegué a creer que volaban conmigo. Todos nos salvábamos como podíamos. Reflexione, doctor. Ahora estoy aquí con usted, he alquilado una villa y comprado un coche antiguo, quiero aprender, leer, nadar…, pero llevo todo eso dentro de mí. Aquel espacio, aquel silencio, y los gritos de Venturi pidiendo socorro mientras yo, en lugar de salvarle, retrocedía a plena propulsión.

— ¿Por qué?

— Yo pilotaba el Prometeo. El reactor de Ennesson cayó; podía hacernos estallar a todos.

Pero no explotó, de modo que no nos habría destruido. Quizá aún habríamos tenido tiempo de recuperarle, pero yo no tenía derecho a arriesgarlo todo. El caso de Arder fue al revés. Yo quería salvarle y Gimma me llamó porque temía que pereciéramos ambos.

— Bregg…, dígame, ¿qué esperaban ustedes de nosotros? ¿De la Tierra?

— Lo ignoro. No lo he pensado nunca. Era como hablar de la vida después de la muerte o del paraíso, y asegurar que lo habrá, pero sin poder imaginarlo. No hablemos más de eso. Yo quería hacerle una pregunta: ¿qué es la… betrización?

— ¿Qué sabe de ella?

Se lo dije, pero no mencioné las circunstancias ni por quién me había enterado.

— Sí — contestó —, así es más o menos como lo ve la mayoría de la gente.

— ¿Y qué hay de mí?

— La ley prevé una excepción para ustedes, ya que betrizar a los adultos es una intervención que puede ser perjudicial e incluso peligrosa para la salud. Además se es de la opinión, que no carece de fundamento, de que ustedes ya han superado la prueba… de una actitud moral. Y por otra parte… no son muchos.

— Otra cosa, doctor. Ha mencionado a las mujeres. ¿Por qué me ha dicho eso? Pero tal vez le estoy robando demasiado tiempo…

— No, no me roba el tiempo. ¿Que por qué lo he dicho? ¿Con qué personas se puede intimar, Bregg? Padres, hijos, amigos, mujeres. Usted no tiene padres ni hijos. Amigos no puede tener.

— ¿Por qué?

— No pienso en sus camaradas, aunque no sé si desearía moverse en su círculo y recordar…

— ¡Dios mío, no!

— ¿Entonces? Usted vive dos épocas. En la pasada vivió su juventud, y no tardará en conocer la actual. Si añadimos los diez años, su experiencia no puede compararse con la de sus coetáneos. Por consiguiente, no puede hablarse de equivalencia en sus relaciones.

¿Acaso quiere vivir entre ancianos? Lo único que le queda son las mujeres. Solamente las mujeres.

— Preferiría una sola — murmuré.

— Hoy día es difícil encontrarla.

— ¿Por qué?

— Es una era de bienestar que, traducido al idioma del erotismo, significa falta de consideración. Porque no se puede tener amor ni mujeres… por dinero. Las cuestiones materiales han dejado de existir.

— ¡Y a eso llama usted falta de consideración!

— Sí. Usted piensa seguramente, porque he hablado del amor mercenario, que se trata de prostitución clandestina o declarada. No. Esos tiempos ya han pasado. Antes la mujer era deslumbrada por el éxito. El hombre se imponía a ella por la cantidad de sus ingresos, su capacidad profesional, su posición en la sociedad. En una sociedad igualitaria esto ya no es posible. Salvo escasas excepciones. Si usted fuera realista, por ejemplo…

— Soy realista.

El médico sonrió.

— Ahora esta palabra tiene otro significado. Se refiere a un actor que trabaja en el real. ¿Ha estado ya en el real?

— No.

— Vaya a ver un par de melodramas y comprenderá los criterios actuales sobre la elección erótica. Lo más importante es la juventud. Por eso luchan tanto por ella. Las arrugas, las canas, sobre todo el encanecimiento prematuro despiertan sentimientos tales como hace unos siglos… la lepra.

— Pero ¿por qué?

— Le resultará difícil de comprender. Los argumentos de la razón son impotentes ante las costumbres establecidas. Usted ignora todavía que han desaparecido muchos elementos que antes eran decisivos en el erotismo. La naturaleza no admite lagunas: otros elementos tenían que venir a sustituirlos. Tomemos como ejemplo lo que usted conoce tan bien: el riesgo.

Ahora ya no existe, Bregg. El hombre no puede imponerse a la mujer por su bravura, mediante una acción intrépida. Y sin embargo, la literatura, el arte, toda la cultura ha vivido durante siglos de este tema: el amor enfrentado a las decisiones extremas. Orfeo fue hasta los infiernos a buscar a Eurídice. Otelo mató por amor. La tragedia de Romeo y Julieta… En la actualidad ya no hay tragedias. Ni siquiera una remota posibilidad de que las haya. Hemos eliminado el infierno de las pasiones, y el resultado ha sido que el cielo ha dejado de existir al mismo tiempo. Ahora todo es tibio, Bregg.

