Entretanto, Olaf seguía sin dar señales de vida. Mi inquietud se convirtió en remordimientos de conciencia. Temía que hubiera hecho alguna locura. Estaba solo, todavía más de lo que yo lo había estado. No me gustaba mezclar a Eri en incidentes imprevisibles que pudieran surgir como consecuencia de la operación de búsqueda que pensaba iniciar, por lo que decidí ir primero a visitar a Thurber. No estaba seguro de si quería pedirle un consejo; sólo quería verle. Olaf me había dado su dirección; Thurber residía en el centro universitario de Maíleolan.
Le envié un telegrama notificándole mi visita y me separé de Eri por primera vez. En los últimos días había estado intranquila y silenciosa; yo lo atribuí a su preocupación por Olaf. Le prometí volver lo antes posible, probablemente en un par de días, y no dar ningún paso tras la conversación con Thurber sin consultarlo con ella.
Eri me llevó hasta Houl, donde tomé un ulder directo. Las playas del Pacífico ya estaban vacías, pues no tardarían en llegar las tormentas otoñales; de los lugares de veraneo desaparecieron los jóvenes vestidos de alegres colores, y no me sorprendió ser el único pasajero del proyectil plateado. El vuelo entre nubes, que hacía irreal la región, duró apenas una hora y terminó hacia el atardecer.
La ciudad se perfilaba en la penumbra gracias a sus luces multicolores; los edificios más altos, casas cáliz, brillaban en la niebla como llamas delgadas e inmóviles; sus siluetas, entre los blancos desgarrones de niebla, tenían la forma de mariposas gigantescas, unidas por los arcos de los más elevados niveles del tráfico, que colgaban del aire. Los planos inferiores de las calles formaban ríos policromos, que se cruzaban entre sí. Quizá se debía a la niebla, quizá a la influencia de los edificios de cristal; en todo caso, el centro semejaba desde aquella altura una masa de esmalte precioso rodeado de agua, una isla de cristal cubierta de joyas, erigida en un océano cuya superficie repetía los pisos cada vez menos luminosos, hasta los que eran casi invisibles, los últimos. Como si iluminara toda la ciudad un armazón rojo como el rubí, procedente de sus entrañas. Era difícil creer que aquella paleta de llamas y colores mezclados entre sí fuese simplemente el lugar de residencia de varios millones de personas.
El centro universitario se encontraba en las afueras de la ciudad. Mi ulder aterrizó allí, sobre la pista de cemento de un gran parque. De la ciudad cercana venía un débil resplandor, que iluminaba el cielo y el muro negro de los viejos árboles. Una larga avenida me condujo hasta el edificio principal, que estaba oscuro y como muerto.
Apenas abría la gran puerta de cristal, en el interior se encendieron las luces. Me encontraba en una gran sala abovedada, cubierta de intarsias azul pálido. Un sistema de pasillos insonorizados me llevó a un largo corredor, recto y como severo, abrí una puerta y luego otra, pero todas las habitaciones estaban vacías y daba la impresión de que nadie las habitaba desde hacía mucho tiempo. Subí por una escalera corriente al piso superior; probablemente había un ascensor, pero no tenía ganas de buscarlo; además, esta escalera ya era de por sí algo digno de verse, ya que no era automática. Arriba, un pasillo se bifurcaba, conduciendo a ambos lados. También allí estaban desiertas las habitaciones; entonces vi en una puerta una pequeña tarjeta con las palabras: «¡Aquí, Bregg!» escritas a mano. Llamé y oí en seguida la voz de Thurber.
Entré. Estaba sentado encorvado frente a la oscuridad de una ventana grande como la pared, a la luz de una lámpara baja. La mesa donde trabajaba estaba repleta de papeles y libros — libros verdaderos —, y sobre una mesita auxiliar había montones de «granos» de cristal y aparatos diversos. Tenía ante sí un fajo de papeles y escribía notas al margen… ¡con una pluma mojada en tinta!
— Siéntate — ordenó sin mirarme —. En seguida termino.
Me senté en una silla baja que había ante la mesa y la empujé un poco hacia el lado, porque el rostro de Thurber era sólo una mancha bajo la luz, y yo quería verle bien.
Trabajaba a su manera, lentamente, con la cabeza baja y el ceño fruncido, defendiéndose de la luz. Era una de las habitaciones más modestas que había visto hasta el momento, con paredes mates, puertas grises, sin un solo adorno ni la menor huella del antipático oro; a ambos lados de la puerta había pantallas cuadrangulares, ahora ciegas; bajo la ventana había estanterías, y en una de ellas reposaba un gran rollo de mapas o dibujos técnicos, y esto era todo. Miré a Thurber. Calvo, macizo, pesado… escribía, y de vez en cuando se secaba una lágrima con el dorso de la mano. Sus ojos siempre lloraban, y Gimma (que gustaba de traicionar los secretos ajenos, sobre todo los que uno prefería no revelar) dijo una vez que Thurber temía por su vista. Por eso yo comprendía que fuese el primero en acostarse cuando cambiábamos la aceleración, y que más tarde confiara a otros el trabajo que siempre solía realizar él solo.
Reunió sus papeles con las dos manos, los golpeó contra la mesa, para igualar los bordes, los metió en una carpeta, la cerró y dijo, dejando caer sus manos de dedos gruesos y rígidos:
— Hola, Hal. ¿Cómo te va?
