— ¿Qué… habría hecho usted… en mi lugar?
— ¡Muy bien! — la animé —. Creo que lucharía.
— Yo no puedo.
— Lo sé. ¿Te imaginas que esto me facilita las cosas? Todo lo contrario, te lo juro. ¿Quieres que me vaya ahora o puedo decirte algo más? ¿Por qué me miras así? Ahora ya sabes que lo haré todo por ti, ¿verdad? Por favor, no me mires así. En mis labios, «todo» significa algo muy distinto que en otras personas. ¿Y sabes una cosa?
Me sentía sin aliento, como si hubiera corrido durante mucho rato. Tenía sus dos manos entre las mías — ignoro desde cuándo —, ¿tal vez desde el principio? No lo sé. Eran tan frágiles.
— Eri, jamás había sentido lo que siento ahora. Piénsalo. Aquel horrible vacío… de allá lejos.
Es indescriptible. Yo no creía en mi regreso. Nadie lo creía. Hablábamos acerca de él, pero por hablar. Ellos se han quedado allí, Tom, Arne, Venturi, y ahora son como las piedras, las piedras heladas en la oscuridad. Y yo también tendría que haberme quedado allí, pero ya que he vuelto, si puedo tener tus manos entre las mías, y hablarte y que tú me oigas, hace que no sea tan malo. Ni tan vulgar. Tal vez no… ¡Eri! No me mires así, te lo suplico. Dame una oportunidad. No pienses que sólo es… amor. No lo pienses. Es algo más. Algo más. No me crees… ¿Por qué no me crees? Te estoy diciendo la verdad. Te lo prometo.
Calló. Tenía las manos heladas.
— No puedes, ¿verdad? — continué —. No es posible. Sí, ya lo sé que no es posible. Lo supe desde el primer momento. No debería estar aquí. Aquí tendría que haber un lugar vacío.
Pertenezco a allá arriba. Pero no es culpa mía que haya vuelto. Sí, no sé por qué te cuento todo esto. Esto no existe. ¿Qué es lo que no existe? Es igual, ya que a ti no te concierne.
¿Creías que podía hacer contigo lo que me viniera en gana? No me interesa, ¿comprendes? Tú no eres una estrella…
Silencio. La casa entera guardaba silencio. Incliné la cabeza sobre sus manos, que yacían entre las mías como paralizadas, y volví a hablarle.
— Eri, Eri. Ahora ya sabes que no has de tener miedo de mí, ¿verdad? Sabes que no te amenaza ningún peligro. Pero esto es tan… grande, Eri. Ignoraba que pudiese haber algo parecido. No lo sabía, te lo juro. ¿Por qué, pues, volar hacia las estrellas? No puedo comprenderlo. Esto está aquí. ¿O es que hay que estar primero allí para comprenderlo? Sí, es posible. Ahora me iré, ya me voy. Y tú lo olvidarás todo. ¿Lo olvidarás?
Asintió.
— ¿Y no lo dirás a nadie?
Negó con la cabeza.
— ¿De verdad?
— De verdad.
Fue sólo un susurro.
— Te lo agradezco.
Salí. La escalera. Una pared color crema y otra verde. La puerta de mi habitación. Abrí la ventana de par en par y respiré profundamente. Qué bueno era el aire. Desde que había salido de su habitación estaba completamente tranquilo. Incluso sonreía, aunque no con el rostro ni con los labios. La sonrisa estaba dentro de mí, indulgente hacia mi propia insensatez y también hacia el hecho de que yo no sabía nada y, sin embargo, había sido tan sencillo. Agachado, rebusqué en el interior de mi maletín. ¿Bajo las prendas de punto? No. Un paquetito, no, no era eso, un momento…
Ya lo tenía. Me enderecé y sentí de pronto cierta vergüenza. Las luces. No. así no podría.
Ya iba a apagarlas cuando Olaf apareció en el umbral. Aún no se había desnudado. ¿No se habría acostado todavía?
— ¿Qué haces?
— Nada.
— ¿Ah, no? ¿Y qué tienes ahí? ¡No lo escondas!
— Nada…
— ¡Enséñamelo!
— No.
— Ya lo sabía. ¡Tipo asqueroso! No había esperado este golpe. Abrí los dedos, el asa me resbaló de la mano y los dos empezamos a luchar; me abalancé sobre él, él saltó sobre mí, la mesa se volcó, la lámpara se estrelló contra la pared y toda la casa retembló. Ahora le tenía debajo, no podía moverse, sólo la cabeza; oí un grito, era de ella; le solté y retrocedí de un salto.
Ella estaba en el umbral.
Olaf logró arrodillarse.
— ¡Quería matarse! ¡Por ti! — jadeó.
Se agarró el cuello con ambas manos. Yo volví la cara y me apoyé en la pared, las piernas me temblaban. Estaba avergonzado, terriblemente avergonzado. Ella nos miró, primero al uno, luego al otro. Olaf seguía agarrándose el cuello.
— Salid de aquí — dije en voz baja.
— Antes tendrás que acabar conmigo.
!Por el amor de Dios!
— No.
— Se lo ruego, señor, váyase — dijo ella.
Enmudecí, con la boca abierta. Olaf, incrédulo, la miró con fijeza.
— Muchacha, él…
Ella negó con la cabeza.
Olaf nos miró, dio unos pasos a un lado, luego retrocedió un poco y desapareció. Ella no dejaba de mirarme.
— ¿Es cierto eso? — preguntó.
— Eri… — gemí.
— ¿Es preciso? — volvió a preguntar.
Asentí, pero ella negó con la cabeza.
— ¿Por qué? — inquirí, y repetí otra vez, con voz algo entrecortada-: ¿Por qué? — Ella calló. Me acerqué y vi que inclinaba la cabeza sobre el hombro y que las manos, que sostenían el borde de la bata, temblaban —. ¿Por qué, por qué tienes tanto miedo de mí?
Volvió a negar con la cabeza.
— ¿No?
— No.
— Pero estás temblando.
— No es por eso.
— Y… ¿te irás conmigo?
Asintió dos veces, como una niña. La abracé tan suavemente como pude. Como si fuera de cristal.
— No tengas miedo — dije —. Mira…
Ahora mis manos también temblaban. ¿Por qué no habían temblado cuando encanecí esperando a Arder? ¿A qué reservas, a qué ocultos rincones había llegado ahora para conocer por fin mi propio valor?
— Siéntate — rogué —, aún estás temblando. Oh no, ¡espera!
La eché sobre mi cama y la tapé hasta el cuello.
— ¿Estás mejor así?
— Sí, mejor — asintió.
Yo ignoraba si estaba tan callada debido a mi presencia o a que era algo inherente a su naturaleza. Me arrodillé junto a la cama.
— Háblame de algo — murmuré.
— ¿De qué?
— De ti. Quién eres, qué haces, qué quieres, o mejor, qué querías antes de que yo me abalanzara sobre ti.
Se encogió levemente de hombros, como si quisiera decir: «No hay nada que contar.» — ¿No quieres hablar de nada? ¿Por qué? Tal vez…
— No es importante — dijo.
Como si me hubiera golpeado con estas palabras, retrocedí, apartándome de ella.
— ¿Por qué, Eri, por qué? — logré tartamudear. Pero yo lo comprendía. Demasiado bien.
Me puse en pie de un salto y empecé a pasear de un extremo a otro de la habitación.
— Así no lo quiero. Así no puedo. No puedo. Así no debe ser. Yo…
Me quedé inmóvil otra vez. Porque ella sonreía. Su sonrisa era tan tenue que apenas se percibía.
