No llevaba nada, ni siquiera un abrigo. Dijeron que no era necesario. Me permitieron conservar el jersey negro, menos mal. Y logré quedarme con la camisa; pensaba que me costaría un poco acostumbrarme a prescindir de ella. En el mismo pasillo, bajo el casco de la nave, donde nos agolpábamos, Abs rne alargó la mano con una sonrisa de complicidad.
— Ten cuidado…
Ya había pensado en ello; no le estrujé la mano. Me sentía completamente tranquilo. El quiso decir algo más, pero se lo impedí dando media vuelta, como si no hubiese advertido nada, y subí los peldaños hacia el interior. La azafata me condujo entre los asientos hasta la parte delantera. Yo no quería ir en primera clase, y pensé que ya la habrían puesto al corriente. El asiento se abrió sin ruido. Ella me ajustó el respaldo, me sonrió y se fue. Tomé asiento. Cojines blandísimos, como en todas partes. Los respaldos eran tan altos que apenas podía ver a los otros pasajeros. Ahora ya aceptaba sin resistencia la policromía de los vestidos femeninos. Sin embargo, continuaba viendo insensatamente en los hombres un disfraz de carnaval y había esperado en secreto que aparecerían algunos con trajes normales; un reflejo necio. Todos se sentaron en seguida; ninguno llevaba equipaje, ni siquiera una cartera o un paquete. Las mujeres tampoco. De repente Rae pareció que éstas nos superaban en número, Delante de mí había dos mulatas con chaquetones de piel que imitaban las plumas del papagayo; debía de imperar la moda de los pájaros. Más allá, un matrimonio con un niño.
Después de los cegadores? elenóforos del andén y los túneles, después de la insoportable luz propia de las plantas callejeras, la luz del techo convexo parecía un resplandor suave. Coloqué las manos sobre las rodillas, pues en cierto modo me estorbaban. Ocho hileras de asientos grises, una fragancia de abetos, la quietud de conversaciones ahogadas. Esperé el anuncio del despegue, una señal cualquiera, la orden de colocarse el cinturón de seguridad. No ocurrió nada. Por el techo mate empezaron a pasar sombras confusas, parecidas a siluetas de pájaros de papel. «¿Qué diablos significan estos pájaros? — pensé, desconcertado —. ¿O no significan nada?» Estaba como petrificado en mi tensa atención, procurando no hacer nada incorrecto.
Aquello duraba ya cuatro días. Desde el primer momento. Siempre me quedaba rezagado frente a los acontecimientos, y la tentativa constante de comprender una situación o un diálogo fue transformando poco a poco mi tensión en un sentimiento que se parecía mucho a la desesperación. Estaba firmemente convencido de que los deriás sentían lo mismo. Pero no hablábamos de ello, ni siquiera cuando nos encontrábamos solos. Sólo hacíamos bromas sobre nuestro exceso de fuerza, y era cierto que debíamos tener mucho cuidado: al principio, cuando quería levantarme, saltaba hasta el techo, y todo lo que agarraba con la mano se me antojaba como de papel. Entonces aprendí bastante de prisa a controlar mi propio cuerpo. Al saludar ya no estrujaba la mano de nadie, aunque por desgracia esto era lo menos importante.
Mi vecino de la izquierda, corpulento, bronceado, de ojos un poco demasiado brillantes — tal vez llevaba lentes de contacto —, desapareció de pronto porque los lados de su asiento se ensancharon: los brazos se elevaron y se unieron hasta formar una especie de capullo en forma de huevo. Otros desaparecieron igualmente en cabinas similares, que recordaban sarcófagos esponjados. ¿Qué hacían allí dentro? Cada vez que mi mirada recaía en semejantes apariciones, intentaba — si no tenían que ver directamente conmigo — desviar la vista.
Interesante: a los que nos miraban embobados, tras enterarse de lo que somos en realidad, les contemplaba serenamente. Su asombro me importaba poco, aunque en seguida comprendí que no había en él ni un ápice de admiración. Resultaban mucho más desagradables los que cuidaban de nosotros: los colaboradores de ADAPT. El doctor Abs era quien despertaba en mí mayor repugnancia, ya que me trataba como trata un médico a un paciente anómalo, simulando — por otra parte, de modo muy convincente — que se las tenía que haber con una persona completamente normal. Cuando esto era imposible, hacía frases ingeniosas. Yo ya estaba harto de su actitud jovial. Cualquier transeúnte — imaginaba yo — habría considerado a Olaf y a mí como sus iguales, si alguien le hubiera interrogado al respecto; lo extraño no éramos nosotros mismos, sino nuestro pasado: éste sí era extraordinario. Sin embargo, el doctor Abs, como todos los colaboradores de ADAPT, conocía la verdad: que somos realmente distintos.
Esta diferencia no era una distinción sino un obstáculo: en la comprensión, en el diálogo más sencillo, incluso en el acto de abrir una puerta, ya que hace cincuenta sesenta años — ya no lo recuerdo con exactitud — que los picaportes dejaron de existir.
El despegue se produjo de manera inesperada. La gravedad no cambió en absoluto, al interior herméticamente cerrado no llegó ni un solo sonido, por el techo seguían fluyendo rítmicamente las sombras. Tal vez a causa de la rutina de mi viejo instinto, supe en un momento determinado que volábamos por el espacio; pues fue una certidumbre y no una suposición.
Pero había otra cosa que me interesaba. Reposaba en posición casi supina, con las piernas estiradas, inmóvil. Me lo permitieron con excesiva facilidad; ni siquiera. Oswamm se pronunció demasiado en contra. Los argumentos aducidos por él y por Abs no pudieron convencerme — yo mismo hubiera encontrado unos mejores —. Sólo insistieron en que cada uno de nosotros debía volar solo. Y ni siquiera se tomaron a mal que yo impusiera mi rebeldía a Olaf, quien de otro modo habría aceptado quedarse allí por más tiempo. Esto me dio que pensar. Esperaba complicaciones, algo que invalidara mi plan en el último momento. Pero no sucedió nada parecido, y ahora yo estaba volando. Este último viaje terminaría dentro de un cuarto de hora.
Era evidente que no les había cogido de sorpresa ni mi plan, ni la posición que adopté para lograr una salida más rápida. Ya tenían catalogado este tipo de reacción; era una conducta estereotipada, propia de tipos impetuosos como yo y que en sus tablas psicotécnicas tenían su correspondiente número ordinal. Me permitían volar…, ¿por qué? ¿Porque la experiencia les decía que no sería capaz de llevarlo a cabo? Pero ¿por qué no, cuando toda esta escapada «independiente» consistía en volar de una estación a otra, donde alguien del ADAPT terrestre ya estaría esperando, y todo cuanto yo debía hacer se reducía a encontrar a esa persona en el lugar convenido?
Entonces ocurrió algo. Oí levantarse unas voces. Me incorporé en el asiento. Dos hileras delante de mí, una mujer empujó a la azafata, quien a causa de un movimiento defensivo lento y automático, retrocedió entre los asientos. La mujer repitió: «¡No lo permitiré! ¡No me dejaré tocar por ésta! — » No pude ver su rostro. Su vecino la agarró por el hombro y le habló en tono conciliador. ¿Qué significaba esta escena? Los otros pasajeros no le prestaron atención. Me invadió una vez más la sensación de una extrañeza inverosímil. Miré a la azafata, que se había detenido junto a mí y me sonreía como antes. No era la sonrisa superficial de una cortesía obligada, ni pretendía minimizar el incidente. La azafata no fingía serenidad; la sentía realmente.
— ¿Le gustaría beber algo? ¿Prum, extran, morr, sidra?
Una voz melodiosa. Negué con la cabeza. Quería decirle algo amable, pero sólo se me ocurrió la consabida pregunta:
— ¿Cuándo aterrizaremos?
— Dentro de seis minutos. ¿Desea comer algo? No tiene por qué apresurarse; se puede quedar aquí después del aterrizaje.
— No, gracias.
Se alejó. En el aire, justo delante de mi rostro y contra el fondo del respaldo delantero, centelleó, como escrita con el extremo encendido de un cigarrillo, la palabra STRATO. Me incliné hacia delante para ver cómo había surgido este letrero, y me estremecí. Mi respaldo se curvó y me rodeó elásticamente. Yo ya sabía que los muebles se adaptan a cualquier cambio de posición, pero no dejaba de olvidarlo. No era agradable; más o menos, como si alguien siguiera a cada uno de mis movimientos. Quise volver a mi posición anterior, pero lo hice con demasiada energía. El asiento me interpretó mal y se abrió como una cama. Me caí de espaldas. ¡Qué idiota! ¡Más control! La palabra STRATO osciló y se fundió en otra:
TERMINAL. Ninguna sacudida, ningún aviso ni pitido. Nada. Se oyó un sonido lejano como el de una corneta de postillón, se abrieron cuatro puertas ovaladas al extremo de los pasillos entre los asientos, y en el interior sonó un bramido sordo e inmenso: el bramido del mar. Las voces de los pasajeros que se levantaban de sus asientos se hundieron sin dejar rastro en ese bramido. Yo permanecí sentado, pero ellos salieron, y las hileras de sus siluetas, contra el telón de fondo de las luces exteriores, se iluminaron de color verde, lila, púrpura — un baile de máscaras —. Ya habían salido todos. Mecánicamente, me estiré el pullover. Era una sensación tonta estar así, con las manos vacías. Por la puerta abierta entraba un aire fresco. Me volví. La azafata se encontraba ante el tabique, sin tocarlo con la espalda. En su rostro había la misma sonrisa alegre, ahora dirigida hacia las hileras de asientos vacíos, que ya empezaban a plegarse lentamente, como flores carnosas, unos más de prisa y otros más despacio; era el único movimiento en medio del bramido retardado y penetrante, parecido al del mar, que entraba por las aberturas ovaladas. «¡No me dejaré tocar por ésta!» De repente noté algo maligno en su sonrisa. En la salida dije:
— Hasta la vista.
— Siempre a su servicio.
El significado de estas palabras, que sonaban de modo muy peculiar en boca de una mujer joven y bonita, me pasó desapercibido mientras le daba la espalda y me asomaba a la puerta.
Quería poner el pie en los peldaños de la escalerilla, pero no había peldaños. Entre el cuerpo de metal y el borde del andén se abría un vacío de un metro. Como no estaba preparado para semejante trampa, perdí el equilibrio, salté torpemente y, ya en el aire, sentí que una fuerza invisible me sostenía desde abajo, por lo que floté sobre el vacío hasta que fui depositado con toda suavidad sobre una superficie blanca que cedió elásticamente bajo mis pies. En este vuelo mi expresión no debió de ser muy inteligente y sentí miradas divertidas, o al menos así me lo pareció; entonces me volví con rapidez y eché a andar por el andén. El vehículo con el que había venido descansaba en un lecho profundo, separado del borde del andén por un vacío completamente descubierto. Como por casualidad me acerqué a este vacío y sentí por segunda vez la presión invisible, que no me dejaba abandonar la superficie blanca. Deseé buscar el origen de aquella fuerza extraña, pero de improviso tuve la sensación de despertarme: me encontraba en la Tierra.
La oleada de transeúntes me absorbió: seguí avanzando a empellones entre el gentío. Pasó un buen rato antes de que me apercibiera de las gigantescas proporciones de aquel vestíbulo.
Pero ¿era acaso un vestíbulo? No había paredes; una explosión blanca y brillante de alas inverosímiles, mantenidas en el aire, y, entre ellas, columnas que no eran de ningún material sino que surgían de una vorágine.
¿Altas y enormes cascadas de un líquido más denso que el agua, iluminadas desde dentro por focos de colores? No. ¿Verticales túneles de cristal por los que volaban hacia arriba enormes cantidades de vehículos engullidos? No lo sabía. Empujado por la apresurada multitud, intenté llegar a un espacio vacío, pero allí no había espacios vacíos. Como pasaba por una cabeza a la gente que me rodeaba, vi alejarse ahora al vehículo vacío — no, éramos nosotros los que avanzábamos junto con todo el andén —. Desde arriba caían haces de luz y la multitud refulgía y se irisaba. Una superficie en la que todos nos agolpamos empezó a elevarse. Abajo, lejos ya, vi franjas blancas dobles, llenas de gente, con negros espacios huecos a lo largo de las naves inmóviles — había docenas de naves como la nuestra-; el andén movible describió una curva, aceleró el ritmo y ascendió a superficies más altas. Por encima revoloteaban alargadas y veloces sombras — su corriente de aire despeinaba a los ocupantes de la superficie —, que temblaban sobre viaductos increíbles, desprovistos de todo apoyo, con largas hileras de señales luminosas; entonces la plataforma que nos sostenía se dividió en tramos invisibles y mi parte se deslizó a través de espacios interiores llenos de gente sentada y de pie, rodeada de pequeñas luces intermitentes, como si fuera un policromo fuego de artificio.
