VI

Para ser una pareja constituida solamente gracias al apremio de mi locura, era asombrosamente armoniosa. Nuestra vida se organizó de manera bastante singular: si había diferencias de opinión, Eri sabía defender su punto de vista, pero casi siempre se trataba de cuestiones generales. Por ejemplo, era partidaria decidida de la betrización, y la defendía con argumentos que no sacaba de los libros. Yo consideraba muy positivo el hecho de que opusiera su opinión a la mía de forma tan abierta, pero nuestras, discusiones tenían lugar durante el día. Ni siquiera entonces se aventuraba a hablar sobre mí de un modo sereno y objetivo… o quizá no quería, porque ignoraba cuáles de sus palabras podrían interpretarse como una crítica de mis defectos o cualidades ridículas y cuáles como un ataque contra los valores de mi tiempo. En cambio por la noche — como si la oscuridad redujese o menguara mi presencia — me hablaba sobre mí mismo, es decir, sobre nosotros. Y yo disfrutaba con estas conversaciones en la oscuridad, porque ésta encubría tan misericordiosamente mi asombro.

Me habló de sí misma, de su infancia. De este modo supe por segunda, o mejor, por primera vez — pues ahora tenía un contenido real y humano — lo ingeniosamente que esta sociedad estaba construida sobre una base de armonía duradera y estabilizada. Se consideraba natural el hecho de que tener hijos y educarlos en sus primeros años es un problema que requiere grandes cualidades y una vasta preparación y estudios muy especiales; sólo para obtener autorización para engendrar descendencia, una pareja debía someterse a una serie de pruebas; al principio esto me pareció inaudito, pero tras alguna reflexión tuve que reconocer que las costumbres paradójicas eran más bien las nuestras, las de los viejos. Porque en la antigua sociedad nadie podía construir una casa o un puente, ni curar una enfermedad, ni tomar la medida administrativa más sencilla sin poseer la formación profesional corres pondiente, y lo único que se dejaba a la ciega casualidad y a la concupiscencia momentánea era el problema de mayor responsabilidad, la procreación de hijos y el desarrollo de su mente. La sociedad no intervenía hasta que se cometían errores que ya no tenían remedio.

Así pues, el derecho a tener un hijo era una distinción especial que no podía ser otorgada a cualquiera; más tarde, los padres no podían aislar a los hijos de los de su misma edad: se formaban grupos cuidadosamente seleccionados de ambos sexos, en los que estaban representados los temperamentos más diversos; los llamados niños difíciles eran sometidos a intervenciones hipnogógicas adicionales, y todos iniciaban muy pronto los estudios. Sin embargo, no se trataba de aprender a leer y escribir, lo cual se enseñaba mucho después; la singular formación de los pequeños consistía en iniciarles mediante juegos especiales en el funcionamiento del mundo, de la Tierra, en sus riquezas y las formas más diversas de la vida social; de este modo que puede llamarse natural se inculcaba a los niños de cuatro y cinco años los fundamentos de la tolerancia, de la vida en común, del respeto hacia las convicciones y actitudes ajenas, y de la falta de importancia de las distintas características físicas de los niños — o sea, de las personas — de diferentes razas.

Todo esto me parecía muy hermoso, pero con una objeción fundamental: que el más sólido fundamento de este mundo, su regla universal, fuese la betrización. La educación iba dirigida a que se considerase algo tan natural como el nacimiento y la muerte. Pero cuando supe por Eri cómo se aprendía en las escuelas la historia antigua, me invadió una cólera que me costó un gran esfuerzo vencer. Desde este punto de vista, eran tiempos de un mundo brutal, donde no se ponía límite a los nacimientos y se producían violentas catástrofes económicas y bélicas. Los logros de la civilización eran mencionados y se presentaban como expresión de aquellas fuerzas y tendencias que ayudaron a la humanidad a superar la oscuridad y la crueldad de aquella época. Frente a estos logros había la entonces generalizada tendencia de vivir a costa de otros. Aquello — se decía — que era muy difícil de alcanzar y que sólo ofrecía sus ventajas a muy pocas personas, y a la que conducía un camino lleno de peligros, renuncias, compromisos y derrotas morales, sólo compensados por los éxitos materiales, era en la actualidad algo cotidiano, fácil y seguro.

