La puerta se abrió. Un robot blanco y anaranjado esperaba en el césped. Me apeé.
— Bien venido a Klavestra — me dijo, y su vientre blanco empezó a zumbar inesperadamente; emitía unos sonidos agudos, como si tuviera una caja de música.
Sin dejar de reír, le ayudé a descargar mi equipaje. Entonces se abrió la puerta posterior del ulder, que yacía sobre la hierba como un pequeño zeppelín plateado, y dos robots de color naranja sacaron mi coche. Lo había olvidado por completo. Ahora todos los robots, cargados con mis maletas, cajas y paquetes, se dirigían en fila india hacia la casa.
La casa era un cubo con ventanas en lugar de paredes. Entramos en el vestíbulo por un panorámico y acristalado solarium, cruzamos el comedor y subimos las escaleras que conducían al piso superior — ¡todo en madera! — ; el robot de la cajita de música no olvidó llamar mi atención hacia esta rareza.
Arriba había cinco habitaciones. No escogí la mejor, sino la que estaba orientada al este, porque en las otras, sobre todo en la que daba a las montañas, había demasiado oro y plata. El decorado de la que miraba al este tenía franjas verdes en forma de hojas sobre un fondo de color crema.
Los robots colocaron todas mis cosas en armarios empotrados, trabajando rápida y silenciosamente. Me quedé ante la ventana. «Un puerto — pensé —, un albergue.» Hasta que me asomé no pude ver el vapor azulado de las montañas. Abajo había un gran jardín de flores y algunos árboles frutales bastante añosos; sus viejas y retorcidas ramas ya no daban fruta.
Un poco hacia el lado, junto a la avenida — que ya había visto desde el ulder y que ocultaban unos setos —, se veía sobre el verdor la torre del trampolín. De modo que allí debía de estar la piscina. Cuando me volví, los robots ya se habían ido. Empujé hacia la ventana la ligera mesa, que parecía inflada, y coloqué sobre ella el montón de revistas científicas, los cartuchos con los libros de cristal y el aparato de lectura; aparte llevaba mis libretas aún intactas y la pluma estilográfica. Era mi vieja pluma; con la gravitación intensificada se derramaba siempre, manchándolo todo, pero Olaf la había reparado a la perfección. Ordené los cuadernos de notas, y escribí en ellos «Historia», «Matemáticas», «Física», todo con gran apresuramiento, porque tenía prisa por bañarme.
Ignoraba si allí podía salir sólo en bañador; había olvidado el albornoz, así que fui al cuarto de baño del pasillo y, con una botella de líquido espumoso, me cubrí con una prenda horrible que no se parecía a ninguna. La desgarré y empecé de nuevo. El segundo albornoz ya tenía mejor aspecto, aunque parecía una especie de vestimenta de Robinson; con un cuchillo corté las mayores desigualdades de las mangas y el bajo y entonces ya se me antojó más aceptable.
Bajé, todavía inseguro de que no hubiera ningún huésped en la casa. El vestíbulo seguía vacío, así como el jardín, donde el robot anaranjado recortaba el césped cerca de los rosales, que ya empezaban a quedarse sin flores.
Casi corriendo, llegué a la piscina. El agua refulgía y temblaba, y sobre ella flotaba un frescor invisible. Tiré el albornoz sobre la arena dorada, que me quemó las plantas de los pies, y, haciendo mucho ruido sobre los peldaños de metal, trepé hasta el trampolín. Era bajo, lo cual me convenía para empezar. Me di impulso para un salto sencillo — ¡no me atrevía a más después de tan largo intervalo! — y entré en el agua como un cuchillo.
Emergí feliz a la superficie. Con grandes brazadas crucé la piscina, volví y la crucé una vez más; debía de tener unos cincuenta metros de longitud. La recorrí ocho veces sin disminuir el ritmo, llegué hasta el borde y, chorreando como una foca, me tendí sobre la arena con el corazón desbocado. Era estupendo. ¡La Tierra aún tenía su encanto! Me sequé en pocos minutos, me levanté y miré a mi alrededor: nadie. Magnífico. Corrí de nuevo hacia el trampolín.
Primero salté de espalda; me salió bien, aunque me había dado demasiado impulso: en el extremo del trampolín había un trozo de plástico que actuaba de muelle. Luego vino un doble salto que fallé en parte, ya que me golpeé fuertemente con los muslos contra el agua. La piel enrojeció en seguida, como escaldada. Repetí el salto. Fue mejor, aunque no del todo.
Después de la segunda vuelta no tuve tiempo de enderezarme, y además no coloqué bien los pies. Pero era obstinado y tenía tiempo, ¡muchísimo tiempo!
Tercer salto, cuarto, quinto. Los oídos ya me zumbaban cuando — tras haber echado otra ojeada a mi alrededor — probé un salto de tirabuzón. Fue un fracaso, un completo desastre. Al caer en el agua perdí el aliento, tragué una gran cantidad de agua y me arrastré hasta la arena resoplando y ahogándome. Me senté en la escalerilla del trampolín, tan humillado y furioso que al final empecé a reír. Entonces volví a nadar: cuatrocientos metros, un descanso y otros cuatrocientos.
Cuando volví a la casa, el mundo tenía un aspecto muy diferente. «Es lo que más echaba de menos», pensé. Un robot blanco esperaba en la puerta.
— ¿Desea comer en el comedor o en su habitación?
— ¿Comeré solo?
— Sí, señor. Los otros señores no llegarán hasta mañana.
— Me pueden servir en el comedor.
Fui arriba y me cambié de ropa. Aún no sabía muy bien con qué iniciaría mis estudios.
Con la historia, probablemente; sería lo más sensato, aunque me dominaba el deseo de hacerlo todo a la vez y cuanto más, mejor. Quería conocer el misterio de la gravitación dominada.
Oí un sonido cantarín. No era el teléfono. Como ignoraba de dónde procedía, llamé al infor doméstico.
— La comida está servida — dijo una voz melodiosa.
El comedor estaba lleno de una luz verde filtrada; los vidrios oblicuos del techo brillaban como el cristal. En la mesa había un solo cubierto. El robot trajo la carta.
— No, no — rechacé —, comeré lo que sea.
El primer plato recordaba una sopa de fruta El segundo, nada. Habría que despedirse para siempre de la carne, las patatas y la verdura.
Fue una suerte que comiera solo, pues el postre me explotó bajo la cuchara. Tal vez sea una expresión exagerada, pero en todo caso me salpiqué de crema las rodillas y la chaqueta.
La confección de este plato parecía un poco complicada: sólo era dura la parte superior, y yo clavé en ella la cuchara sin la menor precaución.
Cuando entró el robot le pregunté si podía tomar el café en mi habitación.
— Naturalmente — repuso —. ¿Ahora mismo?
— Sí, por favor. Pero mucho café.
Lo dije porque el baño me había dejado un poco soñoliento y de pronto me pareció perdido el tiempo dedicado al sueño. Oh, aquí todo era realmente muy distinto que en la cubierta de nuestra nave espacial. El sol de mediodía abrasaba los viejos árboles, las sombras eran cortas, se apretaban contra los troncos, el aire temblaba en la lejanía, pero en la habitación hacía casi fresco. Me senté ante la mesa, frente a los libros. El robot trajo el café. Un termo transparente capaz de contener tres litros. No dije una palabra. El robot había sobre sumado mi necesidad de café.
Quería empezar por la historia, pero primero me enfrasqué en la sociología, porque ansiaba enterarme en seguida de lo máximo posible. Pronto me convencí de que no iría a ninguna parte. Esta ciencia estaba salpicada de unas matemáticas difíciles, por su especialización, y — lo que era aún peor — los autores mencionaban hechos totalmente desconocidos para mí. Además, había muchas palabras que no comprendía y tenía que buscar su significado en el diccionario técnico. Así pues, coloqué el segundo optón — tenía tres de ellos — y no tardé en perder el gusto de la lectura, ya que era un proceso demasiado lento, por lo que, olvidando mis pretensiones, me dediqué a un simple manual de historia.
Algo me había picado, dejándome sin una chispa de paciencia; a mí, a quien Olaf llamaba la última encarnación de Buda. En vez de leer por orden, busqué primero un capítulo sobre la betrización.
Esta teoría había sido formulada por tres personas: Bennet, Trimaldi y Sajárov. De ahí el nombre Con asombro leí que eran coetáneos míos y que la habían publicado un año después de nuestro lanzamiento. Como es natural, la oposición fue considerable. Al principio nadie quería tomar en serio este plan. Entonces llegó hasta el foro de la ONU. Durante un tiempo, vagó de una comisión a otra y daba la impresión de que acabaría fracasando después de interminables deliberaciones. Pero los trabajos experimentales se desarrollaron con bastante actividad, se introdujeron mejoras y se realizaron experimentos en masa con animales y más tarde con personas. Primero se sometieron a la intervención los propios investigadores.
Trimaldi quedó lisiado temporalmente; entonces aún no se conocían los peligros que amenazaban a los hombres maduros tras la betrización, y este incidente fatal interrumpió el proceso durante ocho años más…
Pero en el año diecisiete después de cero (ésta era mi cronología privada: cero significaba el lanzamiento del Prometeo), se decidió implantar la betrización; tal fue — el inicio y no el fin de la lucha por la humanización del género humano, como declaraba el libro de texto. En numerosos pzíses, los padres se negaban a que sus hijos fueran intervenidos, y las primeras betroestaciones fueron objeto de reiterados ataques. Muchas de ellas resultaron totalmente destruidas. La época de la agitación, represalias, coacción y resistencia duró veinte años. El libro de texto, como era de prever, se refería a ellos en términos muy generales. Me propuse buscar detalles más concretos en los originales, pero sin interrumpir por el momento la lectura.
No se produjo un cambio en la actitud de la gente hasta que la primera generación betrizada tuvo descendencia. El manual no decía nada sobre el aspecto biológico de la intervención. En cambio había varios panegíricos en honor de Bennet, Trimaldi y Sajárov.
Alguien propuso empezar la cronología de la Nueva Era a partir del inicio de la betrización, pero la idea no tuvo éxito. La cronología no cambió, pero los hombres sí. El capítulo se cerraba con patéticas palabras sobre la Nueva Era del Humanismo.
Busqué una monografía sobre la betrización, escrita por Ullrich. Una vez más todo era matemáticas, pero decidí masticarlas hasta el fin. La intervención no se realizaba en el plasma hereditario, tal como yo había temido. De ser así, ya no habría sido necesario betrizar a cada generación. Pensé en ello con esperanza: al menos teóricamente, existía una posibilidad de rectificación. Habían actuado — en una temprana fase de la vida — sobre la zona anterior del cerebro en desarrollo con un grupo de enzimas proteolíticas. Los resultados eran contundentes:
una reducción del impulso agresivo del ochenta al ochenta y ocho por ciento en comparación con los no betrizados: eliminación de las relaciones asociativas entre los actos agresivos y el ámbito de sentimientos pasivos; reducción de las posibilidades de arriesgar la vida personal en un promedio del ochenta y siete por ciento.
Se subrayaba como el más importante éxito el hecho de que estos cambios no afectaban negativamente el desarrollo de la inteligencia y la formación de la personalidad, y — lo que era tal vez aún más importante — que las limitaciones resultantes no funcionaban según el principio de las asociaciones de temor. En otras palabras: la persona no dejaba de matar porque tuviera miedo del acto en sí. Una forma semejante causaría neurosis y atemorizaría a toda la humanidad. No lo hacía porque «no se le podía ocurrir».
Me gustó una frase de Ullrich: «La betrización causa la desaparición de la agresividad por la falta de impulso, no por prohibición.» Pero tras reflexionar un poco se me ocurrió que esto no explicaba lo primordial, es decir, el modo de raciocinar de las personas sometidas a la betrización. Estas personas eran completamente normales y por lo tanto podían imaginarlo todo, incluso un asesinato. ¿Qué evitaba su realización?
Hasta que oscureció estuve buscando una respuesta a esta pregunta. Como ocurre casi siempre con los problemas científicos, lo que en una reseña o conferencia breve se antoja relativamente claro y sencillo se fue complicando a medida que iba necesitando explicaciones más concretas.
La señal cantarína me llamó para la cena; pedí que la subieran a mi habitación, pero ni siquiera la probé. Las explicaciones científicas que por fin logré encontrar no eran del todo congruentes. Una repulsión parecida al asco, un estado de máxima aversión que se incrementaba de modo incomprensible para una persona no betrizada; lo más interesante eran las declaraciones de los sometidos a estudio, que entonces, ochenta años atrás, en el instituto Trimaldi de Roma, se dedicaron a la tarea de abrirse paso a través de las barreras invisibles erigidas en sus cerebros. Esto era lo más singular que había leído en mi vida. Ninguno de ellos pudo atravesarlas, pero el relato de las experiencias que acompañaron tales tentativas era distinto en cada caso. En algunos predominaban las manifestaciones psíquicas: la necesidad de eludir la situación en que se les había colocado, la repetición de las tentativas provocó en este grupo violentos dolores de cabeza, y la persistencia de estos dolores fue causa finalmente de una neuritis, que pudo curarse con facilidad. En otros dominaban las manifestaciones físicas: jadeos, asma; esta situación recordaba el miedo, pero ellos no se quejaban de miedo sino de malestar físico.
Según comprobó Pilgrin en sus investigaciones, la ejecución de un asesinato simulado — por ejemplo, en una muñeca — fue posible para el dieciocho por ciento de los betrizados, pero tenían que estar absolutamente seguros de que lo hacían contra un objeto inanimado.
La prohibición alcanzó a todos los animales de especies superiores, pero no a los reptiles, anfibios e insectos. Naturalmente, a los betrizados les faltaba un conocimiento científico de la sistemática zoológica. La prohibición estaba ligada sencillamente al grado de semejanza con la especie humana tal como se entiende en general. La cuestión quedaba zanjada con la explicación de que todo el mundo tomaba al perro por un animal más cercano al hombre que una serpiente.
Leí montones de otros trabajos y di la razón a cuantos afirmaban que a un betrizado sólo puede comprenderle introspectivamente otro betrizado. Dejé estos estudios con sentimientos encontrados. Lo que más me inquietaba era la falta de trabajos críticos, análisis de algún tipo que incluyeran las consecuencias negativas de esta intervención, ya que yo no dudaba un solo momento de que tenía que haberlas. No por falta de respeto y atención hacia los investigadores, sino sencillamente porque la esencia de todos los actos humanos es así: en lo bueno siempre hay algo malo.
Un pequeño ensayo sociográfico de Murwick contenía numerosos datos interesantes sobre el movimiento de resistencia contra la betrización, violento su sus comienzos. El más pertinaz había correspondido a países con una larga tradición de luchas sangrientas, como España y ciertos estados de Hispanoamérica. Por lo demás, las organizaciones ilegales para la lucha contra la betrización surgieron casi en todo el mundo, especialmente en Sudáfrica, México y ciertas islas tropicales. Utilizaban todos los medios, desde la falsificación de certificados médicos sobre intervenciones realizadas hasta el asesinato de los médicos que llevaban a cabo dichas intervenciones.
Cuando hubo pasado el tiempo de la resistencia masiva y los choques violentos, reinó una calma ilusoria. Era ilusoria porque entonces empezó a perfilarse un conflicto entre las generaciones. La juventud betrizada rechazó, al crecer, la mayor parte de los adelantos humanos: las costumbres y usanzas, el arte, toda la herencia cultural fue revalorizada de modo espectacular. El cambio afectó a numerosos ámbitos, desde el erotismo y las costumbres sociales hasta la actitud hacia la guerra.
Se esperaba, como es natural, una gran división de los pueblos. La ley no entró en vigor hasta cinco años después de su promulgación. Durante este tiempo se formaron gigantescos cuadros de educadores, psicólogos y especialistas, que debían velar por el apropiado desarrollo de la nueva generación. Era necesaria una serie de reformas escolares, cambios de repertorio en los espectáculos, temas de lectura y películas. La betrización — para expresar en pocas palabras el alcance de este enorme cambio — absorbió en los diez primeros años el cuarenta por ciento de la renta nacional de toda la Tierra, debido a sus numerosas y ramificadas consecuencias y necesidades.