— ¿Tibio?

— Sí. ¿Sabe qué hace incluso el más desgraciado de los amantes? Se porta con sensatez.

Ninguna violencia, ninguna rivalidad…

— ¿Quiere…, quiere usted decir que todo esto… ha desaparecido? — pregunté. Por primera vez sentí un terror supersticioso hacia semejante mundo. El anciano médico guardó silencio —.

Doctor, no es posible. ¿Cómo… puede ser realmente así?

— Pues así es. Y usted debe aceptarlo, Bregg, como el aire, como el agua. He dicho que es difícil encontrar una mujer. Para toda la vida es casi imposible. El término medio de relaciones tiene una duración de siete años. Por otra parte, esto ya es un progreso. Hace medio siglo apenas llegaba a cuatro…

— Doctor, no quiero hacerle perder demasiado tiempo. ¿Qué me aconseja?

— Lo que ya le he dicho: recuperar el color de sus cabellos…, sí, ya sé que suena a algo trivial. Pero es importante. Me avergüenza tener que darle este consejo, pero no depende de mí. ¿Qué puedo hacer yo…?

— Se lo agradezco. De verdad. Y ahora una última pregunta: dígame, por favor, qué aspecto tengo…, con el telón de fondo de estas calles, a los ojos de los transeúntes… ¿Qué ven en mí?

— Bregg, usted es diferente. Para empezar, su complexión. Como la de los personajes de la Ilíada. Proporciones de la antigüedad…, esto puede ser incluso una ventaja, aunque supongo que sabe lo que ocurre a los que se diferencian demasiado de los demás.

— Sí, lo sé.

— Es un poco demasiado alto…, no recuerdo haber visto hombres así ni siquiera en mi juventud. Ahora tiene el aspecto de un hombre muy alto y mal vestido, pero no se trata del traje. Sus músculos son demasiado desarrollados. ¿Lo eran ya antes de su viaje?

— No, doctor. Es culpa de las dos g, ya sabe.

— Es posible…

— Siete años. Siete años de doble carga. Mis músculos tenían que agrandarse: los músculos del vientre y del pecho. También sé qué cuello tengo. De otro modo me habría ahogado como una rata. Trabajaban incluso mientras dormía, incluso durante la hibernación. Todo pesaba el doble. Esta es la razón.

— ¿Y los otros…? Perdone la pregunta, pero mi curiosidad profesional me impulsa a formularla… No ha habido jamás una expedición tan larga, ¿sabe?

— Cómo no voy a saberlo. ¿Los otros? Olaf casi tanto como yo. Esto depende del esqueleto; yo siempre fui más ancho. Arder era más alto que yo, medía más de dos metros. Vaya con Arder… ¿Qué decía? Los otros…, bueno, yo era el más joven y tenía mayor facultad de adaptación. Al menos, así lo afirmaba Venturi… ¿Conoce usted los trabajos de Janssen?

— ¿Si los conozco? Para nosotros ya son clásicos, Bregg.

— ¿Ah, sí? Es gracioso, era un doctor pequeño y vivaz… Con él resistí setenta y nueve g durante un segundo y medio, ¿sabe?

— ¡Qué me dice!

Sonreí.

— Lo tengo por escrito. De eso hace ciento treinta años; ahora cuarenta ya son demasiados para mí.

— Bregg, ¡ahora nadie aguanta más de veinte!

— ¿Por qué? ¿Tal vez a causa de la betrización?.

Calló. Tuve la impresión de que sabía algo que no quería decirme. Me levanté.

— Bregg — me interpeló —, ya que hablamos de esto: ¡tenga cuidado!

— ¿De qué?

— De usted mismo y de los demás. El progreso nunca llega de balde. Nos hemos librado de mil peligros y conflictos, pero hubo que pagar por ello. La sociedad se ha ablandado. Y usted es… puede ser… duro. ¿Me comprende?

— Sí, le comprendo — repuse y pensé en el hombre que reía en el restaurante y que enmudeció cuando me acerqué a él —. Doctor — dije de repente —, por la noche encontré un león.

Mejor dicho, dos leones. ¿Por qué no me hicieron nada?

— Ya no hay fieras, Bregg… La betrización… ¿Los vio durante la noche? ¿Y qué hizo?

— Les acaricié el cuello — expliqué, y le. enseñé cómo lo hice —. Pero la comparación con la Ilíada ha sido una exageración, doctor. Pasé mucho miedo. ¿Qué le debo?