Asimismo resultaba fácil, al divulgar conocimientos generales, condenar numerosas características del pasado, como las guerras, por ejemplo — esto yo podía admitirlo —. Y la falta — ¡total! — de política, divergencias, tensiones, conflictos internacionales (aunque al principio se antojaba asombroso y casi hacía pensar que existían, pero se silenciaban), tuve que considerarla un éxito y no un perjuicio. Lo que fue más difícil para mí en esta inversión de todos los valores se refería a mis circunstancias más íntimas, pues no había sido sólo Starck quien descartó las expediciones espaciales en su libro, escrito medio siglo antes de mi regreso. En este punto Eri, que terminó sus estudios arqueológicos, pudo aclararme muchas cosas. Ya las primeras generaciones betrizadas cambiaron radicalmente su actitud hacia la astronáutica, pero aún después del cambio de signos, del positivo al negativo, continuó siendo apasionada. Se opinaba que se había cometido un error trágico, cuyo punto culminante coincidió con los años de nuestra expedición, puesto que entonces se emprendieron muchas expediciones similares. Pero el error no estribaba solamente en los exiguos resultados que se obtenían de ellas ni en que la investigación fuera del sistema solar — que sólo aportó el descubrimiento en algunos planetas de formas de vegetación primitivas y en general desconocidas para nosotros — no condujo en un radio de varios años luz a ningún contacto con alguna civilización altamente desarrollada. Ni siquiera se consideró lo peor que la terrible duración de estos viajes — puesto que cada vez sus objetivos se encontraban más alejados — tenía que convertir a las tripulaciones de las naves espaciales, estos representantes de la Tierra, en un puñado de seres infelices, mortalmente atormentados, que necesitarían tras su aterrizaje — aquí o allí — intensos cuidados en su convalecencia; ni que la decisión de enviar al espacio o estos exaltados era insensata y cruel. Fue considerado lo esencial el hecho de que la Tierra quisiera conquistar el cosmos, pese a no haber hecho lo suficiente para sí misma. Como si no resultara evidente que tan heroicos vuelos no podrían aliviar jamás los ilimitados sufrimientos, las injusticias, los temores y el hambre de la humanidad.

Pero así pensó sólo la primera generación betrizada. Después, en el curso natural de las cosas, llegó el olvido. La indiferencia. Y los niños, cuando se enteraron de la época romántica de los vuelos espaciales, se sorprendieron y tal vez tuvieron incluso un poco de miedo de sus incomprensibles antepasados, que se les antojaban tan extraños y absurdos como los antepasados aún más lejanos que se dedicaban a los saqueos y las expediciones en busca de oro. Esta indiferencia es lo que más me asustó, era peor que una sentencia injusta; la obra de nuestra vida yacía bajo una capa de silencio, enterrada y olvidada.

Eri no intentó despertar en mí entusiasmo por el nuevo mundo ni deseaba tampoco una conversión demasiado rápida; se limitaba a hablar sencillamente del tema. Y yo — precisamente porque hablaba de sí misma, como un testigo de este mundo — no podía cerrar los ojos a su resplandor.

Era una civilización que carecía de temor. Todo cuanto había estaba al servicio de la humanidad. Nada era tan importante como su comodidad, el cumplimiento de sus deseos naturales y también de los más exagerados. Por doquier, en todos los lugares donde la presencia humana, la debilidad de sus pasiones, la lentitud de sus reacciones podía representar el mínimo riesgo, se la eliminaba mediante el uso de maquinaria muerta: los autómatas.

Este mundo estaba libre de peligros. No había lugar para la crueldad, la lucha o cualquier clase de violencia; era un mundo de suavidad, de formas y costumbres blandas, de transiciones moderadas y situaciones sin dramatismo, igualmente digno de asombro que la reacción que despertaba en mí, o en nosotros. Al añadir esto pienso en Olaf.