Fue una época de grandes tragedias. La juventud betrizada se alejó de sus propios progenitores. Ya no compartía sus intereses y aborrecía sus inclinaciones sangrientas. Durante un cuarto de siglo tuvieron que existir dos clases de revistas, libros y obras de teatro: una para los miembros de la vieja generación y otra para los de la nueva.
Todo esto ocurrió ochenta años atrás. Actualmente nacían los hijos de la tercera generación betrizada, y de los no betrizados sólo vivía un número insignificante: eran ya ancianos de ciento treinta años. Lo que había constituido la esencia de su juventud parecía tan lejano a la nueva generación como las tradiciones de la Edad de Piedra.
En el libro de historia encontré por fin informaciones sobre el segundo suceso en importancia del siglo pasado. Se trataba del triunfo sobre la gravitación. Incluso se había llamado a dicha época el «siglo de la parastática». Mi generación soñaba con dominar la gravitación, esperando que significara una transformación total de la astronáutica. La realidad fue distinta: la transformación tuvo lugar, pero afectó sobre todo a la Tierra.
Uno de los horrores de mi tiempo era el problema de la «muerte en tiempos de paz», causado por los accidentes de tráfico. Todavía recuerdo que los cerebros más preclaros se esforzaban por reducir las estadísticas siempre en ascenso de los accidentes mediante la disminución del tráfico en las calles y carreteras continuamente atestadas. Cientos de miles de personas perdían anualmente la vida en accidentes de circulación; el problema parecía tan insoluble como el de la cuadratura del círculo. «No existe una garantía de seguridad para el peatón — se decía-; el mejor avión, el coche o el tren más resistente puede escapar al control humano; los autómatas son más seguros que el hombre, pero también ellos sufren averías; así pues, incluso la técnica más perfeccionada tiene cierto límite de tolerancia, un tanto por ciento de errores.» La parastática, la ciencia de la gravitación, introdujo una solución tan inesperada como necesaria. El mundo de los betrizados tenía que ser un mundo de total seguridad: de lo contrario, la perfección biológica de esta intervención no habría servido de nada. Roemer tenía razón. La esencia de este descubrimiento sólo podía expresarse a través de las matemáticas; de unas matemáticas infernales, añadiría yo. Emil Mitke, hijo de un funcionario de Correos, un genio lisiado, dio con una solución general, válida «para todos los universos posibles», que hacía con la teoría de la relatividad lo mismo que hiciera Einstein con la teoría de Newton. Era una historia larga, extraordinaria e inverosímil como todas las historias verdaderas, una mezcla de cosas insignificantes e importantes, de la ridiculez humana con la grandeza humana, que al final, al cabo de cuarenta años, culminó con la aparición de la «cajita negra».
Todo vehículo, todo barco y todo avión tenía que poseer imprescindiblemente esta cajita negra: garantizaba — como Mitke observó bromeando en el ocaso de su vida — la salvación en este mundo; en una situación de peligro — la caída de un avión, el choque de automóviles o trenes, en suma, cualquier catástrofe — liberaba una carga de «anticampo gravitacional», que al formarse y entrar en contacto con la inercia producida por el choque (dicho en términos generales, una deceleración repentina, una pérdida de velocidad), daba un cero como resultado final. Este cero matemático era una realidad absoluta: absorbía todo el choque, toda la energía del accidente, y de este modo no sólo salvaba a los pasajeros del vehículo, sino también a aquellos a quienes hubiese atropellado su incontrolada masa.
Había «cajitas negras» por doquier: incluso en grúas, ascensores, cinturones de paracaídas, transatlánticos y bicicletas. La sencillez de su construcción era tan asombrosa como complicada la teoría de su origen.
La mañana ya teñía de rojo las paredes de mi habitación cuando caí extenuado sobre la cama, consciente de haber conocido la mayor revolución de la época, después de la betrización, ocurrida durante mi ausencia de la Tierra.
Me despertó el robot, que entró con el desayuno. Era casi la una. Me senté en la cama y me aseguré de que tenía bajo la mano el libro de Starck que la noche anterior dejara a un lado:
Problemática de los vuelos estelares.
— Debe usted cenar, señor Bregg — me reprochó el robot —, pues de lo contrario perderá las fuerzas.
Tampoco es recomendable leer hasta que amanece. Los médicos lo desaconsejan, ¿sabe?
— Sí, pero ¿cómo lo sabes tú? — pregunté.
— Es mi deber, señor Bregg.
Me alargó la bandeja.
— Intentaré corregirme — observé.
— Espero que no haya interpretado mal una atención que no quería ser inoportuna — contestó.
— Claro que no — dije. Removí el café, noté cómo los terrones de azúcar se disolvían bajo la cucharilla y un asombro tan sereno como intenso me invadió; no sólo porque estaba realmente en la Tierra, porque había vuelto, no sólo por el recuerdo de la lectura nocturna, que todavía rumoreaba y fermentaba en mi cabeza, sino también por el sencillo hecho de estar sentado en la cama, de que mi corazón latiera, de estar vivo.
Me habría gustado hacer algo en honor de este descubrimiento, pero, como de costumbre, no se me ocurrió ninguna idea sensata.
— Escucha — dije al robot —, quiero pedirte una cosa.
— Siempre a su servicio.
— ¿Tienes tiempo? Entonces tócame otra vez la misma melodía de ayer, ¿quieres?
— Con mucho gusto — repuso, y al son de las alegres notas, apuré el café en tres grandes sorbos. En cuanto el robot se hubo ido, me puse el bañador y corrí hacia la piscina.
Realmente no sé por qué tenía siempre tanta prisa. Algo me impulsaba, como un presentimiento de que esta tranquilidad mía — inmerecida e inverosímil — pronto llegaría a su fin. Esta prisa constante me hizo cruzar el jardín y trepar a la palanca en un par de zancadas y sin mirar ni una sola vez a mi alrededor. Cuando ya me daba impulso, vi dos personas saliendo de detrás de la casa; por motivos evidentes, no podía observarlos desde más cerca.
Ejecuté un salto — no el mejor — y toqué el fondo. Abrí los ojos. El agua era como un cristal tembloroso, verde, las sombras de las olas bailaban sobre el fondo iluminado por el sol.
Nadé bajo el agua hasta la escalerilla, y cuando salí del agua ya no había nadie en el jardín.
Pero mis ojos bien entrenados habían fijado en su retina, a medio vuelo, la imagen invertida durante una fracción de segundo de un hombre y una mujer. De modo que ya tenía vecinos.
Dudé entre dar o no otra vuelta a la piscina, pero Starck salió victorioso. La introducción de este libro — donde hablaba de los vuelos a las estrellas, a los que calificaba de un error de juventud — me había encolerizado tanto que a punto estuve de cerrarlo con la determinación de no volver a mirarlo. Pero conseguí dominarme. Subí, me cambié y al bajar vi sobre la mesa del vestíbulo una sopera llena de frutas de color rosa pálido, que recordaban un poco a las peras. Llené de ellas los bolsillos de mis pantalones, encontré un lugar apartado, protegido en tres lados por setos de jardín, trepé a un viejo manzano, busqué una rama apropiada para mi peso y empecé allí mismo el estudio de aquella oración fúnebre al trabajo de mi vida.
Al cabo de una hora ya no me sentía tan seguro. Los argumentos de Starck eran muy difíciles de refutar. Se basaba en los escasos datos procedentes de las dos primeras expediciones, que habían precedido a las nuestras; nosotros las llamábamos «pinchazos», ya que sólo eran sondeos a una distancia de algunos años luz. Starck hizo tablas estadísticas de la probable diseminación, o, dicho de otro modo, «densidad de población» de toda la galaxia.
Calculó que la probabilidad de encontrar seres inteligentes era de uno a veinte. En otras palabras: por cada veinte expediciones — dentro de los límites de mil años luz —, sólo una tenía la posibilidad de descubrir un planeta habitado. Pero este resultado — aunque sonaba más bien pobre — parecía a Starck bastante interesante; el plan de los contactos cósmicos no se desmoronaba, en su análisis, hasta la segunda parte de la argumentación.
Me irrité bastante al leer lo que escribía este autor desconocido para mí acerca de expediciones como la nuestra, es decir, las emprendidas antes del descubrimiento del efecto de Mitke y los inventos parastáticos: las consideraba absurdas. Sin embargo, gracias a él leí ahora por primera vez que — al menos en principio — es posible la construcción de una nave que pueda desarrollar una aceleración de. e incluso de. g. La tripulación de una nave semejante no notaría la aceleración ni el frenado: en las cubiertas habría una gravedad constante, igual a la de la Tierra. Así pues, Starck confesaba que eran posibles los vuelos a las fronteras galácticas, incluso a otras galaxias — la transgalaxodromia con la que tanto había soñado Olaf —, y ello dentro de pocos años. A una velocidad que sería solamente una minúscula fracción menor que la de la luz, la tripulación habría envejecido apenas unos meses cuando regresara a la Tierra después de volar hasta el centro de la metagalaxia.
Sin embargo, en la Tierra habrían pasado mientras tanto no cientos, sino millones de años.
La civilización hallada por los astronautas a su regreso ya no podría acogerles; un hombre de Neandertal se habría acostumbrado con más facilidad a nuestro modo de vida.
Pero esto no era todo. No se trataba de la suerte de un grupo de hombres. A través de ellos la humanidad formulaba preguntas que debían ser contestadas por sus enviados. Si sus respuestas estaban relacionadas con el grado de desarrollo de la civilización, la humanidad tenía que conocerlas antes de su regreso, ya que entre las preguntas y la llegada de la contestación habrían pasado millones de años.
Pero tampoco esto era todo. La contestación ya no tenía actualidad, no servía de nada, puesto que traía noticias del estado de otra civilización, extra-galáctica, que databan del tiempo de su llegada a otra galaxia. Pero aquel mundo no se había detenido durante su regreso, sino que había avanzado uno, dos o tres millones de años. De este modo, las preguntas y respuestas se cruzaban en zigzag, llevaban un retraso de centenares de siglos, los cuales convertían en ficción cualquier intercambio de experiencias, valores y pensamientos.
Así pues, los que volvían eran intermediarios y portadores de noticias muertas, y su obra un acto de atolondrada e irreversible alienación de la historia dé la humanidad. Las expediciones espaciales constituían una deserción hasta ahora desconocida, la deserción más costosa de todas de la esfera de los cambios históricos.
¿Y por una locura semejante, por un desatino sin recompensa ni utilidad tenía que malgastar la Tierra sus mayores esfuerzos y renunciar a sus mejores hombres?
El libro terminaba con un capítulo sobre la posibilidad de ulteriores expediciones con ayuda de los robots. Estos, naturalmente, tampoco traerían otra cosa que noticias pasadas, pero así se evitaría al menos la pérdida de vidas humanas.
Luego había un apéndice de tres páginas en el que se intentaba responder a la pregunta de si existía la posibilidad de viajar a velocidades superiores a la de la luz, tal vez en uno de los llamados «contactos instantáneos con el cosmos», es decir, el paso por todo el espacio casi sin emplear tiempo, gracias a las cualidades todavía desconocidas de la materia y el espacio, por medio de una especie de «telecontacto». Esta teoría, o mejor dicho, esta hipótesis, que no se apoyaba en casi ningún hecho, tenía su nombre: teletaxia. Starck creía poseer un argumento que también destruía esta última posibilidad. Si existía realmente — afirmaba —, tenía que haber sido descubierta por una de las civilizaciones más desarrolladas de nuestra galaxia, o de cualquier otra. En tal caso sus miembros podrían «televisitar» en un tiempo mínimo todos los soles y sistemas planetarios, incluyendo el nuestro. Sin embargo, la Tierra aún no había sido «televisitada», lo cual probaba que esta clase de viajes relámpago por el cosmos podían ser imaginados, pero no convertidos en realidad.
Volví a la casa un poco aturdido, con la sensación casi infantil de haber sido ofendido personalmente. Ese hombre, el tal Starck, a quien no había visto nunca, me ofendía como nadie lo había hecho. Mis conocimientos insuficientes son incapaces de transmitir la despiadada lógica de sus manifestaciones. Ya no recuerdo cómo llegué a mi habitación ni cómo me cambié de ropa; de improviso sentí deseos de fumar y observé que estaba fumando hacía rato, acurrucado sobre la cama, como si esperase algo.
Ah, claro: la comida, la comida en común. Ocurría que me atemorizaba un poco la gente, aunque no quisiera confesárselo a nadie, ni siquiera a mí mismo. Por eso había aceptado con tanta rapidez compartir la villa con unos extraños. Tal vez el hecho de que esperase a estos extraños era lo que me inspiraba aquella singular precipitación, como si tuviera que dejarlo todo hecho y prepararme para su presencia, iniciado ya en los secretos de esta nueva vida.
Quizá no habría dicho esto con tanta claridad por la mañana. Pero después de leer el libro de Starck me abandonó de pronto la timidez del encuentro. Saqué del aparato de lectura el cristal azulado, semejante a un pequeño grano, y lo dejé sobre la mesa, lleno de asombro y temor. Este objeto diminuto me había puesto fuera de combate. Por primera vez desde mi regreso pensé en Thurber y Gimma; deseé volver a verles. Tal vez este libro tenía razón, pero siempre hay otra razón detrás de nosotros. Nadie puede tener una razón absoluta; es imposible.
Una señal cantarína me sacó de mi aturdimiento. Me estiré el suéter y bajé, dueño de mí mismo y ya más tranquilo. El sol brillaba a través de la parra de la galería, el vestíbulo, como siempre por la tarde, estaba lleno de una luz indirecta y verdosa. En la mesa del comedor había tres cubiertos.
Cuando entré, la puerta de enfrente se abrió y los otros dos aparecieron. Eran bastante altos para este tiempo. Nos encontramos a medio camino, como los diplomáticos. Dije mi nombre, nos estrechamos la mano y nos sentamos a la mesa.
Sentía una especie de sosegada confusión, como un boxeador que acaba de ponerse en pie tras ser derrotado por una técnica impecable. Así es como contemplé a la joven pareja, como desde un palco.
La muchacha tendría apenas veinte años. No comprendí hasta mucho después que era imposible describirla y que seguramente no se parecía a sus propias fotos: ni siquiera al día siguiente podía recordar qué clase de nariz tenía — recta o algo respingona —. Su modo de alargar la mano para coger un plato me deleitaba como algo valioso, como una sorpresa que no se produce todos los días; sonreía con poca frecuencia y brevemente, como si desconfiara de sí misma o se considerase demasiado impulsiva, demasiado alegre, o quizá también demasiado insolente, y tratara de no demostrarlo. Pero cada vez huía de su propia seriedad, se daba cuenta de ello y se divertía.
Como es natural, no dejaba de atraer mis miradas, y yo tenía que luchar para desviarlas.
No obstante, seguía contemplándola fijamente; sus cabellos parecían estar llamando al viento.
Incliné la cabeza sobre el plato, alargué la mano hacia la fuente, casi sin mirar, y por dos veces estuve a punto de volcar el florero; en resumen, me portaba de un modo abominable.
Sin embargo, ellos apenas me miraban. Tenían en sus propias miradas una mutua intimidad, hilos invisibles de una comprensión que les unía. No creo que en todo el rato intercambiáramos más de veinte palabras, que fueron acerca del buen tiempo que hacía y de lo fácil que era reponerse aquí.
El tal Marger era apenas una cabeza más bajo que yo, pero esbelto como un adolescente, pese a tener más de treinta años. Iba vestido más bien de oscuro; un tipo rubio de cabeza alargada y frente alta. Al principio me pareció extraordinariamente guapo, pero sólo cuando su rostro estaba inmóvil. En cuanto hablaba — casi siempre con una sonrisa para su mujer, y haciendo alusiones completamente incomprensibles para un extraño —, resultaba casi feo. No es que lo fuera en realidad, sólo que entonces sus proporciones parecían desdibujarse, la boca se torcía hacia la izquierda y perdía expresión, e incluso la sonrisa era inexpresiva, aunque tenía los dientes blancos y regulares. Y cuando se animó, el azul de los ojos se intensificó demasiado y su mandíbula se me antojó demasiado marcada; en conjunto, daba la impresión de ser un modelo de belleza masculina surgido de las páginas de una revista de modas.
En suma, me fue desde el principio extremadamente antipático.