— No puedo quejarme. ¿Estás… solo?
— ¿Quieres decir si Gimma está aquí? No, no está aquí; ayer se fue a Europa.
— ¿Trabajas?
— Sí.
Siguió un breve silencio. Yo no sabía cómo reaccionaría a lo que iba a decirle… Antes quería saber su opinión sobre las cosas que habíamos observado en este mundo nuevo. Como le conocía bien, no esperaba ningún sentimentalismo. Siempre guardaba para sí la mayor parte de sus opiniones.
— ¿Hace tiempo que estás aquí?
— Bregg — me interpeló, impasible —, dudo de que esto te interese. Te estás yendo por las ramas.
— Es posible — asentí —. ¿Quieres decir que debo ir al grano?
Sentí de nuevo la misma discrepancia, algo entre la excitación y la timidez, lo mismo que siempre me había separado de él… y también a los demás. Nunca supe con seguridad si bromeaba, se burlaba o hablaba en serio; por mucha serenidad y atención que mostrara a su interlocutor, nunca fue totalmente transparente.
— No — repuso —. Quizá más tarde. ¿De dónde vienes?
— De Houl.
— ¿Directamente de allí?
— Sí… ¿Por qué lo preguntas?
— Bien — dijo, como si no hubiera oído mis últimas palabras. Me miró fijamente durante unos cinco segundos, como si quisiera asegurarse de mi presencia; su mirada carecía totalmente de expresión… Pero ahora yo ya había adivinado que había ocurrido algo; sólo ignoraba si él me lo diría. Su conducta no había sido nunca fácil de prever. Medité sobre la mejor manera de empezar, y entretanto él me contempló con atención creciente, como si me hubiera presentado a él en una forma completamente desconocida, — ¿Qué hace Vabach? — pregunté cuando esta contemplación muda se prolongó más de lo debido.
— Se ha ido con Gimma.
Mi pregunta no se refería a esto, y él lo sabía; pero al fin y al cabo yo no había venido a preguntar por Vabach. Otro silencio. Empecé a arrepentirme de mi decisión.
— Tengo entendido que te has casado — dijo de pronto, como a la ligera.
— En efecto — contesté, quizá con sequedad excesiva.
— Lo celebro por ti.
Traté por todos los medios de encontrar otro tema. Pero no se me ocurrió nada aparte de Olaf, y todavía no quería preguntarle acerca de él. Temía la sonrisa de Thurber; aún recordaba que era capaz de desesperar con ella a Gimma, y no sólo a él; pero se limitó a enarcar las cejas y preguntar:
— ¿Qué planes tienes?
— Ninguno — repuse, fiel a la verdad.
— ¿Y hay algo que te gustaría hacer?
— Sí, pero no cualquier cosa.
— ¿No has hecho nada hasta ahora?
Ahora sí que me enrojecí. La ira me dominaba.
— Se puede decir que no. Thurber…, yo… no he venido para hablar de mis asuntos. * — Ya lo sé — replicó con calma —. Staave, ¿no?
— Sí.
— Había cierto riesgo en esto — dijo, apartándose un poco de la mesa. La silla giró, obediente, en mi dirección —. Óswamm esperaba lo peor, sobre todo cuando Staave tiró su hipangog… Por otra parte, tú no utilizaste el tuyo, ¿verdad?
— Óswamm — repetí —, ¿qué Óswamm? ¿El de ADAPT?
— Sí. Staave era el que más le preocupaba. Después yo le saqué de su error.
— ¿Qué error?
— Gimma respondió por vosotros dos… — terminó Thurber su frase, como si no me hubiera oído.
— ¿Qué? — grité, levantándome de mi asiento —. ¿Gimma?
— Naturalmente, él no sabía nada — prosiguió Thurber —. Y así me lo dijo.
— ¡Entonces por qué respondió por nosotros, diablos! — exclamé, excitado por sus palabras.
— Creyó que era su deber — explicó Thurber sucintamente —. El jefe de la expedición debía conocer a su gente.
— Tonterías.
— Sólo repito lo que dijo a Oswamm.
— ¿Ah, sí? — repliqué —. Y el tal Oswamm…, ¿de qué tenía miedo? ¿De que nos rebeláramos, o qué?
— ¿Nunca tuviste deseos de hacerlo? — inquirió Thurber, sereno.
Reflexionó honestamente.
— No — dije por fin-; en serio, nunca.
— ¿Y dejarás betrizar a tus hijos?
— ¿Y tú? — pregunté lentamente.
Sonrió por primera vez, con un temblor de sus labios exangües, pero no dijo nada.
— Escucha, Thurber, ¿te acuerdas todavía de aquella tarde que siguió al último vuelo de reconocimiento sobre Beta… cuando te dije…?
Asintió con indiferencia. Y de improviso mi tranquilidad se esfumó.
— Entonces no te lo dije todo, ¿sabes? Estábamos allí juntos, pero no teníamos los mismos derechos. Yo os obedecía, a ti y a Gimma, porque quería hacerlo. Todos querían obedeceros, Venturi, Thomas, Ennesson y Arder, a quien Gimma no dio una pieza de repuesto porque la guardaba para una ocasión especial y mejor. Muy bien. Pero ¿con qué derecho me hablas ahora de este modo, como si hubieras estado todo el tiempo sentado en esa silla? Tú fuiste quien envió a Arder a Kerenea en nombre de la ciencia, Thurber, y yo le saqué de allí y volví con él en nombre de sus desgraciadas tripas. Y ahora resulta que el único válido ha sido el derecho de aquellos intestinos. Sólo éste sigue siendo importante; no el otro. Así que tal vez ahora tendría que ser yo quien te preguntase cómo te va y responder yo por ti, y no al revés.