— Ni se le ocurra pensar en ello. Y si alguna vez tiene deseos de volver…

— Gracias.

— Pero no lo aplace demasiado — dijo casi para su coleto, cuando yo ya salía. Hasta que llegué a la escalera no comprendí el significado: tenía casi noventa años.

Volví al hotel. En el vestíbulo había una peluquería. Naturalmente, el peluquero era un robot. Me hice cortar el pelo. Me había crecido demasiado, sobre todo detrás de las orejas. En las sienes era donde tenía más canas. Cuando terminó, tuve la impresión de que mi aspecto era menos salvaje. Me preguntó con voz melodiosa si quería oscurecerme el cabello.

— No.

— ¿Aprex?

— ¿Qué es eso?

— Contra las arrugas.

Vacilé. Me sentí absolutamente imbécil, pero tal vez el médico tenía razón.

— Bueno — accedí por fin. Me cubrió todo el rostro con una capa de una jalea de olor penetrante, que se endureció como una máscara. Permanecí bajo las toallas, contento de que ahora mi rostro fuera invisible.

Entonces subí al piso superior. En la habitación ya estaban los paquetes de ropa líquida; me quité el traje y fui al cuarto de baño. Allí había un espejo.

Sí. Verdaderamente, podía asustar. No sabía que tuviera el aspecto de un luchador de feria.

Potentes músculos pectorales, un torso decididamente atlético. Cuando levanté el brazo y se hinchó el músculo del pecho, vi mi cicatriz, del ancho de una mano. Quise ver también la cicatriz que tenía bajo el omoplato, por la que me llamaban afortunado, ya que si la astilla se hubiese introducido sólo tres centímetros más a la izquierda, me habría destrozado la columna vertebral. Me golpeé con el puño el vientre plano como una tabla.

— Eres un animal — interpelé al espejo. Ansiaba darme un baño, une verdadero y no en un viento de ozono, y me alegré al pensar en la piscina de la villa. Quería ponerme alguna de las prendas nuevas, pero no podía separarme de mis viejos pantalones, así que me puse la chaqueta blanca, aunque la mía negra, de codos desfilachados, me gustaba mucho más, y bajé al restaurante.

La mitad de las mesas estaban ocupadas. Crucé tres salas y llegué a| la terraza; desde allí se veían los grandes bulevares con sus interminables hileras de gliders; bajo las rkubes, como una cordillera, azul por el aire, se levantaba la Estación Terminal.

Encargué la comida.

— ¿Cuál? — preguntó el robot, que quería traerme una carta.

— Cualquiera — dije —. Una comida normal.

Cuando empecé & comer me di cuenta de que todas las mesas en torno a mí estaban desocupadas.

Involuntariamente, buscaba la soledad. Ni siquiera me apercibía de ello. Tampoco me fijé en lo que comía. Perdí el sentido de la seguridad y dudé de que mis planes fueran buenos.

Vacaciones… como si quisiera recompensarme a mí mismo porque a nadie más se le había ocurrido. El camarero se acercó en silencio.

— ¿Es usted el señor Bregg?

— Tiene una visita en su habitación.

En seguida pensé en Nais. Apuré el líquido oscuro y espumoso y me levanté, sintiendo unas miradas fijas en mi espalda. No estaría mal poder quitarme diez centímetros de estatura con una sierra. En mi habitación se hallaba una mujer joven a la que no había visto nunca, vestida con algo gris y aterciopelado y una estola roja sobre los hombros.

— Soy del ADAPT — dijo — y hoy he hablado con usted.

— ¿Era usted, entonces?

Estaba algo molesto. ¿Qué querrían de mí ahora?

Se sentó. Yo también me senté, lentamente.

— ¿Cómo se encuentra?

— Perfectamente He ido a ver al médico y me ha examinado. Todo va como una seda. He alquilado una villa y me propongo leer un poco.

— Muy sensato. A este respecto, Klavestra es lo ideal. Tendrá montañas, tranquilidad…

Ya sabían que iba a Klavestra. ¿Acaso me perseguían, o qué? Me quedé inmóvil y esperé la continuación.

— Le he traído algo, de nuestra parte.

Me indicó un pequeño paquete que había sobre la mesa.

— Es la última novedad, ¿sabe? — explicó con vivacidad, aunque un poco forzada —. Cuando se acueste, sólo tiene que poner en marcha el aparato… y de este modo, sencillamente y sin ningún esfuerzo, se enterará en pocas noches de muchísimas cosas útiles.

— ¿En serio? Magnífico — dije. Ella sonrió y yo la imité, como un alumno dócil —. ¿Es usted psicólogo?

— Sí. Ha acertado… — Ahora titubeó. Observé que quería decirme algo más.