La muchacha — pues así debía llamar a su mujer en mis pensamientos, incluso aunque no quisiera — no tenía ni ojos ni labios bonitos, ni tampoco un cabello que llamara la atención; no había en ella nada fuera de lo corriente. «Con una chica así — pensé — sería capaz de recorrer las Montañas Rocosas con una tienda de campaña a la espalda.» ¿Por qué precisamente montañas? Su figura despertaba en mí asociaciones de noches pasadas en la región de pinos negros, y laboriosos ascensos a las cumbres, y también de la orilla del mar, donde no hay nada más que arena y olas.
¿Sólo porque no llevaba los labios pintados? Yo sentía su sonrisa desde el otro lado de la mesa, incluso cuando no sonreía. En un arranque de atrevimiento, decidí contemplar su cuello; fue como si estuviera cometiendo un robo. La comida tocaba ya a su fin. Marger se volvió de pronto hacia mí; ¿seguro que no me ruboricé? Habló un rato antes de que le entendiera. La casa sólo poseía un glider y él, sintiéndolo mucho, tenía que tomarlo para ir a la ciudad. ¿Quería ir yo también, en lugar de quedarme aquí hasta la noche? Desde luego, podía enviarme otro glider desde la ciudad, o bien…
Le interrumpí. Empecé a decir que no quería ir a ninguna parte, pero en seguida titubeé y entonces oí mi propia voz contestando que sí, que de hecho tenía intención de ir a la ciudad, y puesto que él se ofrecía…
— De acuerdo — repuso. Ya nos habíamos levantado de la mesa —. ¿Qué hora le parece más conveniente?
Intercambiamos frases amables hasta que logré hacerle confesar que tenía prisa. Le dije que para mí cualquier hora era buena. Acordamos encontrarnos al cabo de media hora.
Subí a la planta superior, algo asombrado del curso de los acontecimientos. El no me importaba nada, y yo no tenía absolutamente nada que hacer en la ciudad. ¿Para qué, pues, toda esta excursión? Además, su cortesía se me antojaba un poco exagerada. Si de verdad yo hubiera tenido prisa por llegar a la ciudad, los robots no habrían permitido que me marchase a pie. ¿Querría algo de mí? Pero ¿qué? No me conocía en absoluto. Me devané — inútilmentelos sesos hasta que pasó el tiempo y bajé al vestíbulo.
Su mujer no se veía por ninguna parte; ni siquiera se asomó a la ventana para decirle adiós desde lejos. Al principio permanecimos callados en el gran vehículo, contemplando las curvas y ondulaciones de la carretera, que serpenteaba entre las colinas. Luego empezamos a hablar.
Me enteré de que Marger era ingeniero.
— Precisamente hoy tengo que controlar la selectestación municipal — dijo —. Tengo entendido que usted también es cibernético, ¿verdad?
— De la Edad de Piedra — contesté —. Sí, pero… perdone…, ¿cómo lo sabe?
— En la agencia de viajes me hablaron de quién sería mi vecino. Como es natural, sentía curiosidad.
— Claro.
Callamos durante un rato. Por las aglomeraciones cada vez más frecuentes de policromas masas de plástico se adivinaba que ya nos acercábamos a la periferia.
— Si me lo permite, quería preguntarle si ustedes tuvieron alguna clase de dificultades con los mandos automáticos — me dijo de repente. Comprendí, mucho más por el tono que por el contenido de la frase, que mi respuesta le interesaba mucho. ¿Así que se trataba de esto?
Pero… ¿por qué?
— ¿Se refiere a los… defectos? Pues claro, los teníamos en cantidad, lo cual es comprensible:
los modelos, en comparación con los de ustedes, eran tan anticuados…
— No, no se trata de los defectos — se apresuró a replicar —, sino más bien de las oscilaciones de la efectividad en circunstancias tan diferentes… Actualmente no tenemos, por desgracia, ninguna posibilidad de probar los aparatos automáticos de forma tan extrema.
En el fondo se trataba de cuestiones puramente técnicas. Sentía curiosidad por conocer ciertos parámetros de la actividad del cerebro electrónico en el ámbito de gigantescos campos magnéticos, en las nubes de polvo cósmico y durante perturbaciones gravitatorias, y no estaba seguro de si estos datos se encontrarían en el archivo de nuestra expedición, cuya publicación aún no había sido autorizada. Le conté lo que sabía y le aconsejé que consultara a Thurber para datos más específicos, ya que había sido ayudante del director científico de nuestra expedición.
— ¿Podré decirle que voy de su parte?
— Naturalmente.
Me dio las gracias efusivamente. Yo estaba algo decepcionado. ¿Conque eso era todo?
Pero gracias a esta conversación surgió entre nosotros una especie de vínculo profesional, y ahora le pregunté a mi vez sobre el significado de su trabajo: ignoraba qué era una selectestación.
— Oh, nada interesante. Es un almacén de chatarra… En realidad, yo querría dedicarme al trabajo científico; esto es solamente una especie de práctica, que por otra parte ni siquiera es muy útil.
— ¿Práctica? ¿Trabajar en un almacén de chatarra? ¿Cómo es eso? Usted es cibernético, así que…
— Es chatarra cibernética — me explicó con una sonrisa oblicua. Y añadió, casi despectivamente-: Porque somos muy ahorradores, ¿sabe? Se trata de que nada se pierda… En mi Instituto podría enseñarle muchas cosas interesantes, pero aquí…
Se encogió de hombros. El glider abandonó el carril y se deslizó por un alto tubo de metal hasta el espacioso patio de una fábrica; vi gran número de camiones de transporte y compuertas de \ reja, algo que me recordó un horno Siemens Martin modernizado.
— Ahora pongo el coche a su disposición — dijo Marger. Por una ventanilla de la pared frente a la que nos habíamos detenido, se asomó un robot y le dijo algo. Marger se apeó; empezó a gesticular y de pronto se volvió hacia mí, bastante malhumorado —. Mala suerte — explicó —.
Gloor, mi colega, está enfermo, y yo no puedo hacerlo solo… ¡Vaya problema!
— ¿De qué se trata? — pregunté, bajando del glider.
— El control debe ser efectuado por dos personas, como mínimo — me dijo Marger. Entonces su rostro se animó de improviso —. ¡Señor Bregg! ¡Pero si usted también es cibernético!
¿Consentiría en ayudarme?
— ¡Conque cibernético! — sonreí —. De antigüedad, debería añadir. Ya no sé nada de nada.
— Se trata de un mero formulismo — interrumpió —. Me encargaré gustosamente de la parte técnica; usted sólo tendrá que firmar, ¡nada más!
— ¿Cree usted? — dije, vacilando. Comprendía muy bien que tenía prisa por volver al lado de su mujer, pero yo no podía hacerme pasar por quien no era; y no sirvo para comparsa. Se lo dije, aunque con palabras más suaves. El alzó los dos brazos.
— ¡Por favor, no me interprete mal! Si usted no tiene tiempo…; ahora recuerdo que quería hacer algo en la ciudad…; yo ya me arreglaré como pueda… Perdóneme por…
— Las otras cosas pueden esperar — contesté —. Hable, se lo ruego, y si puedo, le ayudaré.
Entramos en un edificio blanco que estaba un poco apartado. Marger me precedió por un pasillo vacío muy singular: en los nichos se mantenían inmóviles unos cuantos robots. En una oficina pequeña, amueblada con sencillez, sacó un montón de papeles de un armario, los colocó sobre la mesa y empezó a explicarme en qué consistía su función, o mejor dicho, la nuestra. No era buen conferenciante y pronto dudé de las posibilidades de su carrera como científico; mencionaba sin cesar una ciencia de la que yo no tenía ni idea, por lo que tenía que interrumpirle a cada momento y formular, avergonzado, preguntas elementales. Pero él, interesado en no desanimarme, se empeñaba en considerar como virtudes todas las pruebas de mi ignorancia. Al final supe que desde hacía varias décadas había una separación total entre la producción y la vida.
La producción era automática y se desarrollaba bajo la vigilancia de robots, los cuales a su vez dependían de otros robots; aquí ya no había lugar para las personas. La sociedad humana existía aparte de los robots y máquinas automáticas; sólo que para evitar cualquier confusión imprevisible en este orden establecido del ejército laboral mecánico, eran imprescindibles los controles periódicos, llevados a cabo por especialistas. Marger era uno de ellos.
— Sin duda — observó —, todo estará en orden. Y cuando hayamos examinado una por una todas las partes del proceso, estampamos nuestras firmas y ya está.
— Pero si ni siquiera sé qué se produce aquí… — dije, señalando los edificios al otro lado de la ventana.
— Nada, ¡absolutamente nada! — gritó —. De eso se trata precisamente…; nada en absoluto. Es un almacén de chatarra, ya se lo he dicho.
El papel que se me imponía no me entusiasmaba, pero no podía seguir ofreciendo resistencia.
— Bueno, está bien… ¿Qué debo hacer?
— Lo mismo que yo: examinar cada grupo por separado.
Dejamos los papeles en la oficina y empezamos el control. Lo primero era un almacén de clasificación donde perolas automáticas recogían grandes montones de chapa, los aplastaban y los lanzaban bajo la prensa. Los bloques salidos de ésta eran conducidos hasta el contenedor principal por cintas transportadoras. En la entrada, Marger se colocó sobre la cara una pequeña máscara con filtro y me alargó otra; no podíamos hablar a causa del estruendo reinante. El aire estaba lleno de un polvillo herrumbroso que se levantaba de las prensas como nubes rojizas. Cruzamos la sala siguiente, dominada también por el estruendo, y llegamos por un pasillo deslizante al piso donde hileras de prensas se tragaban la chatarra que salía de los embudos y que ahora era más fina y no tenía ninguna forma. Una galería abierta conducía al edificio de enfrente. Marger comprobó allí los indicadores de control, y entonces fuimos al patio de la fábrica, donde un robot nos salió al encuentro con la noticia de que el ingeniero Gloor llamaba por teléfono al señor Marger.
— ¡Perdóneme un momento! ¡En seguida vuelvo! — gritó Marger y bajó corriendo por una escalera de caracol hacia un cercano pabellón de cristal. Me quedé solo sobre las baldosas ardientes por el sol. Miré a mi alrededor: los edificios del otro lado ya los habíamos visitado, eran salas de prensado y clasificación; la distancia y la insonorización apagaban todos los ruidos.
Detrás del pabellón en el que había desaparecido Marger se levantaba un edificio aislado, bajo y extraordinariamente largo, una especie de barraca de hojalata; fui hacia allí para encontrar algo de sombra, pero las paredes metálicas emanaban un calor insoportable. Ya me iba cuando oí un singular ruido que no se parecía al de las máquinas en funcionamiento; venía del interior de esta barraca y era difícil de identificar. A treinta pasos encontré una puerta de acero; ante ella estaba un robot. Al verme, abrió la puerta y se hizo a un lado. Los incomprensibles sonidos adquirieron más fuerza.
Miré hacia dentro: no estaba tan oscuro como me pareció al principio. El resplandor muerto de la hojalata recalentada casi me quitó la respiración. Me habría ido inmediatamente si las voces ahogadas no me hubiesen paralizado. Eran voces humanas, pero alteradas; un coro de voces roncas, confusas, entrecortadas, hablando al unísono. Como si en la oscuridad emitieran sonidos una gran cantidad de teléfonos estropeados.
Di dos pasos inseguros, algo crujió bajo mi pie y desde el sucio alguien dijo claramente:
— Porr fevorr, señor…, porr fevorr…, le rrego…
Me quedé inmóvil. El aire sofocante olía a hierro. El murmullo venía de abajo.
— …Le rrego…, coidado, señorr…
A esta voz se unió otra que recitó monótona y rítmicamente:
— Anomalías excéntricas, asíntotas en forma de bala…, campo del infinito…, sistema primitivo de líneas…, sistema holonómico…, espacio semimétrico…, espacio esférico…, espacio erizado…, espacio sumergido…
— Señorr…, a su servicio…, porr fevorr…, señorr, le rrego…
Los roncos murmullos penetraban literalmente la penumbra:
— Ser viviente planetario, su fétido pantano es el amanecer de la existencia, la fase inicial. Y de la sanguinolenta masa cerebral surgirá el amoroso cobre…
— Brek, break, brabsel, be…, bre…, veriscopio…
— Clase imaginaria… Clase fuerte… Clase vacía… Clase entre todas las clases…
— Señorr, porr fevorr, señorr, coidado, le rrego…
— Shshsh, basta…
— Tú…
— ¿Qué?
— ¿Me oyes?
— Te oigo…
— ¿Puedes tocarme?
— Break, break, brabsel…
— No tengo con qué…
— Lásstima… Ve…, verías lo luminoso y frío que soy… Que me devuelvan mi ar…, armadura y mi espada de oro… De noche me quitaron mi… herencia…
— Estos son los últimos esfuerzos de encarnación del maestro en descuartización y división, que ahora se levanta, se levanta sobre el reino tres veces despoblado de hombres…
— Soy nuevo…, soy completamente nuevo…, nunca he tenido un cortocircuito con el esqueleto…, puedo seguir…, por favor…
— Señorr, porr fevorr…
No sabía hacia dónde volverme, aturdido por el calor y estas voces roncas, que venían de todas partes; desde el suelo hasta la ventana en forma de hendidura del techo se amontonaban troncos abollados y retorcidos; un resto de luz brillaba en el interior de su hojalata.
— So…lo tenía un pequeño de…fecto; pero ya estoy bi…bien, ya veo…
— ¿Qué ves? Está oscuro…
— Pero aun así veo bi…bien…
— Por favor, escúcheme…; no tengo precio, soy muy valioso; encontraba cualquier pérdida de energía, cualquier escape de fluido, cualquier tensión excesiva; se lo ruego, póngame a prueba. Este…, este temblor es pasajero, no tiene nada que ver con…, se lo ruego.
— Porr fevorr, señorr, le rrego…
— Una masa por cabeza; tomaban a la propia fermentación por espíritu, a la carne desgarrada por historia y a los medios contra la descomposición por civilización…
— A mí, por favor, sólo a mí…, es un error…
— Porr fevorr, señorr, le rrego…
— Os salvaré…
— ¿Quién es…?
— ¿Qué…?
— ¿Quién salva?
— Repetid conmigo: el fuego no me engullirá y el agua no me convertirá del todo en herrumbre, los dos elementos me conducirán hasta la puerta…
— ¡Shshshsh!
— Contemplación de los cátodos.
— Catodoplación.
— Estoy aquí por un error… Pienso…, puedo pensar..
— Soy el espejo de la traición…
— Señor…, a su servicio…, le rrego, coidado, porr fevorr…
— Salvación de los inmortales… Salvación de las nebulosas… Salvación de las estrellas…
— ¡Está aquí! — proclamó un grito.
Y de repente reinó un silencio que con su indescriptible tensión fue todavía más penetrante que el anterior coro de voces.
— ¡Señor! — exclamó algo; ignoraba la causa de mi certeza, pero adiviné que esta palabra iba dirigida a mí. No reaccioné.
— Señor, se lo ruego, atienda un momento. Señor, yo… soy diferente. Estoy aquí por un error…
Una confusión de voces.
— ¡Silencio! ¡Yo estoy vivo! — gritó para dominar el estruendo —. Es cierto, me metieron aquí, me recubrieron de hojalata a propósito, para que no se vea, pero acerque la oreja, ¡verá como me oye el pulso!
— ¡Yo también! — exclamó otra voz —. ¡Yo también! ¡Señor! Caí enfermo, y durante mi enfermedad pensé que era una máquina. ¡Tal fue mi desvarío, pero ahora ya estoy sano!
Hallister, el señor Hallister puede confirmárselo, ¡se lo ruego, pregúntele! ¡Sáquenme de aquí, por favor!
— Porr fevorr, señorr…, se lo rrego.
— Break, break.
— A su servicio…
La barraca retumbaba y crujía al son de las voces oxidadas, y de repente un angustioso grito la invadió. Retrocedí y salté hacia el sol, deslumbrado, parpadeando; me quedé largo rato con la mano sobre los ojos y oí detrás de mí un ruido prolongado y rechinante; era el robot, que cerraba la puerta y pasaba el cerrojo.