Yo no sabía adonde mirar. Delante de mí había un hombre vestido con algo aterciopelado que centelleaba como el metal bajo el reflejo de la luz. Daba el brazo a una mujer ataviada de color escarlata; su vestido tenía un estampado de grandes ojos, casi como de pavo real, y estos ojos pestañeaban. No, no era una ilusión: los ojos de su vestido se abrían y cerraban de verdad. La plataforma sobre la que me hallaba detrás de esta pareja, entre docenas de otras personas, aceleró la marcha todavía más. Entre superficies de cristal empañado se abrían pasajes iluminados por luces de colores, de techos transparentes, sobre los que caminaban sin interrupción centenares de pies por el piso inmediato superior; el bramido incesante se extinguía o retumbaba de nuevo cuando miles de voces y sonidos humanos, incomprensibles para mí, pero importantes para los otros, volvían a ser engullidos por un túnel en este viaje de destino desconocido. Más abajo, en otras superficies, pasaban como una exhalación vehículos que yo no conocía — tal vez aviones —, ya que ascendían o descendían verticalmente y penetraban en el espacio de tal modo que yo temía instintivamente un pavoroso choque, pues no veía ningún cable, ningún carril, suponiendo que se tratara de transbordadores aéreos.
Cuando estos nebulosos huracanes de la velocidad se interrumpían por un solo instante, bajo ellos aparecían majestuosas y gigantescas plataformas atestadas de gente, como pistas de aterrizaje voladoras, que se movían en diferentes direcciones, se cruzaban, quedaban suspendidas, y por una ilusión de la perspectiva parecían traspasarse mutuamente. Era difícil fijar la vista en algo estable, porque toda la arquitectura del entorno daba la impresión de consistir exclusivamente en movimiento, en transformaciones. Incluso lo que al principio tomé por un techo flotante consistía en pisos colocados uno sobre otro. De pronto, en todas las curvas del interior del túnel por el que volábamos, en las facciones de la gente, filtrado a través de los techos de cristal y las enigmáticas columnas y reflejado por las superficies plateadas, se introdujo un resplandor púrpura, como si en algún lugar de la lejanía, en el centro de esta inmensa estructura, se hubiera producido una explosión atómica. El verde de las centelleantes luces de neón se hizo difuso, la leche de los soportes en forma de parábola se tiño de rosa. Contemplé esta invasión repentina de un resplandor rojo en el aire como indicio de una catástrofe. Pero nadie hizo el menor caso de este cambio, y ni yo mismo hubiera podido decir cuándo cesó.
En los bordes de nuestro andén aparecieron círculos verdes de veloz rotación, como anillos de neón suspendidos en el aire. Entonces una parte de la gente se dirigió hacia el desvío de otro andén o un plano inclinado; vi que podían cruzarse sin peligro las líneas verdes, como si no fueran materiales.
Durante un rato me dejé llevar con apatía por el blanco andén, hasta que se me ocurrió la idea de que tal vez ya estaba fuera de la estación y este paisaje inverosímil de cristal de diversas formas, que se elevaba constantemente como dispuesto a volar, era la propia ciudad, aunque la otra, la que había abandonado, seguramente sólo existía en mi memoria.
— Perdone — dije, dando una palmada al hombre de traje aterciopelado —, ¿dónde estamos?
Los dos me miraron. Sus rostros, levantados hacia mí, expresaban sorpresa. Abrigué la vaga esperanza de que la única causa fuese mi estatura.
— En el poliducto — contestó el hombre —. ¿Qué contacto tiene usted?
No comprendí absolutamente nada. — ¿Estamos…, estamos todavía en la estación? — Claro… — me respondió, aunque algo vacilante. — Y… ¿dónde se encuentra el Círculo Interior? — Ya lo ha pasado. Tendrá que repetir. — El mejor ráster lo encontrará en Merid — intervino entonces la mujer. Todos los ojos de su vestido parecían contemplarme con desconfiada sorpresa. — ¿Ráster? — repetí, desconcertado. — Sí, allí — dijo, indicando una elevación vacía, visible a través del círculo verde que se acercaba flotando; en los lados de la elevación había rayas plateadas y negras, como el fuselaje cómicamente pintado de una nave ladeada. Le di las gracias y salí del andén, pero por un punto equivocado, ya que la velocidad casi me paralizó las piernas. Me recuperé, recobré el equilibrio y di media vuelta de un modo que ya no sabía en qué dirección debía moverme. Reflexioné sobre lo que podía hacer. Entretanto, el lugar de mi trasbordo se había alejado bastante de la elevación plateada y negra que me indicara la mujer; ya no podía encontrarla. Como la mayoría de los transeúntes que me rodeaban se dirigían hacia un plano inclinado que conducía hacia arriba, yo les imité. Una vez allí, vi en el aire una inscripción luminosa, inmóvil y gigantesca: DUKT CENTR (las otras letras escapaban a la vista, eran demasiado gigantescas). Fui transportado sin ruido a un andén de un kilómetro de longitud, del que en ese mismo momento despegaba una nave con forma de huso, que al elevarse mostró su casco agujereado por las luces. Tal vez este enorme lugar era también un andén, y yo me encontraba en el ráster. A mi alrededor todo estaba desierto, así que ni siquiera podía hacer preguntas. Me hallaba en el camino hacia la dirección contraria. Una parte de mi «andén» consistía en espacios planos sin paredes delanteras. Vi al acercarse una especie de boxes bajos y mal iluminados que contenían hileras de vehículos. Los tomé por coches. Pero cuando los dos que estaban más cerca salieron y, antes de que yo tuviera tiempo de apartarme, pasaron por mi lado, vi mientras desaparecían en la perspectiva de curvas parabólicas, que no tenían ruedas, ventanillas ni puertas y eran aerodinámicos como enormes gotas negras. «Coches o no — pensé —, esto parece ser un aparcamiento.» ¿Quizá el de los rasters? Pensé que lo mejor sería esperar hasta que llegara alguien; entonces podría irme con él o al menos me explicaría algo. Pero mi andén, un poco elevado como el ala de un avión imposible, permanecía desierto. Sólo los vehículos negros se iban deslizando por las guías de metal uno a uno o varios a la vez, alejándose siempre en la misma dirección. Fui hacia el borde del andén, hasta que volvió a entrar en acción la fuerza invisible y elástica que garantizaba la seguridad. El andén pendía realmente del aire, sin ningún apoyo. Cuando levanté la cabeza, vi otros similares, flotando inmóviles en el espacio, con las luces apagadas; en otros, en cambio, se encendían las luces al aterrizar las naves. No eran cohetes, ni siquiera proyectiles como el primero que me trajo de la Luna.
No me movía hasta que contra el fondo de algún vestíbulo — aunque ignoraba si era realidad o un reflejo — vi unas letras de fuego que se balanceaban rítmicamente en el aire:
SOAMO SOAMO SOAMO; una pausa, un resplandor azul y luego NEONAX NEONAX NEONAX. Tal vez nombres de estaciones, tal vez propaganda de productos. No me sugerían absolutamente nada.
«Ya es hora de encontrar a este hombre», pensé, me volví, hallé un 'andén que fluía en la dirección contraria y fui por él hacia abajo. Resultó que no era el mismo plano, ni siquiera el vestíbulo del que me había elevado; lo supe porque carecía de grandes columnas. Quizá se habían trasladado a otra parte; todo me parecía posible.
Me encontraba en una selva de surtidores; más allá había una sala blanca y rosa, llena de mujeres. Al pasar alargué la mano como por casualidad hacia el chorro del surtidor iluminado, quizá porque era agradable ver algo que me resultara un poco conocido. Pero no tuve ninguna sensación, porque de ese surtidor no manaba agua. Al poco rato me pareció oler una fragancia de flores. Me llevé la mano a la nariz. La mano olía a mil jabones de tocador.
Involuntariamente, me la froté contra el pantalón. Ya estaba ante la sala donde sólo había mujeres. No tenía el aspecto de ser la antesala de un lavabo de señoras, pero tampoco lo sabía seguro y, como no quería preguntar, di media vuelta. Un joven, disfrazado con algo que parecía mercurio líquido sobre los hombros, que terminaba en unas mangas anchas y le ceñía las caderas, hablaba con una muchacha rubia que se apoyaba contra el surtidor. Llevaba un vestido claro muy corriente, lo cual me prestó algo de valor. Sostenía un ramo de flores de color rosa pálido, ocultó en él la cara y sonrió al joven con los ojos. En el último momento, cuando me hallaba junto a ellos y ya había abierto la boca, vi que la muchacha se comía las flores. Esto me hizo enmudecer unos instantes. Ella masticaba tranquilamente las hojas tiernas. Levantó la vista y me miró. Su mirada era impasible. Pero yo ya me había acostumbrado a esto y pregunté dónde se encontraba el Círculo Interior.
El joven pareció desagradablemente sorprendido, incluso enfadado de que alguien osara interrumpir su diálogo. Por lo visto yo había hecho algo inaudito.
Me miraron de arriba abajo, como para cerciorarse de si mi altura se debía a alguna clase de zancos. El no dijo una sola palabra.
— ¡Oh, allí! — gritó la muchacha —. ¡El ráster de Wuka, su ráster; aún puede cogerlo, de prisa!
Corrí en la dirección indicada, sin saber hacia dónde; todavía no tenía ni idea del aspecto de ese maldito ráster. Diez pasos más allá observé un embudo plateado que bajaba de las alturas; podía ser el pedestal de una de las gigantescas columnas que antes me habían asombrado tanto; ¿serían columnas voladoras?
La gente se apresuraba hacia allí desde todas direcciones. Y de improviso choqué contra alguien. No me tambaleé, sólo me quedé como petrificado; el otro, un hombre grueso, vestido de luminoso color naranja, se cayó. Entonces ocurrió en él algo increíble: su piel o su traje pareció marchitarse, ¡y se arrugó como un globo agujereado! Permanecí junto a él, desconcertado; tan perplejo que ni siquiera fui capaz de murmurar una disculpa. Se levantó, me miró de soslayo, pero no dijo nada. Dio media vuelta y se alejó a grandes zancadas.
Mientras caminaba se tocó algo en el pecho; y su traje volvió a hincharse y adquirió un color naranja vivo…
El lugar que me indicara la muchacha estaba vacío. No había ni embudo ni ráster. Tras esta aventura renuncié a la búsqueda del Círculo Interior y de cualquier otro contacto. Decidí buscar la salida de la extraña estación. Así pues, elegí al azar la dirección indicada por una oblicua flecha azul, que señalaba hacia arriba. Sin gran excitación atravesé con el cuerpo dos inscripciones luminosas sucesivas: DISTRITOS LOCALES. Me encontré en una escalera automática bastante repleta de gente. El piso siguiente tenía la tonalidad del bronce oscuro, rayado por signos de exclamación en oro. Sobre el techo fluían pasillos y las paredes eran abatibles. Pasillos sin techumbre, que desde abajo parecían pulgares luminosos. Daba la impresión de que uno se acercaba a espacios habitados; el ambiente tenía una lejana similitud con un sistema de gigantescos vestíbulos de hotel. Ventanas pequeñas, tubos de níquel a lo largo de las paredes, nichos para funcionarios — tal vez eran agencias de cambio, tal vez oficinas de correos —. Seguí caminando.
Ya estaba casi convencido de que así no llegaría nunca a una salida. Contando con la duración aproximada del viaje hacia arriba, tenía que encontrarme todavía en la parte flotante de la estación. En cualquier caso, continué por el mismo camino.
De pronto me quedé solo. Placas de color frambuesa con estrellas centelleantes, hileras de puertas. La siguiente estaba sólo entornada. Miré hacia dentro: un hombre alto y ancho de hombros hacía en ese momento lo mismo que yo, pero en el lado opuesto. Era yo mismo en el espejo. Abrí un poco más la puerta; porcelana, tubos plateados, níquel: los lavabos.