— Eri, ¿qué…?
— El tiene razón — dijo.
— ¿Quién?
— Ese…, ese amigo suyo.
— ¿En qué?
Le resulta difícil decirlo. Volvió la cabeza.
— En que usted no es… razonable.
— ¿Cómo sabes que me ha dicho algo semejante?
— Lo he oído.
— ¿Nuestra conversación de sobremesa?
Asintió. Y se ruborizó. Incluso sus orejas enrojecieron.
— No pude evitarlo. Hablaban en voz muy alta. Yo me hubiera ido. pero…
Comprendí. La puerta de su habitación daba al vestíbulo. «¡Idiota!», pensé, naturalmente, de mí. Estaba aturdido.
— ¿Lo has… oído todo?
Asintió de nuevo.
— ¿Y sabías que yo te…?
— Hum.
— ¿Cómo? No nombré a nadie…
— Ya lo sabía de antes.
— ¿Cómo?
Movió la cabeza.
— No lo sé, pero lo sabía. Es decir, al principio pensé que sólo me lo parecía.
— ¿Y después? ¿Cuándo fue?
— No sé. Durante el día. Lo noté.
— ¿Tuviste mucho miedo? — pregunté, casi gruñí.
— No.
— ¿No? ¿Por qué no?
Sonrió débilmente.
— Es usted totalmente como…, como…
— ¿Cómo qué?
— Como salido de un cuento. No sabía que… se podía… ser así, y si usted no…, ya sabe…, pensaría que estoy soñando…
— Te aseguro que no es un sueño.
— Oh, ya lo sé. Ha sido un decir. ¿Sabe usted qué pienso?
— No muy bien. Soy un poco estúpido, Eri. Sí, Olaf tenía razón. Soy un estúpido. Un perfecto idiota. De modo que háblame con claridad, ¿quieres?
— Bien. Usted cree que es horrible, pero no es cierto. Sólo es…
Enmudeció porque no encontró palabras. Yo la escuchaba con la boca abierta.
— Niña, Eri, yo…, yo no me creo horrible. Qué tontería. Te doy mi palabra. Pero cuando he vuelto y he oído y sabido tantas cosas., Basta. Ya he hablado bastante. Demasiado. No había sido tan charlatán en mi vida. Habla tú, Eri, habla.
Me senté sobre la cama.
— Ya lo he dicho todo…, de verdad. Sólo que… no sé…
— ¿Qué es lo que no sabes?
— Qué pasará ahora…
Me incliné hacia ella. Me miró directamente a los ojos. Sus párpados no se movían.
Nuestros alientos se juntaron.
— ¿Por qué te has dejado besar?
— No lo sé.
Rocé su mejilla con los labios. Luego su cuello. Me quedé así, con la cabeza sobre su hombro, apretando los dientes con todas mis fuerzas. Nunca había sentido algo igual. Ni siquiera sabía que se podía sentir. Tenía deseos de llorar.
— Eri — murmuré sin voz, sólo con los labios —. Eri, ¡sálvame!
Yacía inmóvil. Oía los rápidos latidos de su corazón como desde una gran distancia. Me senté de nuevo.
— Si… — empecé, pero no tuve valor para terminar la frase. Me levanté, puse la lámpara en su sitio, coloqué la mesa donde estaba antes y tropecé con algo: era un cuchillo de cazador, tirado en el suelo. Lo dejé en la maleta y me volví —. Apagaré la luz — dije —. ¿Quieres?
Ninguna respuesta. Pulsé el interruptor. La oscuridad era total; ni siquiera en la ventana abierta había luces, ni las más distantes. Nada. Todo negrura. Tan negro como era muchas veces el espacio. Cerré los ojos. La quietud susurraba.
— Eri… — murmuré. No contestó. Sentí su temor y me acerqué a la cama en la oscuridad.
Intenté oír su respiración, pero solamente el silencio emitía un sonido universal, como si se materializara en aquella negrura y se transformara en ella, en Eri.
«Tendría que irme de aquí — pensé —. Sí, en seguida me voy.» Pero me incliné y encontré de repente su rostro, como por telepatía. Ella dejó de respirar.
— No — dije en un suspiro —. Nada. De verdad, nada.
Le toqué los cabellos. Lo rocé con las yemas de los dedos y lo reconocí, todavía tan extraño, tan inesperado. Tenía tanta ansiedad por comprenderlo todo. Pero ¿y si no había nada que comprender? Cuánto silencio. ¿Dormiría ya Olaf? Seguramente no. Debía de estar quieto, escuchando. Esperando. Yo debía ir a su habitación. Pero no, no podía. Coloqué la cabeza sobre su hombro. En un impulso, me eché a su lado. Noté que todo su cuerpo se ponía rígido.
Se apartó. Le susurré:
— No tengas ningún miedo.
— No.
— Estás temblando.
— No es nada.
La abracé. El peso de su cuerpo sobre mi hombro se trasladó al brazo. Estábamos acostados el uno junto al otro, y nos rodeaba la oscuridad silenciosa.
— Es muy tarde — susurré —. Muy tarde. Tienes que dormir. Por favor, duérmete.
La mecí únicamente con una lenta oscilación de mi hombro. Estaba quieta, y yo sentía el calor de su cuerpo y su aliento. Respiraba muy de prisa. Y su corazón latía con violencia.
Despacio, muy despacio, se fue tranquilizando. Debía de estar muy cansada. Escuché primero con los ojos abiertos, y después los cerré, pues así me parecía oír mejor. ¿Dormiría ya?
¿Quién era? ¿Por qué significaba tanto para mí? Estaba inmóvil en esta oscuridad, y por la ventana entraba el viento, que hacía crujir las cortinas. Me invadía un asombro mudo.
Ennesson, Thomas, Venturi, Arder. ¿Para esto fue todo aquello? ¿Para esto? Un puñado de polvo. Allí donde nunca sopla el viento. Donde no hay nubes, ni sol, ni lluvia, absolutamente nada, y de modo tan literal que parece imposible, que se antoja increíble. ¿Y yo había estado allí? ¿De verdad? Y ¿para qué?
Ahora ya no sabía nada, todo se había fundido en una oscuridad sin forma; estaba entumecido. Ella se estremeció. Lentamente, se volvió de lado, pero no movió la cabeza de mi hombro. Murmuró algo y continuó durmiendo.
Intenté imaginar la cromosfera de Arturo. Un espacio gigantesco y vacío por el que he volado muchas veces, girando en un espantoso e invisible carrusel de fuego, con los ojos hinchados y llorosos, repitiendo continua e insensiblemente: «Sonda. Cero. Siete. Sonda.