— Señor… — se oía todavía una voz ahogada detrás de la pared —. Se lo ruego…, a su servicio…, un error…
Pasé por delante del pabellón de cristal; no sabía adonde ir, pero quería alejarme lo más posible de aquellas voces, no volver a oírlas; y me estremecí cuando de pronto alguien me tocó el hombro. Era Marger, el rubio, apuesto y sonriente Marger. — Ah, perdóneme, señor Bregg, le pido mil perdones. He tardado mucho…
— ¿Qué ocurrirá con ellos? — le interrumpí casi con brusquedad, señalando con la mano la barraca aislada.
— ¿Cómo dice? — Sus párpados temblaron —. ¿Con quién? — De improviso me comprendió —.
¿De modo que ha estado allí? No era necesario…
— ¿Qué quiere decir con que no era necesario?
— Es chatarra.
— ¿Qué?
— Chatarra para fundir después de la selección. ¿Nos vamos? Tenemos que firmar los papeles.
— Un momento. ¿Quién realiza esa… selección?
— ¿Quién? Los robots.
— ¿Qué? ¿Ellos solos?
— Pues claro.
Al fijarse en mi mirada, enmudeció.
— ¿Por qué no son reparados?
— Porque no compensa — dijo lentamente, con expresión de asombro.
— ¿Y adonde los llevan?
— ¿La chatarra? La transportan hasta allí — y señaló el alto y solitario horno Siemens-Martin.
Sobre la mesa de la oficina ya estaban preparados los papeles — el documento de control y otros papeluchos —. Marger rellenó las columnas correspondientes, firmó y me alargó la estilográfica. Yo la hice girar entre los dedos.
— ¿Y no existe ninguna posibilidad de error?
— ¿Cómo?
— Allí entre esa… chatarra, como usted la llama, podrían encontrarse algunos útiles y en bastante buen estado, ¿no cree?
Me miró como si no comprendiera lo que le decía.
— Yo he tenido esta impresión — añadí lentamente.
— Pero este asunto no nos concierne — replicó.
— ¿Ah, no? ¿A quién, pues?
— Es asunto de los robots.
— ¿Por qué? Nosotros hemos venido a controlar.
— No, no — dijo sonriendo, aliviado de haber averiguado por fin la causa de mi error —. Esto no tiene nada que ver con lo otro. Nosotros controlamos la sincronización de los procesos, su ritmo y su efectividad. No nos preocupamos de detalles como la selección. No es asunto nuestro. Aparte de que no es necesario, tampoco sería factible, ya que por cada persona hay actualmente dieciocho robots, y cinco de éstos terminan diariamente su ciclo y acaban en el montón de chatarra. Esto significa dos mil millones de toneladas por día.
Por lo tanto, comprenderá que sería imposible controlarlo. Además, la estructura de nuestro sistema reposa precisamente en el concepto opuesto: los robots nos sirven, no nosotros a ellos…
No pude aducir nada en contra. En silencio, firmé las hojas. Ya íbamos a separarnos cuando yo — de modo inesperado incluso para mí — le pregunté si producían robots a semejanza del hombre.
— Pues no — repuso, y añadió titubeando-: En un tiempo nos dieron mucho que hacer…
— ¿Por qué?
— Verá. ¡Ya conoce a los ingenieros! Han llegado a ser tan perfectos en la imitación que ciertos modelos no podían distinguirse de los seres vivientes. Mucha gente no podía soportarlo.
De pronto recordé la escena en la nave con la cual había venido de la Luna.
— ¿No podían soportarlo? — repetí —. ¿Era tal vez una especie de… fobia?
— No soy psicólogo, pero creo que podría llamarse así. Pero ocurrió hace ya mucho tiempo.
— ¿Ya no hay robots semejantes?
— Sí, muchas veces se les ve en cohetes de corto alcance. ¿Ha visto alguno?
Di una respuesta evasiva.
— ¿Le queda tiempo para hacer sus gestiones? — preguntó con voz llena de ansiedad.
— ¿Qué gestiones?
Me vino a la memoria que había fingido tener que atender un asunto en la ciudad. Nos separamos a la salida de la estación, pues me acompañó hasta la puerta Deambulé un buen rato por las calles, fui al realon, salí sin esperar siquiera la mitad de la representación y volví a Klavestra de pésimo humor. A un kilómetro de la villa envié el glider a su punto de origen y caminé el resto del trayecto.
«No pasa nada. Son mecanismos de metal, alambres y vidrio, pueden montarse y desmontarse», dije para mis adentros. Pero no puedo huir del recuerdo de aquella sala, aquella oscuridad con las voces entrecortadas, aquel tartamudeo desesperado que ocultaba un significado excesivo, un exceso del temor más normal. Al fin y al cabo, yo era un experto en tales cosas. El horrible temor de una súbita destrucción no era irreal para mí como lo era para los otros, para estos sensatos constructores que lo habían fabricado todo tan bien. Los robots trabajaban hasta el fin con los de su especie, y los hombres no se mezclaban en sus cosas. Era un círculo cerrado de maquinaria precisa, que se creaba a sí misma, se reproducía y se aniquilaba. Sólo que yo había escuchado innecesariamente los síntomas de su agonía mecánica.
Hice un alto en la colina. Bajo el sol oblicuo, el paisaje era de una belleza indescriptible.
De vez en cuando, luminoso como un proyectil negro, un glider pasaba por la cinta de la carretera, que apuntaba hacia el horizonte, sobre el cual se perfilaban los contornos de las montañas azulados y desdibujados por la distancia.
Y de pronto sentí que no podía contemplar aquello, como si no tuviera derecho a hacerlo y como si en ello se ocultara un terrible engaño. Me senté bajo los árboles, me cubrí el rostro con las manos y lamenté haber regresado. Cuando llegué a la casa, se me acercó el robot blanco.
— Le llaman por teléfono, señor — dijo en tono confidencial —. Conferencia de Eurasia.
Le seguí a toda prisa. El teléfono se encontraba en el vestíbulo, por lo que mientras hablaba podía ver el jardín a través de la puerta de cristal.
— ¡Hal! — gritó una voz lejana pero clara —. ¡Soy Olaf!
— ¡Olaf…! ¡Olaf! — repetí en tono triunfante —. Muchacho, ¿dónde estás?
— En Narvik.
— Y ¿qué haces? ¿Cómo te va? ¿Has recibido mi carta?
— Claro. Por eso he sabido dónde buscarte.
Una breve pausa.
— Dime, ¿qué haces? — repetí, inseguro de pronto.
— Vamos, ¿qué quieres que haga? Nada. ¿Y tú?
— ¿Estuviste en el ADAPT?
— Sí. Pero sólo un día. Luego me esfumé. No podía, ¿sabes?
— Sí, lo sé. Escucha, Olaf. He alquilado una villa aquí, ni yo mismo sé por qué, pero ¡escucha! ¡Ven a verme!
No contestó en seguida. Cuando habló de nuevo, en su voz había cierta vacilación.
— Me gustaría ir. Quizá iría, Hal; pero ya sabes lo que nos han dicho…
— Sí, pero no pueden hacernos nada. Por otra parte, ¡que se vayan al cuerno! Limítate a venir.
— ¿Para qué? Reflexiona, Hal. Tal vez será…
— ¿Qué?
— Peor.
— ¿Cómo sabes que a mí no me va bien?
Oí su risa breve, en realidad un suspiro; tan tenue fue.
— ¿Y por qué quieres que vaya?
De pronto se me ocurrió una idea brillante.
— Olaf, escucha. Esto es como un veraneo, ¿sabes? Una villa con jardín y piscina. Bueno, ya sabes cómo es todo ahora, ya sabes cómo viven, ¿verdad?
— Más o menos.
El tono con que dijo estas palabras era más elocuente que ellas.
— Pues eso. Así que atiende bien: vienes, pero antes procura conseguir guantes de boxeo.
Dos pares. Practicaremos un poco. ¡Verás qué estupendo será!
— ¡Muchacho! ¡Hal! ¿De dónde quieres que saque los guantes de boxeo? Hace años que no existen esas cosas.
— Entonces encarga que los hagan. No pretenderás convencerme de que no saben hacer cuatro malditos guantes. Nos construiremos un pequeño ring, y nos atizaremos de lo lindo.
Nosotros podemos hacerlo. ¡Olaf! Supongo que ya habrás oído algo sobre la betriación, ¿me equivoco?
— Claro que no. Podría decirte lo que pienso de esto, pero prefiero no hacerlo por teléfono.
Alguien podría molestarse.
— Escucha. Vendrás, ¿eh? ¿Lo harás?
Calló bastante rato.
— No sé si tiene sentido, Hal.
— Está bien. Entonces dime qué planes tienes. En caso de que tengas alguno, no se me ocurrirá imponerte mis caprichos, naturalmente.
— No tengo ninguno — contestó —. ¿Y tú?
— Vine aquí para recuperarme, por así decirlo, aprender un poco, leer, pero esto no son planes, es simplemente que no tengo nada más que hacer.
— ¿Olaf?
— Me parece que hemos empezado igual — rezongó —. Hal, es posible que esto no signifique nada. Puedo volver en cualquier momento, en caso de que se demuestre que…
— ¡Vamos, cállate! — exclamé con impaciencia —. ¿De qué estás hablando? Haz el equipaje y ven. ¿Cuándo puedes estar aquí?
— Por mí, mañana temprano. ¿De verdad quieres boxear?
— ¿Tú no?
Se echó a reír.
— ¡Claro, hombre! Y seguro que por la misma razón que tú.
— Así pues, de acuerdo — dije muy de prisa —. Te espero. Hasta pronto.
Subí al piso de arriba. Busqué una cuerda entre las cosas que guardaba en una maleta especial. Encontré un grueso ovillo de cuerda. Para el ring. Ahora sólo faltaban cuatro pequeñas estacas, goma elástica o muelles, y ya tenemos un cuadrilátero de boxeo. Sin arbitro; no nos hará ninguna falta.
Entonces me senté ante los libros. Tenía la cabeza como embotada. En estos casos debía abrirme paso a través de cada texto como una carcoma por un tronco de roble. Pero nunca me había resultado tan difícil. Durante dos horas escarbé en veinte libros, pero en ninguno pude mantener la atención más de cinco minutos. Deseché hasta los cuentos; sin embargo, me propuse continuar, y elegí precisamente lo que me parecía más difícil: una monografía del análisis de los metagenes. Me lancé sobre las primeras ecuaciones como quien se lanza contra la pared.
No obstante, las matemáticas poseían ciertas cualidades salvadoras, especialmente para mí. Al cabo de una hora, de repente, comprendí lo que leía y, con la boca abierta, sentí una gran admiración por el tal Ferret: ¿cómo pudo conseguirlo? Incluso ahora, que he recorrido el camino desbrozado por él, me pregunto muchas veces cómo debió de ocurrir; yendo paso a paso aún podía comprenderlo, pero él había tenido que abarcarlo todo de un solo salto.
Daría todas las estrellas por tener en mi propia cabeza algo que sólo se pareciera a lo que él tenía en la suya…
Cantó la señal de la cena, e inmediatamente sentí una punzada en el corazón al pensar que ya no estaba solo. Durante un segundo pensé en cenar arriba, pero me avergoncé en seguida de esta idea. Tiré bajo la cama la horrible chaqueta de punto, que me convertía en un mono hinchado, me puse mi vieja y querida chaqueta y bajé al comedor.
Los otros dos ya estaban a la mesa. Exceptuando algunas frases corteses, en el comedor reinó el silencio. Porque ellos tampoco se hablaban. No necesitaban palabras; se comprendían con la mirada. Ella le hablaba con un movimiento de cabeza, un parpadeo, una sonrisa fugaz.
Lentamente empezó a invadirme una pesadez fría. Sentí que las manos estaban ávidas, queriendo agarrar algo, apretarlo y aplastar, mía sov tan salvaje? — pensé. desesperado —.
¿Por qué en lugar de pensar en el libro de Ferret, en los problemas de Starck, tengo que contenerme para no mirar como un lobo a esta muchacha?» Pero esto aún no era nada. Tuve un auténtico susto cuando, una vez arriba, cerré tras de mí la puerta de mi cuarto. En el ADAPT me dijeron después de las investigaciones que yo era completamente normal. El doctor Juffon me dijo lo mismo. Pero ¿podía un hombre normal tener sentimientos como los míos en este momento? ¿A qué se debía? No era activo, solamente un testigo. Lo que ocurría era algo irrevocable, como el movimiento de un planeta; casi imperceptiblemente, algo todavía informe comenzaba a surgir. Fui a la ventana, miré hacia el jardín oscuro y comprendí que esto debía estar latente en mí desde la comida. Sólo necesitaba un cierto tiempo. Por esta causa había ido a la ciudad, por esta causa había olvidado las voces en la penumbra.
Era capaz de todo por aquella muchacha. No podía comprender por qué era así. No sabía si se trataba de amor o de locura. Me daba igual. No sabía nada, aparte de que todo lo demás ya no contaba para mí. Luché contra ello, inmóvil ante la ventana abierta, como jamás había luchado, apreté la frente contra el frío marco de la ventana y sentí un terrible miedo de mí mismo.
Mis labios formaron en silencio las palabras: «He de hacer algo, he de hacer algo.
Naturalmente ocurre porque hay algo que me falta. Pasará. Ella no puede interesarme. No la conozco, ni siquiera es muy bonita. ¡No lo haré, por todos los cielos que no lo haré!», me juré a mí mismo.
Encendí la luz. Olaf. «Olaf me salvará. Se lo contaré todo. Me llevará con él; nos iremos a alguna parte. Haré todo lo que él me diga, todo. Sólo él puede comprenderme. Y llega mañana. Qué bien.» Paseé por la habitación y sentí todos mis músculos, que eran como fieras: se tensaban y luchaban entre sí. De repente caí de rodillas ante la cama, mordí el cobertor y grité de una forma muy extraña; no se parecía a un sollozo, era algo seco, repugnante.
No quería hacer daño a nadie, pero sabía que no necesitaba engañarme a mí mismo y que ni Olaf ni nadie me ayudaría.
Me levanté. En el curso de diez años había aprendido a tomar decisiones por mí mismo.
Tenía que decidir sobre mi propia vida y la de otros y lo hacía siempre del mismo modo. En tales momentos estaba lleno de frialdad, mi cerebro se convertía en un mecanismo que sólo servía para sopesar el pro y el contra, juzgar y decidir irrevocablemente.
Incluso Gimma, que no sentía simpatía hacia mí, confesaba que yo era imparcial. Ahora, aun en el caso de que no quisiera, actuaría del mismo modo que actuaba entonces en los momentos críticos; porque también éste era un momento crítico.
Con la vista encontré el propio rostro en el espejo, las pupilas claras, casi blancas, el iris contraído; lo miré con odio, di media vuelta y comprendí que ni siquiera podía pensar en acostarme. Estaba frente a la ventana; subí al alféizar. Había cuatro metros hasta el suelo.
Salté y aterricé casi sin ruido. Cautelosamente corrí en dirección a la piscina. La pasé de largo y llegué al camino.
La carretera, un poco fosforescente, ascendía por las colinas y se curvaba como una pequeña serpiente luminosa, hasta que por fin desaparecía en la oscuridad como una raya blanca. Corría cada vez más de prisa para fatigar el corazón, que latía con fuerza y regularidad; corrí durante casi una hora, hasta que vi directamente delante de mí las luces de algunas casas. Entonces corrí en dirección contraria. Ya estaba agotado, pero mantenía el ritmo y me repetía a mí mismo sin palabras: «¡Te está bien empleado, bien empleado!» Seguí corriendo hasta que encontré una doble hilera de setos: volvía a estar ante el jardín de la villa.
Me detuve junto a la piscina, jadeando con fuerza, me senté en el borde de cemento, bajé la cabeza y descubrí el reflejo de las estrellas. No quería ver ninguna estrella. No necesitaba ninguna. Estaba loco, demente cuando luché por tomar parte en la expedición, cuando permití que los gravirrotores hicieran de mí un saco que escupía sangre; para qué necesitaba aquello, por qué no sabía que hay que ser un hombre corriente, absolutamente comente, pues de lo contrario no vale la pena vivir.
Oí un ruido. Pasaban por mi lado. El le rodeaba los hombros; caminaban al mismo paso.
Entonces él se inclinó; las sombras de sus cabezas se fundieron.