¿Qué te parece? Sé muy bien qué te parece. Te has traído un montón de material, puedes atrincherarte detrás de él hasta el fin de tus días y sabes perfectamente que ninguno de estos supereducados te preguntará jamás: «¿Y cuanto ha costado este espectroanálisis? ¿Un hombre? ¿Dos hombres? ¿No cree usted, profesor Thurber, que ha sido un poco caro?» Ninguno te lo dirá porque no hay cuentas que saldar entre ellos y nosotros. Pero sí las hay con Venturi. Y con Arder y Ennesson. Y con Thomas. ¿Con qué pagarás ahora, Thurber? ¿Con la aclaración de Oswamm respecto a mí? ¿Y Gimma… con su fianza para mí y Olaf? Cuando te vi por primera vez, hacías lo mismo que hoy. Fue en Apprenous. Estabas sentado con tus papeles y mirabas como ahora; en una pausa entre cosas más importantes… en nombre de la ciencia…
Me levanté.
— Da las gracias a Gimma por haber intercedido tanto por nosotros…
Thurber también se levantó. Nos medimos con la mirada durante un segundo. Era más bajo que yo, pero no se notaba. Su estatura no tenía la menor importancia. Su mirada era la serenidad misma.
— ¿Me concedes ahora la palabra o ya estoy condenado? — preguntó.
Gruñí algo incomprensible.
— Entonces, siéntate — dijo y, sin esperar, se desplomó pesadamente en su asiento —. Así que has hecho algo — empezó en un tono como si hasta ahora sólo hubiéramos hablado del tiempo —.
Has leído, le has creído, y ahora te sientes traicionado y buscas a los culpables. Si esto fuera lo principal para ti, yo estaría dispuesto a cargar con la culpa. Pero no se trata de esto. ¿Starck te ha convencido… tras estos diez años? Bregg, yo ya sabía que eras un exaltado, pero nunca supuse que fueras tonto.
Se calló unos momentos. Y yo — cosa rara — sentí un gran alivio, y como un presagio de salvación. No tuve tiempo de pensar en mí mismo, pues él prosiguió:
— ¿Un contacto entre civilizaciones galácticas? ¿Quién te habló de ello? Ninguno de nosotros y ninguno de los clásicos, ni Merquier, ni Simoniadi, ni Rag Ngamieli, nadie; ninguna expedición contaba con este contacto, por lo cual toda esa charla sobre arqueólogos que dan vueltas por el espacio, y sobre ese correo eternamente retrasado de las galaxias, no es más que una refutación de tesis que nadie ha formulado. ¿Qué se puede obtener, pues, de las estrellas? ¿Y qué utilidad tuvo la expedición de Amundsen? ¿Y la de Andree? La única utilidad concreta resultó ser… una posibilidad probada. Probar que puede hacerse algo como esto. Dicho con más exactitud: que se trata de lo más difícil que se puede realizar en un momento determinado. No sé si nosotros lo conseguimos, Bregg. En realidad no lo sé. Pero estuvimos allí.
Guardé silencio. Thurber ya no me miraba. Con los puños agarraba el borde de la mesa.
— ¿Qué te ha demostrado Starck? ¿La inutilidad de la cosmodromía? ¡Como si no lo supiéramos nosotros mismos! ¿Y los polos? ¿Qué había en los polos? Los hombres que los conquistaron sabían muy bien que allí no había nada. ¿Y la Luna? ¿Qué buscaba el grupo de Ross en el cráter Erastrótenes? ¿Brillantes? ¿Y por qué Bant y Yegorin han atravesado el centro del disco de Mercurio? ¿Para adquirir un buen bronceado? ¿Y Keilen y Offshag? Lo único que sabían cuando volaron a la fría nube de Cerbero era que allí se puede perder la vida.
¿Has entendido lo que Starck dice realmente? El hombre ha de comer, beber y vestirse; todo lo demás es una locura. Todos tenemos nuestro propio Starck, Bregg. Cada era lo ha tenido.
¿Para qué os envió Gimma a ti y a Arder? Para que recogierais muestras con el succionador Corona. Pero ¿quién envió a Gimma? La ciencia. Qué profesional suena esto, ¿verdad? El conocimiento de las estrellas.
«Bregg, ¿crees que no hubiéramos volado, de no existir las estrellas? Yo creo que sí.
Habríamos querido conocer el espacio, para justificar el todo de alguna manera. Geónidas o cualquier otro nos diría qué mediciones y descubrimientos valiosos se pueden hacer por el camino. No me interpretes mal. No estoy afirmando que las estrellas sean solamente un pretexto… El polo tampoco lo fue; Nansen y Andree lo necesitaban… El Everest fue más necesario para Irving y Mallory que el aire mismo. ¿Dices que os daba órdenes… en nombre de la ciencia? Tú sabes bien que no es cierto. Has querido poner a prueba mi memoria. ¿Y si ahora pongo yo a prueba la tuya? ¿Te acuerdas del planetoide de Thomas? Me estremecí.
— Entonces nos mentiste. Volaste allí por segunda vez sabiendo que ya no vivía. ¿Es verdad o no? Guardé silencio.