Cero. Siete. Sonda. Cero. Siete.» Miles y miles de veces, por lo que más tarde sólo el recuerdo de estas palabras me hacía estremecer. Las llevaba grabadas con fuego, como si fueran heridas; y como respuesta sólo crujió algo en los auriculares y se oyó un sonido ahogado en el cual mis aparatos transformaban las llamas de las protuberancias, y allí estaba Arder, su rostro, su cuerpo y su cohete transformados en un gas radiante… ¿Y Thomas? El desaparecido Thomas, de quien nadie sabía qué… ¿Y Ennesson? No nos llevábamos bien; en realidad yo no podía soportarle. Pero en la cámara de presión luché con Olaf porque no me quería dejar ir hacia allí, pues era demasiado tarde; ¡vaya generosidad la mía, por todos los cielos! Sólo que no era generosidad sino una cuestión de precio. Ya lo creo que sí. Porque cada uno de nosotros era de un valor incalculable, la vida humana alcanzaba allí su valor máximo, allí donde ya no podía tener ninguno, donde sólo estaba separada del fin por un hilo ya casi inexistente. Aquel hilo o aquel contacto en la radio de Arder. Aquel empalme en el reactor de Venturi, que Voss no comprobó lo suficiente — tal vez se soltó de repente, pues también esto ocurre, que el metal envejezca —, y Venturi dejó de existir cinco segundos después. ¿Y el regreso de Thurber? ¿Y la prodigiosa salvación de Olaf, que se perdió cuando su antena de dirección resultó perforada? ¿cuándo? ¿De qué manera? Nadie lo sabía. Olaf regresó… por milagro. Sí, una posibilidad entre un millón. ¡Y yo mismo… vaya suerte que tuve! ¡Vaya suerte extraordinaria e imposible…! Tenía el brazo dormido, lo cual me daba una sensación agradable e indescriptible. «Eri — llamé en mis pensamientos —, Eri.» Como el trino de un pájaro. ¡Qué nombre!
Un gorjeo… Cómo fastidiábamos a Ennesson para que imitara los trinos de los pájaros.
Lo sabía hacer, ¡y qué bien! Y cuando perdió la vida, lo mismo ocurrió con todos esos pájaros…
Pero todo esto no tardó en ser confuso, y me hundí, nadé a través de la oscuridad. En el último momento antes de dormirme se me antojó estar allí, en mi puesto, en la litera, muy bajo y muy cerca del suelo de hierro, y junto a mí estaba el pequeño Arne… Entonces me desvelé de nuevo unos momentos. No, Arne ya no vivía, y yo estaba en la Tierra. La muchacha respiraba tranquilamente.
— Bendita seas, Eri — dije en un susurro, aspiré el olor de sus cabellos y me quedé dormido.
Abrí los ojos sin saber dónde estaba, ni desde luego, junto a quién. Los cabellos oscuros desparramados sobre mi hombro — no le sentía como si fuera algo extraño a mi cuerpo — me dejaron perplejo. Fue sólo una fracción de segundo. En seguida lo supe todo. El sol aún no había despuntado, y la mañana, de un blanco lechoso, sin un atisbo de amanecer, clara y de un frío penetrante, estaba en la ventana. A esta luz temprana vi el rostro de Eri como si lo viera por primera vez. Dormía profundamente, respirando con los labios muy cerrados; no debía estar muy cómoda sobre mi hombro, ya que colocó una mano bajo su cabeza y arqueó las cejas como si todavía la dominara el asombro. Este movimiento fue muy leve; pero yo la contemplaba con atención, como si en aquel rostro estuviera escrito mi propio destino.
Pensé en Olaf. Con extremo cuidado, empecé a retirar el brazo. Esta precaución resultó totalmente innecesaria, pues ella dormía muy bien, y además soñaba; me detuve, no tanto para adivinar el sueño como para saber si era desagradable. Su rostro era casi infantil. No, no había nada desagradable en el sueño. Me aparté de ella y me levanté. Llevaba el albornoz puesto, tal como me había acostado. Salí descalzo al pasillo, cerré la puerta con cuidado, muy lentamente, y con las mismas precauciones entré en el cuarto de Olaf. La cama estaba intacta.
Se hallaba sentado ante la mesa y dormía, con la cabeza apoyada en una mano. No se había desnudado, tal como yo supuse. Ignoro qué le despertó; ¿mi mirada, tal vez? De pronto sus ojos claros me dirigieron una mirada penetrante, y se desperezó y estiró con grandes ademanes.
— Olaf — dije —, aunque viviera cien años…
— Cierra la boca — replicó con gran amabilidad —. Hal, siempre tuviste inclinaciones nefastas…
— ¿Ya empiezas otra vez? Sólo quería decirte…
— Ya sé qué querías decirme. Siempre sé qué quieres decirme con una semana de anticipación. Si en el Prometeo hubiéramos tenido un capellán, tú habrías sido el más indicado. ¡Por el mismísimo diablo, cómo no se me ocurrió antes! ¡Entonces te habría hecho rezar, Hal! ¡Nada de sermones, ni grandes palabras, ni juramentos, imprecaciones y demás! ¿Cómo va todo? Bien, ¿no?
— No lo sé. Así parece. Si te… te interesa… entre nosotros no ha pasado nada.
— Primero tendrías que arrodillarte — observó —, y seguir hablando de rodillas. Viejo idiota, ¿te he preguntado semejante cosa? Hablo de las perspectivas y cosas por el estilo.
— No tengo idea. Y verás, voy a decirte algo: ella tampoco tiene idea. Le he dado en la cabeza como con una piedra.
— Ya. Esto es desagradable — opinó Olaf, mientras se desnudaba y buscaba su bañador —.
¿Cuánto pesas? ¿Ciento diez?
— Más o menos. No hace falta que busques; llevo puesto tu bañador.
— Por todos los diablos, siempre has de meter la pezuña en todo — gruñó, y al ver que yo iba a quitarme el bañador-: Déjalo, tonto. Tengo otro en la maleta.
— ¿Cómo se gestiona un divorcio? ¿Lo sabes, por casualidad? — pregunté.
Olaf, agachado ante la maleta, me miró. Sonrió entre dientes.
— No, no lo sé. Me gustaría saber cómo me podría haber enterado. Sin embargo, oí decir que es como un estornudo. Y ni siquiera hay que brindar. ¿No existe por aquí un cuarto de baño decente, provisto de agua?
— Ni idea, pero no lo creo. Sólo los que ya conoces.
— Sí. Un chorro de aire refrescante que huele a elixir dental. Espantoso. Vamos a la piscina.
Sin agua no me siento lavado. ¿Duerme ella?
— Sí.
— Entonces, vamos.
El agua estaba fría y deliciosa. Hice un tirabuzón hacia atrás; me salió magnífico. Hasta ahora no lo había logrado nunca. Salí a la superficie resoplando y ahogándome, pues había tragado agua por la nariz.
— Cuidado — me advirtió Olaf desde el borde —, ahora tienes que ser precavido. ¿Te acuerdas de Markel?
— Sí. ¿Por qué?
— Estuvo en cuatro lunas de Júpiter llenas de amoníaco, y cuando regresó, aterrizó y salió serpenteando de su cohete, cubierto de trofeos como un árbol de Navidad, tropezó y se rompió la pierna. O sea que debes tener cuidado ahora, te lo digo yo.
— Lo tendré. El agua está terriblemente fría. Voy a salir.
— Bien hecho. Podrías pillar un resfriado. Yo no había tenido ninguno en diez años, y en cuanto llegué a la Luna, empecé a toser.
— Porque allí hay demasiada sequedad — dije con expresión muy seria. Olaf rió y me salpicó la cara de agua al saltar muy cerca de mí.
— Efectivamente, es muy seca — convino mientras nadaba —. Es una buena descripción. Seca y muy incómoda.
— Oí, me voy corriendo.
— Muy bien. Nos encontraremos para desayunar. ¿O no?
— Naturalmente.
Corría hacia arriba, secándome por el camino. Ante la puerta, contuve el aliento y miré hacia dentro con cuidado. Continuaba dormida. Aproveché la oportunidad y me vestí con rapidez. Incluso pude afeitarme en el cuarto de baño.
Entonces volví a asomarme a la habitación; me pareció que se había movido. Cuando me acerqué a la cama de puntillas, abrió los ojos.
— ¿He… dormido… aquí?
— Sí, sí, Eri.