Me levanté. El la besaba. Ella le abrazaba la cabeza. Vi las pálidas franjas de sus brazos.
Entonces me atravesó un terrible sentimiento de vergüenza, como si se tratara de un objeto muy afilado y muy real. Yo, un viajero de las estrellas, camarada de Arder, me hallaba en el jardín después de mi regreso y sólo pensaba en quitar la mujer a un hombre, sin conocerles ni a él ni a ella. Un animal, un animal declarado, y aún peor, mucho peor…
No podía mirar. Y no obstante, miraba. Por fin se alejaron lentamente, abrazados, y yo, después de correr alrededor de la piscina, seguí corriendo hacia delante y de pronto vi algo grande y negro y en seguida tropecé contra algo con las manos. Era el coche. A ciegas, encontré la puerta. Cuando se abrió, se encendió una pequeña luz.
Ahora empecé a hacerlo todo con una precipitación resuelta y concentrada, como si quisiera o debiera ir a alguna parte.
El motor zumbó. Moví el volante y a la luz de los faros me dirigí hacia la carretera. Mis manos temblaban un poco, así que agarré el volante con más fuerza. De pronto recordé la cajita negra, frené tan bruscamente que el coche patinó hasta la cuneta, me apeé de un salto, levanté el capot y me puse a buscar febrilmente. El motor era diferente, no podía encontrarla.
¿Tal vez muy hacia delante? Cables. Un bloque de hierro colado. Una caja. Algo desconocido, cuadrangular; sí, debía de ser esto. Saqué las herramientas. Trabajé con ímpetu, pero cuidadosamente, por lo que mis manos apenas sangraban. Por fin levanté con ambas manos este pesado cubo negro, al parecer hecho de una sola pieza, y lo tiré entre los matorrales. Ya era libre. Cerré la portezuela y salí disparado. El viento se intensificó Aumenté la velocidad, el motor rugía y los neumáticos chirriaban con ruido sordo y penetrante. Un? curva. La tomé sin reducir la marcha, fui a parar a la izquierda y salí de ella por la derecha. Otra curva, ésta más pronunciada. Sentí que una fuerza gigantesca nos empujaba fuera de la curva al coche y a mí. Pero esto aún me pareció poco. Otra curva. En Apprenous había coches especiales para los pilotos. Con ellos realizábamos pruebas suicidas, a fin de comprobar nuestros reflejos. Un ejercicio excelente. También para el sentido de equilibrio. Por ejemplo: en una curva inclinar el coche sobre las dos ruedas exteriores y conducir así un buen rato. Entonces yo sabía hacerlo. Y ahora lo hice en la carretera vacía, lanzándome contra la oscuridad a la luz de los faros. No es que quisiera matarme; no tenía ninguna intención determinada. Si puedo ser desconsiderado con los demás, debo serlo también conmigo mismo. Entré en una curva y levanté mucho el coche, que avanzó un trecho de costado sobre neumáticos atronadores, y entonces lo enderecé e incliné hacia el lado opuesto, y al hacerlo choqué contra algo oscuro — ¿un árbol? — . Ahora ya no veía, sólo seguía oyéndose el ruido del motor y el silbido del viento; el cuadro de mandos se reflejaba pálidamente en el parabrisas. De improviso vi un glider delante de mí, que intentó sortearme arrimándose mucho a la cuneta. Yo giré el volante y pasé como una flecha por su lado; el pesado vehículo dio vueltas como una peonza, se oyó un impacto sordo, la plancha de ambos coches rechinó al rozarse, y en seguida reinó la oscuridad. Los faros estaban destrozados, el motor, parado.
Inspiré profundamente. No me había pasado nada; estaba apenas magullado. Traté de encender los faros: nada. Después, las luces de posición: la izquierda se encendió. Bajo este tenue resplandor, puse de nuevo el motor en marcha; jadeando y tambaleándose, el coche volvió a la carretera. Era realmente un buen coche, pues aún me obedecía, pese a los malos tratos a los que le había sometido. Regresé a menor velocidad, pero el pie seguía pisando el acelerador; el diablo volvía a dominarme en cuanto veía una curva. Y nuevamente puse el motor a toda marcha, hasta que, entre chirridos de neumáticos y lanzado hacia delante por el frenazo, me detuve justo delante del seto. Conduje el coche entre los árboles, haciendo crujir la hierba seca, y lo paré junto a un tronco. No quería que vieran lo que había hecho con él, así que arranqué algunas ramas y cubrí con ellas el radiador y los faros; la parte delantera era la única abollada. Detrás, sólo un pequeño hueco del encontronazo con un árbol, o lo que fuera, en la oscuridad.
Entonces agucé el oído. La casa estaba a oscuras y reinaba un silencio completo. La gran quietud de la noche se elevaba hacia las estrellas. No quería volver a la casa. Me alejé del destrozado coche, y cuando la hierba, una hierba alta y húmeda, me rozó las rodillas, me tendí sobre ella y permanecí así hasta que mis ojos se cerraron y me quedé dormido.
Me despertó una carcajada. La conocía. Aun antes de abrir los ojos, desvelado inmediatamente, supe quién era. Yo estaba empapado, chorreando gotas de rocío; el sol aún estaba bajo. Un cielo con nubes de algodón. Y frente a mí, sentado sobre una pequeña maleta, Olaf, riendo. Saltamos los dos al mismo tiempo. Su mano era como la mía, grande y dura.
— ¿Cuándo has llegado?
— Ahora mismo.
— ¿Con un ulder?
— Sí. Yo también dormí así… las dos primeras noches, ¿sabes?
— ¿Ah, sí?
Dejó de reír. Yo también. Algo se interpuso ahora entre nosotros. En silencio, nos estudiamos con la mirada.
Era de mi misma estatura, tal vez incluso un poco más alto, pero más delgado. Sus cabellos rojizos revelaban a plena luz su origen escandinavo; los pelos de la barba eran muy claros. Una nariz torcida y muy expresiva y un labio superior fino que en seguida dejaba ver los dientes. Sus ojos, muy azules y sonrientes, se oscurecían cuando se animaba; los labios delgados, siempre algo torcidos, expresaban cierto escepticismo; tal vez a esto se debía que al principio no habíamos congeniado. Olaf tenía dos años más que yo; su mejor amigo había sido Arder. Nosotros no intimamos de verdad hasta que éste murió. Y fuimos amigos hasta el final.
— Olaf-dije —, debes de tener hambre. Ven, vamos a comer algo.
— Espera un momento — objetó —. ¿Qué es esto?
Seguí su mirada.
— ¡Ah, esto! Nada… Un coche. Lo compré, ¿sabes? sólo para recordar…
— ¿Has tenido un accidente?
— Sí. Verás, conducía de noche…
— ¿Tú has tenido un accidente? — repitió.
— Pues, sí, pero no es importante. Además, no ha pasado nada. Ven…, no vas a ir con esa maleta…
La levantó y no añadió nada más. Tampoco me miró. Tenía tensos los músculos de la mandíbula.
«Ha observado algo — pensé-: Ignora la causa de este accidente, pero la presiente, no cabe duda.» Arriba le dije que eligiera una de las cuatro habitaciones libres. Se quedó con la que daba a la montaña.
— ¿Por qué no preferiste ésta? Ah, ya sé — sonrió —. Este oro, ¿verdad?
— Sí.
Tocó la pared con la mano.
— Espero que sea una pared normal. ¿Ni imágenes ni televisión?
— Puedes estar tranquilo sonreí a mi vez; es una pared de verdad.
Telefoneé para pedir el desayuno. Quería tomarlo a solas con él. El robot blanco trajo café y una bandeja muy bien surtida; era un desayuno opíparo. Comimos en silencio. Le contemplé con satisfacción mientras masticaba; encima de la oreja se le movía un mechón de cabellos.
Entonces Olaf me preguntó:
— ¿No fumas?
— Sí. Me traje doscientos cigarrillos negros. No sé qué pasará cuando se terminen. Pero de momento sigo fumando. ¿Quieres uno?
— Sí.
Fumamos.
— ¿Y qué más? ¿Ponemos las cartas sobre la mesa? — preguntó después de largo rato.
— Sí. Te lo contaré todo. ¿Tú también?
— Siempre. Sólo que, Hal, no sé si vale la pena.
— Dime sólo una cosa: ¿sabes lo que es peor?
— Las mujeres.
— Sí.
Callamos de nuevo.
— ¿Así que se trata de esto? — inquirió.
— Sí. Lo verás a la hora de comer. Abajo. Ellos han alquilado la mitad de la villa.
— ¿Ellos?
— Una pareja joven.
Bajo su piel pecosa volvieron a tensarse los músculos de las mandíbulas.
— Eso es peor.
— Sí. Estoy aquí desde anteayer. No sé cómo ha empezado, pero… ya lo sentía cuando hablamos por teléfono. Sin ningún motivo, sin nada…, nada. Absolutamente nada.
— Curioso — dijo.
— ¿Por qué?
— Porque a mí me ha pasado lo mismo.
— ¿Conque por eso has venido?
— Hal, has hecho una buena acción, ¿me comprendes?
— ¿Que te beneficia a ti?
— No. A otra persona. Porque no habría tenido buen fin.
— ¿Por qué?
— Si no lo sabes, no podrías comprenderlo.
— Lo sé, Olaf, pero ¿de qué se trata? ¿Somos verdaderamente salvajes?
— No tengo idea. Pasamos diez años sin mujeres. Es lo primero que has de tener en cuenta.
— Pero eso no lo explica todo. Hay en mí una desconsideración tal, que no respetaría nadie, ¿comprendes?
— Eso no es cierto del todo — replicó —. No, no es cierto.
— De acuerdo, pero sabes a qué me refiero, ¿verdad?
— Claro que sí.
Callamos de nuevo.
— ¿Quieres seguir disparatando o boxeamos…? — me preguntó.
Me eché a reír.
— ¿Cómo has conseguido los guantes?
— Nunca lo adivinarías, Hal.
— ¿Los has hecho hacer?
— ¡Qué va! Los robé.
— ¡No puede ser!
— Que el cielo me ayude, si es mentira. Estaban en un museo…. por eso tuve que volar hasta Estocolmo, ¿sabes?
— Muy bien, pues adelante.
Deshizo su modesto equipaje y se puso el bañador. Nos echamos los albornoces sobre los hombros y salimos. Todavía era temprano. Faltaba media hora para que sirvieran el desayuno.
— Será mejor que vayamos detrás de la casa — propuse —. Desde allí no puede vernos nadie.
Nos detuvimos en un claro entre los altos arbustos. Primero pisamos concienzudamente la hierba, hasta aplastarla.
— Será resbaladizo — observó Olaf, sin dejar de pisar el improvisado cuadrilátero.
— Mejor. Así la lucha será más difícil.
Nos pusimos los guantes. Fue algo complicado, pues no teníamos a nadie que nos los atara, y yo no quería llamar a un robot.
Olaf se situó frente a mí. Tenía el cuerpo completamente blanco.
— Aún no te has bronceado — comenté.
— Más tarde te contaré la razón. No me apetecía echarme en la playa. Gong.
— Gong.
Empezamos cautelosamente. Pases. Movimientos para esquivarle. Seguí esquivándole y empecé a ponerme en forma, buscando el contacto, sin pegarle.
A fin de cuentas, no quería darle con fuerza. Pesaba doce kilos más que él y sus brazos, un poco más largos, no podían detener mis golpes, sobre todo porque yo era mejor boxeador que él. Por eso le dejé acercarse un par de veces, aunque lo podía evitar. De repente dejó caer los guantes. Su rostro se puso en tensión, sus mandíbulas empezaron a moverse. Estaba furioso.
— Así no — dijo.
— ¿Qué pasa?
— No disimules, Hal. O se boxea de verdad o no se boxea.
— Está bien — dije, enseñando los dientes —. ¡Adelante!
Ahora me acerqué un poco más. Los guantes chocaron entre sí con fuerza. El sintió que yo iba en serio y se puso a la defensiva. El ritmo creció en intensidad. Repartí golpes a derecha e izquierda, en sucesión ininterrumpida, el último chocaba siempre contra su cuerpo; no podía seguirme. De pronto pasó al ataque y consiguió un buen derechazo que me hizo tambalear.
Pero en seguida me repuse. Bailamos unos segundos, me cubrí con el guante, retrocedí y coloqué desde media distancia un derechazo, empleando mucha fuerza en ello. Olaf se dobló, había descuidado su defensa unos instantes, pero no tardó en enderezarse, cubriéndose cuidadosamente. El minuto siguiente lo empleamos en ataques sucesivos. Los guantes golpeaban los brazos con breves ruidos sordos, sin causar ningún daño. Sólo una vez le esquivé con el tiempo demasiado justo; fue realmente un golpe contra la oreja que, de haberme dado de pleno, me habría derribado. De nuevo bailamos uno en torno al otro.
Recibió un fuerte golpe en el pecho, aún podía seguir pegándole, pero no me moví, estaba como paralizado: ella se había asomado a una ventana de la planta baja, con el rostro tan blanco como la prenda que le tapaba los hombros. Fue una fracción de segundo; inmediatamente después me alcanzó un enérgico puñetazo y caí de rodillas.
— ¡Perdona! — oí gritar a Olaf.
— No importa…, me convenía — murmuré, levantándome.
Ahora la ventana estaba cerrada. Seguimos luchando, tal vez medio minuto más, hasta que Olaf retrocedió de pronto.
— ¿Qué te pasa?
— Nada.
— Algo ha de ser.
— Sí, claro. Ya no tengo ganas. ¿Te importa?
— No, hombre. Tampoco tenía mucho sentido empezar tan pronto… Vamos.
Fuimos a la piscina. Olaf saltaba mejor que yo; hacía cosas magníficas. Intenté un salto de espaldas con tirabuzón, que él acababa de ejecutar, pero choqué fuertemente con los muslos contra el agua. Una vez sentado al borde de la piscina, me salpiqué la piel de agua, porque me quemaba como el fuego. Olaf se rió.
— Has perdido la práctica.
— No es eso. El tirabuzón no me ha salido nunca bien. En cambio, ¡qué bien lo has hecho tú!
— Es algo que no se olvida nunca. Hoy ha sido el primer día que he vuelto a hacerlo.
— Vaya. En tal caso ha sido magnífico.
El sol ya estaba bastante alto. Nos echamos sobre la arena y cerramos los ojos.
— ¿Dónde están… ellos? — me preguntó tras un largo silencio.
— No tengo idea. Seguramente en la parte de la casa que les pertenece. Sus ventanas dan atrás. Yo no lo sabía.
Noté que se había movido. La arena estaba muy caliente.
— Sí, fue por eso — dije.
— ¿Nos han visto?
— Ella.
— Y se ha asustado — murmuró —, ¿verdad?
No contesté. Volvimos a guardar silencio.
— ¡Hal!
— ¿Qué?
— Ahora ya casi no se vuela, ¿lo sabías?
_sí — ¿Sabes también por qué?
— Opinan que carece de sentido…
Le resumí todo lo que había leído de Starck. El permaneció inmóvil, silencioso, pero yo sabía que me escuchaba con atención. Tampoco habló en seguida cuando yo paré de hablar.
— ¿Has leído a Shapley?
— No. ¿Quién es Shapley?
— ¿No? Pensaba que lo habías leído todo… Fue un astrónomo del siglo xx. Casualmente cayó en mis manos uno de sus trabajos, que trataba de este mismo tema. Muy parecido a lo que opina tu Starck.
— ¿Qué dices? Es imposible. El tal Shapley no podía saber… Será mejor que leas a Starck tú mismo.
— No hace falta. ¿Sabes lo que es? Una simple pantalla.
— ¿Qué quieres decir?
— Esto mismo. Creo que ya sé lo que pasó.
— ¿Qué?
— La betrización.
Me incorporé de un salto.
— ¿Tú crees?
Abrió los ojos.
— Está muy claro. Ya no vuelan — y jamás volverán a volar. Cada vez será peor. No pueden ver sangre. No pueden imaginarse qué ocurriría si…
— Espera — interrumpí —, esto es totalmente imposible. Hay médicos, tiene que haber cirujanos…
— ¿De modo que ignoras esto?
— ¿Qué?
— Los médicos planean las operaciones, pero los que las llevan a cabo son los robots.
— ¡No es posible!