— Me lo imaginé ya entonces. No hablé de ello con Gimma, pero supongo que él también lo sabía. ¿Por qué volviste, Bregg? Aquello no era Arturo ni Kerenea, y no había nadie a quien salvar. ¿Por qué, pues, volaste allí una vez más?
Callé. Thurber sonrió imperceptiblemente.
— ¿Sabes en qué consistió nuestra mala suerte, Bregg? En que tuvimos éxito y ahora estamos aquí. El hombre vuelve siempre con las manos vacías…
Enmudeció. Su sonrisa se convirtió en una mueca, casi ausente. Durante un rato su respiración fue ruidosa, mientras seguía apretando con los puños el borde de la mesa. Le miré como si le viera por primera vez, y entonces pensé: «Ya es viejo.» Este descubrimiento fue un golpe para mí. Nunca había pensado nada semejante respecto a él, le había considerado siempre sin edad…, — Thurber — dije en voz baja —, escucha…, todo esto es un responso. Sobre la tumba de esos…, esos insaciables. Ya no existen, ni volverán a existir. Así que, a pesar de todo, Starck tiene razón…
Enseñó las puntas de sus dientes planos y amarillentos, pero no fue una sonrisa.
— Bregg, dame tu palabra de honor de que no repetirás a nadie lo que ahora voy a decirte.
Titubeé.
— A nadie — repitió con énfasis.
— Está bien.
Se levantó, fue al rincón, cogió un rollo de papel y volvió a la mesa.
El papel crujió en sus manos mientras lo desenrollaba. Vi un pez rojo cortado en secciones, como dibujado con sangre.
— ¡Thurber!
— Sí — dijo tranquilamente, enrollando de nuevo el papel con ambas manos.
— ¿Una nueva expedición?
— Sí — repitió. Fue al rincón, dejó el rollo en su sitio, y lo apoyó contra la pared como un arma.
— ¿Cuándo? ¿Adonde?
— No muy pronto. Al centro.
— Nube de Sagitario… — murmuré.
— Sí. Los preparativos durarán algún tiempo. Pero gracias a la anabiosis…
Continuó hablando, pero a mí sólo me llegaron palabras aisladas. «Vuelo de lazo», «aceleración sin gravedad»… y la excitación que me dominó cuando vi la forma del gran cohete, dibujada por los constructores, se convirtió en una inesperada lasitud, de cuyo fondo, como a través de las tinieblas, contemplé mis manos, colocadas sobre las rodillas. Thurber dejó de hablar, me miró de reojo, rodeó la mesa y empezó a amontonar sus carpetas, como si quisiera darme tiempo para digerir esta noticia tan extraordinaria. Yo tendría que haberle ametrallado a preguntas: quién de nosotros, los antiguos, tomaría parte, cuántos años duraría la expedición, cuáles eran sus objetivos. Pero no formulé ninguna pregunta. Como todo ello se consideraba un secreto, no quería saber nada.
Miré sus manos grandes y arrugadas en las que su edad avanzada se advertía con más claridad que en el rostro, y mi aturdimiento se mezcló con una especie de satisfacción, tan inesperada como malévola: que seguramente él no podría volar con los demás. «Tampoco yo presenciaré su regreso, ni siquiera aunque alcance la edad de Matusalén», pensé. Bueno, era igual. Nada de esto tenía ya la menor importancia. Me levanté.
Thurber hizo crujir sus papeles. — Bregg — dijo sin levantar la vista —, aún tengo algo que hacer aquí, pero si quieres, podemos cenar juntos. Y puedes pernoctar en la residencia, que ahora está completamente vacía.
Musité «Está bien» y me dirigí a la puerta. Ya había empezado a trabajar, como si yo no existiera. Permanecí un momento en el umbral y salí. Durante unos segundos no supe dónde estaba, hasta que oí un golpeteo claro y rítmico: el eco de mis propios pasos. Me detuve.
Estaba en el centro de un largo pasillo, entre una doble hilera de puertas iguales. Aún se oía el eco de los pasos. ¿Una ilusión? ¿Acaso había alguien caminando detrás de mí? Me volví y distinguí una alta silueta que desapareció por una puerta muy lejana. Fue tan breve que no vi a la persona, sino sólo el movimiento, una parte de su espalda y la puerta que se cerraba.
No tenía nada que hacer allí. Continuar no tenía sentido, ya que el pasillo terminaba al fondo. Di media vuelta y pasé junto a una ventana muy alta. Sobre la mancha negra del parque flotaba el resplandor plateado de la ciudad. De nuevo me paré ante la puerta que ostentaba el letrero: «Aquí, Bregg», tras la cual trabajaba Thurber. No quería verle más. No tenía nada que decirle, y él a mí, tampoco. ¿Por qué había venido? De pronto, asombrado, lo recordé: debía entrar y preguntar por Olaf.
Pero no ahora. No en este momento. Fui hacia la escalera. Frente a ella se encontraba la última puerta de la hilera, precisamente aquella por la que acababa de desaparecer la silueta desconocida. Recordé que al principio, al entrar en el edificio, buscando a Thurber, había mirado hacia el interior de esta habitación; reconocí los arañazos del barniz. En esta habitación no había nada; ¿qué buscaba en ella el hombre que acababa de entrar?