— Me ha parecido que alguien…
— Sí, Eri…, he… sido yo.
Me miró largo rato, como si lo estuviera recordando todo lentamente. Al principio abrió mucho los ojos — ¿de asombro? — , y después los cerró, volvió a abrirlos, miró a hurtadillas, muy de prisa, pero no tanto como para que yo no lo advirtiera, bajo la sábana, y me mostró su rostro ruborizado.
Carraspeé.
— Quiere? ir a tu habitación, ¿verdad? Entonces me voy…
— No — dijo —, llevo puesta la bata. — Cerró el escote y se sentó en la cama —. ¿Es así… ya… realmente?
— preguntó en voz baja y un tono como si se despidiera de algo.
Guardé silencio.
Ella se levantó, recorrió la habitación y volvió a mi lado. Levantó la vista y me miró a la cara; en sus ojos había una pregunta, una inseguridad y otra cosa que yo no sabía adivinar.
— Señor Bregg…
— Me llamo Hal. Es mi… nombre de pila…
— Se…, Hal, yo…
— ¿Sí?
— Yo… realmente no sé… querría…
— ¿Qué?
— Bueno…, él…
¿No podía o no quería decir «mi marido»?
— …Vuelve pasado mañana.
— ¿Y qué?
— ¿Qué pasará entonces?
Tragué saliva.
— ¿Debo hablar con él? — pregunté.
— ¿Cómo?
Ahora fui yo quien la miró confundido, sin comprender.
— Ayer… dijo usted…
Me quedé esperando.
— …Que… me llevaría consigo.
— Sí.
— ¿Y él?
— ¿No debo hablar con él? — repetí.
— ¿Cómo, hablar? ¿Usted solo?
— ¿Con quién, pues?
— ¿Así que… ha de ser el fin?
Me ahogaba; volví a carraspear.
— Pero… no hay otra salida.
— Yo… yo pensaba… que sería un mesk.
— Un… qué?
— ¿No sabe qué es?
— No, no lo sé. No entiendo una palabra. ¿Qué es? — interrogué, sintiendo un desagradable escalofrío. De nuevo tropezaba con estas repentinas barreras, con un confuso malentendido.
— Es eso, una… o uno… cuando encuentra a alguien… y durante un tiempo le gustaría…, bueno, ¿de verdad no sabe nada de esto?
— Espera, Eri. No sé nada, pero ahora creo adivinar… ¿Se trata de algo provisional, de un estado interino, de una aventura pasajera?
— No — repuso ella, abriendo mucho los ojos —. Así que usted ignora cómo… Ni yo misma lo sé con exactitud — reconoció de repente —. Sólo lo conozco de oídas. Y creía que usted…
— Eri, no sé nada. Y que el diablo se me lleve si comprendo algo. ¿Tiene que ver…? Bueno, por lo menos se refiere al matrimonio, ¿no?
— Sí, claro. Hay que ir a una oficina y allí — no lo sé exactamente —, pero en todo caso, más tarde… ya es…
— ¿Qué?
— Definitivo. Así que nadie puede decir nada. Nadie. Ni siquiera él…
— De modo que se trata de… una especie de legalización…, vaya, qué diablos…, legalizacion del adulterio, ¿no?
— No. Sí. Es decir, entonces no es adulterio, o al menos, ya no lo dice nadie. No existe adulterio, ya que, bueno, yo con Seon… sólo por un año…
— ¿Qué? — exclamé, inseguro de si había oído bien —. ¿Qué quiere decir eso? ¿Por qué por un año? ¿Un matrimonio de un año? ¿Sólo por un año? ¿Por qué?
— Es un ensayo…
— ¡Por todos los cielos negros y azules! Una prueba, vaya. ¿Y esto es el… mesk? ¿Quizá un aviso para el año siguiente?
— No sé qué es un aviso. Del adulterio sí que he oído hablar. Pero aquí significa que si al cabo de un año una pareja se separa, lo otro empieza a tener validez. Como unas nupcias.
— ¿Este mesk?
— Sí.
— Y sin él, ¿qué pasa?
— Nada. Entonces no tiene ninguna importancia.
— Aja. Entonces ya lo sé. No. Nada de mesk. Para toda la eternidad. ¿Sabes qué significa esto?
— Sí. Señor Bregg…
— ¿Qué quieres?
— Este año haré mi licenciatura de arqueología…
— Ya comprendo. Me das a entender que yo, al tenerte por tonta, soy en el fondo un tonto de remate. ¿No es eso?
— Lo ha expresado con mucha fuerza — sonrió.
— Sí. Perdona. Por lo tanto, Eri, ¿puedo hablar con él?
— ¿Sobre qué?
Apreté la mandíbula. «¡Otra vez!»; pensé.
— Vaya, por to… — Me mordí el labio inferior —. Sobre nosotros.
— Pero eso no se hace.
— ¿No? Ah, vamos. ¿Qué se hace, pues?
— Se gestiona una separación. Pero, señor Bregg, de verdad… yo…, yo no puedo…
— ¿Qué?
Confundida, se encogió de hombros.
— ¿Quiere decir esto que hemos vuelto al punto de partida de anoche? — pregunté —. Eri, no te enfades porque hable así, pero ya sabes que estoy en situación de inferioridad. No conozco todos los formulismos y costumbres, ni siquiera sé lo que es cotidiano y lo que no, por consiguiente, cómo voy a saber…
— Sí, me hago cargo, me hago cargo. Pero él y yo… Seon…
— Comprendo — dije —. Escucha, ¿y si nos sentáramos?
— Pienso mejor de pie.
— Como quieras. Escucha, Eri. Sé lo que debería hacer. Llevarte conmigo, como te dije, y marcharnos a alguna parte… Ignoro de dónde procede esta seguridad. Quizá de mi ilimitada estupidez. Pero me parece que acabarías sintiéndote bien a mi lado. Ya lo creo que sí. Sin embargo, estoy hecho de un modo que… Bueno, resumiendo: no lo haré. Con objeto, si quieres, de no obligarte. Al fin y al cabo, toda la responsabilidad de esta… llamémosla decisión mía recae sobre ti… Por consiguiente, soy un cerdo no del lado derecho sino del izquierdo. Sí. Lo veo muy bien. Lo veo con mucha claridad. Así pues, te ruego que sólo me digas una cosa: ¿cuál prefieres?
— El derecho…
— ¿Qué?
— El lado derecho de este cerdo.
Tuve que reír. Quizá con algo de histerismo.
— Santo Dios… Bueno, está bien. ¿Así que puedo hablar con él? Después. Quiero decir, yo volvería solo…
— No.
— ¿No se hace así? Es posible. Pero tengo la sensación de que debería hacerlo, Eri…
— No. Se lo ruego… encarecidamente. De verdad. No. ¡No!
De repente brotaron lágrimas de sus ojos. La rodeé con ambos brazos.
— ¡Eri! ¡No! De acuerdo, no. Haré lo que tú quieras, pero no llores. Por favor, no llores así.
Para, ¿me oyes? O llora…, ni siquiera sé ya…
— Yo… no sabía que esto… te… — murmuró, sollozando.
La llevé de un lado a otro de la habitación.
— No llores, Eri… O si no, ¿sabes qué? Nos iremos… sólo por un mes. ¿Lo prefieres así? Y si entonces quieres volver, pues vuelves…
— Por favor… — dijo —, por favor…
La deposité en el suelo.
— ¿No se puede hacer así? Ya ves, no sé nada. Sólo pensé…
— Ay, ¡qué cosas tienes! Poder, no poder. No lo quiero así. ¡No lo quiero!