Estuve a punto de reír, pero en el fondo estaba aturdido. Me volví rápidamente: otro pasillo, franjas verticales, blancas como la leche. La barandilla de la escalera automática era blanda y cálida; no conté los pisos que pasaba de largo. Cada vez había más gente subiendo por la escalera. Se detenían junto a cajas esmaltadas que a cada paso emergían de la pared: una presión con el dedo, y en la mano les caía algo que se metían en el bolsillo, tras lo cual continuaban su camino. Ignoro por qué hice exactamente lo mismo que el hombre vestido de lila que iba delante de mí: una tecla con una pequeña concavidad para la yema del dedo, una presión, y me cayó directamente en la mano alargada un tubito de color, medio transparente, que parecía calentado. Lo agité, me lo acerqué a los ojos; ¿una especie de píldora? No. ¿Un tapón de corcho? No tenía ninguna clase de tapón. ¿Para qué servía? ¿Qué hacían con él los demás? Se lo metían en el bolsillo. La inscripción de la máquina automática rezaba: LARGAN.
Estaba quieto, la gente daba empujones. De repente me sentí como un mono a quien se da una pluma o un encendedor; por una décima de segundo me invadió una cólera ciega y apreté los dientes. Pestañeando y un poco inclinado, seguí a la muchedumbre. El pasillo se ensanchó, convirtiéndose en una sala. Letras de fuego: REAL AMMO REAL AMMO.
Entre los transeúntes, por encima de sus cabezas, vislumbré a gran distancia una ventana.
La primera ventana. Panorámica, inmensa.
Como un firmamento nocturno horizontal. Lleno hasta el horizonte de una niebla incandescente. Galaxias de colores, apretadas luces en espiral. Resplandores como de incendios temblando sobre rascacielos, calles: un hervidero de perlas luminosas y encima, vertical, el destello de neones, plumeros y relámpagos, ruedas, aviones y botellas de fuego, las cerbatanas rojas de las señales de las torres, soles momentáneos y el reguero de sangre de los anuncios, mecánicos, violentos.
Me quedé mirando y oyendo tras de mí el movimiento rítmico de centenares de pies. La ciudad se desvaneció como por ensalmo, y apareció un rostro enorme, de tres metros.
— Hemos incluido el resumen de las crónicas de los años setenta en el ciclo «Visiones de antiguas capitales». El transtel amplía ahora su campo con los estudios de los cosmolitos…
Quería irme de allí. No era una ventana, sino una pantalla de televisión. Aceleré el paso y empecé a sudar. ¡Abajo! ¡Más de prisa! Dorados ángulos de luz, y en su interior una muchedumbre, espuma en las copas, un líquido casi negro que no era cerveza y tenía un brillo verdoso de veneno. Y la juventud, chicos y chicas, abrazados en grupos de seis y de ocho, venían hacia mí por toda la anchura del pasillo. Tuvieron que soltarse para dejarme pasar. Me estremecí. Sin darme cuenta, entré en la cinta transportadora. Vi muy cerca de mí unos ojos asombrados; una espléndida muchacha morena, cubierta con algo que brillaba como metal fosforescente. La sustancia la ceñía como una segunda piel: iba como desnuda. Rostros — blancos, amarillos-; algunos negros altos, pero yo era más alto todavía. Me abrieron paso.
Arriba, detrás de cristales abovedados, revoloteaban unas sombras, tocaban orquestas invisibles. Y allí seguía el singular paseo, por oscuros pasillos; formas femeninas sin cabeza: los plumones que cubrían sus hombros brillaban tanto que sólo se les veía el cuello, como un tallo blanco, y sus cabellos titilaban; ¿unos polvos luminosos? El estrecho pasillo me condujo hasta una hilera de estatuas grotescas, porque se movían; una especie de calle ancha que discurría por la parte superior de los lados, se estremecía de risa. Se divertían; ¿qué encontrarían tan gracioso? ¿Estas esculturas?
Figuras gigantescas bajo la luz cónica de unos reflectores; una luz roja como el rubí, espesa como un jarabe, extrañamente concentrada, fluía de ellos. Continué sin rumbo, con los ojos muy cerrados, ausente… Un pasillo verde y empinado, grotescos pabellones, pagodas a las que se entraba cruzando pequeños puentes, locales limpios y reducidos, el olor de algo asado, fuerte, penetrante, hileras de llamas de gas detrás de unos cristales; tintineo de copas, metálico, insistente, sonidos incomprensibles. El gentío que me había empujado hasta allí chocó contra otros grupos; entonces todos se unieron y subieron a un vagón abierto por ambos lados. No, es que era transparente, como de cristal fundido; incluso los asientos, aunque blandos, parecían cristal. Yo no tenía idea de cómo había subido; ya estábamos en marcha. El coche iba a gran velocidad, la gente gritaba más que el altavoz, el cual no cesaba de repetir: «Plano Meridional, Plano Meridional, ¡contactos con Spiro, Átale, Blekk, Frossom!» Atravesado por haces de luz, todo el coche parecía derretirse, las paredes se deslizaban por los lados, rayadas con estrías de llamas y colores, arcos parabólicos y blancos andenes.
«Forteran, Forteran, contactos con Galee, contactos de los rasters exteriores, Makra», anunció el altavoz. El coche se detuvo y reemprendió la marcha, y yo descubrí algo asombroso: no se sentía ni el freno ni la aceleración, como si la inercia hubiera sido eliminada. ¿Cómo era posible? Lo comprobé doblando ligeramente las rodillas en tres paradas consecutivas. Tampoco en las curvas se notaba nada. La gente subía y se apeaba; en la plataforma delantera estaba una mujer con un perro. Jamás había visto un perro como ése: enorme, de cabeza redonda, muy feo; en sus ojos nardos y tranquilos se reflejaban las guirnaldas de luz que dejábamos atrás.
RAMBRENT, RAMBRENT. Centellearon tubos de neón blancos y azulados. Escaleras de luz cristalina, fachadas negras. La luz se inmovilizó poco a poco, el coche se detuvo. Me apeé y quedé desconcertado.
Por encima del letrero de la parada, grabado en forma de anfiteatro, se elevaba, dividida en diversos planos, la bien conocida estructura; me encontraba todavía en la estación, sólo que en otro lugar del mismo vestíbulo gigantesco. Fui hasta el borde de la depresión geométrica — el vagón ya se había marchado — y de nuevo me quedé atónito: no estaba abajo, tal como me parecía, sino mucho más arriba, a unos cuarenta pisos sobre las cintas de las aceras vistas en las profundidades, sobre los plateados andenes en perpetuo movimiento; largos y silenciosos aparatos penetraban entre ellos. La gente salía por numerosas trampas, como si estos monstruos, estos peces de brillante cromado expulsaran a intervalos regulares porciones de hueva negras y policromas. Sobre todas estas cosas divisé, a través de la niebla de la lejanía, unas letras de oro movidas como por una vela invisible:
GLENIANA ROON, LLEGADA HOY EN UN MI-MORFICO REAL, HONRA EN UN ORATORIO LA MEMORIA DE RAPPER KERX POLITER. EL DIARIO DE LA TERMINAL INFORMA: HOY EN AM-MONLEE PETIFARQUE CONSIGUIÓ LA SISTOLIZACION DEL PRIMER ENZOM. EMITIREMOS LA VOZ DEL GRAN GRAVISTICO A LAS VEINTISIETE HORAS. VICTORIA DE ARRAKER: ARRAKER REPITIÓ SU MARCA COMO PRIMER OBLITERADOR DE LA TEMPORADA EN EL ESTADIO TRANSWAAL.
Seguí mi camino. De modo que incluso habían cambiado la medición del tiempo. El género metálico de los vestidos femeninos, al ser enfocado por la luz de los gigantescos caracteres que flotaban como hileras de funámbulos incandescentes sobre el océano de cabezas de la multitud, tembló de repente con pequeñas llamas. Yo caminaba sin darme cuenta, y algo dentro de mí seguía repitiendo: «De modo que han cambiado hasta el tiempo.» Esto era el colmo. Iba con los ojos abiertos y no veía nada. Sólo quería una cosa: salir de allí, salir de aquella maldita estación y encontrarme bajo el cielo abierto, en un espacio libre donde se pudiera sentir el viento y contemplar las estrellas.
Me atrajo una avenida de luces alargadas; en la piedra transparente del techo apareció otra inscripción; una llama puntiaguda, encerrada en alabastro, trazaba las letras: TELETRANS TELEPORT TELETHON. Por una puerta arqueada — con un arco imposible, sin goznes, parecido al negativo de un espolón de cohete — entré en una sala cubierta con fuego helado. En los nichos de la pared, centenares de cabinas. La gente entraba y salía corriendo y tiraba al suelo pedazos de papel; no, no eran telegramas sino otra cosa, con los bordes perforados; otras personas pisaban estos papeles rotos. Quise salir y entré por equivocación en una habitación oscura; se oyó un zumbido, se encendió algo parecido a un flash y de una hendidura enmarcada en metal resbaló un rollo de papel brillante. Lo tomé, lo abrí, y una cabeza humana de labios entreabiertos y un poco torcidos y delgados me miró con ojos deslumbrados: ¡era yo mismo! Volví a doblar el papel y el fantasma de plástico desapareció.
Levanté con cuidado los bordes — nada —, un poco más, y apareció de nuevo, como por arte de magia, una cabeza como seccionada del tronco, de expresión no muy inteligente, flotando sobre el papel. Contemplé mi propio rostro unos momentos; ¿qué era, una foto tridimensional? Guardé el rollo en el bolsillo y me fui. La cueva dorada parecía cerrarse sobre las cabezas de la gente, un techo de magma ardiente, irreal, pero voraz como un fuego verdadero. Nadie lo miraba. El gentío se apresuraba de una cabina a otra, letras verdes danzaban en último término, columnas de números fluían hacia abajo desde pequeños discos, más cabinas, persianas en lugar de puertas, que se enrollaban con la rapidez del rayo cuando alguien se acercaba. Por fin encontré una salida.
Un corredor con el suelo inclinado, como muchas veces en el teatro. De las paredes surgían conchas estilizadas, arriba se sucedían sin interrupción las palabras: INFOR INFOR INFOR.
Fue en la Luna donde vi por primera vez un infor, y lo tomé por una flor artificial.
Acerqué mucho la cara a la copa verde claro, la cual, aun antes de que yo abriera la boca, se inmovilizó, expectante.
— ¿Cómo puedo salir de aquí? — pregunté, no muy ingenioso.
— ¿Hacia dónde? — repuso inmediatamente una voz cálida.
— A la ciudad.
— ¿A qué barrio?
— Es igual.
— ¿A qué plano?
— Es igual. ¡Quiero salir de la estación!
— Meridional, ráster: ciento seis, ciento diecisiete, cero ocho, cero dos. Triducto, plano AF, AG, AC, ronda del plano de los mitos, doce y dieciséis, el plano nadir conduce a todas las direcciones meridionales. Plano central; olider, local; rojo, lejano; blanco, A, B y W. Plano ulder, cercano, todas las escalas hacia arriba, a partir de la tercera… — recitó, cantarína, una voz de mujer.
Tenía deseos de arrancar el micrófono de la pared, aquel micrófono vuelto hacia mí con tanta solicitud. Me alejé. «¡Idiota! ¡Eres un idiota!», iba repitiendo a cada paso. EX, EX, EX, rezaba una inscripción que se deslizaba sobre mí, envuelta en una niebla amarilla como el limón. ¿Será tal vez exit? ¿La salida?
Una inscripción enorme: EXOTAL. Me encontré de pronto en una fuerte corriente de aire, muy cálida, que hizo aletear mis pantalones. Me hallaba bajo el cielo abierto. Pero la oscuridad nocturna, rechazada por la gran cantidad de luces, pendía muy lejos en el espacio.
Un restaurante gigantesco; me-sitas cuya superficie brillaba en diversos colores, por lo que los rostros, iluminados desde abajo, se ocultaban tras sombras profundas y misteriosas. Asientos bajos. Copas llenas de un líquido negro con espuma verdosa. Farolillos que despedían pequeñas chispas, no, parecían más bien luciérnagas. Grandes cantidades de mariposas nocturnas. Un caos de luces extinguía las estrellas. Cuando levanté la cabeza, vi solamente una vacuidad negra. No obstante, de modo sorprendente, su ciega existencia me infundió algo de valor. Me detuve y contemplé la escena.