Estaba seguro de que sólo había entrado para esconderse de mí. Permanecí largo tiempo indeciso frente a la escalera vacía, alumbrada por una luz blanca e inmóvil. Lentamente, me volví, centímetro a centímetro. Me dominaba una inquietud singular, que no era realmente inquietud; me sentía como si acabaran de inyectarme un tranquilizante: tenso, pero templado, di dos pasos, entorné los ojos, y entonces me pareció oír respirar a. alguien al otro lado de la puerta. No era posible.
«Voy a marcharme», me propuse, pero también esto era imposible: había dedicado demasiada atención a esta puerta para marcharme así como así. La abrí y miré hacia dentro.
Bajo la pequeña lámpara del techo, en el centro de la habitación vacía, estaba Olaf.
Llevaba su viejo traje con las mangas arremangadas, como si acabara de dejar las herramientas de trabajo.
Nos miramos. Cuando comprendió que yo no tenía intención de iniciar el diálogo, habló primero:
— ¿Cómo te va, Hal…?
Su voz no sonaba del todo segura. Yo no quería fingir nada; sencillamente, las circunstancias de este encuentro inesperado me habían dejado sin palabras. Tal vez influía algo el efecto de las palabras de Thurber. En cualquier caso, no le contesté. Fui hacia la ventana, desde la que se veía la misma perspectiva del parque oscuro y el resplandor de la ciudad, y entonces me volví y me recosté en el alféizar.
Olaf no se movió. Seguía en el centro de la habitación; del libro que tenía en la mano sobresalía un trozo de papel que resbaló hasta el suelo. Los dos nos inclinamos al mismo tiempo para recogerlo, y pude distinguir el boceto del mismo proyectil que Thurber acababa de enseñarme. Debajo había anotaciones en la letra de Olaf. «Es probable que se tratara de esto — pensé —. No me había hablado porque él quería volar y prefirió ahorrarme esta noticia.
Tenía que decirle que se equivocaba, que a mí no me importa nada esta expedición. Ya me he cansado de las estrellas, y además, ya estoy enterado de todo por Thurber, así que puede hablar conmigo con la conciencia tranquila.» Con el dibujo en la mano, observé sus líneas con atención, como si quisiera reconocer la velocidad del cohete, pero no dije ni una palabra y le devolví el papel, que él tomó con cierta vacilación, lo dobló y metió de nuevo en el libro. Todo esto ocurrió en silencio. Estoy seguro de que no fue premeditada, pero esta escena — quizá precisamente porque se desarrolló en silencio — adquirió un significado simbólico. Yo debía tomar sin entusiasmo su presunta participación en la expedición, pero también aceptarla sin envidia.
Cuando busqué su mirada, la desvió, para mirarme de reojo casi inmediatamente. ¿Era inseguridad o confusión? ¿Incluso ahora, que yo lo sabía todo? El silencio en la pequeña habitación se hizo insoportable. Oí su respiración algo acelerada. Tenía el rostro cansado y en sus ojos no había la animación que se veía en ellos en nuestro último encuentro. Como si hubiera trabajado mucho y dormido poco; pero había además otra expresión que yo no conocía.
— Estoy bien — dije —, ¿y tú?
En cuanto pronuncié estas palabras me di cuenta de que ya no eran oportunas; habrían sonado bien en el momento de mi entrada, pero ahora parecían un reproche o incluso una ironía.
— ¿Has visto a Thurber?
— Sí.
— Los estudiantes se han marchado…, ya no queda nadie, nos han dado todo el edificio… — empezó a hablar, como a la fuerza.
— ¿Para que podáis elaborar el plan de la expedición? — interrogué, a lo que me respondió pronta-mente:
— Sí, Hal, sí. Bueno, ya sabes muy bien la clase de trabajo que representa. Ante todo somos muy pocos, pero tenemos una maquinaria magnífica, esos autómatas, ya sabes…
— Estupendo.
Tras estas palabras se hizo de nuevo el silencio. Y — cosa extraña —, cuanto más duraba, más evidente era la inquietud de Olaf, su exagerada inmovilidad, ya que seguía quieto en el centro de la habitación, directamente bajo la lámpara, como preparado para lo peor. Decidí poner fin a esto.
— Escucha — dije en voz muy baja —, ¿qué te imaginabas? La política del avestruz no sirve de nada. ¿Acaso has supuesto que sin ti yo nunca me enteraría?
Callé, y él hizo lo propio, con la cabeza inclinada hacia un lado. Yo había exagerado demasiado la nota, pues Olaf no era culpable de nada y es probable que yo en su lugar hubiera actuado del mismo modo. Tampoco me sentía ofendido por su silencio del pasado mes. Lo que me molestaba era su intento de huida, que se hubiera ocultado en esta habitación vacía cuando me vio salir del despacho de Thurber. Pero no me atrevía a decirle esto directamente.
Levanté la voz, le llamé idiota, pero ni siquiera entonces intentó defenderse.
— ¿De modo que en tu opinión no había nada que decir al respecto? — le reproché, excitado.
— Eso depende de ti…
— ¿Por qué de mí?
— De ti — repitió tozudamente —. Lo más importante era por quién te ibas a enterar…
— ¿Lo crees de verdad?
— Así me lo pareció…
— Es igual… — murmuré.
— ¿Qué… harás? — preguntó en voz baja.
— Nada.
Olaf me miró con desconfianza.