— Mi lado derecho se aumenta visiblemente — dije con sequedad inesperada —. Está bien, Eri.
Ya no quiero devanarme más los sesos. Cámbiate de ropa. Desayunaremos y nos marcharemos en seguida.
Me miró con huellas de lágrimas en los ojos. Se dominó a la perfección. Arqueó las cejas.
Me pareció que iba a decir algo más, algo poco halagador para mí, pero se limitó a suspirar y se fue en silencio. Me senté a la mesa. Mi repentina decisión, como en una historia de aventuras, había sido flor de un momento. En realidad estaba tan decidido como una rosa de los vientos.
Me sentía un majadero. «¿Cómo puedo — me preguntaba —, cómo puedo hacerlo?» ¡Vaya lío!
Olaf apareció en el umbral.
— Hijo mío — me interpeló —, lo lamento. Es el colmo de la indiscreción, pero lo he oído todo.
No pude evitarlo. Habría que cerrar las puertas, y además tu voz es muy potente. Hal… estás superándote. ¿Qué esperas de una muchacha? Que te salte al cuello sólo porque una vez, en Kere…
— ¡Olaf! — rugí.
— Sólo la paz puede salvarnos. Verás, una arqueóloga hizo un bonito descubrimiento. Ciento sesenta años ya pueden llamarse antigüedad, ¿no?
— Tu clase de humor…
— No te atrae, lo sé. A mí tampoco. Pero ¿qué me quedaría de él si no te conociera tan a fondo? El entierro de un amigo y punto final. Hal, Hal…
— Sé muy bien cómo me llamo.
— ¿Qué quieres, pues? ¡Vamos, capellán! Comamos y pongámonos en camino.
— Ni siquiera tengo idea de adonde ir.
— Por casualidad, yo sí que lo sé. Junto al mar aún se pueden alquilar unas casitas. Os vais en el coche…
— ¿Qué significa «os»?
— ¿Qué te parece? ¿Acaso pensabas en la Santísima Trinidad? Capellán…
— Olaf, si no dejas de bromear…
— Está bien, ya lo sé. Querrías hacer feliz a todo el mundo: a mí, a ella, al tal Saúl o Seon…
No, es imposible. Hal, iremos juntos en el coche, pero yo no iré más lejos de Houl, pues allí tomaré un ulder.
— Vaya, vaya — dije —, qué bonitas vacaciones te he organizado.
— Si yo no me quejo, tú tampoco has de hacerlo. Quizá saque algo de todo esto. Y ahora, basta. Vamos.
El desayuno transcurrió en un ambiente singular. Olaf habló más que de costumbre, pero más bien al aire. Eri y yo apenas pronunciamos una palabra. Entonces el robot blanco trajo un glider, con el cual Olaf se fue a Klavestra a recoger el coche. Se le ocurrió en el último momento. Al cabo de una hora el coche ya estaba en el jardín; puse en él todo mi equipaje y Eri también se llevó sus cosas — no todas, según me pareció, pero no hice ninguna pregunta-; en realidad, no nos hablábamos. Y en el día soleado, que ya empezaba a ser caluroso, fuimos primero a Houl — que estaba algo apartado de la carretera —, donde Olaf se apeó; hasta que nos encontramos en el coche no nos explicó que ya había alquilado una casita para nosotros.
No hubo una despedida en toda regla.
— Escucha — le dije —, si algún día te escribo…, ¿vendrás?
— Claro. Te enviaré mi dirección.
— Escribe a la lista de Correos de Houl — observé. Me alargó su mano endurecida. ¿Cuántas manos como ésta quedarían en toda la Tierra?
La estreché hasta que me crujieron los huesos. Sin volverme, volví al coche. Viajamos apenas una hora; Olaf me había indicado dónde estaba la casa. Era pequeña — cuatro habitaciones, sin piscina, pero junto a la playa y al mar —. Cuando pasamos por un trecho más elevado, bordeado de casitas policromas que estaban diseminadas por las colinas, vimos el océano desde la carretera. Ya antes de verlo habíamos oído su distante y sordo rumor.
De vez en cuando, miraba a Eri. Callada, muy erguida, no volvía la cabeza para contemplar el paisaje. La casita — nuestra casita — era azul con un tejado color naranja. Cuando me pasé la lengua por los labios, noté sabor a sal. La carretera describió una curva y siguió paralela a la línea de la playa. El océano, con olas que parecían inmóviles desde lejos, mezclaba su voz con el ruido del potente motor.
La casita era una de las últimas. Un pequeño jardín, con arbustos grises por la sal, mostraba las huellas de una reciente tormenta. Las olas debían de haber llegado hasta la valla; aquí y allí se veían aún conchas vacías. El techo inclinado se elevaba en la parte delantera, formando una especie de ala muy caprichosa, que daba mucha sombra. La casita vecina asomaba detrás de una duna grande y de escasa vegetación, a unos seiscientos pasos de distancia. Abajo, en la playa en forma de media luna, se veían diminutas siluetas humanas.
Abrí la portezuela del coche.
— Eri…
Se apeó en silencio. Si pudiera adivinar qué pasaba tras su frente un poco arrugada.
Caminó a mi lado hacia la puerta.
— No, así no — dije —. No puedes cruzar por tu pie el umbral ¿sabes?
— ¿Por qué?
La levanté.
— Abre — pedí. Tocó la placa con los dedos y la puerta se abrió. Crucé el umbral llevándola en brazos, y entonces la dejé resbalar hasta el suelo —. Es una costumbre. Trae… suerte.
Primero fue a recorrer todas las habitaciones. La cocina estaba atrás; era automática y tenía un robot, pero no un robot verdadero, sino un muñeco eléctrico para la limpieza.
También podía servir las comidas. Obedecía órdenes, pero sólo hablaba un par de palabras.
— Eri — dije —, ¿quieres ir a la playa?
Negó con la cabeza. Nos hallábamos en medio de la habitación de mayor tamaño: blanca y dorada.
— ¿Qué quieres? Tal vez…
Antes de que terminara la frase, el mismo movimiento de cabeza. Vi lo que significaba.
Pero la suerte estaba echada y había que seguir jugando.
— Traeré las cosas — dije. Esperé por si decía algo, pero se sentó en uno de los sillones verdes como la hierba y comprendí que no quería decir nada. Este primer día fue espantoso. Eri no hizo nada demostrativo, ni siquiera me evitó intencionadamente e incluso intentó estudiar un poco después de la comida, cuando le pedí que me dejara permanecer en su habitación para poder contemplarla.
Le prometí no decir una sola palabra y no estorbarla. Pero después de un cuarto de hora (¡tan rápida fue mi intuición!) comprendí que mi presencia le pesaba como una piedra. La línea de su espalda, sus gestos pequeños y precavidos y su disimulada tensión me lo revelaron. Por lo tanto, salí corriendo, cubierto de sudor, y empecé a pasear arriba y abajo de mi habitación.
Aún no la conocía, aunque ya sabía que no era una chica tonta, sino tal vez todo lo contrario. En la situación recién creada, esto podía ser tanto una ventaja como un inconveniente. Ventaja: si no lo comprendía, por lo menos podía pensar quién era yo y no ver en mí a un bárbaro ni a un salvaje.