Alguien me rozó al pasar; aspiré un perfume, fuerte y suave a la vez. Por mi lado pasó una pareja, la muchacha se volvió hacia el hombre, sus hombros y pechos desaparecieron en una nube aterciopelada, él la tomó en sus brazos. Empezaron a bailar. «Al menos bailan — pensé-; ya es algo.» La pareja dio un par de pasos, una pista de mercurio pálido los elevó junto con otras parejas y sus sombras de un rojo oscuro se movieron bajo su disco gigantesco, que giraba lentamente; la pista no se apoyaba en nada, ni siquiera tenía un eje. Giraba, colgada del aire, al son de la música.
Avancé entre las mesas. La blanda masa de plástico sobre la que caminaba, se endureció ahora como si fuera una roca. Traspasé una cortina de luces y me encontré en una gruta rocosa.
Era grande como diez o cincuenta naves de iglesias góticas, llena de estalactitas. Infiltraciones venosas de minerales como perlas rodeaban las salidas de la gruta. Había gente sentada, con las piernas colgando en él vacío, y entre sus rodillas ardían llamas trémulas, mientras debajo se extendía serenamente el espejo negro de un lago subterráneo, en el que se reflejaban las rocas.
Allí, sobre pequeñas balsas descuidadamente montadas, había más gente, y todos miraban hacia el mismo lado.
Fui hasta el borde del agua y vi una bailarina en la otra orilla, sobre la arena. Me pareció que iba desnuda, pero la blancura de su cuerpo no era natural. Con pasos pequeños e inseguros, corrió hacía el agua, y cuando su reflejo apareció en ella, abrió repentinamente los brazos e inclinó la cabeza; era el final, pero nadie aplaudió. La bailarina se mantuvo inmóvil unos segundos, y después caminó por la orilla, siguiendo su borde irregular. Estaba a unos treinta pasos de mí cuando le ocurrió algo. ¡Vi su rostro sonriente y cansado, que de pronto se oscureció; su silueta empezó a temblar y desapareció. — ¿Un plave para el señor? — preguntó a mis espaldas una voz cortés. Me volví; nadie, sólo una mesita ovalada que se movía sobre patas cómicamente torcidas; las copas, llenas de un líquido espumoso, colocadas sobre sendas bandejas, tintineaban. Un brazo me alargó cortésmente la bebida, mientras otro agarraba el plato, que tenía una abertura para | el dedo; parecía una paleta pequeña y cóncava.
Era un autómata; vi a través del cristal su corazón de transistores.
Me alejé de los sumisos brazos de escarabajo, cargados de bocados exquisitos que opté por despreciar. Abandoné la gruta artificial con los dientes apretados, como si acabara de sufrir una humillación incomprensible. Crucé la terraza, entre las mesas en forma de: S, bajo las avenidas de farolillos sombreadas por el polvo ligero de las luciérnagas moribundas, negras y doradas.
Junto a la orilla, rodeada de plantas amarillentas como piedras humedecidas por la niebla, sentí por fin el aire puro, fresco y verdadero. Cerca de mí había una mesa desocupada. Me senté, incómodo, ¡de espaldas a la gente. Contemplé la noche. Abajo la oscuridad se ensanchaba, inesperada y sin forma.; Sólo en la lejanía, a mucha distancia, ardían en los bordes unas luces finas, oscilantes e inseguras, como | si no fueran eléctricas. Y aún más lejos se elevaban j en el cielo espadas de luz, frías y delgadas; no sabía. si eran casas o una especie de mástiles. Las habría tomado por haces de reflectores si no hubieran estado cubiertas por una delicada red — tal sería el aspecto de un gigantesco cilindro de cristal con la parte inferior hundida en la tierra, lleno de lentes ya cóncavas, ya convexas —. Tenían que ser increíblemente altos; a su alrededor había una lluvia de luces temblorosas, envueltas por una guirnalda de reflejos anaranjados y casi blancos. Esto era todo, así se veía la ciudad; traté de encontrar calles, de adivinarlas, pero la oscura y muerta superficie de allí abajo se extendía por doquier, sin que la iluminara ninguna chispa.
— ¿Kol…? — oí, y no por primera vez, aunque al principio no me había dado por aludido. Antes de que pudiera volverme del todo, el asiento lo hizo por mí. Ante mí se encontraba una muchacha de unos veinte años, vestida con algo azul claro, muy ceñido. Los hombros y el pecho se perdían entre unas plumas azul oscuro, que hacia abajo eran cada vez más transparentes. Su hermoso y esbelto vientre era como una escultura de metal animado. En las orejas llevaba algo luminoso, tan grande que no dejaba ver el pabellón del oído. Sus labios pequeños, abiertos en una sonrisa insegura, estaban pintados, los agujeros de la nariz eran rojos por dentro; ya había observado que la mayoría de mujeres se pintaban así.
Agarró con ambas manos el respaldo del asiento que había frente a mí y preguntó:
— ¿Cómo te va, kol?
Se sentó.
Tuve la impresión de que estaba algo bebida.
— Esto es aburrido — comentó momentos después —, ¿no crees? ¿Nos vamos, kol?
— Yo no soy kol… — contesté.
Apoyó los codos en la mesa y movió la mano que sostenía una copa a medio llenar. El extremo de una cadenita de oro que llevaba en el dedo estaba sumergido en el líquido. Se inclinó más hacia delante. Sentí su aliento. Si estaba bebida, no era de alcohol.
— ¿Qué dices? — replicó —. Lo eres, tienes que serlo. Todo el mundo es un kol. ¿Qué te parece? ¿Nos vamos?
Si al menos pudiera saber qué significaba esto.
— Bueno — dije.
Se levantó. Yo también me levanté de aquel asiento horriblemente bajo.
— ¿Cómo lo haces? — interrogó.
— ¿Qué?
Me miró los pies.
— Pensé que estabas de puntillas…
Sonreí sin decir nada. Se acercó, me tomó del brazo y volvió a asombrarse.
— ¿Qué tienes ahí?
— ¿Dónde, aquí? Nada.
— Pues cantas — afirmó, tirando ligeramente de mí. Caminamos entre las mesas, y yo reflexioné sobre lo que podría significar «cantas»…, ¿tal vez «mientes»?
Me llevó hasta una pared de un dorado oscuro, donde refulgía un signo parecido a una caja de violín. Al acercarnos, la pared se abrió. Sentí una ráfaga de aire caliente.
La estrecha y plateada escalera discurría hacia abajo. Nos detuvimos. Ella no me llegaba ni al hombro. Tenía una cabeza pequeña, cabellos negros con reflejos azulados y un perfil quizá demasiado enérgico, pero era bonita. Sólo esas ventanas de la nariz de color escarlata…
Su mano esbelta me agarraba con fuerza, y sus uñas verdes se hundían en la lana gruesa de mi jersey. Sonreí involuntariamente, con las comisuras de los labios, al pensar que mi chaqueta había estado en todas partes y casi nunca la habían tocado unos dedos de mujer.
Por un pasillo abovedado que respiraba luces — del rosa al carmín y del carmín al rosa —, llegamos a la calle. Es decir, yo creí que era la calle, pero la oscuridad circundante se aclaraba cada vez más como en un repentino amanecer. En la lejanía se veían pasar siluetas largas y aplanadas, como coches. Pero yo ya sabía que no había coches. Tenía que ser otra cosa. De haber estado solo, habría podido seguir esta calle hasta una avenida más ancha; a lo lejos brillaban las letras AL CENTRO. Sin embargo, esto no significaba probablemente el centro de la ciudad. Me dejé llevar. Fuera cual fuese el fin de esta aventura, por fin había encontrado una guía, y pensé en el pobre diablo que, tres horas después de mi llegada, seguía buscándome por esta ciudad-estación, preguntando en todos los infors.
Pasamos por delante de locales ya casi vacíos y de escaparates donde grupos de maniquíes representaban siempre la misma escena. Me habría gustado detenerme para ver qué hacían, pero la muchacha caminaba de prisa, taconeando, hasta que vio un rostro de neón, de mejillas rojas y palpitantes, que se lamía los labios con una lengua cómicamente larga; entonces exclamó:
— ¡Oh, bones! ¿Quieres un bon?
— ¿Y tú? — pregunté.
— Claro que sí.
Entramos en una sala pequeña y luminosa. En lugar de techo tenía largas hileras de llamas, que parecían de gas: desde arriba nos alcanzó de repente una oleada de calor; seguramente era gas. En las paredes había pequeñas concavidades con pupitres; cuando nos acercamos a una de ellas, surgieron de ambos lados unos asientos. Parecían salir de la pared, al principio incompletos, como capullos, que después se abrían en el aire, tomaban forma y se inmovilizaban. Nos sentamos el uno frente al otro; la muchacha golpeó con dos dedos la superficie de metal de la mesa y de la pared saltó una pequeña mano metálica; soltó ante cada uno de nosotros un plato de postre y, en dos rapidísimos movimientos, los llenó de una masa blanca, que a su vez fue cubierta por una espuma marrón; entonces los platos también se oscurecieron. La muchacha enrolló el plato, que en realidad no lo era, y empezó a comer como si se tratara de un pastel.
— Ah — dijo con la boca llena —, no sabía que estaba tan hambrienta.
Hice lo mismo que ella. El sabor del bon no me recordaba nada de lo que había comido en mi vida. Al morder, era crujiente como una galleta, pero en seguida se deshacía y derretía en la lengua; la masa marrón de que estaba relleno era muy picante. Pensé que no me costaría acostumbrarme a los bones.
— ¿Quieres más? — pregunté cuando hubo terminado. Ella sonrió y negó con la cabeza. Al salir, metió un momento las manos en un pequeño nicho embaldosado que despedía vapor.
La imité. Un viento cosquilleante me rodeó los dedos; cuando retiré las manos, estaban secas y limpias.
Entonces subimos por una escalera automática. Yo ignoraba si aún continuábamos en la estación, pero me avergonzaba preguntarlo. Me condujo hasta una pequeña cabina practicada en la pared; no estaba muy iluminada y tuve la impresión de que encima pasaban trenes, ya que el suelo temblaba. Durante una décima de segundo reinó la oscuridad, algo respiró profundamente bajo nuestros pies, como si un monstruo metálico vaciara sus pulmones, y entonces volvió a haber luz y la muchacha empujó la puerta.
Era realmente una calle. Estábamos completamente solos. Al borde de ambas aceras crecían pequeños arbustos podados; un poco más lejos había una apretada hilera de vehículos negros y aplanados. Un hombre salió de la sombra y se metió en uno de ellos; no le vi abrir ninguna puerta, desapareció simplemente y, sin embargo, el vehículo partió a tal velocidad, que el hombre debía ir casi echado en el asiento. No vi ninguna casa, sólo una carretera lisa, cubierta de franjas de metal mate; en los cruces temblaban luces rojas y anaranjadas, que pendían sobre el empedrado y recordaban un poco los modelos de reflectores del tiempo de la guerra.
— ¿Adonde vamos? — inquirió la muchacha, que seguía apoyándose en mi brazo. Aminoró el paso. Un rayo de luz roja le cruzó la cara.
— A donde tú quieras.
— Entonces iremos a mi casa. No vale la pena tomar un glider; estamos muy cerca.
Seguimos andando. Tampoco allí se veía ninguna casa, y el viento, que venía de la oscuridad reinante detrás de los arbustos, soplaba como si nos halláramos en un espacio libre.
¿Alrededor de la estación, directamente al centro? Se me antojó algo singular. El viento llevaba consigo un ligero aroma de flores, que aspiré con avidez. ¿Lilas? No, no era de lilas.
Entonces encontramos una acera deslizante y nos colocamos en ella; una pareja cómica.
Las luces se quedaban atrás, muchas veces nos pasaba algún vehículo como metal negro fundido: no tenían ventanillas ni ruedas, ni siquiera faros, y, sin embargo, iban a una velocidad extraordinaria, como ciegos. Las luces movibles salían de hendiduras estrechas y verticales, practicadas en el suelo. No pude averiguar si tenían algo que ver con el tráfico y su regulación.