Porque precisamente nosotros habíamos sufrido durante diez años tantos horrores, tantas cosas contrarias a la naturaleza del hombre, que le hieren y le destrozan, y estábamos tan hartos, volvíamos tan hartos de todo ello, que si alguien nos hubiera dicho que el regreso podía demorarse, que deberíamos ofrecer la frente al vacío nueve meses más, le habríamos saltado al cuello. Y precisamente nosotros, que ya no podíamos soportar este riesgo constante, esta posibilidad ciega de ser blanco de un meteorito, esta continua tensión de la espera, los tormentos que sufrimos cuando un Arder o un Ennesson no volvían de un vuelo de reconocimiento… precisamente nosotros empezábamos de repente a considerar aquel tiempo espantoso como lo único bueno, que nos había conferido sentido y dignidad. Y, sin embargo, ahora todavía me estremecía cuando recordaba cómo habíamos esperado, sentados o acostados, colgados en singulares posiciones sobre la redonda cabina de radio, en medio de un silencio sólo interrumpido por el zumbido regular de una señal; procedente de la instalación automática de la nave, mientras veíamos bajo la luz muerta y azulada las gotas de sudor perlando la frente del radiotelegrafista, que estaba a la espera como nosotros, mientras la campanilla de alarma, accionada, funcionaba sin ruido, hasta que llegaba el momento en que la aguja rozaba el punto rojo de la esfera, trayendo el alivio. Alivio, porque ahora ya se podía iniciar la búsqueda y morir también, lo cual parecía mucho más fácil que este compás de espera. Nosotros, los pilotos, no científicos, éramos unos chiquillos viejos, nuestro tiempo ya se había detenido tres años antes del despegue. En el transcurso de estos tres años habíamos experimentado diversas etapas de un creciente malestar psíquico. Existían tres fases principales, tres estaciones, llamadas sucintamente Castillo de Fantasmas, Planchado y Coronación.

El Castillo de Fantasmas era el encierro en un pequeño recipiente, todo lo perfectamente aislado del mundo que uno pueda imaginar. A su interior no llegaba ningún sonido, ningún rayo de luz, ningún soplo de aire, ni el mínimo movimiento exterior. Este recipiente — parecido a un pequeño cohete — estaba provisto de aparatos y provisiones de agua, alimentos y oxígeno.

Y en él había que vivir inactivo, sin nada absolutamente que hacer, un mes entero, que se antojaba una eternidad. Nadie salía de él tal como había entrado. Yo, uno de los más duros según el doctor Janssen, no empecé hasta la tercera semana a ver aquellas cosas extrañas que los demás ya observaban al cuarto o quinto día: monstruos sin cara, multitudes sin forma que emergían de las esferas luminosas de los aparatos para entablar conmigo locas conversaciones y columpiarse sobre mi sudoroso cuerpo, que perdía sus fronteras. El cuerpo se transformaba, adquiría proporciones gigantescas y al final — y esto era lo más repugnante — empezaba a independizarse de alguna manera: primero palpitaban una por una todas las fibras de los músculos, después — tras sensaciones de hormigueo y entumecimientos — venían las convulsiones y seguidamente movimientos que yo observaba rígido por el asombro, sin comprender nada, y sin el entrenamiento preliminar y las indicaciones teóricas habría estado dispuesto a creer que mis manos, mi cabeza y mi nuca habían sido poseídas por demonios. El interior acolchado de este recipiente — según se rumoreaba — había visto ya escenas indescriptibles e inmencionables. Janssen y su equipo eran testigos, mediante aparatos apropiados, de lo que tenía lugar allí dentro, pero ninguno de nosotros sabía — ¡entonces! — nada de ello. La sensación de aislamiento tenía que ser real y completa. Por esto nos resultó incomprensible la desaparición de algunos ayudantes del doctor. Hasta que estuvimos volando no me confió Gimma que simplemente se habían desmoronado. Uno de ellos, un tal Gobbek, llegó a intentar abrir el recipiente por la fuerza, porque no podía contemplar la tortura del hombre encerrado en él.