— Pues es cierto. Lo he visto yo mismo, en Estocolmo.
— ¿Y si un médico ha de practicar una operación de urgencia?
— Esto no lo sé con exactitud. Parece que existe un preparado que anula parcialmente las consecuencias de la betrización, por un tiempo muy breve; y no te figuras cómo lo vigilan. La persona que me lo dijo se negó a dar detalles concretos.
Tenía miedo.
— ¿De qué?
— Lo ignoro. Hal, me parece que han hecho algo espantoso. Han matado en el ser humano…
al ser humano.
— Bueno, esto no se puede afirmar — observé, indeciso —. Al fin y al cabo…
— Espera. Es algo muy sencillo. El que mata está preparado a morir a su vez, ¿no?
Callé.
— Y por eso es en cierto modo necesario que puedas ponerlo todo en juego, todo. Nosotros podemos. Ellos no. Por eso nos tienen tanto miedo.
— ¿Las mujeres?
— No sólo las mujeres. Todos. Escucha, Hal.
Se sentó de repente.
— ¿Qué hay?
— ¿Tienes un hipnagog?
— Un hip… ¿Ese aparato que te instruye mientras duermes? Sí.
— ¿Lo has utilizado? — casi gritó.
— No… ¿Por qué?
— Estás de suerte. Tíralo a la piscina.
— ¿Por qué? ¿Qué es? ¿Lo has usado tú?
— No. Tuve una corazonada y lo escuché todo estando despierto, aunque las instrucciones de uso lo prohibían. ¡No tienes idea, muchacho!
Ahora fui yo quien se sentó.
— ¿Qué hay en su interior?
Me miró con cara de pocos amigos.
— Cosas dulzonas. Lo más empalagoso que puedas imaginarte. Que has de ser amable y bueno. Que has de aceptar cualquier ofensa, pues si alguien no comprende o no quiere ser amable contigo — una mujer, claro — ha de ser culpa tuya, no de ella. Que el equilibrio social, la estabilidad es el bien mayor, y así una y otra vez hasta llegar al centenar. Y la conclusión:
vivir tranquilamente, escribir las propias memorias, no para su publicación, sino para sí mismo, hacer deporte y continuar instruyéndose. Y escuchar a las personas mayores.
— Debe de ser una especie de sustituto de la betrización — murmuré.
— Claro. ¡Y había muchas cosas más! Que nunca hay que usar la fuerza o un tono agresivo hacia los demás y que sería más que una vergüenza, un crimen, pegar a alguien, ya que ello produce un terrible shock. Que nadie debe luchar, cualesquiera que sean las circunstancias, porque sólo luchan las bestias que…
— Espera un momento — le interrumpí —, ¿y en el caso de que una fiera se escape de una reserva…? Ah, claro, ya no existen fieras.
— No, fieras no — dijo —, pero, por si acaso, están los robots.
— ¿Qué dices? ¿Significa esto que es posible ordenarles que maten a alguien?
— Sí.
— ¿Quién te lo ha dicho?
— Nadie de manera concreta. Pero es lógico que estén preparados para todo; incluso un perro be-trizado puede volverse rabioso, ¿no?
— Pero…, pero esto es…, ¡espera! ¿Así que pueden matar? ¿Sólo dando una orden? ¿Acaso no es igual matar uno mismo que dar la orden de hacerlo?
— Para ellos no. Bueno, esto sólo ocurre en casos extremos. ¿Comprendes? Una catástrofe, una amenaza como la rabia. No ocurre normalmente. Y si nosotros…
— ¿Nosotros?
— Sí, si por ejemplo nosotros dos… intentáramos algo ya sabes…, serían los robots quienes se ocuparan de nosotros, no ellos. Ellos no pueden. Son buenos.
Callamos un rato. Su pecho, enrojecido por el sol y por la arena, parecía respirar a mayor velocidad.
— Hal, si lo hubiera sabido, si lo hubiera adivinado. Si lo hubiera… sabido…
— Basta.
—;Has tenido ya alguna experiencia?
— Sí.
— Entonces sabes a qué me refiero.
— Sí. Han sido dos. Una de ellas me invitó en seguida a su casa, en cuanto salí de la estación; es decir, no. Me perdí en aquella maldita estación. Pero después me invitó a su casa.
— ¿Sabía quién eras?
— Yo se lo dije. Al principio tuvo miedo; luego… pareció querer infundir valor, tal vez por compasión, no sé, pero acabó realmente asustada. Me fui al hotel. Al día siguiente me encontré con…, no lo adivinarías nunca: ¡Roemer!
— ¡No puede ser! ¿Cuántos años debe tener ahora? ¿Ciento setenta?
— No, era su hijo, pero también él debe de pasar bastante de los cien. Es una momia.
Espantoso. Hablé con él. ¿Y sabes una cosa? Nos envidia…
— Tiene razón sobrada para ello.
— No lo comprende. Bueno, nos separamos. Entonces conocí a una actriz. Aquí se llaman realistas. Estaba encantada conmigo: ¡un auténtico pitecántropo! Fui a su casa y me quedé hasta el día siguiente. Era un auténtico palacio. Los muebles se abrían como una flor, las paredes se deslizaban, las camas adivinaban todos los deseos y pensamientos… En fin, lo tenía todo.
— Hum… ¿Y ésta no tenía miedo?
— No. Bueno, también lo tenía, pero bebió algo, no sé qué, tal vez una especie de droga. Se llamaba Perto, o algo similar.
— ¿Perto?
— Sí. ¿Sabes qué es? ¿Lo has probado?
— No — repuso —, no lo he probado. Pero es así como se llama el preparado que anula…
— ¿Anula? ¿La betrización? ¡Imposible!
— Por lo menos, esto es lo que me dijo aquel hombre.
— ¿Quién?
— No puedo decírtelo. Le di mi palabra de honor.
— Está bien. Pero por eso…, por eso ella…
Me levanté de un salto.
— Siéntate.
Me senté.
— ¿Y tú? — pregunté —. No he hecho más que hablar de mí mismo…
— ¿Yo? Nada. Es decir…, nada me ha salido bien. Nada… — repitió una vez más.
Guardé silencio.
— ¿Cómo se llama este lugar?
— Klavestra. Pero la ciudad está a unos kilómetros de aquí. Escucha, hagamos una visita.
Tengo que llevar a reparar el coche. Y a la vuelta podemos correr a campo traviesa. ¿Qué te parece?
— Hal — dijo lentamente —, viejo alazán…
— ¿Qué?
Sus ojos sonreían.
— ¿Quieres echar al demonio con un poco de atletismo ligero? Un asno, eso es lo que eres.
— Asno o alazán, tienes que decidirte — repliqué —. ¿Y qué hay de malo en ello?
— Que no saldrá bien. ¿Te has acercado demasiado a alguien?
— ¿Cómo… si le he ofendido? No. ¿Por qué?
— Si te has excedido, si le has tocado, o puesto las manos encima.
— No hubo motivo. ¿Por qué?
— Es algo que no te aconsejaría.
— Dime por qué.
— Porque equivale más o menos a dar una bofetada a tu ama de cría. ¿Comprendes?
— Más o menos. ¿Es que la has armado en alguna parte?
Intenté ocultar mi asombro. A bordo, Olaf era uno de los hombres más dueños de sí mismos.
— Sí. Y me convertí en un completo idiota. Ocurrió el primer día. O, mejor dicho, la primera noche. No sabía salir de la oficina de Correos; no tiene puertas, sólo esos inventos giratorios… ¿Los has visto?
— ¿Puertas giratorias?
— Qué sé yo. Supongo que deben de tener algo que ver con esa gravitación recién inventada. En suma: di vueltas como una peonza, y un tipo que iba con una muchacha me señaló con el dedo y empezó a reír…
De repente sentí que me tiraba la piel de las mejillas.
— Ama de cría o no — comenté —, espero que no vuelva a reírse de esta forma.
— No. Le rompí la clavícula.
— ¿Y no te hicieron nada?
— No, porque salí en seguida de aquel invento y era él quien me había provocado; yo no le golpeé sin motivo, Hal. Me limité a preguntarle qué era lo que encontraba tan gracioso, yo había llegado hacía poco a la Tierra, y entonces aquel tipo volvió a reírse y dijo, señalando hacia arriba con el dedo: «Ah, vienes de ese circo de monos…» — ¿Circo de monos?
— Sí, y entonces…
— Espera. ¿A qué se refería con «circo de monos»?
— No tengo idea. Tal vez había oído decir que a los astronautas se les mete en una máquina centrífuga. No lo sé, ya que no hablé más con él… Bueno, permitieron que me marchase, pero desde entonces el ADAPT de la Luna tiene que adiestrar mejor a los que vuelven.
— ¿Ha de volver alguien más?
— Sí. El grupo Simonadi, dentro de dieciocho años.
— En tal caso, disponemos de bastante tiempo.
— De mucho tiempo.
— Desde luego, hay que reconocer que son mansos — dije —. Le rompiste la clavícula y te dejaron escapar…
— Me parece que se debió a esta cuestión del circo — observó —. Ya sabes… Bueno, ya conoces sus sentimientos respecto a nosotros. Porque tontos no lo son. Y se habría producido un escándalo. Creo, Hal, que no sabes nada de nada.
— ¿Qué quieres decir?
— ¿Sabes por qué anunciaron nuestra llegada?
— Algo debieron de decir en el real. Yo no lo vi, t>ero alguien me habló de ello.
— Es cierto. Pero si lo hubieras visto, te habrías muerto de risa. «Ayer a! amanecer regresó a la Tierra una expedición de investigación del espacio extraplanetario. Los participantes se encuentran bien y ya han iniciado el estudio de los resultados científicos de su expedición.» Cierre, punto y fuera.
— ¿Qué?
— Palabra de honor. ¿Y sabes por qué lo han hecho así? Porque nos tienen miedo. Por eso nos reparten por todo el mundo.
— No. Esto no lo comprendo. No son idiotas; tú mismo lo has dicho. ¡No van a pensar que somos fieras dispuestas a saltar al cuello de la gente!
— Si lo hubieran pensado, no nos habrían dejado volver. No, Hal. No se trata de nosotros, se trata de algo más. ¿Por qué no puedes comprenderlo?
— Soy un estúpido. Habla.
— La gente no se da cuenta del hecho…
— ¿De qué hecho?
— De que está desapareciendo el espíritu investigador. Saben que ya no hay expediciones, pero no piensan en ello. Creen que no las hay porque no son necesarias y ya está. Pero existen personas que saben perfectamente lo que ocurre y las consecuencias que se derivarán. Y las que ya empiezan a manifestarse.
— Bueno…, ¿y qué?
— Bombón. Bombones para toda la eternidad. Nadie volverá a volar a las estrellas. Nadie volverá a arriesgarse a realizar un experimento peligroso. Nadie volverá a probar en su propio cuerpo una nueva medicina. ¿Crees que no lo saben? ¡Claro que lo saben! Y si ahora publicaran quiénes somos en realidad, qué hemos hecho, por qué volamos, cómo ha sido realmente, ¡jamás, entonces, jamás podrían volver a ocultar esta tragedia!
— ¿Bombón? — pregunté, usando su palabra, que tal vez se habría antojado ridícula a un extraño que escuchara esta conversación. En cambio, yo no tenía ganas de reír.
— Claro. Y tú qué opinas, ¿no es una tragedia?
— Lo ignoro. Oh, escúchame. Al fin y al cabo, para nosotros tiene que ser algo grande, y siempre lo será. Permitimos que nos arrebataran todos estos años, y muchas cosas más, porque para nosotros era más importante. Pero quizá no lo sea. Hay que ser objetivo. Después de todo, dime, ¿qué hemos conseguido?
— ¿Qué estás diciendo?
— Vamos, vacíate bien todos los bolsillos. Enseña de una vez lo que te has traído de Fomalhaut.
— ¿Te has vuelto loco?
— Claro que no. ¿Cuál es, pues, la utilidad de nuestra expedición?
— Nosotros sólo éramos pilotos, Hal. Pregúntaselo a Gimma o Thurber.
— Oh, no digas tonterías. Estuvimos allí juntos, y tú sabes muy bien qué hicieron; qué hizo Venturi antes de morir, qué hizo Thurber… Vamos, ¿por qué me miras así? ¿Qué hemos traído? Cuatro sacos llenos de los más diversos análisis, espectrales y los que quieras, y muestras de minerales; y además ese foco, o ese metaplasma, o como se llame esta porquería de Arturo-Beta. Normers pudo verificar su teoría del torbellino gravimagnético, y también se pudo determinar que en los planetas del tipo C pueden existir, no triploides, sino tetraploides de silicona, y que en esa luna donde Arder estuvo apunto de reventar no hay más que lava y geodas del tamaño de un rascacielos. Y sólo para convencernos de que esa lava se solidifica en semejantes enormes y malditas geodas, hemos desperdiciado diez años y regresado aquí para convertirnos en seres grotescos y figuras de circo; ¿por qué, entonces, por todos los diablos, hemos tenido que trepar hasta allí? ¿Acaso puedes explicármelo? ¿Era necesario?
— Serénate — me dijo.
Yo estaba furioso, y él también. Entrecerró los ojos. Ya estaba pensando que íbamos a pegarnos, y mis labios temblaron, cuando de pronto me sonrió.
— Viejo alazán — murmuró —. Eres capaz de encolerizar al más pintado, ¿lo sabías?
— Al grano, Olaf, al grano.
— ¿Qué significa eso aquí de «al grano»? Tú mis — ¡no te vas por las ramas. ¿Y si hubiéramos traído un elefante de ocho patas que supiera álgebra… estarías satisfecho? ¿Qué esperabas realmente de Arturo? ¿Un paraíso? ¿Un arco de triunfo? ¿Qué quieres? En diez años no te he oído decir tantas tonterías como ahora en un solo minuto.
Contuve la respiración.
— Olaf, no me trates como a un idiota. Sabes perfectamente a qué me refiero. Me refiero a que la humanidad también puede vivir sin esto…
— ¡Cómo no! ¡Desde luego!
— Espera. Pueden vivir igual, y si es cierto lo que tú dices, de que a causa de la betrización ya no volverán a volar, entonces, amigo mío, queda por contestar la pregunta de si ha valido la pena. De si compensa haber pagado un precio tan alto.
— Ya. ¿Y si te casas? ¿Por qué me miras así? ¿Acaso no puedes casarte? Claro que puedes.
Te lo digo yo: puedes casarte. Y tener hijos. Y entonces los llevarás con alegría a que sean betrizados. ¿O no…?
— Con alegría, no. Pero ¿qué otra cosa podría hacer? No voy a luchar contra el mundo entero…
— Muy bien. Entonces, que todos los cielos te sean benignos — replicó —. Y ahora, cuando quieras, podemos ir a la ciudad.
— Estupendo — accedí —. Dentro de dos horas y media servirán el almuerzo, así que podemos estar de vuelta a la hora oportuna.
— Y si no llegamos a la hora oportuna, ¿no nos dan de comer?
— Sí, pero…
Enrojecí mientras me miraba. El pareció no advertirlo, ocupado en sacudirse la arena de los pies. Subimos al piso de arriba, nos cambiamos y fuimos a Klavestra en el coche. El tráfico de la carretera era bastante intenso. Por primera vez vi gliders de colores: rosados y de color limón. Encontramos un taller de coches. Me pareció leer el asombro en los ojos de cristal del robot que examinó mi coche averiado. Dejamos allí el coche y volvimos a pie. Resultó que había dos Klavestras: la vieja y la nueva:
era en la vieja donde había estado la víspera con Marger, en el centro industrial. La barriada moderna, o ciudad de verano, estaba repleta de gente, casi exclusivamente joven, entre quince y veinte años. Con sus trajes luminosos, de vivos colores, la juventud parecía ir disfrazada de soldados romanos: el material de las prendas brillaba al sol como armaduras muy cortas.
Había gran número de muchachas, en su mayoría bonitas, muchas con traje de baño, más atrevidos que los que había visto hasta ahora. Durante el paseo con Olaf sentí las miradas de toda la calle. Grupos policromos se detenían bajo las palmeras, contemplándonos. Éramos más altos que todos ellos; la gente se paraba, se volvía a mirarnos; era una sensación penosa y ridícula.