Inconveniente: si esto era cierto, entonces carecía de valor el consejo que me diera Olaf en el último momento. Me citó un aforismo del Libro Hon, que yo también conocía: «Para que la mujer sea como una llama, el hombre ha de ser como el hielo.» Así pues, veía mi única posibilidad en la noche, no en el día. No me gustaba esto y me atormentaba de forma horrible pensarlo. Pero comprendía que en el breve tiempo de que disponía, no lograría ningún contacto por medio de las palabras. Dijera lo que dijese; todo quedaría sin efecto, porque no llegaría hasta sus motivos, hasta su corto y bien justificado arranque de cólera cuando empezó a gritar: «¡…no lo quiero, no lo quiero!». También el hecho de que entonces pudiera dominarse tan pronto me parecía una mala señal.
Al atardecer sintió miedo. Traté de ser más sereno que el agua y más bajo que una brizna de hierba, como Woow, ese pequeño piloto que sabía callar más tiempo que nadie; era capaz, sin decir una palabra, de expresar con claridad lo que quería y también hacerlo.
Después de la cena — no comió nada, lo cual provocó gran alarma en mí — sentí que me Dominaba la ira, hasta el punto de que muchas veces casi la odié por culpa de mi propio tormento. Y la terrible injusticia de este sentimiento no hacía más que incrementarlo.
Nuestra primera noche verdadera, cuando, todavía muy enardecida, se durmió en mis brazos y su respiración jadeante se fue serenando con suspiros cada vez más débiles, me sentí seguro de haber vencido. Ella había luchado sin cesar, no conmigo, sino con su propio cuerpo, que ahora yo empezaba a conocer. Desde las finas uñas, dedos diminutos, palmas de las manos, pies, fui abriendo y despertando a la vida con mis besos cada una de sus pequeñas partes y curvas, penetrándolas con.mi aliento, a pesar de ella misma, con infinita paciencia y lentitud, para que las transiciones fueran apenas perceptibles.
Y cuando sentí una protesta creciente, como la muerte, me aparté, empecé a susurrarle palabras pueriles, dementes, sin sentido, callé de nuevo y sólo la acaricié, la asalté durante horas con las caricias, hasta que sentí cómo se abría, cómo su rigidez se convertía en el temblor de la última resistencia… y entonces tembló de otra manera, ya vencida, pero yo seguía esperando, sin hablar, ya que esto estaba más allá de todas las palabras. En la oscuridad sostuve sus hombros esbeltos y su pecho, el izquierdo, porque allí latía el corazón, más de prisa, cada vez más de prisa… Respiraba con fuerza, después con desesperación, y entonces — ocurrió; ni siquiera fue deseo, sino la gracia de la extinción y la fusión, una tormenta más allá de nuestros cuerpos, para que en esta violencia se fundieran en uno solo. Nuestros alientos jadeantes, nuestros ardores terminaron en un desmayo; ella gritó una vez, débilmente, con voz alta e infantil, y me abrazó.
Más tarde sus manos fueron resbalando lejos de mí, como con una gran vergüenza y tristeza, como si ella hubiese comprendido de repente cuan horribles habían sido mis subterfugios y mentiras. Y lo empecé todo de nuevo: los besos entre los dedos, los juramentos mudos, toda esta campaña de ternura y también crueldad. Todo se repitió como en un sueño oscuro y cálido. Y de improviso noté que su mano, oculta entre mis cabellos, apretaba mi cabeza contra su brazo desnudo con una fuerza que jamás habría adivinado en ella. Y entonces, agotada, respirando con rapidez, como si quisiera librarse del calor creciente y el temor repentino, se durmió. Yo permanecí inmóvil, como un muerto, tenso hasta el punto máximo, e intenté comprender si lo sucedido lo significaba todo o absolutamente nada. Poco antes de dormirme tuve la impresión de que estábamos salvados.
Y entonces llegó la paz, la gran paz, tan grande como en Kerenea cuando yacía sobre la cálida placa de lava con Arder inconsciente, pero al que veía respirar tras el cristal de su escafandra y así sabía que no todo había sido en vano. Pero ya no me quedaban fuerzas, aunque sólo fuera para abrir el grifo de su botella de repuesto; yacía como paralizado y con la sensación de que la mayor experiencia de mi vida acababa de pasar y, si ahora moría, no se produciría ningún cambio. Y esta indefensión mía era como el tácito silencio del triunfo.
Pero por la mañana todo volvió a ser igual. En las primeras horas ella seguía avergonzada, ¿o era tal vez desprecio hacia mí? Lo ignoro; quizá se despreciaba a sí misma por lo sucedido.
Hacia mediodía logré convencerla para dar un pequeño paseo. Seguimos la carretera de la gigantesca playa. El Pacífico reposaba al sol como un gigante lánguido, surcado por franjas de espuma blancas y doradas y repleto hasta el horizonte de pequeñas velas. Detuve el coche en el lugar donde terminaba la playa y aparecía un promontorio de rocas, La carretera describía allí una curva pronunciada: a un metro de distancia podían verse directamente las violentas oleadas. Luego volvimos para comer.
Todo era igual que la víspera; pero en mí se extinguía todo cuando pensaba en la noche.
Porque no quería aquello, no lo quería así. Cuando no la miraba, sentía sus ojos fijos en mí.
Traté de adivinar el significado de su ceño nuevamente fruncido y sus miradas ausentes; y de pronto — no sé cómo ni por qué, fue como si alguien me hubiera abierto el cráneo —, lo comprendí todo. Sentí deseos de golpearme la cabeza con los puños. ¡Qué estúpido egoísta era, qué cerdo insensible! Me quedé quieto, aturdido, con esta tormenta rugiendo en mi interior. De improviso la frente se me perló de sudor y me sentí muy débil.
— ¿Qué tienes? — preguntó ella.
— Eri — dije con voz ronca —, yo… no he comprendido hasta ahora, ¡te lo juro! que has venido conmigo porque tenías miedo de que yo…, ¿verdad que sí?
Sus ojos se abrieron llenos de asombro; me miró con atención, como si temiera un engaño, una comedia. Asintió.
Salté de la silla.
— Nos vamos.
— ¿Adonde?
— A Klavestra. Haz el equipaje. Dentro de — consulté el reloj —, dentro de tres horas estaremos allí.
No se había movido.
— ¿En serio? — interrogó.
— ¡En serio, Eri! No lo había comprendido. Sí, ya sé, parece imposible. Pero hay límites. Sí, límites. Eri, todavía no comprendo del todo cómo he podido; me he mentido a mí mismo.
Bueno, no lo sé, pero es igual, ahora ya no importa.
Hizo el equipaje ¡tan de prisa…! Todo en mí estaba roto y destrozado. Sin embargo, exteriormente parecía casi tranquilo. Cuando estábamos sentados en el coche, me dijo:
— Hal, te pido perdón.
— ¿Por qué? ¡Ah! — comprendí —. ¿Creías que yo lo sabía?
— Sí.
— Bueno. No hablemos más de ello.
Y nuevamente pisé el acelerador; a los lados pasaban casitas lilas, blancas, azules, la carretera se curvaba, aumenté más la velocidad, el tráfico era muy intenso y luego empezó a escasear, las casitas perdieron sus colores, el cielo se tino de azul oscuro, las estrellas aparecieron y nosotros corríamos en el prolongado silbido del viento.
Todo el paisaje se volvió gris; las colinas dejaron de ser abultadas y se convirtieron en siluetas, en una hilera de gibas, y la carretera, en la penumbra, era fosforescente. Reconocí las primeras casas de Klavestra, el característico recodo de la carretera, los setos. Detuve el coche frente a la entrada, entré sus cosas en el jardín bajo la baranda.
— Prefiero no entrar en la casa compréndelo.
— Sí.
No quería despedirme de ella, así que me limité a dar media vuelta. Ella rozó mi mano; me estremecí como si me hubiera quemado.