— Hal…, yo querría…
No terminó la frase. Sentí que con mi presencia le sometía a todas las torturas, pero aún no podía perdonarle esta repentina huida. Y marcharme ahora, sin palabras, sería todavía peor que la inseguridad que me había llevado hasta allí. Ignoraba qué debía decirle; todo lo que nos unía estaba prohibido. Le miré un momento en que él también me miraba; cada uno de nosotros esperaba ahora la ayuda del otro…
Bajé del alféizar.
— Olaf…, ya es tarde. Me voy, pero no pienses que… te reprocho algo, nada de eso. Además, volveremos a vernos, quizá nos harás una visita — dije con esfuerzo, pues todas estas palabras no eran naturales y él lo advertía.
— ¿No… no quieres pasar aquí la noche? — No puedo, lo he prometido, sabes… No pronuncié el nombre de ella. — Como quieras — gruñó Olaf —. Te acompaño hasta la puerta.
Juntos salimos de la habitación y bajamos las escaleras; fuera reinaba ya una oscuridad completa. Olaf caminaba en silencio a mi lado. De pronto se detuvo. Yo le imité.
— Quédate — murmuró, como si estuviera avergonzado. Yo sólo veía la mancha confusa de su rostro.
— Bueno — accedí inesperadamente y di media vuelta. El no estaba preparado para esto; permaneció quieto un momento más y entonces me agarró por el hombro y me condujo a otro edificio, más bajo que el primero. En una sala vacía, sólo iluminada por dos lámparas, tomamos una cena fría, sin sentarnos. Durante todo este rato sólo pronunciamos unas diez palabras. Luego volvimos al primer piso.
Me llevó a una habitación casi cuadrada, de una blancura mate, con una gran ventana que daba al parque, pero desde otro lado, ya que no podían verse las luces de la ciudad sobre los árboles; allí había una cama recién hecha, dos sillones pequeños y uno mayor, apoyado contra la ventana. Tras una puerta pequeña, que estaba entornada, refulgían los azulejos del cuarto de baño. Olaf se quedó en el umbral con los brazos colgando, como si esperase alguna palabra mía. Pero como yo callaba, me paseaba por la habitación y pasaba mecánicamente la mano por los muebles, a fin de tomar una efímera posesión de ellos, me preguntó en voz baja:
— ¿Puedo…, puedo hacer algo por ti?
— Sí — repuse —. Déjame solo.
Permaneció allí, sin moverse. De repente enrojeció con violencia, luego palideció, y en seguida esbozó una sonrisa… con la cual intentó borrar el insulto. Porque mis palabras habían sido realmente ofensivas. Esta sonrisa débil y lastimera desencadenó algo en mí; al intentar con torpe esfuerzo librarme de la máscara de indiferencia que había adoptado porque no podía hacer otra cosa, salté hacia él cuando ya se había vuelto para irse le cogí la mano y casi se la machaqué. Este fuerte apretón fue mi disculpa. Olaf, sin volverse, contestó con el mismo apretón y salió. Yo aún sentía la fuerte presión de su mano en la mía cuando él cerró la puerta tras de sí con tanta suavidad como si abandonara la habitación de un enfermo. Yo me quedé solo, como había querido.
En la casa reinaba un silencio absoluto. Ni siquiera oí los pasos de Olaf al alejarse; en el cristal de la ventana se dibujaba débilmente mi corpulenta figura, de un lugar desconocido brotaba aire caliente y sobre los contornos de mi silueta vi las copas oscuras de los árboles, que desaparecían en la oscuridad; recorrí de nuevo la habitación con la mirada y me senté en el gran sillón, junto a la ventana.
La noche de otoño acababa de caer. Yo no podía ni pensar en dormir. Volví a levantarme.
La oscuridad reinante al otro lado de la ventana debía estar llena de frescor y el susurro de las ramas sin hojas, rozándose entre sí — y de improviso me asaltó la necesidad de ir allí, de vagar en la penumbra, en su caos, que nadie había planeado. Rápidamente abandoné la habitación.
El pasillo estaba vacío. Fui de puntillas hacia la escalera, lo cual fue una precaución excesiva; seguro que Olaf ya estaba en otro piso y en otra ala del edificio. Bajé corriendo, ya sin preocuparme del ruido de mis pasos, salí y eché a andar.
No elegí ninguna dirección; caminé de modo que las luces de la ciudad quedaran a un lado. Las avenidas del parque no tardaron en llevarme a sus límites, señalados con un seto.
Me encontré en la calle, que seguí durante un rato, hasta que me detuve repentinamente.
Quería abandonar esta calle, ya que conducía a un barrio, a la gente, y yo quería estar solo.
Recordé lo que Olaf me había dicho en Klavestra a propósito de Melleolan, esa nueva ciudad construida en las montañas después de nuestra marcha; varios kilómetros de la calle que acababa de recorrer sólo consistían, efectivamente, en serpentinas y curvas, que debían evitar las laderas, pero en plena oscuridad yo no podía fiarme de mi propia vista. La carretera no estaba iluminada, como todas las demás, ya que su superficie era fosforescente, lo cual bastaba para distinguir los arbustos que crecían a pocos pasos de ella. Dejé, pues, la carretera, llegué a tientas a la espesura de un pequeño bosque que me condujo por un terreno escarpado a un promontorio más extenso, sin árboles… lo advertí porque allí el aire soplaba sin obstáculos. Vi varias veces desde lejos, al fondo, la pálida serpiente de la carretera, y poco después incluso esta última luz desapareció; me detuve por segunda vez e intenté — no tanto con la impotente vista como con todo el cuerpo y el rostro, que volví hacia la dirección del viento — orientarme en este lugar desconocido. Como un planeta extraño. Quería llegar por el camino más corto a una de las cumbres que rodeaban el valle donde se asentaba la ciudad, pero ¿qué dirección debía tomar? De pronto, cuando ya me parecía imposible, oí un susurro distante y prolongado a mi derecha. Recordaba vagamente la voz de las olas…, no, era el susurro del bosque, del viento que soplaba con fuerza mucho más arriba que el lugar donde yo me encontraba. Esa era mi dirección.