Cuando por fin llegamos a la carretera y alcanzamos los campos en dirección al sur y a nuestra villa, Olaf se secó la frente con el pañuelo. Yo también estaba algo sudado.
— Que se les lleve el diablo — dijo.
— Reserva este deseo para mejor ocasión.
Sonrió sin ganas.
— ¡Hal!
— ¿Qué?
— ¿Sabes a qué se parecía? A una escena de un plato: romanos antiguos, cortesanas y gladiadores.
— ¿Los gladiadores éramos nosotros?
— Exactamente.
— ¿Echamos a correr? — pregunté.
— Ahora mismo.
Corrimos a través de los campos. Eran unos ocho kilómetros. Pero nos desviamos un poco hacia la derecha y tuvimos que volver atrás. De todos modos, aún nos sobró tiempo para bañarnos antes del almuerzo.
Llamé a la puerta de Olaf.
— Si no es un extraño, ¡adelante!
Estaba desnudo en medio de la habitación y se rociaba el cuerpo con un líquido amarillo que se convertía inmediatamente en algo esponjoso al salir de la botella.
— ¿Usas esta ropa líquida? — pregunté —. ¡No sé cómo puedes!
— No me he traído una camisa de quita y pon — rezongó —. ¿A ti no te gusta esto?
— No. ¿Y a ti?
— Es que me han roto la camisa.
Ante mi mirada inquisitiva, añadió con una mueca simpática:
— Ese tipo sonriente, ¿sabes?
No dije nada más. Se puso sus viejos pantalones, que yo ya conocía del Prometeo, y bajamos. En la mesa sólo había tres cubiertos y el comedor estaba vacío.
— Seremos cuatro — indiqué al robot blanco.
— No, señor. El señor Marger se ha marchado. La señora, usted y el señor Staave estarán solos. ¿Puedo servir o hemos de esperar a la señora?
— Esperaremos — se apresuró a contestar Olaf.
Un hombre educado. La muchacha entraba en aquel momento. Llevaba el mismo vestido de la víspera y sus cabellos estaban un poco húmedos, como si acabara de salir del agua. Le presenté a Olaf, que se portó con gravedad y expresión solemne. Yo nunca he sabido expresar tal solemnidad. Iniciamos una conversación. Ella dijo que su marido tenía que marcharse tres días a la semana a causa de su trabajo, y que, a pesar del sol, el agua de la piscina no estaba tan caliente como debiera. Esta conversación no tardó en languidecer, y aunque hice los mayores esfuerzos, no pude encontrar otro tema. Me limité a comer, sentado frente a los otros dos. Observé que Olaf la miraba, pero sólo cuando yo hablaba y ella estaba pendiente de mí.
El rostro de Olaf era inexpresivo, como si todo el rato estuviera pensando en otra cosa.
Al final de la comida se acercó el robot blanco y dijo que el agua de la piscina sería calentada para la tarde, tal como deseaba la señora Marger. Esta le dio las gracias y se fue arriba. Olaf y yo nos quedamos solos. Me miró, y de nuevo enrojecí violentamente.
— Cómo es posible — comentó Olaf mientras se colocaba entre los labios el cigarrillo que yo le había ofrecido — que un tipo que fue capaz de meterse en aquel maloliente agujero de Kerenea, un viejo alazán como él…, ¡oh, no, no, no un alazán! sino más bien un rinoceronte de ciento cincuenta años, empiece de repente…
— Déjalo, por favor — gruñí —. Si quieres saberlo, volvería a bajar a aquel agujero, pero… — no terminé la frase.
— Muy bien, no diré nada más. Te doy mi palabra. Pero ¿sabes una cosa? puedo comprenderte. Y apostaría algo a que no sabes por qué…
Volvió la cabeza hacia la dirección por la que ella había desaparecido.
— ¿Por qué?
— ¿Lo sabes?
— No. Pero tú tampoco.
— Yo sí. ¿Te lo digo?
— Sí, pero sin vulgaridades.
— Estás completamente chiflado — se indignó Olaf —. El asunto está muy claro. Siempre has te nido este defecto: no ves lo que tienes delante de la nariz, sólo ves lo lejano, todas esas Cantoris, Korybasileas…
— No hagas teatro.
— Ya sé que es un estilo de estudiante, pero es que nuestro desarrollo se atascó cuando apretaron a nuestras espaldas aquellos seiscientos ochenta tornillos. ¿Lo sabías?
— Sí. Continúa.
— Es exactamente como una chica de nuestra época. No lleva esa porquería roja en la nariz y ningún plato en las orejas, y tampoco mechones luminosos en la cabeza. Además, no va dorada de arriba abajo. Una chica que también podrías encontrar en Ceberto o en Apprenous.
Recuerda bien a algunas muy parecidas. Esto es todo.
— Por todos los diablos — murmuré —, puede que sea cierto. Sí. Pero hay una diferencia.
— ¿Cuál?
— Ya te lo he dicho al principio. Entonces no me lo tomé tan a pecho. Si quieres que te diga la verdad, apenas me creía capaz de… Me tenía por un tipo frío y tranquilo.
— Ya, ya… Lástima que no te fotografié entonces, cuando saliste trepando de aquel agujero de Kerenea. Ahora no dirías eso del tipo frío. ¡Muchacho, si pensé…, oh!
— Olvídate del cucú de Kerenea y de todos sus agujeros — aconsejé —. Mira, Olaf, antes de venir aquí fui a ver a un médico. Se llama Juffon. Simpático. Tiene más de ochenta años, pero…
— Es nuestro sino — comentó Olaf, sereno. Expelió el humo, contempló una flor lila, que recordaba un jacinto desarrollado, y continuó-: Con esos ancianos es con quien nos encontramos mejor. Ancianos de barbas largas. Cuando pienso en ello, me salgo de mis casillas. ¿Sabes una cosa? Tendríamos que agenciarnos una gran cantidad de gallinas. Así podríamos torcerles el pescuezo.
— Para de decir tonterías. Pues bien, ese médico me dijo cosas muy sensatas. Que no tenemos… amigos de nuestra misma edad, y, naturalmente, no nos quedan familiares, por lo que sólo tenemos a las mujeres. Pero que ahora una mujer es mucho más difícil de encontrar que varias. Y tiene razón. Ya me he convencido de ello.
— Hal, sé que eres más inteligente que yo. Siempre has hecho cosas tan…, tan imposibles.
Cosas que debían de ser increíblemente difíciles, para que no pudieras conseguirlas así como así, sino tras inauditos esfuerzos. Nunca te gustó lo fácil. No me mires de ese modo. No me das miedo, ya lo sabes.
— Gracias a Dios. Sólo faltaría eso.
— Bueno, pues…, ¿qué iba a decirte? ¡Ah, sí! Al principio pensé que eras un solitario y que por eso te distraías con tus estudios, y que también querías ser algo más que un piloto y un hombre que vigila que el cacharro funcione. Esperaba el momento en que empezarías a arrugar la nariz ante todos nosotros, y debo decir que creí que ya empezabas a hacerlo cuando llevaste a Normess y Venturi hasta la desesperación con tus diversas preguntas y te mezclaste tan discretamente en sus discusiones técnicas. Pero entonces se produjo la explosión, ¿recuerdas?
— Sí. Durante la noche.
— Exacto. Y luego Kerenea y Arturo y aquella luna. Amigo mío, aún sueño de vez en cuando con esa luna, y una vez me caí de la cama soñando con ella. ¡Ah, esa luna! Pero ¿qué quería decir…? Ya empiezo a chochear, me olvido continuamente de todo… Ah, sí, entonces pasó todo aquello y yo comprendí que me había equivocado contigo. Eres así, no puedes ser de otro modo. ¿Recuerdas que pediste a Venturi su ejemplar de aquel libro rojo? ¿Qué clase de libro era?
— La topología del hiperespacio.
— Eso mismo. Y él dijo: «Esto es demasiado difícil para usted, Bregg. No tiene los conocimientos básicos…» Me eché a reír, porque Olaf imitó estupendamente la voz de Venturi.
— Y tenía razón, Olaf. Era demasiado difícil.
— Sí, entonces, pero después has logrado entenderlo, ¿no?
— Sí, pero… sin satisfacción. Ya sabes por qué. Un pobre diablo, el tal Venturi.
— No digas nada. No sé quién ha de compadecer a quién, a la vista de los sucesos posteriores.
— El ya no puede compadecer a nadie. Aquel día tú estabas en la cubierta superior, ¿verdad?
— ¿Yo? ¿En la cubierta superior? ¡Muchacho, estaba justo a tu lado!
— Sí. Si de pronto no lo hubiera soltado todo a la refrigeración, quizá el resultado habría sido unas simples quemaduras. Como en el caso de Arne. Debió de perder la cabeza.
— Desde luego. ¡Vaya, no tienes precio! ¡Arne murió exactamente igual!
— Cinco años después. Cinco años son siempre cinco años.
— ¿De aquellos años?
— Ahora hablas así, y antes, en el agua, cuando lo he dicho yo, me has reconvenido.
— Porque había sido insoportable, aunque también magnífico. Vamos, confiesa…, pero no, ¿para qué? Cuando saliste de aquel agujero, en Kere…
— ¡Deja en paz de una vez ese agujero!
— No, no, porque fue entonces cuando comprendí qué hay dentro de ti en realidad. En aquella época no nos conocíamos tan bien como después. Cuando, un mes más tarde, Gimma me dijo que Arder volaría contigo, pensé… ¡Bueno, ya no me acuerdo! Fui a verle, pero no dije una palabra. Como es natural, él lo adivinó en seguida. «Olaf — me dijo —, no te enfades.
Eres mi mejor amigo, pero ahora volaré con él y no contigo porque…» ¿Sabes qué me dijo?
— No — contesté. Tenía un nudo en la garganta.
— «…Porque ha sido el único que ha bajado. Y completamente solo.» Nadie creía que se pudiera bajar. El tampoco. ¿Acaso tú pensaste que volverías?
Guardé silencio.
— ¡Lo ves! Me dijo: «O volverá conmigo, o no volverá ninguno de los dos…» — Y volví yo solo… — murmuré.
— Sí, volviste solo. No te reconocí. ¡Vaya susto que me diste! Estaba abajo, junto a las bombas…
— ¿Tú?
— Sí. Y entonces vi… a un desconocido. Un hombre totalmente desconocido. Pensé: «Es una alucinación.» Además, tu traje era rojo.
— Por el orín. Mi tubo se había reventado.
— Ya lo sé. ¿A quién se lo cuentas? Yo mismo arreglé después ese mismo tubo. Vaya aspecto que tenías. Y un poco después…
— ¿El incidente con Gimma?
— Sí. No figura en las actas. Y el propio Gimma cortó las bandas sonoras una semana después. Pensé que ibas a estrangularle. Por todos los cielos.
— No me hables de eso — dije. Sentía que pronto empezaría a temblar —. ¡No hables más de eso, Olaf, te lo ruego!
— No te pongas así. Arder era más amigo mío que tuyo.
— Más o menos amigo…, ¿qué tiene que ver aquí? Eres un idiota. ¡Si Gimma le hubiese dado un aparato de repuesto, ahora estaría aquí con nosotros! Pero Gimma siempre quería economizar en todo; tenía miedo de quedarse sin transistores. ¡En cambio no tenía miedo de quedarse sin hombres! Yo… — me interrumpí —. ¡Olaf, esto es una locura! No sigamos.
— Hal, me parece que no podemos dejarlo, al menos mientras estemos juntos. Entonces Gimma no tenía más…
— ¡Déjame en paz con Gimma, Olaf! Basta, se acabó. ¡No quiero oír ni una palabra más!
— ¿Tampoco puedo hablarte de mí?
Me encogí de hombros. El robot blanco se acercó para quitar la mesa, pero sólo miró desde el vestíbulo y se fue. Tal vez le había asustado el tono exagerado de nuestras voces.
— Hal, dime. ¿Por qué estás tan enfadado?
— No te hagas el tonto.
— No, dime la verdad.
— ¿Qué quiere decir «por qué»? Fui yo quien tuvo la culpa.
— ¿Qué?
— Sí, de lo de Arder.
— ¿Qué? — repitió.
— Claro. Si antes de la salida me hubiese negado, Gimma habría tenido que…
— ¡Vamos! ¿Cómo podías saber que se le estropearía precisamente la radio? ¿Y si hubiera sido otra cosa?
— Sí, sí… Pero no fue otra cosa. Fue la radio.
— Espera. ¿Y has llevado esto dentro durante seis años sin decir nada?
— ¿Qué iba a decir? Creía que estaba suficientemente claro, ¿no?
— ¡Por todos los cielos! ¡Qué dices, hombre! Reflexiona un poco. Si lo hubieras dicho, todos se habrían dado un golpe en la frente. ¿Y acaso también fue culpa tuya que a Ennesson se le desfocalizara el haz? ¿Eh?
— No. El… Las interferencias ocurren.
— ¡No voy a saberlo! Lo sé todo, igual que tú. No te preocupes, Hal, pero no estaré tranquilo hasta que me digas…
— ¿Qué quieres ahora?
— Que todo esto no son más que fantasías tuyas. Es una verdadera locura. El propio Arder te lo diría, si pudiera.
— Muchas gracias.
— Hal, si ahora te propinara un…
— Cuidado. Peso más que tú.
— ¡Pero yo estoy más furioso! ¿Comprendes, idiota, ahora?
— Olaf, no grites tanto. No vivimos solos aquí.
— Está bien, está bien. Pero es un absurdo, ¿sí o no?
— No.
Olaf inspiró aire hasta que se le blanquearon las ventanas de la nariz.
— ¿Por qué no? — preguntó casi con suavidad.
— Porque…, porque yo ya había observado antes la tacañería de Gimma. Mi deber era tenerla en cuenta y presionar a Gimma, y hacerlo antes de volver con la esquela de Arder. Fui demasiado blando. Por eso.
— Bien, está bien. Fuiste demasiado blando. ¿Es eso? ¡No! Yo… ¡Escucha, Hal! No puedo más. Me marcho de aquí.
Saltó de la silla. Yo también.
— Vamos, ¿es que te has vuelto loco? — grité —. ¿Te quieres marchar? Y sólo porque…
— Pues sí. ¿Acaso tengo que escuchar tus desvaríos? No pienso hacerlo. Arder no contestó, ¿verdad?
— Calla.
— ¿Contestó?
— No.
— ¿Pudo tener una pérdida de energía?
Guardé silencio.
— ¿Cuántas averías pudo tener? ¿Y si cayó en una franja de ecos? Tal vez su señal se extinguió entre las turbulencias cósmicas. Tal vez sus emisores se desmagnetizaron al pasar sobre la mancha, y…
— Ya es suficiente.
— ¿No quieres darme la razón? Deberías avergonzarte.
— Aún no he dicho nada.
— Precisamente. ¿Es que no podría haberle pasado cualquiera de las cosas que acabo de mencionar?
— Sí…
— Entonces, ¿por qué te empeñas en que fuera la radio, la radio y nada más que la radio?
— Tal vez tengas razón… — dije. Me sentía terriblemente cansado, y todo se me antojaba indiferente —. Tal vez tengas razón — repetí —. La radio… era sólo lo más probable, ¿sabes? No.
No añadas nada más ahora. Ya hemos hablado de ello demasiado. Lo mejor es no volver a mencionarlo.
Olaf se acercó a mí.
— Viejo alazán — dijo —, desgraciado y viejo alazán… Tienes demasiadas cosas buenas, ¿lo sabías?
— ¿Qué cosas buenas crees que tengo?
— El sentido de la responsabilidad. Pero hay que ser moderado en todo. ¿Y qué harás ahora?
— ¿Con qué?
— Ya lo sabes…
— No.
— Es difícil, ¿verdad?
— No puede serlo más.
— ¿Quieres marcharte conmigo? O solo, a cualquier parte. Si quieres, te ayudaré. Puedo llevarme tus cosas, o las dejas aquí, o…
— ¿Opinas que debo huir?
— No opino nada. Pero cuando te veo así, sólo un poco furioso, muy poco, como hace un rato, entonces…
— Entonces, ¿qué?
— Entonces empiezo a pensar.
— No quiero irme de aquí. ¿Sabes lo que te digo? No quiero moverme de aquí para nada. Ni siquiera si…
— ¿Qué?