Por el cielo invisible sonaba de vez en cuando un pitido lastimero. De pronto la muchacha bajó de la acera rodante, para subir en seguida a otra que ascendía abruptamente. De improviso me encontré muy arriba; el recorrido duró tal vez medio minuto y terminó en una galería llena de flores perfumadas, como si hubiéramos llegado a la terraza o al balcón de una casa oscura. La muchacha entró en esta galería. Yo, acostumbrado ya a la oscuridad, vislumbré con los ojos de un ave nocturna las grandes siluetas de las casas contiguas; no tenían ventanas, estaban muertas. No había luces pequeñas, ni llegaba hasta mí el menor ruido, aparte del rumor causado por el paso de los vehículos negros que circulaban por la calle. Me asombraba esta oscuridad intencionada, como también la falta de anuncios tras la orgía de neones de la estación.
Pero no tuve tiempo para reflexionar.
— Ven, ¿dónde estás? — le oí decir en un murmullo. Sólo veía la mancha blanca de su rostro.
Rozó la puerta con la mano, y la puerta se abrió, pero no conducía a la vivienda, y el suelo acompañó nuestros pasos.
«Aquí no hay modo de caminar — pensé —. Resulta cómico que aún tengan piernas.» Pero se trataba de una ironía inútil, debida a mi desconcierto constante y a la sensación de irrealidad que no me abandonaba desde hacía muchas horas.
Nos hallábamos en un gran pasillo o corredor, ancho y casi oscuro — sólo brillaban los ángulos de la pared, con rayas de color luminoso —. En el punto más oscuro, la muchacha volvió a posar la mano extendida sobre la pequeña placa de metal de la puerta, y entró delante de mí.
Pestañeé: el recibidor, fuertemente iluminado, estaba casi vacío. Ella fue hacia la puerta siguiente; cuando yo me acerqué a la pared, ésta se abrió de repente y mostró una concavidad, llena de botellas metálicas. Fue tan inesperado que retrocedí involuntariamente.
— No asustes a mi armario — dijo ella, ya desde otra habitación.
La seguí.
Los muebles parecían hechos de una sustancia vidriosa: sillas pequeñas, un sofá bajo, mesitas; por el material medio trasparente se movían con lentitud verdaderos enjambres de luciérnagas; muchas veces se perseguían, otras se fundían de nuevo en un pequeño arroyo, y en el interior de los muebles parecía circular una sangre luminosa, verde pálido, con reflejos rosados.
— ¿Por qué no te sientas?
Ella estaba de pie en un nivel más bajo. El asiento se abrió para albergarme. Esto no me gustaba nada. El vidrio no era tal vidrio; tenía la impresión de estar sentado sobre almohadones rellenos de aire. Y cuando miré hacia atrás, pude ver el suelo a través del respaldo curvado de mi asiento.
Al entrar, la pared que estaba frente a la puerta se me antojo de cristal, y me pareció ver una segunda habitación y varias personas en ella, como si se celebrase una fiesta, sólo que estas personas eran de tamaño mayor del normal. De improviso comprendí que se trataba de una pantalla de televisión que abarcaba toda la pared. El sonido estaba desconectado; ahora, desde mi asiento, vi un enorme rostro femenino, exactamente como si esta mujer gigante de cutis oscuro nos mirase por la ventana de la habitación; sus labios se movían, hablaba, y las joyas — grandes como los escudos de antiguos guerreros — que cubrían los lóbulos de sus orejas refulgían de brillantes.
Me incorporé algo en el sillón. La muchacha, con una mano en la cadera — su vientre era efectivamente como una escultura de metal azulado —, me contemplaba con atención. Ya no daba la impresión de estar bebida; quizá sólo me lo había parecido.
— ¿Cómo te llamas? — quiso saber.
— Bregg. Hal Bregg. ¿Y tú?
— Nais. ¿Qué edad tienes?
«Extraña costumbre — pensé-; pero, qué remedio, debe de ser lo normal.» — Cuarenta años. ¿Por qué?
— Por nada. Pensaba que tenías cien.
Sonreí.
«Si quieres, puedo tenerlos. Lo gracioso es que es la verdad», me dije.
— ¿Qué te apetece?
— ¿De beber? Nada, gracias.
— Como quieras.
Se dirigió a la pared, donde se abrió algo parecido a un pequeño bar. Su cuerpo tapó la abertura. Cuando se volvió, llevaba una pequeña bandeja con vasos y dos botellas. Destapó una y llenó uno de los vasos de un líquido igual que la leche. — Gracias — dije —, para mí no…
— ¡No te iba a dar nada! — se sorprendió.
Comprendí que había cometido un error, aunque ignoraba cuál, así que murmuré algo y tomé el vaso. Ella se sirvió de la otra botella. El líquido era aceitoso, incoloro, formaba ligeras burbujas bajo la superficie y se oscureció en seguida, como por efecto del contacto con el aire.
Ella se sentó, rozó el vaso con los labios y preguntó como de pasada:
— ¿Quién eres?
— Kol — repuse. Levanté el vaso para observarlo; aquella leche no tenía ningún olor. No probé la bebida.
— No, en serio — dijo —. Pensaste que quería gastarte una broma, ¿verdad? Pues no. Sólo fue un kals. Estaba con el seis, ¿sabes? Pero acabó siendo muy aburrido. Me harté…, y ya me iba cuando tú te sentaste a la mesa.
Ahora ya comprendía algo; al parecer me había sentado a su mesa sin darme cuenta, mientras ella estaba…, ¿bailando, quizá? Callé diplomáticamente.
— Desde lejos parecías tan… — no pudo encontrar la expresión adecuada.
— ¿Sólido…? — sugerí. Sus párpados temblaron. ¿Tendría también allí una piel metálica? No, era pintura. Levantó la cabeza.
— ¿Qué quiere decir eso?
— Pues…, hum…, digno de confianza…
— Hablas de un modo muy cómico. ¿De dónde eres?
— De muy lejos.
— ¿Marte?
— Aún más lejos.
— ¿Vuelas?
— Ya he volado.
— ¿Y ahora?
— Nada. He vuelto.
— ¿Volverás a volar?
— No lo sé. Creo que no.
La conversación languideció un poco. Se me antojó que la muchacha ya estaba arrepentida de su invitación algo atolondrada, y traté de facilitarle las cosas.
— ¿Acaso deseas que me vaya? — pregunté, todavía con la bebida intacta en la mano.
— ¿Por qué? — se sorprendió.
— Creía que… era tu deseo.
— No — dijo ella —, quieres decir… No, ¿por qué? ¿No quieres beber?
— Sí, ahora beberé.
Era leche, en efecto. [A esta hora, en estas circunstancias! Estaba tan desconcertado que ella lo observó.
— ¿Qué pasa? ¿Está mala?
— La…, esta leche… — murmuré. Mi expresión debía ser la de un completo idiota.
— ¿Qué? ¿Qué es leche? Esto es brit…
Me limité a suspirar.
— Escucha, Nais…, ahora me iré. Sí, será lo mejor.
— Pero, entonces, ¿por qué has bebido? — inquirió.
La miré en silencio. El lenguaje en sí no había cambiado mucho, pero yo no entendía absolutamente nada. Nada. Son ellos los que han cambiado.
— Como quieras — dijo por fin —. Nadie te retiene. Pero ahora… — Estaba confusa. Bebió su limonada, como yo llamaba en mi mente su burbujeante bebida; y de nuevo me quedé sin saber qué decir. ¡Qué difícil era todo!
— Háblame de ti — le propuse —. ¿Quieres?
— Claro… ¿Y después me contarás cosas de ti mismo?
— Sí.
— Estoy en el Kawut desde hace dos años. Pero últimamente me he dejado ir un poco, ya no plastificaba con regularidad, y…, bueno, eso. Mi seis no es interesante, mejor dicho, no lo tengo… Es cómico…
— ¿Qué?
— No tenerlo…
De nuevo esta oscuridad. ¿De quién hablaba? ¿Qué era lo que no tenía? ¿Padres?
¿Amante? ¿Amigos? Abs tenía razón al decir que no conseguiría arreglármelas sin ocho meses en el ADAPT. Pero ahora quería mucho menos que antes volver contrito a la escuela.
— ¿Y qué más? — pregunté, y como aún tenía el vaso en la mano, tomé otro trago de aquella leche. Los labios de Nais dibujaron una sonrisa burlona. Apuró su vaso, tiró de la aterciopelada cobertura de su hombro y la desgarró; no se desabrochó ni se desnudó, sino que simplemente fue tirando hacia abajo y soltó los jirones como si fueran basura.
— Al fin y al cabo, ya nos conocemos un poco — me dijo. Parecía más libre. Sonrió. Había momentos en que era maravillosamente bella, sobre todo cuando pestañeaba y su labio inferior dejaba ver los dientes brillantes. Su rostro tenía algo de egipcio. Una gata egipcia. El cabello algo más que negro; y cuando arrancó el terciopelo de los hombros y el pecho, vi que no era tan delgada como me pareció al principio. Pero ¿por qué se había desgarrado el vestido? ¿Acaso tenía un significado? — . ¡Ahora habla tú! — exclamó, mirándome por encima del vaso.
— Está bien — contesté, y me sentí tan nervioso como si de mis palabras dependiera Dios sabe qué —. Era…, era piloto. La ultima vez que estuve aquí…, ¡no te asustes!
— No. ¡Habla!
Sus ojos brillaban de atención.
— Hace ciento veintisiete años. Yo tenía treinta, entonces. La expedición… Era piloto de la expedición a Fomalhaut. Una distancia de veintitrés años luz. Entre ida y vuelta, volamos ciento veintisiete años en tiempo de la Tierra y diez años en tiempo de a bordo. Hemos regresado hace cuatro días… El Prometeo, mi nave, se quedó en la Luna. Hoy he llegado de allí. Eso es todo.
Me miró. No dijo nada. Sus labios se movieron, se abrieron y volvieron a cerrarse. ¿Qué había en sus ojos? ¿Asombro? ¿Admiración? ¿Temor?
— ¿Por qué no dices nada? — pregunté. Tuve que carraspear.
— Y… así, ¿cuántos años tienes realmente?
Sonreí, pero no fue una sonrisa amable.
— ¿Qué significa «realmente»? Biológicamente, tengo cuarenta años, pero tal como se mide el tiempo en la Tierra, ciento cincuenta y siete…
Un largo silencio, y de pronto:
— ¿Había mujeres allí?
— Espera — contesté —. ¿Tienes algo de beber?
— ¿Cómo dices?
— Algo fuerte, ya sabes. Alcohol…, ¿o es que ya no se bebe?
— Muy contadas veces… — repuso en voz baja, como si sus pensamientos estuvieran en otra parte. Dejó caer lentamente las manos, que tocaron el azul metálico de su vestido —. Te daré…
angheno, ¿quieres? ¡Oh, claro, no sabes qué es!
— No, no lo sé — respondí con inesperada terquedad. Ella fue hacia el bar y volvió con una botella pequeña y panzuda. Me sirvió un poco. Tenía algo de alcohol, no mucho, pero sí algo, y el sabor era singular, muy seco —. No te enfades — dije, apurando el vaso y sirviéndome otra vez.
— No me enfado. Aún no me has respondido. ¿Acaso no quieres?
— ¿Por qué no? Voy a hacerlo. En total éramos veintitrés, en dos naves. La segunda nave se llamaba Ulises. Cada una tenía cinco pilotos y el resto eran científicos. No había ninguna mujer.
— ¿Por qué?
— A causa de los niños — expliqué —. No es posible criar niños en semejantes naves. Y aunque lo fuera, a nadie le gustaría. No se puede volar hasta que se han cumplido treinta años. Hay que tener dos carreras y cuatro años de entrenamiento, doce en total. En resumen, las mujeres ya suelen tener hijos a los treinta años. Y además había… otras consideraciones.
— ¿Y tú? — interrogó.
— Yo estaba solo. Elegían hombres solteros. Bueno…, voluntarios.
— ¿Y tú querías ir?
— Sí, claro.
— Y sin…
Enmudeció. Sabía qué quería decir, pero callé.
— Debe de ser terrible… volver así… — dijo casi en un murmullo. Se estremeció. Entonces me miró de repente, con las mejillas cubiertas de rubor —. Escucha, lo que he dicho antes era una broma, de verdad…
— ¿A propósito de los cien años?
— Sí. Sólo lo he dicho por decir algo, no tenía ninguna…
— Cállate — murmuré —. Más disculpas como ésta y sentiré de verdad el peso de todo este tiempo.
Guardó silencio. Procuré no mirarla. En el interior de la segunda e inexistente habitación cantaba sin ruido una gigantesca cabeza de hombre; sólo veía una garganta rojiza, temblorosa por el esfuerzo, y unas mejillas relucientes. Todo el rostro se movía a un ritmo inaudible.