La ladera, cubierta de hierba vieja y seca, me llevó a los primeros árboles. Pasé a su lado con los brazos extendidos, protegiéndome la cara de las espinosas ramas. La colina no tardó en ser menos escarpada y los árboles desaparecieron; nuevamente tuve que elegir la dirección de mi marcha. Escuché en la oscuridad, esperando con paciencia una ráfaga de viento más fuerte.
Entonces el aire me trajo una voz: de las cumbres lejanas llegó un largo alarido. Sí, el viento era mi aliado esta noche; fui a campo traviesa, sin darme cuenta de que perdía altura; la pendiente descendía hasta una negra garganta. Empecé a subir de nuevo, rítmicamente, y un arroyo cantarín me indicó el camino. No lo vi ni una vez; fluía seguramente bajo una capa rocosa, y la voz del agua se fue haciendo más tenue a medida que fui subiendo, hasta que al fin enmudeció del todo y volvió a rodearme el bosque de elevados troncos. El suelo apenas tenía musgo y hierba; sólo estaba cubierto por una blanda capa de viejas agujas.
Esta caminata en la oscuridad debió de durar unas tres horas; las raíces con las que tropezaba crecían alrededor de grandes rocas diseminadas por el terreno pedregoso. Empecé a temer que la cumbre estuviera cubierta de árboles y en su laberinto tuviera que acabarse mi escalada. Pero tuve suerte: a través de un pequeño paso pelado llegué a un campo sembrado de piedras. Estas piedras se hicieron cada vez más puntiagudas y al final apenas podía mantenerme derecho, pues empezaron a rodar con estruendo bajo mis pies. Saltando sobre una pierna y luego sobre la otra, cayéndome también en varias ocasiones, alcancé el borde de un estrecho sendero y por él, ya más de prisa, me dirigí hacia la cumbre.
De vez en cuando me paraba y trataba de ver lo que me rodeaba, pero la oscuridad no me lo permitía. No veía la ciudad ni sus luces; tampoco había rastro de la carretera luminosa por la que había venido. El sendero entre rocas me condujo a un lugar pelado, donde sólo crecía una hierba seca; las estrellas cada vez más grandes me revelaron que estaba a bastante altura.
Se ve que las otras cimas que las escondían tenían la misma altura que la que yo había conquistado. Unos cien pasos más allá estaban los primeros grupos de pinos negros.
Si en esta oscuridad me hubiese detenido alguien y preguntado adonde iba y para qué, no habría sido capaz de responderle. Por suerte, no había ni un alma. La oscuridad y la soledad de esta marcha nocturna producían un efecto tranquilizador, aunque de esto yo sólo era consciente a medias.
La pendiente era cada vez más pronunciada, y trepar, cada vez más difícil; pero yo sólo me preocupaba de no perder el camino, como si tuviera un destino determinado. Mi corazón latía con fuerza, mis pulmones jadeaban, y yo continuaba subiendo como un poseso. Sentía instintivamente que un esfuerzo así me era muy necesario. Apartaba las ramas de los pinos, muchas veces me quedé atascado en su espesura y tuve que abrirme paso para seguir adelante. Las agujas me arañaban el rostro, el pecho, se prendían en mis ropas, y mis dedos estaban ya pegajosos de resina. En un lugar despejado me sorprendió de repente el viento, que me atacó en la oscuridad, bramó, libre de trabas, y luego silbó en alguna parte, muy arriba, donde me imaginé habría un collado. Entretanto, más grupos de pinos negros, muy densos, me rodearon completamente. En su interior descansaban, como si fueran islas, capas invisibles de un aire cálido e inmóvil, saturado de la fragancia del bosque. En mi camino surgían invisibles obstáculos: rocas, montones de pequeñas piedras que rodaban bajo los pies.
Debía de hacer ya bastantes horas que caminaba así, pero todavía me quedaban bastantes fuerzas. Estaba desesperado, pues el sendero que conducía al desconocido paso de montaña, o tal vez a la cima, se había estrechado tanto que podía ver sus dos lados destacados contra el cielo; casi verticales, sus oscuros bordes apagaban las estrellas.
Hacía rato que había dejado atrás la zona de las nieblas, pero la fría noche no tenía luna y las estrellas daban muy poca luz. Por ello me asombré tanto cuando sobre mí y a mi alrededor aparecieron largas formas blanquecinas. Descansaban en la oscuridad, sin aclararla, como si sólo hubiesen absorbido la luz del día, y hasta que oí el primer crujido bajo las suelas no comprendí que estaba pisando nieve.
Cubría con una capa delgada casi todo el resto de la empinada pendiente. Yo llevaba ropa ligera y me habría helado hasta los huesos si el viento no se hubiera calmado de forma inesperada. Ahora sonaba con más claridad el eco de mis pasos; con cada uno de ellos rompía la capa de la nieve dura y me hundía hasta las pantorrillas.