— Sí, dígame…

— ¿No se enfadará conmigo?

— ¿Por qué habría de enfadarme?

— Porque…, verá…, viste usted algo…

— Ya lo sé. Pero voy a gusto con estos pantalones. Quizá, con el tiempo…

— Oh, no, no se trata de los pantalones. La chaqueta de punto…

— ¡La chaqueta! — me asombré —. Me la han hecho hoy mismo y al parecer es la última moda.

¿O no?

— Sí. Pero la ha esponjado en exceso… ¿Me permite?

— Sí, claro — repuse en voz muy baja. Se inclinó hacia mí, me tocó el pecho con los dedos y exclamó quedamente:

— ¿Qué tiene ahí?

— Nada…, aparte de mí mismo — contesté con una sonrisa mordaz.

Entrelazó los dedos y se levantó. Mi serenidad, acompañada de una satisfacción malévola, se disolvió de improviso.

— Siéntese otra vez, se lo ruego.

— Pero… le pido mil perdones, pero yo…

— No hay de qué. ¿Hace tiempo que trabaja en el ADAPT?

— Este es el segundo año.

— Así que… ¿éste es el primer paciente? — Me señalé a mí mismo con el dedo. Ella enrojeció un poco —. ¿Puedo preguntarle algo?

Parpadeó. ¿Acaso pensaba que iba a pedirle una cita?

— Por supuesto…

— ¿Cómo hacen para que pueda verse el cielo desde todos los planos de la ciudad?

Se animó.

— Es muy sencillo. La televisión…, como antes la llamaban. En los techos hay pantallas que transmiten todo cuanto hay sobre la superficie, la imagen del cielo, de las nubes…

— Pero estos niveles no son muy altos — observé — y sin embargo, hay en ellos casas de cuarenta pisos…

— Una ilusión — sonrió —. Sólo una parte de estas casas es real; su prolongación es una imagen. ¿Comprende?

— Sí, eso puedo comprenderlo, pero no su utilidad.

— Es para que los habitantes de los distintos planos no se sientan perjudicados en ningún aspecto…

— Ya — contesté —. No es mala idea…, y otra cosa más. Quiero conseguir libros. ¿Puede recomendarme alguno de su rama? O mejor aún, compilaciones…

— ¿Quiere estudiar sicología? — se sorprendió.

— No, pero me gustaría saber lo que han hecho aquí durante este tiempo.

— Entonces yo le recomendaría el Mayssen — dijo.

— ¿Qué es eso?

— Un libro de texto.

— Querría algo más completo. Compendios, monografías… Cosas de primera mano…

— Quizá resultarían demasiado difíciles.

Sonreí amigablemente.

— Y quizá no. ¿En qué estriba esa dificultad?

— La psicología se ha matematizado mucho…

— Yo también. Hasta el punto en que lo interrumpí hace cien años. ¿Se necesita algo más?

— Pero usted no es matemático, ¿verdad?

— De profesión, no. Pero he estudiado. En el Prometeo. Allí había mucho tiempo libre, ¿sabe?

Asombrada y confusa, no dijo nada más. Me dio un papel con diversos títulos de libros.

Cuando se hubo ido, volví a la mesa y me senté pesadamente. Incluso ella, una colaboradora del ADAPT… ¿Matemáticas? Claro. Un hombre salvaje. «Los odio a todos — pensé —. Los odio, los odio.» No sabía a quién me refería al pensarlo. A todos, supongo. Sí, sencillamente a todos. Me habían engañado. Me enviaron allí sin saber lo que hacían, y mi deber era no regresar, como Venturi, como Arder y Thomas, pero yo había vuelto para que me tuvieran miedo. Para vagar como un reproche viviente que nadie quiere aceptar. «Ya no sirvo», pensé. Si al menos pudiera llorar. Arder podía. Decía que nadie ha de avergonzarse de sus lágrimas. Era posible que hubiese mentido al médico. No se lo había dicho nunca a nadie, pero no estaba seguro de si lo habría hecho por otro. Tal vez sí.

Por Olaf, más tarde. Pero no estaba completamente seguro. ¡Arder! ¡Cómo nos habían destrozado, y cómo habíamos creído en ellos y sentido sobre y fuera de nosotros a la Tierra, a una Tierra que existía, que creía y pensaba en nosotros! Ninguno hablaba de ello. ¿Para qué?

No hay por que hablar de lo evidente.

Me levanté. No podía seguir sentado. Me paseé de un extremo a otro.

Basta. Abrí la puerta del cuarto de baño; ni siquiera había agua para refrescarse la cabeza.

Por otra parte, vaya idea. Sencillamente histérica.

Volví a la habitación y empecé a hacer el equipaje.

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