— ¿Qué harás? — inquirió ella en voz baja.
— No lo sé, todavía no lo sé.
— ¿De modo que no tienes planes?
— No. Dispongo de… una especie de prima, ¿sabes? Por todo este tiempo. La depositaron a mi nombre en el banco cuando despegamos… ni siquiera sé a cuánto asciende. No sé absolutamente nada. Escucha…, ¿qué significa Kawut?
— ¿Kawuta? — corrigió ella —. Es… como un estudio, plastificar, nada especial en sí, pero muchas veces ayuda a entrar en el real…
— Ya, espera…, ¿qué haces en realidad?
— Plastificar…, vaya, ¿no sabes de qué se trata?
— No.
— Cómo decírtelo…, es muy sencillo, se hacen vestidos, abrigos, en fin, todo…
— ¿ Modistería?
— ¿Qué es eso?
— ¿Coses algo?
— No te comprendo.
— ¡Por todos los cielos negros y azules! ¿Creas modelos de vestidos?
— Pues… sí, en cierto sentido. Pero no los creo, los hago…
Abandoné el tema.
— ¿Y qué es un real?
Esto la impresionó de verdad. Por primera vez me miró como si fuera un ser de otro mundo.
— El real es…, el real — repitió, desconcertada —. Se trata de las… historias que se contemplan…
— ¿Eso? — pregunté, señalando la pared de cristal.
— ¡Oh, no! Esto es visión…
— Pues ¿qué es? ¿Un cine? ¿Un teatro?
— No. Sé lo que era el teatro y que existió una vez. Lo sé: en el teatro salían personas reales.
El real es artificial, pero de modo que no puede distinguirse. A no ser que se entrara dentro de ellas…
— ¿Entrar dentro?
La cabeza del gigante se movía ahora al ritmo de sus ojos; vaciló y me miró, como si la observación de esta escena le divirtiera muchísimo.
— Escucha, Nais — dije de improviso —, o me voy, porque ya debe de ser muy tarde, o…
— Lo segundo me gustaría más.
— Aún no sabes lo que voy a decir.
— Entonces, dilo.
— Está bien. Querría preguntarte sobre algunas otras cosas. Ya conozco un poco las grandes, las importantes: pasé cuatro días en el ADAPT de la Luna. Se trataba de cosas muy extraordinarias. Pero ¿qué hacéis vosotros… cuando no trabajáis?
— Hay muchas posibilidades — repuso —. Se puede viajar, de verdad o con el mut. O divertirse, ir al real, bailar, jugar a toreo, nadar, volar… todo lo que se te antoje.
— ¿Qué es el mut?
— Algo parecido al real, pero que puede abarcarlo todo. Se pueden escalar montañas, ir a todas partes; lo verás por ti mismo, es imposible explicarlo. Pero creo que ibas a hacerme otra pregunta, ¿verdad?
— Sí. ¿Qué pasa… entre las mujeres y los hombres?
Sus párpados palpitaron.
— Lo mismo de siempre. ¿Qué podía cambiar en esto?
— Todo. Cuando me marché…, te lo ruego, no lo tomes a mal…, una muchacha como tú no habría podido llevarme a su casa a estas horas.
— ¿De verdad? ¿Por qué?
— Porque habría tenido un sentido determinado.
Guardó silencio unos momentos.
— ¿Y cómo sabes que ahora ya no tiene este sentido?
Mi mueca la divirtió. La miré y dejó de reír.
— Nais…, ¿qué significa esto…? — tartamudeé —. Invitas a un tipo completamente desconocido y…
Calló.
— ¿Por qué no contestas?
— Porque no comprendes nada. No sé cómo explicártelo. No quiere decir nada, ¿entiendes…?
— Ya. No quiere decir nada — repetí, levantándome. No podía seguir sentado allí, y casi salté… sin darme cuenta. Etta se estremeció —. Perdona — murmuré, y empecé a pasear por el cuarto. Tras la pantalla de cristal se veía un parque bajo el SD! matutino; por una avenida, entre árboles de hojas de un tono rosa pálido, paseaban tres muchachos en mangas de camisa, y las camisas brillaban como armaduras —. ¿Hay matrimonios?
— Naturalmente.
— ¡Entonces no entiendo nada! Explícame esto. Dime: ves a un hombre que te gasta, y, sin conocerle, inmediatamente…
— ¿Qué hay que explicar aquí? — interrumpió ella, enojada —. ¿De verdad en tu tiempo…, entonces…, una chica no podía llevar a un hombre a su habitación?
— Sí, claro que podía, y también con la idea de…, pero no a los cinco minutos de haberle visto…
— Entonces, ¿después de cuántos minutos?
La miré. La pregunta era completamente en serio. Claro, no podía saberlo; me limité a encogerme de hombros.
— No sólo se trataba de tiempo, sino que…, sino que primero tenía que ver algo en él, conocerle, amarle, y entonces iban a…
— Espera — me dijo —, por lo visto… No entiendes nada. Yo te he dado brit.
— ¿Qué es brit? Ah, esa leche… ¿Y jué?
Soltó una carcajada y se retorció de risa. Entonces se contuvo de repente, me miró y enrojeció como un tomate.
— Así que pensaste que yo…, pensaste que…, ¡ah, no…!
Me senté. Los dedos me temblaban, tenía que entretenerme con algo. Saqué del bolsillo un cigarrillo y lo encendí.
Ella abrió mucho los ojos.
— ¿Qué es eso?
— Un cigarrillo. ¿Acaso no fumas?
— Lo veo por primera vez; de modo que esto es un cigarrillo. ¿Cómo puedes inhalar así el humo? No, espera, lo otro es mucho más importante. El brit no es leche. Ignoro qué contiene, pero a un extraño se le da siempre brit.
— ¿A un hombre?
— Sí.
— ¿Por qué?
— Porque entonces se porta, tiene que portarse, bien. Mira, tal vez un biólogo podría explicártelo.
— Al diablo con el biólogo. ¿Quieres decir que el hombre que toma brit no puede hacer nada?
— Naturalmente.
— ¿Y si se niega a beber?
— ¿Cómo puede negarse?
Aquí terminó toda posibilidad de entendimiento.
— No puedes obligarle — aduje con paciencia.
— Sólo un loco no querría beber — repuso lentamente —. No he sabido nunca de un caso semejante.
— ¿Así que es una costumbre?
— No sé qué contestar a eso. ¿No es también una costumbre no ir desnudo por la calle?
— Sí. Bueno, en cierto modo. Uno puede desnudarse en la playa.
— ¿Quedarse desnudo? — inquirió con interés repentino.
— No, con un traje de baño; aunque en mi tiempo había semejantes grupos de personas. Se llamaban nudistas.
— No sé. No, es otra cosa. Yo creía que todos erais…
— No. ¿De modo que esta bebida es… como ir vestido? ¿Igual de necesario?
— Sí. Cuando… dos personas están juntas.
— Ya…, ¿y después?
— ¿Cómo, después?
— ¡La segunda vez!
Esta conversación era completamente idiota y me sentía incómodo manteniéndola, ¡pero de algo tenía que enterarme!
— ¿Después? Depende. A muchos se les da siempre brit.
— ¿Como si fueran calabazas?
— ¿Qué es eso?
— Nada. Y cuando una muchacha visita a alguien, ¿qué pasa?
— Entonces él lo bebe en su casa.
Me miró casi con compasión. Pero yo insistí:
— ¿Y si no tiene?
— ¿Brit? ¿Cómo no va a tenerlo?
— Pues porque se le haya terminado. O puede fingirlo.
De nuevo empezó a reír.
— Conque era eso…, ¿creías que guardo todas esas botellas en mi casa?
— ¿Ah, no? ¿Dónde, entonces?
— No tengo la menor idea de su procedencia. ¿Había en tu tiempo cañerías de agua?
— Sí — contesté de mal humor. Claro, también era posible que no las hubiera; quizá yo había subido al cohete directamente desde la selva. Estuve furioso unos momentos, pero me dominé en seguida; al fin y al cabo, no era culpa suya.
— En tal caso, ya sabías el camino que sigue el agua antes de…
— Ya entiendo, no hace falta que termines la frase ¿De modo que se trata de una medida de precaución tan importante? ¡Muy cómico!
— No me lo parece en absoluto — replicó —. ¿Qué es eso tan blanco que llevas debajo de la chaqueta de lana?
— Una camisa.
— ¿Qué es eso?
— ¿No has visto nunca una camisa? Es ropa blanca, de nylon.
Me subí la manga y se la enseñé.
— Interesante — opinó.
— Otra costumbre — repliqué, desorientado. De hecho, en el ADAPT me habían aconsejado que no me vistiera como cien años atrás, pero yo no hice caso. Era preciso reconocer que tenían razón: para mí el brit era lo mismo que para ella una camisa. Al fin y al cabo, nadie obligaba a la gente a llevar camisa y, sin embargo, todos la llevaban. Con el brit pasaba lo mismo —. ¿Cuánto dura el efecto del brit? — quise saber.
Se ruborizó un poco.
— ¿Tanta prisa tienes? Aún no lo sabemos seguro.
— No he dicho nada malo — me defendí —. Sólo quería saber… ¿Por qué me miras así? ¿Qué tienes? ¡Nais!
Se levantó con lentitud. Se quedó detrás del respaldo.
— ¿Cuánto tiempo has dicho? ¿Ciento veinte años?
— Ciento veintisiete. ¿Por qué?
— ¿Fuiste…, fuiste… betrizado?
— ¿Qué es eso?
— ¿Lo fuiste o no?
— No tengo la menor idea de qué es eso. Nais…, ¿qué tienes?
— No, seguro que no — dijo en un susurro —. De otro modo lo sabrías…
Quise acercarme a ella. Levantó los dos brazos.
— ¡No te acerques! ¡No! ¡No! ¡Te lo ruego!
Retrocedió hasta la pared.
— Tú misma has dicho que el brit…, ya me siento. Mira, ya estoy sentado, tranquilízate.
¿Qué es esta historia del be…? ¿Cómo era?
— No lo sé con exactitud. Pero se betriza a todo el mundo. En seguida después del nacimiento.
— ¿Cómo?
— Se les inyecta algo en la sangre.
— ¿A todos?
— Sí. Porque…, sin eso, el brit… no produce efecto alguno. ¡No te muevas!
— No seas ridícula. — Apagué el cigarrillo —. No soy una fiera salvaje… No te enfades, pero me parece que aquí estáis todos un poco locos. Este brit… es como querer esposar a toda la humanidad sólo porque tal vez uno de sus miembros puede ser un ladrón. Hay que tener un poco de confianza…
— Tú sí que estás loco. — Parecía algo más repuesta, pero no se sentó —. ¿Por qué, entonces, te ha indignado tanto que reciba a extraños en mi habitación?
— Esa es otra cosa muy diferente.
— No veo la diferencia. ¿Así que es seguro que no te betrizaron?
— Seguro que no.
— ¿Y ahora? ¿Después de tu regreso?
— No tengo idea. Me pusieron diversas inyecciones. ¿Por qué es tan importante?
— Lo es. Inyecciones, ¿eh? Me alegro. — Se sentó.
— He de pedirte algo — dije tan serenamente como pude —. Tienes que explicarme…
— ¿Qué?
— Tu miedo. ¿Temías que me lanzara sobre ti, o qué? ¡Esto no tiene sentido!
— No. Pensándolo racionalmente, no. Pero ha sido muy fuerte, ¿sabes? Como un shock.
Nunca había visto un hombre que no…
— ¿Acaso se nota?
— Ya lo creo que se nota. ¡Y cómo!
— Dímelo. ¿Corno?
Guardó silencio.
— Nais…
— Pero…
— ¿Qué pasa?
— Tengo miedo…
— ¿De decirlo?
— Sí.
— Pero ¿por qué?
— Lo comprenderías si te lo dijera. Porque, verás, el brit no puede betrizarte. El brit sólo tiene… un efecto secundario. Se trata de otra cosa. — Palideció y sus labios temblaron.
«¡Vaya mundo! — pensé —. ¡Vaya mundo éste!» — No puedo. Tengo un miedo espantoso.
— ¿De mí?
— Sí.
— Te juro…
— No, no… Te creo, pero… No. ¡No puedes comprenderlo!