En el paso apenas quedaba nieve. En el campo de piedras había unas rocas gigantescas y negras, relucientes de tan barridas por el viento. Me detuve con el corazón desbocado y miré en dirección a la ciudad. La cubría la ladera, y sólo unos reflejos rojizos en la oscuridad revelaban su situación en el valle. En lo alto parpadeaban grandes estrellas. Di unos pasos más y me senté en una roca que tenía forma de silla. Tenía algo de nieve traída por el viento.
Ahora no veía siquiera los últimos reflejos de la ciudad. Ante mí las montañas se elevaban en la oscuridad, fantasmales, con cimas coronadas por la nieve.
Cuando miré con atención la parte este del horizonte, vi una franja de aurora, que borraba las estrellas… — el comienzo de un nuevo día —. A esta luz se dibujó la cresta de la montaña, hendida en el centro. Y entonces ocurrió algo con mi inmovilidad; la informe oscuridad exterior (¿o la que estaba dentro de mí?) empezó a cambiar de sitio, a resbalar hacia abajo, a variar sus proporciones. Me quedé tan aturdido que por un momento casi perdí la visión, y cuando la recuperé, todo era diferente.
El cielo se aclaraba débilmente por el este, sobre el valle totalmente oscuro, e intensificaba también la negrura de las rocas; sin embargo, yo podía encontrar a ciegas cada una de sus rugosidades, cada una de sus grietas, sabía ya qué panorama me descubriría el día, porque esta imagen había sido grabada en mí para siempre y no inútilmente. Esta era la posesión inalterable por la que había sentido tanta nostalgia y que había continuado intacta mientras todo mi mundo se desmoronaba y desaparecía en el abismo del siglo y medio trascurrido.
Aquí, en este valle, había pasado mis años de juventud, en la vieja posada de madera que se levantaba al otro lado de la cumbre, en la ladera cubierta de hierba. Seguramente ya no quedaba ni una sola piedra de la vieja construcción, y las últimas vigas se habrían convertido en polvo haría mucho tiempo; pero el macizó rocoso seguía allí, invariable, como si hubiese esperado este encuentro.
La emoción de este encuentro dio rienda suelta a la debilidad que yo tan desesperadamente ocultaba primero con mi fingida calma y después con la dura marcha hacia la cumbre. Toqué el suelo a tientas, no me avergoncé del temblor de mis dedos y me llevé un poco de nieve a la boca, que se fundió, fría, en la lengua; no apagó mi sed, pero incrementó mi serenidad. Así permanecí, comiendo nieve, sin confiar del todo en lo que veía y esperando que los primeros rayos de sol corroboraran mis pensamientos.
Mucho antes de que amaneciera, de las alturas, de las estrellas que se iban desvaneciendo lentamente, bajó un pájaro, plegó las alas, se hizo más pequeño, se posó sobre una roca y empezó a moverse en mi dirección. Me quedé inmóvil para no ahuyentarlo. Dio saltitos a mi alrededor y volvió a alejarse, y cuando yo ya pensaba que no se había fijado en mí, llegó del otro lado y dio vueltas en torno a mi roca. Y así nos miramos durante bastante rato, hasta que yo dije a media voz:
— Hola, ¿de dónde vienes?
Observé que no tenía miedo de mí, y continué comiendo nieve. El bajó la cabeza, me miró con las negras perlas de sus ojos y de pronto, como si ya me hubiese mirado bastante, desplegó sus alas y desapareció volando. En cambio yo, apoyado contra la tosca pared de roca, acurrucado, con las manos muy frías por la nieve, esperé el amanecer, y la noche entera volvió a mí en breves imágenes, vivas e inacabadas; Thurber, sus palabras, este silencio entre Olaf y yo, la vista de la ciudad, la niebla roja y las transparencias de esta niebla, formadas de bolas de luz, calientes ráfagas de aire, la inspiración y expiración de un proceso de descomposición de millones, las avenidas y plazas colgantes, los edificios en forma de cáliz, con alas llameantes, los colores que dominaban en los diversos niveles…, mi pregunta al pájaro en el paso de montaña, y también el hecho de que tragara la nieve con avidez…; y todas estas imágenes eran ellas mismas y a la vez no lo eran, como ocurre muchas veces en los sueños. Eran un recuerdo y un esquivar las cosas que yo no me atrevía a tocar, porque durante todo el tiempo trataba de encontrar en mí mismo una aprobación de lo que no podía aprobar.
Pero todo esto había ocurrido antes, como un largo sueño. Ahora estaba despierto y sereno, esperando el día, en un aire que la aurora tino de plata y ante las rocas severas, que lentamente fueron apareciendo como riscos, peñas y laderas y que surgieron de la noche como una corroboración silenciosa de la realidad de mi regreso. Solo por primera vez, pero no un extraño en la Tierra y ya sometido a sus leyes, pude pensar, sin rebelión ni arrepentimiento, en los que se preparaban para ir a buscar el vellocino de oro de las estrellas…
La nieve de la cima ardió en oro y blanco, destacó, poderosa y eterna, contra las sombras violentas del valle. Y yo, sin cerrar los ojos llenos de lágrimas, en los que irrumpía esta luz, me levanté despacio y empecé a bajar por la ladera. En dirección al sur, donde estaba mi casa.