Pero esto era solamente el Castillo de Fantasmas. Después venía el Planchado, con sus caídas y centrifugaciones, con la endiablada máquina de aceleración, que podía dar g, una aceleración que, naturalmente, nunca pudo llevarse a la práctica, pues habría convertido a los hombres en un charco; pero g bastaban para que toda la espalda del sujeto se quedara pegajosa en una fracción de segundo por la sangre transpirada por la piel.

La última prueba, la Coronación, la resistí muy bien. Era el último tamiz, la última estación selectiva. Al Martin, un muchacho que entonces tenía en la Tierra el mismo aspecto que yo ahora, un coloso, un único ovillo de músculos duros como el hierro, la tranquilidad misma, o al menos eso parecía, volvió de la Coronación a la Tierra en un estado tal que hubo que llevarle inmediatamente al sanatorio.

Esta Coronación era algo muy sencillo. Se introducía al sujeto en un traje espacial, se le llevaba a una órbita cercana a la Tierra, y a una altitud de unos cien mil kilómetros, cuando la Tierra lucía como una Luna cinco veces mayor, se le echaba simplemente al vacío y los demás se alejaban. Y entonces, colgado de esta manera, moviendo manos y piernas, había que esperar su regreso, la salvación; el traje espacial era seguro, cómodo, tenía oxígeno y climatización, calentaba e incluso alimentaba al sujeto con una pasta nutritiva que salía cada dos horas de una boquilla especial, gracias a una ligera presión. Así pues, no podía ocurrir absolutamente nada, salvo si fallaba el pequeño aparato de radio acoplado a la parte exterior del traje, que emitía una señal automática para indicar el lugar exacto de la situación de su propietario. En este traje espacial sólo faltaba una cosa que siempre llevaba incorporada: el transmisor, y deliberadamente, claro, por lo que no se podía oír ninguna voz que no fuese la propia. De este modo había que estar suspendido en medio de la oscuridad y las estrellas, girando por la falta de gravedad y esperando. Durante mucho tiempo, ciertamente, pero no demasiado. Y nada más.

Sí, pero hacía enloquecer a los hombres; en los cohetes de la base eran víctimas de convulsiones epilépticas. Esto era lo peor de todo para los hombres: esta destrucción total, este aislamiento, la muerte con plena conciencia; era la experiencia de la eternidad, que se infiltraba en los hombres y les dejaba probar su espantoso sabor. Se nos comunicaba el conocimiento, siempre considerado como imposible de alcanzar, de la insondabilidad sin fronteras de la existencia extraterrena; un abismo ilimitado, estrellas entre las piernas, que colgaban y se agitaban inútilmente, la superfluidad de las manos, de la boca, de los gestos, de todo movimiento e inmovilidad. Dentro de los trajes espaciales resonaba un grito, los infelices proferían alaridos… pero, basta.

Basta ya de recordar lo que sólo fue una prueba, una introducción, deliberada y cuidadosamente preparada, rodeada de todas las medidas de seguridad: a ninguno de los «coronados» le pasó nada en el sentido físico, nada; todos fueron encontrados sanos y salvos por los cohetes de la base. Claro que esto no nos lo decían, a fin de no restar nada a la autenticidad de la situación.

La Coronación me fue bien porque tenía un sistema propio. Era muy sencillo y totalmente deshonesto, pues era precisamente lo que no se debía hacer. Cuando me lanzaron por la escotilla, cerré los ojos. Luego pensé en las cosas más diversas. Lo único que se necesita en grandes cantidades en una situación así, es la voluntad. Había que proponerse con firmeza no abrir para nada estos desgraciados ojos, pasara lo que pasase. Creo que Janssen conocía este truco mío, pero no hubo consecuencias para mí, ciertamente.

Todo esto ocurría en la Tierra o sus proximidades. Pero después vino un vacío que no estaba preparado, ni procedía del laboratorio. Que mataba realmente, no sólo en apariencia.

Tuvo piedad de muchos: Olaf, Gimma, Thurber, yo, los otros siete del Ulises, e incluso nos permitió volver. Y entonces nosotros, que no anhelábamos otra cosa que paz, después de realizar tan perfectamente nuestro sueño, lo despreciamos. Fue Platón, me parece, quien dijo una vez: «Desgraciado, obtendrás lo que querías tener.»

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