— ¿Por qué no me lo explicas?
Algo en mi voz debió ayudarla a vencer su temor. Su rostro se serenó. Vi en sus ojos la magnitud del esfuerzo.
— Es… para que… no se pueda… matar.
— ¡Increíble! ¿A las personas?
— A nadie.
— ¿Ni a los animales?
— Ni a ellos. A nadie…
Entrelazaba y separaba los dedos sin dejar de mirarme, como si con — estas palabras me hubiese liberado de una cadena invisible y entregado un cuchillo con el que podía degollarla.
— Nais — dije con voz muy queda —, Nais, no tengas miedo. De verdad… no tienes nada que temer.
Trató de sonreír.
— Escucha…
— Dime.
— ¿No has sentido nada?
— ¿Qué debía sentir?
— Imagínate que haces lo que acabo de decirte.
— ¿Matar? ¿Quieres que lo imagine?
Se estremeció.
— Sí…
— Bien, ¿y qué?
— ¿No sientes nada?
— No. Pero sólo es una idea, y no tengo la menor intención…
— Pero ¿puedes? ¿No? ¿Puedes hacerlo? No — susurró con los labios, como si hablara consigo misma —, no estás betrizado…
Ahora comprendí el significado de todo aquello, y al fin me di cuenta de que debía de ser un gran shock para ella.
— Algo muy importante — concedí, y añadí casi en seguida-: Pero tal vez sería mejor que los hombres dejaran de hacerlo sin semejantes métodos artificiales…
— No lo sé. Quizá sí — repuso, y suspiró profundamente —. ¿Sabes ahora por qué tenía miedo?
— Sinceramente, no mucho. Tal vez un poco. Pero no podías pensar que yo te…
— ¡Qué extraño eres! Casi como si no fueras… — Se interrumpió.
— ¿Como si no fuera un hombre?
Sus párpados temblaron.
— No quería ofenderte, pero cuando se sabe que nadie, ¿comprendes? nadie puede pensarlo siquiera, jamás, y entonces llega de repente alguien como tú, la sola posibilidad de que… pueda existir…
— ¡Pero es imposible que todos…, ¿cómo se dice…? hayan sido betrizados!
— ¿Por qué? ¡Todos lo han sido, ya te lo he dicho!
— No, no puede ser — insistí —. ¿Qué me dices de la gente que tiene profesiones peligrosas?
Bien han de…
— No hay profesiones peligrosas.
— ¡Vamos, Nais! ¿Y los pilotos? ¿Y los diversos equipos de salvamento? ¿Y los que luchan contra el agua y el fuego?
— No hay tales personas — dijo.
Creí haberla oído mal.
— ¿Qué?
— No las hay — repitió —. Esas cosas las hacen los robots.
Ahora se produjo un silencio. Pensé que no me resultaría fácil digerir este nuevo mundo. Y al mismo tiempo se me ocurrió una idea que ya era asombrosa por el hecho de que jamás la habría tenido si alguien me hubiese descrito semejante situación, aunque sólo fuera como una posibilidad teórica: esta intervención que anulaba en el hombre los instintos asesinos se me antojaba una… mutilación.
— Nais — dije —, ya es muy tarde. Me voy.
— ¿Adonde?
— Lo ignoro. ¡Ah, sí! En la estación debía esperarme un hombre de ADAPT. ¡Lo había olvidado por completo! No pude encontrarle allí, ¿sabes? Así que buscaré en el hotel…
¿Existen todavía?
— Sí. ¿De dónde procedes?
— De aquí. Nací aquí.
Tras estas palabras volví a tener una sensación de irrealidad, y ya no estaba seguro ni de la ciudad de aquel tiempo — que sólo existía en mí —, ni de esta ciudad fantasmal en cuyas habitaciones se introducían cabezas de gigantes. Por un segundo pensé que tal vez me encontraba a bordo y todo aquello no era más que una pesadilla especialmente clara sobre mi regreso.
— Bregg. — Su voz me llegó como desde lejos. Me estremecí; había olvidado su presencia.
— Sí, dime.
— Quédate aquí.
— ¿Qué?
Guardó silencio.
— ¿Quieres que me quede?
Siguió callando. Me acerqué a ella, la agarré por los hombros, inclinándome sobre el asiento, y la levanté. Permaneció inerte. Su cabeza cayó hacia atrás y los dientes le brillaron; yo no quería poseerla, sólo quería decir: «Es verdad que tienes miedo», y ella debía contestarme que no era cierto. Nada más. Mantenía los ojos cerrados y de pronto vi el blanco bajo las pestañas, me incliné sobre su rostro y escruté de cerca los ojos vidriosos, como si quisiera conocer y compartir su miedo. Jadeando, ella intentó librarse de mis brazos; no lo advertí hasta que empezó a gemir: «¡No, no!», y entonces la solté. Estuvo a punto de caerse.
Se quedó quieta junto a la pared, cubriendo parte de un rostro mofletudo que llegaba hasta el techo y que decía tras el cristal cosas inaudibles, abriendo exageradamente la boca y mostrando la carnosa lengua.
— Nais… — murmuré. Dejé caer los brazos.
— ¡No te acerques!
— Tú misma has dicho…
Su mirada era demente.
Crucé la habitación. Me siguió con los ojos, como si yo…, como si ella estuviera prisionera en una jaula…
— Ya me voy — dije. No hubo respuesta. Yo quería añadir algo, unas palabras de disculpa, de agradecimiento, para no marcharme de este modo, pero no pude hablar. Si sólo hubiera tenido miedo de mí como una mujer teme a un desconocido, miedo de mí como hombre, pero esto era otra cosa. La miré y me sentí dominado por una gran cólera. Agarrar esos blancos y desnudos hombros y sacudirlos…
Di media vuelta y salí: la puerta exterior cedió bajo mi presión, el gran pasillo estaba casi oscuro. No pude encontrar la salida a la terraza, pero vi cilindros iluminados por una luz tenue y azulada: los cristales de los ascensores. Me acerqué a uno que ya se movía hacia arriba: tal vez bastaba poner el pie en el umbral. El ascensor bajó durante mucho rato. Pasé alternativamente por lugares oscuros y techos transversales: blancos con el centro rojo, como capas de grasa sobre músculos. Pronto dejé de contarlos, el ascensor seguía bajando, era un viaje hasta el fondo de la tierra. Como si hubiese ido a parar al interior de una cañería estéril y el gigantesco edificio, transformado en sueño y seguridad, tuviese que librarse ahora de mí. Se abrió una parte del cilindro transparente y salí.
Las manos en los bolsillos, oscuridad, pasos largos y firmes. Inspiré al aire fresco con avidez, sentí aletear las ventanas de mi nariz y palpitar lentamente el corazón, bombeando sangre. Por los lisos carriles del arroyo pasaban luces, que eran absorbidas por vehículos silenciosos; no había un solo transeúnte. Entre las siluetas negras vi un letrero luminoso. «Tal vez un hotel», pensé. Pero se trataba de una acera iluminada. Me dejé transportar hacia arriba.
Sobre mi cabeza pasaron las vigas blancuzcas de unas construcciones; en alguna parte de la lejanía, sobre los perfiles negros de los edificios, ondeaban rítmicamente las letras luminosas de un periódico. De pronto la acera entró conmigo en una habitación iluminada y desapareció.
Unos anchos peldaños llevaban hacia abajo, plateados como una cascada silenciosa. La soledad me ponía nervioso; desde que dejara a Nais no había visto una sola persona. La cinta rodante era muy larga. Abajo refulgía una calle muy ancha, a ambos lados se abrían pasajes entre las casas; bajo un árbol de follaje azul — quizá no era un árbol verdadero — vi una pareja, me acerqué y la pasé de largo. Se estaban besando. Me deslicé hacia unos apagados sonidos musicales: algún restaurante nocturno o un bar, al que nada separaba de la calle. Había en él unas cuantas personas. Decidí entrar y preguntar por el hotel. De improviso choqué con todo el cuerpo contra un obstáculo invisible. Era un cristal totalmente transparente. La entrada estaba al lado. Dentro alguien se echó a reír, señalándome a su acompañante. Entré. Un hombre que vestía un jersey negro — parecido a mi chaqueta de punto, pero provisto de un cuello voluminoso — estaba sentado ante una mesa.
Tenía un vaso en las manos y me miraba. Me detuve ante él. La risa se desvaneció de sus labios aún entreabiertos. Me quedé allí, en medio del silencio. Sólo la música seguía sonando, como detrás de una pared. Una mujer emitió un débil y extraño sonido; miré a mi alrededor, a los rostros impasibles, y me marché. Hasta que estuve en la calle no me acordé de que quería preguntar por un hotel.
Entré en un pasaje. Estaba lleno de escaparates: agencias de viaje, tiendas de deportes, maniquíes en diversas posiciones. En realidad no eran escaparates; todo se encontraba en la calle, a ambos lados de la acera elevada, que se deslizaba por el centro. Un par de veces tomé por personas las sombras que se movían en el fondo. Una de ellas — una muñeca casi tan alta como yo, de mejillas abultadas como en una caricatura — tocaba la flauta. La contemplé largo rato. Tocaba con tanta naturalidad que sentí deseos de dirigirle la palabra. Más allá había unas salas de juego donde giraban grandes círculos multicolores, y unos tubos plateados que pendían sueltos bajo el techo, chocaban entre sí con el sonido de unas campanillas de trineo; espejos semejantes a prismas lanzaban destellos. Pero todo estaba vacío. Al final del pasaje brillaba la inscripción AQUÍ HAHAHA. Se desvaneció. Al acercarme, las palabras AQUÍ HAHAHA llamearon de nuevo y volvieron a desaparecer, como disipadas por el viento.
Cuando se encendieron otra vez, vi la entrada. La crucé bajo una cortina de aire caliente.
Dentro había dos de los coches sin ruedas, lucían algunas lámparas, y entre ellas gesticulaban muy animadamente tres hombres, como si se pelearan. Me acerqué a ellos.
— Hola.
Ni siquiera me miraron. Continuaron hablando, tan de prisa que no entendí casi nada.
«Pues bien, resuella, pues bien, resuella», piaba el más bajo, que era barrigudo. En la cabeza llevaba una gorra alta.
— Señores, estoy buscando un hotel. ¿Hay por aquí…?
No me hicieron el menor caso, como si no existiera. Me encolericé. Sin añadir nada más, me planté entre ellos. El siguiente — vi un brillo mortecino en el blanco de sus ojos y sus labios en movimiento — ceceó: «¿Qué? ¿Que resuelle? ¡Resuella tú!» Exactamente como si me hablase a mí.
— ¿Por qué se hacen los sordos? — pregunté. De pronto sonó donde yo estaba, como si saliera de mí, de mi pecho, un grito estridente. «¡Me las pagarás! ¡Y en seguida!» Retrocedí de un salto, y el dueño de aquella voz, el gordo de la gorra, se adelantó. Quise agarrarle por el hombro, pero mis dedos le atravesaron y se cerraron en el aire. Me quedé como alelado, y ellos continuaron hablando. De pronto me pareció que alguien me contemplaba desde la oscuridad que reinaba más arriba de los coches; me acerqué al límite de la luz y vi manchas pálidas, rostros; por lo visto arriba había una especie de terraza.
Deslumbrado, no veía muy bien, pero lo suficiente para comprender el espantoso ridículo en que me había puesto.
Eché a correr como si me persiguieran. La calle siguiente ascendía hacia arriba y terminaba en la cinta rodante. Esperaba que tal vez hubiera allí un infor, y subí por la dorada escalera automática. Llegué a una plaza en cuyo centro había una columna alta y transparente, como de cristal, y algo bailaba en su interior: formas de color púrpura, marrón y lila, que no me recordaban nada; abstracciones vivientes y al mismo tiempo extraordinarias esculturas.