— Nada. ¿Qué dijo el del taller? ¿Cuándo estará listo el coche? ¿Mañana u hoy mismo? Lo he olvidado.
— Mañana temprano.
— Bien. Fíjate: ya está oscureciendo. Hemos comadreado toda la tarde…
— ¡Que el cielo te proteja contra tales comadrees!
— ¿Nos bañamos otra vez?
— No. Me gustaría leer algo. ¿Qué me puedes dar?
— Elige lo que quieras. ¿Sabes manejar esos granos de cristal?
— Sí. Y espero que no tengas esa especie de… máquina de lectura con voz de caramelo.
— No. Sólo tengo el opton.
— Muy bien. Me lo llevo. ¿Y tú estarás en la piscina?
— Sí, pero antes subiré contigo. He de cambiarme.
Arriba le di unos cuantos libros, en su mayoría históricos, y un trabajo sobre la estabilización de la dinámica de la población, ya que le interesaba, y un libro de biología con un extenso apartado sobre la betrización. Entonces me desnudé y busqué el bañador, pero como no pude encontrarlo, me puse uno negro de Olaf, me eché el albornoz sobre los hombros y salí de la casa.
El sol ya se había puesto. Del oeste venían unos grandes nubarrones que oscurecían la parte más clara del cielo. Tiré el albornoz sobre la arena, que ya se había enfriado algo tras el calor del día. Me senté y toqué el agua con los dedos de los pies. Aquella conversación me había afectado más de lo que quería confesarme a mí mismo. La muerte de Arder era como una astilla clavada en mi cuerpo. Pero quizá Olaf tenía razón. Quizá era sólo la memoria, que no quería resignarse a olvidar…
Me levanté y salté simplemente, con la cabeza hacia abajo. El agua estaba caliente, pero como la esperaba fría, me quedé algo desconcertado por la sorpresa. Nadé. El agua estaba tan caliente que me parecía estar nadando en un caldo. Salí por el lado opuesto, dejando en el borde las huellas oscuras de mis manos. Sentí una punzada en el corazón; la historia de Arder me había transportado a un mundo totalmente distinto. Sin embargo, ahora, quizá porque el agua estaba tan caliente, me acordé de la muchacha. Y fue como si me acordara de algo terrible, de una desgracia que no podía evitar y era preciso evitarla.
Tal vez esto era también una fantasía. Di vueltas a esta idea en mi mente, inseguro, acurrucado en la creciente oscuridad. Apenas veía mi propio cuerpo; mi bronceado me ocultaba en la penumbra. Las nubes llenaban ahora todo el cielo, y de repente, demasiado de prisa, se hizo de noche. Algo blanco se acercaba a mí desde la casa. Era el gorro de baño de ella. Me sobrecogió el pánico. Me levanté lentamente, a punto de echar a correr, pero ella ya me veía contra el fondo del cielo.
— ¿Señor Bregg? — preguntó en voz baja.
— Sí, soy yo. ¿Quiere bañarse? No…, no la estorbaré. Ya me iba…
— ¿Por qué? No me estorba en absoluto… ¿Está caliente el agua?
— Sí. Demasiado para mi gusto — contesté.
Fue hasta el borde y saltó con ligereza. Ahora sólo veía su silueta. El traje de baño era oscuro.
£ agua chapoteó. Sacó la cabeza delante de mis piernas.
— ¡Uf, horrible! — resopló —. ¿Qué han hecho? Hay que echar agua fría. ¿Sabe usted cómo se hace?
— No, pero lo sabré en seguida.
Salté por encima de su cabeza y nadé hasta el fondo, hasta que toqué el suelo con los brazos extendidos; entonces seguí nadando casi pegado al fondo de cemento. Como de costumbre, bajo el agua había más luz que fuera, por lo que pude encontrar las aberturas de las tuberías, que estaban en el lado que miraba a la casa. Emergí, algo falto de aliento por haber estado tanto rato bajo el agua.
— ¡Bregg! — oí su voz, — Estoy aquí. ¿Qué pasa?
— Tenía miedo… — confesó en voz más baja.
— ¿Por qué?
— Tardaba tanto en subir…
— Ahora sé dónde están los conductos; ¡en seguida estará arreglado! — grité y corrí hacia la casa. Podía haberme ahorrado la heroica inmersión, pues los grifos estaban bien a la vista, en una pequeña columna próxima a la veranda. Abrí el grifo del agua fría y volví a la piscina —.
Arreglado. Ahora tardará un poco.
— Sí.
Se hallaba bajo el trampolín y yo en el lado estrecho de la piscina, como si tuviera miedo de acercarme, así que me fui aproximando a ella lentamente, como sin darme cuenta. Ya me había acostumbrado a la oscuridad y podía distinguir sus facciones. Miraba hacia el agua. El gorrito blanco le sentaba realmente bien. Y parecía más alta que cuando iba vestida.
Así permanecí largo rato junto a ella, hasta que me pareció una falta de tacto y me senté bruscamente. «Eres un tarugo», me burlé de mí mismo'. Pero no logré que se me ocurriera nada. Las nubes eran más densas y la oscuridad también, pero no parecía que fuera a llover.
Hacía bastante fresco.
— ¿No tiene frío?
— No. ¿Señor Bregg?
— ¿Sí?
— El agua no da la impresión de estar subiendo.
— Porque he abierto el desagüe…, pero ahora ya es suficiente. Voy a cerrarlo de nuevo.
Cuando volví de la casa se me ocurrió la idea de que podía llamar a Olaf. Era una idea tan tonta que casi me eché a reír. De modo que tenía miedo de ella…
Di un salto plano y emergí casi en seguida.
— Creo — que ahora está bien. Si he exagerado un poco la nota, dígamelo y añadiré agua caliente.
Ahora se veía claramente cómo bajaba el nivel del agua, ya que el desagüe aún estaba abierto. La muchacha — vi su esbelta sombra y las nubes en último término — parecía indecisa.
Tal vez ya no deseaba bañarse. Tal vez quería volver a la casa, pensé con rapidez, y sentí una especie de alivio. Pero en el mismo momento, saltó sobre las piernas y emitió un ligero grito, porque el agua ya era muy poco profunda; yo no había tenido tiempo de avisarla. Debió de chocar contra el fondo con los pies; se tambaleó, pero no cayó. Salté en su ayuda.
— ¿Le ha pasado algo?
— No.
— Es culpa mía. Soy idiota.
Ahora estábamos ambos en el agua, que nos llegaba a la cintura. Ella se puso a nadar. Fui hasta el borde, corrí hacia la casa, cerré el desagüe, y volví. No podía verla en ninguna parte.
Me metí en el agua sin hacer ruido, nadé hasta el otro extremo de la piscina, me puse de espaldas y, moviendo ligeramente los brazos, me sumergí hasta el fondo. Cuando abrí los ojos vi la oscura superficie del agua, rizada por pequeñas olas. El agua me hizo flotar y empecé a nadar en posición vertical, y entonces la vi. Estaba junto a la pared de la piscina. Nadé hacia ella. El trampolín se encontraba en el lado opuesto; aquí el nivel del agua era más bajo, y pronto pude moverme sobre los pies. El agua rumoreaba a mi paso. Vi su rostro; me miraba.
Quizá por el ímpetu de mis últimos pasos — puesto que es difícil caminar por el agua, y tampoco es fácil detenerse de repente —, el caso es que de improviso me encontré muy cerca de ella. Tal vez no hubiera pasado nada si hubiese retrocedido, pero permaneció donde estaba, con la mano apoyada en el primer escalón que sobresalía del agua, y yo estaba ya demasiado cerca para poder decir algo, ocultarme detrás de un diálogo…
La abracé con fuerza; estaba fría, resbaladiza como un animal extraño y desconocido. Y de improviso, en este contacto fresco y casi inanimado, encontré una mancha ardiente — su boca-; ella no se movió y yo la besé, la besé una y otra vez; fue el más puro delirio. Ella no se defendió, no ofreció ninguna resistencia; parecía realmente como si estuviera muerta. La agarré por los hombros, levanté su rostro para verlo, para mirarla a los ojos, pero ya era tan oscuro que apenas habría podido adivinar su figura si no la hubiera tocado. No temblaba. Sólo había unos latidos; mi corazón o el suyo, no lo sabía. Así permanecimos hasta que ella, lentamente, empezó a liberarse de mis brazos. La solté inmediatamente. Subió los peldaños; la seguí, la abracé de nuevo; ahora sí que temblaba. Quise decir algo, pero no encontré la voz.
La apreté con fuerza contra mi pecho y así nos quedamos hasta que ella volvió a intentar desasirse, sin empujarme, como si yo no estuviera allí. Mis brazos cayeron. Ella se apartó. A la luz que salía de mi ventana le vi recoger el albornoz, que no se echó sobre los hombros, y dirigirse a las escaleras. En la puerta y en el vestíbulo aún había luz. Vi gotas de agua en su espalda y sus caderas. Entonces cerró la puerta y desapareció.
Durante un segundo tuve la tentación de saltar al agua y no emerger nunca más.
Realmente, nunca había tenido una idea semejante. Era todo tan insensato, tan imposible. Y aún había algo peor: ignoraba qué ocurriría y qué haría yo ahora. Y ella… ¿por qué se había portado de modo tan…, tan… singular? ¿Quizá el miedo la había paralizado? Ay, sólo miedo y nada más que miedo. No, era otra cosa. Pero ¿qué? ¿Cómo podía saberlo? Tal vez Olaf. Pero ¿acaso era yo un mozalbete de quince años, que besa a una chica y en seguida ha de correr a pedir consejo a un amigo?
«Pues, sí — pensé —, eso es exactamente lo que voy a hacer.» Entré en la casa, después de sacudir la arena de mi albornoz. En el vestíbulo había mucha luz. Me acerqué a su puerta.
«Tal vez me permita entrar», pensé. Si lo hacía, quizá dejaría de importarme. Quizá sería el fin. O recibiría una bofetada. Pero no. Son buenos, están betrizados, no pueden hacerlo. Sólo me dará un bombón, lo que seguramente me hará bien.
Me quedé así durante unos cinco minutos y pensé en las cuevas subterráneas de Kerenea, en aquel famoso agujero del que tanto hablaba Olaf. ¡Bendito agujero! Al parecer era un antiguo volcán. Arder quedó atrapado entre unas rocas, sin poder moverse, y la lava ya empezaba a subir. En realidad no era lava, pues como afirmó después Venturi, aquello era una especie de geyser. Arder… Oímos su voz. Por radio. Entonces yo bajé y le saqué de allí. ¡Dios mío! Prefería diez veces más aquello que esta puerta. Ningún ruido. Nada.
Si al menos la puerta tuviera un picaporte. No, esto era una pequeña placa. En mi puerta de arriba no había este sistema. Apenas sabía si era algo parecido a una cerradura o si se abría empujando. Seguía siendo el mismo salvaje de Kerenea.
Levanté la mano y me detuve, indeciso. ¿Y si la puerta no se abre? Sólo la suposición de semejante fracaso me daría mucho que pensar durante largo tiempo. Y sentí que a medida que pasaba el rato, me iba debilitando, como si las fuerzas me abandonaran. Toqué la placa. No cedió. Apreté más.
— ¿Es usted? — preguntó su voz. Tenía que estar muy cerca de la puerta.
— Sí.
Silencio. Medio minuto, un minuto entero.
La puerta se abrió. Ella estaba en el umbral, vestida con una bata de tela esponjosa. Los cabellos se le esparcieron sobre el cuello de la bata. Era difícil de creer, pero hasta ahora no me había dado cuenta de que eran castaños.
Sólo había abierto una rendija y tenía la mano en la puerta. Cuando avancé un paso, ella retrocedió. La puerta se cerró detrás de mí, sola y sin el menor ruido.
Y de pronto, como si me cayera una venda de los ojos, me fijé en lo que me rodeaba. Ella, pálida, inmóvil, tenía la mirada fija en mí y sostenía con ambas manos el escote de la bata; yo estaba frente a ella, desnudo, chorreando agua, con el bañador negro de Olaf y un albornoz rebozado de arena en una mano, y la miraba fijamente…
De improviso, todas estas cosas me hicieron sonreír. Sacudí el albornoz, me lo puse y me senté. Vi dos manchas húmedas en el lugar donde me había detenido. Pero no tenía absolutamente nada que decir. ¿Qué iba a decir? De repente lo supe. Fue como una inspiración.
— ¿Sabe quién soy?
— Sí.
— ¿Ah, sí? Estupendo. ¿Por la agencia de viajes?
— No.
— Es igual. Soy un salvaje, ¿lo sabe?
— ¿De verdad?
— Sí. Horriblemente salvaje. ¿Cómo se llama usted?
— ¿Es que no lo sabe?
— Su nombre de pila.
— Eri.
— Te llevaré conmigo, lejos de aquí.
— ¿Qué?
— Sí. Te llevaré conmigo. ¿Quieres?
— No.
— No importa. Te llevaré conmigo. ¿Sabes por qué?
— Más o menos.
— No, no lo sabes. Ni yo mismo lo sé.
Calló.
— No puedo evitarlo — continué —. Ocurrió en cuanto te vi. Anteayer. Durante la comida. ¿Lo sabes?
— Sí, lo sé.
— Espera. ¿Piensas tal vez que bromeo?
— No.
— ¿Cómo puedes…? En fin, es igual. ¿Tratarás de huir?
Calló.
— No lo hagas — rogué —. No te serviría de nada. No pienso dejarte en paz, hagas lo que hagas.
Aunque me gustaría. ¿Me crees?
Siguió callada.
— Verás, no sólo se trata de que no estoy betrizado. No me importa nada, ¿sabes? absolutamente nada. Aparte de ti. Tengo que verte. He de poder contemplarte. Tengo que oír tu voz. Es preciso, nada más me interesa. Nada. Todavía no sé qué será de nosotros. Me parece que esto puede terminar mal. Pero no me importa. Porque ya ahora tengo la compensación.
Porque lo digo en voz alta y tú lo oyes. ¿Comprendes? No, no puedes comprenderlo. Os habéis librado del drama del destino para vivir con toda tranquilidad. Yo no puedo hacerlo, ni tampoco lo necesito.
Continuaba en silencio. Respiré con fuerza.
— Eri — dije —, escucha…, siéntate aquí.
No se movió.
— Siéntate, por favor.
Nada.
— No puede hacerte ningún daño. Siéntate.
De pronto lo comprendí. Tensé los músculos de la mandíbula.
— Si no quieres, ¿por qué me has dejado entrar?
Nada.
Me levanté y la cogí por los hombros. No se defendió. La senté en un sillón y entonces acerqué tanto el mío que nuestras rodillas casi se tocaban.
— Puedes hacer lo que quieras. Pero escucha. No es culpa mía. Y tuya tampoco, claro. No es culpa de nadie. Yo no lo he querido, pero es así. Como ves, es una situación inevitable. Sé que me estoy portando como un pobre loco, pero también puedo decirte por qué. ¿De modo que no quieres hablar más conmigo?
— Depende — murmuró.
— Muchas gracias. Sí, ya lo sé. No tengo el menor derecho, etcétera. Pues bien, como iba a decirte hace millones de años había lagartos, brontosaurios, atlantosaurios… ¿Has oído hablar de ellos?
— Sí.
— Eran gigantescos, altos como una casa. Tenían una cola espantosamente larga que medía tres veces más que su cuerpo. Por eso no podían moverse como tal vez habrían querido, con ligereza y agilidad. Yo me parezco un poco a ellos, ¿sabes? Durante diez años, el cucú sabrá por qué, vagué alrededor de las estrellas. Quizá no era necesario. Pero ahora ya no tiene remedio. Y ésta es mi cola, ¿comprendes? No puedo comportarme como si nada de ello hubiera ocurrido, ni creo que a ti te gustara. Te lo digo ahora, te lo he dicho y volveré a decírtelo. Pero no sé encontrar una solución. He de tenerte todo el tiempo que sea posible; es lo único que importa. Y ahora, ¿quieres decirme algo?
Me miraba. Tuve la impresión de que estaba más pálida, pero podía ser efecto de la luz.
Envuelta en su bata aterciopelada, parecía estar temblando. Quise preguntarle si tenía frío, pero de nuevo me faltaron las palabras. Yo…, oh, no, yo no tenía frío.