— Hal, gracias…
— No digas nada. Por el amor de Dios, no hables.
Me alejé corriendo, salté al coche y pisé el acelerador. El ruido del motor pareció calmarme durante un rato. Llegué a la recta sobre dos ruedas. Era para reír. Naturalmente, ella tenía miedo de que la matara; había presenciado cómo intentaba matar a Olaf, que era totalmente inocente, y sólo por esto, porque él no me permitía… ¡Oh, no importaba…, no importaba! Grité solo en el coche, podía hacer lo que quisiera, el motor cubría mi demente furia… y una vez más ignoro en qué momento supe lo que tenía que hacer. Una vez más — como antes — me invadió la paz. No la misma, claro. Porque el hecho de que hubiera aprovechado tan vulgarmente la situación y la hubiese obligado a ella a seguirme, y todo hubiese ocurrido sólo por este motivo… era lo peor de todo cuanto podía imaginarme, pues me robaba incluso los recuerdos, los pensamientos sobre nuestra noche… sencillamente todo. Yo mismo la había destruido con mis propias manos por medio de un egoísmo ilimitado, de una ceguera que no me dejaba ver lo más visible y evidente; desde luego ella no había mentido cuando dijo que no tenía miedo de mí. Tampoco temía por ella, claro. Sólo por él.
Tras las ventanillas pasaban volando pequeñas luces, quedaban atrás, se desvanecían; la comarca era indescriptiblemente hermosa. Y yo, destrozado, mutilado, corría a toda velocidad sobre chirriantes neumáticos de una curva a otra, hacia el Océano Pacífico, hacia las rocas; en un momento en que el coche patinó con fuerza mayor de la esperada y rozó 'a cuneta con las ruedas del lado derecho, sentí miedo, pero sólo por una fracción de segundo; en seguida reí como un loco…, porque había tenido miedo de morir precisamente aquí, cuando me había propuesto morir en otra parte. Y esta risa se convirtió de pronto en un sollozo. «Debo hacerlo cuanto antes — pensé —, pues ahora ya no soy el mismo. Lo que me ocurra ya no es horrible, sino repugnante.» Y aún me dije algo más: que debía avergonzarme de mí mismo. Pero ahora estas palabras ya no tenían sentido ni importancia.
Era ya oscuro, la carretera estaba casi vacía, ya que por la noche no circulaba casi nadie — hasta que observé que me seguía un glider negro a no mucha distancia. Se deslizaba con ligereza y sin el menor esfuerzo, mientras yo forcejeaba con los frenos y el acelerador, porque los gliders se mantienen sobre el asfalto gracias a la fuerza de atracción o de la gravedad — el diablo lo sabe. En suma, me podía alcanzar fácilmente, pero permanecía a unos ochenta metros detrás de mí; una vez se acercó un poco más, pero volvió a reducir la marcha. En las curvas pronunciadas, donde yo barría la carretera con toda la parte posterior del coche y patinaba hacia la izquierda, él se quedaba atrás, aunque yo no creía que no pudiera mantener mi ritmo. Tal vez el conductor tenía miedo. Pero, no, claro, en él no iba ningún conductor. Y además, ¿qué me importaba a mí aquel glider?
Algo sí me importaba, pues sentía que no se mantenía tan cerca de mí sin un motivo. De pronto se me ocurrió pensar que podía ser Olaf. Olaf, quien, con toda la razón, no se fiaba en absoluto de mí, y que debía de haber esperado en los alrededores para vigilar el curso de los acontecimientos. Y al pensar que allí se encontraba mi salvador, mi viejo y querido Olaf, que una vez más no me dejaba hacer lo que yo quería, como un hermano mayor, como mi paño de lágrimas… me invadió la cólera. Durante un segundo, la ira me impidió ver la carretera.
«¿Por qué no me dejan en paz?», pensé, y empecé a exigir del coche sus últimas fuerzas, sus últimas reservas. Como si no supiera que el glider podía alcanzar el doble de mi velocidad. Y así corrimos en plena marcha, entre las colinas llenas de luces, y el penetrante silbido del viento que cortaban nuestros vehículos dejaba ya percibir el rumor creciente, gigantesco y como surgido de profundidades insondables del océano Pacífico.
«Sigue conduciendo — pensé —, conduce tranquilo. Tú no sabes lo que yo sé. Me persigues, me olfateas, no me dejas en paz… ¡Estupendo! Pero yo correré más que tú, saltaré ante tus mismas narices antes de que tengas tiempo de parpadear; hagas lo que hagas, no te servirá de nada, pues el glider no puede salirse de la carretera. De este modo, hasta en el último segundo podré tener la conciencia tranquila. Fabuloso.» Pasé por delante de la casita donde habíamos vivido; sus tres ventanas iluminadas me dijeron al pasar que no hay ningún sufrimiento que no pueda incrementarse. Y entonces llegué al trecho de la carretera que seguía paralelo al océano. Ante mi alarma, ahora el glider aumentó de pronto la velocidad y quiso adelantarme. Le corté brutalmente el paso, girando hacia la izquierda. El se quedó atrás, y continuamos maniobrando de esta manera; cada vez que intentaba adelantarme, le cerraba el paso ocupando el lado izquierdo de la carretera; creo que fueron cinco veces.
De repente, aunque yo no le dejaba sitio, empezó a adelantarme; mi coche estuvo a punto de rozar la negra y reluciente superficie del proyectil sin ventanas y al parecer sin conductor; en ese momento supe seguro que sólo podía ser Olaf, ya que nadie más se atrevería a hacer algo semejante. Pero yo no podía matar a Olaf; eso sí que no podía hacerlo. Así pues, le cedí el paso, y pensé que ahora sería él quien me lo cerrara. Pero sólo se mantuvo a unos quince metros de mi radiador. «Bueno — pensé —, no importa.» Y empecé a conducir más lentamente, con la débil esperanza de que él se alejara.
Pero no era su intención alejarse; aminoró asimismo la marcha.
Aún faltaba un kilómetro para la última curva junto a las rocas, cuando el glider disminuyó todavía más la marcha; ahora conducía por el centro, a fin de que yo no pudiera adelantarle. Pensé: «¡Tal vez ahora lo logre, ahora mismo!» Pero no había ninguna roca, sólo la arena de la playa, y el coche se habría encallado en la arena al cabo de cien metros, sin llegar siquiera al océano; no era cuestión de hacer semejante tontería. No tenía más remedio que seguir adelante.
El glider iba ahora con mayor lentitud, y observé que iba a detenerse; su carrocería negra brillaba a la luz de las señales del freno como salpicada de sangre. Intenté adelantarle con un giro repentino, pero me cerró el paso. El era más rápido y flexible que yo; al fin y al cabo, era conducido por otra máquina. La máquina siempre tiene un reflejo más rápido. Pisé el freno; demasiado tarde. Un ruido espantoso, una masa negra apretada contra el parabrisas; fui proyectado hacia delante y perdí el conocimiento.
Abrí los ojos como después de un sueño; soñaba que estaba nadando. Algo frío y húmedo me pasó por la cara, sentí manos que me sacudían, y oí una voz.
— Olaf — murmuré —, Olaf, ¿por qué? ¿Por qué?
— ¡Hal!
Me estremecí; me apoyé sobre el codo y vi el rostro de ella muy junto al mío. Cuando me senté, tan confuso que no podía pensar, ella se deslizó lentamente sobre mis rodillas, sus hombros temblaban convulsivamente, y yo aún no podía creerlo. Mi cabeza parecía tener proporciones gigantescas y estar hecha de algodón.