Los colores cambiaban alternativamente, se concentraban, se convertían en una forma cómica; estas transformaciones, aunque carentes de rostros, cabezas, brazos o piernas, tenían una expresión completamente humana. Al poco rato comprendí que el lila se parecía a un fanfarrón — presumido, orgulloso y cobarde a la vez-; cuando se desintegró en un millón de burbujas danzantes, el color pasó al azul. El azul era angelical, modesto, recogido, pero con hipocresía, como si alardeara de sí mismo. No $é el rato que pasé contemplando aquel espectáculo. Jamás había visto nada semejante. Yo era el único espectador; el tráfico de los vehículos negros se intensificó. Ni siquiera sabía si estaban ocupados o vacíos, porque no tenían ventanas. De la plaza redonda se bifurcaban seis calles, unas hacia arriba, otras hacia abajo, y sus perspectivas, con un mosaico de luces de colores, se extendían a lo largo de varios kilómetros. No se veía un infor por ninguna parte. Me sentía ya bastante cansado, y no sólo físicamente; me parecía que no me quedaban fuerzas para más impresiones. Perdí varias veces el sentido de la orientación, aunque no llegué a notar somnolencia; e ignoro cuándo o cómo fui a parar a la gran avenida. En la esquina espacié mis pasos, levanté la cabeza y vi en las nubes el reflejo de la ciudad. Titubeé, porque tenía la sensación de encontrarme bajo tierra. Después seguí andando en un mar de luces inquietas y escaparates carentes de cristales, entre maniquíes que gesticulaban, giraban como peonzas, realizaban enérgicos ejercicios gimnásticos, tendían la mano hacia relucientes objetos e hinchaban algo; no les dirigí una sola mirada. A lo lejos paseaban dos personas; no estaba seguro de que no fueran muñecos, por lo que no quise correr tras ellos. Las casas se separaban y vi una gran inscripción: PARK TERMINAL, y una flecha luminosa de color verde.
La escalera automática empezaba en un pasaje entre las casas y se introducía repentinamente en un túnel plateado. Una especie de pulso dorado palpitaba en las paredes del túnel, como si bajo su máscara de mercurio fluyese realmente un metal precioso; sentí un aliento cálido, todo se extinguió; me encontraba en un pabellón acristalado. Tenía forma de concha, el techo arrugado emitía un verde apenas perceptible, que era la luz de venas muy finas, como la luminiscencia de una única hoja trémula y ampliada. Detrás de ellas había oscuridad y letras diminutas que se deslizaban por el suelo: PARK TERMINAL…, PARK TERMINAL.
Salí. Era realmente un parque. Los árboles susurraban con un sonido prolongado, invisibles en la oscuridad. No sentí nada de viento, que debía soplar mucho más arriba; las voces solemnes y regulares de los árboles me rodeaban como una cúpula invisible. Por primera vez me sentí solo, pero no como entre la muchedumbre; me agradaba. Sin embargo, en el parque debía de haber mucha gente; escuché murmullos, en numerosas ocasiones brilló la mancha de una cara y una vez incluso rocé a alguien al pasar. Las copas de los árboles estaban entrelazadas, por lo que las estrellas sólo podían verse en sus huecos. Recordé que había subido para llegar a este parque; ya en la plaza de los colores danzantes había tenido un cielo sobre mi cabeza, aunque nublado. ¿Cómo era posible, entonces, que ahora, un piso más arriba, viera un cielo estrellado? No podía explicármelo.
Los árboles se iluminaron, y aun antes de verla, sentí el olor del agua, el olor del pantano, del cenagal y de hojas mojadas; me quedé inmóvil.
La arboleda rodeaba el lago como una corona oscura. Oí el susurro de los juncos y la crin vegetal; y muy lejos, en la otra orilla, se levantaba como un gigante un macizo de rocas traslúcidas, una montaña medio transparente sobre los planos de la noche. Una luz fantasmal llegaba de los peñascos cortados a pico, muy pálida, azulada; bastiones sobre bastiones de cristal semejante a estaño congelado, abismos…, y aquel coloso rutilante e inverosímil proyectaba su largo y pálido reflejo en las negras aguas del lago.
Permanecí inmóvil extasiado, mientras el viento traía fluidos y tenues sonidos musicales.
Pero al forzar la vista, vislumbré en el gigante pisos y terrazas, y en ese momento comprendí que por segunda vez volvía a tener delante la estación, la gigantesca terminal. Por ella me había extraviado el día anterior y tal vez ahora la miraba desde el fondo del oscuro espacio que tanto me había asombrado, en el mismo sitio donde conociera a Nais.
¿Era todavía arquitectura o ya una ingeniería de las montañas? Debían haber comprendido que al traspasar ciertos límites es preciso renunciar a la simetría, a la forma proporcionada y sólo se puede aprender de lo gigantesco; ¡dóciles alumnos de los planetas!
Seguí la orilla del lago. El coloso casi parecía guiarme con su vuelo inmóvil y centelleante. Sí, desde luego era osado planear semejante estructura y darle el horror de un abismo y la brutalidad y aspereza de las simas y las altas cumbres sin caer en una imitación mecánica, sin perder algo, sin falsear. Volví al muro de árboles. El azul pálido de la terminal se iba ennegreciendo y aún aparecía entre las ramas, pero en seguida quedó oculto tras la espesura. Aparté con ambas manos las zarzas cimbreantes, las espinas se clavaban en mi chaqueta de lana y me arañaban los pantalones, y un rocío sacudido desde arriba cayó como una lluvia sobre mi rostro.
Me metí un par de hojas en la boca y las mastiqué; eran jóvenes, amargas, y por primera vez desde mi regreso pensé que ya no quería, ni buscaba, ni necesitaba nada más, era suficiente caminar a ciegas por la oscuridad de esta susurrante espesura. ¿Fue así como lo había imaginado durante diez años?
Los arbustos se dividieron. Una avenida pequeña y tortuosa. Diminutos guijarros crujían bajo mis pies, despidiendo una luz débil; me gustaba más la oscuridad. Seguí andando, precisamente hacia donde se dibujaba, bajo una estructura pétrea y redonda, una silueta humana. No sabía la procedencia de la luz que la rodeaba. El lugar estaba desierto, con bancos todo alrededor, sillones pequeños, una mesa volcada y una arena más profunda y densa en la que se hundían mis piernas, y cuyo calor sentía pese al frescor de la noche.
Bajo la bóveda, que descansaba sobre columnas rotas y tambaleantes, había una mujer que parecía estar esperándome. Ya veía su rostro y unas trémulas chispas en los pequeños discos de brillantes que cubrían sus orejas, y su vestido blanco, que en la sombra refulgía como la plata. No era posible. ¿Un sueño? Me hallaba escasamente a unas docenas de pasos de ella cuando empezó a cantar. Bajo los árboles ciegos su voz sonaba débil, casi infantil, y yo no comprendía las palabras…, tal vez no había. Tenía la boca entreabierta, como si quisiera beber, y en su expresión no había ninguna señal de esfuerzo, nada que no fuera deleite, como si viese algo que nadie puede ver y le dedicase una canción. Tuve miedo de que me viera y acorté el paso. Ahora ya me encontraba en la franja de la luz que rodeaba la estructura de piedra.
Su voz adquirió más fuerza, invocaba a la oscuridad, inmóvil, con los brazos caídos, como si se hubiera olvidado de sí misma, como si no tuviera nada más que la voz con la que paseaba y en la que se perdía; parecía que iba a expresarlo todo, renunciar a todo y despedirse con la conciencia de que con el último tono lánguido no sólo se extinguiría la canción. Yo no sabía si tal cosa era posible.
Enmudeció, y yo continué oyendo su voz. De improviso oí detrás de mí unos pasos ligeros: una muchacha corría hacia la mujer, seguida de otra persona; bajó los escalones con una risa breve y gutural, pasó a través de la mujer y se alejó corriendo. El hombre que la seguía pasó junto a mí como una silueta negra y ambos desaparecieron. Oí por segunda vez la atractiva risa de la muchacha y me quedé petrificado sobre la arena, sin saber si reír o llorar; la cantante inexistente tarareaba en voz baja. No quería oírla. Volví a la oscuridad con el rostro crispado, como un niño a quien acaban de demostrar la falsedad de un cuento.
Equivalía a una profanación. Me alejé, y su voz continuó persiguiéndome.
Doblé un recodo de la avenida y vi el débil fulgor de los setos vivos; húmedas guirnaldas de hojas colgaban sobre una verja de metal. La abrí. Daba la impresión de que allí había más luz. Los setos terminaban junto a una gran pradera de cuya hierba se levantaban bloques de piedra; uno de éstos se movió, se irguió, y vislumbré las pálidas llamas de dos ojos. Me quedé como petrificado. Era un león.
Se levantó pesadamente, primero sobre las patas delanteras; ahora veía todo su cuerpo, sólo a cinco pasos de mí; tenía una melena rala y sucia. Se enderezó con dos lánguidos movimientos de hombros y, sin el menor ruido, empezó a dirigirse hacia mí.
Yo ya me había repuesto. «Vamos, vamos, no pretendas inspirarme miedo», me dije. No podía ser auténtico; sería un fantasma, como mi cantante, como la gente que había visto junto a los coches negros. Abrió las fauces, en cuya oscuridad centellearon los colmillos, con el ruido de un cerrojo. A un solo paso de distancia, sentí su aliento fétido…
Resopló, salpicándome con gotas de saliva, y sin darme tiempo a horrorizarme, me rozó las caderas con su enorme cabeza, ronroneó, se frotó contra mí, y sentí un estúpido cosquilleo en el pecho…
Me rozaba con la piel gruesa y colgante de la papada. Sin darme apenas cuenta, empecé a empujarle y estirarle de los pelos. El incrementó su ronroneo. A sus espaldas aparecieron los ojos brillantes de otro león, no, de una leona, que le empujó con el hombro. De la garganta del león surgió un gruñido, no un rugido, y trató de alejar a la leona con la pata. Ella no se apartó, y resopló con furia.
«Esto acabará mal», pensé. Iba desarmado, y los leones eran tan auténticos y reales como los que había conocido. Sentía el penetrante olor de sus cuerpos. La leona seguía resoplando y el león desasió de pronto de mis manos su tosca melena, volvió hacia ella su enorme cabeza y rugió; la leona se tendió en el suelo.
«Ahora me largo» les dije sin voz, sólo con los labios. Empecé a retroceder lentamente hacia la verja; el momento no era nada agradable. Pero el león parecía haberse olvidado de mí. Se tendió pesadamente, de nuevo parecido a un bloque de piedra, y la leona se quedó junto a él, empujándole con el hocico.
Cuando hube cerrado la verja tras de mí, tuve que luchar contra el pánico con todas mis fuerzas. Tenía la garganta seca y las rodillas temblorosas. De pronto mi carraspeo se convirtió en una risa demente cuando recordé que le había dicho: «Vamos, vamos, no pretendas inspirarme miedo», firmemente convencido de que se trataba de una ilusión.
Las copas de los árboles se dibujaban en el cielo cada vez con más precisión; amanecía.
Me alegraba no saber cómo saldría del parque, que entretanto se había quedado totalmente vacío. Pasé junto a la estructura redonda donde antes se me apareciera la cantante; en la próxima avenida encontré un robot que recortaba el césped. No sabía nada de un hotel, pero me indicó el camino del siguiente ascensor. Subí un par de pisos y me asombré al salir a una calle del plano inferior, donde volvía a tener el cielo sobre mi cabeza.
En cualquier caso, mi capacidad de asombro ya estaba agotada. Había visto demasiadas cosas. Caminé un rato más, y recuerdo que me senté junto a un surtidor, que tal vez no lo era.
Volví a levantarme y seguí caminando a la luz del amanecer hasta que frente a mi vista rígida fulguraron unos grandes cristales luminosos que anunciaban con letras de fuego: ALCARON HOTEL.
En la blanca recepción, que recordaba la bañera volcada de un gigante, había un robot estilizado y medio transparente, de largos y delgados brazos. Sin preguntarme nada, me alargó un libro, yo me inscribí en él y subí en el ascensor, provisto de una pequeña tarjeta triangular. Alguien — ignoro realmente quién — me ayudó a abrir la puerta, o mejor dicho, la abrió por mí. Paredes de hielo, en las que circulaban minúsculas llamas. Cuando me acerqué a la ventana, un asiento surgido de la nada se situó tras de mí. De arriba cayó una superficie plana, que se convirtió en una mesa. Pero lo que yo quería era una cama. No la encontré ni traté de buscarla. Me tendí sobre la alfombra de espuma y me dormí inmediatamente a la luz artificial de aquella habitación sin ventanas, ya que lo que al principio tomara por una ventana era, naturalmente, una pantalla de televisión, por lo que me adormecí con la impresión de que tras la placa de cristal un rostro gigantesco hacía muecas, meditaba sobre mí, reía, hablaba, disparataba… El sueño me liberó como la muerte: incluso el tiempo se detuvo en él.