— Eri — dije con labios entumecidos, grandes, pesados, y como muy distantes de mí —, Eri, ¿eres tú… o…?
De pronto me volvieron las fuerzas, la agarré por los hombros, la levanté, me levanté yo de un salto, nos tambaleamos los dos y caímos sobre la arena blanda y todavía caliente. Besé su cara húmeda y salada y lloré por primera vez en mi vida, y ella también lloró. Durante mucho rato no pronunciamos una sola palabra, y poco a poco fuimos cogiendo miedo — no sé de qué —, y ella me miró con ojos muy abiertos.
— Eri — repetí —, Eri, Eri…
No sabía nada más. Me eché en la arena, muy débil de pronto, y ella se asustó; trató de levantarme, pero no tenía suficiente fuerza para hacerlo.
— No, Eri — murmuré —, no me ha pasado nada… Es sólo…
— ¡Hal! Entonces, habla, ¡habla!
— ¿Qué quieres que diga…, Eri…?
Mi voz la calmó un poco. Se fue corriendo y en seguida volvió con un recipiente plano; me mojó el rostro de agua — era salada —, claro, era agua de mar. «Yo quería beber mucha», me pasó por la mente, y parpadeé. Recuperé el dominio de mí mismo, me senté y moví la cabeza.
Ni siquiera una herida; los cabellos habían amortiguado el golpe; sólo tenía un chichón como una naranja, un poco de piel levantada, en las orejas aún notaba un zumbido, pero ya me sentía bien. Por lo menos, sentado. En cuanto traté de levantarme, las piernas no quisieron obedecerme.
Ella se arrodilló junto a mí y me miró con los brazos caídos.
— ¿Eres tú? ¿De verdad? — pregunté. Ahora empecé a comprenderlo; me volví y, en medio de un terrible mareo provocado por este movimiento de cabeza, vi a la luz de la luna nueva, a pocos metros de distancia, dos siluetas negras al borde de la carretera, una empotrada en la otra. Me falló la voz cuando dirigí la mirada hacia ella.
— Hal…
— Dime.
— Trata de levantarte…, te ayudaré…
— ¿Levantarme?
Mi cerebro aún no parecía funcionar bien. Comprendía y no comprendía lo ocurrido. ¿Era Eri la que conducía el glider? Imposible.
— ¿Dónde está Olaf? — pregunté.
— ¿Olaf? Lo ignore.
— ¿Cómo…? ¿No estaba aquí?
— No.
— ¿Tú sola?
Asintió. Y de pronto me sobrecogió un temor horrible, espantoso.
— ¡Cómo pudiste! ¡Cómo pudiste!
Su rostro temblaba, su boca también; no era capaz de pronunciar una sola palabra.
— Era… preciso…
Volvió a llorar. Muy lentamente, fue tranquilizándose. Me tocó la cara, la frente, y yo seguía repitiendo:
— En…, ¿eres tú?
Delirio de la fiebre. Entonces, muy despacio, me levanté, ella me ayudó como pudo.
Llegamos a la carretera. Allí vi el estado en que había quedado el coche: el radiador, toda la parte delantera parecía un acordeón. En cambio el glider apenas había sufrido daños — ahora comprendí su superioridad —, a excepción de una pequeña abolladura en el 'lado del choque; nada más.
Eri me ayudó a subir, dio marcha atrás hasta que el coche, con un prolongado chirrido de hojalata, cayó a la cuneta, y nos alejamos. Volvíamos a la casa. Yo callaba, las luces pasaban de largo. La cabeza me colgaba sobre el hombro, cada vez más grande y pesada. Nos apeamos ante la casita. Las ventanas seguían iluminadas, como si nosotros aún estuviésemos dentro. Me ayudó a entrar. Me eché en la cama. Ella fue hacia la mesa, la rodeó y se dirigió a la puerta. Me incorporé con fuerza.
— ¿Te marchas?
Corrió hacia mí, se arrodilló junto a la cama y dijo con la cabeza:
— No.
— ¿No?
— No.
— ¿Y no te marcharás nunca?
— Nunca, La abracé. Ella puso la mejilla contra mi cara, y ahora me abandonó todo: los últimos vestigios de mi testarudez, cólera y demencia de las últimas horas, el temor, la desesperación. Me quedé vacío, como muerto; sólo apretándola contra mí, cada vez más fuerte, como si hubiera recuperado las fuerzas. Reinaba el silencio, la luz resplandecía en el tapizado dorado de la habitación. En algún lugar de la lejanía, casi como en otro mundo, al otro lado de la ventana abierta, rumoreaba el océano Pacífico.
Puede parecer extraño, pero no hablamos ni aquel atardecer ni aquella noche una sola palabra. Nada. Sólo al día siguiente, ya tarde, me enteré de cómo había ocurrido: cuando yo me fui en el coche, ella adivinó para qué y me siguió poco después; estaba asustada, no sabía qué debía hacer; primero pensó en llamar al robot blanco, pero comprendió que esto no serviría de nada. Tampoco «él» — nunca le llamaba de otro modo — podría ayudarla. Tal vez Olaf. Seguramente Olaf. Pero no sabía dónde buscarle, y además no había tiempo que perder.
Así que tomó el glider de la casa y me siguió. Pronto me alcanzó y se quedó detrás de mí, pensando que aún había una posibilidad de que yo quisiera volver a la casita.
— ¿Hubieras entrado? — pregunté.
Titubeó.
— No lo sé. Creo que sí. Ahora creo que sí, pero no estoy muy segura.
Entonces, cuando vio que yo pasaba de largo la casita, se asustó aún más. Yo ya conocía el resto.
— No, no comprendo absolutamente nada — dije —. Todavía no lo comprendo. ¿Cómo pudiste hacerlo?
— Yo… pensé que no podía permitir que pasara nada.
— ¿Y sabías qué quería hacer yo, y dónde?
— Sí.
— ¿Cómo?
Al cabo de mucho rato:
— No sé. Quizá porque ya te conocía un poco…
Callé. Aún quería formular muchas preguntas, pero no me atrevía. Estábamos ante la ventana. Con los ojos cerrados, sintiendo la extensión del océano, interrogué:
— Bueno, Eri…, ¿y ahora? ¿Qué haremos… ahora?
— Ya te lo dije.
— Pero no lo quiero de ese modo — murmuré.
— No puede ser de otro — repuso tras una larga pausa —. Y además…
— ¿Además qué?
— No lo quiero de otro modo.
Aquella tarde fue aún peor. Porque esto vino, imperioso, y retrocedió. ¿Por qué? Lo ignoro. Ella tampoco lo sabía. Sólo parecíamos acercarnos en los momentos decisivos, sólo entonces nos conocíamos y podíamos comprendernos.
Y la noche. Y otro día.
Y el cuarto día la oí telefonear y sentí un gran temor. Más tarde, lloró. Pero a la hora de comer ya sonreía.
Y así fue el principio y el fin. Porque a la semana siguiente fuimos a Mae, capital de distrito, y allí, ante un hombre vestido de blanco, pronunciamos los formulismos que nos convirtieron en marido y mujer. El mismo día telegrafié a Olaf. Al día siguiente fui a Correos, pero no había noticias suyas. Pensé que habría cambiado de domicilio y después me escribiría. Pero, a decir verdad, ya en Correos tuve una sensación angustiosa. Este silencio no era característico de Olaf. Sin embargo, a causa de todo lo ocurrido, pensé en ello muy brevemente y no le dije nada a ella.
Como si lo hubiese olvidado.